Potencias del comunismo por Daniel Bensaïd

Europa/Francia/Febrero 2017/Daniel Bensaïd/
http://www.rebelion.org/n
La memoria no olvida
Potencias del comunismo
En un artículo de 1843 sobre “los progresos de la reforma social en el continente”, el joven Engels (recién cumplidos los 20 años) veía el comunismo como “una conclusión necesaria que se está claramente obligado a sacar a partir de las condiciones generales de la civilización moderna”. Un comunismo lógico en suma, producto de la revolución de 1830, en la que los obreros “volvieron a las fuentes vivas y al estudio de la gran revolución y se apoderaron vivamente del comunismo de Babeuf”.

Para el joven Marx, en cambio, este comunismo no era aún más que “una abstracción dogmática”, una “manifestación original del principio del humanismo”. El proletariado naciente se había “echado en brazos de los doctrinarios de su emancipación”, de las “sectas socialistas”, y de los espíritus confusos que “divagan como humanistas” sobre “el milenio de la fraternidad universal” como “abolición imaginaria de las relaciones de clase”. Antes de 1848, este comunismo espectral, sin programa preciso, estaba presente pues en el aire del tiempo bajo las formas “poco pulidas” de las sectas igualitarias o de ensueños icarianos.
Sin embargo, ya entonces la superación del ateísmo abstracto implicaba un nuevo materialismo social que no era otra cosa que el comunismo: “Igual que el ateísmo, en tanto que negación de Dios, es el desarrollo del humanismo teórico, también el comunismo, en tanto que negación de la propiedad privada, es la reivindicación de la vida humana verdadera”. Lejos de todo anticlericalismo vulgar, este comunismo era “el desarrollo de un humanismo práctico”, para el cual no se trataba ya sólo de combatir la alienación religiosa, sino la alienación y la miseria sociales reales de donde nace la necesidad de religión.

De la experiencia fundadora de 1848 a la de la Comuna, el “movimiento real” que busca abolir el orden establecido tomó forma y fuerza, disipando las “locuras sectarias”, y dejando en ridículo “el tono de oráculo de la infalibilidad científica”. Dicho de otra forma, el comunismo, que fue primero un estado de espíritu o “un comunismo filosófico”, encontraba su forma política. En un cuarto de siglo, llevó a cabo su muda: de sus modos de aparición filosóficos y utópicos a la forma política por fin encontrada de la emancipación.

1. Las palabras de la emancipación no han salido indemnes de las tormentas del siglo pasado. Se puede decir de ellas, como de los animales de la fábula, que no han quedado todas muertas, pero que todas han sido gravemente heridas. Socialismo, revolución, anarquía incluso, no están mucho mejor que comunismo. El socialismo se ha implicado en el asesinato de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg, en las guerras coloniales y las colaboraciones gubernamentales hasta el punto de perder todo contenido a medida que ganaba en extensión. Una metódica campaña ideológica ha logrado identificar a ojos de muchos la revolución con la violencia y el terror. Pero, de todas las palabras ayer portadoras de grandes promesas y de sueños de porvenir, la de comunismo ha sido la que más daños ha sufrido debido a su captura por la razón burocrática de Estado y de su sometimiento a una empresa totalitaria. Queda sin embargo por saber si, de todas estas palabras heridas, hay algunas que vale la pena reparar y poner de nuevo en movimiento.

2. Es necesario para ello pensar lo que ha ocurrido con el comunismo del siglo XX. La palabra y la cosa no pueden quedar fuera del tiempo de las pruebas históricas a las que han sido sometidos. El uso masivo del título “comunista” para designar el Estado liberal autoritario chino pesará mucho más durante largo tiempo, a ojos de la gran mayoría, que los frágiles brotes teóricos y experimentales de una hipótesis comunista. La tentación de sustraerse a un inventario histórico crítico conduciría a reducir la idea comunista a “invariantes” atemporales, a hacer de ella un sinónimo de las ideas indeterminadas de justicia o de emancipación, y no la forma específica de la emancipación en la época de la dominación capitalista. La palabra pierde entonces en precisión política lo que gana en extensión ética o filosófica. Una de las cuestiones cruciales es saber si el despotismo burocrático es la continuación legítima de la revolución de Octubre o el fruto de una contrarrevolución burocrática, verificada no sólo por los procesos, las purgas, las deportaciones masivas, sino también por las conmociones de los años treinta en la sociedad y en el aparato de Estado soviético.

3. No se inventa un nuevo léxico por decreto. El vocabulario se forma con el tiempo, a través de usos y experiencias. Ceder a la identificación del comunismo con la dictadura totalitaria estalinista sería capitular ante los vencedores provisionales, confundir la revolución y la contrarrevolución burocrática, y clausurar así el capítulo de las bifurcaciones, único abierto a la esperanza. Y sería cometer una irreparable injusticia hacia los vencidos, todas las personas, anónimas o no, que vivieron apasionadamente la idea comunista y que la hicieron vivir contra sus caricaturas y sus falsificaciones. ¡Vergüenza a quienes dejaron de ser comunistas al dejar de ser estalinistas y que no fueron comunistas más que mientras fueron estalinistas! /1

4. De todas las formas de nombrar “al otro” necesario y posible del capitalismo inmundo, la palabra comunismo es la que conserva más sentido histórico y carga programática explosiva. Es la que evoca mejor lo común del reparto y de la igualdad, la puesta en común del poder, la solidaridad enfrentada al cálculo egoísta y a la competencia generalizada, la defensa de los bienes comunes de la humanidad, naturales y culturales, la extensión a los bienes de primera necesidad de un espacio de gratuidad (desmercantilización) de los servicios, contra la rapiña generalizada y la privatización del mundo.

5. Es también el nombre de una medida diferente de la riqueza social de la de la ley del valor y de la evaluación mercantil. La competencia “libre y no falseada” reposa sobre “el robo del tiempo de trabajo de otro”. Pretende cuantificar lo incuantificable y reducir a su miserable común medida, mediante el tiempo de trabajo abstracto, la inconmensurable relación de la especie humana con las condiciones naturales de su reproducción. El comunismo es el nombre de un criterio diferente de riqueza, de un desarrollo ecológico cualitativamente diferente de la carrera cuantitativa por el crecimiento. La lógica de la acumulación del capital exige no sólo la producción para la ganancia, y no para las necesidades sociales, sino también “la producción de nuevo consumo”, la ampliación constante del círculo del consumo “mediante la creación de nuevas necesidades y por la creación de nuevos valores de uso”… “De ahí la explotación de la naturaleza entera” y “la explotación de la tierra en todos los sentidos”. Esta desmesura devastadora del capital funda la actualidad de un eco-comunismo radical.

6. La cuestión del comunismo es primero, en el Manifiesto Comunista, la de la propiedad: “Los comunistas pueden resumir su teoría en esta fórmula única: supresión de la propiedad privada” de los medios de producción y de cambio, a no confundir con la propiedad individual de los bienes de uso. En “todos los movimientos”, “ponen por delante la cuestión de la propiedad, a cualquier grado de evolución que haya podido llegar, como la cuestión fundamental del movimiento”. De los diez puntos que concluyen el primer capítulo, siete conciernen en efecto a las formas de propiedad: la expropiación de la propiedad terrateniente y la afectación de la renta de la tierra a los gastos del Estado; la instauración de una fiscalidad fuertemente progresiva; la supresión de la herencia de los medios de producción y de cambio; la confiscación de los bienes de los emigrados rebeldes, la centralización del crédito en una banca pública; la socialización de los medios de transporte y la puesta en pie de una educación pública y gratuita para todos; la creación de manufacturas nacionales y la roturación de las tierras sin cultivar. Estas medidas tienden todas ellas a establecer el control de la democracia política sobre la economía, la primacía del bien común sobre el interés egoísta, del espacio público sobre el espacio privado. No se trata de abolir toda forma de propiedad, sino “la propiedad privada de hoy, la propiedad burguesa”, “el modo de apropiación” fundado en la explotación de unos por los otros.

7. Entre dos derechos, el de los propietarios a apropiarse de los bienes comunes, y el de los desposeídos a la existencia, “es la fuerza la que decide”, dice Marx. Toda la historia moderna de la lucha de clases, de la guerra de los campesinos en Alemania a las revoluciones sociales del siglo pasado, pasando por las revoluciones inglesa y francesa, es la historia de este conflicto. Se resuelve por la emergencia de una legitimidad opuesta a la legalidad de los dominantes. Como “forma política al fin encontrada de la emancipación”, como “abolición” del poder de Estado, como realización de la república social, la Comuna ilustra la emergencia de esta legitimidad nueva. Su experiencia ha inspirado las formas de autoorganización y de autogestión populares aparecidas en las crisis revolucionarias: consejos obreros, soviets, comités de milicias, cordones industriales, asociaciones de vecinos, comunas agrarias, que tienden a desprofesionalizar la política, a modificar la división social del trabajo, a crear las condiciones de extinción del Estado en tanto que cuerpo burocrático separado.

8. Bajo el reino del capital, todo progreso aparente tiene su contrapartida de regresión y de destrucción. No consiste in fine “más que en cambiar la forma de la servidumbre”. El comunismo exige una idea diferente y unos criterios diferentes de los del rendimiento y de la rentabilidad monetaria. A comenzar por la reducción drástica del tiempo de trabajo obligatorio y el cambio de la noción misma de trabajo: no podrá haber completo desarrollo individual en el ocio o el “tiempo libre” mientras el trabajador permanezca alienado y mutilado en el trabajo. La perspectiva comunista exige también un cambio radical de la relación entre el hombre y la mujer: la experiencia de la relación entre los géneros es la primera experiencia de la alteridad y mientras subsista esta relación de opresión, todo ser diferente, por su cultura, su color, o su orientación sexual, será víctima de formas de discriminación y de dominación. El progreso auténtico reside enfin en el desarrollo y la diferenciación de necesidades cuya combinación original haga de cada uno y cada una un ser único, cuya singularidad contribuya al enriquecimiento de la especie.

9. El Manifiesto concibe el comunismo como “una asociación en la que el libre desarrollo de cada cual es la condición del libre desarrollo de todos”. Aparece así como la máxima de un libre desarrollo individual que no habría que confundir, ni con los espejismos de un individualismo sin individualidad sometido al conformismo publicitario, ni con el igualitarismo grosero de un socialismo de cuartel. El desarrollo de las necesidades y de las capacidades singulares de cada uno y de cada una contribuye al desarrollo universal de la especie humana. Recíprocamente, el libre desarrollo de cada uno y de cada una implica el libre desarrollo de todos, pues la emancipación no es un placer solitario.

10. El comunismo no es una idea pura, ni un modelo doctrinario de sociedad. No es el nombre de un régimen estatal, ni el de un nuevo modo de producción. Es el de un movimiento que, de forma permanente, supera/suprime el orden establecido. Pero es también el objetivo que, surgido de este movimiento, le orienta y permite, contra políticas sin principios, acciones sin continuidad, improvisaciones de a diario, determinar lo que acerca al objetivo y lo que aleja de él. A este título, es no un conocimiento científico del objetivo y del camino, sino una hipótesis estratégica reguladora. Nombra, indisociablemente, el sueño irreductible de un mundo diferente, de justicia, de igualdad y de solidaridad; el movimiento permanente que apunta a derrocar el orden existente en la época del capitalismo; y la hipótesis que orienta este movimiento hacia un cambio radical de las relaciones de propiedad y de poder, a distancia de los acomodamientos con un menor mal que sería el camino más corto hacia lo peor.

11. La crisis, social, económica, ecológica, y moral de un capitalismo que no hace retroceder ya sus propios límites más que al precio de una desmesura y de una sinrazón crecientes, amenazando a la vez a la especie y al planeta, vuelve a poner al orden del día “la actualidad de un comunismo radical” que invocó Benjamin frente al ascenso de los peligros de entre guerras.

Nota

1/ Ver Mascolo, D. (2000) A la recherche d´un communisme de pensée. Paris : Editions Fourbis, p. 113.

Traducción de Alberto Nadal (http://www.vientosur.info/)
Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=98601
Fuente imagen.
https://lh3.googleusercontent.com/s1ycEEosmuaU80LBU5SlHlwlyAmjcfMbpcdDLNSR_Tzc6aIWaG8pwIccM1XTVV4sTr3-ZHE=s88
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Prólogo a “El último combate de Lenin”, de Moshé Lewin

Viento Sur

 

Traducción de Lluis Rabell

Cuando – hará de eso más de diez años – Moshe Lewin pronunció en París sus conferencias acerca de los últimos escritos de Lenin, sus oyentes le instaron a que escribiese un libro, una novela, una obra de teatro… De modo mucho más sencillo, Lewin optó por ceder la palabra al propio Lenin, en su último combate. Las breves líneas del célebre testamento eran ya conocidas; el diario de sus secretarias lo era mucho menos; sus otros artículos permanecían mal contextualizados. Para todo aquel que emergiese de la historiografía estalinista en la que el PCF, más que cualquier otro, seguía varado, este librito produjo el efecto de una revelación. El último combate de Lenin fue publicado por vez primera en 1967. Era el año en que la burocracia china, desbordada por la comuna obrera de Shangai, arriaba la bandera de la revolución cultural y emprendía el retorno al orden bajo la égida de la triple alianza. Era el año del asesinato del Che Guevara en Bolivia. El año de los bombardeos americanos sobre Hanoi. La huelga general de mayo del 68 y la primavera de Praga aún estaban gestándose. Los rumores acerca del Gulag tan sólo llegaban hasta los oídos atentos e informados. Acogido discretamente por la prensa del movimiento obrero, en una época en que el PCF renqueaba a paso de tortuga en su proceso de desestalinización y en que el maoísmo erigía nuevos mausoleos en honor de Stalin, este libro riguroso y lúcido se situaba al margen de las modas. En las antípodas de las nuevas filosofías de los años siguientes, se inscribía en la única vía de una lucha radical contra el estalinismo, sus raíces y sus prolongaciones: la vía de una crítica histórica, en la línea de Deutscher o Liebman. (1) A partir de un trabajo metódico sobre los documentos rusos, Moshe Lewin se hace invisible. La escena la ocupan exclusivamente Lenin, sus últimos meses patéticos, su energía desesperada, su voluntarismo – eso que Moshe Lewin llama su “elitismo”. Como si el fundador del bolchevismo viviese en el espacio de algunos días, sin tener tiempo para asimilarlo y domeñarlo, ese terrible futuro de una revolución que se le escapaba entre los dedos. Como si todo ello le matase de impotencia y de agotamiento. Fuerzas colosales se habían puesto en movimiento: las del asedio imperialista, las de una burguesía agraria que resurgía una y otra vez, las de una burocracia capilar que iba insinuándose en todos engranajes del aparato administrativo. No obstante, Lenin, hasta su último aliento, sigue apostando a favor de la consciencia de la vanguardia, a favor del partido de nuevo tipo estrictamente delimitado y seleccionado, distinto de la gran socialdemocracia alemana de antes de 1914. Ese partido bolchevique que, abriendo así una nueva era, supo tender un puente entre las tareas de la revolución antifeudal, “democrático-burguesa”, y las tareas de la revolución proletaria. Cuando el propio partido se revela contaminado por el virus burocrático, Lenin no renuncia a su propósito. Se dirige a la vanguardia de la vanguardia, a lo que de sano pueda aún subsistir en la dirección del partido. De ahí un subjetivismo paradójico tratándose de un marxista: Lenin consume sus últimos instantes de lucidez tratando de influir individualmente sobre las personas y corrigiendo sus anotaciones sobre los principales dirigentes. Sin embargo, no hay nada sorprendente en semejante proceder. El año 1923 certifica el fin de la crisis revolucionaria que, a lo largo de cinco años, ha sacudido toda Europa. Hasta entonces, la joven revolución rusa ha resistido, aferrada a la esperanza de una revolución victoriosa en Alemania, sin la cual su propio futuro resultaba teóricamente impensable. El fracaso del Octubre alemán despeja el camino para el futuro ascenso del nazismo y constituye el preludio de la derrota de la Oposición de izquierdas en Rusia. La burocracia teoriza ese aislamiento duradero y se dispone a encerrar la revolución en las fronteras del “socialismo en un solo país”. Esa trayectoria contradice, sin lugar a dudas, toda la historia y la educación del partido. Pero, tras la guerra civil, ¿qué es lo que permanece todavía en pié del partido y de sus relaciones con las masas? La mitad del proletariado industrial se ha esfumado. Así, por ejemplo, las fábricas Putilov apenas cuentan en 1922 con 6.000 obreros frente a los 30 o 40.000 que había en 1917. El Partido se ha integrado a las funciones del Estado. La supresión del derecho de tendencia y de fracción, adoptada en el X Congreso de marzo de 1921, no ha hecho más que acelerar esa asimilación funcional. La tradición del bolchevismo refluye pues hacia la cima del Partido. El enfrentamiento entre los hombres que encarnan esa tradición reviste entonces un alcance histórico. Simbólicamente, Lenin ha callado en la víspera de esa derrota, reducido para siempre al silencio, quebrado por la enfermedad, pero también por el bofetón que Ordjonikidze propina a un comunista georgiano para zanjar un debate o por el comportamiento brutal de Stalin hacia Krupskaia. Enfrentado a las fuerzas desbocadas de la historia, desde su lecho, Lenin propone a Trotsky un pacto para jugar una última baza contra la burocracia. Una siniestra ironía hace que Trotsky yaga convaleciente en otro lado del Kremlin. Lewin subraya la fuerza que todavía hubiese podido representar, en 1923, la alianza de las dos figuras más prestigiosas de Octubre. Correlativamente, estima que la agonía de Lenin contenía la semilla de la derrota de Trotsky. Quizás éste tuviese ya en aquel momento una sorda conciencia de ello… Pero lo que importa ante todo, a pesar y frente a las falsificaciones estalinistas, es la fidelidad fundamental de Trotsky respecto al último combate de Lenin. Fuese cual fuese su desenlace inmediato, ese combate era en efecto necesario. De él dependía que la esperanza suscitada por la primera revolución comunista no acabase confundiéndose con su caricatura reaccionaria. Ese combate permitía que la alternativa histórica permaneciese abierta de cara al futuro, que la historia que estaba escribiéndose bajo la fuerza de la evidencia burocrática pudiese ser desmentida en nombre de otra hipótesis estratégica. Una vez más “a contracorriente”: ¿acaso aquel puñado de internacionalistas agrupados en Zimmerwald no tuvo razón, en 1915, frente a la oleada de social-chovinismo que sumergió al movimiento obrero? ¿No prepararon ellos el renacimiento del internacionalismo? Para que la historia no perdiese todo su sentido ante los ojos de las futuras generaciones, para que pudiesen retomar el hilo de la continuidad, era necesario que una voz distinta a la oficial se hiciese oír. Que la primera en escucharse, ahogada, fuese la voz de Lenin no hace sino reforzar aquellas que, tras su muerte, se elevaron contra la teoría del socialismo en un solo país, contra la política suicida de la Internacional comunista en China (2), contra las locuras del “tercer período” que desarmaron al proletariado alemán frente al ascenso del nazismo, contra los procesos de Moscú y las purgas. Los mismos términos de su lucha – la cuestión del monopolio del comercio exterior, la problemática de las nacionalidades, la de la organización y del Estado – desembocan en los problemas fundamentales de nuestro tiempo tales como la caracterización de la URSS y de la burocracia en el poder o las relaciones (de oposición y no de filiación) entre leninismo y estalinismo.

En 1923, la práctica de la revolución iba por delante de su teoría. La complejidad de la economía de transición hace que el análisis se torne incómodo. Ese contexto de dificultades económicas y sociales, dos años después de Cronstadt y el cerco imperialista, constituye el terreno de la última batalla emprendida por Lenin. El libro de Moshe Lewin establece, sin ninguna ambigüedad, que toma resueltamente partido contra la burocracia, situándose en los orígenes de la Oposición de izquierdas. Pero ese compromiso no puede esquivar ciertas confusiones, que tendrán más adelante importantes consecuencias. En primer lugar, por cuanto se refiere a las relaciones entre el Partido y el Estado. Lúcidamente, Lenin constata que los soviets, “que eran por naturaleza los órganos del gobierno ejercido por los propios trabajadores, se han convertido en órganos de gobierno para los trabajadores en manos de la capa más avanzada del proletariado, pero ya no de la misma masa laboriosa”. A partir de ahí, en su último texto público, saca la conclusión lógica de una fusión pura y simple entre el Partido y las funciones estatales: “Tales son las grandes tareas con que sueño para nuestra Inspección obrera y campesina. He aquí porque proyecto para ella la fusión del organismo supremo del Partido con un simple comisariado del pueblo”. Siempre atrevido en la innovación, Lenin no distingue aquí demasiado entre la excepción y la regla. Tiende a disolver lo principal en lo circunstancial. Ese desliz resulta tanto más grave cuanto que los dos primeros congresos de la Internacional comunista, oponiendo radicalmente la dictadura del proletariado a la democracia parlamentaria, no habían reconocido claramente la soberanía de los órganos soviéticos en el ejercicio del poder. A partir del momento en que el Partido y el Estado pueden fusionar, la petición de principios a favor del pluripartidismo o de la libre confrontación de programas en el marco unitario de los consejos, los comités o los soviets, se convierte en gran medida en una demanda formal. Topamos de nuevo con la misma confusión entre la excepción y la regla cuando Lenin hace adoptar por el X Congreso la prohibición del derecho de tendencia y de fracción. Trotsky insistirá más tarde, en particular a través de La revolución traicionada, acerca del carácter excepcional de tales medidas. El argumento resultaría más convincente si las declaraciones de Lenin hubiesen sido explícitas al respecto. Pues, si bien define efectivamente como “excepcional” la posibilidad de que el comité central excluya a uno de sus miembros por una mayoría de dos tercios, se muestra mucho menos preciso en cuanto al derecho de tendencia y de fracción. El remedio imaginado durante el X Congreso atajaba mucho más los efectos que el mal. Basta con tener presente el uso que hicieron y siguen haciendo los estalinistas del referente de ese Congreso contra cualquier vida democrática organizada en sus partidos para medir el alcance del perjuicio. Hay que recordar sin embargo a descargo de Lenin que la suspensión de las fracciones no significaba para él ahogar los debates: el boletín de discusión permanecía abierto y la Oposición obrera, objeto de las medidas del X Congreso, pudo, cuatro meses más tarde, presentar y defender sus posiciones ante el III Congreso de la Internacional comunista. No deja de ser significativo, sin embargo, que en 1921 el ataque de Lenin se dirigiese simultáneamente contra el régimen de tendencias en el partido y contra la reivindicación, denostada como corporativista, de un “congreso de los productores”: la restricción de la democracia en el partido va de par con la restricción de la democracia obrera fuera del partido, bajo todas sus formas. Esas dos confusiones, cargadas de consecuencias, tienen que ver finalmente con el debate indirecto que había opuesto Lenin a Rosa Luxemburg en 1918 acerca de las condiciones de disolución de la Constituyente y la limitación de los derechos democráticos (libertad de reunión, de asociación, de prensa). Rosa no contestaba el recurso a determinadas medidas excepcionales, pero se esforzaba por circunscribir más escrupulosamente los límites de las mismas y alertaba sobre sus peligros: las restricciones a la democracia “obstruyen el manantial de donde hubiesen podido brotar los correctivos a las imperfecciones congénitas de las instituciones sociales”. En Lenin, la excepción mal definida resbala hacia la arbitrariedad. Lewin cita una carta a Kursky, fechada en mayo de 1922, en la que defiende la interpretación más amplia posible de la noción de “actuaciones contrarrevolucionarias”, asociando su definición a la amenaza de la “burguesía internacional”. Hoy sabemos todo aquello que Lenin no podía prever: hasta qué punto la arbitrariedad burocrática se apoderó de los procedimientos excepcionales. Arrastrados por la vorágine de una lucha sin cuartel, Lenin y Trotsky tendieron a veces a transformar la necesidad en virtud. Pero la sensibilidad escrupulosa que demuestra Lenin sobre la cuestión de las nacionalidades revela los límites que él mismo no hubiese tardado en asignar a las transgresiones de la norma. No se trata de dar aquí, a posteriori, lecciones de principios, sin tener en cuenta la situación concreta de aquellos años terribles, sino de comprender en qué medida ciertos errores de Lenin y de Trotsky pudieron contribuir a deseducar a los cuadros del Partido y a desarmarlos parcialmente frente al ascenso de la contrarrevolución burocrática.

“Si Lenin se encuentra en minoría en un debate que juzga primordial, busca la ayuda de Trotsky contra Stalin y otros dirigentes; a él se dirige cuando de algún modo se siente a la deriva…” Moshe Lewin no duda en defender esta tesis, difícilmente admitida apenas hace diez años por el marxismo universitario. Desarrollada a partir de una documentación rigurosa, ese análisis concuerda plenamente con el sentido de la historia. El principal obstáculo a la alianza antiburocrática que se esboza y se impone reside en las vacilaciones del propio Lenin: percibe y denuncia el “burocratismo” sin comprender aún plenamente la verdadera dimensión y la verdadera naturaleza de la burocracia. Razona en términos de deformaciones en el ejercicio del poder, pero no capta en toda su amplitud y su alcance la tendencia hacia la autonomía de ese cuerpo parásito. Esa vacilación guarda también relación con la sorpresa e incredulidad de Lenin ante la traición de la socialdemocracia alemana el 4 de agosto de 1914. Sobre la cuestión de la burocracia, Rosa Luxemburg se había mostrado más clarividente que Lenin, incluso si no había deducido todas las implicaciones organizativas que se reinaban de su propio análisis. El esbozo teórico acerca de la burocracia que figura en La quiebra de la II Internacional parece rudimentario en comparación con el célebre folleto que Rosa publicó bajo el seudónimo de “Junius”, La crisis de la socialdemocracia. Sin embargo, la actitud de Lenin frente a la burocracia plantea frontalmente el problema, hoy apasionadamente discutido, de su posición teórica respecto al Estado. En 1922-23, se encuentra al frente de un aparato de Estado que se sostiene sobre la punta de un alfiler. No se trata ya de la clase obrera masivamente movilizada, sino de su vanguardia. Un poder en equilibrio inestable, situado en el frágil punto de encuentro entre los intereses anticapitalistas de la clase obrera y los intereses antifeudales del campesinado. En las antípodas del economismo de que le acusan a la ligera algunos críticos tardíos del estalinismo (3), Lenin sabía, escribe Moshe Lewin, que, “en la situación en la que se encontraba su régimen, la política primaba sobre la economía, pero la idea de que esa preponderancia pudiese prolongarse duraderamente le intranquilizaba. No se resignaba a utilizar exclusivamente la palanca política que mucha gente considera hoy en día como el resorte más poderoso y decisivo”. Ahí llegamos a un nudo de contradicciones. Se ha convertido en una moda intelectual reprochar a Lenin su subestimación del problema del Estado. Muy al contrario, Lenin parte de la especificidad estructural de la revolución proletaria: una revolución en la cual la conquista del poder político no representa, como en el caso de la revolución burguesa, el coronamiento, sino la clave de la emancipación social y cultural de los explotados. No es casual que, como nos lo recuerda Lewin, Lenin feche la fase específicamente proletaria de la revolución rusa alternativamente el 5 de enero de 1918 (disolución de la Constituyente) o entorno a la movilización autónoma de los campesinos pobres (junio de 1918): en cualquier caso, tomando como referencia un acto político de toma de poder mucho más que tal o cual decreto sobre la colectivización de las tierras o de la industria. De ello resulta que la cuestión del Estado se plantea principalmente a sus ojos, desde el punto de vista del proletariado, a través de la cuestión del Partido que prepara conscientemente la conquista del poder, que establece un nexo entre las luchas parciales y ese objetivo final. Pero Lenin no extrae todas las conclusiones que se desprenderían de su enfoque. Tan solo una costosísima experiencia histórica nos permite hoy en día entreverlas. Si la revolución proletaria comienza con la conquista del poder político por una clase radicalmente desposeída, explotada y alienada, eso quiere decir que, durante todo un período, la partida decisiva se juega al nivel del ejercicio del poder y de sus mecanismos. Lenin sitúa de entrada la diferencia entre el capitalismo de Estado propiamente dicho y las nuevas relaciones sociales instauradas en Rusia al nivel de la naturaleza del poder político: “Nuestro capitalismo de Estado se distingue del otro capitalismo en el sentido literal del término en que nosotros tenemos entre las manos del Estado proletario, no sólo la tierra, sino las partes más importantes de la industria”. Esa definición no supone ninguna modificación cualitativa del proceso de trabajo. Lo que ha cambiado es la existencia de un Estado proletario. Pero, ¿quién responde precisamente del carácter de clase de ese Estado? No podemos contentarnos con invocar al respecto la estatización de los medios de producción. Eso sería entrar en un círculo vicioso. El Estado no es proletario porque nacionaliza, sino porque ha surgido de una revolución por medio de la cual la clase trabajadora ha roto la vieja maquinaria estatal burguesa y se ha amparado del poder político. De ahí la novedad y la importancia de la cuestión que entonces se plantea: si el proletariado se ha visto desposeído del poder político, ¿quién lo ejerce pues en su nombre? La estatización de la mayor parte del aparato productivo se produjo entre 1918 y 1921, mucho más deprisa de lo previsto, bajo la presión de la guerra civil. Con eso, resulta suficiente para modificar radicalmente las relaciones existentes entre el Estado y la sociedad civil. Incluso burocrática, la planificación que se deriva de semejante transformación colma la fractura que les separa, quebrando los mecanismos presuntamente naturales de la competencia. El Plan expresa el significado social y político de las opciones económicas. Si hay paro, ya no puede explicarse como una fatalidad irracional que resulta de las leyes ciegas del mercado. La prioridad otorgada a la industria pesada o a la producción de forraje, las atribuciones presupuestarias hallan directamente su traducción en términos de prioridades políticas y de alianzas sociales. El trabajador ya no se encuentra ante el Capital y la mercancía, erigiéndose ante él como fuerzas extrañas, sino, directamente, frente al Estado. Una sociedad en la que se ha restablecido la unidad orgánica de la sociedad civil y del Estado sólo puede funcionar según dos lógicas contradictorias. O bien la sociedad se hace Estado, y la simple cocinera, tal como imaginaba Lenin, puede empezar a dirigir. En ese caso, el Estado ya no es un Estado propiamente dicho: se socializa, empieza a debilitarse y a desvanecerse. Ese es el proyecto de El Estado y la revolución. O bien, por el contrario, es el Estado quien se ampara de la sociedad y la invade, la sociedad se estatiza, y el Estado, de acuerdo con la tesis estalinista, se fortalece en lugar de debilitarse. La extracción del excedente del trabajo no se opera a través de la punción de plusvalía que caracteriza la relación entre el asalariado y el capital, sino mediante el ejercicio de un constreñimiento directamente político. El terror se convierte en tal caso en un engranaje esencial del mecanismo social. Las diferentes instituciones, desde la justicia a la prensa, pasando por la familia o la escuela, ya no pretenden, como era el caso bajo la democracia burguesa, alimentar la ilusión de una autonomía y neutralidad de la esfera privada. Muy al contrario, aparecen entonces como entidades directamente funcionales y explícitamente regidas por criterios políticos. Para convencerse de ello, basta con leer los requisitorios de Vychinsky, los tratados de pedagogía oficial, o simplemente los motivos de internamiento psiquiátrico. Lenin no ignoró ni subestimó el problema del Estado. Pero lo planteó según los términos mistificadores de la herencia hegeliana: los de un Estado exterior a la sociedad civil que rige; cuando, en realidad, el Estado burgués, apoyándose en la división del trabajo, se hace omnipresente en el tejido social. No basta con romper la máquina de dominación para extirpar sus raíces. Precisamente en esa transición toma cuerpo el poder específico de la burocracia, capa parásita enquistada en el ejercicio del poder del que se nutre y a través del cual se perpetúa.

Lenin y Trotsky se oponen con firmeza a la naciente teoría del socialismo en un solo país, al mismo tiempo que son los principales defensores del monopolio del comercio exterior. Trotsky mostrará más adelante cómo ese monopolio permite a la economía soviética desconectarse de los flujos de acumulación internacional del capital, pero en absoluto edificar a puerta cerrada una economía “socialista”. Para Lenin, se trata ante todo de ganar tiempo, ofreciendo concesiones al campesinado a través de la NEP, pero impidiendo al mismo tiempo que ese campesinado se inserte en las leyes del mercado mundial. El significado del monopolio es pues plenamente político (de autodefensa) y no de racionalidad económica abstracta. La burocracia en formación se muestra dispuesta, por el contrario, a toda forma de compromiso que le permita salvaguardar su poder: a la abolición del monopolio del comercio exterior n 1922, al llamamiento a favor de masivas inversiones extranjeras en 1928 (4), y luego a la colectivización forzosa. Pero, más allá de todos esos zigzag, la burocracia no consiguió desembarazarse de las conquistas sociales de Octubre. Para lograrlo sería necesaria una auténtica contrarrevolución social en detrimento de una clase obrera que se ha reforzado considerablemente a lo largo de medio siglo. Lo que, en última instancia, distingue a la formación social soviética, sin atenuar por ello la crueldad del terror burocrático, es el hecho de que la fuerza de trabajo y los bienes de producción no tienen el estatuto de mercancías; la utilización de los recursos humanos y materiales se rige en función de un Plan y no a través del mercado; y, en tales condiciones, la intensidad del trabajo, impuesta por la coerción jerárquica y no por la ley de la competencia, es más débil que en los países capitalistas. Aunque la transición pueda resultar larga, el régimen burocrático sólo puede desembocar en esta alternativa: restauración capitalista o revolución política. Hasta ahora, las tendencias a la restauración han topado regularmente con la resistencia de la clase obrera ante el cuestionamiento de sus conquistas, así como con las divisiones sociopolíticas de la propia burocracia. La revolución política, de la que Trotsky trazó el programa en los años treinta, ha ido revelando sus formas embrionarias a través de los levantamientos de Berlín Este en 1953, de Polonia y Hungría en 1956, de Checoslovaquia en 1968, otra vez de Polonia en 1969 y 1975. Cada vez que la clase obrera se ha movilizado contra un aumento de precios o contra la arbitrariedad burocrática, ha puesto a la orden del día las mismas exigencias: supresión de la policía política, libertad de reunión y de asociación, separación de los sindicatos y del Estado, libertad sindical y pluripartidismo, restablecimiento de los consejos. Por el contrario, nunca la restauración de la propiedad privada de los medios de producción ha aparecido como una reivindicación de masas. Hablar de revolución política no implica en modo alguno referirse a una “revolución suave”, una especie de democratización pacífica de las “superestructuras”. La propia revolución burguesa es una revolución política, en la medida en que se apoya sobre relaciones sociales previamente establecidas. No por ello dejó de ser radical y violenta, sobre todo en Francia. La lucha por el derrocamiento de la burocracia también lo será.

Manuel Azcarate, miembro del buró político y responsable de cuestiones internacionales del partido comunista español, declaraba recientemente en una entrevista: “Lo que hace falta es que los trabajadores lleguen a ser dueños de su propio futuro. ¿Cómo lo lograrán? ¿Con ese Partido que constituye un elemento del Estado? ¿Con ese Estado autoritario? No veo otra solución más que una revolución política a través de la cual los trabajadores empezarán a dirigir realmente los destinos de su país”. (5) El concepto de revolución política ha sido pues admitido. Pero la cuestión de su contenido permanece enteramente planteada. En efecto, puede tratarse de una fórmula vacía si no se traduce en actos y en un compromiso claro y preciso: Azcarate y los dirigentes de los partidos comunistas, ¿están dispuestos a apoyar las luchas contra la burocracia en la URSS y en los países del Este? No sólo las reivindicaciones democráticas de los intelectuales disidentes, sino las reivindicaciones sociales de los trabajadores, como las que plantearon los obreros polacos en 1975 o los mineros rumanos en 1977, y las demandas de los opositores comunistas como Rudolf Bahro, actualmente encarcelado en la RDA. ¿Están dispuestos a respetar desde ahora mismo en sus propios países, en España, en Francia y en cualquier lugar, los principios de la democracia socialista a través de la lucha por la soberanía de los órganos unitarios de lucha de que se dotan los trabajadores (asambleas, comités de huelga elegidos y revocables)? ¿A través del respeto hacia la democracia sindical sobre una base federativa? ¿Mediante el reconocimiento del pluralismo en el seno del movimiento obrero, lo que implica acabar con todas las exclusiones que pesan sobre organizaciones que se reclaman de la clase trabajadora? ¿O restableciendo el derecho de tendencia y de fracción en sus propios partidos? A partir de 1968, los partidos comunistas occidentales, sin romper por ello con la URSS, se han visto abocados a redefinir sus relaciones con los dirigentes del Kremlin: la subordinación directa en vigor durante la época del pacto entre Stalin y Laval, en tiempos del pacto germano-soviético o a lo largo de la guerra fría se ha transformado en una alianza conflictiva y negociada (6).Esas modificaciones abren un interrogante acerca de la propia naturaleza de la URSS y sobre la historia de sus relaciones con los partidos comunistas. La publicación en Francia de un libro colectivo de intelectuales del PCF, titulado La URSS y nosotros, se inscribe en ese movimiento de revisión. La obra se fija explícitamente el objetivo de elaborar una “concepción coherente de la URSS”. Sin embargo, la concepción anterior, la que prevaleció a lo largo de los años de apogeo del estalinismo, era una concepción perfectamente coherente. Ponerla ahora en tela de juicio no es algo que pueda hacerse a medias, mediante una política que sospese a cada paso el por y el contra, las ventajas y los inconvenientes, los progresos económicos realizados por un lado y los “perjuicios causados a las libertades” por otro. La puesta a prueba de una coherencia teórica reside en su implicación práctica. Y, tratándose de la URSS, esa implicación práctica consiste en definir la actitud fundamental frente a las reivindicaciones de los contestatarios y a las aspiraciones de la clase trabajadora. ¿Se trata de reconducir el Partido de Stalin y democratizar el Estado? ¿O bien se trata de la defensa de los derechos democráticos y las reivindicaciones proletarias, mediante el restablecimiento de la democracia de los consejos y los derechos de las nacionalidades, el reconocimiento de la libertad sindical y el derrocamiento de la opresión burocrática? Aquí llegamos a la frontera que separa el liberalismo pequeño-burgués de la continuidad del “último combate de Lenin”. Algunos toman sus distancias respecto al terror burocrático para rendir mejor homenaje a la “democracia burguesa”, cerrando obstinadamente los ojos sobre su decadencia y su reverso autoritario. Para otros, sin embargo, la democracia socialista es indivisible y significa más – y no menos – democracia que en los países capitalistas. Para éstos, la lucha por los derechos humanos, tanto si se encarna en la defensa de Grigorenko o de Soljenitsin, de Orlov o de Bahro, de Rostropovitch o de Biermann, no admite ningún regateo. Jean Ellenstein ha calificado los juicios contra Guinzburg, Orlov o Chtcharansky como los “casos Dreyfus” de nuestro tiempo. De acuerdo. A condición de recordar que, en su día, Zola y Jaurès necesitaron mucho tiempo y determinación para arrancar la rehabilitación de Dreyfus. Y a condición también de no abandonar a su suerte a los Dreyfus de ayer, los de los procesos de Moscú, los de los campos de Vorkuta y de Kolima. La lucha contra la burocracia pasa por el restablecimiento de la memoria y la continuidad histórica. El último combate de Lenin constituye, en ese sentido, un retorno a los orígenes.

6/9/1978

(1) Isaac Deutscher, Staline (Livre de poche), Trotsky (Julliard). Marcel Libman, Le léninisme sans Lénine (Seuil).

(2) Acerca de la revolución china de 1926-1927, ver Harold Isaacs, La tragédie de la révolution chinoise (Gallimard).

(3) Louis Althusser en Réponse à John Lewis (Maspero) ; Nicos Poulantzas en Fascisme et dictatures (Maspero) ; Charles Bettelheim en Les luttes de classe en U.R.S.S. (Seuil).

(4) Ver David Rousset, La société éclatée (Grasset).

(5) Entrevista publicada en la revista Viejo Topo (edición extraordinaria nº 2).

(6) Ernest Mandel, Critique de l’eurocommunisme (Maspero) y “L’Eurocommunisme”, número especial de la revista Recherches internationales, 88-89.

Fuente:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=114136
Fuente Imagen
https://lh3.googleusercontent.com/WisT2W5Iu5ezGZHGAkpxMEV3e2aiDbWRQNHETVIzL_B42WPJU-pRp1X5O_tLBZ68G5UDEko=s88
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La Révolution sans prendre le pouvoir ? À propos d’un récent livre de John Holloway

Peut-on parler d’un courant libertaire, comme si un même fil se déroulait à travers l’histoire contemporaine et comme s’il était possible d’y repérer suffisamment d’affinités pour que ce qui l’unit l’emporte sur les différences ? Un tel courant, si tant est qu’il existe, est en effet marqué par un fort éclectisme théorique et traversé d’orientations stratégiques non seulement divergentes, mais souvent contradictoires. Nous retenons cependant l’hypothèse qu’il existe bien un « ton » ou une « sensibilité » libertaire, plus large que l’anarchisme en tant que position politique spécifiquement définie. Ainsi, est-il possible de parler d’un communisme libertaire (illustré notamment par Daniel Guérin), d’un messianisme libertaire (Walter Benjamin), d’un marxisme libertaire (Michaël Löwy, Miguel Abensour), voire un « léninisme libertaire » qui trouverait sa source notamment dans L’État et la Révolution.

Cet « air de famille » (souvent déchirée et recomposée) ne suffit pas à établir une généalogie cohérente. On peut repérer plutôt des « moments libertaire » qui s’inscrivent dans des situations fort différentes et se nourrissent de références théoriques fort distinctes. On peut distinguer à grands traits trois moments forts :

– Un moment constitutif (ou classique) illustré par la trilogie Stirner-Proudhon-Bakounine. L’Unique et sa Propriété (Stirner) et Philosophie de la Misère (Proudhon) ont été publiés au milieu des années 1840. C’est au cours de ces mêmes années que Bakounine s’est formé au fil d’un périple qui l’a conduit de Berlin à Bruxelles en passant par Paris. C’est le moment charnière où s’achève la période de réaction post-révolutionnaire et où se préparent les soulèvements de 1848. L’État moderne y prend forme. Une conscience nouvelle de l’individualité découvre dans la douleur romantique les chaînes de la modernité. Un mouvement social inédit travaille les profondeurs d’un peuple qui se fracture et se divise sous la poussée de la lutte des classes. Dans cette transition, entre « déjà-plus » et « pas-encore », les pensées libertaires flirtent avec les utopies florissantes et avec les ambivalences romantiques. Un double mouvement de rupture et d’attraction envers la tradition libérale se dessine. La revendication par Daniel Cohn-Bendit d’une orientation « libérale-libertaire » s’inscrit dans cette ambiguïté constitutive.

– Un moment anti-institutionnel ou anti-bureaucratique, à la charnière du XIXe et du
XXe siècle. L’expérience du parlementarisme et du syndicalisme de masse révèle alors les « dangers professionnels du pouvoir » et la bureaucratisation qui menace le mouvement ouvrier. On en trouve le diagnostic aussi bien chez Rosa Luxemburg que dans le livre classique de Roberto Michels sur les Partis politiques (1911), dans le syndicalisme révolutionnaire de Fernand Pelloutier et de Georges Sorel, que dans les fulgurances critiques de Gustav Landauer [1]. On en trouve également l’écho dans les Cahiers de la Quinzaine de Péguy, ou dans le marxisme italien d’un Labriola.

– Un troisième moment, post-stalinien, répond aux grandes désillusions du siècle tragique des extrêmes. Plus diffus, mais plus influent que les héritiers directs de l’anarchisme classique, un courant néolibertaire émerge confusément. Il constitue un état d’esprit, un « air du temps » (a mood), plutôt qu’une orientation définie. Il embraye sur les aspirations (et les faiblesses) des mouvements sociaux renaissants. Les thématiques d’auteurs comme Toni Negri ou John Holloway [2] s’inspirent ainsi de Foucault et de Deleuze, bien plus que des sources historiques du XIXe siècle, sur lesquelles l’anarchisme classique lui-même n’exerce guère son droit d’inventaire critique [3].

Entre ces « moments », on peut trouver des passeurs (comme Walter Benjamin, Ernst Bloch, Karl Korsch), qui amorcent la transition et la transmission critique de l’héritage révolutionnaire, « à rebrousse-poil » de la glaciation stalinienne.

Les résurgences et les métamorphoses actuelles de courants libertaires s’expliquent aisément :

– par la profondeur des défaites et des déceptions subies depuis les années trente, et par la prise de conscience des dangers qui menacent de l’intérieur les politiques d’émancipation ;

– par l’approfondissement du processus d’individualisation et l’avènement d’un « individualisme sans individualité », qu’annonçait la polémique de Marx contre Stirner ;

– par les résistances de plus en plus fortes aux dispositifs disciplinaires et aux procédures de contrôle biopolitique intériorisés par des sujets à la subjectivité mutilée par la réification marchande.

Dans ce contexte, en dépit des profonds désaccords que nous allons développer, nous reconnaîtrons volontiers aux contributions de Negri ou de Holloway le mérite de relancer un débat stratégique nécessaire dans les mouvements de résistance à la mondialisation impériale, après un sinistre quart de siècle où ce type de débat était tombé au degré zéro : le refus de se rendre aux (dé)raisons du marché triomphant oscillait alors entre une rhétorique de la résistance sans horizon d’attente, et l’attente fétichiste d’un événement miraculeux. Nous avons abordé ailleurs la critique de Negri et de son évolution [4]. Nous amorçons ici la discussion avec John Holloway, dont le récent livre porte un titre-programme et suscite déjà de vifs débats, tant dans l’espace anglo-saxon qu’en Amérique latine.

Le péché originel de l’étatisme

Au commencement était le cri. La démarche de John Holloway part d’un impératif de résistance inconditionnelle : nous crions ! Non seulement de rage, mais d’espérance. Nous poussons un cri, un cri contre, un cri négatif, celui des zapatistes du Chiapas :
« Ya Basta ! Ça suffit comme ça ! » Un cri d’insoumission et de dissidence. « Le but de ce livre, annonce-t-il d’entrée, est de renforcer la négativité, de prendre le parti de la mouche prise dans la toile d’araignée, afin de rendre le cri plus strident encore » (p. 8). Ce qui rassemble les zapatistes (dont l’expérience hante de part en part le propos de Holloway), « ce n’est pas une composition de classe commune, mais plutôt la communauté négative de leur lutte contre le capitalisme » (p. 164). Il s’agirait donc d’un combat visant à nier l’inhumanité qui nous est imposée pour retrouver une subjectivité immanente à la négativité même. Nul besoin en effet d’une promesse de happy end pour justifier notre refus du monde tel qu’il est. Comme Foucault, Holloway veut rester au ras du million de résistances multiples, irréductibles à la relation binaire entre capital et travail.

Ce parti pris du cri ne suffit pourtant pas. Il faut aussi pouvoir rendre compte de la grande désillusion du siècle passé. Pourquoi tous ces cris, ces millions de cris, des millions de fois répétés, ont-ils laissé debout, plus arrogant même que jamais, l’ordre despotique du capital ? Holloway croit tenir la réponse. Le ver était dans le fruit, le vice (théorique) originellement niché dans la vertu émancipatrice : l’étatisme a rongé dès l’origine le mouvement ouvrier dans la plupart de ses variantes : changer le monde par le biais de l’État aurait ainsi constitué le paradigme dominant de la pensée révolutionnaire soumise dès le XIXe siècle à une vision instrumentale et fonctionnelle de l’État. L’illusion de pouvoir changer la société par le moyen de l’État découlerait d’une certaine idée de la souveraineté étatique. Mais nous aurions fini par apprendre que « le monde ne peut être changé par le biais de l’État », lequel constitue seulement « un nœud dans la toile des rapports de pouvoir » (p. 19). Cet État ne se confond pas avec le pouvoir. Il définirait seulement le partage entre citoyens et non-citoyens (l’étranger, l’exclu, le « refusé du monde » selon Gabriel Tarde, ou le paria selon Arendt). L’État est donc très précisément ce que suggère le mot : « un rempart contre le changement et contre le flux de l’agir », ou encore « l’incarnation de l’identité » (p. 73). Il n’est pas une chose dont on puisse s’emparer pour la retourner contre ses détenteurs de la veille, mais une forme sociale, ou, mieux, un procès de formation des rapports sociaux : « un procès d’étatisation du conflit social » (p. 94). Prétendre lutter au moyen de l’État conduirait donc inévitablement à se défaire soi-même. La « stratégie étatiste » de Staline ne représenterait nullement une trahison de l’esprit révolutionnaire du bolchevisme, mais bel et bien son accomplissement : « l’aboutissement logique d’une conception étatiste du changement social » (p. 96). Le défi zapatiste consisterait au contraire à sauver la révolution à la fois de l’effondrement de l’illusion étatique et de l’effondrement de l’illusion du pouvoir.

Avant de pousser plus loin la lecture de son livre, il apparaît d’ores et déjà :

– Que Holloway réduit l’histoire foisonnante du mouvement ouvrier, de ses expériences et de ses controverses, à une marche unique de l’étatisme à travers les siècles, comme si ne s’étaient pas affrontées en permanence des conceptions théoriques et stratégiques fort différentes ; il présente ainsi comme absolument novateur un zapatisme imaginaire, ignorant superbement que le discours du zapatisme réellement existant véhicule, fût-ce à son insu, certaines thématiques anciennes.

– Le paradigme dominant de la pensée révolutionnaire résiderait selon lui un étatisme fonctionnaliste. Soit : à la condition – fort discutable – d’enrôler l’idéologie majoritaire de la social-démocratie (symbolisée par les Noske et autres Ebert) et l’orthodoxie bureaucratique stalinienne sous le titre élastique de la « pensée révolutionnaire ». C’est faire bien peu de cas d’une abondante littérature critique sur la question de l’État, qui va de Lénine et Gramsci aux polémiques actuelles [5], en passant par des contributions incontournables (qu’on y souscrive ou non) comme celles de Poulantzas ou de Altvater.

– Enfin, réduire toute l’histoire du mouvement révolutionnaire à la généalogie d’une « déviation théorique », permet de survoler l’histoire réelle d’un coup d’aile angélique, au risque de souscrire à la thèse réactionnaire (de François Furet à Gérard Courtois) sur la stricte continuité – « l’aboutissement » ! – entre la révolution d’Octobre et la contre-révolution stalinienne. Cette dernière ne fait d’ailleurs l’objet d’aucune analyse sérieuse. David Rousset, Pierre Naville, Moshe Lewin, Mikaïl Guefter (sans parler de Trotski ou de Hannah Arendt, voire de Lefort ou de Castoriadis), sont autrement plus sérieux sur ce point.

Le cercle vicieux du fétichisme ou comment en sortir ?

L’autre source des errements stratégiques du mouvement révolutionnaire tiendrait à l’abandon (ou l’oubli) de la critique du fétichisme introduite par Marx dans le premier livre du Capital. Holloway procède à ce sujet à un rappel utile, bien que parfois approximatif. Le capital n’est autre que l’activité passée (le travail mort) congelé en propriété. Penser en termes de propriété reviendrait cependant encore à penser la propriété comme une chose, dans les termes propres du fétichisme, et ce serait accepter de fait les termes de la domination. Le problème ne résiderait pas dans le fait que les moyens de production soient propriété des capitalistes : « Notre lutte ne vise pas, insiste Holloway, à nous approprier la propriété des moyens de production, mais à dissoudre à la fois la propriété et les moyens de production pour retrouver ou, mieux, pour créer la sociabilité consciente et confiante du flux de l’agir » (p. 4).

Mais comment briser le cercle vicieux du fétichisme ? Le concept, dit Holloway, traite de « l’insupportable horreur » que constitue l’auto-négation de l’agir. Le Capitaldévelopperait avant tout la critique de cette auto-négation. Le concept de fétichisme concentre la critique de la société bourgeoise (de son « monde enchanté ») et celle de la théorie bourgeoise (l’économie politique), en même temps qu’il expose les raisons de leur relative stabilité : l’infernal tourniquet par lequel les objets (argent, machines, marchandises) deviennent sujets, tandis que les sujets deviennent des objets. Ce fétichisme s’insinue dans tous les pores de la société au point que, plus le changement révolutionnaire apparaît urgent et nécessaire, plus il semble devenir impossible. Ce que Holloway résume, d’une formule délibérément inquiétante, comme « l’urgence impossible de la révolution ».

Cette présentation du fétichisme se nourrit de plusieurs sources : la réification selon Lukacs, la rationalité instrumentale selon Horkheimer, le cercle de l’identité selon Adorno, l’humanité unidimensionnelle selon Marcuse. Le concept de fétichisme exprimerait selon lui le pouvoir du capital explosant au plus profond de nous comme un missile libérant mille fusées colorées. C’est pourquoi le problème de la révolution ne serait pas le problème d’« eux » – l’ennemi, l’adversaire aux mille visages – mais d’abord le problème notre problème, le problème que « nous » pose à nous-mêmes ce « nous fragmenté » par le fétichisme.

« Illusion réelle », le fétiche nous emprisonne en effet dans ses rets et nous subjugue. Le statut même de la critique en devient problématique : si les rapports sociaux sont fétichisés, comment les critiquer ? Et qui sont les critiques, quels êtres supérieurs et privilégiés ? Bref, la critique même est-elle encore possible ?

C’est à ces questions que, selon Holloway, prétendait répondre la notion d’avant-garde, la conscience de classe « octroyée » (par qui ?), ou l’attente de l’événement rédempteur (la crise révolutionnaire). Ces solutions reconduisent inéluctablement à une problématique d’un sujet sain ou d’un justicier en lutte contre une société malade : un chevalier du bien susceptible de s’incarner dans le « working class hero » ou dans le parti d’avant-garde.

Une conception « dure » du fétichisme conduirait donc à un double dilemme sans issue : « La révolution est-elle concevable ? Et la critique est-elle encore possible ? » Comment échapper à cette « fétichisation du fétichisme » ? « Qui sommes-nous » donc pour exercer le pouvoir corrosif de la critique ? « Nous ne sommes pas dieu, nous ne sommes pas transcendants » ! Et comment éviter l’impasse d’une critique subalterne, restant sous l’emprise du fétiche qu’elle prétend renverser, dans la mesure où la négation implique la subordination à ce qui est nié ?

Holloway évoque plusieurs solutions :

– La réponse réformiste considérant que le monde ne peut être radicalement transformé : il faudrait se contenter de l’aménager et de le corriger à la marge. La rhétorique postmoderne accompagne aujourd’hui cette résignation de sa petite musique de chambre.

– La réponse révolutionnaire traditionnelle consisterait à ignorer les subtilités et les prodiges du fétichisme pour s’en tenir au bon vieil antagonisme binaire entre capital et travail, et pour se contenter d’un changement de propriétaire à la tête de l’État : l’État bourgeois devenant simplement prolétarien.

– Une troisième voie consisterait, au contraire, à chercher l’espérance dans la nature même du capitalisme et dans son « pouvoir ubiquitaire » (ou multiforme) auquel répond une « résistance ubiquitaire » (ou multiforme) (p. 76).

Holloway croit échapper ainsi à la circularité du système et à son piège mortel en adoptant une version douce (soft) du fétichisme, compris non comme un état, mais comme un processus dynamique et contradictoire de fétichisation. Ce processus serait gros de son contraire : « l’anti-fétichisation » des résistances immanentes au fétichisme même. Nous ne serions pas seulement les victimes objectivées du capital, mais des sujets antagoniques effectifs ou en puissance : « Notre expérience-contre-le-capital » serait ainsi « la négation constante et inévitable de notre existence-dans-le capital »
(p. 90).

Le capitalisme devrait être compris avant tout comme séparation du sujet et de l’objet, et la modernité comme conscience malheureuse de ce divorce. Selon la problématique du fétichisme, le sujet du capitalisme n’est pas le capitaliste lui-même, mais la valeur qui se valorise et devient autonome. Les capitalistes ne sont que les agents loyaux du capital et de son despotisme impersonnel. Or, pour un marxisme fonctionnaliste, le capitalisme apparaîtrait comme un système clos et cohérent, sans issue, à moins que ne survienne le deus ex machina, le grand moment miraculeux du bouleversement révolutionnaire. Pour Holloway, sa faille résiderait au contraire dans le fait que « le capital dépend du travail alors que le travail ne dépend pas du capital » : « l’insubordination du travail est donc l’axe autour duquel tourne la constitution du capital en tant que capital ». Dans la relation de dépendance réciproque mais asymétrique entre le capital et le travail, le travail pourrait ainsi se libérer de son contraire, mais pas le capital (p. 182).

Holloway s’inspire ici des thèses opéraïstes, avancées naguère par Mario Tronti, qui renversait les termes du dilemme en présentant le rôle du capital comme purement réactif à l’initiative créatrice du travail. Dans cette perspective, le travail, en tant qu’élément actif du capital, détermine toujours, à travers la lutte des classes, le développement capitaliste. Tronti présentait sa démarche comme « une révolution copernicienne du marxisme » [6]. Séduit par cette idée, Holloway reste réservé envers une théorie de l’autonomie qui renoncerait au travail du négatif (et, chez Negri, à toute dialectique au profit de l’ontologie), pour faire de la classe ouvrière industrielle un sujet positif et mythique (tout comme la multitude du dernier Negri). Une inversion radicale ne devrait pas, dit-il, se contenter de transférer la subjectivité du capital vers le travail, mais comprendre la subjectivité comme négation et non comme affirmation positive.

Pour conclure (provisoirement) sur ce point, rendons justice à John Holloway de remettre la question du fétichisme et de la réification au cœur de l’énigme stratégique. Il convient cependant de tempérer la portée novatrice de son propos. Si la critique du fétichisme a bien été refoulée par le « marxisme orthodoxe » de la période stalinienne (y compris par Althusser), son fil conducteur n’a pas été rompu pour autant : partant de Lukacs, on en suit la trace chez des auteurs relevant de ce qu’Ernst Bloch caractérisait comme « le courant chaud du marxisme » : Roman Rosdolsky, Jakubowski, Ernest Mandel, Henri Lefebvre (avec sa Critique de la vie quotidienne), Lucien Goldmann, Jean-Marie Vincent (dont le Fétichisme et Société, date de 1973 [7] !), ou, plus récemment, Stavros Tombazos ou Alain Bihr [8].

Insistant sur le lien intime entre procès de fétichisation et d’anti-fétichisation, Holloway retrouve, après bien des détours, la contradiction du rapport social qui se manifeste dans la lutte des classes. à la manière du président Mao, il précise que les termes de la contradiction n’étant pas symétrique, le pole du travail en constitue l’élément dynamique déterminant. C’est un peu l’histoire du gars qui passe son bras derrière sa tête pour s’attraper le nez. On relèvera cependant que l’accent mis sur le processus de « défétichisation » à l’œuvre dans la fétichisation même permet de relativiser (de « défétichiser » ?) la question de la propriété, décrétée, sans plus de précisions, soluble dans « le flux de l’agir ».

S’interrogeant sur le statut de la critique, Holloway n’échappe pas au paradoxe du sceptique qui doute de tout sauf de son propre doute. La légitimité de sa critique reste donc suspendue à la question de savoir « au nom de qui » et de « quel point de vue » (partisan ?) s’énonce ce doute dogmatique (souligné ironiquement dans le livre par le refus de poser un point final) ? Bref, « qui sommes-nous, nous qui exerçons la critique ? » Des marginaux privilégiés, des intellectuels excentrés, des déserteurs du système ? « Implicitement une élite intellectuelle, une sorte d’avant-garde », admet Holloway. Car, à vouloir congédier ou relativiser la lutte des classes, le rôle de l’intellectuel flottant en sort paradoxalement renforcé. On a tôt fait de retomber alors dans l’idée – kautskienne plutôt que léniniste – d’une science apportée « de l’extérieur de la lutte de classe par l’intelligentsia » (par les intellectuels détenteurs du savoir scientifique) ; et non pas, comme chez Lénine, d’une « conscience politique de classe » (non d’une science !) apportée de « l’extérieur de la lutte économique » (non de l’extérieur de la lutte de classe) par un parti (et non point par l’intelligentsia scientifique [9].

Décidément, quel que soit le mot pour le dire, quand on prend le fétichisme au sérieux, on ne se débarrasse plus facilement de la vieille question de l’avant-garde. Après tout, le zapatisme n’est-il pas encore une forme d’avant-garde (et Holloway son prophète) ?

« L’urgente impossibilité de la révolution »

Holloway propose de revenir au concept de révolution « comme question, non comme réponse » (p. 139) L’enjeu du changement révolutionnaire ne serait plus la « prise du pouvoir », mais son existence même : « Le problème avec le concept traditionnel de révolution, c’est peut-être qu’il ne vise pas trop haut, mais trop bas » (p. 20). Or, « la seule façon dont la révolution puisse être désormais pensée, ce n’est pas la conquête du pouvoir, mais sa dissolution ». Fréquemment cités comme référence, les zapatistes ne disent pas autre chose lorsqu’ils affirment vouloir créer un monde d’humanité et de dignité, « mais sans prendre le pouvoir » Holloway admet que cette approche paraît peu réaliste. Si elles n’ont pas visé la prise du pouvoir, les expériences dont il s’inspire n’ont pas davantage – jusqu’à nouvel ordre – réussi à changer le monde. Holloway affirme simplement (dogmatiquement ?) qu’il n’y a pas d’autre alternative.

Cette certitude, si péremptoire soit-elle, ne nous avance guère. Comment changer le monde sans prendre le pouvoir ? « À la fin du livre comme au début, nous confie l’auteur, nous ne savons pas. Les léninistes le savent ou le savaient. Nous ne le savons pas. Le changement révolutionnaire est plus urgent que jamais, mais nous ne savons plus ce que peut signifier une révolution […] Notre non-savoir est le savoir de ceux qui comprennent que ne pas savoir fait partie du processus révolutionnaire. Nous avons perdu nos certitudes, mais l’ouverture à l’incertain est décisive pour la révolution. Nous marchons en nous interrogeant, disent les zapatistes. Nous nous interrogeons, non seulement parce que nous ne connaissons pas le chemin, mais aussi parce que chercher le chemin fait partie du processus révolutionnaire lui-même » (p. 215).

Nous voici au cœur du débat. Au seuil du nouveau millénaire, nous ne savons pas ce que seront les révolutions futures. Mais nous savons que le capitalisme n’est pas éternel et qu’il est urgent de s’en libérer avant qu’il ne nous écrase. C’est le sens premier de l’idée de révolution. Il exprime l’aspiration récurrente des opprimés à leur libération. Nous savons aussi, après les révolutions politiques dont sont issus les États-nations modernes, après les épreuves de 1848, de la Commune, des révolutions vaincues du XXe siècle, que la révolution sera sociale ou ne sera pas. C’est le second sens qu’a pris, depuis le Manifeste communiste, le mot de révolution. Après un cycle d’expériences pour la plupart cuisantes, confrontés aux métamorphoses du capital, nous avons en revanche du mal à imaginer la forme stratégique des révolutions à venir. C’est ce troisième sens du mot qui se dérobe. Ce n’est pas si nouveau : personne n’avait programmé la Commune de Paris, le pouvoir des Soviets, ou le Conseil des milices de Catalogne. Ces formes « enfin trouvées » du pouvoir révolutionnaire sont nées de la lutte même et de la mémoire souterraine des expériences passées.

Depuis la Révolution russe, bien des croyances et des certitudes ont disparu en chemin ? Admettons (bien que je ne sois pas certain de la réalité de ces certitudes généreusement attribuées aux révolutionnaires crédules de jadis). Ce ne serait toujours pas une raison pour oublier les (souvent dures) leçons des défaites et la contre-épreuve des échecs. Ceux qui ont cru pouvoir ignorer le pouvoir et sa conquête ont souvent été rattrapés par lui : ils ne voulaient pas prendre le pouvoir, le pouvoir les a pris. Et ceux qui ont cru pouvoir l’esquiver, l’éviter, le contourner, le cerner, ou le circonvenir sans le prendre, ont trop souvent été broyés par lui. La force processuelle de la « défétichisation » n’a pas suffi à les sauver.

Même les « léninistes » (lesquels ?), dit Holloway, ne savent plus comment changer le monde. Mais ont-ils jamais – à commencer par Lénine lui-même – prétendu détenir ce savoir doctrinaire que Holloway leur attribue. L’histoire est plus compliquée. En politique, il ne saurait y avoir qu’un savoir stratégique : un savoir conditionnel, hypothétique, « une hypothèse stratégique » tirée des expériences passées et servant de fil à plomb, sans quoi l’action se disperse sans but. Cette hypothèse nécessaire n’empêche nullement de savoir que les expériences futures auront toujours leur part d’inédit et d’inattendu, obligeant à la corriger sans cesse. Renoncer au savoir dogmatique, n’est donc pas une raison suffisante pour faire table rase du passé, à condition de sauver la tradition (fût-elle révolutionnaire) du conformisme qui toujours la menace. En attendant de nouvelles expériences fondatrices, il serait en effet imprudent d’oublier avec frivolité ce que deux siècles de luttes, de juin 1848 à la contre-révolution chilienne ou indonésienne, en passant par la révolution russe, la tragédie allemande, ou la guerre civile espagnole, ont douloureusement inculqué.

Jusqu’à ce jour, il n’est pas d’exemple où les rapports de domination ne se soient déchirés à l’épreuve des crises révolutionnaires : le temps de la stratégie n’est pas le temps lisse de l’aiguille sur son cadran, mais un temps brisé, rythmé d’accélérations brusques et de soudains ralentissements. Dans ces moments critiques, ont toujours émergé des formes de dualité de pouvoir posant la question de savoir « qui l’emportera ». Enfin, la crise ne s’est jamais résolue positivement du point de vue des opprimés sans l’intervention résolue d’une force politique (qu’on l’appelle parti ou mouvement) porteuse d’un projet et capable de prendre des décisions et des initiatives déterminantes.

Nous avons perdu nos certitudes, répète Holloway à l’instar du héros incarné par Yves Montand dans un mauvais film (Les Routes du Sud, à partir d’un scénario de Jorge Semprun). Sans doute devons-nous apprendre à nous en passer. Mais, là où il y a lutte (à l’issue par définition incertaine), s’affrontent des volontés et des convictions, qui ne sont pas des certitudes mais des guides pour l’action, exposés aux démentis toujours possibles de la pratique. Oui à « l’ouverture à l’incertain » réclamée par Holloway ; non au saut dans le vide stratégique !

Dans ce vide abyssal, la seule issue à la crise serait l’événement lui-même, mais un événement sans acteurs, un pur événement mythique, déraciné de ses conditions historiques, échappant au registre de la lutte politique pour retomber dans celui de la théologie. C’est ce qu’évoque Holloway lorsqu’il invite son lecteur à « penser en termes d’antipolitique de l’événement, plutôt qu’en termes de politique d’organisation ». Le passage d’une politique de l’organisation à une antipolitique de l’événement cheminerait, selon lui, à travers les expériences de mai 1968, de la rébellion zapatiste, ou de la vague de manifestations contre la mondialisation capitaliste : « Tous ces événements sont des éclairs contre le fétichisme, des festivals d’insubordination, des carnavals de l’opprimé » (p. 215). Le carnaval comme forme enfin trouvée de la révolution postmoderne ?

À la recherche du sujet perdu

Une révolution – un carnaval – sans acteurs ? Holloway reproche aux « politiques de l’identité » de « figer les identités » : l’appel à ce que l’on est censé « être » impliquerait toujours une cristallisation de l’identité, alors qu’il n’y a pas lieu de distinguer entre bonnes et mauvaises identités. Les identités ne prennent sens qu’en situation et de façon transitoire : se revendiquer juif n’a pas la même signification dans l’Allemagne nazie ou aujourd’hui en Israël. En référence à un beau texte où le sous-commandant Marcos revendique la multiplicité des identités qui se croisent et se combinent sous l’anonymat du fameux passe-montagne, Holloway va jusqu’à présenter le zapatisme comme un mouvement « explicitement anti-identitaire » (p. 64). La cristallisation identitaire serait au contraire l’antithèse de la reconnaissance réciproque, de la communauté, de l’amitié et de l’amour : une forme de solipsisme égoïste. Alors que l’identification et la définition classificatoire contribuent aux dispositifs disciplinaires du pouvoir, la dialectique exprimerait le sens profond de la non-identité : « Nous, les non-identiques, combattons cette identification. Le combat contre le capital est un combat contre l’identification, et non un combat pour une identité alternative » (p. 100). Identifier revient à penser à partir de l’être. Penser à partir du faire et de l’agir, c’est, dans un seul et même mouvement, identifier et nier l’identification (p. 102). La critique de Holloway se présente donc comme « un assaut contre l’identité », comme le refus de se laisser définir, classer, identifier : nous ne sommes pas ce que l’on croit, et le monde n’est pas ce que l’on prétend.

Quel sens y a-t-il alors à dire encore « nous » ? Que peut bien recouvrir ce nous de majesté ? Il ne saurait désigner un grand sujet transcendantal (l’Humanité, la Femme, ou le Prolétariat). Définir la classe ouvrière, ce serait la réduire au statut d’objet du capital et la dépouiller de sa subjectivité. Il faudrait donc renoncer à la quête d’un sujet positif : « Comme l’État, comme l’argent, comme le capital, la classe doit être comprise comme un processus et le capitalisme comme la formation toujours renouvelée des classes » (p. 142). L’approche n’est guère nouvelle (pour nous qui n’avons jamais cherché, sous le concept de lutte de classe, une substance, mais une relation). C’est ce processus, toujours recommencé et toujours inachevé, de « formation » qu’a magistralement étudié Edward Thompson dans son livre sur la classe ouvrière anglaise.

Mais Holloway va plus loin. Si la classe ouvrière peut constituer une notion sociologique, il n’existe pas selon lui de classe révolutionnaire. « Notre combat ne vise pas à établir une nouvelle identité, mais à intensifier une anti-identité ; la crise d’identité est une libération » (p. 212) : elle libère une pluralité de résistances et une multiplicité de cris. Cette multiplicité ne saurait être subordonnée à l’unité a priori d’un Prolétariat mythique. Car, du point de vue du faire et de l’agir, nous sommes ceci et cela, et bien d’autres choses encore, suivant des situations et des conjonctures changeantes. Toutes les identifications, si fluides et variables soient-elles, jouent-elles un rôle équivalent dans la détermination des termes et des enjeux de la lutte ? Holloway ne (se) pose pas la question. Se démarquant du fétichisme de la multitude selon Negri, il exprime seulement une crainte, où perce l’énigme stratégique irrésolue : « Insister sur la multiplicité en oubliant l’unité sous-jacente des rapports de pouvoir conduit à une perte de perspective politique », au point que l’émancipation devienne alors « inconcevable ». Dont acte.

Le spectre de l’anti-pouvoir

Pour conjurer cette impasse et résoudre l’énigme stratégique proposée par le sphinx du capital, le dernier mot de Holloway est celui de l’anti-pouvoir : « Ce livre est l’exploration du monde absurde et spectral de l’anti-pouvoir » (p. 38). Il reprend à son compte la distinction développée par Negri entre le « pouvoir-de » (« potentia ») et le « pouvoir-sur  » (« potestas »). Le but serait désormais de libérer le pouvoir-de du pouvoir-sur, l’agir du travail, la subjectivité de l’objectivation. Si le pouvoir-sur se trouve parfois « au bout du fusil », ce ne serait pas le cas du pouvoir-de. La notion même de contre-pouvoir relèverait encore du pouvoir-sur. Or, « la lutte pour libérer le pouvoir-de ne vise pas édifier un contre-pouvoir, mais plutôt un anti-pouvoir, quelque chose de radicalement différent du pouvoir-sur. Les perspectives de révolution centrées sur la prise du pouvoir se caractérisent par leur insistance sur le contre-pouvoir » ; c’est ainsi que le mouvement révolutionnaire se serait trop souvent construit « comme une sorte d’image-reflet du pouvoir, armée contre armée, parti contre parti ». L’anti-pouvoir se définirait en revanche comme « la dissolution du pouvoir-sur » au profit de « l’émancipation du pouvoir-de » (p. 37).

Conclusion stratégique (ou anti-stratégique, si tant est que la stratégie reste étroitement liée au pouvoir-sur ?) : « Il doit être clair à présent que le pouvoir ne peut pas être pris, qu’il n’est pas la propriété d’une personne ou d’une institution particulière », mais qu’il « réside dans la fragmentation des relations sociales » (p. 72). Parvenu à ce point sublime, Holloway contemple avec satisfaction la quantité d’eau sale de la baignoire écopée chemin faisant, mais il s’inquiète un peu tard de savoir « combien de bébés avec » ? (p. 72). La perspective d’un pouvoir des opprimés a en effet été remplacée par un anti-pouvoir indéfinissable et insaisissable, dont on apprendra seulement qu’il est partout et nulle part, comme le centre de la circonférence pascalienne.

Le spectre de l’anti-pouvoir hanterait donc le monde ensorcelé de la mondialisation capitaliste ? Il y a pourtant fort à craindre que la multiplication des « anti » (l’anti-pouvoir d’une anti-révolution et d’une anti-stratégie), ne soit en définitive qu’un piètre stratagème rhétorique, aboutissant à désarmer (théoriquement et pratiquement) les opprimés, sans briser pour autant le cercle de fer du capital et de sa domination.

Un zapatisme imaginaire

Philosophiquement, Holloway trouve chez Deleuze et Foucault une représentation du pouvoir comme « multiplicité de rapports de forces », et non comme relation binaire. Ce pouvoir ramifié se distingue de l’État régalien et de ses appareils de domination. L’approche n’est guère nouvelle. Dès les années soixante-dix, Surveiller et Punir et LaVolonté de Savoir, ont influencé certaines relectures critiques de Marx [10]. Souvent proche de celle de Negri, la problématique de Holloway s’en distingue cependant lorsqu’il lui reproche de s’en tenir à une théorie démocratique radicale fondée sur l’opposition entre pouvoir constituant et pouvoir institué. Cette logique, binaire encore, d’un choc de titans entre la puissance monolithique du capital (l’Empire majuscule) et la puissance monolithique, en dépit de sa diversité, de la Multitude majuscule.

La référence principale de Holloway est l’expérience zapatiste dont il se fait le porte-parole théorique. Le zapatisme apparaît cependant imaginaire, voire mythique, dans la mesure où il ne prend guère en compte les contradictions réelles de la situation politique, les difficultés et les obstacles réels rencontrés par les zapatistes depuis le soulèvement du 1er janvier 1994. S’en tenant au niveau du discours, il ne cherche même pas les raisons de l’échec de leur implantation urbaine. Le caractère novateur de la communication et de la pensée zapatiste est indéniable. Dans un beau livre, L’Étincelle zapatiste, Jérôme Baschet en analyse les apports avec sensibilité et subtilité, sans en nier les incertitudes et les contradictions [11].

Holloway, lui, a tendance à prendre la rhétorique au pied de la lettre.

Pour s’en tenir à la question du pouvoir et du contre-pouvoir, de la société civile et de l’avant-garde, il ne fait guère de doute que, le soulèvement chiapanèque du 1er janvier 1994 (« moment de remise en marche des forces critiques », dit Baschet), s’inscrit dans le renouveau des résistances à la mondialisation libérale confirmé depuis, de Seattle à Gênes en passant par Porto Alegre. Ce moment est aussi le « ground zéro » de la stratégie, un moment de réflexion critique, d’inventaire, de remise en cause, au terme du « court XXe siècle » et de la guerre froide (présentée par Marcos comme une sorte de troisième guerre mondiale). Dans cette situation particulière de transition, les porte-parole zapatistes insistent sur le fait que « le zapatisme n’existe pas » (Marcos), et qu’il n’a « ni ligne, ni recettes ». Ils affirment ironiquement ne pas vouloir s’emparer de l’État, ni même du pouvoir, mais aspirer à « quelque chose d’à peine plus difficile : un monde nouveau ». « Ce qui est à prendre, c’est nous-mêmes », interprète Holloway. Les zapatistes n’en réaffirment pas moins la nécessité d’une « nouvelle révolution » : pas de changement sans rupture.

Soit donc l’hypothèse d’une révolution sans prise du pouvoir, développée par Holloway. À y regarder de plus près, ces formulations sont plus complexes, et plus ambiguës qu’il n’y paraît au premier abord. On peut y voir d’abord une forme d’autocritique des mouvements armés des années soixante et soixante-dix, du verticalisme militaire, du rapport de commandement envers les organisations sociales, des déformations caudillistes. À ce niveau, les textes de Marcos et les communiqués de l’EZLN marquent un tournant salutaire qui renoue avec la tradition cachée du « socialisme par en bas » et de l’auto-émancipation populaire : il ne s’agit pas de prendre le pouvoir pour soi (parti, armée, ou avant-garde), mais de contribuer à le rendre au peuple en soulignant la différence entre les appareils d’État proprement dit, et les rapports de pouvoir inscrits plus profondément dans les rapports sociaux (à commencer par la division sociale du travail entre les individus, les sexes, les intellectuels et les manuels, etc.).

À un second niveau, tactique, le discours zapatiste sur le pouvoir relève d’une stratégie discursive : conscients que les conditions de renversement du pouvoir central et de la classe dominante sont loin d’être réunies à l’échelle d’un pays qui compte trois mille kilomètres de frontière commune avec le géant impérial américain, les zapatistes disent ne pas vouloir ce que, de toute façon, ils ne peuvent atteindre. C’est faire de nécessité vertu, pour s’installer dans une guerre d’usure et dans une dualité durable de pouvoir, du moins à l’échelle d’une région.

À un troisième niveau, stratégique, le discours zapatiste reviendrait à nier carrément l’importance de la question du pouvoir, pour revendiquer simplement l’organisation de la société civile. Cette position théorique reproduirait la dichotomie entre société civile (mouvements sociaux) et institution politique (électorale notamment). La première serait vouée à un rôle de pression (de lobbying) sur des institutions que l’on se résigne à ne pas pouvoir changer.

Inscrit dans des rapports de forces nationaux, régionaux, et internationaux peu propices, le discours zapatiste joue de ces différents registres et la pratique zapatiste navigue habilement entre différents écueils. C’est absolument légitime, à condition de ne pas prendre pour argent comptant des énoncés qui participent du calcul stratégique auquel ils se prétendent étranger : les zapatistes eux-mêmes savent bien qu’ils gagnent du temps ; ils peuvent relativiser dans leurs communiquées la question du pouvoir, mais ils savent bien que le pouvoir réellement existant de la bourgeoisie et de l’armée mexicaine, voire celui du « colosse du Nord », ne manquera pas, si l’occasion se présente, d’écraser l’insurrection indigène du Chiapas comme les guérillas colombiennes. En donnant du zapatisme une image passablement angélique, au prix d’une mise à distance de toute histoire et de toute politique concrète, Holloway entretient des illusions dangereuses. Non seulement la contre-révolution stalinienne ne joue aucun rôle dans son bilan du
XXe siècle, mais toute l’histoire vient, chez lui comme chez un François Furet, des idées justes ou fausses. Il se permet ainsi un bilan pour solde de tout compte : ni réforme, ni révolution, puisque « les deux expériences ont échoué, la réformiste comme la révolutionnaire ». Le verdict est pour le moins expéditif, grossiste (et grossier), comme s’il n’existait que deux expériences symétriques, deux voies concurrentes et également faillies ; et comme si le régime stalinien (et ses copies) était imputable à « l’expérience révolutionnaire », et non à la contre-révolution thermidorienne. Selon cette étrange logique historique, on pourrait aussi bien proclamer que la voie de la Révolution française a échoué, comme celle de la révolution américaine, etc. [12].

Il faudra bien oser aller au-delà de l’idéologie, plonger dans les profondeurs de l’expérience historique, pour renouer les fils d’un débat stratégique enseveli sous le poids des défaites accumulées. Au seuil d’un monde en partie inédit, où le nouveau chevauche l’ancien, mieux vaut reconnaître ce qu’on ignore, et se rendre disponible aux expériences à venir, que de théoriser l’impuissance en minimisant les obstacles à franchir.

Contretemps n° 6, février 2003

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Notes

[1] Voir Michaël Löwy, Utopie et Rédemption, Paris, Puf.

[2] Voir notamment Michaël Hardt et Toni Negri, Empire, Paris, Exils, 2000. Et John Holloway, Change the World Without Taking Power [Changer le monde sans prendre le pouvoir], Londres, Pluto Press, 2002. Traduction espagnole : Cambiar el Mundo sin tomar el Poder, Buenos Aires, collection Herramienta, 2002.

[3] Il est même frappant de constater à cet égard que le rapport à l’héritage dans cette mouvance est beaucoup plus respectueux (voire cérémonieux) et moins critique que les « retours à Marx » d’un néomarxisme hétérodoxe.

[4] Voir Daniel Bensaïd, La Discordance des temps, Paris, Éditions de la Passion, 1995 ; Résistances. Essai de taupologie générale, Paris, Fayard, 2001 ; des articles dans Contretemps n° 2 et dans la revue italienne Erre n° 1 (sur la notion de multitude) ; enfin, une contribution à paraître en anglais dans un recueil des éditions Verso.

[5] Voir le dossier publié dans Contretemps n° 3.

[6] Holloway ne s’aventure guère dans un examen critique de cette révolution copernicienne. Un quart de siècle après, une évaluation est pourtant possible, ne serait-ce que pour éviter de répéter les mêmes illusions théoriques et les mêmes erreurs pratiques, en habillant le même discours d’une terminologie rénovée. Voir à ce sujet la contribution de Maria Turchetto sur « la trajectoire déconcertante de l’opéraïsme italien » (in Dictionnaire Marx contemporain, sous la direction de Jacques Bidet et Eustache Kouvélakis, Paris, Puf, 2001) ; ainsi que Steve Wright, Storming Heaven. Class Composition and Struggle in Italian Autonomist Marxism, Londres, Pluto Press, 2002.

[7] Jean-Marie Vincent, Fétichisme et Société, Paris, Anthropos, 1973.

[8] Stavros Tombazos, Les Temps du Capital, Cahiers des saisons, Paris, 1976. Alain Bihr, La Reproduction du capital (deux tomes), Lausanne, Page 2, 2001.

[9] Voir Daniel Bensaïd, « Leaps ! Leaps ! Leaps ! », International Socialism n° 95, été 2002.

[10] C’était, parmi bien d’autres, mon cas dans le livre significativement intitulé La Révolution et le Pouvoir (Paris, Stock, 1976), dont l’avertissement introductif (qui me fut reproché par certains camarades) disait : « La première révolution prolétarienne a donné sa réponse au problème de l’État. Sa dégénérescence nous a légué celui du pouvoir. L’État est à détruire et sa machinerie à briser. Le pouvoir est à défaire, dans ses institutions et ses ancrages souterrains. Comment la lutte par laquelle le prolétariat se constitue en classe dominante peut-elle, malgré la contradiction apparente, y contribuer ? Il faut reprendre l’analyse des cristallisations du pouvoir dans la société capitaliste, suivre leurs résurgences dans la contre-révolution bureaucratique, chercher dans la lutte des classes exploitées les tendances par lesquelles la socialisation et le dépérissement du pouvoir peuvent l’emporter sur l’étatisation de la société » (p. 7).

[11] Jérôme Baschet, L’Étincelle zapatiste – Insurrection indienne et résistance planétaire, Paris, Denoël, 2002 et sa contribution à ce numéro de Contretemps.

[12] Voir dans ce même numéro de Contretemps la contribution critique d’Atilio Boron (traduction de La Selva y la Polis, paru dans Osal, Buenos Aires, juin 2001). Tout en exprimant sa sympathie et sa solidarité envers la résistance zapatiste, il combat la tentation d’en faire un nouveau modèle en masquant ses impasses théoriques et stratégiques.

Fuente:

http://danielbensaid.org/La-Revolution-sans-prendre-le?lang=fr

imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/AZEyV4eQUHnHBm3Apq-sSOJag6g3UT-ypVka8fO48n1vjBrFpufdXRTmnG1fopr35GiO=s85

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Los ritmos del capital

Europa/Francia/Noviembre 2016/Daniel Bensaïd/http://www.rebelion.org/

Tras la Segunda Guerra Mundial, el movimiento revolucionario se vio confrontado a una situación imprevista. El régimen burocrático soviético no solo sobrevivió a la guerra, sino que parecía conocer una expansión en Europa oriental. El capitalismo, asfixiado en los años 1930, parecía recuperar vigor. En 1947, el joven militante Ernest Mandel, se aferra en un primer momento a la idea de que este boom no era más que un corta respiro previo a un nuevo desarrollo revolucionario. Constatando los efectos del plan Marshall en la recuperación de la producción y la estabilización de la situación en Europa, algunos trotskistas, como Tony Cliff o Nahuel Moreno, se mostraron más vacilantes durante el congreso de la IV Internacional en 1948. Cuando estuvo claro que en realidad se trataba del inicio de un período de expansión duradera, Ernest Mandel, se comprometió en el esclarecimiento del enigma de esta vitalidad recuperada del capital. A partir de entonces, la reflexión teórica sobre los ciclos de acumulación y las crisis constituye uno de los hilos conductores de su obra económica: desde el Tratado de economía marxista (1962) hasta el libro sobre las ondas largas que ahora se edita en francés, pasando por El capitalismo tardío (1972), La crisis (1978) y El capital: cien años de controversia sobre la obra de Marx(1985)/1.

¿Cómo explicar el dinamismo recuperado del capitalismo de los «treinta gloriosos»?, ¿Por qué el desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial no se tradujo, a diferencia de los años 1920, en el renacimiento de un potente movimiento revolucionario en los países capitalistas desarrollados? Las respuestas de Mandel a estas cuestiones jamás fueron simples. Para el, las tendencias económicas fuertes están estrechamente entrelazadas a las innovaciones tecnológicas, a las luchas sociales y a los acontecimientos políticos. De ese modo, en los años 1960 Mandel fue uno de los primeros en retomar el debate sobre los ciclos del desarrollo capitalista, interrumpido en los años 1920, a partir de una relectura de Kondratieff, en aquella época víctima de la amnesia organizada por la ortodoxia estalinista. Mientras que, en Marx, la «periodicidad regular» de las crisis tenía que ver exclusivamente con las crisis del ciclo industrial o comercial (aproximativamente cada diez años), desde principios del siglo XX economistas académicos (como Jean Lescure o Albert Aftalion) y teóricos socialistas (como Parvus o Van Gelderen) registraron fluctuaciones de otra amplitud. Pero la primera síntesis que ponía en relación los movimientos a largo plazo de los precios y de la producción fue la de N.D. Kondratieff en los artículos y conferencias de 1922 a 1926/2. Desde los trabajos de Simiand y Schumpeter en el periodo de entreguerras, la teoría de los grandes ciclos cayó en desgracia. La expansión de los «treinta gloriosos», la atenuación de los ciclos cortos y la eficacia relativa de las políticas anti cíclicas alimentaron la ilusión de que el espectro de la crisis estaba definitivamente conjurado. Así pues, cuando parecía que iban a triunfar las teorías del equilibrio, del neocapitalismo organizado y del crecimiento ordenado, Mandel fue uno de los raros autores en sostener y desarrollar la teoría de las ondas largas. Si muchas de las interrogantes vinculadas a esta teoría continúan aún sin respuesta, la hipótesis de las ondas largas se ha impuesto en los programas de investigación con la larga depresión iniciada en los años 1970/3.

Así pues, Mandel estuvo entre los primeros a comprender el significado histórico del cambio de ciclo, o de onda, que se dio a mediados de los años 1960-1970, y a ofrecer una interpretación compleja, que no se puede recudir, como a veces lo hace la economía vulgar, al efecto mecánico de la «crisis del petróleo» de 1973. A la luz de este cambio, profundizó la distinción terminológica entre ciclo y onda, tratando de corregir la interpretación mecanicista a la que se podría prestar la noción de ciclo. A este fin, retomó las cuestionen esbozada por Trotsky en los años 1920. Éste, en su informe de junio de 1921 al 3er Congreso de la Internacional Comunista sobre La crisis económica mundial y las tareas de la Internacional, echó un pulso a todos los que establecían una relación mecánica entre crisis económica y situación revolucionaria. En su artículo de 1923 sobre La curva del desarrollo capitalista, insistió de nuevo, contra Kondratieff, sobre la complejidad de las relaciones entre economía y política: « Es una tarea muy difícil, imposible de resolver en su pleno desarrollo, el determinar aquellos impulsos subterráneos que la economía transmite a la política de hoy.» Los ciclos tienen según el, un valor explicativo real, pero «no podemos decir que estos ciclos lo explican todo: eso está excluido por la simple razón de que los ciclos mismo no constituyen fenómenos económicos fundamental, sino derivados.» Si el capitalismo se caracterizase solo por la recurrencia de los ciclos, «la historia no sería más que una repetición compleja y no un desarrollo dinámico.»

A finales de los años 1970, uno de los mayores problemas planteados a los revolucionarios por la entrada en una nueva onda larga depresiva fue (y continúa siéndolo) el de las condiciones para [el desarrollo de] una nueva onda expansiva. Si por una parte, la tendencia descendente se puede comprender teóricamente a la luz de la caída tendencial de la tasa de beneficio, por otra, la tendencia ascendente parece requerir una modificación radical de las relaciones de fuerza y la modificación de las condiciones políticas e institucionales para la realización del valor del capital. Mandel subraya así que la originalidad de su concepción de la «ondas largas asimétricas» se basa en que «nos apoyemos en la relativa autonomía del factor subjetivo para concluir de ella que la salida de una onda larga depresiva no está predeterminada sino que depende de la lucha de clases entre fuerzas sociales vivas.» De ese modo, rechaza el economicismo y el determinismo heredados de la II Internacional. Sin embargo, la oposición entre los factores «endógenos» (económicos) que determinarían la inflexión de la tendencia descendente, y los «factores exógenos(extraeconómicos) que determinarían la tendencia ascendente continúa siendo tributaria de una separación demasiado formal entre economía y política, entre objetividad y subjetividad:

«Por todas las razones señaladas, nos aferramos a nuestra concepto de un ritmo fundamentalmente asimétrico para las ondas largas del desarrollo capitalista, en el cual la tendencia descendente (el paso de una onda larga expansiva a una onda larga depresiva) es endógeno, mientras que la ascendente no lo es. Ésta depende sobretodo del cambios radicales en el contexto histórico y geográfico general del modo de producción capitalista, cambios capaces de inducir un ascenso fuerte y sostenida de la tasa media de ganancia.»

El hecho es que el pensamiento de Ernest Mandel se opone tanto a la simplificación harmónica, según la cual, el capitalismo habría superado sus contradicciones internas y alcanzado un régimen de crecimiento ilimitado, como a la simplificación catastrofista que se obstina en negar las nuevas formas del capitalismo mundial para continuar profetizando permanentemente su crisis final. Esta posición le costó sufrir un fuego cruzado, siendo acusado tanto de profetizar una crisis improbable, como de ceder a las sirenas de un «neocapitalismo» capaz de regular sus contradicciones. Sin embargo, para él, esas contradicciones seguían estando bien presentes. Y no solo conducían a una crisis generalizada de las relaciones sociales sino, también, a una crisis de las relaciones culturales y de la relación con las condiciones naturales de reproducción de la especie. En ese sentido, su programa de investigación era particularmente profundo. Mientras, como lo recuerda Francisco Louça, la teoría económica dominante se construyó, «sobre las propiedades newtonianas de un universo atomista», su teoría de las ondas largas era «histórica por esencia y conforme a las exigencias epistemológicas de un enfoque realista de la economía.» Para elucidar la conjunción de las tendencias regulares y de las irregularidades periódicas, Mandel se opuso tanto a un marxismo mecanicista como a la «mística del equilibrio» de la economía clásica, de las nociones de «variables parcialmente autónomas» y el «determinismo dialéctico.»

De ese modo, retoma y desarrolla la lógica dialéctica de Marx, presente en la tercera sección del libro 3 de El Capital en torno a la baja tendencial de la tasa de beneficio, «ley bidefálica según la cual, las mismas causas que provocan una disminución de la tasa de beneficio provocan el incremento simultáneo de la masa de benficio»/4. En efecto, extraña ley esta «ley tendencial» que contiene las causas «que la contrarrestan» y desarrolla sus propias «contradicciones internas». Semejantes fórmulas implican una causalidad diferente a la única causalidad mecánica y lineal clásica de causa-efecto. Así, la dinámica de una fase expansiva no puede, insiste Mandel, explicarse por la sola lógica del «capital en general». Implica una «serie de factores extra-económicas, tales como las guerras de conquista, la ampliación y contracción del ámbito de actuación del capital, la competencia intercapitalista, la lucha de clases, las revoluciones y las contrarrevoluciones, etc.»

Ernest Mandel distingue así los ciclos económicos de un «ciclo largo de la lucha de clases, del ascenso y declive de la combatividad y la radicalización de la clase obrera, relativamente independientes de las ondas largas de acumulación, aunque en cierta medida entrelazadas a ella«. La verificación empírica de tal «ciclo largo de la lucha de clases» está por hacer. Hay quien ha tratado de hacerlo/5. Una primera dificultad reside en los indicadores que se manejan y en su fiabilidad. Suponiendo que la misma sea resuelta (a través de una estadística rigurosa de las huelgas, de los resultados electorales, de los efectivos sindicales y de los movimientos sociales), sin duda, se podría establecer la relación entre las fluctuaciones económicas y la conflictividad social. Sin embargo, este vínculo no sería suficiente para dotarnos de las razones explicativas de la periodicidad de un ciclo largo de la lucha de clases, salvo que giremos en redondo deduciéndola (en cierta forma mecánicamente!)… ¡del ciclo económico! Hasta el final de su vida, Ernest Mandel soñó con una teoría de los ciclos de la lucha de clases dialécticamente articulada a la de las ondas largas. Sueño de formalización sin duda inalcanzable en la medida en que se enfrenta a los efectos complejos de la discordancia de los tiempos/6.

En el tercer capítulo de la Ondas largas, Mandel evalúa el desarrollo histórico del capitalismo a la luz de los cambios operados desde la Primera Guerra Mundial:

«Desde entonces hemos entrado en una nuevo periodo histórico que implica tanto el declive como la contracción geográfico de ese modo de producción. La victoria de la Revolución rusa y las pérdidas subsiguientes que sufrió el sistema capitalista internacional, en la Europa del Este, en China, en Cuba y en Viertnam, son manifestaciones significativas de ese proceso, aunque en modo alguna sean las únicas.»

Desde que fueron escritas esas líneas, Rusia y China se han integrado en el espacio de la globalización mercantil. Millones de trabajadores y trabajadoras de estos países han sido arrojados al mercado mundial sin protección social. A pesar de las derrotas infligidas al movimiento obrero a escala mundial, a pesar del restablecimiento de la tasa de beneficio, a pesar de los resultados financieros de las multinacionales y de los fondos de pensiones, la onda depresiva no se ha transformado en una onda expansiva. Nos encontramos en el umbral de una nueva época, bastante diferente de la postguerra en la que Ernest Mandel trató de descifrar estos enigmas. Por lo tanto le corresponde a la nueva general aprender a utilizar los útiles conceptuales que nos legó para descifrar los enigmas del presente.

Prefacio de 2008 al libro de Ernest Mandel Les ondes longues du développement capitaliste. Une interprétation marxiste, coeditado por M-Ediciones (Quebec) y la Fundación Leon Lesoil (Bélgica). Editions Syllepse, Paris 2014, 252 páginas, 25 euros.

Notas

1/ La edición original del libro sobre las ondas largas apareció en inglés en 1980 con el título Long Waves of Capitalist Development. El Tratado de Economía Marxista fue publicado por Ediciones ERA en 1969. El capitalismo tardío, se publicó inicialmente en allemán en 1972 en Ediciones Suhrkamp Verlag con el título Der Spätkapitalismus. En castellano fue publicado por ERA en 1979. La crisis fue publicada por Fontamara en 1975. Por último, El Capital, Cien anos de controversias, apareció en México en 1985 editado por Siglo XXI.

2/ Artículos publicados y presentados por Louis Fonvieille con el título Les grands cycles de la conjoncture, paris, Economica, 1992.

3/ Ver Bernard Rosier et Pierre Dockès, Rythmes économiques, Paris, La Découverte, 1983 ; Bernard Rosier, La théorie des crises, Paris, La Découverte, 1987 ; Jean-Paul Fitoussi et Philippe Sigogne (dir.), Les cycles économiques, Paris, Presses de la Fondation des sciences politiques, 1994 ; Francisco Louçã, Turbulence in Economics : An Evolutionary Appraisal of Cycles and Complexity in Historical Processess, Cheltenham, Edward Elgar Publishing, 1997 ; Chris Freeman et Francisco Louçã, As Time Goes by, Londres, Oxford University Press, 2001 ; Robert Brenner, The Economics of Global Turbulence, Londres, Verso, 2006.

Sin embargo, un autor como Makotoh Itoh no admite la hipótesis de las ondas largar mas que como fruto de una constatación empírica sin marco teórico establecido: «No seria necesario que la teoría de los ciclos largos presentada en la obra de Mandel oscurezca el carácter homogéneo del periodo de las crisis cíclicas regulares. La teoría de los ciclos largos debe ser considerada como un ensayo de generalización a partir de las experiencias históricas de las grandes depresiones de fin del siglo XIX y de los años 1930. Dudo mucho que se pueda probar que ella integre la teoría fundamental de la crisis de Marx» (Makotoh Itoh, La crise mondiale, théorie et practique, Paris, EDI, 1987).

4/ Karl Marx, Le Capital, livre 3, t. 1, Editions sociales, 1957, p 233.

5/ Ver, entre otros, G. Gatteï, Every 25 Years ? Strike Waves and Economic Cycles, coloquio internacional sobre las ondas largas y la coyuntura económica, Bruselas, 1989.

6/ para Henryk Grossmann, los intentos de transformación de la economía política en ciencia exacta están prisioneros de una cuantificación unilateral que les impide pensar la dinámica temporal del desequilibrio: «Se ha podido escribir que el sistema de equilibrio propio a la teoría matemática no conoce ni índices, ni coeficientes de tiempo; por lo tanto, es incapaz de concebir un estado de equilibrio real.» Su único mérito, si es que se puede decir así, es por lo tanto el de constituir una «economía atemporal» (Henryk Grossmann, Marx, l’économie politique classique et le problème de la dynamique, Paris, Champ libre, 1975). Para Frossmann la economía dinámica obedece a la lógica del desequilibrio que modifica las nociones clásicas de la ley y de la causalidad. Marx afirma también que «la ley está determinada por su contrario, a saber la ausencia de la ley» de forma que «la verdadera ley de la economía política es el azar» y que la ley se impone «a través del juego ciego de las irregularidades» (Le Capital, op. cit., livre 1, p. 112-113). Esta lógica asimétrica del desequilibrio concierne sobre todo a las ondas largas.

 Traducción del francés: VIENTO SUR / http://www.vientosur.info/spip.php?article9625

Fuente:

http://www.rebelion.org/noticia.php?id=192955

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/vPSxtfK_BdetthCYepHqbEhMUmjlLwROrbSv-9uLN-WnzxgcjKKm-FaqPfF9ZGuz6pKxRg=s88

 

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