Estamos aún discutiendo si son galgos o podencos, si calidad o equidad, si concertada o pública, si el esfuerzo es de derechas y la imaginación de izquierdas, si debemos tener una educación centralizada o descentralizada.
Hemos entrado en la sociedad del aprendizaje, que se rige por una ley implacable: “Toda persona, toda empresa y toda sociedad, para progresar, tiene que aprender al menos a la misma velocidad a la que cambia el entorno. Y si quiere progresar, deberá hacerlo a más velocidad”. Todas las naciones están en estado de emergencia educativa, conscientes de que no se puede mantener un alto nivel de vida sin un alto nivel de educación. Nosotros estamos aún discutiendo si son galgos o podencos, si calidad o equidad, si concertada o pública, si el esfuerzo es de derechas y la imaginación de izquierdas, si debemos tener una educación centralizada o descentralizada. Mientras seguimos empantanados, el mundo sigue su curso acelerado.
En este momento, la educación española se enfrenta a dos retos. El primero es organizar el curso 2020-2021. Se trata de un curso excepcional y anómalo, en que debemos recuperar las carencias provocadas por la pandemia, porque de lo contrario se ampliará la brecha educativa. El curso próximo necesitaremos dividir las aulas, aprovechar al máximo las nuevas tecnologías, contratar profesorado, adaptar los currículos e intensificar la relación con las familias porque la crisis económica que se nos viene encima afectará profundamente a la educación. Todo esto hay que prepararlo ya. El otro objetivo es menos coyuntural. Tenemos que resolver los problemas crónicos de la escuela española: la alta tasa de abandono, el insoportable número de alumnos que repiten curso, la mala gestión de la formación profesional, el aprendizaje bilingüe, el desajuste entre el sistema educativo y el mundo laboral, la ineficiencia en el uso de las nuevas tecnologías, la formación continua del profesorado, y de los equipos directivos de los centros.
Todos estos problemas tienen solución, pero necesitamos dedicar a educación al menos el 5% del PIB. Es una cifra que entra dentro de nuestras posibilidades, porque ya la alcanzamos en 2008. Sin embargo, no basta con el presupuesto, necesitamos una movilización de toda la sociedad. La escuela no basta para tener éxito en la Sociedad del aprendizaje. No solo deben aprender los alumnos, sino también los profesores, y los centros, y las empresas, y el sistema judicial, y los políticos, y toda la ciudadanía. O aprendizaje o marginación. Pretender ahora aprobar una Ley de educación sin un pacto previo permite predecir que cambiará en cuanto cambie el Gobierno. He defendido tenazmente la necesidad de un pacto escolar, pero ahora ni siquiera ese pacto es suficiente, porque necesitamos algo más ambicioso: una Ley de Educación para la Sociedad del Aprendizaje que implique a toda la sociedad. ¿Tendremos la suficiente inteligencia colectiva para hacerla? Después de tantos años de gresca educativa hay razones para el pesimismo, pero de la misma manera que la hoja de servicio de los militares decía: “Valor: se le supone”, en la nuestra, la de los docentes, debería poner: “Optimismo: se le supone”. Dejemos, pues, el pesimismo para tiempos mejores.
José Antonio Marina es filósofo y pedagogo, autor de Historia visual de la inteligencia (Conecta)
Fuente e Imagen: https://elpais.com/sociedad/2020-05-30/o-aprendizaje-o-marginacion.html?event_log=oklogin
Para sobrevivir, las personas, las empresas o las instituciones deben aprender al menos a la misma velocidad con que cambia el entorno
Voy a escribir un artículo provocador y, como tal, inevitablemente exagerado y parcialmente injusto, intentando generar una polémica que nos saque de la indolencia educativa en que vivimos. Por ello, estoy dispuesto a hacer las precisiones necesarias, en el foro de esta sección. Cualquier persona que viva en la realidad sabe que hemos entrado en la ‘sociedad del aprendizaje‘, que se rige por una ley implacable: “Para sobrevivir, las personas, las empresas o las instituciones deben aprender al menos a la misma velocidad con que cambia el entorno. Y si quieren progresar, habrán de hacerlo a más velocidad”.
No es de extrañar que el mundo educativo esté en estado de ebullición. He dedicado estos últimos años a analizar lo que está pasando en él, por qué se habla tanto de la necesidad de refundar, reinventar, rediseñar, reimaginar, transformar, recontextualizar la escuela, sin que nadie acierte a decir cómo. Esa confusión provoca dos movimientos extremistas de diferente signo. Un rechazo de la pedagogía, considerándola enemiga de la escuela; o un rechazo de la escuela, a la que hay que anular, desinstitucionalizar, deslocalizar, en beneficio de la educación.
Sociedad de aprendizaje
He recogido el resultado de esas investigaciones en ‘El bosque pedagógico: y cómo salir de él’, libro en que fundamento cosas que aquí solo puedo enunciar. La conclusión no es halagüeña: no tenemos una pedagogía a la altura de los tiempos. Necesitamos que nuestras facultades de Pedagogía o de Ciencias de la Educación dejen de sentirse de segunda categoría, y tengan la potencia intelectual suficiente para reivindicar, sin complejos y sin pereza, que en una sociedad del aprendizaje tienen un papel esencial.
No es posible una buena pedagogía si no se basa en una buena teoría del aprendizaje. Y esta tampoco lo es si no se basa en una buena teoría de la memoria
Tienen que moverse en un nivel de conocimiento superior al del resto de las facultades, por su amplitud y por la transversalidad de sus objetivos. Los educadores son los encargados de preparar el futuro y eso les exige ser unos profesionales de élite. Por ello, me parece incomprensible una noticia que hace unos meses conocí por la prensa. La Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) había impartido un curso de ‘educación holística’, sobre el método ASIRI y los ‘niños índigo’. Algo como si en la Facultad de Física hubiera un curso sobre astrología o sobre el flogisto.
Inteligencias múltiples
Pero conviene seguir buscando responsabilidades. Una parte importante de la pedagogía se basa en la psicología, y creo que la psicología no está proporcionando a la educación los conocimientos que necesita. Sin duda alguna hay notables psicólogos e interesantes investigaciones, pero no acaban de sernos útiles, en primer lugar por su fragmentación. La archiespecialización, que sin duda es imprescindible para el progreso científico, produce efectos negativos en la psicología, porque no nos proporciona un modelo integrado del sujeto humano, que la pedagogía y la educación necesitan.
Recibo diariamente decenas de artículos que investigan exhaustivamente sobre temas mínimos, que resulta difícil integrar en modelos unificados. La American Psychological Association, la más poderosa asociación de psicólogos, tiene 56 divisiones, muchas de las cuales no se hablan entre sí. Cada una defiende su chiringuito investigador. Las teorías sobre la inteligencia, aplicables a la educación, están llevando a la proliferación de métodos, estrategias o programas.
La ‘educación’ es lo que determina la evolución humana, teniendo en cuenta que nos encontramos a las puertas del ‘transhumanismo’
Hay un interés universal por estudiar las ’21th century skills’, las destrezas del siglo XXI. El sistema europeo de educación se basa en ocho competencias. En España están de moda tardíamente las ‘inteligencias múltiples’. Todo esto supone convertir al sujeto humano en una gavilla de destrezas, habilidades, inteligencias, competencias, sin decirnos cómo se organizan, unifican y priorizan en una personalidad. Como decía el romance antiguo: “Entre tanta polvareda, perdimos a don Roldán”.
Memoria y/o aprendizaje
Ocurre lo mismo con la neurociencia. En 2002, la OCDE afirmó, con notoria presunción, que la educación estaba en un estado precientífico. Los asombrosos avances de la neurociencia han producido pocos resultados en el mundo de la educación, que sigue admitiendo demasiados ‘neuromitos’ (‘Neuromyths in Education: Prevalence among Spanish Teachers and an Exploration of Cross-Cultural Variation‘, Marta Ferrero, Pablo Garaizar y Miguel Ángel Vadillo, 2016).
Les pondré un ejemplo que me parece especialmente grave. No es posible una buena pedagogía si no se basa en una buena teoría del aprendizaje. Y no es posible una buena teoría del aprendizaje si no se basa en una buena teoría de la memoria. Sin embargo, las investigaciones sobre ‘aprendizaje’ y ‘memoria’ se desarrollan de forma separada. Leo en un reciente libro de Evans y Frankish: “Uno de los fenómenos más curiosos de la revolución cognitiva fue el efecto que tuvo en el estudio del aprendizaje y la memoria” (‘In Two Minds’, Oxford University Press).
Durante el conductismo, el paradigma central fue el aprendizaje. La psicología cognitiva en cambio se interesó por la memoria, estudiando sus límites y estructura. “¿Cómo podrían ser el aprendizaje y la memoria cosas diferentes?”, se preguntan con razón los autores. Esta separación arbitraria ha favorecido que se repitan frases como “no hay que aprender las cosas de memoria”, que es tan absurda como decir: “No hay que jugar al tenis con los músculos”. La memoria es el órgano del aprendizaje. Solo se aprende con la memoria.
En el origen de este equívoco está una anticuada y falsa concepción de la memoria, convertida en un pobre sistema de guardar y repetir, que se sigue transmitiendo en la mayoría de nuestras facultades. Ahora sabemos que la memoria es un sistema activo y omnipresente. Todas las operaciones mentales las realizamos desde la memoria, personal o filética. Si tuviera que elegir el concepto neurocientífico más importante para la educación en los últimos 20 años, posiblemente me decantaría por el de ‘memoria operativa‘ (‘working memory’).
La atención es la encargada de poner en relación la memoria a corto y largo plazo y la que nos permite resolver problemas, entre otras muchas funciones
Está tan presente en todas las operaciones cognitivas de alto nivel y en la regulación de la conducta, que algunos autores la identifican con la “inteligencia general”, otros con la capacidad creativa o el razonamiento, otros con la atención. Es la encargada de poner en relación la memoria a corto plazo y la memoria a largo plazo, la que codifica la información, la que activa los conocimientos y destrezas necesarios para realizar la tarea que tenemos entre manos, la que nos permite resolver problemas. La mayor parte de las dificultades de aprendizaje tienen que ver con ella. Y, lo más interesante, la ‘memoria operativa’ se puede educar.
Considerando que la ‘educación’ es lo que determina la evolución humana, teniendo en cuenta que nos encontramos a las puertas del ‘transhumanismo’, creo que deberíamos tomarnos en serio la elaboración de una ciencia educativa, teórica y práctica, de altísimo nivel, con la calidad suficiente para pedir al resto de las ciencias que trabajen para ella. En el caso de la psicología y de las neurociencias, necesitamos que nos proporcionen un modelo de sujeto humano —cognición, emoción, voluntad, creatividad, comprensión, etc.— adecuado para elaborar un pedagogía menos errática.
Todos estamos de acuerdo en que la neurociencia es importante para la educación. Lo difícil es precisar en qué consiste esa importancia. La neurociencia tiene su alma dividida.
La neurología ha descubierto con precisión extraordinaria muchos secretos de nuestro cerebro: el funcionamiento de las neuronas, su organización en redes, las zonas que se activan cuando se realizan determinadas operaciones, la plasticidad que nos permite aprender.
Esto sólo explica fenómenos que ya conocíamos por experiencia pedagógica, no nos proporciona herramientas nuevas, como sucede en cambio en la clínica. Sin embargo, unas investigaciones siendo muy útiles a la escuela: las que estudian las «funciones ejecutivas».
Permiten elaborar una «teoría dual de la inteligencia», que revolucionará la pedagogía. Hay un nivel en el que la inteligencia trabaja sin que sepamos cómo lo hace. Es lo que llamamos «inconsciente cognitivo» o «inconsciente neuronal». Sobre este, ha aparecido un nivel superior, encargado de controlar y dirigir las operaciones del inferior. Es lo que llamamos «inteligencia ejecutiva». Transforma las operaciones básicas: percepción, atención, gestión emocional, toma de decisiones, planificación, mantenimiento de la acción.
España / 1 de febrero de 2018 / Autor: José Antonio Marina / Fuente: El Confidencial
La función de la inteligencia no es conocer, sino dirigir la acción. Por eso, el objetivo central de la educación es mejorar la capacidad de cada alumno para tomar decisiones
La semana pasada comenté que la pedagogía actual renuncia a educar personas y se contenta con educar competencias, destrezas o habilidades. Lo hace, tal vez, porque cree que intentar ir más allá supondría adoctrinamiento o meterse en camisas de once varas. Eso piensan los que dicen que la educación es cosa de la familia y que la escuela solo tiene que instruir. Es verdad que en todos los textos oficiales se habla siempre de «educación integral» o del «pleno desarrollo de la personalidad» o, como el Informe Delors, de “aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser”. Pero pasar de esas propuestas generales a la concreción de los currículos resulta muy difícil.
En consecuencia, todo el mundo se ha lanzado a la búsqueda de las destrezas o competencias que se deben fomentar en la educación. La Unión Europea organizó el Proyecto DeSeCo para estudiarlas. Al final, propuso las ocho que están en las ultimas leyes españolas de educación. En el resto del mundo hay otras iniciativas. En Estados Unidos, por ejemplo, destacan el Marco de Aprendizaje del siglo XXI, del Partnership for 21st Century Skills, alianza forjada el año 2002 entre el Departamento de Educación y lideres educativos, empresariales y sociales; ‘The Learning Curve 2014’, elaborado por Pearson y The Economist Intelligence Unit, y un comité organizado por el National Resarch Council que se encarga de estudiar el “aprendizaje más profundo [‘deeper learning’]y las destrezas del siglo XXI”. El canadiense Michael Fullan encabeza la iniciativa New Pedagogies for Deep Learning. He recogido más datos en ‘El bosque pedagógico’.
Hay un lema educativo que me parece irrebatible: debemos conocer para comprender, y debemos comprender para tomar buenas decisiones y actuar
Reconociendo la importancia de estas competencias, creo que son secundarias respecto a la gran jurisdicción que necesitamos fomentar y adquirir, y que resulta decisiva en los tiempos actuales, que van a ser —están siendo— de profundo cambio cultural. Para explicarla, tengo que recordar que la función de la inteligencia no es conocer, no es sentir, sino dirigir la acción. Todo lo demás —el conocimiento, las emociones, la motivación, la resolución de problemas, la elaboración de proyectos— está orientado al comportamiento. Por eso, el objetivo central de la educación es mejorar la capacidad de cada alumno para tomar decisiones. Esto implica el fortalecimiento de las estructuras psicológicas llamadas ejecutivas (atención, elección, planificación, realización, mantenimiento del esfuerzo, evaluación, etcétera). Pero, además, para tomar decisiones hace falta tener los conocimientos precisos, porque la ignorancia es mala consejera. No puedo tomar decisiones si no conozco el mundo.
Hay un lema educativo que me parece irrebatible: Debemos conocer para comprender y debemos comprender para tomar buenas decisiones y actuar. Como el campo de nuestras decisiones es muy variado —personal, afectivo, profesional, social, político, religioso, ético, etc.—, el conjunto de conocimientos que debemos adquirir es muy amplio. Esto es lo que debe dirigir la selección de asignaturas y de currículos. Y como los conocimientos inertes no sirven para nada, necesitamos adquirir las destrezas para operar con ellos, por ejemplo, la razón o la creatividad. Por último, es evidente que la toma de decisiones está influida por los estados emocionales que pueden sesgarla o impedirla. La indecisión, el miedo o el fanatismo son grandes obstáculos. Como dijo Baltasar Gracián, “de nada vale que el entendimiento se adelante, si el corazón se queda”.
Teoría y práctica
La psicología y la neurología están muy interesadas en el tema de la decisión. De hecho, es el objetivo de la ‘neuroeconomía‘, pero con frecuencia el lenguaje nos juega una mala pasada, porque la palabra ‘decidir’ suele utilizarse para designar la elección de una alternativa, cuando esto es solo la primera etapa, pues lo importante es su realización. Reviso varios textos sobre el tema. Ninguno habla de la acción. Es fácil elegir hacer un régimen de adelgazamiento o dejar de fumar, pero es muy difícil ponerlo en práctica. La realización es lo que da consistencia a la elección. Decidir es, por lo tanto, iniciar la marcha. En un viaje, primero hay que elegir la ruta y luego emprender la navegación. En Occidente, la fascinación por el conocimiento teórico nos ha jugado malas pasadas, porque se ocupa de problemas teóricos, que son aquellos que se resuelven cuando se conoce la solución. En cambio, la vida tiene que ver con problemas prácticos, que son aquellos que no se resuelven cuando se conoce la solución, sino cuando se pone en práctica, que suele ser lo difícil. Me recuerda la anécdota del diplomático que decía: “El conflicto entre judíos y palestinos tiene una fácil solución. ¡Basta con que todos se comporten como buenos cristianos!”.
Basar la educación en una “teoría de la decisión emprendedora”, es decir, de la que conduce a la acción, nos permite integrar muchos aspectos: la teoría y la práctica, el conocimiento para elegir y las virtudes de la acción, la educación de la autonomía, la construcción de la libertad, la preparación para la vida, la conducta responsable. La acción sintetiza todas las competencias. Nuestras ideas y sentimientos pueden mantenerse en estado vaporoso hasta que cristalizan en la acción. Este enfoque nos sirve también para aclarar los métodos educativos a todos los niveles. ¿Cuál es el objetivo de la formación de un juez? Que pronuncie sentencias justas. ¿Cuál es el objetivo de la formación de un cirujano? Que realice con eficiencia sus operaciones. ¿Cuál es el objetivo de la formación de un docente? Que consiga que sus alumnos aprendan. ¿Cuál es el objetivo de la formación de un ciudadano? Que actúe cívicamente. En la escuela tenemos que ir acompañando al niño en su proceso de ir tomando sus propias decisiones, ganando sus propias batallas, ayudándole a hacerse cargo de su vida en buena forma.
No estoy diciendo nada nuevo, porque toda la práctica educativa, la teoría clásica de las virtudes y el pragmatismo filosófico han estado orientados a la acción, aunque el auge de la psicología cognitiva lo haya oscurecido. Recordar esa finalidad es especialmente urgente en este momento. Cada vez se habla más del impacto que van a tener en la sociedad los potentes sistemas de inteligencia artificial. El ser humano no puede competir con su capacidad de manejar información. Incluso podremos delegar en ella para ‘seleccionar’ las alternativas, pero el paso a la acción, la orden de marcha, la decisión de actuar nos seguirán perteneciendo. El ordenador elegirá nuestro mejor régimen de entrenamiento, pero hacer gimnasia es inevitablemente cosa nuestra. El mundo de la información es abstracto. El de la acción es inevitablemente concreto. Las decisiones tomadas por un ordenador solo son absolutamente eficientes si las obedece un robot, y en la lógica de la eficiencia podría resultar deseable que todos nos comportásemos como tales.
La teoría de la decisión/acción puede ayudarnos a eliminar el miedo al adoctrinamiento y la desesperanza. Antoine de Saint-Exupéry escribió: “No conocemos las soluciones, lo único que podemos hacer es ayudar a formar personas que sean capaces de encontrarlas”. La educación no puede aspirar a más. Pero es suficiente.
Los sistemas educativos están en ebullición en todo el mundo. Proliferan las propuestas, los métodos, los salvadores, las innovaciones, las reformas, los movimientos estratégicos. Tal proliferación me ha llevado a observarlos con la misma minuciosa tenacidad con que un botánico hace el censo de la naturaleza. La conclusión, que he expuesto en ‘El bosque pedagógico’, es pesimista. A pesar de la brillantez de muchos esfuerzos, no disponemos de una pedagogía ni de una psicología que nos permita resolver los imponentes retos que plantea una acelerada “sociedad del aprendizaje”. Una de las causas de esta impotencia es la fragmentación de sus teorías. Impulsados por la necesidad de analizar, estamos elaborando una “psicología y pedagogía de la hamburguesa”.
Carecemos de una teoría clara del sujeto humano. El conocimiento se ha separado de la emoción, la emoción de la voluntad, la memoria del aprendizaje, los procesos de los contenidos, la motivación del deber. Cada escuela psicológica es estupenda en lo suyo, pero no sabe qué hacer con lo del vecino. En la poderosa American Psychological Association (APA) hay cincuenta divisiones que no se hablan entre ellas. Troceamos al sujeto en competencias, destrezas, inteligencias múltiples, actitudes, capacidades, que a su vez se dividen en subespecies y, luego, intentamos unir como podemos esa picadura. La situación me recuerda lo sucedido a principios del siglo pasado. Surgió un gran interés por el estudio de los instintos, y una pléyade de investigadores se lanzó a identificarlos. Cuando llegaron a inventariar 6.200 instintos diferentes, pensaron que se habían pasado de la raya y el interés decayó.
El mundo anglosajón traduce “virtud” por “strength”, fortaleza. La educación del carácter es el fomento de las fortalezas humanas para la excelencia
Cada psicólogo ha enarbolado una idea, que defiende con aura de gurú, sin preocuparse de integrarla con las demás. Ken Robinson, el “elemento”; Daniel Goleman, la “inteligencia emocional”; Howard Gardner, las “inteligencias múltiples”; Mihály Csíkszentmihályi, el “flujo”; Martin Seligman, el “flourishing”;Angela Duckworth, la “determinación”; Marc Prensky, los “nativos digitales”; Michael Fullan, el “aprendizaje profundo”; Daniel Siegel, la “mindfullness”; Arthur Costa, los “hábitos de pensar”; Carol Dweck, la “mentalidad de crecimiento”. La gamificación –el aprendizaje mediante el juego- se impone. Aumenta la moda de las ‘flipped clasroom’. Se empieza a decir que no hace falta aprender lo que se puede buscar, y que el conocimiento no está en el sujeto sino en internet. La “pedagogía líquida” hace estragos.
Ante el concepto tosco
Es verdad que en los documentos oficiales se habla de “educación integral”, “holística”. El artículo 27 de la Constitución española afirma que la educación tiene por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana. Pero nadie se toma el trabajo de explicar lo que eso significa. ¿Se puede educar la personalidad? Acaba de aparecer el estudio ‘Valores y éxito escolar. ¿Qué nos dice PISA 2015?’, elaborado por Francisco López Rupérez e Isabel García García. Terminan recomendando la “educación del carácter”, un proyecto educativo implantado sobre todo en Estados Unidos. Los autores hacen referencia al informe ‘Business Priorities for Education’, emitido por el Comité Consultivo Empresarial ante la OCDE , que recomienda la adopción de estos programas en los currículos educativos. Se suele entender como una “educación en valores”, cuando en realidad es una “educación en virtudes”. Lo que ocurre es que en Europa, la palabra “virtud” se ha pervertido. Ha perdido su carácter originario de “hábito que favorece la excelencia” y ahora muestra un aspecto timorato y modoso poco atractivo. El mundo anglosajón, en cambio, traduce la palabra “virtud” por “strength”, fortaleza, con lo que mantiene su vigor. La educación del carácter es el fomento de las fortalezas humanas para la excelencia.
En 1985, la Comisión Nacional de la Excelencia en Educación de Estados Unidos elaboró un documento sobre la importancia de este tipo de enseñanza. Después de varios años de estudio, en 1994 las dos Cámaras del gobierno americano adoptaron una resolución conjunta financiando la Educación del Carácter. En 1998 y 1999 la Educación del Carácter fue elegida la materia más importante en los colegios de enseñanza elemental y media, y en 1999 y 2000 esa prioridad se señaló también para la Enseñanza Superior. La Declaración de Aspen sobre la Educación del Carácter (1992), promovida por el Josephson Institute of Ethics y elaborada por educadores, expertos en ética y líderes de ONG, es uno de los documentos fundacionales del actual movimiento de Educación del Carácter en EEUU.
Para mí, el modelo americano tiene dos problemas. El primero, que se han apropiado del proyecto los sectores más conservadores de EEUU, y lo han convertido en un tipo restrictivo de educación moral. El segundo, que no tienen un concepto claro de personalidad. Los programas que hemos elaborado en la Universidad de Padres ‘online’ creo que superan ambos obstáculos.
A partir de las posibilidades derivadas del carácter, cada persona elige su proyecto de vida, que constituye el despliegue de su libertad
Ante todo, hay que responder a una pregunta: ¿se puede educar la personalidad? Personalidad es un concepto psicológico inventado para designar las pautas estables de pensamiento, sentimientos y acción de una persona. La mayor parte de los psicólogos sostiene que la personalidad se mantiene casi inalterada a lo largo de la vida, lo que la hace inmune al aprendizaje. No se puede educar algo que no puede cambiar. Creo que es un concepto muy tosco de personalidad. En los programas de la UP identificamos tres niveles de personalidad:
1.- Personalidad heredada. Cada niño nace con unos condicionantes hereditarios. Hay niños nerviosos y tranquilos, vulnerables y seguros. Simplificando, denominamos a estos rasgos innatos temperamento.
2.- Personalidad aprendida. A partir del temperamento, y gracias a la plasticidad del cerebro, los niños comienzan a adquirir hábitos, que son pautas estables de comportamiento, pero aprendidas. Tradicionalmente, se hablaba de ellos como de una “segunda naturaleza”. Los antiguos griegos designaban el carácter con la palabra ‘éthos’ , de donde deriva la palabra “ética”, que era la ciencia del carácter bueno. Era, por ello, el objetivo de la educación. El carácter es la individual articulación de los hábitos.
3.-Personalidad elegida. A partir de las posibilidades o imposibilidades derivadas del carácter, cada persona elige su proyecto de vida, que constituye el despliegue –mayor o menor– de su libertad. La libertad no es una capacidad innata repartida universalmente, sino un “hábito individual aprendido”.
Es fácil ver que el terreno educativo es la formación del carácter. Allí se forja la sumisión o la libertad de una persona. La educación debe quedarse ahí. La elección del proyecto personal es personal. La redundancia es inevitable. No podemos decidir la vida de nuestros hijos, de nuestros alumnos, de los ciudadanos. Sólo podemos ayudarles a formar el carácter adecuado para que ellos elijan bien.
La educación del carácter se ocupa del fomento de los hábitos intelectuales, emocionales, ejecutivos y éticos de una persona. Creo que el modelo de la UP supera con creces los modelos foráneos. Espero que vaya introduciéndose en el sistema educativo, que está abierto a innovaciones fulgurantes, pero blindado ante cambios profundos. Soy un optimista incorregible.
El artículo 27 de la Constitución española afirma que la educación tiene por objeto el pleno desarrollo de la personalidad. Pero nadie se toma el trabajo de explicar lo que eso significa.
Los sistemas educativos están en ebullición en todo el mundo. Proliferan las propuestas, los métodos, los salvadores, las innovaciones, las reformas, los movimientos estratégicos. Tal proliferación me ha llevado a observarlos con la misma minuciosa tenacidad con que un botánico hace el censo de la naturaleza. La conclusión, que he expuesto en ‘El bosque pedagógico‘, es pesimista. A pesar de la brillantez de muchos esfuerzos, no disponemos de una pedagogía ni de una psicología que nos permita resolver los imponentes retos que plantea una acelerada “sociedad del aprendizaje”. Una de las causas de esta impotencia es la fragmentación de sus teorías. Impulsados por la necesidad de analizar, estamos elaborando una “psicología y pedagogía de la hamburguesa”.
Carecemos de una teoría clara del sujeto humano. El conocimiento se ha separado de la emoción, la emoción de la voluntad, la memoria del aprendizaje, los procesos de los contenidos, la motivación del deber. Cada escuela psicológica es estupenda en lo suyo, pero no sabe qué hacer con lo del vecino. En la poderosa American Psychological Association (APA) hay cincuenta divisiones que no se hablan entre ellas. Troceamos al sujeto en competencias, destrezas, inteligencias múltiples, actitudes, capacidades, que a su vez se dividen en subespecies y, luego, intentamos unir como podemos esa picadura. La situación me recuerda lo sucedido a principios del siglo pasado. Surgió un gran interés por el estudio de los instintos, y una pléyade de investigadores se lanzó a identificarlos. Cuando llegaron a inventariar 6.200 instintos diferentes, pensaron que se habían pasado de la raya y el interés decayó.
España / 29 de octubre de 2017 / Autor: José Antonio Marina / Fuente: El Independiente
El filósofo y pedagogo José Antonio Marina cree que el miedo a tomar decisiones educativas y el pasotismo por la desconfianza en el sistema son los mayores errores de las familias.
Si el 65% de los empleos que tendrán los niños de hoy aún no existen, ¿cómo educamos a los niños para un mundo desconocido?” El reconocido filósofo y pedagogo José Antonio Marina empatiza con unos padres de hoy a los que ve “perdidos” y “angustiados” ante la educación de sus hijos.
“No saben si se pasan o no llegan, no quieren ser ni autoritarios ni permisivos… los padres de hoy tienen miedo a educar”, reflexiona el filósofo, que lleva 10 años tratando de ayudar a las familias con su proyecto La Universidad de Padres. Con él, Marina se ha dado cuenta de que los dos grandes errores de los padres de hoy en día son ese miedo a educar y “una desconfianza en el sistema que les genera pasotismo”. “Como el sistema no funciona, para qué voy a hacer nada, se dicen los padres. Pero hay que recuperar lo que es bueno para nuestros hijos y para la sociedad, aunque requiera un esfuerzo”, reivindica el pedagogo.
Esta universidad, que como reconoce Marina seguramente no hubiera tenido sentido hace 30 años, fue tomando forma en la cabeza del filósofo mientras veía cómo los padres estaban cada vez más desconcertados ante la educación. “El mundo se ha vuelto más complejo, los niños tienen disponibles más fuentes de información y sus padres, menos tiempo. Esto coincide con que las estructuras familiares están más resentidas y hay una abrumadora presencia de las nuevas tecnologías”.
Un cóctel molotov que el filósofo ataca con lo que llama la “educación del talento”. “La inteligencia no va de tenerla, sino de saber usarla. Hay situaciones en las que el niño no sabe dirigir su inteligencia, por miedo, por timidez, por falta de voluntad… y hay que enseñarle a dirigirla”, explica Marina. Esa dirección se basa en la capacidad del niño de elegir bien sus metas, de manejar la información oportuna, de gestionar sus emociones y de tener “virtudes ejecutivas”, como la de afrontar la frustración, saber hacer planes o disfrutar de lo bueno.
En cada edad, el niño tiene que conseguir afianzar una serie de herramientas o capacidades que, si no se adquieren, luego resultan mucho más difíciles de conseguir. “Muchos padres no saben lo importante que es fomentar la confianza en uno mismo cuando los niños son muy pequeños”, dice el filósofo, “o la importancia de que antes de pasar a secundaria, controlemos tres cosas del niño: que tenga comprensión lectora, que tenga buenas relaciones sociales y que no sea agresivo. Cualquiera de estos problemas, si no se aborda antes, se puede enquistar y volverse más grave”.
Así, por las diferentes etapas que suponen los años del niño del nacimiento a los 16, se estructura el programa formativo anual que ofrece a los padres información clasificada en tres bloques: qué le pasa a los niños en esa edad, qué hábitos hay que fomentar en esa edad y cómo afrontar los problemas que surgen de forma habitual en ese período.
“Creamos todo un campus virtual donde los padres pueden hablar y comentar cosas que les preocupan entre ellos, como cuánto darles de paga o hasta qué hora dejarles salir… y foros donde les recomendamos películas y organizamos talleres de temas que les interesen. Uno de los que más éxito tienen es el de parejas, porque no todos los problemas a la hora de educar los generan los niños”, añade Marina.
Los niños sólo necesitan tres cosas
Sólo tres cosas necesitan los niños, según José Antonio Marina, para crecer felices y sanos en todos los sentidos.
Ternura y cariño, que se sientan queridos. No solo de niños sino también de adolescentes, aunque lo rechacen, lo quieren.
Límites. Los pequeños necesitan tener acotados unos límites. Si no los conocen, cuando se ven solos se encontrarán perdidos.
Comunicación. Es algo que lleva tiempo, que exige dedicación, que implica prestarle atención aunque sepamos que lo va a decir es una tontería.
Sí a los deberes en primaria
Dentro de este método, el pedagogo es partidario de los deberes como parte de las responsabilidades “que a partir de los cuatro o cinco años los niños están preparados para asumir”. “Antes la educación era muy autoritaria y eso tiene cosas muy malas, pero teníamos sentido del deber. Ahora para hacer cualquier cosa el niño tiene que estar motivado y eso no siempre puede ser así”, añade.
Una de las claves educativas es que las bases se establezcan pronto. “Si unos padres no han fomentado la comunicación con su hijo desde pequeño, recuperarlo cuando sea adolescente será prácticamente imposible. Ahí la única solución prácticamente será acudir a un psicólogo”, afirma.
Por eso, Marina advierte a los padres de hoy que tratan de compensar su falta de tiempo con una sobreprotección de que tienen que enseñar a sus hijos desde pequeños a tomar decisiones. “Si un niño crece sin ser capaz de tomar sus propias decisiones las tomará el grupo y si el grupo es malo, entonces tienen un problema muy serio. Prácticamente la única razón por la que recomendamos a unos padres que cambien a su hijo de centro educativo es si se ha integrado en un mal grupo”, asegura Marina.
La educación no es un fin, sino un punto de partida
El filósofo, que no elude hablar sobre la situación en Cataluña, reconoce que en la tarea de la educación todas las naciones y todas las religiones “siempre han querido adoctrinar”. “El sistema educativo padece una especie de adolescencia romántica, toma como importantes las cosas que no lo son y cree que es un fin, cuando es solo el punto de partida”, cree Marina, que lamenta que “se intente mantener un sistema educativo del siglo XIX, en el que todos piensan lo mismo”.
Al filósofo le preocupa que se generen sesgos ideológicos, porque “la ideología es a la escuela lo que la mixomatosis al conejo, una plaga que puede terminar con ella”. Por eso, el filósofo anima al diálogo y a que se tomen los problemas uno a uno, con calma, “porque las cosas no se pueden resolver en un cuarto de hora”, y no cronificar el problema.
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