La sociedad psicológica (a propósito de la salud mental)

«Puede creerse en la posibilidad de una nueva regulación de las relaciones humanas, que cegará las fuentes del descontento ante la cultura. (…) Esto sería la edad de oro, pero es muy dudoso que pueda llegarse a ello.» (Sigmund Freud: El porvenir de una ilusión).

De un tiempo a esta parte contamos con un nuevo tema recurrente en la agenda mediática. Ocurrió hace años con la violencia ejercida contra las mujeres en el contexto de las relaciones afectivo-sexuales. De manera semejante a esta espantosa lacra la salud mental era un problema sólo reconocible en el ámbito de lo privado, pero no estaba en el tablón social en el que ya se le otorga un reconocimiento que conlleva el planteamiento de la necesidad de un tratamiento colectivo, mereciendo por ende formar parte de la tarea política.

Creo que no cabe discusión en identificar la maldita pandemia de la COVID-19 como un punto de inflexión en la consideración pública de la salud mental. Fue notable el incremento de las referencias en el sinnúmero y diversidad de informaciones que aludían al aspecto psicológico de lo que, en principio, era un mal puramente somático causado por un microorganismo, el dichoso coronavirus. Pero aquí se hacía evidente lo ilusorio de ese dualismo psicofísico heredado de la filosofía antigua y acentuado por las grandes religiones monoteístas consistente en la creencia de que somos personas porque no somos un ente puramente físico, sino que contamos en nosotros con lo que realmente constituye nuestra esencia humana, a saber, un alma o mente de naturaleza incorpórea. La neurociencia más reciente nos demuestra lo contrario: los males del cuerpo también lo son del alma –de la psique– y viceversa. Hoy sabemos, por ejemplo, que existe una importantísima conexión entre nuestro heroico sistema inmunitario, nuestro prosaico intestino y nuestro aristocrático cerebro, eje orgánico que es determinante en nuestro estado de ánimo diario. Hay quien ya ha bautizado al intestino como nuestro «segundo cerebro» (no se tome al pie de la letra, claro). El célebre neurocientífico premio Príncipe de Asturias Antonio Damasio certificó la obsolescencia científica y filosófica del dualismo psicofísico en su apasionante libro titulado El error de Descartes cuya publicación data de 1994.

En cualquier caso –y esto ya fue reconocido por la Organización Mundial de la Salud hace años– no se reduce la noción de salud a la salud estrictamente fisiológica; para ser cabal no puede faltarle su ingrediente psíquico. Es lo que vino a expresar públicamente en sede parlamentaria el diputado Íñigo Errejón, no sin arrancar alguna que otra chufla de alguna de sus señorías miembro de la bancada menos progresista. Hay quien diría que la voz que entonces elevó el diputado Errejón era la de aquel que clama en el desierto. Pero el caso es que meses después la atleta norteamericana Simone Biles, una figura señera del deporte mundial, renunció a su participación en ciertas competiciones de la Olimpiada de Tokio por mor de su bienestar anímico (de «ánima», que como «psique» también quiere decir alma). Y nada como las noticias del mundo del deporte para otorgar un potente escaparate publicitario a los temas que se vean insertos en ellas.

Luego hubo referencias con cierto eco en diversos medios sobre el asunto de la salud mental conectado con los más jóvenes y el preocupante número de suicidios que se registra entre los de su colectivo. Y lo más reciente: el triste desenlace de una depresión arrastrada a lo largo de años por una persona muy popular, la actriz Verónica Forqué. En el caso de este último episodio de repercusión social aparece mezclada la variable de las redes sociales y su efecto sobre el estado emocional de quienes se hallan expuestos a sus tóxicos efluvios. También sobre esto trascendió algo en los medios con ocasión de las revelaciones de una antigua ingeniera de Facebook que denunció cómo esta empresa desprecia los informes internos que le alertan del efecto pernicioso que el uso de las redes tiene sobre la psique de sus usuarios de menor edad.

En el contexto de los institutos hoy ya es norma la preocupación del profesorado por la salud mental de los adolescentes que en ellos estudian. Es obligatorio saber de sus problemas familiares y personales; los profesores no siguen a su alumnado sólo en el plano académico, también lo hacen en lo que importa a su salud. Por eso no puedo evitar que me provoque cierta perplejidad observar que curso tras curso el número de estudiantes con problemas de salud mental a los que imparto clases vaya en aumento. Porque ocurre justo cuando más los cuidamos, hasta el punto de que incluso se denuncia un excesivo proteccionismo de los hijos por parte de sus padres. A esto ya hay quien lo llama hiperpaternidad.

¿Es todo lo expuesto prueba de que nos hallamos ya plenamente inmersos en lo que Thomas H. Leahey llama en su manual clásico de Historia de la Psicología «la sociedad psicológica»? En ella el punto de vista psicológico se ha convertido en una forma normal de mirar los comportamientos, y es tenido en cuenta a la hora de juzgarlos, debido en parte seguramente a la evolución de la moralidad –hacia una menor rigidez y el reconocimiento de una variedad de opciones todas válidas– acompañada de la secularización progresiva de las sociedades así llamadas avanzadas. Todo consecuencia de la revolución humanista que arranca de finales del siglo XVII, cuando da sus frutos el librepensamiento de quienes se atreven a cuestionar el origen trascendental de lo que dota de sentido a la existencia humana. Desde entonces se ha impuesto la certeza de que somos nosotros los únicos que otorgamos valor a lo que hacemos, que es el individuo el único capaz de dotar de significado a su vida. Una liberación ética sin duda, pero también una carga anímica. Creo que esa senda histórica inaugurada por la modernidad desemboca actualmente en el encumbramiento de la emotividad como criterio de validación del juicio sobre la realidad en la que cada cual se encuentra. En su libro Homo Deus el autor israelí Yuval Noah Harari lo resume atinadamente diciendo que «mientras que los sacerdotes medievales tenían línea directa con Dios y podían distinguir entre el bien y el mal, los psicólogos modernos solo nos ayudan a ponernos en contacto con nuestros sentimientos íntimos».

Como muestra representativa de ese cambio relativamente reciente –pues Leahey lo sitúa después de la Segunda Guerra Mundial cuando la psicología norteamericana se ve de alguna manera forzada a responder a la demanda de atención clínica– tenemos lo que supuso en su día el cambio en la forma de considerar la homosexualidad. En efecto, a partir del 16 de septiembre de 1973, día en que la Asociación Estadounidense de Psiquiatría reconoció oficialmente que la homosexualidad no es una enfermedad mental, la historia de la lucha del colectivo gay por sus derechos logró un importante aval. Los prejuicios morales y religiosos quedaron a partir de ese momento progresivamente expuestos frente a las críticas desde las posiciones que reivindicaban el bienestar emocional de esas minorías culturalmente malditas.

La revolucionaria decisión médica quedó plasmada en la siguiente edición del DSM. El DSM es el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (MDE, en el original en inglés Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders o DSM), editado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. A lo largo del tiempo desde su existencia ha tenido sucesivas versiones resultado de las revisiones a las que se ha sometido el catálogo de las psicopatologías por parte de quienes trabajan en el ámbito clínico. Es el documento de referencia de psiquiatras y psicólogos clínicos mediante el que se juzga en gran medida qué es y qué no es enfermedad mental. La versión actualmente vigente es la quinta, conocida como DSM-5. La primera edición data de 1952.

Allen Frances fue el presidente del grupo de trabajo del DSM-IV (año de publicación: 1994) y parte del equipo directivo del DSM-III (1980). Tal como expone en su libro elocuentemente titulado en castellano ¿Somos todos enfermos mentales? existe lo que él denomina una «inflación diagnóstica» en psiquiatría. Su libro de hecho tiene la intención explícita de ser un manual contra los abusos de esta especialidad médica. Su título original en inglés es Saving normal. Se trata, pues, de no perder de vista la noción de normalidad como componente esencial de lo que entendemos por salud; es decir, de no elevar la salud a un estado ideal que casi nadie y rara vez podrá disfrutar plenamente, menos aún en su dimensión psíquica. Viene a defender Allen que lo normal es que todos presentemos desde el punto de vista psicológico algún que otro desajuste.

¿Puede ser que ese canon de salud mental difícilmente alcanzable en su plenitud sea uno de los factores culturales que hoy nos hagan sentir mal, precisamente por ser conscientes de que no lo cumplimos? ¿Y al sentirnos mal creemos que estamos mal? ¿Puede ser este un pernicioso efecto imprevisto de la vida en la sociedad psicológica? Porque en el caso de la salud mental, dada la inconmensurable complejidad de la psique humana, puede ser difícil discernir las causas puramente psicológicas de las sociales o antropológicas que la dañan, esto es, las causas relacionadas con la civilización y sus sinsabores.

No hay que despreciar el contexto histórico y cultural en el que la enfermedad mental se reconoce. Pensemos sin ir más lejos en la categoría de histeria, un verdadero cajón de sastre en el que se incluían el más dispar repertorio de síntomas tan común en la época en la que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, inicia su carrera médica y alumbra sus primeras propuestas teóricas para la comprensión y terapia de los trastornos psíquicos. Su primer libro, escrito en colaboración con el médico vienés Joseph Breuer en 1895, lleva por título precisamente Estudios sobre la histeria. En él se viene a reconocer la especificidad de la terapia psicológica y se halla el germen de la más específica del psicoanálisis. Esto demuestra que el ámbito de la salud mental no ha mucho que ha ingresado en el dominio de la clínica científica.

Es una constante de la historia de la psicología y la psiquiatría la contaminación de los prejuicios culturales, particularmente los de orden moral e incluso religioso, en la percepción de la salud mental como demuestra el caso anteriormente referido de la homosexualidad. Esto es manifiesto en las críticas que siempre han rodeado a la confección de las diversas versiones del referido DSM ya apuntadas anteriormente. En su vocación por universalizar las entidades nosológicas (es decir, las distinciones entre enfermedades) el mundo clínico de la salud mental ha progresado en el discurso biologicista sustitutivo del existencial o fenomenológico, esto es, del construido a partir de lo experimentado por el paciente, de lo que siente. Ahora bien, las diferencias interculturales subsisten. Por otro lado, cabe la posibilidad de que los no expertos perciban que las explicaciones biológicas de las enfermedades mentales les absuelven a ellos, a los familiares próximos y a la sociedad en general de cualquier responsabilidad. Otra vez la sombra de la moral se proyecta sobre la psicopatología.

Es un error aislar la salud mental del contexto sociocultural en el que la vida de las personas se desenvuelve. De igual manera que la institución educativa no puede solucionar lo que son vicios estructurales de unos sistemas de convivencia e ideológicos en los que aquélla se halla inmersa el tratamiento de los problemas mentales por medio de los recursos clínicos no puede resolver lo que hunde sus raíces en unos modos de vida intrínsecamente malsanos. No es descabellado plantearse si el incremento de los problemas de salud mental no será otra cosa que el coste que hemos de pagar por ser consecuentes con la fe que profesamos a la libertad individual y al progreso.

Fuente: https://rebelion.org/la-sociedad-psicologica-a-proposito-de-la-salud-mental/

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La educación pública en la pandemia o el valor de lo esencial

«Yo no he visto institución tan funcional en la vida como la de la escuela. En antropología se define «Función» como la contribución que hace una institución para el mantenimiento de toda la estructura social. La escuela, esa contribución la hace a la perfección.» (Juan Izuzquiza: Borregos que ladran)

Llega a su fin un extraordinario curso académico, es decir, un curso ajeno a lo ordinario o fuera de lo normal. Sin duda esa fue una de las primeras señales en marzo del año pasado de que algo verdaderamente grave estaba pasando. Cuando por aquel entonces se hizo incontestable que nos estábamos enfrentando a una pandemia ante la evidencia de la incontrolada propagación del SARS-CoV-2, uno de los acontecimientos de entre los muchos que se fueron precipitando y que nos hicieron afrontar ineludiblemente la cruda realidad fue el cierre de los centros educativos. Su funcionamiento es uno de esos elementos de nuestra cotidianeidad que son esenciales para otorgarnos esa sensación de normalidad que se nos olvida de tan naturalmente instalados que nos encontramos en ella, pero que es imprescindible para poder disfrutar de una existencia civilizada, es decir, una existencia en la que se dan las condiciones necesarias para que cada cual pueda plantearse la realización de un proyecto de vida propio con cierto nivel mínimo de confianza o, lo que es lo mismo, conviviendo con un grado de incertidumbre psíquicamente tolerable (no ansiogénico).

Un detalle que sintetiza lo dicho es que a la vuelta de las vacaciones de verano cada año, cuando en los medios de comunicación se habla de «la vuelta al cole» se la presenta como el reinicio irreversible de «la normalidad», o sea, del fin de esa etapa veraniega en la que parece que tácitamente hemos consensuado darnos una tregua, suspender –al menos aparentemente– el frenético flujo de actividades con las que tenemos ocupado nuestro tiempo diario según dicta esta omnímoda cultura del rendimiento.

Ciertamente era importante volver a la escuela en este curso que apura sus últimos días en el momento que escribo estas líneas. Se dijo el año pasado antes de su inicio que era fundamental, porque no era lo mismo la enseñanza telemática que la presencial. Que impedía que la institución cumpliera con una de sus funciones esenciales en nuestro Estado, el cual no sólo se define constitucionalmente como democrático y de derecho, sino también como social, lo que quiere decir que ha de procurar el cuidado de las condiciones mínimas que permitan el bienestar de sus ciudadanos. Entre esos mínimos se encuentra sin discusión la procura de una educación para todos ellos sin excepción.

No hay derechos sin obligaciones. Si se reconoce el derecho a la educación se está asumiendo una obligación por parte del Gobierno de garantizarla. Como se había constatado que la enseñanza por medios digitales y a distancia durante el confinamiento no cumplía satisfactoriamente con dicha obligación (la así llamada brecha digital acentuaba las injustas desigualdades sociales) era imperativo que los alumnos volvieran a los centros educativos. Lo que –no lo olvidemos– en plena pandemia suponía asumir un importante riesgo.

El verano pasado fue de mucha preocupación para el colectivo de los docentes. Los trabajadores de la sanidad eran los que entonces ya llevaban un largo tiempo en primera línea en la lucha contra la propagación de la COVID-19. Y estaban pagando un alto precio por ello. Todos lo reconocíamos, aunque sin duda no suficientemente. A partir del inicio del curso, tras ese verano, éramos los maestros y profesores los que con un riesgo significativo nos incorporábamos al colectivo de «los esenciales». La vuelta de los jóvenes a las aulas suponía la convivencia durante jornadas de unas seis horas al día de grupos de personas de número considerable en espacios cerrados. Con niños y adolescentes, por muy enmascarados que acudiesen al aula, no cabía seguridad de que su comportamiento se fuese a ajustar responsablemente a las exigencias de prevención que imponía la situación de pandemia.

Mientras que los funcionarios de casi todas las administraciones teletrabajaban y/o se bunkerizaban  en sus despachos y oficinas con el fin de protegerse de los posibles contagios, incluso colocando a la puerta de los distintos edificios administrativos guardias jurado que impedían la entrada a todo usuario que no hubiese logrado con mucho trabajo una cita, nosotros, los integrantes del personal docente, teníamos que hacer lo de siempre: encerrarnos en nuestras aulas hora tras hora con clases, en muchos casos, de en torno a treinta alumnos.

Es verdad que se nos dieron unas instrucciones; aquí, en Andalucía, muy poco tiempo antes del comienzo de la actividad lectiva. De los equipos directivos que se encontraban al frente de los centros tuvieron que salir improvisados técnicos de prevención de riesgos para implementar las medidas que debían servir para disminuir la aparición de brotes de contagio. Eso supuso un trabajo monumental con el que se dejó totalmente solo al personal docente a cargo. De él saldría un responsable coordinador Covid, que ha sobrellevado una responsabilidad abrumadora pues ha estado al frente de la supervisión del dispositivo de prevención y control de contagios. Se nos endosó a los claustros de profesores la difícil decisión de cómo organizar la enseñanza para lograr que, sin renunciar a la presencia mayoritaria de los alumnos, no se pusiera en riesgo su salud y la de sus familiares. Nosotros, los docentes, teníamos que afrontar a diario una situación objetivamente de peligro, y solo iba a depender de nosotros, de nuestra precaución y suerte que no nos contagiásemos.

El curso dio comienzo –como es bien sabido– en septiembre: con mascarillas, con ventanas abiertas de par en par, con más limpieza. Dar una clase con mascarilla no es fácil cuando tratas de explicar contenidos académicos a nutridos grupos de chavales cuya atención has de captar, sobre todo cuando hace calor y notas que el sudor resbala por tu boca tras la dichosa tela. Entrar en un aula gélida las mañanas de invierno porque no se pueden cerrar puertas y ventanas para así evitar el efecto mórbido de los aerosoles exige mucho sentido del deber. Llevar adelante la enseñanza presencial cuando tienes que mantener la virtual duplica el trabajo, amén de convertirse en una tarea plagada de obstáculos cuando cuentas con una infraestructura informática obsoleta que no para de dar problemas y que requiere de un mantenimiento del que se encarga un profesor o profesora que, además, tiene que dedicarse a sus clases. Al mismo tiempo hemos sido vigilantes sanitarios de vanguardia tratando de detectar síntomas de contagio, en perpetuo contacto con los enlaces del servicio de salud, corrigiendo continuamente a los jóvenes que podían incurrir en un comportamiento que facilitara la transmisión del virus. En fin, ha sido duro, pero lo hemos hecho funcionar.

Hemos hecho funcionar la escuela, y al hacerla funcionar volvió la normalidad, esa normalidad tan necesaria para que esa esfera de nuestra existencia que parece haberse convertido en la dominante sobre todas la demás, a saber, la economía, echara a andar camino a la senda de recuperación que demanda el actual modelo capitalista en vigencia, y que exige el continuo crecimiento, porque la alternativa implica la ruina para muchos.

Creo que pocas inversiones tienen un efecto multiplicador tan alto en beneficios sociales como la educación. La inversión en educación –que no gasto– es el mejor factor favorecedor de la paz social. En las sociedades multiculturales como la nuestra es más preciso que nunca un espacio en el que se encuentren los integrantes de las nuevas generaciones donde se practique la convivencia de las diferencias culturales y de identidad procurando la corrección de las actitudes que puedan dar lugar a conflicto. La escuela es ese espacio, el único diría yo, en el que los jóvenes aprendices de ciudadanos no tienen más remedio que compartir su tiempo cada día con otros con los que sería difícil que pudiesen coincidir en otros lugares. Este ha sido un cambio notable del que yo he sido testigo en las últimas décadas: el paso de una sociedad como la española, relativamente homogénea desde el punto de vista de la identidad cultural, a una sociedad multicultural (la población extranjera pasó del 2% en 1990, por ejemplo, a casi un 13% en 2019) que puede correr el peligro en la actualidad de acabar fragmentándose y polarizándose más y más por el efecto de la tecnología digital que potencia las burbujas de filtro y las cámaras de eco, lo que facilita al mismo tiempo que prospere la ideología del rechazo al distinto.

Las aulas son hoy por hoy un lugar fundamental en el que aprender la práctica de la convivencia democrática. Todos los centros educativos de la red pública conforman una república del acogimiento cívico, formalmente exenta de factores que incidan en el agravamiento de las diferencias sociales, económicas, étnicas, culturales (la religión incluida), y de los que no hay garantías que estén libres los colegios propiedad de instituciones privadas como la Iglesia Católica o empresas que hacen de un derecho constitucional básico su negocio.

La escuela pública es el albergue social que a todos acoge dedicado a dar forma al complejo proceso de humanización, porque no hay humanidad en el individuo sin su integración social. A nuestros hijos les da la oportunidad de vivir la experiencia social extramuros de sus familias, porque cada particular familia no es la sociedad. Los expone en una primera ágora, imprescindible sobre todo en comunidades multiculturales como las nuestras. En sus aulas tienen que relacionarse con sus pares diversos con los que tendrán la oportunidad de comunicarse, intercambiarse ideas y creencias, contrastarlas y discutirlas. En este sentido nunca se subrayará suficientemente la importancia del componente laicista en una escuela pública verdaderamente democrática, que garantice el efectivo cumplimiento del derecho de libertad de conciencia.

En el muro exterior de un instituto en el que di clase durante bastantes años se podía leer una pintada que perduró curso tras curso. Rezaba así: «sistema de enseñanza, enseñanza del sistema». Es la condición paradójica de la educación institucionalizada de las sociedades democráticas. Por un lado es una pieza primordial sin la cual sería imposible el mantenimiento del sistema, pues transmite valores y conocimientos asentados como válidos de una generación a la siguiente; por otro lado, se supone que tiene que dotar a las ciudadanas y ciudadanos en formación de ese componente imprescindible para mantener la salud de tales sociedades y que no es otro que el libre pensamiento, la capacidad de contemplar con ojos críticos lo dado, lo recibido en herencia de las sucesivas generaciones a través de la tradición cultural; y aprender a procesar de manera razonable el conflicto, ineludible en  sociedades como la nuestra donde se asume la diversidad y la discrepancia ideológica como hechos naturales.

¿Sería practicable nuestro estilo de vida sin los colegios e institutos? En una sociedad del rendimiento que sacraliza el trabajo, para el que parece que es éticamente justificable que no se conciba límite en cuanto al tiempo que se le dedica, la institución educativa contribuye a eso que se llama la conciliación entre la vida familiar y la laboral, que a mi modo de ver, en un modelo de sociedad como el nuestro actual, tiene más de disputa que de conciliación. Podría decirse que criar hijos en estos tiempos tiene mucho de heroicidad. No es de extrañar, pues, que los índices de natalidad en nuestro país, y en Europa en general, estén por los suelos.

No es capítulo menor en el asunto del modelo educativo la cuestión sobre el grado de autoridad y confianza que le otorgamos al maestro. Creo que pocos servidores públicos están tan sujetos a una continua inspección como lo está el docente. Sospechoso de adoctrinar para unos, de indolencia profesional para otros, obligado a dar cuenta permanentemente de las decisiones que toma ante sus alumnos, los padres de estos y la propia administración educativa, el salario emocional que se recibe en el desempeño de este oficio (del económico, mejor no hablar) es ciertamente escaso. No es de extrañar, pues, que entre los trabajos con mayores niveles del síndrome llamado burn out (o desgaste emocional por el desempeño de la profesión) se encuentre el docente.

Con el paso del tiempo y la evolución de la sociedad –sobre todo en lo referente a la situación de la mujer y la complejidad de los modelos de familia– el papel del maestro de educación primaria y del profesor de secundaria se ha ido cargando de responsabilidades que van más allá de su tarea de enseñanza de unos determinados conocimientos académicos. A menudo conducen a que el docente se vea implicado en aspectos emocionales y familiares muy delicados que afectan al alumnado. Es indiscutible que lo puramente académico ha ido perdiendo peso comparado con todo lo que tiene que ver con el bienestar físico y afectivo de los jóvenes. Ahora bien –quede esto claro–, no puede la institución educativa pública asumir como misión la corrección del creciente repertorio de taras sociales de origen extraescolar, máxime cuando colegios e institutos son territorios asediados por las presiones ideológicas de toda laya. Tanto poder no tienen. Lo tienen mucho más el inabarcable universo de las pantallas.

Es verdad que el sistema educativo es demasiado rígido y está sujeto a servidumbres políticas y sociales que le impiden desarrollar todo el potencial que podría si se confiase más en el trabajo docente. Tendría que aligerarse de burocracia y admitir un mayor margen de creatividad, al menos durante las etapas educativas en las que no entra en juego el factor de la competitividad, el cual exige el sometimiento a la evaluación de estándares cuantificables mediante los cuales clasificar a los jóvenes según las carreras académicas y profesionales que podrían cursar. Seguramente este aspecto escapa a las posibilidades de decisión de lo que quiere ser la escuela, pues tiene que ver más con lo que quiere ser la sociedad en la que la institución educativa se halla inserta. Es en ésta donde cabe detectar los talentos de los jóvenes, por lo que debe contar con las condiciones necesarias para que los profesores puedan hacerlo, que estos sepan reconocerlos y que tengan a su disposición los medios necesarios para cultivarlos y sacarles partido. Es esencial para un país que quiera estar vivo y con posibilidades de prosperar.

Fuente: https://rebelion.org/la-educacion-publica-en-la-pandemia-o-el-valor-de-lo-esencial-2/
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La comunidad civilizada (o de creencias, ofensas y razón)

Por:  José María Agüera Lorente

«Creo que el edificio de la civilización está siempre en peligro de derrumbarse y que hace falta una continua vigilancia para sostenerlo».
(Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido)

 

Somos muy afortunados todos los que vivimos en una sociedad en la que es posible abrir espacios y dedicar momentos al diálogo. En un tiempo en el que ya se ve que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) no garantizan por sí solas la calidad de los debates, observamos que hay síntomas preocupantes en el uso de las mismas que nos advierten de su poder para generar burbujas, las burbujas de filtros (filter bubble) denunciadas por Eli Pariser, donde creencias de toda laya se retroalimentan al margen del conocimiento. La manipulación de la realidad con fines políticos de siempre ha experimentado esa mutación 2.0 que ha dado en llamarse posverdad o fake news o «hechos alternativos», de efectividad desgraciadamente ya constatada en eventos de cierta trascendencia como las últimas elecciones presidenciales de los EEUU de Norteamérica o el referéndum del Brexit. En este contexto uno aprecia mucho más por contraste el valor de esos debates presenciales en los que personas que no se cruzarían en el ciberespacio o en su discurrir cotidiano tienen la oportunidad de aplicar el siempre sano escepticismo a sus propias ideas merced al estimulante ejercicio de la dialéctica.

Todos solemos andar con los que piensan como uno y leer a los que piensan como uno y escuchar las noticias que confirman las creencias de uno. Es el conocido en psicología como sesgo de confirmación, uno de esos mecanismos inconscientes de nuestra mente que nos lleva a prestar atención únicamente a aquella información favorable a nuestras creencias despreciando toda la que va en su contra. Porque es un hecho asumido por la psicología cognitiva que el individuo sustenta determinadas actitudes y creencias (incluyamos aquí valores) para satisfacer su necesidad de identidad personal y apoyo social. Por eso el librepensamiento siempre tiene un coste psicológico que no todo el mundo está dispuesto a asumir y, por ende, es una actividad más bien rara. Si encima creamos un ambiente hostil al mismo con instituciones que no lo favorecen y modos de vivir tóxicos para su práctica eso que los laicistas llaman libertad de conciencia se convierte en la práctica en un imposible. Elimínesela y se tendrá la prisión perfecta, el definitivo panóptico, esa cárcel para la mente soñada por la distopía de Matrix, sofisticada versión de la caverna platónica.

De modo que –insistamos– somos afortunados los que podemos asistir a espacios en los que se trata de lo contrario, es decir, de crear el ambiente psicológico propicio para el debate de ideas alentado por la vocación de conocer. Esto es civilización. Lo escribió el gran filósofo Bertrand Russell en un momento en el que el mundo estaba aún conmocionado por las dos grandes guerras del siglo XX y se gestaba el paradigma político mundial definido por el poder nuclear. En su delicioso ensayo titulado Las funciones de un maestro respondía así a la pregunta de qué es lo que constituye una comunidad civilizada: «La civilización, en su sentido más importante, es una cosa de la mente, no de los agregados materiales al aspecto físico de la vida. Es una cuestión en parte de conocimiento, en parte emocional». Entiendo que ambas partes son un trabajo comunitario o no lo son. Y son un trabajo porque no se pueden cultivar sus mejores frutos desde un solipsismo irresponsable. Este valdría si no tenemos que convivir; y valdría igualmente a escala colectiva si nos mantuviésemos en aquel mundo tribal de antaño en el que las comunidades humanas eran como universos culturales cuasi aislados y autosuficientes. Ese mundo desapareció al menos hace décadas. Ahora (con)vivimos en sociedades multiculturales: no hay una única moral, no hay una única religión, no hay un único sistema de valores y creencias que rija el pensamiento de las mentes de las mujeres y hombres que las integran. Y, sin embargo, tenemos que convivir (pacíficamente); es lo que a todos nos conviene.

Pensamos a partir de una cultura. Actuamos a partir de creencias y actitudes consolidadas mucho antes de nuestra llegada al mundo que nos toca vivir por la lotería del nacimiento. Y tenemos que empezar a vivir a partir de ellas y en ellas sin haber establecido su fiabilidad, pero en la práctica dando por hecho su verdad. El filósofo que inaugura la modernidad, René Descartes, es reconocido como tal, entre otras cosas, porque se da cuenta de ello: que todas nuestras creencias, en un principio, son prestadas, están tomadas del ecosistema cultural en el que hemos venido a nacer y son asumidas «sin haber sido asimiladas en virtud de la razón»; eso dice en su Discurso del método de 1637, año en el que Europa se halla inmersa en esa atroz guerra de religión que fue la Guerra de los Treinta Años a la que no se le pondría fin hasta que no transcurriesen once años más. La prueba dolorosamente carnal de que política y religión no mezclan bien. Una de esas lecciones de la historia que parece no acabamos de aprender.

Ante la imparable globalización y la realidad multicultural, sobre todo de los países reconocidos como los más desarrollados, el pensamiento posmoderno ofreció la actitud de un resignado relativismo que, siendo flaqueza moral, se presentó como virtud. Porque tal actitud no vale para una convivencia universal que requiere marcos comunes de entendimiento. Estos, por cierto, tienen que ser apreciados en la práctica de la convivencia de las gentes que viven en sistemas de creencias distintos e incluso contrapuestos. Los marcos comunes de entendimiento han de ser apreciados vitalmente a través de las experiencias cotidianas por su utilidad en el cuidado de un estado de cosas que haga posible para toda la ciudadanía alcanzar sus fines personales, los que para cada cual definan una vida buena.

El jueves pasado, 4 de abril, tuve la ocasión de asistir a una más de las interesantes conferencias que conforman el ciclo organizado por Granada Laica y el Seminario Galileo Galilei de la Universidad de Granada (UGR) bajo el título general este curso de Modernidad, ilustración y laicismo. He aquí un ejemplo de lo que decía; una concreción material de ese marco común de entendimiento que necesitan nuestras sociedades diversas y multiculturales; un espacio de diálogo y un tiempo para reflexionar tomando como objeto la esfera de nuestras creencias la cual constituye –como ya se ha dicho– un elemento imprescindible si se quiere comprender el devenir de nuestra especie, su momento presente así como sus opciones de futuro. En esa esfera están nuestros valores, tradiciones y relatos que dotan de sentido lo que hacemos, que lo justifican y explican en gran medida. Sabemos de sobra por la historia que homo sapiens es capaz de lo mejor y de lo peor; que cualquiera de sus epecímenes, dadas unas circunstancias, dará lo mejor de sí y, dadas otras, será capaz de lo peor, por inconcebiblemente inhumano que nos pueda parecer (como el espeluznante genocidio de Ruanda del que en estas fechas se cumplen veinticinco años).

«Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» fue la frase que nos legó José Ortega y Gasset, réplica al «pienso, luego soy» cartesiano que hacía del sujeto un ente abstracto definido por su mera conciencia. En efecto, importan las circunstancias a la hora de definir quiénes somos y de promover una forma de comportamiento, dada una determinada situación. Ese conjunto de circunstancias puede componer un ambiente psicológico favorable al diálogo como puede contribuir al desencadenamiento de conductas lesivas para la buena convivencia si se constituye en caldo de cultivo de actitudes intolerantes y fanáticas. El conflicto social es un hecho ineludible que ocurre tarde o temprano incluso en las comunidades mejor avenidas. Lo decisivo a la hora de afrontarlo convenientemente es qué clase de actitudes han sido reforzadas en la experiencia cotidiana de los ciudadanos.

Pues bien, tareas como las que lleva a cabo Granada Laica y el Seminario Galileo Galilei convierten en algo vivo –objeto de experiencia al alcance de cualquier ciudadano– el ejercicio de un diálogo que busca el conocimiento a pesar de las creencias en las que todos estamos, contribuyendo así a que las circunstancias sean favorables para el cultivo de la libertad de conciencia, que es un derecho de todos y cada uno si queremos cumplir con el ideal de humanidad.

La última de las conferencias, que tuvo lugar en la susodicha fecha, trató sobre la modernidad en el mundo árabe. Como todas las anteriores, de indiscutible interés, y para el que escribe una magnífica oportunidad de saber algo sobre una cultura que nos es muy desconocida en general, la árabe, a pesar de su indiscutible importancia histórica incluso en la conformación de la propia civilización europea. Muchos y desgraciadamente poderosos son los prejuicios y pobre el conocimiento al respecto (como respecto de otros tantos temas tan importantes o más, desgraciadamente). De la mano de María Isabel Lázaro Durán, profesora de Estudios árabes e islámicos de la UGR, supimos que entre finales del siglo XIX y primera mitad del XX hubo un intento de modernización de una importante cuota de territorios del entorno árabe, emulando en ello el proceso histórico europeo, incluida cierta dosis de feminismo. Por su parte, el profesor Aly Tawkif Eldaly, traductor de origen egipcio, nos ofreció un sintético y ameno relato del devenir de su país natal desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días. No exento de dramatismo hay que decir dado que, a través de su exposición, uno constata cómo el país seguramente decisivo del mundo árabe vio truncadas sus posibilidades de prosperidad pasando de una serie de procesos de reformas modernizadoras a la corrupción institucional galopante, luego a la frustración de la promesa de la primavera árabe y al crecimiento imparable del islamismo hasta llegar al actual gobierno del militar Abdelfatah Al- Sisi.

En el turno de intervenciones del público asistente fue cuando uno pudo disfrutar de las estimulantes posibilidades para el intelecto y el sentido de ciudadanía que ofrece el marco común de entendimiento dentro del que cabe un evento como el que se refiere. En una de las preguntas se planteó la cuestión del islam como obstáculo para el progreso político de los países árabes. Quien introdujo la variable religiosa, apenas presente en el discurso de los ponentes, fue alguien que llevaba puesta una camiseta con la siguiente declaración impresa: «tu Dios no existe sea el que sea». Este ciudadano defendió en su intervención que las creencias eran algo de una decisiva relevancia a la hora de identificar las causas de por qué estados como Egipto parecen hallarse atados a un fatal destino que los mantiene prostrados desde hace décadas si no siglos. Entendía el interviniente que la ausencia de una Ilustración como la europea, que había sido decisiva en el proceso histórico de secularización de las sociedades de nuestro continente, era un hecho a tener muy en cuenta a la hora de construir una explicación plausible, y ponía la consideración de la apostasía en el Corán como prueba del excesivo peso de la religión en las sociedades árabes, mayoritariamente musulmanas y que no parecen avanzar hacia esa secularización sino todo lo contrario. A partir de aquí, las intervenciones de un joven universitario egipcio presente en la sala y de los conferenciantes fueron para negar que el texto sagrado mahometano permitiera la justificación de la intolerancia o incluso estuviese en contra del librepensamiento. Sin entrar en esta polémica teológico-epistemológica, lo que a mí me llamó la atención es cómo se afeó que el iniciador de este debate, que hizo subir de tono la temperatura del diálogo iniciado tras la conferencia (la religión tiene indefectiblemente este efecto), luciera la antes descrita camiseta por considerarla ofensiva para los creyentes que pudieran estar presentes. Es en este punto donde tropezamos con las costuras del valiosísimo marco común de entendimiento, como ocurre cuando se denuncian ofensas contra el sentimiento religioso de los católicos por –digamos– procesionar la escultura de una vulva gigante. Así es como ponemos en riesgo esa civilización que permite la pacífica convivencia de los diversos, cuando confundimos creencia y conocimiento, libre expresión y ofensa.

Mientras oía cómo se desgranaban argumentos de uno y otro lado, me vino a la mente la imagen por mí captada aquella misma mañana de tres mujeres –supongo– que paseaban por una céntrica calle granadina cubiertas (totalmente, cuerpo y rostro) por el negro niqab de uso muy extendido en Arabia Saudí. ¿No ofende esa imagen a quien cuenta con una cierta sensibilidad feminista como no ofende a muchos las imágenes de las cofradías de Semana Santa mediante las que se promueve una supersticiosa idolatría carente de sentido, incluso atendiendo al genuino mensaje evangélico?

Volviendo a la idea de Russell de civilización, a la dudosa fiabilidad de las creencias hay que insuflarles la sensatez del conocimiento y a la emoción de la ofensa la moderación de la actitud de la tolerancia. Por higiene mental, no hay que perder de vista el ideal de la razón, que exige la honestidad intelectual del reconocimiento de la verdad, aunque no nos guste y nos suponga un coste psicológico de difícil asunción por cuanto socava nuestras más queridas convicciones, las que conforman nuestra identidad, que tanto depende de nuestro vinculación al grupo cultural. A juzgar por episodios como el ya expuesto de la conferencia, diríase que los únicos que tienen derecho a ofenderse son los creyentes. Pero a los librepensadores también nos ofende todo aquello que promueve la ignorancia, el secuestro de las mentes y alimenta el espectro del fanatismo, arriesgando una convivencia pacífica en la que se den las condiciones que requiere el cultivo del conocimiento y de las virtudes de la inteligencia. El laicismo es rasgo esencial de la comunidad civilizada que para mantener su vigor debe cuidar el marco común de entendimiento, que es de naturaleza racional o no es, que debe procurar ese conjunto de circunstancias (sobre todo, institucionales) en las que el apego a nuestras creencias no traicione la obligación que nos compromete civilmente con los demás. Eventos cívicos como el organizado por Granada Laica y el Seminario Galileo Galilei dan la ocasión, de un inapreciable valor para el mantenimiento de la salud democrática de una comunidad, de que los ciudadanos experimentemos las bondades de una convivencia civilizada, que sintamos vivencialmente el marco común de entendimiento que hace del fenómeno de la multiculturalidad no una amenaza sino una fuente de enriquecimiento para todos.

Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=254709

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La escuela en el limbo

Por: José María Agüera Lorente

Henos aquí un curso más ante un panorama de incertidumbre con perspectiva de prolongarse por tiempo indefinido a la espera de ese pretendido pacto de estado por la educación. Ya lo padecimos el pasado año académico, cuando de la caja de Pandora de la última ley educativa parida por el ministro Wert sin consenso, la LOMCE (Ley orgánica de mejora de la calidad de la educación… ¿Sarcasmo involuntario?), salieron todos los males concretos derivados de la politización de una institución fundamental en todo Estado democrático y de derecho, por cuanto tiene entre sus funciones la de corregir desigualdades y, por ende, contribuir de modo primordial a la convergencia social. El curso pasado los profesores, alumnado y familias no supimos hasta bien superada la mitad de su duración qué se iba a hacer con la dichosa PEBAU (prueba de evaluación del bachillerato y acceso a la universidad) diseñada, en principio, de acuerdo con el marco de la LOMCE, como instrumento de estandarización de la educación de masas no declarado como tal; se trata de asegurarse el control político del mecanismo de ingeniería social seguramente más potente.

En su libro Escuelas creativas, de hace dos años, el experto en educación Sir Kenneth Robinson denuncia lo que él llama «movimiento de normalización», un proceso de iniciativa política habitualmente centralizado en los ministerios de educación de los diversos países puesto en marcha con el propósito de llevar a la institución de la educación por el buen camino que conduce al éxito, el cual se certifica según criterios pertenecientes a un paradigma ya obsoleto hace varias décadas a juicio del mencionado experto puesto que responde a los valores y fines socio-económicos de una realidad histórica pretérita y sin vigencia alguna en el tiempo de la llamada por el difunto Zygmunt Bauman modernidad líquida. La normalización de los estándares educativos es la respuesta política espasmódica ante las ineludibles incertidumbres que son su esencia. Mediante ella se pretende asegurar unos mínimos de calidad educativa en todos los niveles académicos y en todos los diversos centros de un territorio según directrices rígidas establecidas por una autoridad educativa central y utilizando como instrumento procedimientos de evaluación en los que los exámenes son decisivos; el caso de la antes mencionada PEBAU en nuestro país.

En lo que se refiere a la enseñanza –y cito a Robinson–: «el movimiento de normalización prefiere la instrucción directa de información objetiva y de competencias y la enseñanza frontal a las actividades de grupo. Se muestra escéptica con la creatividad, la expresión personal y las formas de trabajo no verbales y no matemáticas, así como con el aprendizaje a través de la exploración y del juego imaginativo»; por lo que respecta a la evaluación –y vuelvo a citar– «da prioridad a los exámenes académicos escritos y al uso generalizado de preguntas tipo test para que las respuestas de los alumnos puedan codificarse y procesarse con facilidad». Es el taylorismo implantado en la escuela.

Este movimiento de normalización es un elemento principal del paradigma que Robinson viene denunciando desde hace años, no sólo por escrito, sino en conferencias accesibles en internet y en sus trabajos de asesoramiento educativo, y que se caracteriza por pecar de excesivo academicismo y de un cierto clasismo. Aunque nuestra sociedad requiere de mucha gente formada en diversos oficios muy necesarios –ya saben: fontaneros, electricistas, técnicos informáticos…– para nuestra calidad de vida la escuela no atiende suficientemente su promoción y la formación en los mismos. Esto se ve claramente en nuestro país y particularmente en la región de Andalucía, donde cada provincia –cada provincia– tiene su propia universidad, con la alta exigencia de recursos que ello implica, mientras que los estudiantes que quieren formarse profesionalmente en un determinado oficio se ven obligados a desplazarse a veces a gran distancia de sus hogares si quieren cursar un ciclo de formación profesional que, si es muy demandado, siempre estará escaso de oferta. Porque todavía sigue vigente, en gran medida y también en las instancias políticas, la creencia según la cual «los chicos listos van a la universidad» y los «torpes» deben dejar de estudiar para buscar trabajo u optar por el premio de consolación, que es la formación profesional para aprender un oficio. ¿Por qué, si no, se iban a llamar a los estudios universitarios «educación superior»? Ese calificativo de «superior» contiene una muy significativa carga valorativa y de estatus social. Estoy de acuerdo con Ken Robinson cuando sentencia en su libro: «Ese sistema de castas que favorece los estudios académicos sobre los técnico-profesionales es uno de los problemas más corrosivos del mundo de la educación». La razón se la da el economista y profesor en Cambridge Ha-Joon Chang en su libro titulado 23 cosas que no te cuentan del capitalismo cuando habla de inflación de títulos universitarios, y denuncia una «dinámica malsana» en los países de ingresos altos y medios-altos (como el nuestro) que pueden permitirse ampliar sus universidades, justificándolo en que la educación superior tiene un efecto directo positivo en su progreso económico. No es así. Como prueba de falsación de la creencia en el poder de la educación superior para incrementar la productividad y la riqueza de un país el profesor Chang presenta lo que él denomina «la paradoja suiza». Suiza, uno de los países más ricos e industrializados del mundo, presenta desde hace tiempo un índice de universitarios –que se ha elevado últimamente– notablemente inferior a otros países más pobres, como Corea del Sur: un 43% frente a un 67%, respectivamente. Para este heterodoxo economista las universidades no tienen por función principal proporcionar a los individuos conocimiento productivos, sino determinar dónde se sitúa cada persona dentro de la jerarquía laboral; se trata principalmente, pues, de una función de clasificación (sorting). La posesión de un título universitario por parte de una persona es en la práctica un indicador para los posibles contratadores de que es alguien más inteligente, disciplinado y organizado que quienes no lo tienen. O sea, que cuando una empresa da trabajo a alguien que no tiene experiencia previa lo hace por las mencionadas cualidades generales, no por sus conocimientos especializados que –como sabemos bien en nuestro país– a menudo no guardan relación con las tareas a desempeñar. Las destrezas específicas para cada puesto laboral suelen ser adquiridas mediante la práctica en el mismo ámbito concreto de trabajo. La consecuencia es que los grados universitarios en su mayoría pierden valor a efectos de acceder a un empleo de calidad, porque el número de titulados ha superado ese umbral crítico a partir del cual tales titulaciones dejan de marcar la diferencia. Entonces entramos en el mercado de los másteres, que es el siguiente escalón en la jerarquía de estatus en el ámbito de la formación; es decir, que ahora para destacar es necesario un máster o incluso un doctorado, aunque a juicio del profesor Chang el contenido en productividad de esos títulos de posgrado es mínimo en lo que respecta a los posibles trabajos. Su conclusión es contundente: «al menos la mitad de la educación universitaria (…) se “malgasta” en el juego de suma cero del sorting».

Que la educación marca la diferencia desde el punto de vista del estatus lo saben muy bien los ultrarricos –el 1% superior del espectro de la distribución de la riqueza–. Por esto suelen procurar para sus hijos el mejor colegio a la edad más temprana. Antonio Ariño y Juan Romero, coautores del libro La secesión de los ricos, llaman a esto «guerra darwinista» por conseguir la mejor educación para la prole a la edad más temprana. Diversos estudios por ellos aludidos demuestran ese «darwinismo educativo» en el ámbito global; no importa el país de origen de las familias de la élite mundial que buscan llevar su prole a los mejores centros del planeta. Así se tiende a crear progresivamente un sistema educativo global de escuelas secundarias y universidades jerarquizado en función de las demandas de las superélites. Este fenómeno es congruente con la ideología de la meritocracia mediante la que se legitima moralmente un sistema que perpetúa las desigualdades estructurales. Además, el interés de los ultrarricos (los multimillonarios que disponen de más de un millón de dólares para invertir) por esa educación de élite tiene que ver con el capital relacional. Éste es esencial para que los grupos de poder mantengan su reserva endogámica; consiste en el cultivo de las relaciones sociales entre aquellos individuos de semejantes estatus, ideología e intereses, solidarios los unos con los otros en la tarea de mantener su situación de privilegio. Ese capital se empieza a adquirir y acrecentar en esos centros educativos de prestigio internacional. Allí los hijos de los más importantes se codean con los mismos de su clase para cultivar las relaciones necesarias entre ellos para salvaguardar su estatus generación tras generación (a este respecto me viene a la memoria un programa de Salvados dedicado a colegio de El Pilar de Madrid que es un inmejorable botón de muestra de lo que aquí exponemos).

Por su parte, las mayorías sociales que parten con desventaja en la línea de salida de la carrera por lograr la mejor posición en la jerarquía de estatus tienen en la educación pública de calidad su mejor –y prácticamente única– baza. Se puede decir sin miedo a exagerar que se trata de una institución con un significativo valor político por cuanto su situación condiciona el futuro de generaciones. Esa brecha entre el mundo de los centros educativos internacionales de prestigio y la en muchos casos depauperada escuela pública impide la corrección de la creciente divergencia económica y perjudica la dinamización de la fluidez social. Lo resumen muy bien los profesores Ariño y Romero con estas palabras: «La educación debería ser el valor más democrático que existiera, en vez de la principal fuente de desigualdad; es el único ascensor disponible para los que menos tienen, aunque sea el ascensor de servicio. Las grandes desigualdades se fraguan en el desigual nivel de acceso a una educación de calidad».

Pero la educación se encuentra en el limbo por así decir, ese no lugar que no lleva a ninguna parte inventado por los teólogos para las almas de los niños que murieron pendientes de bautismo; sobre todo en nuestro país, pero no sólo pues a todos afecta esa cultura de la modernidad líquida identificada por Zygmunt Bauman. Su crisis institucional perjudica su esencia de arte, que esas dos dimensiones definen lo que la educación es. Es arte, pues tiene un componente creativo, y más precisamente constructivo o formativo. Los alemanes lo llaman «Bildung», que se podría traducir por configuración ya que el término proviene de la palabra «bild», que significa imagen o figura. Y está bien dicho, porque la educación configura, da forma –es decir, convierte en acto, poniéndonos aristotélicos– a las potencialidades de la humana naturaleza. Se trata de alcanzar mediante la educación el perfeccionamiento en el logro de un ideal, el de la humanidad. Ahora bien, para ello –y a juicio del ya referido Ken Robinson– los gobiernos han de abandonar un paradigma educativo ya obsoleto, fundado sobre los pilares de la industrialización y la supremacía de los valores estrictamente intelectuales. Este modelo, tradicionalmente protegido por las instancias políticas, se parchea y se vuelve a parchear, como en nuestro país, mediante leyes que en ningún caso lo cuestionan en lo esencial. Su diseño responde al objetivo de crear personas conforme a determinados conceptos de talento y necesidad económica, y es inevitable que produzca ganadores y perdedores. Una verdadera transformación del paradigma educativo requiere una nueva manera de pensar, como dice Ken Robinson: «Si concebimos la educación como un proceso mecánico que sencillamente no funciona tan bien como antes, es fácil concluir que tendríamos que repararlo, de que si lo retocamos y normalizamos como es debido, funcionará de forma eficaz y a perpetuidad. (…) la educación no es un proceso industrial, sino orgánico, por mucho que algunos políticos se empeñen en lo contrario. La educación trata con personas vivas, no con cosas inanimadas».

¿Suena utópico? Quizá, pero Ken Robinson es muy consciente de que la educación de masas siempre ha tenido fines económicos. Ahora bien, éstos deben estar en consonancia con las exigencias de cada época, y las del siglo XXI no son obviamente las del XIX del paradigma educativo aún vigente en gran medida. La consecución de los fines económicos actualmente exige cultivar la gran diversidad de talentos e intereses de los jóvenes para lo cual hay que otorgar la misma importancia tanto a los estudios académicos como a los técnico-profesionales. Una compañera profesora del ciclo de formación profesional de imagen y sonido, Cristina García Jaramillo, escribía un texto hace un año, tras su visita a Finlandia por ser partícipe en un proyecto educativo europeo, al que puso por título «España y Finlandia: resignación y confianza, dos modelos educativos». Esta colega pudo constatar in situ cómo la actualización del paradigma educativo es un hecho en ese país, lo que también reconoce Ken Robinson en su libro. En efecto, confianza en los diversos talentos de los alumnos y confianza en todo lo bueno que puede derivarse de la libertad creativa de los profesores, de su arte docente, sin vigilancia política de parte de ningún cuerpo de inspectores, dándole importancia no a los exámenes sino a crear las condiciones idóneas para el aprendizaje autónomo de los jóvenes, con flexibilidad en los horarios y espacios acogedores, con una protección política decidida de la conciliación de la vida familiar y laboral que libere a las escuelas de su papel (que también lo tiene aunque no se reconozca oficialmente) de meras guarderías de niños y adolescentes, de modo que las familias puedan ser efectivamente las principales responsables de la educación de sus hijos.

Mientras tanto, en nuestro país, muchos padecen la resignación que contagia una educación que sigue en el limbo. ¿Hasta cuándo?

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=232425

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«La pobreza es un estado mental»: desigualdad y el mito de la meritocracia

Por: José Maria Aguera Lorente

«La injusticia siempre exige justificaciones y argucias; las causas justas mucho menos»
(Robert Trivers: La insensatez de los necios)

Oigo la escueta noticia a través de la radio: Ben Carson, el secretario de vivienda estadounidense, afirma que la pobreza es «un estado mental». Busco en internet qué hay tras lo que aparece en forma de titular en varios medios digitales. Así me entero de que el señor Carson, neurocirujano de oficio, fue el primer afroamericano en ser nombrado jefe de neurocirugía pediátrica en el Centro Infantil Johns Hopkins de Baltimore.

Negro, es decir, hombre perteneciente a una minoría que, atendiendo a los datos estadísticos de toda índole, es el grupo de la ciudadanía que más sufre la pobreza en un país de por sí con un importante índice de desigualdad; para ponerlo en cifras, el índice de Gini, que cuantifica la desigualdad en los Estados, se situó en la república norteamericana en 0,48 puntos según informe de 2015 , siendo en España de 0,33 puntos y del entorno de 0,25 en los países nórdicos, los de menor desigualdad del mundo dado que el máximo lo marca el 1. Pero como ciudadano de la desfavorecida minoría negra el secretario Carson es un magnífico exponente del american dream, igual que el personaje que interpreta Will Smith –antaño irreverente príncipe de Bel Air– en la película titulada En busca de la felicidad, en la que un desgraciado padre cambia su situación de patético loser por la de ejecutivo triunfador merced a su «mentalidad ganadora», la que precisamente el exneurocirujano ahora miembro de la administración Trump propugna que han de inculcar los padres a sus hijos. Por eso, seguramente y dicho sea de paso, en nuestro sistema educativo postLOMCE se haya considerado conveniente la implantación de una asignatura denominada «Cultura emprendedora y empresarial» con el fin de inculcar en nuestros jóvenes el «espíritu emprendedor» y promover el «autoempleo».

De modo que la pobreza –según cabe inferir de este planteamiento– es, principalmente, el efecto natural de un modo de afrontar los retos de la vida desde el derrotismo, actitud que bien pudo ser herencia de unos padres que fallaron a sus hijos a la hora de dotarles del sano espíritu emprendedor que les insuflara la fuerza moral del triunfador. O expresado en versión corta: si eres pobre, tú te lo buscas por cultivar el espíritu perdedor; ya que, como dicta la ética capitalista, el que trabaja, innova y emprende, siempre recibe su merecido premio.

Si la estructura social del Antiguo Régimen legitimaba las desigualdades entre los integrantes de los diversos estamentos mediante el discurso religioso, el cual hacía del designio divino el fundamento moral del orden establecido, en el caso de nuestro actual statu quo, que tiene en las desigualdades económicas el elemento decisivo que marca las diferencias sociales, habrá que buscar su legitimación no ya en la dimensión trascendente, que no es válida en una cultura secularizada, sino en la inmanente de la propia responsabilidad individual, muy acorde con la concepción liberal de la democracia, que es la preeminente. Así la aristocracia viene a ser reemplazada por la meritocracia. Es el mérito ahora y no la superioridad del linaje el que da razón de la riqueza material que viene a ser moralmente aprobada, puesto que ha sido ganada en buena lid por el individuo en un contexto de competición en igualdad de condiciones. En consecuencia, la desigualdad resultante del enriquecimiento de unos y el empobrecimiento de otros no tiene por qué ser objeto de corrección, puesto que en nada contradice el canon de la ética capitalista. Meritocracia y aristocracia comparten el núcleo legitimador, que no es otro que la virtud (areté en griego), lo que otorga valor a algo o alguien (meritum en latín); y en el que se sustenta una jerarquía moralmente justa.

Considero que este constructo ideológico de la meritocracia es parte primordial de la ética de los trabajadores de las democracias modernas; y permite explicar en parte la casi inexistente resistencia y hasta resignación que caracteriza la actitud mayoritaria de la ciudadanía ante el crecimiento de la desigualdad económica y social. Cuando el ciudadano no trabaja, o tiene un trabajo indigno, cuando no logra darse a sí mismo la vida a la que el sistema le dicta que ha de aspirar como ideal, le ahoga la vergüenza del loser, del perdedor que no ha hecho méritos suficientes para obtener los favores del capital (yo lo he visto en personas de carne y hueso que conozco; apelo a la experiencia del lector). Aquí, como señala certeramente el filósofo Byung-Chul Han, descansa una parte principal de la estabilidad del orden establecido, que ha logrado en más de los que creemos hacer de su persona amo y esclavo a partes iguales; o dicho de otro modo, ha convertido al individuo en empresario empleador de sí mismo. No cabe, pues, la crítica a la sociedad, pues sólo uno es culpable de su propio fracaso.

La meritocracia va camino de convertirse, si no lo es ya, en una de esas creencias de las que hablaba José Ortega y Gasset hace casi un siglo en su ensayo titulado Creer y pensar; es decir, en una de esa clase de ideas que conforman el estrato más profundo de nuestro pensamiento, de las que no somos conscientes, pero con las que contamos sin más para hacer nuestras vidas, de tal modo que bien se puede decir que constituyen el continente de nuestras acciones. No vivimos con tales creencias, sino que estamos en ellas.

Hagamos méritos, entonces, y el sistema nos otorgará sus bendiciones. Seamos mejores, hagámoslo mejor que los otros, como dicta la regla dorada de la competición, y tendremos lo que nos merecemos. Y los que tienen más y son, en consecuencia más, es porque se han hecho merecedores de ello. Son mejores que los otros. Este sería el cuadro de la denominada por el economista francés Thomas Piketty «sociedad hipermeritocrática», un invento dice él de los Estados Unidos armado a lo largo de las últimas décadas con el fin de justificar la magnitud creciente de la desigualdad. Ésta va camino de alcanzar las cotas de concentración de riqueza extremas en las sociedades del Antiguo Régimen y en la Europa de la Bella Época (con típicamente el 90% de la riqueza total para el decil superior y el 50% para el percentil superior en sí mismo). Es el reparto según el modelo de la «sociedad hiperpatrimonial» o «sociedad de rentistas». Sólo que en este imperio del libre mercado global en el que nos hallamos instalados en nuestros días y que camina firme año tras año hacia el mayor crecimiento de la desigualdad el modelo es de una «sociedad de superestrellas» o una «sociedad de superejecutivos». En cualquier caso los ganadores de semejante sociedad justifican la jerarquía que la estructura por el valor del mérito. Ahora bien, éste no es objetivo ni absoluto. Es muy difícilmente cuantificable y varía a lo largo del tiempo. Fijémonos por un momento en el salario de los altos ejecutivos, que no ha hecho más que crecer de forma exagerada en las últimas décadas, aumentando la brecha con respecto a los asalariados con menos sueldo de las empresas. ¿Cómo evaluar con objetividad su productividad marginal? ¿Cómo se mide la productividad individual cuando se forma parte de un equipo, de una estructura, de una empresa? Sus ganancias dependen más de las normas sociales vigentes entre ellos y los accionistas, así como de la tolerancia de los trabajadores de bajo nivel salarial y de la sociedad en su conjunto, para lo cual la batalla ideológica es decisiva. Como precisa el mismo Piketty: «Estas normas sociales dependen principalmente de los sistemas de creencias respecto a la contribución de unos y otros en la producción de las empresas y en el crecimiento del país. Teniendo en cuenta las enormes incertidumbres a este respecto no sorprende que estas percepciones varíen respecto a las épocas y a los países, y dependen de cada historia nacional particular. El punto importante es que, teniendo en cuenta lo que son estas normas en un país determinado, es difícil que una empresa particular se oponga a ellas». (A este respecto, el visionado de la película titulada El capital del incisivo director Costa-Gavras hará las delicias del lector con sensibilidad masoquista.)

La creencia, no obstante, del pensamiento liberal, que impregna la atmósfera mental que respira la ciudadanía, es que las notables diferencias en las retribuciones reflejan una desigualdad en el talento y la ejecución, necesaria para incentivar y alentar el trabajo duro, así como el reconocimiento del mayor esfuerzo, responsabilidad y estrés que conlleva el desempeño de los altos cargos. Este cuadro legitimador se resiente, sin embargo, cuando uno se entera de la ineptitud e incompetencia de muchos altos directivos, los cuales, empero, no dejan de cobrar sus escandalosas indemnizaciones, pensiones y bonus (¿necesitamos evocar la figura de nuestro ínclito Rodrigo Rato como referencia?). A ello hay que añadir que en el mundo real la productividad no es mero resultado del talento y esfuerzo de los individuos, sino del sistema socioeconómico en el que se desenvuelven. El heterodoxo economista Ha-Joon Chang, profesor de Economía Política del Desarrollo en Cambridge, plasma meridianamente lo mucho que de mito tiene la meritocracia en este párrafo extraído de su libro 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo: «Esa idea tan extendida de que la única manera de que todas las personas reciban un salario correcto, y por lo tanto justo, pasa por que los mercados sigan su curso, es un mito; un mito del que habrá que olvidarse, comprendiendo lo que tiene de político el mercado y de colectiva la productividad individual, si pretendemos construir una sociedad más justa, en la que se decida cómo retribuir a las personas tomando en cuenta como se lo merecen la herencia de la historia y los actos colectivos, no solo el talento y el esfuerzo individual.»

Hay quien percibe, incluso, un proceso de secesión que pone en peligro la integridad del sistema democrático asociado a la legitimación meritocrática de la creciente desigualdad en la posesión de la riqueza. Los muy ricos constituirían ya un grupo de personas que han adquirido pautas de comportamiento e idiosincrasia exclusivas, resultantes en gran medida de identificar sus riquezas y las posiciones conquistadas en las últimas tres décadas con lo que conciben como su talento y su mérito singulares. Entienden que alcanzar las más altas cimas de la opulencia conlleva unos determinados derechos, que en realidad son privilegios, y que hacen todo lo posible por asegurar y acrecentar, segregándose del común de los mortales al mantenerse a salvo de los riesgos vitales e incertidumbre que no hacen más que aumentar en un mundo dominado por el omnipotente y veleidoso capital financiero. Es la tesis mantenida por los profesores Antonio Ariño y Juan Romero en su libro de hace un año titulado, precisamente, La secesión de los ricos, donde advierten, en efecto, del quebranto que se causa al fundamento mismo de la democracia cuando la ideología del mérito socava –como hemos apuntado más arriba– los principios políticos de la justicia y la igualdad legitimando la concesión de un poder tan desmesurado a determinados grupos.

La empatía social se resiente cuando no hay reconocimiento de la afinidad en la vulnerabilidad, que es el requisito casi indispensable según la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum para que los seres humanos se compadezcan. La meritocracia contribuye a reforzar el punto de vista desde el cual contemplamos a los perdedores del sistema como objetos distantes cuyas experiencias no tienen nada que ver con la vida propia. Su desdicha –pobreza, paro, exclusión social, pérdida de estatus…– es percibida no como algo inmerecido; es decir, la creencia es que la persona de la que se trate, de algún modo, ha provocado su propio sufrimiento. Las desigualdades devienen justas al asumir como evidencia irrefutable un terreno social en el que todos los individuos compiten en presunta igualdad de condiciones, ya que pueden recibir la educación que necesitan y son juzgados al margen de la colectividad en la que crecen. La socialización afirma la individualidad y sus virtudes, de forma que el triunfo y el fracaso se convierten en resultados de la actuación personal, incluida la pobreza, claro está, que es la consecuencia natural de la conducta de quienes no han sabido aprovechar las oportunidades que la vida y una sociedad abierta les ha brindado.

Es menester una buena dosis de autoengaño para no caer en la cuenta de las consecuencias políticas que todo esto acarrea, y que tienen que ver con la deslegitimación del estado de bienestar. El mito de la meritocracia es un barreno en el pilar de la solidaridad, uno de los que sustenta dicho estado de bienestar, cuyo presupuesto es que las desigualdades no son producto exclusivo de las acciones de los individuos que forman parte de él, o sea, que hay factores en la dimensión colectiva que objetivamente perjudican a unos y favorecen a otros al margen de sus méritos personales.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=227547&titular=%22la-pobreza-es-un-estado-mental%22:-desigualdad-y-el-mito-de-la-meritocracia-

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Sombras en el ágora: ciencia y opinión pública en democracia

Por:  José María Agüera Lorente

Es sabido que la democracia ateniense no era contemplada con mirada amable por el bueno de Platón. No ayudaba a ello el origen aristocrático del filósofo ni la época políticamente turbulenta que le tocó vivir marcada por el drama biográfico que supuso la condena y muerte de su amigo y maestro Sócrates, «el más justo de los hombres de su tiempo», a decir del propio Platón tal como dejó escrito en su famosa Carta VII. Si nos apuntáramos al punto de vista del Miguel de Unamuno de Del sentimiento trágico de la vida, según el cual las verdaderas razones de las ideas filosóficas se encuentran en las raíces vitales de quienes las alumbraron, teniendo más que ver, por tanto, con sus experiencias personales, entonces no habría más que hablar; el gran filósofo que tuviera por verdadero nombre Aristocles levantó su portentoso sistema filosófico como respuesta ideológica a la amenaza que para sus intereses de clase suponía la inmadura primera democracia de la historia. Ahora bien, por mucho que de verdad pueda tener esa versión de la génesis del platonismo no se puede negar lo certero de la crítica del filósofo ateniense al sistema democrático en cierto respecto que trataré de exponer en lo que sigue.

No se trata aquí de repetir cosas ya conocidas, pero en aras a la claridad expositiva no se debe pasar por alto que el nacimiento de la democracia y las tesis del relativismo y el escepticismo radical, que son aportaciones conceptuales de los sofistas –los adversarios filosóficos de Platón no por casualidad–, acontecen en el mismo tramo cronológico del siglo V a. C. Ambas tesis conllevan la destrucción de la posibilidad de la verdad objetiva. Por eso el fundamento de la crítica platónica a la democracia es de naturaleza esencialmente epistemológica, ya que, supuesto el intelectualismo ético socrático que liga virtud y conocimiento, y negada la posibilidad de éste, se elimina el fundamento de la buena política que no es otro que la virtud del gobernante. De aquí que el esfuerzo del autor de República se centre en gran medida en la restauración del conocimiento como valor supremo del buen gobierno. Es lo que implica su afirmación, también contenida en su Carta VII, según la cual «no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos, o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra».

Esta preocupación de Platón por la salvaguarda del conocimiento como principal recurso de la acción de gobierno sigue teniendo sentido en el contexto de las actuales democracias modernas. Primero se desenvuelve en el frente de la opinión pública, en el que a menudo se plantea la confrontación de ideas de un modo que no se promueve el encuentro racional de la pluralidad de posturas en el ágora democrática. Lo advertía Fernando Savater a finales del siglo pasado en un artículo titulado Lo indiscutible, en el que daba cuenta de la postura de los que sostienen que es imposible dar con un conocimiento más cierto que otros, por lo que hay que asumir que sólo se puede aspirar a opiniones, todas relativas y personales, expresión del partido político o del grupo mediático de quien la sostiene. Lo llamativo es que se detecta en este escepticismo universal un cierto «gozo democrático», observa el filósofo español. Lo experimentan quienes dan todas las opiniones por igualmente respetables o válidas, pues consideran que lo característico de la democracia es que cada ciudadano tenga su opinión, entendiendo ésta como la forma de expresar cómo es cada cual, no cómo cree cada cual que es la realidad. De modo que quien se atreva a defender que hay puntos de vista insostenibles según el conocimiento objetivo se arriesga a ser tildado de dogmático impenitente incapaz de respetar la pluralidad de pareceres, que es uno de los rasgos definitorios de la democracia. Precisamente lo que a Platón sacaba de quicio y por lo que tanta inquina le tenía al dichoso sistema político parido por su Atenas del alma.

En efecto, esta es una sombra que se proyecta en el ágora democrática consecuencia de las limitaciones gnoseológicas propias de la naturaleza humana: la tentación de la renuncia a la verdad y la suplantación de ésta por la opinión pública. Cuando esto ocurre el debate político, que mantiene vivo el pálpito del corazón cívico, se enturbia con la retórica espesa de la ideología, que enmascara la carencia de valor epistémico que acaba afectando al lenguaje (me fascina, por cierto, a este respecto el último grito en retórica política venido del entorno del flamante presidente de los EEUU; me refiero a los «alternative facts»). Dejándonos deslizar por esta pendiente de obnubilación podemos llegar a creer que «la democracia es una suerte de encarnación institucional de la opinión pública», tal como advierte Rafael Argullol en su artículo de 2007 titulado, precisamente, Contra la opinión pública. En él viene a plantearse si puede llegarse al extremo de votar la verdad científica. No es ésta, desde luego, un grato elemento para los «encallecidos opinadores» en expresión de Savater. Téngase en cuenta que la objetividad que la define choca necesariamente con la subjetividad de los prejuicios ideológicos a los que suele sentirse tan apegado el común de los mortales.

Por otro lado, el pensamiento científico –que no lo es si no es escéptico, racional y crítico– no parece ser la actitud natural en el común de los individuos en su proceder diario. De ello da pruebas hasta decir basta el profesor de ciencia cognitiva Massimo Piatelli-Palmarini en su libro de hace dos décadas titulado Los túneles de la mente. En él apela al realismo que se debe imponer a partir de un conocimiento objetivo de nuestra «psicología espontánea», que no es una «pequeña razón» ni una «racionalidad espontánea». Trasladado esto al plano político implica que la libertad de pensamiento y de expresión, que idealmente son elementos intrínsecos a la democracia, no aseguran por sí mismos la práctica general de la racionalidad, de la que la ciencia seguramente sea su versión más sofisticada. Porque –como demuestra profusamente el profesor Piatelli-Palamarini–: «La racionalidad no es, pues, un dato psicológico inmediato, sino más bien un complejo ejercicio que tiene que ser conquistado primero y mantenido después con un cierto coste psicológico. (…) la racionalidad ideal es ideal».

La ciencia no es un producto psíquico sin más, sino un logro histórico y cultural al través del cual se manifiesta esa racionalidad (ideal). Tampoco la democracia es algo espontáneo, sino plasmación política de nuevo de la racionalidad en el ámbito de la convivencia entre los diversos (o sea, política), pergeñada de forma imperfecta a través de los avatares de la historia. No sé si en este principio de milenio en el que más a menudo de lo que me gustaría oigo apelar como altar de legitimación a sentimientos nacionales y religiosos (todos exacerbados en la preocupación general por la identidad), impulsores todos ellos de poderosas corrientes de opinión pública, no hemos perdido de vista, quizás, esa condición ideal (o normativa) de la democracia, que, como aspiración de racionalidad, comparte con la ciencia.

La realidad hoy por hoy es que en la acción de los gobiernos democráticos parece incidir más los intereses que amparan ideologías que desprecian la racional aspiración a la verdad que el conocimiento científico que para Bertrand Russell era el único capaz de proporcionar los medios eficaces de alcanzar la vida buena, idea con la que coincide en la actualidad Mario Bunge (léase su Filosofía política).

Es verdad que, como reconoce el profesor de investigación del CSIC Pere Puigdomenech en un artículo titulado Certezas y dudas, cada vez más se acude a los datos aportados por la investigación científica para tomar decisiones sociales y políticas. Ahora bien, ¿significa esto que la política democrática orienta sus pasos hacia el sendero de la racionalidad (ideal)? Para responder a esta pregunta debemos fijar nuestra atención en un elemento esencial del método científico: la duda. Está claro que se investiga para buscar certezas, pero no es infrecuente que en el camino tropecemos con dudas. Ahora bien, como advierte el profesor Puigdomenech: «Ante la opinión pública, esta situación puede aparecer como si hubiera alternativas igualmente válidas, lo que se amplifica sobre todo cuando, además, hay intereses en juego. (…) Al abrir este espacio de dudas se deja espacio para aparentes contradicciones, de las que pueden aprovecharse quienes tienen sus propias, y a menudo interesadas, certezas».

Y así –y valga como ejemplos tomados a vuelapluma– se puede aprovechar de ese espacio en sombras en el ágora democrática, donde campa a sus anchas la opinión pública, tanto la postura contraria a los transgénicos como los intereses de las grandes corporaciones que niegan el cambio climático. Dejarlo, pues, como un lugar en el que pugnan, con total desasimiento de la racionalidad, ideologías e intereses tiene un coste real muy superior al psíquico de vencer nuestras ilusiones cognitivas. ¿Nos podemos permitir, entonces, la ausencia de la ciencia del ámbito político?

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222814&titular=sombras-en-el-%E1gora:-ciencia-y-opini%F3n-p%FAblica-en-democracia-

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