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Guatemala: ¡Disparen contra la universidad pública!

Por: Marcelo Colussi

La tendencia es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio.

Nosotros, como Ejército, durante la guerra teníamos tres prioridades de descabezamiento: el Triángulo Ixil en Quiché, los Cuchumatanes en Huehuetenango y la Universidad de San Carlos, cueva de guerrilleros”.

Ex oficial del Ejército de Guatemala en charla pública

En Guatemala, Centroamérica (décima economía de América Latina, pero con una de las mayores inequidades en la distribución de esa riqueza en todo el mundo), en estos días se libró orden de captura contra el actual rector y contra un ex rector de la universidad pública, la tricentenaria San Carlos de Guatemala –USAC–, una de las más viejas del continente americano. Ambos, como medida para evitar la prisión, “aparecieron” enfermos y hospitalizados. Curiosa enfermedad, por cierto.

No vamos a entrar en el análisis de ese hecho en concreto, porque carecemos de todos los elementos para ello. Se ha especulado que la medida, llevada adelante por la Fiscalía Especial contra la Impunidad –FECI– del Ministerio Público (creada a partir de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– por sugerencia del gobierno de Washington) es una señal del nuevo gobierno de Joe Biden que intenta retomar la lucha contra la corrupción impulsada anteriormente por la administración demócrata de Barak Obama, abandonada durante los cuatro años de presidencia de Donald Trump. Sin que ello sea ahora determinante para el presente texto, lo cierto es que, como cosa insólita en el mar de corrupción e impunidad que campea por las instituciones guatemaltecas, en este momento la medida muestra que empiezan a soplar nuevos aires. “Casualmente” estos días, también, el titular de la FECI, Juan Francisco Sandoval, recibió el premio “Campeones Internacionales Anticorrupción” otorgado por el gobierno estadounidense, y casi a diario se conoce de la “honda preocupación” de la Casa Blanca por la corrupción en el país centroamericano.

En modo alguno el imperialismo de Estados Unidos se está “abuenando”; puede suceder, en todo caso, que se retoma la estrategia de fortalecer administraciones nacionales en Centroamérica mediante la lucha contra la corrupción, buscando que se dé mayor inversión social en estos países (Guatemala, Honduras, El Salvador), evitando así tanta migración de desesperados pobladores de la región hacia el “sueño americano”. Esa era la iniciativa de la Alianza para la prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica, abandonada por Trump. Todo indicaría, ahora sin la CICIG, pero con otros actores, que se relanza el proyecto.

Lo cierto es que estos dos funcionarios de la tricentenaria casa de estudios, presuntamente vinculados a actos de corrupción, en tanto cabezas visibles de la universidad más grande del país, la única pública y que acoge al 50% del estudiantado de educación superior, necesariamente plantea preguntas. ¿Por qué puede suceder esto? ¿Cómo es posible que un centro universitario esté vinculado a mafias delincuenciales y pesen sobre él denuncias que le unen a lo que se ha dado en llamar Pacto de Corruptos? (es decir: contubernio entre clase política, crimen organizado, ex militares, cierto empresariado). El epígrafe comienza a dar alguna pista. Luego de los años de guerra interna, la universidad pública fue virtualmente descabezada (se asesinó a lo más connotado de su inteligencia: docentes y estudiantes, y quienes sobrevivieron, tuvieron que marchar al exilio), abriéndose la posibilidad de instalar allí las más cuestionables “roscas”, mafiosos grupos de interés con poca o ninguna vocación académica, que dirigieron a la baja la investigación y el pensamiento crítico. Es por eso que hoy la San Carlos, que fuera una gloria nacional alguna vez convocando admiración en toda el área centroamericana, actualmente languidece, presentando esta patética imagen.

La gran mayoría, por no decir la totalidad de quienes lean este opúsculo en Guatemala –en general jóvenes de clase media, varones y mujeres, muchos: también trabajadores, pero muchos sólo estudiantes–, algunos de origen maya, aunque en su gran mayoría no-mayas– son unos privilegiados. ¿Por qué? Porque conforman el escaso porcentaje de población que tiene la dicha de cursar estudios universitarios: un 3% del total nacional.

Definitivamente eso es una suerte. En un país donde el nivel de analfabetismo abierto llega al 13% del total de la población (entre muchas mujeres mayas del interior llega al 100%), y el analfabetismo funcional (dificultad para entender lo que se lee), al menos, al 60%, tener la posibilidad de alcanzar un aula universitaria es todo un don, un verdadero motivo de orgullo. En la amplia mayoría de la población, terminar la escuela media es ya un logro de magnitud; la universidad sigue siendo un lujo bizantino.

Estudiar una carrera universitaria ha sido, sigue siendo y todo indica que, al menos en el corto plazo, seguirá siendo un privilegio reservado a pocos. En un mundo dirigido cada vez más por grandes capitales donde, para “triunfar”, hay que estar crecientemente “preparado”, los estudios universitarios –y hoy también los de post grado– son una clave definitoria. Por tanto, quienes acceden al nivel superior tienen asegurado, de terminar exitosamente sus estudios, un mejor pasar económico que quien no fue beneficiado por esa situación.

Dentro de esa lógica tener un título universitario es un seguro pasaporte al bienestar. Un universitario graduado –verdad inobjetable– tiene mejor nivel económico que alguien sin título. Incluso hoy ya pasa a ser “necesario” un nivel de maestría para el mercado laboral. Ello no garantiza la real calidad académica, pero sí brinda los papeles que abren puertas. De ahí lo de “privilegiado” para quien tiene un cartón de esos.

Ahora bien: ¿qué decir del papel de la universidad –no solo de la San Carlos sino también de todas las privadas– en la sociedad actual, la guatemalteca o la de cualquier país capitalista? La respuesta inmediata es: está para brindar la formación de profesionales, la promoción de mano de obra calificada. Paralela a esa formación técnica para el trabajo viene la otra, la que no se ve en lo inmediato: la formación ideológica, la transmisión de valores, de esquemas de pensamiento. Y es preciso decir que, hoy por hoy, la universidad –al menos en términos generales– prepara a sus graduados para ser un profesional sabedor de esos privilegios (de esa minoría que se encuentra en el bajísimo porcentaje de quienes disponen del preciado cartón), y que, por tanto, se “siente más”.

Pero la universidad –en este caso la pública – puede, o debe, ser otra cosa. Eso es lo que buscó durante los años de mayor politización, cuando la guerra interna, entre los 60 y los 80 del pasado siglo, lo que motivó esa intervención del Estado contrainsurgente (véase nuevamente el epígrafe). Según lo indicado por la constitución nacional de Guatemala, según su Artículo 82: la USAC cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales” [elevando] “el nivel espiritual de los habitantes de la República, promoviendo, conservando, difundiendo y transmitiendo la cultura”. Es decir: no sólo es la instancia educativa encargada de graduar a los profesionales; tiene en sus manos otro cometido: ayudar a resolver los problemas nacionales.

Si vemos nuestra realidad latinoamericana, no pareciera que ese sea hoy día el papel dominante de las casas de altos estudios, ni en Guatemala ni otros países, salvo Cuba. Según lo expresa sin tapujos el sociólogo venezolano Vladimir Acosta “uno de los grandes problemas de las universidades, de nuestras universidades [latinoamericanas], es que son unas universidades colonizadas, dependientes, subordinadas a una visión derechista, globalizada, eurocentrista, blanca y gris de mirar el mundo. Son universidades donde los saberes se disocian, se fragmentan, justamente para impedir una visión de totalidad, y para hacer del estudiante que se gradúa, que egresa como profesional, un profesional limitado, con una visión burocrática profesional, orientada en lo personal a hacer dinero, y en la visión que se tiene a encerrarse dentro de un marco profesional sin tener conocimiento de su identidad, de su historia y de su compromiso con su país.

En Latinoamérica las universidades tienen una larga historia. La primera nace en 1538, en Santo Domingo. Todas las que se van fundando reflejan el modelo medieval traído de Europa, asociado con los poderes de la realeza y la iglesia católica. La preparación profesional se separaba de los centros de generación del conocimiento. Frente a este modelo de profesional liberal surge otra concepción en Alemania, donde aparece la “universidad de investigación”. Allí la enseñanza técnica se combinaba con la generación del conocimiento puro y la ciencia, lo cual tuvo el valor de una verdadera revolución académica. Ese esquema investigativo fue consolidándose en Europa durante el siglo XIX y luego en Estados Unidos, acorde al crecimiento económico que iba impulsando más y más desarrollos técnicos para la floreciente industria. El modelo se solidificó y es el imperante hoy día, en el que se da una asociación directa del conocimiento generado en la universidad con su aplicación práctica en la esfera económica, vía empresas privadas básicamente (al menos en el capitalismo). En el transcurso del siglo XX la investigación científico-técnica terminó por ligarse enteramente al crecimiento económico, y las ciencias pasaron a ser el sostén de la industria moderna. El modelo universitario, por tanto, pasó a ser una actividad inseparable del crecimiento económico del capitalismo desarrollado.

En el siglo XXI esa tendencia se mantiene y profundiza, más aún con los nuevos paradigmas de producción caracterizados por la globalización de la economía y el paso hacia la “sociedad de la información y el conocimiento”, basada cada vez más en tecnologías de punta. La tendencia es poner la universidad de investigación al total servicio del mercado, llegando así a la noción de “universidad empresarial”, donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida desde el lucro y donde se va esfumando la idea de desarrollo social, de extensión y servicio comunitario. Todos estos procesos de privatización, surgidos en los países que marcan el rumbo –las potencias capitalistas–, llegan a la región latinoamericana como tibia copia. No hay, en general, procesos con dinámicas propias. Siempre se ha tratado de imitar al Norte, visto como opulento y modelo a seguir.

¿Y qué hay de lo declamado en la constitución guatemalteca entonces en relación a la Universidad de San Carlos, aquello de “cooperar al estudio y solución de los problemas nacionales”? Hoy por hoy: ¡nada! ¿Qué significa que un rector y un ex rector de la universidad pública caigan presos por actos de corrupción? ¡Es patético! Muestra que esa institución funciona como mafia al servicio de la privatización de la educación superior (en el país, con tan bajo índice de universitarios… ¡hay 14 universidades privadas!) y como engranaje del Pacto de Corruptos, siguiendo con el cumplimiento a cabalidad de lo implementado en la pasada guerra: ¡se la destruyó por ser “cueva de guerrilleros”! Y se la sigue destruyendo.

La misión urgente, por tanto, es rescatarla.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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Curas y militares: ¿continuismo o transformación?

Por: Marcelo Colussi 

Nunca más oportuna una cita: ejército e iglesia son instituciones conservadoras, hiper jerárquicas, autoritarias. No permiten el disenso, la pregunta creativa, el cuestionamiento.

¿Qué significa la revolución socialista? Es un gran cambio en la historia, un parteaguas que marca un antes y un después. No es cualquier cambio: es la transformación político-social, económica y cultural más grande que pueda concebirse. Es, para ser congruentes con lo pensado por los clásicos decimonónicos, Marx y Engels, el inicio de un camino hacia el comunismo, hacia la sociedad sin clases sociales, aquella pretendida «unión de productores libres asociados«, aquel lugar donde rige la máxima «de cada quien según su capacidad, a cada quien según su necesidad«.

Ha habido algunos procesos de esos en la historia, muy pocos, que marcaron rumbo, que iniciaron un camino socialista, habiendo logrado fenomenales mejoras para su población: Rusia en 1917, China 1949, Cuba en 1959. Hubo procesos que se acercaron a la construcción de esos nuevos paradigmas: Vietnam, Corea, Nicaragua. Hubo igualmente numerosos momentos de cambio en la historia reciente, que no pasaron al socialismo en sentido estricto, pero fueron buenos intentos: los socialismos africanos, los socialismos árabes, interesantes procesos en Latinoamérica.

Sin dudas, cambiar radicalmente paradigmas no es fácil. De ahí que, pese a tanta sangre derramada, tantos esfuerzos, tantas luchas heroicas de pueblos que se alzaron contra las injusticias, lograr edificar una sociedad nueva es una tarea titánica. La toma del poder político, el asalto final a la Casa de Gobierno, es apenas un paso, minúsculo en relación a la magnitud del cambio en ciernes. Lo más dificultoso viene después: edificar el socialismo no es solo industrializar o electrificar un país, como decían los bolcheviques en 1917. Eso puede ser básico, pero no alcanza.

¿Qué significa entonces una revolución socialista? Es un cataclismo social, en el más amplio sentido de la palabra. Es decir: no se trata solo de cambiar -transformar de raíz, no con cambios cosméticos pasajeros sino cambios irreversibles- la estructura económica de base, confiscar en nombre del pueblo alzado las grandes propiedades privadas del capitalismo (extensiones territoriales, grandes empresas privadas de producción industrial o de servicios, la banca). No se trata solo de transformar el Estado, de órgano de dominación de clase en un Estado obrero-campesino-popular; no se trata solo de desarticular los órganos represivos de la otrora clase dominante: fuerzas armadas, policía, todos los mecanismos de control e inteligencia, sino que se trata también de cambiar la ideología, la cultura dominante, transformar de raíz el pensamiento autoritario, machista-patriarcal, racista, adultocéntrico, homofóbico que permea todas las sociedades. Es decir: es una revolución en todos los campos, al mismo tiempo, que libera todas las fuerzas sociales, las expande, que no tiene miedo a nada, que no es conservadora.

Sin dudas, la magnitud del cambio en juego es fabulosa. Por eso cuesta tanto, y no hay manual que presente los pasos «correctos» para lograrlo. ¿Quién es el encargado de ese cambio? Eso es un complejo proceso, y lo que las experiencias exitosas de revoluciones socialistas nos enseñan es que se deben conjugar necesariamente dos factores: una población hastiada de las injusticias y penurias debidamente movilizada, y un grupo que, en articulación con esa movilización, esté en condiciones de conducir políticamente toda esa energía. En otros términos: si no se dan ambos factores, con una potencia revolucionaria que saca de una vez a la hasta ese entonces clase dirigente, no hay revolución. Puede haber cambios superficiales, pero no revolución. La revolucionaria polaco-alemana Rosa Luxemburgo, analizando la revolución bolchevique de 1917, expresaba: «No se puede mantener el «justo medio» en ninguna revolución. La ley de su naturaleza exige una decisión rápida: o la locomotora avanza a todo vapor hasta la cima de la montaña de la historia, o cae arrastrada por su propio peso nuevamente al punto de partida. Y arrollará en su caída a aquellos que quieren, con sus débiles fuerzas, mantenerla a mitad de camino, arrojándolos al abismo«.

Una movilización espontánea, tal como las que se han visto en muchos puntos del mundo últimamente, y en especial hacia fines del 2019 antes que llegara -casualmente- la pandemia de COVID-19, sin conducción, sin proyecto político revolucionario a mediano y largo plazo, termina extinguiéndose; allí no hay revolución socialista (la Primavera Árabe, las cuantiosas protestas en Latinoamérica, los “chalecos amarillos” en Francia, etc.) Y una vanguardia -intelectual o guerrillera- sin conexión con las masas movilizadas, igualmente no es revolución socialista. Ejemplos de fracasos al respecto -tristes y estrepitosos en algunos casos- sobran en la historia. El mesianismo debe dejársele a los Mesías. Y parece que mesías, fuera del oratorio compuesto por Haendel en 1741, no hay.

Hablando de este segundo elemento, del grupo conductor, vale profundizar el análisis. «¿Qué representa una minoría organizada? Si esta minoría es realmente consciente, si sabe llevar tras de sí a las masas, si es capaz de dar respuesta a cada una de las cuestiones planteada en el orden del día, entonces esa minoría es, en esencia, el partido» [revolucionario], decía Lenin en 1920. Ahora bien: ¿quién forma ese partido, vanguardia, elemento de conducción o como quiera llamársele? Gente que tiene una firme convicción en el ideario socialista, gente con sólida preparación ideológico-política y con una ética de la solidaridad a toda prueba. Obviamente, ningún «político» de cualquier partido de la democracia restringida que presenta el capitalismo cumple con estos requisitos. Ellos son, en definitiva, quienes manejan el aparato que custodia los capitales y que está destinado a continuar con las cosas tal cual están. Puede haber maquillajes reformistas, socialdemócratas, pero de allí no pueden pasar. Si lo intentan (Salvador Allende en Chile con un socialismo por vía democrática, Jean-Bertrand Aristide en Haití con importantes reformas sociales o, salvando las distancias, John Kennedy en Estados Unidos intentando oponerse al poderoso complejo militar-industrial, por poner algunos ejemplos) terminan desplazados del poder con un golpe de Estado, o con un balazo en la cabeza.

Ahora bien: ¿pueden militares o religiosos ser revolucionarios? ¡Absolutamente imposible! ¿Por qué? Porque en su ADN ideológico no hay revolución posible alguna. Ambos estamentos sociales están preparados para otra cosa: obedecer y no cuestionar. «Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre» rezaba una pinta del Mayo Francés. Nunca más oportuna la cita: ejército e iglesia son instituciones conservadoras, hiper jerárquicas, autoritarias. No permiten el disenso, la pregunta creativa, el cuestionamiento.

Muchas de las experiencias de nacionalismo socializante que se ha dado, y se sigue dando, en Latinoamérica, con tonos antiimperialistas a veces, no pueden pasar de reformismos capitalistas con cierta preocupación social. Pero de revolución socialista: nada. Y muchas de esas expresiones han sido conducidas justamente por militares: Juan Domingo Perón en Argentina, Getulio Vargas en Brasil, Jacobo Árbenz en Guatemala, Juan Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá, Hugo Chávez en Venezuela. Es que, si son militares los que conducen el cambio, no puede haber cambio revolucionario genuino y sostenible, porque ellos (muchos formados en el más visceral anticomunismo, incluso en la Escuela de las Américas regenteada por Estados Unidos) están listos para «matar enemigos», cumplir órdenes y desfilar (payasada que alimenta un pensamiento no pensante, que solo acata voces de mando). Solo para poner un ejemplo: en Guatemala, los comandos kaibiles -el grupo elite más avanzado- tenía como consigna militante sentirse «máquinas de matar». ¿Puede alguien preparado en esta lógica, en el más absoluto respeto a la autoridad sin cuestionamiento alguno, en el acatar sin deliberar, estar en condiciones de cambiar las estructuras profundas de la sociedad? ¡¡No, en absoluto!!, porque está preparado para conservar esas estructuras.

El general Jorge Rafael Videla en Argentina no entendía por qué lo estaban juzgando como criminal de guerra, cosa que expresó públicamente, si se consideraba un «salvador de la patria ante el avance del comunismo internacional»… ¡Y tenía razón en su razonamiento! Si se dedicó a «matar enemigos», según los manuales con los que se formó, no podía entender por qué ahora lo criminalizaban. Él, al igual que todos los militares latinoamericanos, están para servir al capital, para mantener el estado de cosas y no para cambiarlo. Hugo Chávez en Venezuela pudo afirmar sin vergüenza que en ese país «no hay lucha de clases». «Nosotros, el Movimiento Bolivariano, yo Hugo Chávez, no soy marxista pero no soy antimarxista. No soy comunista pero no soy anticomunista«. ¿De verdad? Intríngulis difícil de digerir.

¿Y los curas? Su máxima expresión de preocupación social fue la Teología de la Liberación, surgida luego del Concilio Vaticano II, cuando la iglesia católica, en sintonía con el clima contestatario dominante en ese entonces: década de los 60 del siglo XX, propuso su «opción preferencial por los pobres». Pero «optar por los pobres» no significa transformar de raíz su situación de exclusión histórica. Fue un movimiento importante, sin dudas, que incluso sirvió para alimentar grandes luchas sociales en su momento, e incluso movimientos de acción armada, pero que no pudo pasar de un reformismo samaritano. En numerosas ocasiones los sacerdotes (¡todos varones, ni una sola mujer!, déficit inaudito ya de entrada) se plantearon la posibilidad de salirse de la curia romana, más nunca lo hicieron. Finalmente, como proyecto transformador no cuajó, no pasó nunca de una buena intención. Más aún: en Latinoamérica fue neutralizado por la llegada en masa de los nuevos cultos neopentecostales, con un discurso enfermizamente anticomunista e individualista. Al no salirse de la égida de Roma, acatando las órdenes del Vaticano finalmente, terminó esfumándose (la imagen del padre Ernesto Cardenal arrodillado frente al Papa Juan Pablo II pidiéndole perdón en Managua lo dice todo).

Definitivamente un proceso revolucionario necesita de revolucionarios. O, para decirlo de otro modo (pues suena demasiado altanero, petulante, cuestionable incluso llamarse «revolucionaria» una persona; los pueblos, a veces, son revolucionarios), necesita la conjunción de masas movilizadas y conducción coherente. Alguien preparado para matar, o alguien que hizo votos de castidad, definitivamente no puede entender de verdad lo que es la gente común (que no mata y que sí tiene actividad sexual).

Por tanto, sabiendo que curas y militares no pueden, aunque quieran, llevar adelante un proceso revolucionario (en las academias castrenses y en los seminarios se prepara a jóvenes para distanciarse de la gente, para sentirse distintos, para no cuestionar el orden dado), sabiendo todo eso, habrá que pensar en algo distinto. Todos los procesos de reforma social con talante antiimperialista que se conocieron en Latinoamérica a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI impulsados por militares «progresistas» terminaron fracasando, no caminaron hacia el socialismo. Cuba se mantiene. ¿Habrá que estudiar el porqué? Todos los procesos conocidos en Latinoamérica inspirados en la Teología de la Liberación, murieron. ¿Habrá que estudiar el porqué? Una revolución socialista la hace la gente común, que no está preparada solo para recibir órdenes. Diferencia absolutamente fundamental.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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Guatemala – La posverdad: una mentira

La posverdad: una mentira

Realidad y verdad

Según la tradición aristotélico-tomista, la realidad es una y dada desde siempre, puesta en forma indubitable a la espera de que el ser humano se contacte con ella. De ese modo, la realidad existe independientemente del sujeto. Hay un esencialismo en juego: las cosas son lo que son, siempre, independientemente del contexto, de la historia. En este marco, según esta gnoseología tradicional, la verdad es la “adecuación del sujeto cognoscente con la cosa conocida” (Adaequatio intellectus et rei, decían los escolásticos medievales) “Ver para creer”, de acuerdo a la famosa fórmula de Santo Tomás de Aquino. La cosa, la realidad, está a la espera de que el sujeto se dirija a ella para aprehenderla y conocerla, por medio de sus sentidos y de la razón. Durante más de dos milenios, ésta fue la idea dominante en la tradición occidental, concepción que sigue prevaleciendo en el sentido común. El peso está puesto en la realidad objetiva.

Desde el Renacimiento europeo (siglos XV y XVI), a partir del cambio de paradigmas que se produjo en aquel momento, las nociones de realidad y de verdad varían. En el mundo moderno, dentro del nuevo ideal de ciencia copernicana, la realidad pasa a ser “construcción”; es decir, producto de la forma en que el sujeto se relaciona con la cosa. La realidad deja de ser una, única, inobjetable. Llegados al presente, con el desarrollo de un pensamiento que se descentra cada vez más de la realidad objetiva como garantía misma de su existencia dada por un supremo creador, con un pensamiento mucho más centrado en el sujeto, interesa fundamentalmente el proceso de “construcción” de esa realidad. Immanuel Kant se encargará de sistematizar esa visión (el mundo está “categorizado” por el sujeto; dios deja de ser garantía. Su “Crítica de la razón pura”, de 1781, es la definitiva acta de nacimiento de esta nueva concepción).

Los datos de las distintas ciencias (no solo las sociales; también las llamadas “exactas”, con la aparición de la física cuántica o la geometría fractal), a partir de una nueva epistemología que rompe vínculos con la tradición aristotélica, ponen el énfasis en la relatividad de la realidad: la misma es entendida como construcción, siempre con algo de azaroso, construcción histórica y, por tanto, cambiante, variada, en definitiva: relativa. El peso pasa al sujeto y a las relaciones que establece con la cosa. Así como una botella está medio vacía o medio llena, según el punto de vista con que se la considere, así comienza a entenderse esta nueva visión de la realidad. La realidad y la verdad dejan de ser un absoluto. Ya no hay ser supremo como garantía de nada.

Ambos elementos, realidad y verdad, entonces se construyen. No hay verdades absolutas. Aunque hayan obligado a retractarse a Galileo para no ser quemado en la pira por negar una verdad absoluta, su célebre frase cuando salió del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición lo dice todo: “eppur si muove” (“sin embargo, se mueve”). Incluso las ciencias llamadas “exactas”, que se suponen indubitables, hablan de una relatividad en juego. No hay verdades absolutas. La rigurosa física newtoniana, bastión del “avance” técnico del mundo moderno, hoy no sirve para conceptualizar -y operar- en la realidad contemporánea: para viajes a estrellas lejanísimas hay que generar una nueva física; ya no se puede viajar en el espacio tridimensional. Por tanto: la verdad es siempre histórica, relativa. Pero hoy, con el auge monumental de las nuevas tecnologías digitales, la misma noción de verdad cambia. No solo que la verdad es relativa: ¡ya no hay verdad! ¿En qué podemos confiar?, ¿qué podemos creer? La realidad parece esfumarse. ¿Cuál es la verdad? No la hay… O, en todo caso, según se nos informa ahora, “superamos” la verdad. Ahora hay post verdad.

Hacia la post verdad

Las comunicaciones, uno de los ámbitos que más creció y sigue creciendo vertiginosamente entre todo el quehacer humano en estos últimos siglos, construye un mundo nuevo. El capitalismo, desde sus albores, es sinónimo de comunicaciones, desde la navegación a vela a los viajes espaciales, desde la imprenta de Gutenberg a las actuales redes sociales, desde el telégrafo a los teléfonos inteligentes. El capitalismo que sale victorioso de la Guerra Fría levanta como una de sus banderas justamente este elemento: el mundo ha pasado a ser un terreno común a todos, absolutamente conocido, donde ya no quedan rincones inaccesibles. Los medios masivos de comunicación completan el panorama de un modo monumental. El auge del internet como red de redes comunicativas -super autopista informática- es la demostración palpable de que el siglo XXI constituye una aldea realmente globalizada. El panóptico es una realidad evidente (tecnologías digitales 5G, y 6G ya en camino), mientras la privacidad cede su lugar a un hipercontrol de los grandes poderes que lo saben todo, siempre y en cualquier lugar.

Con el final de la Guerra Fría y el triunfo del gran capital transnacionalizado, el discurso hegemónico -en su versión neoliberal- se siente en condiciones de decir lo que le plazca. Surgen así los mitos post caída del muro de Berlín, que nadie se atreve a contradecir. Los mitos (narración fabulosahistoria ficticia) son construcciones simbólicas, responden a momentos históricos, a coyunturas sociales puntuales, a tejidos del poder. “Fin de las ideologías”, “resolución consensuada de conflictos”, “pragmatismo”, “triunfo del posibilismo y la resignación”, “entronización del hedonismo”, creciente fetichización de la tecnología, “colaboradores” y no “trabajadores”, “responsabilidad social empresarial” reemplazando al Estado, son distintos elementos-baluartes que conforman los nuevos paradigmas. En esa lógica llegamos al patético absurdo de “post verdad”: no hay verdad o, más precisamente dicho, la verdad no importa.

La verdad, ya no como adecuación del pensamiento y la cosa sino como construcción (como “desocultamiento” dirá Heidegger), pero siempre como motor de la actividad humana, ahora sería prescindible, desechable. Pero, ¿qué es la “post verdad”? “La industria y manufactura de los mensajes que producen reacciones emocionales que son independientes de su relación con la realidad. (…) Una forma sistémica y manufacturada de la circulación de la información en los medios de comunicación” (Fernando Broncano). En otros términos: “La indiferencia por la realidad”, la desinformación llevada a su grado extremo, el reino del adormecimiento. Si se quiere: la construcción infinita de mitos, de relatos fabulosos sin ningún correlato con lo real, pero que sirven a alguien (por supuesto, no a las grandes mayorías, que son forzadas a “consumirlos”, sino a los grupos de poder, que son quienes los generan a su total beneficio).

Los medios masivos de comunicación, las redes sociales de internet con los net centers o troll centers operando mentiras organizadas, la promoción sin ninguna culpa de lo que actualmente se llama -con total tranquilidad y desvergüenza- fake news (noticias falsas), mantienen el mundo de la llamada “post verdad”. Se promueve abiertamente la indiferencia por los hechos reales y concretos, la desinformación llevada a su grado extremo, el reino del adormecimiento y de la superficialidad, la liviandad absoluta, la banalización en su grado máximo. La realidad no importa (puede ser un holograma, una realidad virtual), cuentan solo los efectos emotivos manipulados por contenidos aparentemente cognoscitivos. Interesa el efecto logrado: todo es hologramático, virtual, evanescente. De hecho, la economía dominante es una ficticia economía virtual, financiera, sin sustento efectivo en bienes materiales (por eso China, con una economía con base real está superando al mundo financiero de Estados Unidos). De ese modo, se va perdiendo la dimensión de dónde estamos, no se sabe si hay verdades firmes o sin asidero. La imagen (manipulada infinitamente con los actuales programas computacionales y técnicas de vanguardia varias, tal como muestran los videos que abren este opúsculo) borra el contorno entre realidad e irrealidad. Así surge esa vaga noción de post verdad.

Todo es posible, la vida es algo así como un sueño bien montado. O, para decirlo más claramente, esos poderes dominantes intentan construir un mundo social basado en esa deletérea evanescencia. La mentira se ha entronizado; la mentira pasó a ser parte fundamental de la realidad en que vivimos. ¡O que se nos hace vivir! Las redes sociales, amplias dominadoras de la cultura actual, permiten mentir sin límites, impunemente. Cualquiera puede tener 5,000 amigos (¿5,000 amigos? …, parece la canción de Roberto Carlos), cambiar indistintamente su identidad, su género, su imagen. La sensación implícita es que sí: ¡todo es posible! Claro…, en la virtualidad. Pero la vida no es solo virtual. El pan que falta en la mesa, o el cachiporrazo que da el policía al manifestante, no son virtuales.

Hoy día la sociedad de la información, por medio de sutiles herramientas, nos sobrecarga de referencias. La suma de conocimiento, o más específicamente: de datos, de que se dispone es fabulosa. Pero tanta información acumulada, para el ciudadano de a pie y sin mayores criterios con que procesarla, termina resultando contraproducente. Toda esta saturación y sobreabundancia de ¿información?, y su posible banalización, está inundando todo. Ya no hay criterio para saber qué es qué; los net centers cumplen a cabalidad su contenido (ello recuerda lo dicho hace casi un siglo por Goebbels, patéticamente actual al día de hoy: “Una mentira repetida mil veces se termina convirtiendo en una verdad”). De una cultura del conocimiento y su posible apropiación se puede pasar sin mayor solución de continuidad a una cultura de la superficialidad. Si la verdad no cuenta y solo importa la “post” verdad, ¿cómo orientarse? Las TICs (tecnologías de la información y la comunicación) permiten ambas vías: el pensamiento crítico y la más ramplona banalidad. En tal sentido, se ha hablado, entonces, de intelicidio (Mario Roberto Morales). Pareciera que las redes sociales contribuyen mucho a eso: el olvido (¿o la muerte?) del pensamiento crítico. Los filtros y los distintos dispositivos informáticos existentes permiten falsear/procesar/manipular la realidad a punto de hacer desaparecer la verdad: no hay verdad, hay solo post verdad. Es decir: una pura ilusión. En la virtualidad se puede ser y hacer cualquier cosa. ¿Cuál es la verdad? No importa: solo importa el efecto que se logra con estas realidades virtuales técnicamente bien manipuladas: soy gordo pero aparezco delgado, tengo arrugas pero aparezco con rostro lozano, soy calvo pero aparezco con melena, no sé qué decir pero opino cualquier cosa sin la menor vergüenza, un mago prestigioso hace “desaparecer” la estatua de La Libertad en Nueva York, y las mentiras bien montadas edifican un mundo virtual/real en el que nos movemos sin aparente posibilidad de salida. La opinión política, el análisis pormenorizado, la reflexión profunda se ven reemplazadas por un tuit de 280 caracteres.

A la ideología capitalista neoliberal dominante todo esto le es perfectamente funcional. Cuanto menos se piense, cuanto menos se critique: mejor. Las nuevas generaciones han sido moldeadas en esa matriz: pareciera que los poderes se encargaran de hacer creer que la verdad sobra. No hay verdad, todo se esfuma, se diluye. La pregunta que persiste es: ¿así será el futuro? Mejor si construimos un futuro donde la verdad cuente.

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Autor: Marcelo Colussi

Fuente de la Información: https://rebelion.org/la-post-verdad-una-mentira/

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Hablando de ética: avances y retrocesos

Por: Marcelo Colussi

Observada la historia en su faceta material, obvio que se ha registrado un progreso monumental. La duda se abre en ámbito propiamente humano: ¿ha habido progreso en este sentido? ¿Puede haberlo?

«A veces la guerra está justificada para conseguir la paz«.

Barack Obama, ¡Premio Nobel de la Paz! (SIC)

¿Hay progreso en la historia humana? La respuesta depende de qué entendamos por progreso. La tendencia casi inmediata en nuestra cotidianeidad, marcada por un fuerte sesgo economicista, es concebirlo como «mejoramiento», como «superación», de suyo ligado al ámbito material. En general, sin embargo, esta reflexión no nos la planteamos en términos subjetivos: ¿se progresa espiritualmente?, ¿hay progreso cultural? La ética, ¿progresa? ¿Se mejora la calidad de lo humano?

Observada la historia en su faceta material, desde el primer ser humano de las cavernas hace dos millones y medio de años atrás hasta nuestros días, es más que obvio que se ha registrado progreso, un progreso enorme, monumental. Al menos en lo técnico, en lo material, en la forma en que nos relacionamos con la naturaleza e inventamos una nueva naturaleza «social». La duda se abre en el otro ámbito, en lo más propiamente humano: ¿ha habido progreso en este sentido? ¿Puede haberlo?

En principio podríamos estar tentados de decir que, aunque muy lentamente, la humanidad va progresando en términos éticos. Hoy, distintamente a la antigüedad clásica de tantos pueblos, ya no se practican sacrificios humanos; hoy, un déspota gobernante no puede pedir un festín de sangre o bajar el pulgar para ver cómo un ser humano mata a otro para solaz de los observadores. Al día de hoy contamos con leyes que protegen, cada vez más, la vida y su calidad. Se legisla el aborto y la eutanasia. Hoy la tendencia es buscar repartir los beneficios del progreso material entre todos, y no reservarlos para la familia real, para el sacerdote supremo o el cacique de la tribu. El machismo, aunque aún se practica día a día en forma repulsiva –la ola de femicidio no se detiene–, comienza a ser puesto en la picota. Y otro tanto sucede con el racismo, aunque como práctica social concreta siga existiendo (ahí está George Floyd, entre tantos otros, como infame recordatorio). Todo lo cual, entonces, nos puede hacer llegar a la conclusión que, sin dudas, sí hay progreso social. Aunque justifique las guerras, tal como lo dice el epígrafe, un afrodescendiente, un nigger puede llegar al sillón presidencial de la Casa Blanca.

Arribados a este punto, es necesario puntualizar un par de consideraciones fuertes, que sin dudas no pueden agotarse en este pequeño trabajo, y que llaman a su profundización: por un lado, es siempre muy relativo (¿precario quizá?, siempre en condiciones de retroceder) el «avance» que se da en la condición humana, en su esfera ética. Los «progresos» espirituales son de una naturaleza radicalmente diversa a aquellos otros del orden material. Si no hay Tercera Guerra Mundial (con energía atómica), podemos estar –relativamente– seguros que no volveremos a las cavernas y a las hachas neolíticas; pero no podemos estar tan seguros de que se ha afianzado de una vez y para siempre la cultura de la no violencia, la tolerancia y la convivencia pacífica entre todos los seres humanos, más allá de las pomposas declaraciones que se escuchan a diario y de la «corrección política» que se va imponiendo por todos lados. Una rápida mirada a la coyuntura mundial nos lo recuerda de modo feroz.

¿Cómo explicar, si no, que en la Rusia post soviética los otrora cuadros comunistas se tornen tan rápida y fácilmente despiadados capitalistas explotadores, o que en ese experimento tan singular que es la China socialista con economía de mercado, abierta la posibilidad de la acumulación –»Ser rico es glorioso» dijo Deng Xiao Ping– aparezcan multimillonarios similares, o superiores, a los del capitalismo occidental? Toda la fascinante tecnología que hemos desarrollado en milenios y nos llevó, entre otras cosas, a la energía atómica, no impidió que se lanzaran bombas nucleares sobre población civil no combatiente con una crueldad que puede empalidecer ante cualquier «primitiva» civilización del pasado. Aunque la justificación oficial del gobierno de Washington pueda parecer «piadosa» (evitar más muertes con un desembarco), la verdad es otra cosa: una absoluta demostración de poder. Esto, sólo por poner algún ejemplo. O para abundar algo en esta línea: la tecnología que permite el espectacular mundo moderno, con vehículos que surcan la faz del planeta a velocidades siempre crecientes, lleva al mismo tiempo a una catástrofe medioambiental de proporciones dantescas, ocasionada en muy buena medida por los motores que impulsan a esos vehículos. Y si se reemplazan los combustibles fósiles por energías no contaminantes, tal como utilizan los vehículos impulsados por baterías eléctricas para las que se necesita el litio como elemento básico, ahí está el golpe de Estado en Bolivia en el 2018. Y un magnate productor de algunos de esos vehículos (Elon Musk: «Derrocamos a quien queramos«) puede justificar el latrocinio muy alegremente, sin recibir condena alguna. ¿Progreso entonces?

Hay una idea cuestionable de progreso. Se puede, por ejemplo, destruir la selva tropical y a los pueblos que allí habitan para extraer petróleo con los que alimentar vehículos con motores de combustión interna, o matar «cholos» en Bolivia para quedarse con los Salares de Uyuni, ¿en nombre del progreso? Progreso, valga decir, que nos va dejando paulatinamente sin agua dulce para continuar la vida. ¿Puede decirse seriamente que hay «progreso» social si un habitante término medio de un país ¿desarrollado? como Estados Unidos consume un promedio de 100 litros diarios de agua, o más, mientras que un habitante del África negra sólo tiene acceso a un litro? Dicho sea de paso: por la falta de agua potable mueren dos mil personas diarias. ¿Cuál es el «progreso» humano en que asienta ese monumental absurdo? Porque lo peor de todo es que a ese blanco término medio que riega su jardín 3 veces por semana y lava sin cesar sus varios vehículos, no le interesa la sed de un semejante africano; es más: ni siquiera está enterado de ello. La tecnología, definitivamente, no tiene la culpa de esta locura en juego. La lectura serena y objetiva del estado del mundo nos fuerza a reflexionar sobre todo esto: ¿avanzamos o retrocedemos en términos éticos?

El poder sigue siendo el eje que mueve las sociedades; poder que se articula con el afán de lucro, que no es sino la contracara de la idea de propiedad privada, todas ellas absolutas creaciones humanas.

Justamente como la sed de poder no se ha extinguido, el trágico disparate en curso en la actualidad, con los halcones fundamentalistas manejando la hiper-potencia mundial (no importa cuál sea el presidente de turno sentado en la Casa Blanca), nos puede llevar de nuevo a las cavernas y al período neolítico (la guerra nuclear generalizada, aunque ya no exista la Unión Soviética y una frontal Guerra Fría, no es una fantasía de ciencia ficción; sigue siendo una posibilidad y está a la vuelta de la esquina). En tal caso no sería la «evolución» técnica la que nos devolvería a ese estadio sino –una vez más– nuestra dificultad para progresar en lo ético. Salvando las formas económicas, ¿es muy distinta en términos éticos una empresa petrolera o fabricante de armas de los Estados Unidos actual comparada con un faraón egipcio, por ejemplo, aunque hoy se llenen la boca hablando de responsabilidad social empresarial, contratando muchas mujeres, negros y homosexuales? ¿Qué diferencia en esencia a estas empresas «legales» de un cartel del narcotráfico?

«Es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo«, decía sarcásticamente Bertolt Brecht. Las guerras –cíclicas, obstinadamente repetitivas– nos recuerdan de manera dramática estos desgarrones de nuestra mortal y evanescente condición: progresa la técnica, pero lo ético sigue siendo la asignatura pendiente. Hablamos cada vez más de derechos humanos y de respeto a la vida, pero en las guerras se sigue premiando como héroe de la patria a quien más enemigos mate. ¿Cómo entender eso? Dicho sea de paso también: el negocio más grande todos los actualmente existentes y aquél que ocupa la mayor inteligencia humana -y también la artificial– para la creación y renovación constante, ¡es la guerra! La producción de armamentos –desde una simple pistola hasta los misiles nucleares más poderosos– son el renglón más desarrollado de todos los que implementa la especie humana. ¿Lo qué más ha progresado entonces?

Más allá de esta primera consideración –de un talante pesimista seguramente– cabe un segundo comentario, no menos importante que el anterior, y con el cual se relaciona: aunque lento, tortuoso, plagado de dificultades, casi con valor de conclusión podemos decir entonces que efectivamente ha habido progreso social. Repitámoslo: hoy no se quema vivo a nadie por hereje; se pueden quemar libros, pero eso no es lo mismo. Hoy, aunque estamos aún lejísimos de alcanzarla, el tema de la justicia –económica, social, de género, étnica– es ya un patrimonio de la agenda de discusión de toda la humanidad; hoy, aunque persiste el machismo, ya no existe el derecho de pernada ni se utilizan cinturones de castidad para las mujeres, en numerosos lugares no se penaliza la homosexualidad permitiéndose los matrimonios entre iguales, y las leyes –ya universalizadas– fijan prestaciones laborales (aunque el capitalismo salvaje de estos años recién pasados está intentando borrar esos avances sociales).

En esta línea de pensamiento se inscribe una cantidad, bastante grande por cierto, de temas referidos a lo socio-cultural, que son incuestionables avances, mejoras, progresos en lo humano. La lista podría ser extensa, pero a los fines de mencionar algunos de los puntos más relevantes, podríamos decir que ahí entran todos los pasos que conciernen a la dignificación humana. No con la misma intensidad en todos los rincones del planeta, pero en el transcurso de los últimos siglos, con la modernidad que trajo una visión científica de la realidad, los derechos humanos hicieron su entrada triunfal en la historia. Hoy por hoy son ya una conquista irrenunciable. Se podrá decir que son un engendro occidental que, si se quiere profundizar, surgen como un camino paralelo a la lucha revolucionaria por el cambio social (el materialismo histórico no necesita ese complemento quizá); pero existen y marcan un camino de avance ético. Ya nadie puede matar por capricho a un esclavo, porque hoy ya se ha superado ese «primitivismo» de la esclavitud. Aunque hay que aclarar, no obstante, que la Organización Internacional del Trabajo ha denunciado que pese a nuestro «progreso» en materia laboral persisten cerca de 30 millones de trabajadores esclavizados en este siglo «hiper tecnológico», en muchos casos produciendo las maravillas industriales que se consumen alegremente en lugares donde la vida es simpática y próspera y nadie piensa en esclavos.

El siglo XX, luego de mostrar hasta dónde es posible llevar el hambre de poder de los humanos con la Segunda Guerra Mundial (tendencia de los varones, valga precisar, que son quienes realmente lo ejercen –el 99% de las propiedades del mundo están en manos varoniles–), dio como resultado el establecimiento de gestos muy importantes para asegurar esa dignidad de la que hablábamos arriba: se constituyó el sistema de Naciones Unidas y se fijó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero la historia de estos últimos años mostró que, más allá de una buena intención, esas instancias no resolvieron –¡ni podrán resolver nunca!– problemas históricos de las sociedades (porque no pasan de decorosos remiendos); ahora que vemos naufragar esos tibios intentos luego de las «guerras preventivas» que impulsa Washington en un mundo que sigue marcado por el manejo vertical de los megacapitales globales, entonces, no podemos menos que afirmar que «estamos retrocediendo» en esos avances. Pomposas declaraciones y actitudes políticamente correctas: sí (hasta un presidente negro en Estados Unidos); cambios reales: no. Esta, entonces, podríamos decir que es la segunda aseveración fuerte: si ha habido algún progreso en lo cultural, ahora lo estamos perdiendo. O, dicho de otro modo, hay una tensión perpetua en la que se avanza y retrocede en un balance siempre inestable.

Lo que en el curso de los últimos dos siglos fueron avances en la esfera social, desde la caída de la Unión Soviética (primer y más sostenido experimento socialista de la historia), han venido retrocediendo sistemáticamente. Hasta incluso en el mismo seno de las Naciones Unidas, que habla pomposamente de derechos humanos, se perdieron conquistas laborales, aunque suene paradójico (en general el personal trabaja ahora por contratos puntuales, sin prestaciones laborales, precarizados). Si allí sucede eso, ya no digamos cuál es el grado de avasallamiento de los derechos de los trabajadores a escala global. Caído el emblemático Muro de Berlín, el capital se siente dueño absoluto del mundo; en estos pocos años se han perdido conquistas sindicales históricas, se retrocedió en organización político-sindical, se desmovilizaron actitudes contestatarias. Si volvían protestas callejeras espontáneas en el transcurso del 2019 alzando la voz contra las infames políticas neoliberales, la llegada de la pandemia de COVID-19 («curiosa» llegada, por cierto), las silenció, las postergó. Lo que se puede apreciar en estos últimos años, luego del proclamado «fin de la historia» con el derrumbe del campo socialista este-europeo, es que creció lo que podría llamarse «cultura light», la sobrevivencia no-crítica, el «amansamiento» colectivo. Es decir: se criminalizó la protesta como nunca antes. ¡Trabaje y no proteste, consuma y no piense!, pasó a ser la consigna universal. El actual confinamiento que trajo el coronavirus sirvió para aumentar esa tendencia. De hecho, se precarizaron más aún las condiciones laborales, y el trabajo hogareño, en buena medida, pasó a ser la norma. ¿Alguien diría que trabajar desde su caso es progreso?

Lo curioso, o complejo –¿trágico quizá?, ¿patético?– en todo este problemático y enmarañado ámbito del progreso humano es que mientras por un lado nos alejamos de los prejuicios más estereotipados y se comienzan a tolerar, por ejemplo, matrimonios homosexuales o que un afrodescendiente pueda haber llegado al sillón presidencial en el racista país que hoy hace las veces de potencia principal, al mismo tiempo ese mismo país (no el presidente, claro, sino los que tienen el poder decisorio final: blancos multimillonarios que manejan corporaciones multinacionales) diseña planes geoestratégicos que irrespetan las nociones elementales de derechos humanos modernos, permitiéndose invadir cuando quieren y en nombre de lo que quieren. Sin dudas que todo esto es contradictorio, complejo, difícil de entender. Y junto a eso, no olvidar, potencias capitalistas de Europa occidental, promotoras de los sacrosantos derechos humanos, en pleno siglo XXI… ¡aún mantienen enclaves coloniales! Sin dudas, avanzamos y retrocedemos al mismo tiempo.

Con las estrategias imperiales en curso mantenidas por Washington se han perdido importantes avances en relación al respeto y al entendimiento entre seres humanos, aunque se haya dado el importante paso de permitirse superar un racismo histórico que llevó a linchar negros hasta hace apenas unos años. ¿Avanzamos o retrocedemos entonces? Quizá, aunque pueda sonar a ciencia-ficción, haya grupos de poder que ya están concibiendo –¿quizá implementando?– estrategias para instalarse fuera de nuestro planeta, condenando a quienes se queden en esta maltrecha Tierra a sobrevivir como puedan… si es que pueden. Con lo que –una vez más– la edad de las cavernas y las hachas de piedra no se ven tan lejanas, metafórica y literalmente. ¿Quiénes detentan hoy el poder global? Los que tienen esas hachas y garrotes más grandes: los que tienen los misiles nucleares más poderosos. Nihil novum sub sole? ¿Nada nuevo bajo el sol?

En definitiva, decidir en términos académicos, en nombre de alguna pureza semántica, si avanzamos o retrocedemos moralmente, puede ser intrascendente. Si miramos la historia de la especie humana, hay avances; pero eso solo si hacemos una mirada de muy largo alcance, de siglos, o de milenios. Hay avances importantes (el movimiento feminista, las reivindicaciones étnicas, la aceptación de la diversidad sexual), pero hay retrocesos en la justicia social. Lo que está claro es que no puede haber cambio real y sostenible si no se avanza simultáneamente en todos los aspectos.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

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Fuente e imagen: https://www.alainet.org/es/articulo/210578

 

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Migraciones: una mirada crítica

Por: Marcelo Colussi 

Las migraciones han existido siempre en la historia. Podría decirse que si algo caracteriza a la especie humana es su afán de búsqueda, de descubrimiento; de ahí que emigró y cubrió todo el planeta. El Homo Habilis, aparecido hace dos millones y medio de años en la zona de los Grandes Lagos de África, migró por toda la faz de la Tierra, adaptándose a todos las regiones y climas. Las “razas” actuales -concepto que alguna vez habrá que dejar de usar definitivamente- no son sino expresión de ese tronco común. El genoma humano no difiere en ninguna latitud del globo terráqueo. En ese sentido, las migraciones son un fenómeno positivo.

Pero, desde hace ya unas décadas, la arquitectura de la sociedad planetaria globalizada (capitalista) encuentra en las migraciones un problema cada vez más grave (habrá que aclarar ¿problema para quién?). Millones y millones de personas huyen desesperadas de la pobreza y/o la guerra.

En la actualidad, la situación se tornó casi inmanejable. Lo importante a remarcar en esto es que existe una doble moral en el discurso dominante proveniente de los países desarrollados: se pone frenos a la migración, y al mismo tiempo se aprovecha de ella como mano de obra barata. La situación que pasan los migrantes es bochornosa, tanto en su viaje hacia las supuestas “islas de salvación” como ya instalados en el lugar de llegada, siempre escondiéndose como ciudadanos “irregulares”. Ahora bien: una visión romántica, endulcorada, que busque un perfil más “humanizado” en el trato para con los migrantes, no ayuda en realidad para cambiar las cosas. El núcleo del asunto estriba en modificar la estructura que expulsa cada vez más gente desde los países empobrecidos. Condolerse de los viajeros irregulares y sus penurias es una respuesta moral, correcta sin dudas, pero que no puede modificar nada. Averiguar las causas profundas que mueven a esas migraciones -que no son las mismas de las del Homo Habilis– es otra cosa, sin dudas, más conducente a encontrar soluciones de fondo.

De todos modos, hoy es un discurso largamente generalizado levantar la voz por la situación de los migrantes -“pobres y desamparados migrantes”-. Ello se hace 1) a partir de su marcha hacia el lugar de destino (Estados Unidos y en menor medida Canadá, desde Latinoamérica y el Caribe, o Europa Occidental desde Europa del Este, África o Medio Oriente, o Japón desde el Sudeste asiático) o, si logran llegar, 2) ante las penurias que pasan como “ilegales” en su nueva morada. De cualquier forma, vale hacer una mirada crítica del fenómeno.

Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la humanidad misma. Como se anticipó más arriba, de acuerdo con las hipótesis antropológicas más consistentes, se estima que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta (todo indica que sería el África) y de ahí emigró por toda la superficie del globo. De hecho, el ser humano es el único ser viviente que ha emigrado y se ha adaptado a todos los rincones del mundo, poblando todos los confines. Las migraciones, por lo tanto, no constituyen una novedad en la historia. Siempre las ha habido y generalmente han funcionado como un elemento dinamizador del desarrollo social. Sin embargo, hoy día, y desde hace varios años con una intensidad creciente, se plantean como un “problema”. Lo que aquí queremos delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para quién?

Recientemente el fenómeno ha adquirido una dimensión masiva, de proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por razones de orden puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones, pero más aún: pobreza. A partir de la segunda mitad del siglo XX puede decirse que empieza a constituirse en un verdadero “problema” (al menos para algunos), perdiendo definitivamente su carácter de factor de progreso, de aventura positiva. El planeta Tierra se pobló de humanos justamente gracias a las migraciones. ¿Por qué hoy día son un problema?

Nunca antes como ahora tanta gente huye de situaciones adversas; pero, paradójicamente, nunca antes ha habido tantas situaciones adversas. La riqueza y el bienestar crecen a pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos otros también crece (en forma inversamente proporcional) su marginación, su falta de posibilidades, su precariedad. El sistema imperante, el capitalismo, no puede resolver acuciantes problemas de la Humanidad: se produce el doble de los alimentos necesarios para alimentar a toda la población mundial, pero el hambre sigue siendo uno de los principales flagelos de la gente. Se busca agua en el planeta Marte, mientras en la Tierra son millones los que pasan y mueren de sed. Las tecnologías de vanguardia no sirven para facilitar la vida de todos, sino para cerrar filas

Las oleadas de pobladores del Tercer Mundo indocumentados en viaje hacia el Norte se muestran imparables, siendo este tipo de migración el que alarma al status quo central. En todos estos casos puede verse un interés del migrante por desplazarse desde una situación comparativamente más desventajosa (material, social) hacia una más beneficiosa.

La gente huye de la miseria: del área rural a la ciudad, de los países pobres a la prosperidad del Norte, al igual que huye de las guerras, de las persecuciones políticas, de las cacerías humanas, cualquiera sea su naturaleza. Ahora bien, si el número de “escapados” aumenta (ya sea en forma de desplazados, refugiados, exiliados, de habitantes de barrios marginales en las ciudades o de inmigrantes irregulares en las sociedades más ricas) esto está indicando que las condiciones de vida de donde proviene tanta gente, expulsan en vez de permitir un armónico desarrollo. Nadie “sobra” en su lugar de origen…, pero pareciera.

Con la globalización en curso, a la que actualmente todos asistimos sin poder resistirnos y a la que no está claro si la pandemia de coronavirus pondrá fin, las fronteras del Estado-nación moderno tienden a debilitarse, y los desplazamientos de población (así como los de capital) entre un punto y otro del orbe son cada vez más comunes. Aunque -esto es lo dramático- hay una sustancial diferencia en la forma en que se mueven: los capitales sí lo hacen organizadamente, con un proyecto claro en función de sus intereses; las masas humanas: no.

Lo distintivo en las migraciones actuales, además de su volumen, es el hecho de constituirse como problema para todos los factores que hacen parte de ellas, en virtud de su desorganización, de su desorden, de la pérdida de su condición constructiva. Hace tiempo que las migraciones dejaron de ser percibidas como un motor beneficioso para las sociedades. En un mundo en el que, agigantadamente, en vez de resolverse problemas cruciales, se entroniza la tendencia a dividir entre aquellos que “se salvan” y los que “sobran”, las migraciones (como recurso desesperado de muchísimos) pueden pasar a ser un calvario. Por un lado, si bien permiten parches circunstanciales a partir de las remesas, no cambian estructuralmente la situación de los que emigran; y por otro, crean un supuesto malestar en los países receptores, el cual se maneja arteramente según interesadas agendas políticas.

Lo que está claro es que el fenómeno migratorio en su conjunto está denunciando una falla estructural del sistema social que lo produce. Las grandes megápolis del Tercer Mundo reciben en conjunto diariamente alrededor de 1,000 personas que migran desde el área rural; y algunos miles llegan cada día ilegalmente desde el Sur a los países desarrollados.

Quien lo siente fundamentalmente como un problema, y más raudamente ha dado los primeros pasos para reaccionar, es el área de llegada de tanta migración: el Norte desarrollado. Sin duda que las que emigran son poblaciones en riesgo, pero para la lógica del poder dominante el riesgo está, ante todo, en su propia casa, en la prosperidad del llamado Primer Mundo, que comienza a ser “invadido”, ininterrumpidamente, por contingentes siempre en aumento.

Si tanta gente huye de su situación cotidiana, ello debería llamar a la reflexión inmediata: ¿por qué existe un mundo que integra a algunos y marginaliza a tantos? Las migraciones actuales están hablando, patéticamente, de poblaciones “excedentes” en el planeta. Pero ¿qué mundo puede ser este donde haya gente “de sobra”? Obviamente, los modelos de desarrollo en juego hacen agua, no permiten la integración armoniosa de todas las poblaciones, por lo que hay que replantearlos. En otros términos: el modelo capitalista no ofrece salida para la inmensa mayoría de la población mundial.

Las penurias que deben pasar los migrantes en su marcha hacia la supuesta salvación son enormes, terribles. En estos últimos años de crisis sistémica, desde el 2008 a la fecha, con la ralentización de la economía de muchos países desarrollados, esas penurias se acrecentaron. Qué vendrá luego de la pandemia de coronavirus, es una incógnita, pero todo augura que no habrá nada nuevo para esas enormes masas de gente desesperada. De hecho, desde inicios del 2020 se asiste a una crisis financiera peor aún que la anterior, la cual no puede justificarse, como arteramente intenta la prensa mundial, por la crisis sanitaria. Justamente por esa crisis global del sistema capitalista, las condiciones de recepción de migrantes en el Norte se ponen cada vez más duras, más denigrantes incluso. El discurso oficial que domina en los países industrializados es que “los inmigrantes vienen a quitar puestos de trabajo”. Donald Trump, en Estados Unidos, ganó las elecciones levantado ese sensiblero y mojigato mensaje. Y el Brexit que separó a Gran Bretaña de la Unión Europea también tuvo de fondo esa perspectiva chovinista y xenofóbica. Con ello, lo que se consigue es que la clase trabajadora internacional siga fragmentándose, haciendo que un trabajador del Norte vea a un “mojado” del Sur como un competidor, un enemigo, en definitiva. El “divide y reinarás” cumple perfectamente su cometido.

Pero hay ahí una doble moral en juego: por un lado se aprovecha la mano de obra barata, casi regalada, que llega a los bolsones de desarrollo en el Norte, gente desesperada dispuesta a trabajar por migajas (que, en sus países del Sur representa mucho); y por otro, se le pone trabas cada vez mayores, alentándola a no migrar. Los muros se suceden cada vez con mayor frecuencia, haciendo recordar más a campos de concentración que a fronteras entre naciones.

Es real que la crisis económica hace que muchos trabajadores oriundos de los países desarrollados estén escasos de trabajo, pero el endurecimiento de los obstáculos migratorios con los trabajadores del Sur busca no sólo desestimularlos sino también, básicamente, chantajearlos, pagando salarios bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación. El antiguamente llamado “ejército de reserva industrial” (¡las categorías marxistas siguen siendo válidas!), es decir: las poblaciones desocupadas y siempre listas a trabajar por centavos, no ha desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno global, mundial. Se lo declara problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a mantener bajos los salarios. El único beneficiado en esto es el capital.

No hay dudas que ese endurecimiento torna el viaje de los migrantes una verdadera pesadilla. En Latinoamérica se estima que de cada tres migrantes irregulares solo uno llega al american dream. Otro es devuelto en el camino, y otro muere en el intento. Luego, si sobreviven a condiciones extremas y logran ingresar a las “islas de salvación” (Estados Unidos, Europa, Japón), su estadía allí, en general en condiciones de irregularidad, aumenta la pesadilla.

Pero permítasenos esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por cierto, en relación a las penurias de los migrantes indocumentados. Suele decirse que la vida que llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual es cierto. Y suele exigirse también un mejor trato de parte de esos países para con la enorme masa de migrantes irregulares.

Todo eso está muy bien, expresa un loable esfuerzo, una muestra de preocupación social, de empatía para con el otro. Es, salvando las distancias, como preocuparse por la situación actual de los niños de la calle, o de los jóvenes integrados a pandillas. Pero ese dolor, manifestado en la lamentación por la situación de esas poblaciones especialmente vulnerables y vulnerabilizadas (los migrantes indocumentados, la niñez de la calle, cualquier segmento marginalizado) queda cojo si no se ve también la otra cara del problema: ¡la verdadera y principal cara! ¿Por qué hay millones y millones de migrantes que escapan de sus países de origen, forzados por la situación económica? La cuestión no es tanto pedir un trato digno en los países de llegada, sino plantearse por qué deben escapar.

Los gobiernos de los países expulsores no dicen nada al respecto porque las remesas que envían estos trabajadores indocumentados sirven para paliar, al menos en parte, la pobreza estructural de las familias de origen y evitar que la misma se profundice. En México y Centroamérica esas remesas representan porciones significativamente altas del Producto Bruto Interno (a veces superando el 20%). Son imprescindibles colchones que amortiguan la pobreza crónica, el malestar social reinante.

En vez de quedarnos con la lamentación y victimización del migrante, ¿por qué no denunciar con la misma energía la injusticia estructural que los fuerza a emigrar? Pedir que los países de acogida regularicen su situación migratoria no está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr que nadie tenga que emigrar en esas condiciones, porque su país de origen no le brinda las posibilidades mínimas de sobrevivencia?

Del mismo modo que nadie debe discriminar ni castigar a un niño de la calle (él es el síntoma visible de un proceso social mucho más complejo) tampoco nadie debe excluir, segregar o maltratar a un migrante en condición de irregularidad. Pero ¡cuidado!: si alguien tiene que salir huyendo de su sociedad natal porque ahí no puede sobrevivir, es ahí donde hay que trabajar para cambiar esa injusta y deplorable situación. Trabajar por la regularización de los migrantes que huyeron de la situación de precariedad en sus países de origen puede ser muy bien intencionado, pero no cambia en nada la situación de fondo que sigue expulsando gente. Y, lo peor, quizá no pasa de un asistencialismo con cierto toque caritativo que, en definitiva, ayuda a perpetuar la situación.

Puede ser correcto trabajar/pedir/exigir al gobierno de los Estados Unidos mayor apertura en su política migratoria, pero no debe olvidarse que como país soberano tiene la potestad de establecer esas políticas según su conveniencia. Donde sí se debe actuar con la mayor energía es en los países expulsores, como por ejemplo Guatemala. Es ahí donde se debe pedir/exigir a los Estados nacionales la creación de condiciones que impidan seguir produciendo potenciales migrantes. Si no, ¿habría que luchar porque los países del Norte -Estados Unidos más específicamente para el caso de Centroamérica- acepten también a los más de 15 millones de guatemaltecos que no migran pero que igualmente están en situación de pobreza permaneciendo en el país?

Todas estas preguntas, aparentemente alejadas en principio de respuestas prácticas concretas, deben ser el fundamento de nuestras acciones en torno al tema de las migraciones. En definitiva, el debate teórico serio (creemos que imperioso) sobre todo esto es lo que mejor puede encaminar las futuras intervenciones. Recordemos las palabras de Einstein, famoso inmigrante judío: “no hay nada más práctico que una buena teoría”. Pensemos críticamente toda esta situación: más que lamentarnos por el síntoma evidente, trabajemos en la fuente expulsora. Cuidado: ¡que los árboles no nos impidan ver el bosque!

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* Texto aparecido en la Revista Política y Sociedad N° 57 de la Escuela de Ciencia Política de la Universidad de San Carlos de Guatemala: [1]http://iips.usac.edu.gt/wp-content/uploads/2020/11/REVISTA-P-S-57.pdf

Fuente: https://rebelion.org/migraciones-una-mirada-critica/

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¿Coca-Cola o Pepsi-Cola?: para Latinoamérica no cambia nada

Por: Marcelo Colussi

 

Estados Unidos es hoy la gran potencia capitalista dominadora del mundo. Con una economía enorme y unas fuerzas armadas sin par, con presencia política y económica en prácticamente todos los países del mundo, su clase dominante se siente intocable, portadora de un presunto “destino manifiesto” que le autoriza a actuar como el gendarme global. Pero la nación, más allá de la ilusión de “paraíso” que nos intenta vender a través de Hollywood y toda su parafernalia propagandística, tiene grandes problemas a lo interno. En definitiva, es un país capitalista, y el capitalismo, en tanto sistema socioeconómico, en tanto un modo de producción histórico, no puede solucionar los problemas de la humanidad, porque no está para eso. El capitalismo está para generar lucro personal, no importando el costo: Estados Unidos de América es el paradigma de ese modelo. Si para mantener esa pretendida “prosperidad” hay que masacrar gente o masacrar la naturaleza, no importa. Esa “masacre” constitutiva y estructural hoy empieza a pasarle factura: la sociedad estadounidense construyó un paraíso insostenible, consumiendo más de lo que produce, manteniendo ese nivel de confort solo a base de violencia. Parece que le está llegando la hora como imperio hegemónico.

En su continua lucha y difusión ideológica propagando las presuntas bondades del american way of life, el imperialismo de Estados Unidos se llena la boca hablando de “democracia”, así como de otras preciosuras como “libertad” y “derechos humanos”. Pero su sistema político es obsoleto, lo más antidemocrático que existe: no hay voto directo de la población. Los mandatarios son elegidos a través de un muy cuestionable mecanismo de colegio electoral, que se presta a innumerables acuerdos secretos donde la población votante no tiene ninguna participación. Si de democracia se trata, la gran potencia del Norte no es, precisamente, el referente más adecuado. El interminable bipartidismo de Demócratas y Republicanos, financiado con astronómicas cifras por parte de las grandes empresas privadas, no augura la real y genuina participación de la población.

La coyuntura interna del país pone hoy a Estados Unidos como una nación en crisis, aunque se quiera presentar una imagen de perfección y prosperidad. Por supuesto que hay prosperidad, pero para un grupo cada vez menor, que maneja monumentales ganancias. Es una realidad incontratable que sus años de oro, luego de la Segunda Guerra Mundial cuando aportaba un tercio del producto bruto global y detentaba el monopolio de la bomba atómica, han pasado (hoy aporta el 18% de esa riqueza, pero consume el 25%). Sin estar en bancarrota, ni mucho menos, ha perdido ese dinamismo de otrora. Si bien terminada la Guerra Fría a inicios de los 90 del siglo pasado, con la desintegración de la Unión Soviética, quedó como potencia absoluta unipolar, con una Unión Europea a la que colocó como su furgón de cola y manso aliado político-militar, el panorama global actual ha cambiado. Estados Unidos ya no es un gigante monolítico a prueba de todo.

El consumir más de lo producido, asegurando ese despilfarro en unas monumentales fuerzas armadas que obligan al resto del mundo a hacer del dólar una moneda intocable, le ha pasado factura. Hoy, la deuda externa de Estados Unidos es técnicamente impagable. Su economía, en forma creciente, vive de otras economías (China y Japón son sus principales financistas). Sus grandes mayorías, de todos modos, pese a esa situación insostenible en el tiempo son llevadas/obligadas a un consumo irracional y desbocado, y sus grandes corporaciones siguen lucrando con eso. El deterioro casi irreparable del planeta a causa de esa depredación parece no importarle a su clase dominante.

Como país sigue siendo hegemónico, sin dudas. El imperialismo norteamericano no está derrotado, en absoluto. Sin embargo, las décadas de políticas neoliberales feroces que su oligarquía obligó a impulsar en el resto del mundo, y que también aplicó a lo interno, aumentaron enormemente las diferencias económico-sociales, y hoy hay alrededor de 40 millones de pobres, así como un millón de homeless (personas sin hogar). Todo ello no es solo consecuencia de la pandemia de COVID-19 sino del modelo de desarrollo ultraliberal que favorece a un pequeño estamento a costa de las grandes mayorías. Ningún presidente ha ido contra ello, simplemente… porque no puede. Quien osara medianamente a enfrentarse al monumental complejo militar-industrial -parte fundamental de la economía estadounidense- para intentar terminar con la guerra de Vietnam, John Kennedy, terminó con un balazo en la cabeza.

La concentración de la riqueza es absolutamente injusta, desigual, similar a la de los “Estados fallidos” que se permite denostar acusándolos de “subdesarrollados”: el 1% de su población (WASP: white anglosaxon protestant – blanco anglosajón protestante) concentra el 38.6% de la renta, mientras el 90% de las familias más pobres apenas posee el 22.8%. Además, el racismo visceral que atraviesa su historia, hace que la pobreza recaiga fundamentalmente en la población negra e hispana, los trabajadores más explotados y excluidos. Las recientes explosiones antirracistas con motivo de la muerte del ciudadano afrodescendiente George Floyd muestran cómo el supremacismo blanco sigue presente. Haber tenido un presidente negro, más allá de lo “políticamente correcto” de la cuestión, no resolvió en nada el racismo histórico. Los grupos neonazis blancos, y más aún con el aval del ahora ex presidente Trump, siguen envalentonados. Y los rangers siguen “cazando” migrantes latinoamericanos en su frontera sur con el silencio cómplice de las autoridades.

Acaban de pasar las elecciones. Como acertadamente lo dijo Carlos de Urabá: “Dos ancianos se disputan la presidencia de los EEUU; son dos viejos marrulleros y fanfarrones, dos oligarcas decrépitos acusados por distintas mujeres de abusos sexuales, dos mafiosos neoliberales profesionales de la mentira y la manipulación de masas”. Si bien pueden significar políticas distintas a lo interno (muy relativamente distintas, porque las líneas maestras de esas políticas no se trazan desde la Casa Blanca sino desde las corporaciones que manejan el país), para el resto del mundo las cosas no cambian. Como alguien dijo mordazmente: “es como elegir entre la Coca-Cola y la Pepsi-Cola”.

Ganó Jon Biden, se va Donald Trump; para algunos, quizá muy ilusoriamente, eso significa un cambio sustantivo en la dinámica política del imperio. Insistamos: demócratas y republicanos no ofrecen cambios sustantivos. En lo interno, quizá matices; en lo externo: nada. El “premio Nobel de la Paz”, el afrodescendiente y miembro del Partido Demócrata Barack Obama, fue el mandatario que más guerras impulsó últimamente y que más migrantes latinoamericanos irregulares deportó en la historia. Después de la administración Trump, manejada por un racista xenófobo y machista de ultra derecha propenso al neonazismo, con salidas extemporáneas y dueño de un narcisismo patológico, Biden puede aparecer como “progresista”. Pero ¡cuidado!, ¡no engañarse! Él es parte del establishment político de una derecha reaccionaria que, disfrazada de cierto progresismo, no varió un milímetro la injerencia imperial en Latinoamérica cuando estuvo sentado en Washington; él fue, junto con el presidente Obama, el artífice de todas las maniobras para llevar al poder a candidatos ultra neoliberales en la región desplazando los gobiernos de centro-izquierda; no olvidar que fue él quien estuvo tras la salida de Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula en Brasil para proclamar al neonazi Bolsonaro; fue él y la administración demócrata quienes llevaron a la presidencia a ultra conservadores como Mauricio Macri en Argentina y a Sebastián Piñera en Chile; fue él y el equipo de la Casa Blanca quienes continuaron con el bloqueo a Venezuela declarando a ese país “amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos”. Ante un ultraderechista como el multimillonario Trump puesto a dirigir el país a través de twitts, un político de línea tradicional, con una vicepresidenta mujer y mulata, que habla más responsablemente de cómo enfrentar la pandemia de coronavirus, Biden puede parecer una bocanada de aire fresco. Pero observemos con detenimiento: que una vez más los espejitos de colores no nos obnubilen.

La política exterior del imperio, no olvidarlo, no varía según el color partidario del presidente de turno, porque la misma es fijada básicamente por el complejo militar-industrial y la gran banca privada. Nosotros, en Latinoamérica, constituimos su “patio trasero”. Guatemala en particular es poco relevante para esa política. Toda Centroamérica constituye apenas el 1% del comercio exterior del imperio (solo sirvió como “laboratorio” para lanzar en Guatemala la “lucha contra la corrupción”, luego implementada en Brasil y Argentina, maniobra de la que fue principal actor en terreno el ahora presidente electo). Pero les interesa mantenernos bajo su yugo no solo por lo que puedan robar en estas tierras: materias primas, industrias extractivas llevándose lo mejor dejando migajas y desolación, petróleo (¿ataque impiadoso a Venezuela?), litio (¿reciente golpe de Estado en Bolivia?), biodiversidad de las selvas para sus industrias farmacéuticas, agua dulce. Les interesamos para que nada cambie aquí, para que sigamos siendo su reaseguro ahora (subcontinente cautivo), en un mundo donde la República Popular China, junto con Rusia, comienzan a disputarle la hegemonía global. Por eso tienen más de 70 bases militares en la región latinoamericana. Si las mismas están para “combatir el narcotráfico”, algo no cuadra allí. Por ejemplo en Colombia, con 20 mil millones de dólares gastados en el Plan Colombia (cobrados por las compañías estadounidenses fabricantes de armamentos y proveedoras de servicios militares varios) no se detuvo la narcoactividad, y el consumo de narcóticos de ciudadanos estadounidenses no bajó. ¿Realmente se combatía el narcotráfico? ¡Qué ineptitud militar entonces!

Con cualquier presidente: Biden, Trump, Obama, Bush, Reagan, Carter, etc., seguimos siendo quienes le proporcionamos mano de obra casi regalada a través de la población desesperada que huye de los empobrecidos países latinoamericanos en busca de una presunta salvación personal, y continuamos siendo saqueados por su voracidad imperial, pagándole inmorales deudas externas que se nos obliga a contraer (al nacer, un niño de la región ya debe 2,500 dólares al FMI y al BM), prácticamente regalándole nuestros productos no industrializados por centavos. Y últimamente, dando nuestro trabajo en maquilas o call centers (maquilas para quienes hablan bien inglés) por sueldos de hambre, infinitamente más bajos de lo que los capitales estadounidenses deberían pagarles a trabajadores propios en su territorio. Dicho sea de paso: en maquilas y call centers está terminantemente prohibido constituir sindicatos, y ya es ley no escrita dar siempre la “milla extra” (quien no lo hace es un “mal colaborador”).

En síntesis: no importa qué presidente esté temporalmente en la Casa Blanca. Para nosotros, en Latinoamérica, nada cambia en lo sustancial. La Doctrina Monroe sigue presente: “América para los americanos” … ¡del Norte!

Fuente: https://www.alainet.org/es/articulo/209719

Imagen: http://eljustoreclamo.blogspot.com

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Trabajo infantil: más pobreza a futuro

Por: Marcelo Colussi

Pobreza y riqueza

“¡Los niños primero!” suele decirse. Y durante la artificialmente manipulada guerra de Irán-Irak, entre 1980 y 1988, en que se desangraron en forma inútil ambos países (favoreciendo solo a las potencias capitalistas, que se cansaron de venderles armamentos), esa consigna se cumplió en forma literal: eran niños los que iban primero, al frente… para detectar las minas –¡pisándolas!–. Este patético ejemplo muestra lo que, en buena medida, sigue siendo la actitud del mundo adulto con respecto a la niñez: no siempre se la comprende como la preconizada “semilla del futuro”, más allá que pueda declamárselo levantándose ampulosos discursos en su nombre.

La riqueza de las sociedades no está en sus recursos naturales. Siendo rigurosamente marxistas, o más aún: hegelianos, puede decirse que la única fuente creadora de riqueza es el trabajo humano. La pobreza no se relaciona directamente con la falta de tierra cultivable o la ausencia de un elemento tan importante hoy por hoy como el petróleo; está en la forma en la que se reparte el producto socialmente producido, lo cual tiene que ver con razones políticas, con la forma en que están armadas las sociedades. Por el contrario, la riqueza tiene directa relación con la gente, con la organización social, con la población bien capacitada y alimentada, sana y estudiosa, sin prejuicios atávicos que invalidan y cierran el entendimiento. Japón tiene pocos recursos naturales, y no posee ni una gota de petróleo, pero es inmensamente rico como país. Cuba no tiene una gran producción de bienes y servicios, debido en muy buena medida al inmisericorde e inmoral bloqueo que le impone Estados Unidos. Pero en el país no hay pobreza. Curioso: los índices socioeconómicos de los organismos internacionales que miden el desarrollo de las sociedades ponen a Japón (segunda economía capitalista del mundo) y a Cuba (socialista) en un plano casi de igualdad en relación al llamado “desarrollo humano”: no hay pobreza en dos modelos sociales tan distintos (ni afectan los desastres naturales recurrentes que ambos países sufren, lo que muestra que “riqueza” no es solo –o no es para nada– disponer de muchos aparatos de moda, de lo que ilusoriamente se llama “tecnología de vanguardia”.

Es una verdad lapidaria que la pobreza genera pobreza. Eso no es nada nuevo, por cierto; pero conviene no olvidarlo nunca si queremos aportar algo en la lucha contra las injusticias. Un pueblo se desarrolla no cuando entra en el consumismo voraz sino cuando es dueño de su propio destino, cuando fomenta su espíritu crítico. En otros términos: cuando su población está realmente preparada y en condiciones de afrontar desafíos (los desastres naturales, por ejemplo).

Terminar con la pobreza no es, en absoluto, algo sencillo ni rápido. Muchos países pobres del Sur, de lo que anteriormente llamábamos Tercer Mundo, países que en décadas pasadas comenzaron a recorrer la senda del socialismo (por ejemplo en el África sub-sahariana, países que se liberaron del yugo colonial en la segunda mitad del siglo XX, o naciones musulmanas de Medio Oriente con su llamado socialismo árabe), si bien pudieron crear cuotas de mayor justicia en el reparto de su renta nacional, no han podido aún superar esa lacra de la pobreza en tanto fenómeno económico-social y cultural. De hecho, la misma funciona como círculo vicioso: la pobreza (que no es sólo material: es una suma de carencias materiales y no materiales) no permite el desarrollo integral, y sin él no puede haber mejoramiento en la calidad de vida. Si la educación es una de las claves para superar la pobreza, los sectores pobres, los históricamente marginados son justamente los que menos acceso tienen a esas posibilidades (ni en Japón ni en Cuba hay población analfabeta). Por cierto, donde con mayor elocuencia se ve ese abominable fenómeno del analfabetismo al día de hoy es en la niñez pobre. (Dato complementario, que quizá aclare más el asunto: Argentina, país medianamente desarrollado, para las últimas décadas del siglo pasado no tenía alfabetismo; con las políticas neoliberales que llegaron a partir de la última dictadura militar en 1976, se logró que el mismo reapareciera en la actualidad, con un 30% de población en situación de pobreza).

Niñez trabajadora

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala que para el año 2019 a nivel mundial trabajaban más de 150 millones de menores de edad. De éstos, la mitad participando en formas de trabajo infantil que deben erradicarse absolutamente por ser altamente peligrosas o entrañar explotación; a su vez, la mitad de ese total tiene entre 5 y 14 años de edad. Por otro lado, al menos 8 millones realizan actividades de prostitución o trabajo forzoso, incluyendo en esta última cifra aquellos que, sin ser trabajadores en sentido estricto, participan en conflictos armados como niños-soldado. La situación es altamente compleja, porque ese trabajo infantil en todos los casos es imprescindible para completar el ingreso familiar.

Un niño o niña o un adolescente trabajando constituyen un síntoma social; hablan no sólo del presente de la comunidad a la que pertenecen, sino también de su porvenir. Las causas de por qué un menor trabaja están indisolublemente ligadas a la situación de pobreza estructural de la sociedad en que vive. En cualquier país donde se da el fenómeno, siempre hay que entender el mismo en la lógica de “ayuda” al presupuesto familiar. En las áreas urbanas, según estimaciones de la OIT igualmente, su trabajo puede aportar entre un 20 y un 25% del ingreso del hogar al que pertenece. Y en áreas rurales, donde su trabajo no se traduce monetariamente en forma directa, la ayuda es inestimable porque sin ella –tanto en las faenas agrícolas como en el ámbito doméstico– no se podrían sostener las familias. En Guatemala, por ejemplo –país pobre con altas tasas de desnutrición infantil y analfabetismo– se considera que ese trabajo infantil puede representar hasta un 2% del producto bruto interno.

Por lo tanto, el trabajo infantil llena una acuciante necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de población adulta de una ayuda que, de no tenerla, se vería sumida irremediablemente en la indigencia total (sería como quitar las remesas que envían a los países pobres sus familiares que trabajan ilegales en el Norte). Por lo que estamos ante un complejo círculo vicioso: poblaciones pobres–familias pobres– padres con pesadas cargas familiares–niños que deben trabajar–niños que no acceden a la educación formal–futuros adultos sin capacitación–nuevas familias pobres–continuidad de las poblaciones pobres. Círculo, entonces, muy difícil de romper. ¿Por dónde empezar?

Como dice la Comisión Económica para América Latina (CEPAL): “Desactivar los mecanismos de reproducción de la pobreza precisa de políticas de inversión social que amplíen y potencien el capital humano”. Eso está claro, es una recomendación “políticamente correcta” (como lo son todas las formuladas por organismos internacionales que “estudian” los problemas sin capacidad alguna de incidencia en su solución); pero de no potenciarse eso que se llama “capital humano”, de no capacitarse en función de un desarrollo humano integral y sostenible –como sucede con la masa crítica de niños y niñas que a muy corta edad ya están trabajando y no completarán sus estudios, ni siquiera los primarios– no se ven entonces posibilidades reales de poder superar la pobreza. Está claro que esas recomendaciones, en sí mismas correctas, no dependen de la “buena voluntad” de los gobiernos de turno: tienen que ver con estructuras socio-económicas más profundas. Los gobiernos, aunque quieran, no pueden modificar esa situación, porque ello implica transformar de cuajo las estructuras socioeconómicas vigentes. No es solo cuestión de buena voluntad. Golpearse el pecho y “denunciar” esas injusticias no termina por solucionar nada.

¿Soluciones a la vista?

El capitalismo, claro está, sigue necesitando de esos sectores pobres (mano de obra poco calificada que le asegura altas tasas de rentabilidad) por lo que no se le ve salida al problema dentro de sus marcos. Hay que buscar, entonces, nuevas vías: léase socialismo.

Un menor de edad que trabaja tiene hipotecado su futuro, y por lo tanto el de su sociedad. La relación es inversamente proporcional: a mayor cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de estudio. Por tanto: el trabajo infantil puede salvar del hambre aquí y ahora –como de hecho sucede– pero cercena a futuro las posibilidades de desarrollo, tanto personal como social. Un niño pobre y que trabaja a corta edad será un adulto empobrecido, poco preparado académicamente, que en el mercado de trabajo capitalista solo podrá acceder a los puestos menos remunerados. Por tanto, el sistema seguirá enriqueciéndose, y por supuesto quienes detentan el capital, mientras esa masa de población no podrá salir de los “ejércitos de reserva industrial”, cada vez más grandes, con un modelo económico que cada vez expulsa más gente. Es obvio que el sistema se está suicidando así, pero de momento no da muestras de caer.

Por otro lado, en sí mismo el trabajo infantil es cuestionable por otro cúmulo de razones. Que un niño o niña a cierta edad desarrolle alguna tarea doméstica, o aprenda el oficio de sus padres, puede ser un gran aliciente, tanto personal como colectivo. Es una forma de contribuir a la socialización, puede ser una manera de ir generando un espíritu de responsabilidad, de solidaridad incluso. Pero el trabajo al que nos referimos no es ése precisamente: se trata de algo realizado en un clima de dependencia con todas las cargas que sobrelleva un trabajador –cumplimiento de horarios, exigencias, a veces una gran cuota de peligro– en una edad en que ningún ser humano está preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a soportarlo. Es eso lo que se denuncia como cuestionable: un menor que trabaja pierde, además de su estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de jugar, de la magia de ser niño; es decir: sufre. Si queremos decirlo en forma simplificada: la niñez es la preparación para la adultez. Por tanto, un niño debe ser niño y no un adulto en pequeño. Si eso sucede, en muy buena medida su historia de sufrimiento y penurias varias ya está escrita.

Adicionalmente, y reforzando la historia de que el hilo se corta por el lado más delgado, el trabajo infantil se desenvuelve siempre, comparado con el de los adultos, en condiciones de mayor precariedad. Muchas veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado que es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de “pequeño” (prejuicio con el que deberíamos terminar alguna vez), resulta más “fácil” para el empleador saltarse las legislaciones.

Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra una grosera forma de explotación. Está claro que la pobreza es un círculo vicioso, y desde la pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí y ahora, que posibiliten comer todos los días y no pensar en términos de largo plazo. Pero ahí está la cuestión: un niño trabajador, al igual que un niño puesto en la calle, un niño que mendiga o que se droga, un niño transgresor, nos muestra que todavía falta muchísimo por trabajar en pro de la justicia en todo el mundo. Los moldes del capitalismo definitivamente no permiten encontrarle salida al problema.

Dijo UNICEF: “El mundo no resolverá sus principales problemas mientras no aprenda a mejorar la protección e inversión en el desarrollo físico, mental y emocional de sus niños y niñas”. Si es cierto que el futuro está dado por la niñez, solo atendiendo realmente su situación actual podrá pensarse en un mañana distinto. Ahora bien: si esto se sabe, ¿por qué los gobiernos de la inmensa mayoría del mundo, de los países pobres básicamente, no hacen algo en contra del trabajo infantil, más allá de pomposas declaraciones altisonantes? Simplemente porque el sistema capitalista no lo permite. Educación de primera y buena alimentación para la niñez primermundista (15% de la población mundial); sobrevivencia al modo que se pueda para la otra niñez (no olvidando lo de la guerra Irán-Irak arriba citada). ¿Por qué la “buena” recomendación de UNICEF no es viable en términos reales? Porque el sistema no lo permite. Conclusión: hay que pensar en otro sistema.

Fuente: https://rebelion.org/trabajo-infantil-mas-pobreza-a-futuro/

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