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Nuevas marginalidades

El conflicto: razón de lo humano

Las relaciones entre los seres humanos no siempre son precisamente armónicas; la concordia y la solidaridad son una posibilidad, tanto como la lucha, el conflicto, la competencia. La dieciochesca pretensión iluminista de igualdad y fraternidad no es sino eso: aspiración. La realidad humana está marcada, ante todo, por el conflicto. Nos amamos y somos solidarios… a veces; pero también nos odiamos y chocamos. ¿Por qué la guerra, si no fuera así? ¿Por qué cada dos minutos muere en el mundo una persona por un disparo de arma de fuego? Poner el amor como insignia máxima de las relaciones humanas no deja de tener algo de quimérico (¿inocente quizá?): ¿acaso estamos obligados, o más aún, acaso es posible amarnos todos por igual, poner la otra mejilla luego de abofeteada la primera? Nadie está «obligado» a amar al prójimo; pero sí, en todo caso -eso es la obra civilizatoria- a respetarlo.

Diversos autores, en diferentes momentos históricos y con distintos contextos, han expresado esta verdad. «El individuo sólo puede convertirse en lo que es a través de otro individuo; su misma existencia consiste en su «ser-para-otro». No obstante, esta relación no es en absoluto una relación armónica de cooperación entre individuos igualmente libres que promueven el interés común en persecución de la propia conveniencia. Es más bien una «lucha a vida o muerte» entre individuos esencialmente desiguales, en la que uno es el «amo» y el otro es el «esclavo». El dar esta batalla es la única manera como el ser humano puede acceder a la autoconciencia, es decir, el conocimiento de sus potencialidades y a la libertad de su realización», dirá Herbert Marcuse («Razón y Revolución») sintetizando la dialéctica del amo y del esclavo (capítulo IV) de la «Fenomenología del Espíritu» de Hegel, que permitió a Marx entender el sentido de la historia humana y a Lacan su llamado de «retorno a Freud».

Analizando las sociedades dirá Freud en «El malestar en la cultura»: [es imposible] «excluir la lucha y la competencia de las actividades humanas. Estos factores seguramente son imprescindibles«. [Una situación libre de conflictos] «sólo es concebible teóricamente, pues la realidad es complicada por el hecho de que desde un principio la comunidad está formada por elementos de poderío dispar, por hombres y mujeres, hijos y padres (…), por vencedores y vencidos que se convierten en amos y esclavos«agregará en «El por qué de la guerra». Respondía así a una pregunta de Albert Einstein, tan genial como Freud, ambos igualmente de origen judío, quien se acongojaba por la persecución antisemita promovida por los nazis en la Alemania de pre-guerra, preguntando al fundador del psicoanálisis el porqué de ese odio visceral contra alguien. No olvidar, al respecto, que el Vaticano -centro de la Iglesia católica que preconiza el amor entre toda la humanidad- apoyó la atrocidad antijudía. Quedarse con la idea de «amor al prójimo», además de primaria, precaria o inocente, puede llegar a ser peligrosa: en nombre del amor se pueden cometer las peores barbaridades.

La realidad nos enseña, a sangre y fuego, que a veces, solo a veces, hay paz, o eso que llamamos «paz», y que la tensión está siempre presente. El paraíso bucólico de que nos hablan los pacifismos no hace parte de nuestro mundo. El conflicto, entendido al modo hegeliano recién citado, o como lo entiende el psicoanálisis en otra dimensión de análisis, es el motor de las relaciones humanas, por tanto, de la historia. «La violencia es la partera de la historia«, pudo decir Marx en esa línea. De ahí que la pomposa declaración del «fin de la historia» (Francis Fukuyama), algún tiempo atrás en boga cuando recién caía el Muro de Berlín, resulte arrogantemente osada, y por supuesto condenada a sucumbir como una moda más, como de hecho ya sucedió (el mismo Fukuyama se retractó luego).

Aunque injusta y condenable (¿modificable?) la estructura del mundo es ésta: «elementos de poderío dispar» en «lucha a muerte». Esa es la estructura, el fondo, el escenario sobre el que se teje la historia. Toda la cultura nos da cuenta de este fenómeno. En algún lugar de ese movimiento estamos ubicados, como amos o como esclavos (explotadores o explotados, varones o mujeres, discriminadores o discriminados, adultos o jóvenes, «desarrollados» o «subdesarrollados»). Pero puede suceder que alguien quede por fuera del mismo (del movimiento, ¡no del conflicto!). Ese quedar fuera es la marginalidad.

La experiencia humana se construye sobre esa conflictividad; los elementos enfrentados están integrados en una dialéctica única: son tan imprescindibles el amo cuanto el esclavo. Esa totalidad es la forma en que se despliega la vida, la de todos y cada uno; es, por tanto, la normalidad, el término medio estatuido y aceptado. Una comunidad, cualquiera que sea (una pequeña tribu de cazadores y recolectores que no llegó a la agricultura o la más compleja sociedad tecnotrónica, mal llamada «post industrial»), en todo tiempo y lugar, para ser tal necesita una organización que le permita existir y perpetuarse. Todos sus miembros participan de esa normatividad; si alguien queda por fuera es un desintegrado, un marginal. El conflicto, en cualquiera de sus manifestaciones, no es externo a la constitución humana sino, por el contrario, estructural. Si algún humano no tomara parte en él no participaría del todo social.

La marginalidad

Las sociedades se protegen a sí mismas; la cultura reproduce semejantes. Por tanto lo extraño, lo extemporáneo tiende a ser neutralizado. El mecanismo ad hoc es la segregación, la exclusión. Minuciosamente nos enseña Foucault («Historia de la locura en la época clásica») que en la modernidad occidental (capitalismo industrial) se perfeccionó el espacio de marginación de la «irracionalidad» desarrollándose para ello los dispositivos «científicos» pertinentes: el asilo y el médico alienista. La locura no es sólo la enfermedad mental; es todo aquello que «sobra» en la lógica dominante. Así, describiendo a la Salpêtrière -el mayor asilo de Europa en el siglo XVIII-, Thénon dice: «acoge a mujeres y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos, paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etcétera.«.

Queda claro que «marginal» pueden ser innumerables cosas. Así, por ejemplo, Marx hablaba en 1852, en su obra «El 18 de brumario de Luis Napoleón Bonaparte», de un subproletariado, que él llamó Lumpenproletariät (en alemán: Lumpen significa «trapo», «andrajo»), o sea «marginales» que no constituían precisamente la flor y nata de la lucha revolucionaria, el germen de la transformación social en ciernes, el proletariado esclarecido que el decimonónico pensador fundador del socialismo científico veía como la fuerza que transformaría la sociedad. Para describir ese grupo marginal, fue categórico: «Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista a la cabeza de todas. Junto a roués [disolutos, depravadosarruinados, con equívocos medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores, saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos, organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de diciembre, “Sociedad de beneficencia” en cuanto que todos sus componentes sentían, al igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la nación trabajadora.

Ahora bien: ¿quién sobra? ¿Quién, cómo y en virtud de qué decide que alguien sobre? O, por último: ¿puede «sobrar» un ser humano? ¿Qué significa eso?

La sociedad «produce» sus marginales. En nuestra cosmovisión occidental de raigambre eurocéntrica (hoy día ya global, impuesta sobre todas las otras culturas aún existentes en el planeta) la razón es la pauta que guía la marginación; las divergencias respecto a ella son sancionadas como insensatas, inservibles. La consigna es: «el sueño de la razón produce monstruos«, evocando aquella célebre pintura de Francisco Goya y Lucientes. Por cierto, puede entrar en esa divergencia todo lo que se desee (el «etcétera» de la enumeración de Thénon o, a decir de Marx, «toda esa masa informe, difusa y errante«).

Toda sociedad mantiene un cúmulo de pautas y valores que constituye su normalidad; la sociedad industrial, más que ninguna otra (seguramente debido a lo intrincado de su funcionamiento) preserva su normalidad apartando severamente los «cuerpos extraños». En sociedades menos complejas es menor el espacio para la marginalidad; en un mundo super especializado, con una marcada división del trabajo (quedó radicalmente atrás la sociedad de cazadores y recolectores; hoy día es ya casi una exigencia tener postgrados universitarios para ciertos puestos), mundo hondamente competitivo, es más posible que alguien quede en el camino de la integración. En un mundo tan polifacético y complejo, con megaciudades de 20 o 30 millones de habitantes, hay más campo para los sub-mundos; así es que encontramos sub-mundos del hampa, de la mendicidad, de las drogas, de la vida en las calles, toda la cultura underground (¿habrá que agregar de los «incurables de toda clase»?)

¿Quién constituye hoy ese lumpenproletariado? ¿Quién es hoy día el marginal? Reflexionando sobre esto, Fidel Castro se preguntaba: «¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?«. Es imperioso responderse estas preguntas.

La solidaridad, la tolerancia, el altruismo en su sentido más amplio, si bien se dan a veces, no son, precisamente, lo que más abunda en la experiencia humana. La tendencia a segregar nos sale con demasiada facilidad. «La comunidad humana se mantiene unida merced a dos factores: el imperio de la violencia y los lazos afectivos» dice Freud en una sopesada reflexión de su madurez («El por qué de la guerra», 1932). Amor y odio van de la mano, indisolublemente. Lo extraño, ante todo, produce rechazo. De ahí a su estigmatización sólo hay un paso. Hoy día no se queman en la hoguera del Santo Oficio de la Inquisición a los poseídos («incurables de toda clase» y «etcéteras») sino que se los margina con mayor refinamiento: se los confina (asilos de toda laya: manicomios, cárceles, reformatorios, geriátricos, casas de caridad). Sin ironía: eso es un mejoramiento en la condición humana (encerrado con un chaleco de fuerza ¿es mejor que quemado en la pira?). Pero el discordante sigue siendo el leproso de antaño: encapuchado y con campana para anunciar su paso. Son numerosos los países cuyas constituciones aseguran la no discriminación de las minorías en desventaja. Pero aunque eso esté escrito, la experiencia cotidiana muestra que la exclusión, la marginación, el aislamiento social siguen presentes (piénsese en el racismo del capitalismo de los países llamados centrales, por ejemplo: Estados Unidos y Europa Occidental) La beneficencia, por cierto, es una forma más de segregación.

Podríamos concluir que la marginación es un proceso «natural» de la sociedad complejizada que apoya en características propias de lo humano. Asusta, y por tanto se margina, tanto un vagabundo como un delirante o un débil mental, un homosexual cuanto un seropositivo, una prostituta o un delincuente.

Hacia una nueva marginalidad

No son marginales un soldado que regresa de la guerra o un desocupado; ellos tienen la posibilidad de volver a integrarse al tejido social del que, por razones diversas, se han distanciado. Y en sentido estricto tampoco lo es el anacoreta que eligió la vida solitaria y alejada. La marginalidad conlleva la marca de lo reprochable moralmente, de lo anatematizado, lo que «no debe hacerse», lo «molesto» para la sociedad «sana y ordenada». De ahí que se la aísle, incluso físicamente, confinándola en lugares específicos. El aislamiento en cualquiera de los dispositivos que la sociedad moderna ha ido creando para toda esa masa marginal -cárcel, manicomio, reformatorio, geriátrico, hogar de huérfanos- es sabido que no está concebido para rehabilitar; de hecho, aunque eso ocasionalmente pueda suceder, no es el cometido final de todos los mecanismos de segregación. Su único objetivo es «sacar de en medio», poner al margen, quitar esa «cosa» molesta, fea, desagradable, inmanejable en la cotidianeidad adaptada y bien portada.

Por tanto, marginales son los que circunstancialmente asustan (delincuentes, drogadictos, pandilleros) o, compasivamente vistos, mueven a la ternura (el mendigo desarrapado, el niño de la calle, el «loquito» que anda hablando solo). Pero desde hace algunos años el mundo va tomando tales características que hacen que el fenómeno de la marginalidad deje de ser algo circunstancial para devenir ya estructural. Hoy día asistimos a la marginación ya no sólo del harapiento o del mendigo en la puerta de la iglesia, del «borrachito» perdido que pide limosna para su traguito del día, sino de poblaciones completas. Se habla de áreas marginales, barrios completos, con miles y miles de personas que pasan toda su vida en esa condición de «marginalidad». Si bien nadie lo dice en voz alta, la lógica que cimenta esta nueva exclusión parte del supuesto de «gente que sobra». El temor malthusiano del siglo XIX parece tomar cuerpo en políticas concretas que prescriben no más gente en el planeta (y si se puede menos, mejor). La tendencia en marcha pareciera ser un mundo dual: uno oficial, el integrado, y otro que sobra.

El proceso por el que se llega a esta situación seguramente está ligado al especial desarrollo de la actual productividad: una técnica deslumbrante que termina prescindiendo del sujeto que la concibe. El ser humano comienza a sobrar. Existe un sexo cibernético en el que el otro de carne y hueso no es necesario; la imagen virtual reemplazó a la pareja. ¿La robótica y la hiper automatización prescindirán de la gente? Queda más que claro que lo anunciado por Marx hace un siglo y medio es irrebatible: el desarrollo del sistema capitalista no ofrece salida a la humanidad, por cuanto se produce cada vez más y las condiciones materiales de vida están en condiciones de ser suplidas para la totalidad de la población mundial, pero el modo de producción necesita destruir riqueza para mantener las ganancias (y llegan las guerras) haciendo «sobrar» a la gente antes que repartiendo equitativamente el producto del trabajo social. Visto en términos éticos puede resultar disparatado, pero esa es la cruda realidad: ¡hay poblaciones marginales! ¿Marginales a qué? A un sistema que no puede integrarlas.

En toda sociedad medianamente desarrollada que ya superó su estadio primigenio de cazadores y recolectores, es decir: grupos humanos sedentarios que producen más de lo estrictamente necesario para la sobrevivencia diaria, encontramos formas cada vez más complejas de organización. Integrarse a esas formas dominantes es lo normal y esperable; la inmensa mayoría lo hace (quedando un resto que, o se integra deficientemente, o no se integra nunca -los locos, los raros, los delincuentes-). En otras palabras: siempre hay un espacio, pequeño por cierto, para la no-integración. Freud decía que la neurosis (nuestro modo «normal» de ser), es decir: la entrada en la cultura, en el orden de la Ley, es el costo de la civilización. Podría agregarse que también la psicosis (la locura) y la trasgresión (todas las formas de actos delictivos). Pero aquí se habla de «marginales» en términos individuales; lo patético es que ahora nos enfrentamos a una marginalidad global. ¿Puede haber acaso poblaciones «marginales», «sobrantes»? ¿Acaso países marginales?

El peso relativo de los países pobres (el Sur) es cada vez menor en el concierto internacional. Las materias primas pierden valor aceleradamente ante los productos con alta tecnología incorporada que elaboran los del Norte -obligando a consumir a los del Sur-. Los pobres son cada vez más pobres; y cada vez quedan más confinados a las áreas marginales. ¿Sobran? La pobreza va quedando más delimitada y ubicada en ghettos (quizá nueva forma de asilo). Pero trágicamente esos bolsones no son minorías discordantes, sino que van pasando a ser lo dominante. En las grandes urbes del Tercer Mundo (y también, aunque en menor medida, en el Norte) las zonas marginales crecen imparablemente. En algunos casos albergan ya importantes cantidades de la población de algunas ciudades (una cuarta parte en muchas ciudades latinoamericanas). Evidentemente el fenómeno no es marginal. Valga el dato: 1 de cada 2 nacimientos en el mundo tiene lugar en los llamados asentamientos urbano-marginales; y hay 3 nacimientos por segundo.

El Banco Mundial definió la pobreza como «la inhabilidad para obtener un nivel mínimo de vida«. Probablemente pueda ser inhábil (o menos hábil) una persona especial (un ciego, alguien que perdió un miembro, alguien con Síndrome de Down). Pero no lo son poblaciones completas. La imposibilidad de conseguir un nivel mínimo de subsistencia radica, en todo caso, en condiciones que trascienden lo personal. La pobreza creciente que agobia a sectores cada vez mayores en el mundo no es sólo falta de habilidad para procurarse el sustento; habla, más bien, de un nuevo estilo de marginalidad.

La forma que ha ido tomando el desarrollo del mundo en la actual era post industrial de capitalismo neoliberal (que la actual pandemia de coronavirus no habrá de cambiar) es curiosa, y al mismo tiempo alarmante. Asistimos a una revolución científico-técnica monumental, que se despliega a una velocidad vertiginosa, pero donde lo que debería ser el centro de todo: el ser humano concreto de carne y hueso, queda de lado. Era de las telecomunicaciones, del mundo digital, de la ingeniería genética que en cualquier momento podrá generar vida artificialmente, pero problemas milenarios de la humanidad no se pueden resolver con el capitalismo. Se gastan fortunas inimaginables en armamentos (que algunas empresas reciben como lucrativos beneficios) mientras muchos no alcanzan la dieta mínima para sobrevivir. Se busca agua en el planeta Marte mientras en la Tierra mueren 11,000 personas diarias de diarrea por falta del vital líquido. Algo falla en la idea de progreso. Algo anda mal si se puede llegar a aceptar naturalmente la existencia de áreas marginales (barrios, poblaciones, quizá países, ¿continentes?)

Para la geopolítica de las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental), lo que años atrás era un simple dato sociodemográfico -o, visto de otro modo: un elemento que contribuía a su acumulación de capital-, es decir: personas migrantes desde la pobreza del Sur (Latinoamérica, África, Medio Oriente) que llegaban a trabajar en condiciones de absoluta precariedad con sueldos miserables, hoy día es una preocupación política geoestratégica: las migraciones irregulares masivas son un distorsionador de la gobernabilidad capitalista. Por tanto: ¿sobra esa gente? ¿Sobran los países desde donde provienen? Nadie lo dirá abiertamente, por supuesto -no es «políticamente correcto»-, pero eso es lo que mueve muchas acciones de impacto global. Se dijo, por ejemplo -aunque sea pura especulación conspiracionista- que el VIH-SIDA fue un arma bacteriológica diseñada para exterminar poblaciones en el África. Aunque eso pueda ser totalmente descabellado, el solo hecho que alguien pueda pensarlo muestra que esas ideas tienen sustratos, fundamentos. Lo dicho por Thomas Malthus hace dos siglos sigue presente en la ideología de muchos detentadores de poder, en tomadores de decisiones; en otros términos: «hay demasiada gente en el mundo y la comida no va a alcanzar para todos, por tanto…. ¿eliminar a los sobrantes?».

Cada vez más población queda marginada de la riqueza que la humanidad genera. La marginación del nuevo estilo produce islas de esplendor resguardadas celosamente de mayorías «excedentes». Y mientras cada vez más gente quede al margen del festín, más serán las posibilidades de inestabilidad y eventuales estallidos. No es la intención del presente texto presentar las soluciones a tan difícil problema, pero sí aportar algo en el debate al respecto. A modo de conclusión -e invitando a continuar el análisis- digamos que, aunque la felicidad y la concordia humanas son más un mito que una experiencia concreta, serán de todos modos absolutamente inalcanzables mientras haya alguien que piense -o actúe considerando- que sobra gente en el mundo. Recordemos las estrofas de la Marcha Internacional Comunista: la Tierra debe ser «patria de la humanidad».

Fuente: https://rebelion.org/nuevas-marginalidades/
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El problema de la ética revolucionaria

Por: Marcelo Colussi

Partamos por decir que al utilizar la designación “izquierda” estamos ante un muy amplio abanico de posibilidades; entran allí innumerables posiciones, desde tibios reformismos hasta perspectivas radicales que echan mano de la violencia armada. De todos modos, todas ellas tienen, al menos en términos generales, un común denominador: constituyen una crítica al sistema dominante. En tal sentido, se alzan como voces contestatarias, como propuestas de cambio. No importa precisar aquí si ese cambio se piensa en forma gradual, pacífica, por vía electoral o como resultado de estallidos violentos, con grandes movimientos de masas, con vanguardias que conducen o todo se deja librado al espontaneísmo.

No es intención de este breve texto analizar en detalle cada una de esas posiciones, y mucho menos su grado de impacto en ese proyecto transformador. Lo que está claro es que todas esas expresiones de “izquierda” se distancian de la derecha, la cual, presentando igualmente muy diversos matices y variantes, tiene un común denominador: busca mantener lo dado, es conservadora. Como rasgo distintivo y aglutinador de todas estas posiciones de derecha puede indicarse la voluntad de mantener los beneficios detentados: eso les une, sin dudas es lo único que les une (lo cual ya es más que suficiente para transformarla en un bloque monolítico). La derecha, en el más amplio sentido, tiene algo, o mucho, que perder: privilegios, prebendas, prerrogativas varias. En tal sentido, las posiciones de izquierda expresan el sentir de aquellos que, como dice el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, “no tienen nada que perder, más que sus cadenas”.

Dicho esto, puede intentarse entender qué es eso de “los vicios” que se critican en el campo de la izquierda. O, para ser más precisos, de las izquierdas.

Habría así un extenso listado de “incorrecciones” en el campo de las izquierdas que, vistas desde una posición clásica, ortodoxa, podrían considerarse “vicios” (del latín vitium: falla o defecto), conductas cuestionables que merecen corrección. Es ya clásico, al menos en la ortodoxia de izquierda, hablar de “desviaciones” (lo que supone, por tanto, que habría un camino recto del que no se debería desviar). Entran allí, entre otras, el protagonismo, el mesianismo, la avidez de poder, el autoritarismo, lo que se llamó “comandantismo”, el culto a la personalidad, el machismo, el racismo. La lista es larga y admite muchas otras categorías más.

Quienes levantan esa idea, parten de la base que, en el ámbito de la derecha, todo esto es moneda corriente, lo normal, lo ya establecido, institucionalizado incluso. Por lo que, en el bando contrario, en el campo de las izquierdas, esto no debería pasar. Y si pasa, es un “vicio”, una incorrección que debe ser subsanada. Más aún: con todo el peso del cuestionamiento moral, debe ser castigado, fuertemente fustigado, sometido al escarnio para que no se repita.

Lo patético es que todo esto pasa, y pasa mucho, tanto como en el campo de la derecha. Ejemplos al respecto sobran. La izquierda intenta levantar un mundo nuevo, más justo y solidario, no basado en la explotación de unos sobre otros. Idea encomiable, absolutamente plausible. De hecho, las experiencias socialistas que se dieron a lo largo del siglo XX intentaron poner en marcha un nuevo ideario, una nueva ética superadora de esos “vicios”. Sucede, sin embargo, que más allá de extraordinarios logros en el campo socio-económico que obtuvieron estos proyectos (se terminó con la miseria crónica, con el hambre, con la marginación, se redujo considerablemente o se abolieron distintas formas de explotación, se redujeron tasas de morbi-mortalidad, la noche oscura de la postración y la ignorancia secular se iluminó), más allá de todo ello, la construcción del “Hombre nuevo” siguió siendo una agenda pendiente. ¿Por qué?

Porque la ética -es decir: la tabla de valores que rige la vida, la normativa social, la moral dominante en un momento histórico determinado- no se puede fijar por decreto, no cambia por un acto de voluntad. Es decir: no se puede ser “buena” o “mala” gente por decisión simplemente porque…. no hay “buena” o “mala” gente.

En tal sentido, entonces, debe reconsiderarse esto de “los vicios”. La gente de izquierda o de derecha es, ante todo, gente. O sea: seres humanos cortados por similar tijera, con análogas constituciones psicológicas, formados por historias previas que nos moldean, que nos hacen participar por igual a todo el mundo en el mismo maremágnum de símbolos que organizan nuestras vidas. Si somos consecuentes con lo que nos enseña el psicoanálisis, podemos afirmar que los sujetos humanos no presentamos mayores diferencias estructurales unos de otros, por lo que la “normalidad” es la forma en que la amplia mayoría, la casi totalidad de mortales compartimos los códigos que nos humanizan. Es decir: lo que llamaremos “normales adaptados”, o sea, neuróticos: gente que se humanizó dentro de los cánones impuestos por cada cultura particular en cada momento histórico determinado (con un resto mínimo que no entra ahí: los psicóticos -locos-, o entra a medias: los psicópatas -transgresores-).

De tal forma que los comportamientos que se podrán juzgar “inapropiados”, no pertenecen a la derecha: son patrimonio de la totalidad, del colectivo. La gente que se enrola en ese complejo campo llamado las izquierdas está conformada igualmente por las mismas prácticas. Las luchas de poder, el machismo o el protagonismo individualista, por poner algunos ejemplos, ¿son acaso patrimonio de derechas o de izquierdas?

Está claro que cuando surge la teoría revolucionaria del socialismo científico a mediados del siglo XIX de la mano de Marx y Engels, no se conocía nada aún de las “profundidades” psicológicas de lo humano, lo cual se desarrolla ya entrado el siglo siguiente. Había en ese decimonónico momento fundacional una confianza casi absoluta en la buena fe, en la voluntad humana. La idea de “Hombre nuevo” que se fue forjando en el socialismo de las experiencias reales habidas en el siglo XX se inspira en ese voluntarismo, a veces con ribetes casi mesiánicos. Y los “vicios”, por supuesto, son denostados como “elemento perturbador”, cuerpo extraño que debe ser abolido, anatematizado. “El hombre es un ser lleno de instintos, de egoísmos, nace egoísta; pero por otro lado, la conciencia lo puede conducir a los más grandes actos de heroísmo”, pudo decir Fidel Castro.

Sin dudas, es necesaria una cuota de “voluntad”, de decisión consciente para plantearse cambios sociales. O, si se quiere ser más claro aún: de pasión (el psicoanálisis dirá de deseo). “Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, dirá Hegel.

La experiencia humana en su conjunto, la experiencia de estos primeros pasos dado por las primeras revoluciones socialistas, nos muestran con descarnada evidencia que esos “vicios” son el pan nuestro de cada día, nos construyen, son lo que nos funda como humanos. Entre los animales no hay juegos de poder: el macho alfa de la manada cumple con un instinto al servicio del mantenimiento de la especie; allí no hay machismo patriarcal, ni racismo, ni discriminación por diversidad sexual, ni revista Forbes que indica quiénes son los más “exitosos”. Entre los humanos sí. Si hay mandamientos (“No codiciar la mujer de tu prójimo”, por ejemplo) es porque no existen mecanismos biológicos de autorregulación: somos todos -derecha e izquierda- producto de una construcción social, histórica, por tanto cambiante.

Ahí se plantea el problema crucial: ¿cómo cambiar la sociedad?, ¿cómo sentar los cimientos de un nuevo orden social justo y solidario con este elemento que somos, llenos de “vicios”? Hablando de la naturaleza humana, Voltaire se preguntaba: “¿Creéis que en todo tiempo los hombres se han matado unos a otros como lo hacen actualmente? ¿Que siempre han sido mentirosos, bellacos, pérfidos, ingratos, ladrones, débiles, cobardes, envidiosos, glotones, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios, calumniadores, desenfrenados, fanáticos, hipócritas y necios?” La respuesta, sin dudas, es afirmativa.

El campo de la izquierda tradicionalmente fue optimista en relación a la ética: hay que construir un mundo de equidades, y ello sí es posible. Lo que muestra la experiencia es que, luego de las revoluciones -que efectivamente mejoran condiciones objetivas de las grandes mayorías- también se construyeron grupos privilegiados, burocracias con dachas y prebendas, a veces insultantes para el pueblo, llegándose a excesos increíbles como lo sucedido en algunos movimientos guerrilleros latinoamericanos donde problemas entre “comandantes” se dirimían a balazos: ¿quién es el más revolucionario?, mandándose a matar al “menos” revolucionario.

Entonces, si eso somos, si en las izquierdas también encontramos todo eso, más allá de una declaración de principios altruista y generosa, la cuestión se abre en relación a cómo es posible dar ese cambio social. Si no somos tan solidarios y, pese a las declaraciones de principios, en lo individual seguimos siendo protagonistas, egoístas, machistas, alcohólicos o racistas, ¿cómo construir un mundo de solidaridades donde se superen todos esos “vicios”?

No hay “vicios” de la derecha que se puedan “corregir” en la izquierda. Somos lo que somos (¿la caracterización de Voltaire?) en primer término; secundariamente podemos desarrollar un ideario de cambio, abrazar ideas transformadoras, revolucionarias, pero siempre sobre la base de cómo fuimos moldeados. En nombre de las ideas de cambio se puede estar dispuesto a los más grandes sacrificios, pero la plataforma de partida es lo que somos: es decir, sujetos construidos en todos esos “vicios”. El desafío es grande, pero vale la pena.

Entonces queda la pregunta: ¿qué hay que construir primero: el “Hombre nuevo” o la sociedad nueva? El solo hecho de preguntarlo así ya da la respuesta: ¿“Hombre” nuevo? ¿“Hombre” como sinónimo de Humanidad? El machismo patriarcal se nos filtra indefectiblemente a todos, comandantes y comunes de a pie. No es una cuestión de “buena” o “mala” voluntad: estamos armados sobre esa matriz social, y se hace imposible salirse totalmente de ella, por más “buena” voluntad que haya. Los actos de voluntarismo no pueden dejar de ser eso: actos de voluntarismo. Por tanto, habrá que construir otra matriz, otro código global que dé como resultado nuevos sujetos. De aquí, con el tiempo, quizá surja otro ser humano distinto, con otros “vicios” tal vez, no los ya conocidos. Dinámica compleja, por cierto, que remite a la eterna aporía de qué es primero, si el huevo o la gallina.

Esto no debe llevarnos a la desesperanza, al pesimismo y la resignación. Quizá no hay “progreso” en términos subjetivos, pero sí en términos sociales, macros, que son los que construyen la subjetividad. Sin dudas, la dialéctica del cambio regulará las cuotas de voluntarismo -que tiene límites, por cierto, pero que es necesario en un momento- y la edificación de un nuevo tejido social, moldeador de nuevos sujetos. Valga esta cita de Freud -que no era un marxista precisamente, pero que entendió muy cabalmente lo humano- para llenarnos de esperanza: “Hoy día los nazis queman mis libros; en la Edad Media me hubieran quemado a mí. ¡Hemos progresado!

Fuente: https://rebelion.org/el-problema-de-la-etica-revolucionaria/

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Lucha por la equidad de género, de la mano de la lucha de clases

Por: Marcelo Colussi

En Guatemala, luego de la Firma de Paz en 1996, alguna vez un funcionario de un organismo internacional decía con vehemencia a los consultores que estaban dando forma a un proyecto de apoyo para víctimas de la guerra, que había que posicionar “muy claramente” el tema de género. “Género, género, equidad de género por todos lados”, pedía acucioso. “Eso es lo que los financistas quieren oír”, agregaba con un nada disimulado ímpetu. Esa insistente petición (¿orden?) abría un interrogante: el tema de género como se comenzó a posicionar para la década de los 90 del pasado siglo, ¿surge enteramente de las luchas político-sociales de las mujeres, o tiene algo de artificioso?

Plantear este tema puede verse como un velado machismo que sobrevive subrepticiamente en estas líneas. La intención, sin embargo, es abrir una crítica -serena, profunda y certera- sobre mucho de lo que la llamada “cooperación internacional” impone. La opresión del género femeninoa manos del masculino (patriarcado) es una más de tantas opresiones que recorren la actual dinámica humana, al igual que la económica (diferencia de clases sociales: explotación), la étnica (léase: racismo, “razas superiores” sobre “incivilizados”), el repudio de la diversidad sexual (heteronormatividad reinante descalificadora de otras opciones), adultocentrismo, blancocentrismo, y seguramente más de algún otro etcétera. Luchar contra cualquiera de esas asimetrías no puede hacerse en forma independiente, desgajada: todas las contradicciones se anudan. Imaginemos un mundo manejado, por ejemplo, por mujeres, o por negros, donde también se da la explotación económica (a los varones, o a los blancos): solo sería cambiar de amo. Una verdadera revolución debe modificar todas las asimetrías simultáneamente.

El tema de género, indispensable en las luchas por un mundo de mayor justicia, es de capital importancia. Pero lo que ha venido impulsando ese peculiar mecanismo llamado cooperación internacional en estos últimos años puede llamar a confusión. Vale aquí aquello de “divide y reinarás”. La atomización de las luchas sociales, en vez de potenciarlas, tiende a debilitarlas: cada quien por su lado con su pequeña parcela, logra poco. La cuestión de base no es, obviamente, “mujeres versus hombres”. La actual inequidad de género es un tema social, por tanto, involucra a todos los géneros, al colectivo en su conjunto. Reivindicar a Lorena Bobbit no es el camino.

Nos inspira en esa crítica lo dicho por la feminista comunista Silvia Federici: “No es casual que aunque el capitalismo se base presuntamente en el trabajo asalariado, más de la mitad de la población mundial [amas de casa, trabajadores precarizados] no esté remunerada. La falta de salarios y el subdesarrollo son factores esenciales en la planificación capitalista, nacional e internacional. Esos son medios poderosos con los que provocar la competencia de los trabajadores en el mercado nacional e internacional y hacernos creer que nuestros intereses son diferentes y contradictorios. (…) [Las mujeres] no estamos peleando por una redistribución más equitativa del mismo trabajo. Estamos en lucha para ponerle fin a este trabajo [doméstico no remunerado], y el primer paso es ponerle precio”.

La lucha por la equidad de género, sin articularse con las otras luchas, puede resultar incluso cuestionable. En tal sentido, nos permitimos citar palabras de una incansable luchadora guatemalteca, pionera en la lucha contra el patriarcado en el país, que por razones de seguridad pide ocultar su nombre (la llamaremos simplemente “Entrevistada”). He aquí extractos de una entrevista inédita donde ella plantea estos postulados.

(…) Pregunta: En los 80, en plena guerra, la lucha contra el patriarcado ¿ya empezaba a ser un eje importante?

Entrevistada: Creo que todavía no pasaba a ser tan importante en aquel momento. Creo que hasta ahorita se está reconociendo este tema. Pero no hay que dejar de reconocer que con los comunistas, con los clásicos, es que primeramente se da a conocer la opresión de las mujeres. En su momento no se le daba toda la importancia, pero fueron mujeres comunistas las primeras que plantearon la opresión y la lucha contra el patriarcado. Hay antecedentes de mujeres que venían luchando desde la Revolución Francesa, o desde las luchas de Lenin, y las mujeres comunistas ya habían recorrido un camino, pero nunca se visibilizó ese trabajo. Quizá la única que se visibilizó, seguramente por sus aportes teóricos, fue Rosa Luxemburgo. Después Clara Zetkin, pero no fue tan evidente, más bien fue ocultada. O también Alejandra Kollontai, que hablaba de la sexualidad de un modo pionero, y fue una de las primeras mujeres que ocupó cargos del Estado. Nadia Krupskaya, la compañera de Lenin, que fue una educadora, y así hay muchas mujeres que hasta ahora empiezan a visibilizarse y que en su momento no se las consideraba, pues se decía que no era tan importante la lucha de las mujeres. A pesar de que se tenía todo ese camino recorrido de las mujeres francesas, de las inglesas, por ejemplo con su lucha por el derecho al voto, por prejuicios no se quiere saber mucho de eso. El tema del patriarcado es como con el racismo: son cosas que tenemos tan arraigadas que ni las reconocemos como problema.

(…) El machismo está muy arraigado, es muy difícil combatirlo. Cuando se analiza el patriarcado una se da cuenta que nadie va a querer perder sus privilegios. Porque los hombres, hay que decirlo, tienen más privilegios que las mujeres. Por más que digan que están de acuerdo con la lucha de las mujeres, a la hora de hacer cambios reales de actitudes, de repartir poderes, es muy difícil hacer el cambio.

Pregunta: Cambiar profundamente los patrones culturales es difícil, sin dudas. La transformación social cuesta, con el patriarcado, con el racismo, con autoritarismo. “Vos sos mujer, entonces andá y prepará la comida”. Eso lo tenemos tan incorporado que cambiarlo es cuesta arriba. ¿Qué hacemos entonces?

Entrevistada: Está complicado. Todos los mandatos que trae la sociedad implican esa dificultad, es difícil cambiarlos. Esas son las actividades de las mujeres y estas son las de los hombres; eso parece ya escrito, y por más que quieras hacer cambios de actitudes, tiene que haber una fuerza grandísima para lograrla, y no es fácil. Creo que tienen que pasar generaciones para que se extingan, con un trabajo educativo y político continuo. Por la experiencia que se ve, no es tan fácil de cambiar.

(…) El patriarcado hay que verlo con todas sus facetas: no es algo que solamente sea en la casa. También la sexualidad, el trabajo, la violencia, el trabajo doméstico fundamentalmente. Es todo eso al mismo tiempo. Hasta el año 85 para mí era tan difícil poder ir hilvanando cada una de estas nuevas experiencias que iba reflexionando, porque las iba conociendo, y a partir de los años 85 cuando comparto las reflexiones con otras mujeres que ya lo estaban pensando, se me amplió el panorama. Creo que Cuba todavía no ha logrado definir políticas públicas de mayor impacto en la transformación de las mujeres. Las mujeres han tenido acceso a la educación, y eso está muy bien, pero creo que a la cultura del patriarcado tiene todavía muy arraigada sus raíces en la población, por lo que debe seguir trabajándose. Todo el movimiento de mujeres avanzó mucho en América Latina, y son ellas quienes avanzaron en la lucha contra el patriarcado. Sin embargo, con esto de los lenguajes políticamente correctos ahora hay un retroceso en la lucha. Creo que se ha venido despolitizando el tema de género, se lo ha aguado un poco.

Pregunta: ¿Por qué decís “despolitizado”?

EntrevistadaPorque ya todo el tema de género entró en una cierta moda, un planteamiento vinculado a la cooperación internacional, que fue tornándolo desideologizado, despolitizado. Se lo desvinculó de la lucha de clases, y así perdió toda su fuerza como lucha. Si en Cuba, con una revolución triunfante, cuesta ir haciendo los cambios necesarios, en un contexto como aquí, en Guatemala, de derecha, cuesta mucho más. ¡Cuánto nos costó a nosotras, las mujeres, el reconocimiento de la existencia de violencia en Guatemala! Eso era algo que se tenía por normal. Con toda nuestra lucha empezaron a cambiar un poco las cosas. Empezó a cambiar un poco el marco legal, y así lo empezaron a aprobar una serie de partidos, y en el tiempo, con las Conferencias de las Mujeres organizadas por la ONU, fue que se empezó a reconocer la violencia. Ahora están las leyes, pero su aplicación así como se hace es muy deficiente todavía. Todavía a las mujeres se las manipula, se las excluye; se las hace estar más interesadas en ver la tecnología o la moda, y eso impide que las mujeres estén pensando en tomar conciencia de que son objetos, de que las ven como objetos. La violencia real sigue existiendo, el golpe, la violencia económica, psicológica, y también política.

Pregunta: Desde el 96, cuando se firma la paz, todo se empieza a inundar de cooperación internacional. Fue una avalancha de dólares y euros. Hasta se “puso de moda” el tema de género. ¿Qué opinás de todo eso?

EntrevistadaCreo que desde allí viene la despolitización. Con esa avalancha de dinero cualquiera hacía su grupo sin ningún objetivo estratégico, para conseguir algunos fondos, solamente hablando de equidad de género como una cierta moda que se había instalado. Era un chantaje. Para nosotras fue fundamental tener a la URNG, [Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, unión de los cuatro grupos guerrilleros existentes en ese entonces] porque íbamos luchando dentro de ese marco, al tener la unidad con las otras organizaciones. Teníamos muy claro cuáles eran los lineamientos dentro de ese marco. Como no dependíamos de la cooperación internacional, no teníamos la presión de responder a su agenda. El tema de la organización que propiciábamos estaba más enfocado en las necesidades y la educación formal y no formal de las compañeras, ya que coordinamos con IGER [Instituto Guatemalteco de Educación Radiofónica] la educación primaria y secundaria para mujeres, y lo informal iba acompañado de lo formal. En un inicio nos criticaron, porque las mujeres estábamos haciendo lo tradicional, porque dábamos costura, dábamos cocina, pero eso era lo que las mujeres querían. Pero por otra parte, y esto es lo importante, estas mujeres también estaban recibiendo la escuela primaria, y además había trabajo ideológico a través de los cursos que se daban. Con el partido diseñábamos los contenidos, sin dejar de tener en cuenta el contexto nacional e internacional, las condiciones de la fábrica, las condiciones laborales, las relaciones familiares, cuestiones de sexualidad, cuestiones de violencia. Fue una de las experiencias más significativas para nosotras, tener esa participación de las mujeres de sectores populares. (…) Después empezó la represión, principalmente en las fábricas. También el neoliberalismo iba avanzando, entonces iban desplazando las fábricas nacionales. En ese período de auge de las luchas y de la organización sindical fue que aprovechamos para darles herramientas para se pudieran defender.

Pregunta: Ya pasaron años trabajándose los temas de género, por lo que puede ser pertinente esta pregunta: la cooperación ¿sirve para impulsar cambios o puede funcionar como un freno en las luchas sociales?

EntrevistadaSiempre he pensado que sí, funciona como freno. Nunca se ha logrado hacer una agenda de negociación real entre la cooperación y los movimientos sociales, más del movimiento de mujeres Es una forma de control. Dan el dinero para los proyectos, pero te la pasás haciendo foros, reuniones, mientras te están controlando, y después hay que entregar un informe de qué es lo que se hace, quiénes son los participantes. En realidad es como un control dentro de la población –como una CIA metida adentro–. Allí está ese control, por todas partes. Los grupos de solidaridad con que trabajábamos no te pedían eso. En cambio hoy te dan un almuerzo y tenés que llevar los listados de todos los asistentes; es un control permanente, y además te ponen la agenda. Siempre tiene que estar alguien de la cooperación en cada inauguración, porque tienen que mostrar que financian las actividades. Todo eso le quita autonomía a las organizaciones, y a veces se termina priorizando solo lo de género pero solo en este marco que te fijan, y la cooperación no te permite el trabajo de clase, porque lo de etnia lo hace como parte de la cultura, pero controlado. La cooperación te dice qué se puede tocar y qué no. El tema de lucha de clases salió de escena.

(…) Hoy se habla de género pero no de clase, y antes hay clase pero no género. A nosotros nos tocó hacer esa articulación. Con el movimiento sindical nosotras articulamos las demandas de género con las de clase, así como también lo de etnia. Pero no nos dio tiempo para hacer todo lo que pretendíamos. Estábamos ante temas difíciles de tratar, de visibilizar. Queríamos hacer entender que el acoso sexual no solo se da por el empresario, sino que se da por los compañeros trabajadores también. Chocábamos ahí contra prejuicios, por eso tuvimos que ponernos a pensar y trabajar para que los compañeros se dieran cuenta del asunto.

Pregunta: El tema del patriarcado, ¿te parece que está suficientemente abordado en el campo del movimiento comunista, o ves un déficit allí?

EntrevistadaCambiar el patriarcado es difícil, complicado. Para los hombres es un asunto difícil, porque no quieren perder privilegios. ¿Quién quiere perderlos? Y cambiar el patriarcado es cambiar relaciones de poder. Por supuesto, para los hombres es cómodo seguir manteniendo sus cuotas de poder. No es tan sencillo cambiar eso por decreto.

Fuente e imagen tomadas de: https://rebelion.org/lucha-por-la-equidad-de-genero-de-la-mano-de-la-lucha-de-clases/

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¿Es posible una revolución socialista hoy?

Por: Marcelo Colussi

Por supuesto que hay luchas de clase, pero es mi clase, la clase rica, la que está haciendo la guerra, y la estamos ganando.” Warren Buffett, archimillonario estadounidense

1979, en Nicaragua, con la insurrección sandinista que quitó a la dinastía Somoza en el poder desde largas décadas atrás, marcó la última revolución socialista en el mundo. Luego de eso por supuesto siguió habiendo luchas populares: muchas, numerosas y en los más distintos ámbitos, todas de gran importancia en la historia, pero ninguna logró instaurar eso que conocemos como “socialismo”. Lo de Venezuela y su Revolución Bolivariana merece capítulo aparte (proceso justiciero, en todo caso, pero no una revolución socialista en sentido estricto). Una década después de la gesta nicaragüense, la emblemática caída del Muro de Berlín y la desintegración del campo soviético –la URSS y todos sus países satélites– más el paso a elementos de economía mercantil en la República Popular China, muestran que las ideas de socialismo parecen ir esfumándose. Cuba, Corea del Norte, Vietnam quedan como islas casi perdidas en un mar de capitalismo globalizado y triunfalista.

Ahora bien: ¿se esfumaron aquellas ideas? El grito vencedor del mundo capitalista parece creer que sí. Pero no es cierto. Las causas que hicieron nacer las primeras protestas anticapitalistas en la Europa de la Revolución Industrial en el siglo XIX, estudiadas en profundidad por Marx y Engels dando lugar al socialismo científico, se mantienen inalterables. El sistema en su conjunto, en su estructura básica, no ha cambiado. Se adecuó a los tiempos, sobrevivió a guerras y revoluciones, y ahora, después de la pandemia de coronavirus, parece más fortalecido. La explotación de clase, lo que fundamenta al capitalismo, no ha variado. Por eso el ideario socialista sigue vigente. Lo cierto es que, analizando con objetividad el mundo actual, se ve que las ideas de transformación social no parecen estar imponiéndose. Por el contrario, la población planetaria parece más domesticada que nunca; las políticas neoliberales de estas últimas décadas y los efectos de la pandemia (no los sanitarios sino el manejo sociopolítico que se le dio al asunto) muestran un mundo volcado muy unilateralmente hacia el lado del capital (“Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo policía. ¡Brillante!”: Camilo Jiménez). La clase trabajadora global está acallada. Las explosiones que sigue habiendo (la reciente rebelión de población afrodescendiente en Estados Unidos en plena crisis sanitaria, los estallidos sociales latinoamericanos del año pasado, los movimientos campesinos o lo Okupa por aquí y por allá, marchas diversas y reivindicaciones varias que se siguen levantando) muestran que las injusticias no han terminado. El epígrafe de Warren Buffet no deja lugar a dudas.

Entonces, ¿es posible cambiar revolucionariamente el sistema, más allá de los pequeños acomodos cosméticos, gatopardistas, que el capitalismo puede permitirse? Esta pregunta, que sigue inquietando a numerosas personas (para ver que sí sea posible, por un lado, o para evitarlo a toda costa, por otro), da para interminables debates. Para aportar un granito de arena más en esa discusión –absolutamente imprescindible al día de hoy, más aún saliendo de la pandemia– presentamos aquí este breve opúsculo, con la intención de ampliar esa búsqueda.

Entendemos que deben plantearse, al menos, estas tres preguntas:

  1. ¿Está vigente el marxismo hoy como teoría revolucionaria para cambiar el mundo?
  2. ¿Cómo es hoy ese mundo? (entendiendo que el mundo del que habló Marx en su momento ha tenido grandes transformaciones).
  3. ¿Cómo dar ese cambio?

Por supuesto, cada línea de pensamiento de estas tres “ideas-fuerza”, da para una eternidad de trabajo. Por diversas razones, no nos comprometemos a un exhaustivo y sistemático desarrollo de cada una de ellas en este texto. En todo caso, las dejamos esbozadas aquí, para retomar con mayor profundidad en otras instancias.

  1. ¿Está vigente el marxismo hoy como teoría revolucionaria para cambiar el mundo?

Sí, sigue estando vigente. Sus conceptos fundamentales, en tanto construcciones científicas, siguen siendo herramientas válidas para entender y proponer alternativas en torno a la realidad. Las sociedades humanas (hoy día sociedad absolutamente mundializada, con un capitalismo principalmente financiero dominante) se asientan en la producción material que asegura la vida. La forma de organización que adopta hoy esa sociedad planetaria es, básicamente, capitalista. Entender eso es entender las relaciones de producción que la sostienen, y las mismas son relaciones de explotación de un factor (el capital, en sus nuevas formas –capital financiero global, despersonalizado, sin patria, transnacionalizado– pero capital al fin) y quien produce la riqueza: los trabajadores (también en sus nuevas formas: un proletariado industrial urbano en proceso de cambio/achicamiento/extinción, contrataciones tercerizadas en el Tercer Mundo, pérdida de conquistas laborales históricas, trabajadores de carne y hueso reemplazados cada vez más por procesos de automatización y robotización, etc.) Pero más allá de la nueva fisonomía, las relaciones capital-trabajo siguen vigentes. En eso asienta el mundo.

La lucha de clases (en sus nuevas y diversas formas) sigue siendo el motor de la historia. Leer esa realidad y proponer alternativas revolucionarias continúa siendo el corazón mismo del pensamiento marxista, o socialista, o crítico, o como se le quiera llamar (¿pasó de “moda” hablar de socialismo o comunismo? Eso lleva a preguntarnos por qué). Conclusión: el marxismo sigue vigente como método de análisis y como propuesta de transformación. Pero hay que adecuarlo a los nuevos tiempos, muy distintos en muchos aspectos –quizá no en la estructura de base, pero sí con cambios importantes– de lo visto por los clásicos hace un siglo y medio atrás. El imperialismo, en la segunda mitad del siglo XIX, no tenía el peso que pasó a tener posteriormente, por ejemplo. Las nuevas tecnologías de control masivo –el mundo digital, los satélites geoestacionarios, los drones, etc.– hoy día le confieren un poder sin par al capital.

Además, aparecen tematizadas y explícitas contradicciones que siempre existieron, pero que ahora cobran un valor nuevo: las luchas por la equidad de género, las luchas contra todo tipo de discriminación (étnica, por la diversidad sexual, etc.), la denuncia de la catástrofe medioambiental a que ha llevado el modelo productivo depredador, la dinámica centro (países desarrollados del Norte) versus periferia (países pobres y subdesarrollados del Sur). El materialismo histórico, en tanto método de análisis, permite entender y procesar todo ese movimiento, si bien en el texto de los clásicos puede no estar presente. ¿Marx era “machista” o “eurocéntrico”? Sin dudas, preguntas mal formuladas.

  • ¿Cómo es hoy ese mundo? (entendiendo que el mundo del que habló Marx en su momento ha tenido grandes transformaciones).

El mundo actual, capitalista en sus cimientos, ha cambiado mucho en este siglo y medio. Hoy día el proceso de mundialización (globalización) ha transformado el planeta en un mercado único, con capitales tan fabulosamente desarrollados que están más allá de los Estados nacionales modernos. El desarrollo portentoso de las tecnologías abre nuevos y complejos retos al campo popular y a las propuestas revolucionarias: el poder militar del capital es cada vez más grande, los métodos de control (en todo sentido, en especial el ideológico-cultural) son cada vez más eficientes, el capitalismo salvaje (eufemísticamente llamado neoliberalismo) ha hecho retroceder conquistas sociales históricas, la desesperanza y la despolitización seguidas a la caída del campo socialista soviético aún siguen siendo grandes. A todo ello se suman, empeorando la situación, los efectos del manejo que ha tenido la pandemia del COVID-19, confinando poblaciones completas, desarticulando luchas, creando una nueva cultura del terror y la desconfianza (el otro es desconfiable…, porque puede ser portador de enfermedades, en particular, de esta nueva “peste bubónica”). Hoy día, por ejemplo, a partir de un manejo bien conducido por parte de la clase dominante, los sindicatos ya no constituyen una herramienta importante para la organización y la lucha popular (comprados, cooptados, burocratizados). No hay dudas que la posibilidad de una revolución socialista en la actualidad, si bien no desapareció, no se ve muy cercana. ¿Es posible desarrollar y mantener una revolución exitosa en un solo país? Depende qué país: ¿podría una pequeña y pobre nación africana o centroamericana mantener altiva su revolución como lo hizo Cuba varias décadas atrás, hoy día sin Unión Soviética? ¿Es la República Popular China y su “socialismo de mercado” un referente para la clase trabajadora mundial?

A todo ello se suman, en este nuevo mundo inexistente un siglo atrás, nuevos elementos, como el capital mafioso (capitales golondrinas, paraísos fiscales, capitalismo especulador, narcotráfico como nuevo factor de acumulación y estrategia de dominación renovada), nuevos sujetos que se suman a la protesta: las nuevas reivindicaciones ya mencionadas, de género, étnicas, la reacción ante el desastre ecológico en juego. Las contradicciones de clase siguen siendo el motor de la historia, con el agregado y articulación de estos nuevos sujetos. La pauperización/descomposición del proletariado industrial de los países capitalistas más desarrollados abre igualmente nuevos escenarios. El capitalismo globalizado y su abandono creciente del Estado satisfactor impone también una nueva dinámica. La instalación de plantas fabriles de los países dominantes en el Sur del mundo, más que sentirse como ataque imperialista, es una “salida” a la pobreza estructural de inmensas masas de trabajadores, tanto como lo son las migraciones masivas hechas en forma irregular hacia la “prosperidad” del Norte, elementos desconocidos cien o ciento cincuenta años atrás.

En definitiva: si bien la estructura de base se mantiene (la explotación del trabajo, por ende, del trabajador en cualquiera de sus formas: obrero industrial, campesino, peón agrícola, productor intelectual, empleados en la esfera de servicios, etc.), hay nuevas formas del mundo que implican necesariamente nuevas formas de lucha. La catástrofe medioambiental mueve también a incorporar esa nueva dimensión en el pensamiento revolucionario. Conocer este mundo, distinto al capitalismo inglés de la segunda mitad del siglo XIX, implica estudiar muchísimo todas estas nuevas variantes. Por ejemplo, y a título de provocación: ¿constituyen los hackers hoy una nueva forma de lucha? ¿Serviría eso para desestabilizar el sistema y transformarlo revolucionariamente?

  • ¿Cómo dar ese cambio?

En esto puede ser importantísimo, imprescindible quizá, revisar las pasadas experiencias socialistas (las que triunfaron y se constituyeron como poder político: la rusa, la china, la cubana, etc.), y las que no lo lograron, como la guatemalteca, por ejemplo, o los socialismos africanos post Liberación Nacional de los años 60 del pasado siglo, o el socialismo árabe. ¿Falló algo ahí? ¿Qué pasó? ¿Por qué retrocedieron las revoluciones triunfantes en la Unión Soviética y en China? ¿Por qué no se pudo triunfar, por ejemplo, en Guatemala o en El Salvador, donde había fuertes movimientos revolucionarios armados con amplia base popular? Las protestas sociales (estallidos populares espontáneos) que barrieron casi toda Latinoamérica y otros puntos del mundo (Medio Oriente, chalecos amarillos en Francia, etc.) durante la segunda mitad del 2019 –silenciadas luego por los confinamientos derivados de la pandemia de coronavirus, ¿“significativo silencio”? – ¿son fermentos revolucionarios? ¿Pueden ser la mecha de un cambio? ¿Cómo transformar ese descontento, muy profundo sin dudas, en un cambio real de sistema? ¿Es posible? Todo el esfuerzo ideológico-cultural del sistema a través de sus muy desarrollados mecanismos de sujeción apunta a hacerlo imposible.

En Venezuela, por ejemplo, la llegada a la presidencia de un gobierno popular con un carismático conductor a la cabeza, Hugo Chávez, montado en una fabulosa ola de descontento popular ante las políticas neoliberales que se venían aplicando (recordemos el histórico Caracazo de 1986), abrió esperanzas. Ello trajo aparejado una cierta recomposición política en varios países latinoamericanos quienes, al amparo del proceso bolivariano, abrieron perspectivas contestatarias, con una distribución de la riqueza nacional más equitativa (Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia con mucha más profundidad, Uruguay, Paraguay). Pero no fueron revoluciones socialistas sostenibles. El sistema se las ingenió para, finalmente, torcerles el brazo. Luego de esa primavera a principios del milenio, las cosas volvieron a su carril. La post-pandemia augura más capitalismo, más explotación, menos organización popular. Pero sí, seguramente, más reacción. Las protestas sociales, acalladas de momento, ahí están listas para resurgir. ¿O acaso habrá que darse por vencidos?

Hoy, visto el poder enorme de los actuales capitales, las formas de lucha quizá ya no pueden ser las utilizadas décadas atrás. ¿Qué hacer entonces? Es ahí donde surge la reflexión en torno a lo que nos convoca: ¿cuál es el instrumento de cambio hoy día?

Partamos de la base que el sistema capitalista en su conjunto sigue siendo un peligro para la Humanidad. Que un 15% de la población mundial viva decorosamente, con sueldo seguro y cierta estabilidad –sin contar con una minúscula proporción que vive en la más inconmensurable abundancia (el 1% de la población planetaria detenta el 50% de toda la riqueza humana)– muestra que el sistema no funciona. Se desperdicia comida para mantener estables los precios (para que el capital no pierda, dicho en otros términos), en tanto la desnutrición causa 35 millones de decesos por año a nivel mundial. Es más que obvio que el sistema no funciona. Se busca agua en el planeta Marte mientras 11,000 personas mueren diariamente en la Tierra por falta de agua potable; se gasta más en armas o en drogas que en satisfactores. El capitalismo es un peligro, sin dudas. pero… ¿cómo se le hace caer?

Los métodos de lucha que dieron resultado años atrás –porque revoluciones exitosas sí hubo– hoy deben revisarse. El sistema, es decir: el capital, que tiene mucho que perder y no descansa ni un instante en su lucha por no ser destronado, parece tener mucha ventaja sobre el campo popular, sobre la gran masa trabajadora mundial. Pero la historia no está terminada. Incluso podría leerse toda la parafernalia de la actual pandemia (que en un año de duración habrá producido casi la misma cantidad de muertos, solo un poco más, que la gripe estacional… ¡no es la peste negra del Medioevo!) como un mecanismo de control más que los poderes dominantes saben administrar sobre la población. Recordemos lo dicho más arriba: “Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo policía. ¡Brillante!”. La situación se ve algo sombría… ¡pero la historia no ha terminado!

El presente texto, que definitivamente no agrega nada nuevo, pretende ser un humilde aporte más para contribuir a la pregunta de por dónde tenemos que ir. Quizá no esté claro el camino, pero al menos sabemos lo que no debemos hacer: rendirnos. Es, si se quiere, un llamado a la esperanza. Una esperanza con carácter crítico, con los pies sobre la tierra: “Hay que actuar con el pesimismo de la razón y el optimismo de la pasión”, como decía Antonio Gramsci. La oenegización que nos inunda, definitivamente no es el camino (otra arma más de control social que ponen los poderes). Entonces…. ¿por dónde? La pregunta sigue siendo la misma que se hacía Lenin hace un siglo: ¿qué hacer? ¿Alguien tiene la respuesta? ¿La construimos colectivamente? Lo que sí debe seguir guiándonos es la idea de base: la explotación (de clase, de género, étnica) continúa, por tanto, la lucha contra todo tipo de explotación continúa.

Fuente: https://rebelion.org/es-posible-una-revolucion-socialista-hoy/

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Crítica a las Neurociencias

Síntesis
Hoy día vivimos una invasión de neurociencias. Todo el campo de lo psicológico hace un tiempo que está dominado por esta tendencia “neuro”, con lo que ha ido quedando de lado la dimensión social, histórica, “humanística” en sentido amplio. Lo “neuro-científico” se presenta como expresión acabada de “la” ciencia, como saber riguroso y sistemático, con lo que se pretende dejar a un lado ese campo de lo histórico-social, lo que se tiene por “no científico”, dudoso, por tanto, inexacto, casi rayano en la habladuría. De ahí a la chabacanería, un paso. Las neurociencias, en tal sentido, intentan ser la expresión más acabada de la seriedad.

En esa apreciación se transmite un modelo de ciencia que, en términos epistemológicos, ya está totalmente rebatido y superado: el “saber” no es solo el que ofrece la medición, el laboratorio con el control de todas las variables, la fría asepsia. Las modernas teorías físicas o matemáticas, incluso, arquetipo primero del saber científico, hoy día apuntan también a la indeterminación, al caos, a la incertidumbre (véase la física cuántica, o la teoría de los fractales, por ejemplo, donde siempre hay algo misterioso en juego). El criterio (o prejuicio) positivista de la hiper-medición como criterio determinante no aplica para los complejos vericuetos de lo humano. Si el macrocosmos social es tan “raro”, incierto, cambiante, mucho más lo es el microcosmos de lo psicológico, de la subjetividad.

Reducir las complejas, intrincadas, en numerosos casos incomprensibles reacciones
humanas -eso es lo que estudia la Psicología- a procesos neuronales, a instancias físicoquímicas, a asociaciones sinápticas en la corteza cerebral, es cuestionable. Los fenómenos humanos, individuales o sociales, no se agotan en explicaciones biológicas. Pero hoy, con una fuerza creciente, se asiste a un posicionamiento de las llamadas “neurociencias” que se erigen como la llave explicativa de la conducta humana. Tal explosión tiene causas bien determinadas: habría una “normalidad” en juego, y por tanto una desadaptación. Para esto último, para “corregir” esas disfuncionalidades, está esperando una larga batería de psicofármacos listos para su consumo.

Dicho de otro modo: las neurociencias responden al posicionamiento de la industria
farmacológica global que, amparándose en una pretendida cientificidad rigurosa (resabios de un pensamiento decimonónico ya descartado por Freud en los inicios de su producción intelectual) intenta hipermedicalizar el ámbito Psi, llenando de psicofármacos aquello que, en realidad, no se arregla con “pastillas” sino con significaciones humanas. Es decir: ¡buen negocio para los fabricantes de pastillas!

Estas neurociencias pretenden explicar todo lo humano, la tristeza y la felicidad, las
relaciones sociales, el poder, la violencia…. Y para eso están los medicamentos como
“solución”. Con esta exposición se pretende abrir una discusión al respecto, porque
entendemos que nuestro gremio, ganado cada vez por este espejismo de la “ciencia exacta”, debe reflexionar críticamente al respecto.
____________
ENSAYO
“Si usted quiere, puede”, “Todo depende de usted”, “Ser exitoso es una cuestión de
actitud”, “No se estrese, maneje adecuadamente su ansiedad”, “¡Sea positivo!”, “¡Eleve su autoestima!”. A lo que se podría agregar, necesariamente en lengua inglesa: “Don’t worry! Be happy!”, tan representativo de los tiempos que corren, cuando se habla insistentemente de “resolución pacífica de conflictos” y rechazo a todo tipo de manifestación violenta.
Expresiones como todas estas se han hecho cosa habitual en nuestra vida cotidiana; una psicologización, bastante cuestionable en términos epistemológicos o, mejor dicho: una vulgarización de saberes que atañen a la subjetividad, recorre nuestro sentido común, llenando de “tips” (hay que decirlo en inglés) el vocabulario diario. Según nos dice (nos obliga) esta andanada de directrices, hay que ser resilientes, políticamente correctos y buscar superarse continuamente, tener emociones positivas y sonreírle a la vida con optimismo.

¿Qué significa esta proliferación de “sanos consejos”, o “recetas para ser feliz y triunfar en la vida” que ahora nos inunda? ¿Cómo entender este auge de “técnicas” que parecen servir para todo (para individuos y para empresas, o sea: para estas grandes familias con “colaboradores” y no “trabajadores”), tips que resuelven problemas y marcan el camino hacia una pretendida aurora beatífica llena de éxito? Más allá de toda esta parafernalia psicologista que se ofrece como llave para un mundo libre de conflictos y problemas, conviene preguntarse si esto es posible (el único paraíso es el paraíso perdido, se ha dicho por ahí), si realmente podremos entrar al edén que todos estos dispositivos parecen ponernos a nuestra disposición, o si hay aquí un puro espejismo insostenible (engañoso).

O más aún, debemos intentar averiguar si este auge de “buenas prácticas” que nos promete una homeostasis sostenida se agota en buenos deseos, o si hay allí agenda oculta, si existen otros intereses tras todo esto, no explícitamente formulados. Rápidamente debemos preguntarnos, al hacernos estos planteamientos, si no pecamos de “paranoicos”, para usar una terminología del ámbito de la salud mental ya que estamos hablando de esto; es decir, si no vemos fantasmas donde no los hay. “Conspiranoicos”, como se ha dado en llamar últimamente. El análisis sopesado mostrará que no: hay engaño en juego.

¿Qué significa esta avalancha de “Psicología positiva”?, para usar un término tan a la moda actualmente. Si hay una tal psicología “positiva”, evidentemente debe haber una “negativa”, de ahí la necesidad de marcar la diferencia. Según la definiera Martin
Seligman1 en 1999, la misma consiste en “el estudio científico de las experiencias
positivas, los rasgos individuales positivos, las instituciones que facilitan su desarrollo y los programas que ayudan a mejorar la calidad de vida de los individuos, mientras
previene o reduce la incidencia de la psicopatología”. Existe un enorme campo en esta
siempre mal definida y problemática ciencia llamada Psicología donde, en estos últimos tiempos, pudiera decirse que hay una avanzada para borrar lo que tiene connotaciones negativas, apestosas. Recordemos la frase de Freud -pareciera que en realidad nunca efectivamente pronunciada- al acercarse a la costa neoyorkina para dictar sus famosas Cinco Conferencias en la Clark University en 1909, cuando le habría dicho a su acompañante Carl G. Jung: “no saben que les traemos la peste”.

Todo este esfuerzo de entronizar la felicidad, lo “positivo”, podríamos decir “la buena
onda”, en detrimento de esa “peste” que abriría el Psicoanálisis, huele raro, despierta dudas. No está de más mencionar -porque, sin dudas, hay una articulación en ello- que esa cosmovisión triunfalista y glamorosa reniega radicalmente de la idea de conflicto. No por casualidad en estas pasadas décadas de políticas neoliberales a ultranza se enaltecieron los Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos; o sea, se dejó visceralmente de lado a Marx para pasar a Marc’s (Métodos Alternativos de Resolución de Conflictos). Del mismo modo se deja ¡visceralmente! de lado la “peste” introducida por la revolución freudiana (el inconsciente) para endiosar esa “ciencia” de la subjetividad (ahora rebautizada con el “muy científico” prefijo neuro), especialmente preocupada por la superación de lo “negativo” (¿léase “conflicto”?). O sea: glorificación del Yo, de la conciencia, de la razón, de la “adaptación” a la “normalidad”, con la base “rigurosa” que otorgan las neuro-ciencias.

Algo llama la atención en todo esto: ¿por qué ese énfasis tan marcado en tapar, negar,
superar lo conflictivo? ¿Por qué esa casi obsesiva necesidad de construir esa Felicidad con mayúscula, esa machona insistencia en el optimismo, en el “Don’t worry, be happy!”? ¿Acaso la dimensión humana se marca solo por esa faceta? Las dos máscaras del teatro, comedia y tragedia, parece que lo expresan mucho mejor. O lo dicho por Antonio Gramsci, que con mucho tino llamaba a “actuar con el pesimismo de la razón y el optimismo de la pasión”.

La tendencia que parece marcar todo lo Psi contemporáneo es esa búsqueda casi desaforada de hacer a un lado lo “molesto”. Ahora bien: ¿molesto para quién? Resuena ahí, tras esa declarada y nunca oculta intención, una idea adaptacionista, normativizante. Habría una “normalidad” determinada, y junto a ella “desviaciones” (enfermedades, incomodidades, rarezas). Siguiendo esa cosmovisión, hay un patrón homeostático, un equilibrio, una media normal. ¿Y el conflicto? Es un molesto cuerpo extraño, hay que eliminarlo. La antigua idea de “instinto” (adaptación en el reino animal) no ha desaparecido. Aunque lo humano supera con creces el instinto.
1 Autor famoso en este campo, creador del método PERMA para alcanzar la felicidad por medio de cinco pasos: Positive Emotions (Emociones Positivas), Engagement (Involucramiento), Relationship (Relaciones), Meaning (Significado) y  Accomplishment (Logro).

Estamos ante un planteo del más rancio corte biológico positivista. En ese sentido las hoy tan “a la moda” neurociencias brindan el soporte directo para ese paradigma de todo el campo Psi. La “peste” del Psicoanálisis fue muy bien combatida en Estados Unidos, y gracias a la inoculación de ese poderoso antídoto de la “normalidad”, los países que son su caja de resonancia natural en lo concerniente a la Academia, como es el caso de Guatemala, repiten similares patrones de Psicología adaptacionista. Las neurociencias -“objetivas” por excelencia-, encumbradas en lo más alto del pináculo de las “ciencias de la mente”, pasaron a ser entre nosotros un elemento fundamental. Para ser “científicos” con todas las de la ley, hay que adentrarse en ellas dejando de lado esas “oscuras cavilaciones” subjetivas, supuestamente indemostrables. ¡El inconsciente no se puede medir en laboratorio!

Los prejuicios epistemológicos decimonónicos no parecen haberse retirado. En absoluto. De acuerdo a esos anacrónicos planteos, solo es un saber riguroso aquél que pasa por el laboratorio. En otros términos, se sigue equiparando lo humano a ratas experimentales, a los perros de Pavlov. Ciencia, en tal sentido, es solo lo que se puede medir fehacientemente. Lo demás no deja de ser charlatanería. Los manuales experimentales de John Watson de principio del siglo XX no han variado en lo sustancial en cuanto a compresión de qué somos (y qué hacer al respecto).
Evidentemente Freud sabía lo que decía cuando llegaba al puerto de Nueva York: en el país modelo del capitalismo, donde todo es mercancía para la compra-venta, donde el american way of life implica necesariamente el final feliz, donde el ícono por antonomasia es el “triunfador” de alguna fantasía hollywoodense, hablar de discordia es sacrílego. Y justamente esa visión de lo humano dada por la Psicología de la felicidad -para el caso, amparada en las neurociencias-, no puede tolerar el disenso, la desarmonía, el conflicto.

El paradigma en cuestión puede parecer trivial (o lo es), pero mueve toda la estructura que esa forma de hacer Psicología puede llamar alegremente “ingeniería humana”. Como paradigmático ejemplo, un reputado estudio en la materia2
lo permite ver con claridad: “La activación prolongada de una región del cerebro llamada estriado ventral está directamente relacionada con mantener emociones y recompensas positivas. La buena noticia es que podemos controlar la activación del estriado ventral, lo que significa que disfrutar las emociones más positivas está en nuestra mano.” De lo que concluye inmediatamente que “las emociones positivas promueven una mejor conexión social.” Por tanto, con “acciones positivas” todo va mejor (suena a campaña publicitaria de alguna marca afamada, ¿verdad?).

La cuestión es definir qué son esas acciones positivas, ese optimismo con el que hay que enfrentar las cosas. ¿Olvidarse que hay conflicto? “El psicoanálisis no promete ni puede  prometer armonía alguna entre y para los hombres. Solo le cabe alertar acerca de la inevitabilidad de una discordia eterna, de un malestar insalvable que, por una parte, es inherente a la cultura y lo atormenta, pero que, por otra, es motor fundamental de ella, de su posibilidad de vivir y sobrevivir, riesgosamente, siempre más o menos próxima al límite de su autodestrucción. De ahí que el calificativo más común para el psicoanálisis sea el de obra pesimista. Pero la reacción es comprensible: la cultura no puede sobrevivir sin ilusiones, los hombres necesitan creer imperiosamente en un futuro venturoso, que los libere de las privaciones del presente”, dice bellamente Daniel Gerber.

El conflicto, la desavenencia, el desencuentro, el choque de contrarios, la contradicción (todos elementos negativos que horrorizan a nuestra Psicología positiva) son la esencia misma de la dinámica humana. A su turno, y de diversas maneras, profundos pensadores de la tradición occidental lo han expresado, desde el griego Heráclito de Éfeso en el siglo Vantes de nuestra era (“La guerra es padre de todas las cosas”) hasta Hegel en el siglo XIX (“La dialéctica no es un método sino la forma de ser de la realidad”, “La historia es un altar sacrificial”), desde Marx (“La violencia es la partera de la historia”) hasta Freud (de ahí su formulación, ya con la teoría bien solidificada, de una pulsión de muerte). Es decir: el manso paraíso libre de diferencias no existe, es un mito, una ilusión.

Si se quiere decir de otra forma: la “normalidad” entre los humanos (considerados en su dinámica individual o colectiva) implica el desorden, algo que se escapa de control, el elemento de la discordia. Hay siempre, forzosamente, un nivel de incertidumbre, de
malestar. Lo racional, el sujeto bienpensante hacedor de su voluntad, el Yo como centro supremo de la vida psíquica, caen. “Nadie es dueño en su propia casa”, dirá Freud. Lo interesante, lo que la Psicología de raigambre biologista no puede procesar -y su filosofía concomitante tampoco-, es que ese supuesto “caos” tiene un orden, una lógica. Lo aparentemente “irracional” no es tal. No es un cuerpo extraño invasivo; tiene un porqué, admite una lectura sistemática. El inconsciente se mueve por procesos claramente identificables: condensación y desplazamiento, dirá Freud en los albores del Psicoanálisis.

“Estructurado como un lenguaje siguiendo los modelos de la metáfora y la metonimia”, agregará posteriormente Lacan amparado en la ciencia lingüística. La dinámica social, del mismo modo, tiene una lógica intrínseca, descubierta y formulada a su manera por Hegel, o por Adam Smith, resituada revolucionariamente luego por Marx: “El trabajo es la esencia probatoria del ser humano, y la lucha de clases es el motor de la historia”.

Esa es la pieza fundamental de estas dos grandes visiones de lo humano dadas por estos dos grandes pensadores, continuamente vilipendiados y tenidos por muertos: Marx y Freud. El presente texto no pretende ser un panegírico de ellos, sino mostrar que son… cadáveres muy raros, eternamente insepultos, pues su obra sigue produciendo mucho escozor. ¿Por qué? Porque ponen el conflicto en el centro de lo humano. Y si hablamos de temas humanos: de la angustia, del deseo, de la explotación, de las miserias varias, del malestar, no hay experimento de laboratorio con control de todas las variables que pueda dar cuenta de ellos. El estudio del cerebro no explica la complejidad de lo humano, que es siempre social, pues no existe el “individuo” aislado. Eso es un artificio didáctico para estudiar el cadáver en la mesa de disección. Y ese es el modelo que siguen las neurociencias. Pero lo humano es más que un cadáver: es un ser social, sexuado, deseante.

Las neurociencias, con su pretendido sello de cientificidad indubitable -las llamadas
“ciencias duras” trasmiten esa ilusión-, más allá del supuesto rigor que exhalan, quedan cortas, tremendamente cortas para entender las complejidades humanas. Los experimentos de laboratorio son manipulaciones tecnológicas: los conceptos fundamentales de las ciencias no salen de observaciones con todas las variables controladas. La ilusión en juego es que una medición rigurosa (la fría asepsia del laboratorio es su ícono fundacional) otorga conocimientos rigurosos. Debe recordarse, sin embargo, que las elaboraciones científicas (la ley de la inercia, o de la gravitación universal, la física cuántica, la teoría del Big Bang, la relatividad o los fractales, así como el inconsciente o la plusvalía, solo para poner algunos connotados ejemplos) surgieron de la construcción conceptual, y no mirando atentamente por un microscopio.

Las neurociencias, en tanto pegadas a la tradición biomédica, no pueden superar la noción de equilibrio, de homeostasis. En definitiva: de adaptación. Esa categoría es válida en lo concerniente a la dimensión físico-química de la materia viva. La dimensión que ahora nos interesa, de la que pretende hablar la Psicología en tanto lectura de la subjetividad, no se explica por mecanismos biológicos. Freud, neurólogo como era, desechó rápidamente un abordaje neurofisiológico para acercarse al dolor psíquico. Su recomendación, dada desde tempranas épocas y mantenida a lo largo de toda su vida, fue siempre que para navegar en las profundidades de lo humano lo más pertinente era tener una formación humanista.

Lacan lo complementará invitando a estudiar Semiótica o Topología. ¿Cómo explicar desde la homeostasis el deseo, siempre errático e insatisfecho, o la guerra, o el racismo, o el patriarcado? El estudio del cerebro no explica la transgresión, que es algo que nos define como especie. ¿Y el chiste, o el poder? ¿Lo explican solo asociaciones neuronales? El prejuicio biologista es funcional, en definitiva, a una visión psiquiátrico-normativista de la conducta humana. Eso es lo que hacen las neurociencias. Su punto de llegada es un manual descriptivo de sintomatología observable, empíricamente constatable, que arroja una cantidad (siempre creciente) de “psicopatologías”. Curioso lo que sucede con esas “enfermedades”. Años atrás la homosexualidad era considerada un trastorno psíquico, una enfermedad, o un delito (en Gran Bretaña, por ejemplo, estuvo prohibida hasta 1967). Hoy día ya no lo es. ¿Y el rigor científico? ¿Qué conexión sináptica la explica?

Del mismo modo podríamos preguntar por las “epidemias” psicopatológicas de moda: años atrás ni siquiera existía en los manuales el hoy día tan difundido “trastorno bipolar”. En la actualidad es uno de los diagnósticos más frecuentes. Y otro tanto se puede decir de lo que se llama Trastorno de Hiperactividad -TDH- en la niñez. Anteriormente esto no existía.

¿Cómo es que ahora resulta una “patología” tan frecuente? Esos cambios en la diagnosis hacen pensar más en ¿modas? o, mejor aún, en estrategias mercadológicas impulsadas por las grandes corporaciones farmacéuticas que, continuamente, van descubriendo “nuevas” patologías. Sumamente curioso, porque eso no mejora sustancialmente la práctica clínica, pero sí sirve para la acumulación de capital en estas grandes empresas. Como dato nada insignificante: los ansiolíticos -producto sumamente consumido en todo el mundo- están entre los medicamentos de mayor venta. ¿Mejora eso la salud mental de las poblaciones?

Curioso también esta proliferación de “enfermedades”, que obviamente necesitan de un enorme arsenal psicofarmacológico para ser atendidas, aumentando ventas en forma exponencial, en tanto el Psicoanálisis usa solo tres categorías para abordar lo humano (neurosis, psicosis y psicopatías; alguna de esas “cosas” somos todos, no hay “normalidad” por fuera de esas estructuras).

En ese orden de ideas, las descripciones de síntomas observables que arrojan esos
estandarizados manuales (en Guatemala el más usual es el legado por la Academia
estadounidense, como no podía ser de otra forma, conocido por sus siglas en inglés: DSM – Manual Diagnóstico y Estadísticos de los Trastornos Mentales-, hoy en su versión número V), sirven como guía de acción (¿libros sagrados?) de la práctica clínica en el ámbito Psi.

Curioso que, a sideral distancia de lo recomendado por el fundador del Psicoanálisis y por su más connotado seguidor, Jacques Lacan, quienes llamaban a estudiar historia, filosofía, arte, semiótica, humanidades en sentido amplio, lo que prima en la formación del personal del campo Psi (psiquiatras y psicólogos, con algunos otros advenedizos que venden “curas milagrosas”) es el sumergirse en las neurociencias. ¿Por qué será que un manual como el DSM es libro de cabecera obligado de los psicólogos? Si, como dirá Freud, la Psicología es siempre social3, ¿por qué no priorizar eso en vez de la visión biológico-individualista que prima actualmente en la formación académica?

Sin dudas, hay mucho que discutir allí. Hoy vemos un aluvión de “prácticas” Psi, siempre amparadas en la idea de conciencia, razón, voluntad, fuerza del Yo. Así tenemos desde coaching hasta counseling, terapias energéticas, aromaterapias, libros de autoayuda y un sinfín de acciones que llaman a pensar qué hay detrás de todo eso. Como mínimo, y para cerrar el presente texto a modo de conclusión: 1) el terror a reconocer que el conflicto hace parte vital de nuestra humana existencia, revelador de los límites infranqueables: muerte y sexualidad, por lo que son infinitamente más tolerables toda esta suerte de “apapachoterapias” que acarician buenamente al ego, y 2) el aluvión de bio-medicalización que intenta copar el campo Psi es un gran negocio para los fabricantes de psicofármacos.

Al mundo de los psicólogos a quienes va dirigida la presente publicación se les invita a
reflexionar críticamente sobre todo lo dicho. El debate está abierto.

1 Autor famoso en este campo, creador del método PERMA para alcanzar la felicidad por medio de cinco pasos: Positive Emotions (Emociones
Positivas), Engagement (Involucramiento), Relationship (Relaciones), Meaning (Significado) y Accomplishment (Logro)

2The Neurodynamics of Affect in the Laboratory Predicts Persistence of Real-World Emotional Responses , de Aaron S. Heller, Andrew S. Fox, Erik
K. Wing, Kaitlyn M. McQuisition, Nathan J. Vack y Richard J. Davidson. En Journal of Neuroscience, 22 July 2015, 35 (29) 10503-10509; DOI:
https://doi.org/10.1523/JNEUROSCI.0569-15.2015

3 “En la vida anímica individual, aparece integrado siempre, efectivamente, «el otro», como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado”, en Psicología de las masas y análisis del yo, 1921

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Latinoamérica, El Caribe y sus Luchas

Por: Marcelo Colussi y Mario de León

 

Marco Histórico y Teórico-Crítico Reciente

En esta segunda parte del ensayo hicimos una revisión general, no exhaustiva ni extensivamente detallada, pero sí con un marco general conceptual relativamente contemporáneo, que tiene enfoques analíticos y críticos de ciertas interseccionalidades iniciales que forman parte, componen y explican los recientes movimientos y protestas sociales en America Latina y el Caribe (LAC).

Hicimos también, una breve revisión o repaso a través de un marco histórico, teórico y crítico donde resumimos algunos de los estudios mundiales, puntos de vista y opiniones de académicos, filósofos, estudiosos(as), especialistas, analistas y ensayistas sobre los movimientos y las protestas sociales, bajo la óptica de una introducción teórico-conceptual de algunas de las teorías desarrolladas desde mediados del siglo pasado hasta la actualidad, las cuales han sido llamadas los Nuevos Movimientos Sociales (NMS).

Asimismo, en esta segunda parte del ensayo, en el análisis y descripción de los movimientos y protestas sociales hemos utilizado los artículos de varios investigadores y académicos, universidades, centros de pensamiento, bibliotecas e enciclopedias virtuales etc. que encontramos en la internet y que también reunimos en papel para abordar el fenómeno en la región LAC; son ellos y ellas: Vargas (2008), Millán (2009), Revilla (2010), Candón (2010), Romanutti (2012), Tricot (2012), Mejías y Suárez (2015), Mathieu (2015), Wikipedia (2015a y 2015b), Colussi (2019) Colussi y de León (2020) y Billion y Ventura (2020), entre otros y otras. Para empezar a entender las acciones desarrolladas en LAC durante las últimas tres décadas entre el siglo XX y el siglo XXI. Reiteramos que estamos conscientes que, aunque las manifestaciones de descontento, malestar y frustración social vienen de más atrás, y que se han dado y están dando en otros países del continente en LAC, nos hemos concentrado y enfocado en estos seis países nombrados arriba.

En la tercera parte del ensayo (a presentarse en breve), vamos a analizar los movimientos y las protestas sociales en Latinoamérica y el Caribe a mayor profundidad y extensión, utilizando parte de las teorías de los Nuevos Movimientos Sociales (NMS) que se presentan acá y los análisis histórico-estructurales y crítico-comparativos del posmarxismo contemporáneo, para los países escogidos de Sudamérica: Bolivia, Chile, Colombia, y para los países escogidos de Centroamérica y el Caribe: Honduras, Haití y Nicaragua, mayormente en estos últimos tres años de convulsiones, movimientos y protestas sociales en el continente.

Los Nuevos Movimientos Sociales (NMS)

Por un lado, los estudios sobre los movimientos sociales y algunas de sus manifestaciones con varios resultados incluyendo las protestas sociales de distinta índole, se han convertido en un campo de análisis propio dentro de las ciencias sociales, principalmente en las áreas de estudio de la sociología, la ciencia política y la psicología. Los mismos están influenciados por los análisis conceptuales y los estudios clásicos, posclásicos y críticos-postmodernos del Marxismo y el Funcionalismo de mediados del siglo XIX hasta mediados del siglo XX; y de mediados del siglo XX hasta la actualidad (los cuales, mencionaremos y analizaremos a través de algunas secciones del contenido tanto teórico-conceptual como en la dinámica de los movimientos y protestas sociales, del perfil y del contexto de los países descritos en este y el siguiente ensayo).

Por otro lado, las teorías norteamericanas y europeas modernas y posmodernas ocupan un lugar central en el estudio de los movimientos sociales desde mediados del siglo XX hasta la actualidad. Entre ellas se pueden distinguir dos teorías principales: la teoría de la movilización de recursos (TMR) y la teoría de los nuevos movimientos sociales (NMS). La de NMS tiene su enfoque inicial general y dos enfoques más reducidos relativamente: el Enfoque de los Procesos Políticos (EPP) y el Enfoque de los Marcos Culturales (EMC). Cada uno de estos enfoques teórico-epistemológicos se concentra en el análisis de un tema o tópico central en particular: NMS en general, en la aparición y organización de nuevos grupos sociales de distinta índole para la acción; EPP en el proceso político que lleva a las acciones organizadas; y EMC en la identidad individual y colectiva grupal, respectivamente.

Este grupo de teorías sostienen que los movimientos de hoy son categóricamente diferentes a los del pasado. En lugar de los movimientos obreros involucrados en el conflicto de clases, de acuerdo con el modelo y los enfoques marxistas clásicos y ortodoxos, los movimientos actuales están involucrados en conflictos sociales y políticos por sectores y subsectores sociales muchas veces divididos o separados, con distintas agendas diferenciadas y movilizaciones estratégicas no enteramente relacionadas a sus visualizaciones, anhelos, objetivos y metas a lograr.

Las motivaciones para la participación en el movimiento son una forma de política «post-material», así como las identidades recién creadas, en particular las de la «nueva clase media». Autores como Touraine (1984, 1992), Habermas (1981), Offe (1985) Melucci (1989 y 1999), Buechler (1995 y 2013), e Inglehart (1977 y 2018); son los principales representantes aunque no los únicos de las teorías de los NMS y sus enfoques.

El enfoque de los NMS tuvo lugar inicialmente en Europa como una respuesta al marxismo clásico y ortodoxo, que explica toda acción social a partir de la dicotomía estructura-superestructura y que considera a la clase obrera (proletariado), como único actor de los movimientos para el cambio político, económico y social. En Europa, a partir de las experiencias de los movimientos de los ’60 (los cuales se describen abajo), la atención se dirige hacia los factores macroestructurales, como el surgimiento del Estado del bienestar y la construcción de nuevas identidades múltiples y colectivas. Estas identidades explican (sin agotarse en sí mismas, ya que son dinámicas y cambian a través del tiempo), las motivaciones individuales para participar en los movimientos y las protestas sociales con diferentes o variados objetivos y metas.

El enfoque destaca la novedad en la variedad de los movimientos sociales, confrontando a la concepción marxista clásica u ortodoxa sobre ellos, principalmente a las clases trabajadoras, como los único(s) grupo(s) directamente relacionados a la lucha de clases. De acuerdo con este enfoque, los nuevos movimientos sociales ya no se articulan basados única y exclusivamente a la clase social; sus fines no son estrictamente económicos o políticos en muchos casos, en el sentido de la necesidad primordial de tomar y/o sustituir el poder del aparato del Estado opresor y explotador. Algunos ejemplos de los NMS serían: el feminismo, el ecologismo, el pacifismo, la solidaridad internacional, la lucha contra la segregación racial, la reivindicación étnica, el movimiento estudiantil, el movimiento hippy, las movilizaciones estudiantiles de mayo del 68 al nivel mundial, etc. Estos son considerados como reacción a los cambios estructurales, en los ámbitos económico, político y cultural, de las sociedades occidentales y occidentalizadas en referencia a Latinoamérica y el Caribe, por ejemplo.

De acuerdo con Revilla, Candón y Romanutti (citados arriba); los NMS ponen de manifiesto la crisis de legitimidad de los partidos políticos, las organizaciones tradicionales y la emergencia de nuevos actores sociales debido a los cambios culturales producidos. Los nuevos movimientos ejemplifican los cambios culturales experimentados en las sociedades avanzadas. Estos cambios se manifiestan en el paso de valores materialistas a valores postmaterialistas. Estos cambios económicos, políticos y culturales explican el surgimiento de los nuevos movimientos sociales. En ellos se producen diferentes transformaciones en cuanto a los actores protagonistas de la movilización, los valores y objetivos de los nuevos movimientos, o las diferentes formas de organización y acción colectiva. Los NMS no están protagonizados por actores que se identifiquen en términos de ideología o clase social, sino en función de otros parámetros como la edad, el sexo o el género, la etnicidad o minoría racial u otras reclamaciones interclasistas.

De acuerdo también con Revilla, Candón y Romanutti (citados arriba), los NMS se relacionan con la construcción de nuevas identidades políticas sociales y económicas, las cuales entran en conflicto con las normas existentes y valores, algunos de los cuales son negados por el Estado o por el mercado principalmente. Los NMS se definen también como no institucionales y no convencionales. La teoría de los NMS destaca la naturaleza plural de los actores, la cual se localiza en tres sectores de la estructura social: la «nueva clase media» o «clase de capital humano», es decir, los que trabajan en sectores tecnológicos basados en la información, los profesionales de servicios humanos y el sector público como la educación y la asistencia o bienestar social; personas con alto nivel educativo y relativa seguridad económica. Toma en cuenta también a los grupos periféricos, y a quienes ocupan una posición marginal en el mercado de trabajo: como estudiantes, jubilados, juventud desempleada o amas de casa de clase media, y otras personas pertenecientes a la clase media tradicional.

Enfoque de los Procesos Políticos (EPP)

El EPP se centra en la importancia del contexto institucional y político que influye en la movilización. Comparte con la perspectiva anterior la concepción de la acción colectiva como una interacción estratégica entre distintos actores, que se basa fundamentalmente en el cálculo de costos y beneficios; pero mientras la primera se centra en la utilización de los recursos disponibles por el movimiento, la segunda se concentra en la disponibilidad de esos recursos en el sistema político. Dentro del mismo enfoque pueden distinguirse visiones más directamente políticas y otras que son más históricas y culturales, que introducen diversos conceptos importantes. Por un lado, desde un punto de vista estrictamente político, Tarrow (1994 y 2011) y Kriesi y Wisler (1996) utilizan los conceptos centrales de estructura de oportunidades políticas y de ciclos de protesta, los cuales responden a la apertura o al cierre de oportunidades para la movilización en el ámbito político e institucional.

Por otro lado, desde el punto de vista social, Tarrow define los ciclos de protesta como «una fase de intensificación de los conflictos en el sistema social» (1994: 263 citado por Revilla, 2010). Según él, la movilización iniciada por una «vanguardia» tras percibir un cambio en la estructura de oportunidades políticas se expande a otros grupos, que ven reducido el coste de su propia movilización, debido al primer paso dado por los anteriores, expandiéndose y multiplicándose los conflictos. Snow y Benford (1988) y Gamson (1989); señalan el aspecto más cultural, acercándose a las nociones de los NMS, con la idea de los «marcos culturales y los procesos de enmarcado» (explicados con mayor detalle abajo), por los cuales los movimientos se relacionan con las resonancias culturales. Las oportunidades políticas proporcionan incentivos para la acción colectiva, al influir sobre las expectativas de éxito o fracaso. El EPP no sólo influye en el surgimiento de la movilización en el curso de «ciclos de protesta», sino también en las formas que toma la acción colectiva en diferentes contextos.

Millán (2009) describe a Tilly (1978), quien utiliza una perspectiva histórica y cultural, para introducir el concepto de «repertorio de acción colectiva» como las formas de protesta aprendidas socialmente y que responden y se adaptan al contexto político. La perspectiva histórica y cultural se justifica por el hecho de que estos repertorios son culturalmente aprendidos. Tilly (1990) incluye también, a la violencia como una forma de participación política (la cual hasta cierto punto es común en los movimientos y protestas sociales en LAC, y se han intensificado en estos últimos años); en contra de los enfoques que explican los actos violentos como «formas irracionales» completamente desvinculadas de la política. Esta línea de investigación ha estimulado un énfasis en el estudio de la identidad y los comportamientos y los roles grupales.

De esta forma el autor (arriba mencionado), enlaza la acción colectiva violenta con los movimientos sociales, resaltando como única diferencia el cambio de repertorio (de conducta, intencionalidad y agresividad); de la confrontación por medios violentos, como consecuencia de importantes cambios económicos y sociales afectando muy negativamente en un espacio tiempo regularmente largo o prolongado (como ha pasado en LAC, debido a las políticas neoliberales de ultranza o a la corrupción extendida, por ejemplo). El autor define también, los repertorios de acción como los «canales establecidos en los que pares de actores efectúan y reciben reivindicaciones que afectan a sus respectivos intereses». Qué hace la gente para protestar, ello está determinado por lo que sabe hacer, esto es, por la memoria colectiva y las culturas de movilización aprendidas a lo largo de la historia. Toman las estrategias que han tenido éxito, o las que mejor se adaptan al contexto actual. La evolución del repertorio se produce lentamente con innovaciones en los márgenes. Sin embargo, los cambios profundos en los repertorios se producen a largo plazo.

Enfoque de los Marcos Culturales (EMC)

En los últimos años de la década de 1990, Melucci se centró en la creación de ‘identidades colectivas’ como el propósito de los movimientos sociales, especialmente los «nuevos movimientos sociales». Jasper (1998) propició la colocación de las emociones, en la agenda intelectual para muchos estudiosos/as e investigadores/as de los movimientos y las protestas sociales; y ha continuado analizando la dinámica emocional de la protesta en los años posteriores. Ha argumentado también en esta última década, que los movimientos sociales proporcionan a los participantes la oportunidad de elaborar y articular sus intuiciones y principios morales, ya sea para sí mismos o en contraste hacia otros grupos, ya sean estos grupos afines o antagónicos. Goodwin, Jaspers y Polletta (2000), reconocieron la importancia de las emociones en los movimientos sociales y desarrollaron la idea de la ‘dinámica emocional’ de forma más sistemática. Los mismos autores (2000) critican el paradigma de la ‘oportunidad política’ anteriormente dominante, utilizando el enfoque cultural de Jasper, han demostrado que la oportunidad política es demasiado estructural como concepto, dejando de lado significados, emociones y agencias individuales y colectivas que se alinean, (importantes elementos, para entender algunas de las formas, dinámicas y manifestaciones colectivas con diferentes grados de intensidad al nivel global y al nivel regional en LAC).

Jasper (2006), nuevamente argumentó que la interacción social estratégica, tenía una lógica importante que era independiente de la cultura y la estructura, subyacente a los dilemas estratégicos de/en lo que sucede en la vida real. La interacción social desarrolla un vocabulario, un entendimiento, una identidad y una lógica de las circunstancias y del ambiente dentro de los movimientos y las protestas que se generan. Todos estos elementos sirven para concretar acciones y afianzar el compromiso estratégico de una manera cultural, emocional y auténtica. Emirbayer y Goldberg (2005) escribieron también de manera similar, sobre las emociones y los movimientos sociales, derivando sus ideas de la historia del pensamiento sociológico (compromisos, objetivos y acciones estratégicas para lograr cambios). Cefaï (2013), por su lado, llegó a conclusiones similares acerca de la síntesis del pensamiento, las culturas intrínsecas y las acciones colectivas en los movimientos sociales.

Parece ser que los «marcos cognitivos», social y políticamente compartidos, son procesos colectivos de interpretación, atribución y construcción social que median entre la oportunidad y la acción. Los activistas tienden a veces, a sobreestimar el grado de oportunidad política, y de esta forma, las percepciones poco realistas de lo que es posible que puedan alterar como lo posible concreto. Se tiene entonces, que los propios movimientos son capaces de crear por sí mismos estas oportunidades y coyunturas de cambio a distintos niveles de una estructura social. El concepto de «marcos de interpretación» introducido por Goffman (1974), los define como el «conjunto de orientaciones mentales que permiten organizar la percepción y la interpretación de hechos sociales significativos». Gamson (1988)por su parte, aplica el concepto de Goffman a los movimientos sociales denominando «marcos de acción colectiva» a los esquemas interpretativos que inspiran y legitiman la acción de los movimientos sociales (descritos más abajo).

En el seno de las organizaciones y movimientos sociales, se generan ‘entendimientos y sentimientos compartidos’ como resultado de la negociación de significados y sentimientos preexistentes acudiendo a la sabiduría popular, la experiencia o elementos de la cultura política de la comunidad, a la identidad étnica, cultural y social; los cuales se configuran de manera intersubjetiva durante el mismo proceso de la acción colectiva (la mayoría de los movimientos por la reivindicación étnica y cultural ancestral en varios países y regiones de LAC, pueden ser un ejemplo). La definición de la situación a la que lleguen los distintos actores sociales tomará forma en distintos tipos de marcos interpretativos, siguiendo un esquema básico de problema, causa y solución a través del cual se desarrollan en múltiples niveles.

Los marcos de injusticia o marcos de diagnóstico definen el problema y sus causas e identifican a los responsables; son orientaciones cognitivas y afectivas que hacen que un movimiento interprete una situación como injusta. El marco de pronóstico (objetivos y metas posibles de alcanzar), define la estrategia apropiada para solucionar el problema planteado, la capacidad de agencia o la conciencia del movimiento respecto a las perspectivas de éxito y eficacia de su acción para transformar esa realidad identificada como injusta.

Por último, el marco de la identidad realza el sentido y sentimiento de la pertenencia al grupo y el reconocimiento colectivo que permite al movimiento construir una autoconcepción de sí mismo como actor social diferenciado de sus adversarios. El marco de la identidad introduce así un elemento central de la teoría de los NMS, la identidad colectiva, que destacará cómo el hecho de sentirse miembro del grupo supone una motivación para lograr sus objetivos y metas, por parte de los activistas. Hirschman (1991) por su parte, distingue dos tipos de retórica que fijan la posición de los actores sociales ante una determinada controversia: la retórica reactiva, desarrollada por los agentes sociales que optan por la inactividad, destacando el riesgo, la futilidad y los efectos perversos que puede acarrear la acción colectiva; y la retórica del cambio, desplegada por los movimientos sociales que apuestan por la movilización resaltando la urgencia, actividad y posibilidad, animando a emprender acciones colectivas.

Snow y Benford (1988) introducen el concepto de «alineamiento de marco» (definido como la unión del individuo y las orientaciones interpretativas de los movimientos), que hacen que los intereses, creencias y valores de los sujetos sean congruentes y complementarios con la acción e interpretación del movimiento como tal. Así en un ciclo de protesta, diversos actores configuran una serie de orientaciones cognitivas comunes que se alinean generando un «marco de acción central o maestro», es decir, una perspectiva compartida entre diferentes actores con los que se identifican los contenidos socioculturales más generales de los movimientos sociales. Gerhards y Rucht (1992) describen los «procesos de enmarcamiento» (como esfuerzos estratégicos y conscientes realizados por grupos de personas) para construir interpretaciones compartidas del mundo y de sí mismos que legitiman y motivan la acción colectiva. Establecen una diferenciación entre «dimensiones de enmarcamiento» y «estrategias de enmarcamiento». Los movimientos dan a las demandas sociales formas más amplias a través del proceso de enmarcamiento.

Van Stekelenburg y Klandermans (2010) introducen los conceptos de «formación» y «movilización del consenso» para referirse al intento deliberado de un(os) actor(es) social(es), por crear consenso en un sector de la población y destacar también la convergencia imprevista de significados en las redes sociales. Ambos investigadores describen, además, tres niveles de construcción de significados para potenciar la resonancia cultural del discurso y la movilización de consensos:

El primer nivel se refiere cómo un problema o reivindicación social adquiere una dimensión pública para ganar visibilidad situándose en la agenda pública y mediática, convirtiéndose así en un incentivo para la acción colectiva y la participación ciudadana (movimientos y protestas sociales contra la corrupción en la mayor parte de los países de LAC).

El segundo nivel se refiere a la comunicación persuasiva de las organizaciones del movimiento y sus oponentes, que pugnan para tratar de movilizar el consenso, buscando apoyo a su situación en las creencias colectivas de distintos grupos sociales para que tomen partido (movimientos y protestas sociales apoyando y rechazando el golpe en Bolivia).

El tercer nivel se refiere a la concientización durante los episodios de la acción colectiva, que tiene que ver con el impacto de la acción colectiva en la afirmación o cambio de las creencias colectivas de quienes participan directa o indirectamente (las acciones de desobediencia social contra las disposiciones gubernamentales cuarentenas o los confinamientos por la pandemia del COVID-19, de sectores muy empobrecidos e informales padeciendo hambre en muchos países LAC).

Entonces, tenemos que las teorías NMS aportan un sentido racional de la movilización social que se aleja en varios aspectos de los enfoques macro y supraestructurales y psicológicos anteriores. En sus diversas perspectivas contribuyen con una serie de conceptos clave que componen un mapa teórico básico para analizar cualquier movimiento: a) las estructuras organizativas; b) las oportunidades políticas; c) los repertorios de confrontación; y, d) los marcos culturales. Estos últimos dos conceptos analíticos, son los que utilizaremos más en esta segunda parte; vamos a interrelacionarlos con los países analizados en la tercera parte del ensayo sobre los MMS en LAC.

Los Movimientos y las Protestas Sociales en Latinoamérica y el Caribe (LAC)

En Latinoamérica y el Caribe durante las últimas tres décadas se han dado grandes movilizaciones sociales; se podría decir que este siglo se ha iniciado con una reivindicación de la política nacional y mundial mayormente saliendo a la calle. Se han presentado las demandas, se ha puesto a la defensiva, o contra la pared en algunas ocasiones, a los gobiernos nacionales, en varios países los presidentes han debido recapacitar sus medidas, dejar sus gobiernos por la puerta de atrás, o implantar medidas coercitivas o represivas. Ahora, la historia actual cotidiana ha cambiado por las medidas impuestas por casi todos los gobiernos al nivel mundial, la mayoría de los países LAC no son una excepción. empujados por las protestas sociales fuertes y continuas.

Estos movimientos, sus participantes, sus instituciones, sus procesos, sus programas y sus alcances están implicados en las luchas por la demarcación del escenario político. En estos procesos se distinguen fases y tendencias en los distintos países de la región y en las distintas áreas geopolíticas. Asimismo, ha habido cambios en los actores, las motivaciones y razones y objetivos de los movimientos y las protestas sociales; unos se han mantenido, otros han desaparecido y algunos más se han formado y consolidado en los últimos años.

De acuerdo con Colussi y de Léon (2020), en los últimos 30 años, en la región se vivió el periodo en el que los países de Latinoamérica y el Caribe «retornaron a la democracia» y la vieron consolidarse como sistema de gobierno. Los movimientos sociales fueron claves, tanto en la «oposición a las dictaduras» de corte militar, como en las «transiciones a la democracia» (principalmente en algunos países de Centroamérica y en algunos de Sudamérica). En general esas transiciones fueron formales, contrainsurgentes, prescriptivas o de fachada, según la evidencia examinada y analizada por estudiosos, académicos e investigadores.

Aunque en general los movimientos sociales producen demandas de reconocimiento por parte de los otros actores y del sistema político, en el caso de los movimientos sociales latinoamericanos y caribeños contemporáneos se involucran en la producción de una concepción más alternativa de ciudadanía. Así, estos movimientos sociales están implicados fundamentalmente en la multiplicación de escenarios públicos en los cuales se pueda cuestionar y volver a dar significado no solo a la exclusión sociopolítica, socioeconómica y sociocultural, sino también la de género, identidad étnica y ecológica, entre otras emergentes y en proceso de consolidación.

El neoliberalismo posmoderno globalizado de las últimas dos décadas, como racionalidad socioeconómica y sociopolítica, no ha servido para resolver las necesidades sociales, económicas y políticas de las sociedades en Latinoamérica y el Caribe. El «sálvese quien pueda» no funciona; la supremacía de lo individual es un gran escollo ahora que se piden esfuerzos colectivos; la cooperación colectiva está tratando de crecer y de imponerse a la competencia individualista fomentada en las últimas dos décadas. Los mercados no saben cómo autorregularse; no existe mano invisible que los regule; y tampoco se cumple el mito de que los agentes privados logran sus beneficios por asumir más riesgos dentro de la especulación bursátil. Ha nacido entonces un nuevo desorden económico global, con crísis cíclicas cada vez más recurrentes, amplias y profundas (entre las últimas, la recesión del 2008 y la actual debida en parte a la pandemia del COVID-19).

Con relación a lo anterior, Billion y Ventura (2020) han descrito varias características y relaciones sobre los NMS en Latinoamérica y el Caribe recientemente. Los NMS han sido parte importante de los medios sociales existentes para hacer visibles las reivindicaciones y demandas propuestas, y hacer notar y tratar de resolver los problemas sociales en el continente, debidos mayormente aunque no exclusivamente, al neoliberalismo globalizante a ultranza. Pero los movimientos y las protestas sociales son también mucho más que un medio: son espacios en los que se crean, recrean y transmutan las identidades colectivas.

Son la voz de la sociedad, los mensajes que la sociedad envía a los que ejercen el poder, a quienes gobiernan, a quienes están implicados en la gestión de lo público dentro del Estado en el continente. Los movimientos sociales como procesos de identificación colectiva, como ejercicios de autoafirmación y como prácticas de solidaridad grupal son, ante todo, una escuela de ciudadanía: fantasías, deseos y objetivos colectivos que van abriendo paso en la historia. No son política alternativa: son política per se. De acuerdo con Revilla (2010), ésta se manifiesta muchas veces con la siguiente dinámica de la acción colectiva:

1.La acción colectiva es la que lleva a cabo un sujeto colectivo, es distinta de la suma de acciones individuales. Por lo tanto, la dimensión individual de la acción interesa en la medida en que los individuos se constituyen en los sujetos colectivos: atribuyen significados a su acción, se reconocen en los otros y con los otros y llevan a cabo actos intencionados. Es decir, hay un vínculo necesario entre acción colectiva y acción individual, y ese vínculo es el que se reconoce como una dimensión potencial del análisis y crítica constructiva y comparativa (Ídem).

2.La acción colectiva es siempre un proceso interactivo y comunicativo; implica otros actores, recursos, capacidades organizativas, habilidades de liderazgo, circunstancias coyunturales y condiciones estructurales. Esos procesos configuran escenarios en los que se hace posible o no la acción colectiva y en los que se condiciona la forma que adopta la acción, si es que existen posibilidades de existencia (Ídem).

3.Como consecuencia de lo anterior, la existencia de agravios o condiciones estructurales o coyunturales de conflicto potencial no es suficiente para explicar la acción colectiva. El proceso de la acción colectiva es un proceso de construcción de identidades colectivas; los actores, al definir la identidad, se definen a sí mismos y sus relaciones con otros actores de acuerdo con los recursos disponibles y con las oportunidades y restricciones del medio (Ídem).

4.La acción colectiva es siempre acción racional: existe una racionalidad compartida. Cabe, por lo tanto, esperar situaciones de elección equivalentes en la historia, y también que los actores, que nunca son los mismos, se comporten, una y otra vez, de modos semejantes (Ídem).

5.En el proceso de la acción colectiva se pone en juego una dimensión instrumental y también una dimensión expresiva. Debido a la primera dimensión, la acción colectiva es el medio para alcanzar ciertos fines; por la segunda, la acción colectiva en sí misma es el fin que se pretende (la expresión de valores y conflictos, la construcción y movilización de una identidad colectiva, la demostración de la propia fuerza, etc.) (Ídem).

En el estudio de la acción colectiva en Latinoamérica y el Caribe, utilizar las teorías de los NMS, a través de la noción de ‘repertorio(s)’, es muy relevante, ya que alude no solamente a lo que los participantes hacen cuando están inmersos en un conflicto contra otros, sino a lo que saben hacer, y a lo que los otros esperan que hagan también. Es un concepto, estructural y cultural en un proceso paralelo continuo y discontinuo, puesto que los cambios fundamentales en la acción colectiva dependen de grandes fluctuaciones en los intereses, las oportunidades y las formas de organización. Éstos, a su vez, van acompañados de transformaciones en los Estados y en el capitalismo, con sus variantes en la sociedad donde se manifiestan los movimientos sociales.

Para una mejor aproximación a la comprensión de los posibles cambios en los repertorios de acción en Latinoamérica y el Caribe, es preciso detenerse brevemente en el concepto y en las tipologías de repertorios. En el análisis crítico-comparativo de los repertorios de acción en los conflictos comunitarios, conflictos étnicos, conflictos sindicales, conflictos sociales de distinta índole en Latinoamérica y el Caribe, se distinguen tres tipos básicos de «repertorios de acción colectiva». En ese sentido Revilla (2010) y Tricot (2012), nos dicen que los repertorios pueden estar relacionados con: la política convencional, la probabilidad de alterar el orden público y el riesgo de violencia potencial o real implicado en la acción. Tenemos entonces:

1. Repertorio de la acción colectiva contenida: constituye un repertorio en general conocido, comprendido y aceptado; no supone un gran compromiso e implica un riesgo escaso en su ejecución (independientemente de que sea un repertorio que se utilice en la competición electoral o no). Se basa en rutinas que la gente conoce y que son aceptadas por las autoridades, quienes pueden incluso llegar a facilitarlas. En Latinoamérica y el Caribe predominan numéricamente estas acciones en general dentro de los movimientos sociales, y regularmente ya están institucionalizadas en la sociedad y en el Estado. Las acciones concretas que se incluyen son: mítines, campañas, propaganda, manifiestos, firma de peticiones, manifestaciones, marchas y huelgas (Ídem).

2. Repertorio de la acción de confrontación: se trata de acciones que conllevan cierto riesgo de alteración del orden público o de uso de la violencia relativa de baja intensidad (daños contra la propiedad regularmente) e implican un modo de organización, unos beneficios y unos costes particulares. Son formas de acción que rompen con la rutina, sorprenden a los observadores y pueden desorientar a los gobernantes, al menos durante un tiempo. En Latinoamérica y el Caribe no predominan numéricamente estas acciones en general dentro de los movimientos sociales; la alteración del orden público es el origen de buena parte de los cambios en los repertorios y del poder de los actores. Se incluyen, dentro de esta categoría: acciones con bajo riesgo de alteración del orden público o violencia, dado que involucran escasa interacción física (huelgas de hambre, campañas de desobediencia civil, boicots); y en algunos casos, generan o se combinan con acciones de alto riesgo de alteración del orden público o violencia (ocupación de edificios, bloqueos del tráfico, pintadas y grafiti, daños a la propiedad) (Ídem).

3. Repertorio de la acción de violencia: la clave para separar la violencia en un repertorio específico se encuentra en lo que entendemos como un paso más en la escalada, ya sea de conductas individuales y grupales: la violencia contra las personas y grupos, contra estructuras, símbolos y emblemas, contra instalaciones, edificios y la infraestructura. En Latinoamérica y el Caribe no predominan histórica ni numéricamente estas acciones en general, dentro de las acciones de los grupos sociales. Sin embargo, se pueden dar y se han dado en las últimas tres décadas en el continente, coyunturas de crísis socioeconómicas, sociopolíticas y socioculturales de confrontación y antagonismo agudas, graves y extremas contra el aparato del Estado, el statu quo, o el orden impuesto en forma de dictadura autoritaria o despótica, corrupta, inclinada a la cleptocracia y a la narco-actividad, fallida o ineficiente en el manejo del sistema socioeconómico, en condiciones de represión, sojuzgamiento, polarización, control social, opresión, sobrevivencias extremas, etc.; en que la escalada de acciones y reacciones individuales y grupales, puede llegar a ser muy violenta, agresiva e incontenida (Ídem).

Aquí ya no es posible o tan fácil distinguir claramente, las categorías y los elementos del conflicto tales como la lucha, confrontación o conflicto armado, el terrorismo, la guerrilla, guerra irregular o guerra civil. No obstante, se puede distinguir en referencia a los tipos y definiciones del(os) actor(es) respecto del repertorio de acción intentada, realizada o proclamada). Se define como la utilización de la violencia contra las personas, como medio de acción colectiva, y por contraste de acuerdo con los elementos de la violencia generada, donde se distingue la diferencia entre estas acciones y el uso de la violencia «sin fines políticos» (es decir, la asociada a la delincuencia común o a la delincuencia organizada).

En Latinoamérica y el Caribe, esto tiene connotaciones e implicaciones más complejas donde la violencia común o la delincuencia o crimen organizado es una forma política y económica de control social, de un sistema de gobierno o de la estructura de un aparato de Estado. La narcoactividad, el narcoestado, la narco-economía serían algunos ejemplos concretos. En la actualidad existen condiciones para que se desarrolle con mayor frecuencia la acción colectiva contenida, que está disponible para una mayor variedad de organizaciones y para la participación de un número mayor de personas.

En cierto modo, puede que se esté dando una «democratización de la acción colectiva». En la actualidad existen los efectos de causas diversas y dimensiones entremezcladas de la acción violenta. También hay una aparente pérdida de legitimidad al repertorio de la violencia, al uso de esta. Por otro lado, en la tesis de la «normalización» se incluye la diversificación de los grupos sociales implicados en la acción colectiva, especialmente en lo que se refiere a la inclusión creciente de las mujeres oprimidas, violentadas y discriminadas y de las clases medias insatisfechas entre otros grupos.

Consideraciones y Observaciones Preliminares

Específicas

Se ha presentado en esta segunda parte del ensayo una discusión teórico-metodológica que nos servirá para analizar con profundidad y extensión el fenómeno de los nuevos movimientos sociales en Latinoamérica y el Caribe en la tercera parte, a realizarse en los países ya señalados en la introducción. Vamos a desarrollar un análisis macro sociológico y político, de contenido crítico y comparativo, utilizando una aproximación marxista postestructuralista y postmoderna. Utilizaremos también al nivel meso y micro, los conceptos de «marcos de interpretación» de Goffman (1974), y los conceptos de «marcos de acción colectiva» de Gamson (1988). En esa misma dirección metodológica, influenciados y derivados por lo anterior; vamos a utilizar los conceptos de «las dimensiones y las estrategias de enmarcamiento», y las categorías conceptuales y comparativas de «acción colectiva» y de ‘tipologías de repertorio(s)’; explicadas por Revilla (2010) y Tricot (2012) respectivamente y descritas arriba.

Los autores Mejías y Suárez (2015), nos han explicado que los nuevos movimientos sociales han adquirido experiencias, reformulando sus estrategias y focalizando sus demandas. Además, los NMS tienen una importante particularidad: la capacidad de auto reflexión y auto transformación. Incluyen una nueva manera de ejercer la democracia, una democracia que puede permitir reconstruir el concepto de ciudadanía, de participación popular, una realidad que permita reconstruir el concepto de sujeto y nuevas formas de construir y plantearse la emancipación, es decir, que sea la transformación de la práctica social llevada a cabo por el campo social de la emancipación al campo de la justicia, dignidad y ‘la verdadera democracia participativa’ donde los intereses de la mayoría sean, finalmente, la respuesta a tanta exclusión, abuso y marginación, sobre todo en un continente tan desigual y con tantas brechas como LAC.

Generales

En el contexto actual, la protesta popular de estos últimos años se ha dado no en la forma organizativa de antaño, a través de estructuras partidarias de izquierda en general, sino por medio de movimientos y protestas sociales sin mayores vinculaciones partidarias o militantes tradicionales. Quizá sin una propuesta clasista evidente, explícita, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como levantaron los partidos comunistas tradicionales durante los años del siglo XX). Estos nuevos movimientos sociales constituyen una alternativa anti-sistémica (movimientos por reivindicaciones diversas de género, revitalizaciones étnico/culturales, de diversidad sexual, o contra la catástrofe climática medioambiental, entre otros).

La inesperada pandemia del COVID-19 que ha llegado a todos los países abre interrogantes, más allá de los problemas estructurales complejos ligados directamente a esa crisis de salud pública. La mayor parte de los sistemas de salud alrededor del mundo están colapsados desde hace mucho tiempo; la mayoría de los países de Latinoamérica y el Caribe tienen sistemas muy limitados, débiles e ineficientes: La situación económica mundial no muestra un cambio sustancial ni trascendente, al menos de momento. Está claro que el sistema capitalista neoliberal global no resuelve (ni quiere, ni puede) los acuciantes problemas de la humanidad. Sin dudas, la pandemia contribuye a la crisis económica y social generalizada. Pero no se puede negar ni perder de vista que la crisis sistémica (comparable a la Gran Depresión de los 1930s), es anterior a la aparición de la pandemia del COVID-19.

Tal vez se pueda usar a esta última como excusa, pero no se puede olvidar que el capitalismo global, neoliberal a ultranza; ya desde fines del 2018 e inicios del presente año, entró claramente en una fase recesiva mayor a la del 2008. Las burbujas financieras y el capital financiero-especulativo explotaron una vez más, aunado a la guerra económica entre los tres bloques económicos mundiales y las dos potencias económicas globales (China y Estados Unidos), a pesar de que los medios de comunicación corporativos se abstuvieron de darle una mayor difusión y cobertura. De momento, no se puede predecir qué pasará en los meses venideros, esperar que la crisis mundial vaya a traer un cambio de paradigma y los capitales se tornen «solidarios» con el sufrimiento de la población mundial; no pasa de ser una ilusión muy ingenua o infantil.

Las explosiones populares del año pasado, tanto las latinoamericanas y caribeñas como las que se registraron en otras latitudes («chalecos amarillos» en Francia, protestas masivas en Egipto, o en El Líbano, por ejemplo) no parecen destinadas ni a terminar con las políticas neoliberales, y muchos menos a acabar con el sistema capitalista a como lo conocemos y experimentamos en la actualidad. Cantar victoria y decir que el «campo popular» triunfó, que el neoliberalismo está fracasado y se firmó su acta de defunción, es un optimismo positivista quizá muy peligroso e ingenuo una vez más. De momento los planes del capitalismo global no han cambiado, aún con la combinación de la recesión en proceso acelerada en parte por la pandemia del COVID-19.

Los planes redistributivos que se dieron a principios del siglo XIX, en algunas partes de Latinoamérica y el Caribe fueron importantes paños de agua fría para poblaciones históricamente marginadas y olvidadas, pero no constituyeron alternativas de cambio sostenibles, profundas. Todo indica que dentro de las democracias representativas no parece haber de momento una posibilidad de cambios estructurales reales y de fondo. Además, sin caer en exitismos e ilusionarnos grandemente con las puebladas del 2019, recordemos que Piñera sigue gobernando en Chile, Lenín Moreno en Ecuador, Iván Duque en Colombia, Juan Antonio Fernández en Honduras, Jovenel Moïse en Haití y Jeanine Áñez en Bolivia (así como Emmanuel Macron en Francia, Abdelfatá al Sisi en Egipto o Saad Hariri en El Líbano, donde también se dieron levantamientos populares). Y las deudas externas, aún con recesión y pandemia, siguen siendo cobradas puntualmente por los bancos acreedores.

Los acontecimientos vividos en los últimos tres años en Latinoamérica y el Caribe, hace algunos meses abren preguntas (similares a las que abrieron los «chalecos amarillos» en Francia, o la Primavera Árabe en su momento en Medio Oriente): ¿A dónde llevan estas explosiones populares?, ¿Por qué la izquierda con un planteo de transformación radical no puede conducir estas luchas?, ¿pueden ser un factor de conducción política con proyecto transformador los nuevos movimientos sociales?, ¿el enemigo a vencer es el neoliberalismo o se puede ir más allá, buscando cambiar al mismo tiempo las interseccionalidades de las reivindicaciones de distinta índole, entre diversos grupos sociales y sus movimientos, ya sea opuestos o afines? Como sea, lo sucedido a fines del año pasado, ahora suspendido por la pandemia de COVID-19, significa un momento de intensidad sociopolítica, un momento que podría deparar muchas sorpresas.

Fuente: https://www.aporrea.org/ideologia/a291798.html

Imagen: https://pixabay.com/

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Post pandemia: ¿Volverán las protestas?

Por: Marcelo Colussi

 

Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo policía. ¡Brillante!”.

Camilo Jiménez

En estas últimas décadas el campo popular sufrió no solo un gran empobrecimiento sino su desarticulación para las luchas. Las opciones de izquierda (organizaciones partidarias, movimientos de acción armada, sindicatos combativos, expresiones populares clasistas varias) fueron duramente reprimidas por las fuerzas de seguridad de los Estados, siempre bajo la mirada vigilante de Estados Unidos. De esa suerte, por años las protestas sociales estuvieron silenciadas. O, en todo caso, se dio un despertar de nuevos movimientos sociales que, sin tener un proyecto de transformación radical, generaron nuevas dinámicas.

En América Latina, con la llegada de gobiernos de centro-izquierda en buena cantidad de países al inicio del presente siglo, se dieron políticas redistributivas que ayudaron a paliar, en parte, la situación de agobio de las grandes masas populares. Pero los planes neoliberales no terminaron. Se siguieron pagando puntualmente las deudas externas, y los esquemas económicos de base no variaron. Luego de algunos años, muchos de esos procesos de “capitalismo moderado” desaparecieron, volviendo a las presidencias de los Estados planteos abiertamente de derecha, antipopulares. Como las orientaciones fondomonetaristas no variaron nunca en lo sustancial, y en estos últimos años de derechización se profundizaron más aún, las poblaciones explotaron casi al unísono en buena parte de la región latinoamericana, así como también en otras latitudes. Eso sucedió hacia fines de 2019.

Como dato sumamente importante para entender las formas en que se dieron y las ulterioridades de esas puebladas, debe destacarse que las fuerzas de izquierda, en cualquiera de las versiones posibles, ya no existían, o estaban tan diezmadas/desacreditadas que no pudieron conducir políticamente esas rebeliones espontáneas. De ahí que el generalizado descontento popular tuvo las características de rebeliones con mucho de visceral, de explosiones populares que no llevaban claramente una orientación política revolucionaria, de transformación estructural. Era, en todo caso, la expresión de un descontento profundo contenido durante años. Los nuevos movimientos sociales contribuyeron al clima de rebelión que se vivió.

¿Por qué se dieron estos estallidos? Porque la pobreza que causó el neoliberalismo, donde no hubo el preconizado “derrame”, era ya insoportable. El subcontinente latinoamericano, terriblemente rico en recursos naturales (tierras fértiles, abundante agua dulce, petróleo, gas, innumerables recursos minerales, enormes litorales oceánicos, impresionante biodiversidad) presenta índices de desigualdad socioeconómica realmente alarmantes. Con economías prósperas en términos macro (crecimiento del PBI, inflación bajo control, paridad cambiaria estable), ocho de los diez países más desiguales del planeta están en esta región: Haití, Honduras, Colombia, Brasil, Panamá, Chile, Costa Rica y México. Los problemas sociales se multiplican en forma continua, con desempleo, falta de perspectivas, violencia callejera, salarios de hambre, un agro tradicional que se empobrece y desertifica producto de la explotación inmisericorde de las grandes propiedades y su uso de pesticidas y agroquímicos, poblaciones originarias reprimidas y olvidadas, una cultura patriarcal que sigue dominando la cotidianeidad, jóvenes sin futuro y, junto a ello, gobiernos corruptos que se ríen en la cara de tanta desgracia, todo ello constituye una poderosa bomba de tiempo. Si no estalló masivamente antes es porque la represión y el miedo histórico de las décadas pasadas (guerras sucias que ensangrentaron todos los países, con 400.000 muertos, 80,000 desaparecidos y un millón de presos políticos, más cantidades monumentales de exiliados) siguieron obrando como una fuerte “pedagogía del terror”.

Mucho de la protesta popular de estos últimos años se dio no en la forma organizativa de antaño, a través de estructuras partidarias de izquierda, sino por medio de movimientos sociales. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como han levantado los partidos comunistas tradicionales a través de los años en el siglo XX), los nuevos movimientos sociales constituyen una alternativa antisistémica (movimientos por reivindicaciones de género, étnicas, de diversidad sexual, contra la catástrofe medioambiental). Muchos de ellos son movimientos campesinos y de reivindicación de territorios ancestrales propios; de hecho, constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales, más aún en este momento de expansión de un voraz capitalismo extractivista. En ese sentido, funcionan como un nuevo camino, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas.

Lo cierto es que, hastiados del neoliberalismo, los pueblos se levantaron hacia los últimos meses del 2019. Los resultados fueron distintos en cada país, pero hubo un hilo conductor común. Analicemos algunos casos (Chile, Colombia y Bolivia) a modo de ejemplo, para luego sacar conclusiones.

Chile

En los países del llamado Tercer Mundo, contrario a lo que ocurrió en el Norte próspero (Estados Unidos, Canadá, Europa y Japón), las políticas neoliberales que se impusieron estas últimas décadas, pudieron ser implementadas solo a partir de regímenes dictatoriales. La dictadura del general Pinochet fue icónica en ese sentido.

El 11 de septiembre de 1973 en Chile tuvo un lugar un evento que serviría como símbolo de un importante cambio en la historia política del país. Se daba allí el golpe de Estado del ejército chileno, comandado por el general Augusto Pinochet, contra el presidente democráticamente electo Salvador Allende. La asonada militar, nada nueva ni en la historia de Chile ni en la de Latinoamérica y el Caribe, tuvo un carácter especial: dio pie a la instalación de las primeras políticas neoliberales por parte de un gobierno nacional. Las peores calamidades de los planes de achicamiento del Estado, privatización de todo lo privatizable, contención de la protesta social por todos los medios posibles y la represión militar, tuvieron lugar en Chile. De hecho, Milton Friedman en persona, eje central de la Escuela de Chicago impulsora de las políticas neoliberales fondomonetaristas, estuvo en Chile en dos ocasiones, en 1975 y en 1981, bendiciendo y evaluando las medidas.

El derrocado presidente chileno propiciaba el paso al socialismo por la vía democrática. Propuesta difícil, que la historia se ha encargado de rebatir infinidad de veces (la institucionalidad democrática dentro de los marcos del capitalismo no permite la construcción de alternativas socialistas reales; es decir: la socialización de los medios de producción y la democracia popular de base). Experiencias similares de procesos revolucionarios abortados sobran en el contexto latinoamericano (Haití, República Dominicana, Bolivia, Guatemala, entre otros). Lo importante de lo acaecido en Chile en aquel 1973 fue la puesta en marcha de ese laboratorio social y económico con las iniciativas de ajuste neoliberal.

Con los años, fueron instalados similares planes neoliberales a ultranza no solo en Latinoamérica y el Caribe sino en, prácticamente, el mundo entero. Chile comenzó a ser exhibido por cierta academia, varios políticos, por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y por la corporación mediática capitalista global como el ejemplo más exitoso de estas políticas. De hecho, comenzó a circularse la idea que ya había ingresado al privado club del “Primer Mundo”. La propaganda, repetida hasta el cansancio tanto dentro como fuera del país, fue transformando a la nación trasandina en un “modelo de éxito”. Ello se debió en muy buena medida a la necesidad de la ideología neoliberal dominante en el mundo de tener una joya que mostrar. Al lado del pretendido “fracaso” de los modelos socialistas, o más aún, de los capitalismos con Estados parasitarios -o, al menos, de lo que la prensa dominante intentaba mostrar como tal-, Chile fue elegida la presea perfecta, el arquetipo de éxito con las privatizaciones. El tiempo vino a demostrar que las cosas no eran precisamente como se planteaban. Lo cual demuestra, igualmente, que la población es perpetuamente engañada por los medios de comunicación.: puras y viles mentiras.

La feroz dictadura del general Pinochet terminó en 1990. Para ese entonces, Washington estaba cambiando su estrategia de dominio de su patio trasero latinoamericano reemplazando las sangrientas dictaduras militares por la modalidad de “democracias vigiladas”. Con los planes de ajuste estructural encaminados, ya no era necesaria la “mano dura” de los militares; las democracias -entendidas solo como el ejercicio de votar y elegir mandatarios cada cierto tiempo- alcanzaban. Así, todo el subcontinente fue abriéndose a esos nuevos tiempos “democráticos”. Tuvieron lugar varias elecciones, y diversos candidatos civiles se sucedieron en la presidencia: Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet en dos oportunidades intercaladas, y Sebastián Piñera, también en dos ocasiones intercaladas, quien se encuentra en el poder actualmente. Ningún mandatario modificó un ápice las políticas impuestas por la banca internacional (FMI y BM) ni la Constitución política de 1980, herencia de la dictadura pinochetista. El supuesto “milagro” económico chileno siguió ofreciéndose como el producto exitoso derivado de esas iniciativas.

Pero algo sucedió rompiendo esa supuesta tranquilidad y armonía social. En la segunda presidencia de Sebastián Piñera, iniciada en marzo de 2018, el aumento del boleto del metro propuesto a mediados de octubre del 2019 desató enormes protestas, iniciadas por el movimiento estudiantil en principio, al que se le sumó luego masivamente la población, las cuales hicieron retroceder al mandatario. El aumento del pasaje, en sí mismo, no fue especialmente significativo. Su valor en hora pico subiría de 800 a 830 pesos, equivalente a 0,042 dólares. Pero ello, en realidad, acentuó un descontento latente y creciente en la población, y dejó ver otra realidad que la presentada oficialmente como de éxito económico. Evidentemente, la cólera de la población expresó algo que no se decía oficialmente: la pobreza generalizada extendiéndose, las brechas entre las clases sociales acentuándose, la exclusión de grandes sectores de la sociedad expandiéndose, y la discriminación étnica y cultural exacerbándose principalmente por el neoliberalismo en Chile.

La primera reacción del Ejecutivo fue la abierta represión bajo el concepto de seguridad nacional y terrorismo. La misma se prolongó por espacio de varios meses, resultas de la cual se registraron 31 muertos, de acuerdo con lo informado por la OEA. Según calcula el informe preliminar de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de esa institución, luego de su visita entre el 25 y el 31 de enero del 2020, entre octubre de 2019 y enero de 2020 se registraron 400 heridos. “Chile vive grave crisis en derechos humanos”, manifestó la comisionada Esmeralda Arosemena de Troitiño, citada por el diario La Tercera. Por su parte, Joel Hernández, relator para Chile de dicha Comisión, manifestó que “las protestas registraron en varios casos abusos, detenciones y uso desproporcionado de la fuerza” debido a “falta de alineamiento de los estándares internacionales en la gestión de las protestas”.

La realidad del país no era, definitivamente, la preconizada abiertamente por la prensa nacional y global (“Chile = Primer Mundo”, según ese engañoso mensaje); las rebeliones populares pusieron al descubierto una desigualdad monstruosa (octavo país del mundo en asimetrías socioeconómicas igual que Ruanda en el África, por ejemplo), siendo el país latinoamericano que ha escenificado las protestas más grandes hacia fines del año 2019. La población, hastiada de las medidas de privatización, falta de acceso a los beneficios reales de un supuesto desarrollo, patéticamente endeudada con los bancos, reaccionó visceralmente ante el alza del pasaje de metro, lo que motivó por parte del Ejecutivo (siguiendo la sugerencia de asesores estadounidenses) la declaración de estado de sitio y toque de queda.

Sin dudas, la población del país trasandino (junto a la de Haití en el Caribe), es la que más fuertemente ha alzado la voz en toda esta ola de protestas que se dieron a fines del año pasado, lo cual llevó a un brutal endurecimiento del gobierno, con el ejército controlando las calles. “América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet”, pudo decir sin la más mínima vergüenza Mike Pompeo, secretario de Estado de Estados Unidos, en una Comisión de Urgencia de la Cámara de Representantes de su país, ante “la preocupante situación de Chile”. Ello deja ver que Latinoamérica y el Caribe siguen siendo con muy pocas excepciones, tristemente, el patio trasero de la potencia del Norte, y lo que en esta zona sucede se decide en Washington.

Luego de la inicial salvaje represión y la incesante y creciente ola de protestas, el presidente Piñera se vio forzado a pedir perdón, comprometiéndose a implementar medidas de protección social, reconociendo la precariedad de muy buena parte de la población chilena, más allá del preconizado “milagro económico” del país que fuera primer laboratorio de ensayo de las políticas neoliberales.

Como resultado de la movilización popular, el gobierno se vio forzado, además de dejar de lado el aumento inicial, a dar alguna respuesta que satisficiera a la población. De ahí que se llegó a la idea de un plebiscito para ver si se continúa con la Constitución vigente, o se va hacia una nueva. El plebiscito, “ejercicio democrático” provocado por las protestas, presenta dos preguntas que deben ser respondidas por la población: 1) ¿Apruebo o Rechazo una nueva Constitución? 2) ¿Qué órgano es el indicado para redactar la eventual nueva carta magna: una Convención Constituyente (100% de sus integrantes elegidos por voto popular) o Convención Mixta Constituyente (50% de sus integrantes elegidos por voto popular y 50% miembros del actual Congreso?).

Para cierta visión de los hechos, el plebiscito es un triunfo popular derivado de las movilizaciones del año pasado, porque permitirá dejar atrás el lastre neoliberal y fascista de la dictadura pinochetista, aún presente en la institucionalidad del Estado chileno. Para otra lectura, esto es una jugada distractora del gobierno, una forma de ganar tiempo, una maniobra para que no cambie nada, en definitiva. Originalmente se había fijado para el 26 de abril, pero la aparición de la pandemia de coronavirus vino a alterar los planes. De momento quedó establecido para el 25 de octubre. Habrá que ver cómo se lleva a cabo la consulta, cuáles son los cambios que genera y si sigue la lucha para consolidar dichos cambios.

Colombia

En Colombia se vive un clima de violencia generalizada desde hace muy largas décadas. Un entrecruzamiento de causas explica esa dinámica; por un lado, la pobreza crónica y estructural (19.6% de la población, según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística -Dane-, 2019), que excluye a amplios sectores, fundamentalmente rurales, lo que crea un clima de inestabilidad permanente. A ello se suma la presencia de una importante narcoactividad (2% del PBI, según datos de la Unidad de Información y Análisis Financiero -UIAF-), también en áreas rurales, donde igualmente se da la presencia histórica de movimientos revolucionarios de acción armada (llegó a haber tres para los años 90 del pasado siglo), perseguidos ferozmente por las estrategias contrainsurgentes del Estado. De hecho, Colombia presenta la guerra civil más prolongada de todo el continente, cuyos orígenes se remontan a la década del 50 del pasado siglo. Las consecuencias de todo esto fueron fatales; además de las cuantiosas pérdidas materiales, ese prolongado conflicto ocasionó cerca de un cuarto de millón de muertos, incalculables heridos, 70,000 desaparecidos, numerosas violaciones sexuales de mujeres y más de cinco millones de desplazados internos (primer país en el mundo en cantidad de esos desplazamientos por causas bélicas, según datos del ACNUR), sin contar con las secuelas psicológicas y sociológicas de ese clima de violencia perpetuo, y la apología de la misma como prácticamente único modo de relacionamiento entre grupos diversos.

¿Por qué se ha prolongado tanto este conflicto? ¿Qué hace que, mientras en otras latitudes las guerras pasan, se encuentran salidas negociadas, se ponen en marcha procesos de pacificación, en Colombia pareciera perpetuarse indefinidamente sin dar miras de poder entablarse negociaciones firmes que terminen de una vez el problema? Evidentemente, hay poderosos intereses en juego para que todo ello se perpetúe. El negocio de la violencia es muy redituable para ciertos grupos. Si bien ha habido numerosos intentos de pacificar el país en estos últimos años con numerosos compromisos contraídos, luego no cumplidos, y recientemente se firmaron importantes acuerdos entre el gobierno y el principal grupo revolucionario alzado en armas, la paz no termina de llegar nunca.

El clima bélico en que se ha venido moviendo la sociedad colombiana durante tan largos años es sumamente complejo por presentar numerosos y tan diversos componentes: movimientos revolucionarios de vía armada, carteles de la droga y narcoactividad, grupos paramilitares, Estado armado hasta los dientes, presencia de fuerzas armadas, de inteligencia y contrainsurgencia extranjeras directamente comprometidas en esa “guerra sucia” de mediana y baja intensidad selectiva (como es la estrategia de Washington), incluso con varios destacamentos fijos y dotados de alta tecnología militar. Son siete las bases estadounidenses en territorio colombiano, por lo que más de algún analista compara la situación del país caribeño con el papel que juega Israel, aliado de la política de la Casa Blanca, en el Medio Oriente. Es decir: el gendarme super armado de la región. No olvidar que Colombia tiene una posición estratégica al lado de Venezuela, que atesora las reservas de petróleo más grandes del mundo, más otros importantes recursos minerales (oro, hierro, coltán, tierras raras), todo lo cual es codiciado por la geoestrategia de Washington.

El enfrentamiento bélico se ha dado, básicamente, entre el Estado, la presencia militar estadounidense, y en algunos casos los paramilitares como sus aliados, contra los movimientos revolucionarios (de los tres que llegó a haber años atrás, queda operativo hoy solo uno). De igual modo, el Estado colombiano, con la colaboración de Washington, ataca la narcoactividad, en buena media destruyendo sembradíos en zonas rurales por medio de fumigaciones aéreas. Lo curioso es que ese “combate al narcotráfico” nunca termina de dar resultados, y la producción de cocaína no cesa. No está de más recordar que a Estados Unidos llega una tonelada y media de drogas ilegales cada día, en buena medida cocaína colombiana. Ese supuesto “combate” que se da en tierra sudamericana, por lo tanto, abre suspicacias. ¿Realmente se lo combate?

El “Plan para la Paz y el Fortalecimiento del Estado”, más conocido como “Plan Colombia”, luego rebautizado “Plan Patriota” y finalmente “Plan Consolidación”, destinado a combatir la narcoactividad, pero con la agenda oculta de atacar a las guerrillas revolucionarias, implicó una erogación de USD. 20,000 millones por parte del erario colombiano, cobrado por las empresas que suministraron todo el equipo bélico y capacitación militar, todas de origen estadounidense. Lo curioso es que, pese a esa monumental inversión y despliegue de fuerzas militares, supuestamente para combatir la narcoactividad, la producción de hoja de coca no bajó y la fabricación de cocaína y otras drogas se mantuvo o se movió a otros países de Latinoamérica y el Caribe. Definitivamente hay ahí una sumatoria de elementos complejos e interrelacionados que hacen de Colombia una mezcla explosiva y que, según algunas estimaciones, lo colocan como el país más violento de Latinoamérica y uno de los más violentos del mundo donde pareciera que nadie desea terminar la guerra (porque para ciertos sectores trae cuantiosos réditos).

De hecho, a través de los últimos años ha habido numerosas negociaciones en búsqueda de la paz, y muchos de los actores involucrados en esa violencia han ido modificando posiciones. Por lo pronto, dos de los grupos guerrilleros históricos involucrados en esa larga contienda silenciaron sus armas: el Movimiento 19 de Abril -M 19-, desmovilizado en marzo de 1990, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC-, desmovilizadas según Acuerdos de Paz con el gobierno en el 2016. Pero pese a ello, la violencia no se extingue -continuó la muerte de desmovilizados de las FARC-, lo que llevó a que grupos puntuales de esta organización guerrillera se alzaran en armas nuevamente en el transcurso del 2019, quizá sin constituir una real amenaza militar, pero con hondo significado político, distanciándose de sus cúpulas de dirección nacional a las que acusan de “traidoras”.

Se podría decir también que el movimiento paramilitar -de ultraderecha, participante también en la guerra interna- sumamente activo años atrás, agrupado en la Autodefensas Unidas de Colombia, se sumó a la desmovilización en el año 2003. E igualmente poderosos carteles del narcotráfico fueron diezmados por las fuerzas gubernamentales en operaciones conjuntas con la DEA, CIA y tropas especiales de Estados Unidos, a lo largo de los últimos años. De todos modos, pese a esas diversas operaciones de pacificación, de desmovilización de fuerzas combatientes y de grupos armados de acción violenta, Colombia nunca ha vivido en paz.

Al mismo tiempo, no puede dejarse de mencionar como elemento sumamente explosivo, la gran polarización económico-social que se da en el país, la cual se extendió aún más desde los 1980s. con las políticas neoliberales, y particularmente desde 1991 con las reformas constitucionales que permitieron profundizar las mismas. Según datos de Naciones Unidas, Colombia presenta una enorme disparidad en ese ámbito -uno de los países más desiguales del mundo- con un acaparamiento de tierras enorme en manos de una ínfima oligarquía terrateniente, y una gran masa de campesinos empobrecidos. Según el Informe de Oxfam “Radiografía de la Desigualdad”, 2020, basado en datos del Censo Nacional Agropecuario, el 1% de propietarios posee el 81% de las tierras. Mujeres solo presentan el 26% de la titularidad. De acuerdo con referido documento “Un millón de hogares campesinos vive en menos espacio del que tiene una vaca para pastar.”

Esa masa campesina encontró en el cultivo de plantas de coca -comprada por los carteles del narcotráfico para la elaboración de cocaína, en buena medida con destino a Estados Unidos- una forma de sobrevivencia que la aleja de la pobreza extrema, pero sujetándola a circuitos que le terminan creando más problemas, en definitiva. Para cierta visión punitiva del combate a las drogas -que es la que impulsan los distintos gobiernos del país en consonancia con lo estipulado por el gobierno federal de Estados Unidos-, el eslabón del pequeño productor de la materia prima es el más golpeado. De ahí la continua quema, fumigación de sembradíos, criminalización y castigo por actividades ilegales, que terminan arruinando, separando y estigmatizando a esas familias campesinas, que nunca salen de pobres pese a participar en este acaudalado negocio.

Esa histórica polarización económica se vio acrecentada desde fines de los años 80 del pasado siglo con la implementación de las políticas neoliberales que dominaron todo el panorama latinoamericano y caribeño. Todos los mandatarios colombianos, fieles a los dictados de los organismos crediticios de Bretton Woods (FMI y BM), siguieron implementando a la letra las recetas de ajuste estructural, lo cual empobreció más a los sectores históricamente empobrecidos, concentrando la riqueza en una oligarquía hiper rica. En el medio de la fiebre antineoliberal que barrió Latinoamérica hacia fines del año pasado, también la población colombiana reaccionó. Fue así que se asistió al despertar de espontáneas protestas populares. El presidente Iván Duque, de derecha, acérrimo defensor de los planes neoliberales y estrecho aliado del gobierno de Donald Trump, ha sido duramente cuestionado. En realidad, el actual presidente, sin con esto quitarle la más mínima responsabilidad, no hizo sino continuar las prácticas privatistas que vienen dándose desde los 90 del siglo pasado, forzadas por la banca internacional, en detrimento de las grandes mayorías. En otros términos: se continuó, igual que todos los presidentes anteriores, con las privatizaciones en el sector energético (petróleo y minería), en las comunicaciones y en los servicios financieros. Al mismo tiempo, continuaron las políticas de impuestos regresivos, beneficiando así a los grandes propietarios colombianos, y se profundizó la reducción de la inversión pública en áreas básicas (salud y educación). Todo ello aumentó la histórica pobreza urbana y profundizó la rural provocando un descontento creciente que estaba a punto de estallar en cualquier momento.

Y finalmente, estalló. Entre fines de octubre e inicios de noviembre del año pasado, más de un millón de personas se movilizaron en las principales ciudades del país (Bogotá, Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Cúcuta) exigiendo el fin de las medidas neoliberales. La respuesta del gobierno fue, al igual que en los otros países de la región, la vigilancia, la confrontación y represión. De ese modo, se registraron tres muertos, 250 heridos y cientos de arrestos.

Las protestas se prolongaron hasta el inicio del 2020. Como consecuencia de esa movilización popular, se conformó un Comité de Paro, integrado por distintas organizaciones sociales, que nuclea una pluralidad de sectores del campo popular, el cual entregó a fines del año pasado una lista de demandas al gobierno del presidente Duque. El pliego de peticiones incluye un amplio listado que toca puntos sobre la política económica y social llevadas adelante por el gobierno, el cumplimiento de acuerdos suscritos con los movimientos estudiantil, campesino y sindical, con los pueblos indígenas y afrocolombianos en medio de las movilizaciones, la revisión de la política de seguridad vigente, de derechos humanos y lo concerniente a los asesinatos sistemáticos de lideresas y líderes sociales así como de excombatientes de las FARC, temáticas ligadas a la reforma política y electoral, normas y medidas para luchar contra la corrupción y el pedido de profundizar el diálogo de paz con la única fuerza guerrillera ahora vigente, el Ejército de Liberación Nacional -ELN-.

Para el año 2020, dándole seguimiento a ese pedido, se tenían previstas distintas manifestaciones exigiendo el cumplimiento de lo solicitado, con diversas convocatorias para el transcurso de los primeros meses del año (abril y mayo). La aparición de la pandemia de coronavirus vino a alterar todo ello. Pero es evidente que el clima de protesta, descontento y agitación no ha culminado.

Bolivia

La situación en el Estado Plurinacional de Bolivia es distinta. Aquí no se han dado similares protestas populares contra las políticas neoliberales dominantes como en otros países de la región. No se dieron, por la sencilla razón que en estos últimos años no se han estado implementando. Por el contrario, desde el año 2005 Bolivia estuvo gobernada por el partido político de izquierda y de base social mayoritaria indígena Movimiento al Socialismo -MAS-con el liderazgo del dirigente indígena aimara Evo Morales, quien ganó por mayoría tres elecciones y ha gozado de amplio apoyo de la población.

En esos años el país experimentó importantísimos cambios, todos en función del mejoramiento de la calidad de vida de su población, básicamente pobre y de raíz indígena. De esas transformaciones los medios de comunicación masiva no dicen una palabra. Debe mencionarse también, como algo de importancia capital para entender el proceso boliviano, que durante esos años la derecha nacional -en buena medida asentada en la ciudad de Santa Cruz, profundamente racista y siempre mirando hacia Washington- funcionó como el principal elemento conspirativo, intentado sacar del poder al presidente Morales con distintos métodos. Las elecciones de octubre del 2019, cuestionadas por la participación de Evo Morales nuevamente para tratar de reelegirse por un cuarto período, fueron la ocasión propicia.

Durante sus tres mandatos consecutivos, el producto interno bruto, que creció 327% llegando a USD 44.885 millones en 2018, iba a cerrar el 2019 con un crecimiento de casi el 5% interanual (junto con Panamá, el crecimiento más alto de Latinoamérica y el Caribe). Según datos del Banco Mundial, Bolivia dejó el grupo de los países de ingresos bajos y pasó a pertenecer a la categoría de los países de ingresos medios (62% de su población los tiene). Los recursos mineros (gas, litio, minerales varios) se nacionalizaron, y en algunos casos se establecieron explotaciones público-privadas, en las cuales el Estado boliviano captaba una importante cuota, lo que le permitió implementar profundos programas sociales.

Se dieron infinidad de logros. La pobreza se redujo del 60 al 34%. La esperanza de vida subió de 64 a 71 años. El salario mínimo pasó de 57 dólares mensuales a 298. En el área de salud, las mejoras fueron ostensibles, con una población que se empezó a alimentar mejor y recibir asistencia adecuada. Durante la gestión de Evo Morales se construyeron 34 hospitales de segundo nivel de atención y más de 1,000 clínicas populares de primer nivel de atención. Con los métodos educativos cubanos “Yo Sí Puedo” y “Yo Sí Puedo Seguir” se trabajó fuertemente la alfabetización al nivel nacional, al punto que Bolivia fue declarada por la UNESCO país libre de analfabetismo después de su segundo período de gobierno. Durante el gobierno del MAS se construyeron casi 17,000 escuelas, de modo que Bolivia pasó a ser uno de los países latinoamericanos y caribeños con mayor porcentaje de cobertura en educación primaria.

Entre otro de los importantes avances de la sociedad boliviana conseguidas durante el gobierno socialista de Evo Morales, puede mencionarse el trabajo en pro de la equidad de género. Como un símbolo de ello, antes del gobierno del MAS solo había un 18% de mujeres en el Parlamento, mientras que hacia el 2019, ese porcentaje había pasado al 51%. La sociedad boliviana, sin dudas, cambió mucho en estos últimos años, siendo de los pocos países que no se ciñeron a políticas neoliberales. Como expresiones de esos cambios pueden indicarse 5,000 nuevos kilómetros de carreteras que forjaron desarrollo para las áreas más olvidadas, pero más aún, el lugar que pasaron a ocupar los pueblos originarios intentando superar el histórico racismo que caracterizó a Bolivia (mayoría indígena, pero siempre gobernada por una oligarquía criolla de espalda a esos pueblos). Es por ese motivo, porque el país se comenzó a liberar del yugo imperial de Estados Unidos empezando a construir una alternativa no capitalista, que los grandes poderes lo vivieron atacando estos últimos años; algo similar con lo que sucedió con Venezuela y su Revolución Bolivariana.

En ambos casos, con las diferencias respectivas de acuerdo con sus historias y estilos políticos, culturas y dinámicas particulares, las dos naciones fijaron una autonomía en el manejo de su política y de los recursos propios que hizo sentir a Washington que perdía hegemonía en su “patio trasero”. Ambos estuvieron en la mira de la Casa Blanca por años, pero siguieron procesos distintos. En Venezuela aún sigue en pie -cada vez menos- el gobierno bolivariano; en Bolivia el imperio y la oligarquía local parecen haber logrado ya lo que anhelaban.

Dato nada desdeñable para entender lo sucedido en el país del Altiplano: Bolivia cuenta con aproximadamente el 75% de las reservas mundiales de litio, el “oro blanco”, apreciado especialmente por industrias de tecnología de punta como telecomunicaciones, automovilística, armamentista y aeroespacial entre otras. El litio puede llegar a ser un reemplazo del petróleo en el futuro. Esas reservas (salares de Uyuni), definitivamente, están en la mira de las grandes corporaciones capitalistas occidentales, que verían perderse un fabuloso negocio si aquellas fueran administradas por el Estado boliviano. Por lo pronto, habiendo firmado contratos con la República Popular China para la explotación de tal mineral, en octubre, un poco antes de las elecciones, Bolivia presentó su automóvil alimentado con litio, el “Quantum”. El vehículo, concebido en dos tipos de modelos, es de bajo costo, siendo su precio más económico de 5,400 dólares. Sin dudas, una cachetada, una amenaza real para la industria automotriz y petrolera capitalista.

Todos esos logros sociales representaban una afrenta para el capitalismo global, que ha visto en Bolivia un “mal ejemplo”. Pero a ello se sumó algo muy importante: Evo Morales decidió presentarse por cuarta vez consecutiva a las elecciones, con lo que la “dulzura” del cargo presidencial pareció obnubilarlo, después que contrario a una consulta general, la mayoría de la población boliviana le había dicho que ya no participara en las elecciones presidenciales. Asimismo, contrario a recomendaciones emanadas de su propio partido, participó una vez más en la justa electoral. Ahí comenzó la debacle. En una confusa situación donde ambas fuerzas -el MAS, con la candidatura de Morales, y el opositor partido Comunidad Ciudadana, con el presidenciable derechista Carlos Meza- se disputaron el triunfo de las elecciones. Las acusaciones que recibió el dirigente indígena fueron de fraude, por la tardanza en el conteo de los votos, por la interrupción total en la tabulación de las boletas y por las supuestas irregularidades encontradas en el empacado y transportación de las cajas con los votos emitidos.

Se abrió entonces un momento de convulsión social. Sin dudas, hubo movilizaciones contra Evo Morales; pero las mismas no tuvieron el sello de las otras protestas que aquí analizamos. No termina de quedar claro hasta dónde fueron manifestaciones masivas espontáneas contra su perpetuación en la presidencia, o hasta dónde fueron manipuladas por una oligarquía anticomunista y racista visceral. La derecha, local e internacional, esgrimió el argumento de su larga permanencia. Argumento, por cierto, muy discutible, pues otros dirigentes no socialistas permanecieron igual o mayor período, y nunca se dijo nada en su contra: Angela Merkel en Alemania: 20 años; Benjamín Netanyahu en Israel: 25 años; Yoweri Museveni en Uganda: 31 años (como es de derecha y Uganda no cuenta en el concierto internacional, nadie dice una palabra); Vladimir Putin en Rusia, 20 años (¿nadie se atrever a meter ahora con la fortalecida potencia rusa?); la Reina Isabel II, Gran Bretaña: 66 años (¿y esta aberración anacrónica, medieval? ¿Quién la eligió: Dios? ¿Y nosotros seguimos manteniendo esa parásita?)

Así como se dieron manifestaciones anti-Evo, también hubo -en mucho mayor grado- manifestaciones masivas en su apoyo, fundamentalmente de los pueblos indígenas, los que sentían que el cambio de gobierno les resultaría sumamente desfavorable, o más bien siniestro. De hecho, se terminó consumando un golpe de Estado (uno más en ese país, el que mayor número de rompimientos constitucionales presenta en Latinoamérica y el Caribe: 160). La población boliviana se manifestó en las calles en repudio a esa maniobra antipopular y racista, apoyada desde Washington. Los militares golpistas dispararon a matar, por lo que hubo decenas de manifestantes asesinados y centenares de heridos. Muchas mujeres indígenas fueron torturadas por los golpistas: se les cortaba las trenzas, las humillaron, manosearon, golpearon. Hubo centenares de personas detenidas. Se dio también una feroz persecución de las fuerzas militares contra otros miembros del gobierno de Morales a los niveles altos y medios y también amenazas y encierro a periodistas y clausura de radios comunitarias.

A través del golpe de Estado -técnico y de facto disimulado- en una situación confusa, Jeanine Áñez, un personaje de segunda línea de la política boliviana en el Congreso asumió interinamente la presidencia. Ella es una fundamentalista evangélica que asumió Biblia en mano firmando un decreto para eximir de responsabilidad a los militares por las muertes y violaciones cometidas, aunque el pueblo siguió luchando contra el golpe de Estado, sabiendo que si no se le revierte -cosa que finalmente no sucedió- podrían venir décadas de terror, saqueo capitalista brutal y empobrecimiento, desandándose todo lo que consiguió el gobierno del MAS. “Sueño con una Bolivia libre de ritos satánicos indígenas; la ciudad no es para los indios. Que se vayan al Altiplano o al Chaco”, dijo la presidenta ilegal.

La situación política que se abrió luego de las elecciones, en el momento en que se hacía el recuento de votos, fue confusa. Ambos contendientes se cruzaron acusaciones mutuas de fraude, y grupos de derecha movilizaron a parte de la población para reclamar la salida de Evo Morales. Policía y ejército, en apariencia leales al gobierno del MAS, terminaron apoyando el golpe, “sugiriendo” al presidente su alejamiento y reprimiendo ferozmente en las calles las protestas populares. Nunca quedó claro qué pasó realmente con la cantidad de sufragios emitidos; lo cierto es que, recordando aquello de “a río revuelto, ganancia de pescadores”, Estados Unidos y la oligarquía boliviana, santacruceña en lo fundamental, encontraron en la ocasión el momento preciso para desplazar a Morales de la presidencia.

La Organización de Estados Americanos -OEA-, fiel a su histórica genuflexión ante los dictados de la Casa Blanca, constató por medio de una investigación que sí, efectivamente, hubo fraude en las elecciones, y con su silencio cómplice terminó avalando el golpe. De los muertos, heridos, torturados y mujeres vejadas no dijo una palabra. Un estudio realizado posteriormente por los especialistas en integridad electoral Jack Williams y John Curiel, del Massachusetts Institute of Technology -MIT- Election Data and Science Lab, concluyó que “no hay ninguna evidencia estadística de fraude” en las elecciones presidenciales de octubre del 2019. Pero consumada la retirada del presidente indígena, la situación no se modificó y el golpe de Estado -con mucha sangre en las calles, por cierto- se consustanció.

Evo Morales y su equipo salieron al exilio, primero hacia México, terminando luego en Argentina. La presidente de facto, Jeanine Áñez, en esa confusa situación, se terminó asentando en el poder con el guiño del empresariado local y del gobierno estadounidense, y para mayo del 2020 llamó a nuevas elecciones. El MAS informó de su participación en esa justa electoral con nuevos candidatos presidenciales, con Evo Morales en el exilio y vetado de participar por el actual gobierno interino, pero igualmente involucrado en la dinámica interna de Bolivia. La situación de la pandemia de coronavirus las dejó suspendidas de momento.

A modo de conclusión

¿Qué sigue ahora después de esas reacciones populares? No puede decirse que el neoliberalismo esté muerto, porque después de esos estallidos siguió direccionando las políticas impuestas por los grandes poderes (capitales globales que manejan el mundo), políticas que, definitivamente, no han cambiado. De todos modos, estos capitales no son ciegos, y ven que Latinoamérica arde. Ahí están las citadas declaraciones de Mike Pompeo, un operador político de esos capitales, y su precaución ante lo que puede venir: “Hay que tener siempre a la mano un líder militar”.

La inesperada pandemia de coronavirus que ha llegado a todos los países abre interrogantes. Más allá de los vericuetos ligados directamente a esa crisis sanitaria, la situación económica de base no muestra un cambio sustancial en el mundo, al menos de momento. Está claro que el sistema capitalista no resuelve (ni quiere ni puede) los acuciantes problemas de la Humanidad. Sin dudas, la pandemia contribuye a la crisis económica generalizada. De todos modos, no hay que perder de vista que la crisis sistémica (comparable a la Gran Depresión de 1930) es anterior a la aparición de la enfermedad. Tal vez se pueda usar a esta última como excusa, pero no olvidar que el capitalismo global, ya desde fines de 2019 y claramente a inicios del presente año, entró en una fase recesiva mayor a la del 2008. Las burbujas financieras y el capital financiero-especulativo explotaron. E igualmente el sector productivo entró en crisis, debido a la superproducción habida (se produjo mucho más de lo que el mercado puede absorber). De momento no se puede predecir qué pasará en unos meses; que esto traiga un cambio de paradigma y los capitales se tornen “solidarios”, no pasa de una ilusión casi infantil. “El capitalismo no caerá si no existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, decía con exactitud el dirigente de la Revolución Rusa Vladimir Lenin.

Las explosiones populares del año pasado, tanto las latinoamericanas y caribeñas como las que se registraron en otras latitudes (“chalecos amarillos” en Francia, protestas masivas en Egipto, o en El Líbano, o en Irak, por ejemplo, todas con un profundo contenido anti-neoliberal) no parecen destinadas ni a terminar con las políticas neoliberales, y muchos menos a acabar con el sistema capitalista. Cantar victoria y decir que el campo popular triunfó, que el neoliberalismo está fracasado y se firmó su acta de defunción, es un exitismo quizá peligroso. De momento los planes del capitalismo global no han cambiado, aún con pandemia de coronavirus. Ver lo que sucede en Cuba, donde persiste el cruel bloqueo que intenta asfixiar la triunfante revolución socialista, o en Venezuela, donde se sigue bloqueando inhumanamente la economía del país con las acusaciones de narco-dictadura a la presidencia de Nicolás Maduro y la posibilidad siempre abierta de una intervención militar, muestra que quienes mandan en este “patio trasero” no están en retirada. En Bolivia, no olvidar, ya no se encuentran en el poder ni el MAS ni Evo Morales; y el litio sigue estando allí, a la espera de ser explotado. Los capitales globales (estadounidenses en su mayoría, pero también europeos y asiáticos, todos fundidos en esta oligarquía planetaria que opera desde paraísos fiscales) no parecen derrotados. Si la actual crisis sanitaria trae reacomodos (Estados Unidos pierde la supremacía y la República Popular China, tal vez en alianza con Rusia, queda liderando, por ejemplo), está por verse; pero es seguro que quien seguirá sufriendo y pagando los platos rotos de todas las crisis es el campo popular, la gran masa de trabajadores (urbanos, rurales, mujeres amas de casa, subocupados, desempleados).

Queda el interrogante de qué podrá pasar con los nuevos movimientos sociales arriba mencionados (luchas de género, étnicas, por la diversidad sexual, medioambientales, etc.), en tanto fermento cuestionador. Habrá que ver si el sistema sigue asimilándolos, en tanto no toquen las estructuras económicas de base, si va contra ellos o si se constituyen en una chispa para pueda abrir y profundizar nuevas luchas. No puede dejar de mencionarse que el sistema capitalista en su conjunto, al menos hasta ahora, pudo “digerir” estos nuevos movimientos -como pasó en un pasado con el movimiento hippie- porque no ponen en serio riesgo el equilibrio general. El “proletariado urbano industrial” era su gran preocupación, su “fantasma” (que recorría Europa a mediados del siglo XIX, cuando aparece el Manifiesto Comunista en 1848). Hoy no. ¿No hay más proletariado, o se supo detener su lucha? La llamada “deslocalización”, los grandes centros fabriles en países del Tercer Mundo con sueldos miserables y condiciones paupérrimas pero que son una “salida” para poblaciones tremendamente pobres, los sindicatos plegados a las patronales, parecen otras tantas formas de neutralizar las luchas de los trabajadores. Podría pensarse que los nuevos movimientos sociales vienen a ser el elemento de protesta que puede “permitir” el sistema.

Para el siglo en curso, el sistema tiene detectados otros peligros. Según el informe “Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo Nacional de Información de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse “A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas”.

Se abre la pregunta si este confinamiento generalizado que hoy se vive como producto de la pandemia no es una prueba, un ensayo para lo que vendrá: hiper control poblacional, teletrabajo, distanciamiento social. Se podría pensar que el sistema “está domesticando” la protesta. El epígrafe de Camilo Jiménez puede ser esclarecedor en tal sentido.

¿Seguirá o aumentará la represión contra los pueblos en protesta próximamente, terminada la pandemia? ¿O, por el contrario, volverán esas luchas? En Chile fueron asesores militares de Estados Unidos, viendo que la policía estaba sobrepasada, quienes recomendaron el uso de la fuerza bruta del ejército (violaciones, desapariciones, crear terror en la población, disparar balas de goma a los ojos, toque de queda) para calmar los ánimos. Qué hará el capitalismo rapaz (léase Estados Unidos y sus secuaces: Unión Europea y gobiernos de derecha instalados por doquier): ¿negociará y dará algunas válvulas de escape? Los gobiernos de centro-izquierda que pasaron años atrás no lograron cambiar el curso de las iniciativas neoliberales surgidas de Bretton Woods. O más precisamente: surgidas de los grandes bancos privados, quienes le fijan las líneas al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional. Los planes redistributivos que se dieron estos años no cambiaron de raíz la propiedad privada de los medios de producción; fueron importantes paños de agua fría para poblaciones históricamente olvidadas, pero no constituyeron alternativas de cambio sostenibles, profundas. Todo indica que dentro de las democracias representativas no hay posibilidad de cambios estructurales reales. Además, sin caer en exitismos e ilusionarnos grandemente con las puebladas del 2019, recordemos que Piñera sigue gobernando en Chile, Lenín Moreno en Ecuador, Iván Duque en Colombia, Juan Antonio Fernández en Honduras, Jovenel Moïse en Haití y Jeanine Áñez en Bolivia (así como Emmanuel Macron en Francia, Abdelfatá al Sisi en Egipto o Saad Hariri en El Líbano). Y las deudas externas, aún con pandemia, siguen siendo cobradas puntualmente por los bancos acreedores.

Con estas explosiones populares espontáneas con que pareció arder Latinoamérica y otros puntos del planeta, ¿vamos hacia la revolución socialista? Podría agregarse incluso con las protestas actuales contra la represión racial en Estados Unidos, aún con la pandemia: el país está ardiendo, y hay toque de queda por toda su geografía; ¿preanuncio de cambio sistémico? No pareciera, porque en ninguna de estas protestas hay dirección revolucionaria, no hay proyecto de transformación que en este momento esté a la altura de los acontecimientos y pueda dirigir el descontento hacia una nueva sociedad. La idea de “comunismo” sigue profundamente anatematizada, vilipendiada. Por eso en las pasadas elecciones de la región pudieron ganar personajes de extrema derecha como Bolsonaro en Brasil, o Duque en Colombia, Piñera en Chile, Giammattei en Guatemala, o Bukele en El Salvador. Quizá es útil recordar una pintada callejera anónima aparecida durante la Guerra Civil Española, que magistralmente describe la situación: “Los pueblos no son revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”.

Los acontecimientos vividos hace algunos meses abren preguntas (similares a las que abrieron los “chalecos amarillos” meses atrás en Francia, o la Primavera Árabe en su momento en Medio Oriente): ¿dónde llevan estas explosiones populares?, ¿por qué la izquierda con un planteo de transformación radical no puede conducir estas luchas?, ¿pueden ser un factor de conducción política con proyecto transformador los nuevos movimientos sociales?, ¿el enemigo a vencer es el neoliberalismo o se puede ir más allá? Como sea, lo sucedido a fines del año pasado, ahora suspendido por la pandemia de COVID-19, significa un momento de intensidad sociopolítica que puede deparar sorpresas. ¿Dejó sin fuerzas para la lucha este confinamiento y el futuro distanciamiento social impuesto? ¿Volverán las protestas? Porque, evidentemente, motivos para seguir protestando sobran

Fuente: https://www.tercerainformacion.es/opinion/opinion/2020/06/13/post-pandemia-volveran-las-protestas

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