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Los intelectuales

Por: Marcelo Colussi

Los filósofos no han hecho sino interpretar el mundo de diversos modos; de lo que se trata es de transformarlo”. Carlos Marx

I

Aunque según Antonio Gramsci todo ser humano “despliega cierta actividad intelectual, es decir, es un “filósofo”, un artista, un hombre de buen gusto, participa en una concepción del mundo” , no hay dudas que los intelectuales “de profesión” constituyen un grupo especial. “Especial” no con un sentido peyorativo; en todo caso: grupo especializado, grupo con una tarea especial, particularizada, con una misión bastante sui generis . ¿Cuál es exactamente esa misión?

La pregunta en torno a qué es un intelectual y a su función es eterna. Desde que alguien se puso a pensar (y de esto hace ya un buen tiempo), desde ahí hay “intelectuales”. De todos modos, la pregunta sigue siendo válida. Por lo que queremos decir ahora en el desarrollo del presente texto podría afirmarse que dilucidar esa pregunta puede ser imprescindible, vital. Al tener claro qué es y qué hace un intelectual, se puede tener claro por dónde caminar en este siempre problemático ámbito del interrogarnos, del querer saber, en esta pulsión de conocimiento que parece definir a nuestra especie.

Un intelectual piensa. Verdad de Perogrullo por cierto. Como decía Gramsci, todos pensamos, todos somos algo filósofos. También piensan –mucho por cierto– quienes se dedican al campo de las llamadas “ciencias duras” (ciencias exactas, aquellas que, al menos en principio, no dejan mayor espacio a la duda), aunque nadie dedicado a estas disciplinas (ciencias puras o aplicadas: física, química, telecomunicaciones o ingeniería genética, para poner algunos ejemplos) es considerado un intelectual en sentido estricto.

¿Qué define entonces hoy el “ser intelectual”? Por supuesto ha de ser algo más que ciertos lugares comunes, ciertos estereotipos prejuiciosos: un bohemio que anda por las nubes, mezcla rara de artista y filósofo, con barba y fumando en pipa (curioso: el primer estereotipo que surge es masculino; ¿no hay imagen estereotipada de intelectuales mujeres? ¿Aquí también se presentifica el machismo?) A partir de ese prejuicio, es fácil terminar considerando al clan de los intelectuales ora como superior, una “raza” con cierta aureola que llama a su reverencia, ora como unos inservibles diletantes sin incidencia práctica real: “sociólogos vagos”, como los llamara un candidato presidencial ecuatoriano alguna vez, o “gente con el privilegio de poder dudar”, según se expresó un militar argentino. Lo cierto es que hay mucho de difuso prejuicio en su apreciación, y menos de una clara y precisa delimitación.

Con Javier Biardeau se los podría considerar, al menos, jugar alguno de estos papeles: “a) custodios de valores permanentes de la “civilización”, b) comprometidos con las luchas de su tiempo con base a un proyecto revolucionario, c) articuladores de la queja común, d) portavoces de los débiles, e) contradictores del poder, e) aseguradores del saber-experto, f) servidores de Amos de turno”.

Sin dudas no es fácil precisar con exactitud qué es y qué hace un intelectual; pero quizá más a base de intuiciones que de precisiones lógico-formales, estamos seguros de lo que no es. Pero, ¿por qué todas estas elucubraciones? No oculto el motivo de escribir estas líneas: es la reacción –visceral en buena medida ¿por qué negarlo?– a lo escuchado recientemente en una conferencia: que “ante el avance imparable de las ciencias, los intelectuales están llamados a su desaparición” (sic).

La idea (o más bien el prejuicio) en juego en esta afirmación es que la acción de los intelectuales es puro humo destinado a desvanecerse o, en todo caso, es algo colateral, sin mayor importancia, incomparable con la “seriedad” de las ciencias (léase para el caso: ciencias duras); es decir: algo así como pasatiempo banal. Está tan plagado de inconsistencias este discurso ideológico que ni siquiera vale la pena intentar desmontarlo parte a parte. No es esa la intención de este breve escrito; pero sí, a partir de una formulación tan ricamente cargada de formaciones político-culturales, podemos aprovechar la ocasión para puntualizar y definir de qué estamos hablando: ¿qué aportan los y las intelectuales? ¿De verdad van a desaparecer? ¿Por qué?

 II

Buena parte de quienes leen este artículo, y habitualmente leen el medio en que aparece, podrían considerarse “intelectuales” (varones y mujeres, entren o no en el estereotipo descrito arriba). ¿Qué los definiría así? Seguramente no el tener barba ni el fumar en pipa (es probable que esas características superficiales no las tenga ninguno –ni ninguna– de quienes ahora están leyendo esto). Se es “intelectual” por una posición en la vida, por una actitud y no tanto por una especialidad profesional. En esta era de hiper especializaciones donde los grados universitarios van quedando “pasados de moda” y se exigen post grados como carta de presentación –ya estamos en los post doctorados– para un mercado laboral cada vez más descarnadamente competitivo, mundo, valga recordar, que al mismo tiempo presenta un 15% de su población planetaria analfabeta, en esta era de (supuesta) excelencia académica creciente, no hay carrera de “intelectual”. Nadie se gradúa de tal. ¿Dónde se estudia eso? Jorge Luis Borges, sin dudas uno de los grandes intelectuales del siglo XX, erudito como nadie, tenía por todo título académico un bachillerato en Suiza; y Nicanor Parra, el gran poeta chileno, intelectual de fina sensibilidad humana y social, tenía por grado de sus estudios formales… profesor de matemáticas. ¿Cuándo se empieza a ser intelectual entonces? La historia está llena de intelectuales sin título profesional.

La pregunta insiste: ¿cuándo se comienza a ser un intelectual? ¿Qué cosa da esa categoría? El periodista Ignacio Ramonet, por ejemplo, el director de Le Monde Diplomatique, sin dudas es un intelectual. ¿Lo son también los otros periodistas que trabajan en ese medio? ¿Qué diferencia a un periodista de un intelectual? ¿O no hay diferencias? Aunque exista esa cierta inexactitud en la definición, así sea a tientas intuimos de qué se habla cuando se dice que alguien es un intelectual: es alguien que piensa, que piensa creativamente. Si bien puede tener directa ligazón con lo político, no es un político. La práctica política se relaciona directamente con el poder, en tanto lo intelectual tiene que ver, antes bien, con la búsqueda de la verdad, con la creatividad.

Al hablar del poder tocamos el corazón del asunto: un intelectual es alguien que, o funciona como servidor del Amo de turno, o es un contradictor del poder. En esa dinámica se despliega toda su actividad: como “profesional” de la cultura, del hecho civilizatorio en sentido amplio, le toca definirse por una de las dos alternativas: mantiene el orden dado, o lo cuestiona. No hay trabajo intelectual neutro . Hay intelectuales que actúan en la esfera política propiamente dicha, poniendo el cuerpo en forma directa: Lenin, Mao Tse Tung, Fidel Castro, o por el lado del pensamiento no-crítico, fundador y defensor del sistema: los iluministas franceses (Voltaire, Rousseau, Montesquieu, etc.), George Washington, Mario Vargas Llosa, pero esa no es la generalidad. Los intelectuales hacen su aporte modestamente desde un trabajo silencioso, no desde la tribuna pública.

Ahora bien: la idea aquella por la que “la” ciencia hará a un lado a los intelectuales desplazándolos por inservibles, esconde una visión prejuiciosa (ideológica) de las ciencias, idea no crítica por cierto: idea que las asimila a instrumentos a favor de los poderes constituidos, sin cuestionamiento, el saber como servidor del Amo de turno. ¿De qué ciencia se está hablando? De cualquier actividad que sirva para mantener el orden establecido, desde las modernas tecnologías comunicacionales de manipulación social a la psicología militar, desde las técnicas de mercadeo a eso que en Estados Unidos se llamó alegremente “ingeniería humana”, hoy esparcido por todo el globo. Si ese cúmulo de saberes es lo que reemplazará al pensamiento crítico sobre lo humano, sobre lo social y sobre la historia, la perspectiva es muy preocupante. Y sabemos que esa es la tendencia en marcha, por eso se torna imprescindible seguir levantando voces a favor de un humanismo crítico y cuestionador. Es decir: de una intelectualidad comprometida con la verdad.

 III

Por supuesto que un intelectual puede ser parte vital del sistema. Ahí están los llamados “tanques de pensamiento”, los ideólogos que “piensan” los escenarios del mundo, que diseñan el orden cultural, los engranajes vitales al sistema que, ciencias de por medio, consolidan el estado de cosas. La “ingeniería humana” no es sino eso (¿Kissinger?, ¿Brzezinsky?, ¿Milton Friedman?).

Pero un intelectual también puede optar por otro proyecto. La función del intelectual es ayudar a abrir los ojos. Aunque en esto hay que tener cuidado: tampoco un intelectual es un iluminado que conduce al rebaño de zombis hacia la sabiduría. Esa es la otra versión del intelectual –y lo que alimenta esa visión, igualmente estereotipada y también errónea– de su aureola mágica. Si alguna responsabilidad ética le toca, es la de ayudar a quien no ha tenido la posibilidad de un desarrollo intelectual a poder ver lo que le está vedado. Si la cuota de saber de que dispone le sirve sólo como mero regodeo, supuesto tesoro del que se ufana terminando muchas veces en bizantinas discusiones estériles para demostrar cantidades de saberes en juego, eso justifica ese otro estereotipo que circula socialmente donde se lo ve como “alejado de la realidad, enfrascado en sus propias elucubraciones”. Esa actitud, con un tácito llamado a una “discusión teórica permanente” que esconde una parálisis en la acción concreta, es lo que ha llevado a desconfiar de su importancia, de su utilidad, considerándolo entonces un “vago inservible”.

Pero ni lo uno ni lo otro: así como un pragmatismo ciego sin teoría no puede sino estrellarse contra la pared, un devaneo teórico por el puro goce de especular no aporta nada. En definitiva, tanto uno como otro son inconducentes.

Las ciencias de las que nuestro conferencista se jactaba –aunque no sólo él, sino en buena medida la conciencia término medio que ha creado la modernidad– producen efectos, sin dudas. Si, por ejemplo, consumimos todo lo que consumimos es porque hay saberes técnicos que posibilitan operar y decidir los “gustos” de los consumidores: ¿por qué los logotipos de las marcas más conocidas mundialmente llevan todos, invariablemente, los colores rojo, amarillo y blanco? Un cierto saber técnico (disfrazado de científico) lo certifica. Y no hay dudas que eso es cierto, que produce impactos. En definitiva: que sirve para vender. Utilizar ese conocimiento para mercadear es, en la lógica de nuestro conferencista, lo que marca el rumbo de las ciencias sociales contemporáneas. ¿Lo podemos aceptar? Ahí es donde nace entonces el pensamiento crítico (o si se quiere decirlo de otro modo: la misión de la intelectualidad como contradictora del poder).

Justamente el problema que se le presenta hoy al pensamiento crítico, el que intentan desarrollar los intelectuales en tanto contradictores al sistema, es la forma en que el saber “oficial” de ese sistema va tomando forma. Como dijo Ralph Emerson, podemos estar de acuerdo con que “la tarea más difícil del mundo es pensar, pensar críticamente se entiende. Sin dudas, puesto que se trata de remar contra la corriente. Eso no es nuevo; siempre ha sido así, y cada pequeño avance en las ideas, en las teorías –¿podremos decir: en la civilización?– costó sacrificios indecibles, pagados con muerte, sufrimiento, escarnio, destierro. Pero ahora las cosas se complican porque el grado de “impacto” (palabra tan de moda) de esos saberes que recorren el mundo es tan fenomenal (por ejemplo, lo que más arriba presentábamos como demostración de la “infalible” psicología de la percepción, las “ciencias” de nuestro conferencista), y junto a eso la cantidad inconmensurable de datos y más datos que se producen con velocidades vertiginosas es tan inmanejable, que formular visiones globales y críticas de esos procesos se torna muy complicado.

Ser un intelectual crítico en un mundo manejado por poderes descomunales que hacen uso de cada pequeño avance tecnológico (se dice, por ejemplo, que vivimos en guerra perpetua, “guerra de cuarta generación” la llaman los ideólogos de la derecha, guerra psicológico-mediática, aunque no nos demos cuenta), abrir una visión alternativa ante ese “impacto” fabuloso que evidencian las ciencias sociales –ingeniería humana– que no se avergüenzan de ser las sirvientes del Amo de turno, es difícil, entre otras cosas, porque no se dispone de “éxitos” que mostrar desde este lado. Y además, manejar el grado casi infinito de datos e información que recorre el mundo es ya una tarea imposible en términos prácticos.

Pero para quienes siguen apostando por la visión humanista y crítica del mundo, para quienes no se fascinan con esa ingeniería humana tan “exitosa” y de tan alto impacto, algo nos puede dar esperanzas, al mismo tiempo que llena de sentido el trabajo intelectual, hoy cuestionado por este conferencista (y por tanta propaganda que, o lo sataniza, o lo denigra). Permítasenos presentarlo con un breve parangón histórico: la Revolución Francesa de fines del siglo XVIII no fue el origen del mundo moderno, de la burguesía como clase dominante con toda su ideología liberal de libre mercado; fue, por el contrario, la culminación de un proceso que se venía gestando desde siglos atrás, que arranca ya con la Liga Hanseática en el siglo XIII y es desarrollado por toda la intelectualidad europea que comenzó a promover ideas nuevas que posibilitaron el Renacimiento y el surgimiento de la ciencia moderna tal como hoy la podemos conocer; ideas-fuerza, valga decir, que se fueron transformando en los ideales político-filosóficos que para 1789 logran forma acabada. Pero lo que posibilitó la toma de la Bastilla y el guillotinamiento de la nobleza francesa como símbolo del inicio de una nueva era política, de nuevas relaciones de poder, fue el trabajo intelectual de innumerables pensadores que fueron creando las bases de esa “asalto al poder” dieciochesco.

En ese sentido podemos decir que el experimento socialista, del que conocimos en el siglo XX sólo los primeros balbuceos –extraordinarios en algunos casos, condenables en otros, pero siempre eso: primeros pasos– no es un punto de llegada: es un punto de partida, y sólo el trabajo intelectual de revisión crítica –no el debate estéril para el propio pavoneo, que quede claro–, sólo la lectura constructiva y la reformulación teórica profunda, honesta, buscadora de la verdad, podrá hacer de estos primeros pasos un momento en la construcción de esa sociedad menos injusta que sigue siendo el ideal del socialismo, aunque hoy se lo quiera hacer pasar por fenecido.

En ese sentido, entonces, los intelectuales tienen un gran reto por delante: seguir pensando y dándole forma a esa utopía que nos sigue haciendo caminar. Sin ser la guía, la vanguardia esclarecida –¡pobres de aquellos que se lo crean!–, los intelectuales no son “charlatanes de feria”. Son, por el contrario, bastiones de un pensamiento crítico que no ha muerto ni se puede dejar morir.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=253638

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Guatemala: ¿Qué pasa en la universidad pública?

Guatemala / 18 de noviembre de 2018 / Autor: Mateo Colussi / Fuente: Aporrea

En Guatemala, la educación superior sigue siendo un lujo. Un escaso 3% de la población tiene acceso a la universidad. El porcentaje de graduados universitarios comparado con otros países, con Cuba por ejemplo, es ínfimo. Seguimos siendo una sociedad analfabeta (más de 20% de analfabetismo abierto). Y en la universidad –obligado es decirlo– el texto básico es Wikipedia. ¿Cuántos libros por mes leíste este año?

La universidad pública, la San Carlos de Guatemala, tiene una historia heroica, legendaria. Fue una de las primeras en el continente, fundada en 1676. Para ese entonces, en los primeros años de la Conquista española, Latinoamérica tenía varias universidades. En 1636, cuando apenas nacía la de Harvard en Estados Unidos, ya había trece universidades en la región latinoamericana. Pero en todos los casos se seguía el modelo medieval traído de Europa, asociado siempre con los poderes de la realeza y de la Iglesia católica.

Con los años, ese modelo fue cambiando, aunque persisten reminiscencias (las graduaciones, por ejemplo, con toda su parafernalia quasi medieval). Hoy, con el triunfo omnímodo del neoliberalismo, la universidad está al total servicio del mercado, enfatizando la noción de «universidad empresarial», donde lo que cuenta es la óptima relación costo-beneficio concebida solo desde el lucro privado. Lo comunitario no cuenta. Actualmente, dado ese paradigma, fue debilitándose o esfumándose la idea de desarrollo social, de extensión y servicio a la comunidad. De ese modo se termina olvidando el Artículo 82 de la Constitución, que establece que la universidad pública «cooperará al estudio y solución de los problemas nacionales».

A principios del siglo XX, en toda Latinoamérica tienen lugar procesos de autocrítica y explosión renovadora en el seno de las universidades. Surgidas en la de Córdoba, Argentina, en 1918, las protestas estudiantiles denunciaban la permanencia de estructuras clasistas y oligarcas en instituciones que no respondían a los procesos de modernización social que vivía el país por aquel entonces, con casas de altos estudios aún organizadas según criterios semi-medievales arrastrados durante toda la Colonia, sentando así las bases para una ola de reformas universitarias y crítica social que en las primeras décadas del siglo va a barrer toda la región. En Guatemala, la reforma universitaria llega en 1944. Las banderas fundamentales levantadas por estos movimientos eran la autonomía universitaria y la cogestión, elementos que se consideraron principios necesarios para convertir a las universidades en motores eficientes de la democratización social y cultural, y por tanto del desarrollo nacional.

Con su autonomía, la USAC se convirtió en un centro de denuncias, semillero de luchas políticas y protestas contra el orden social imperante. Por décadas fue un referente en la vanguardia intelectual, pasando a ser centro de pensamiento crítico, lugar donde se inspiraron numerosas propuestas de transformación revolucionaria. Pero todo eso ha cambiado en estas últimas décadas, a partir de una represión monstruosa que costó vidas y exilios, degradando deliberadamente a la Tricentenaria en su nivel académico. Cambiado, claro está, a favor del gran capital y no en provecho de las mayorías populares.

Hoy día es imprescindible profundizar la autonomía universitaria; ante la ola neoliberal y privatista que nos maniata, y que sigue golpeando a la educación superior pública. Ante ello es imprescindible mantener la autonomía de la universidad, para seguir fieles al precepto constitucional de ser un ente al servicio del pueblo, dado que el pueblo mismo es quien la financia con sus impuestos.

Pero el gobierno central no parece pensar lo mismo. Seguramente escuchando las recomendaciones dadas al oído por la derecha («Les damos el 5% constitucional si limpian la U de zurdos», dicen que le dijeron al Rector en el Congreso), hoy día está en abierta confrontación con la Carolingia. La decisión del Consejo Superior Universitario de la San Carlos de haber decretado non grato al presidente Jimmy Morales y al vice Jafeth Cabrera por su poca transparencia en la lucha contra la corrupción, trajo como consecuencia esta «pasada de factura»: para el año 2019 los Padres de la Patria (¿?) recortan el presupuesto de la universidad, en beneficio del ejército. Así las cosas…. ¡ni a Wikipedia llegaremos!

Fuente del Artículo:

https://www.aporrea.org/internacionales/a271765.html

Fuente de la Imagen:

https://www.elnuevodiario.com.ni/internacionales/centroamerica/464734-universidad-guatemala-destitucion-ministro-ambient/

ove/mahv

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Redes sociales e ideología

Por: Marcelo Colussi

En algún Congreso sobre Medios Alternativos se decía que “La evolución de la Web, el surgimiento de los medios alternativos, las redes sociales de Internet, así como los blogs y wikis, crean nuevas posibilidades para la comunicación social y política. Este nuevo escenario comunicativo a nivel internacional demanda cada vez más la creación de condiciones para maximizar su aprovechamiento”. Sin caer en empobrecedores maniqueísmos ni valoraciones moralizantes, ni tampoco en triunfalismos exagerados que pierden la verdadera dimensión de las cosas, digamos que toda esta amplia batería de nuevas tecnologías ofrece interesantes posibilidades si lo pensamos desde una perspectiva transformadora, quizá revolucionaria incluso, al mismo tiempo que no se pueden desconocer sus peligros latentes. El reto está en ver cómo se navega en esas aguas y se puede llegar a buen puerto.

Las llamadas Tecnologías de la Información y Comunicación -TICs- son especialmente atractivas, y con mucha facilidad pueden pasar a ser adictivas (de la real necesidad de comunicación fácilmente se puede pasar a la “adicción”, más aún si ello está inducido, tal como sucede efectivamente). En una investigación que se hizo vez pasada en Guatemala sobre este tópico se preguntó a jóvenes usuarios de estas tecnologías -de distinta extracción social, de ambos sexos, con edades de entre 17 y 25 años- si al estar haciendo el amor reciben una llamada a su teléfono celular, ¿qué harían? Muchos y muchas (alrededor de un 75%) respondieron que, sin dudarlo, contestarían. No hay dudas que estamos ante un importante cambio de actitudes.

Estamos invadidos por una cultura del uso de lo digital; se nos ha dicho incluso, interesadamente o no, que la llamada “Primavera árabe”, por ejemplo, se provocó por la catarata de mensajes de texto transmitidos en los teléfonos móviles y por el uso de las llamadas redes sociales. ¿Las nuevas revoluciones, entonces, se construirán sobre la base de realidades virtuales que movilizan a las masas? En Guatemala los movimientos cívicos anticorrupción del 2015 que terminaron sacando del poder a presidente y vicepresidenta se generaron casi exclusivamente a través de redes sociales (luego se supo que hubo ahí una monumental manipulación, habiéndose creado cantidad de perfiles falsos desde donde se lanzaron las convocatorias).

Dejamos aquí el análisis político pormenorizado tanto del movimiento de los pueblos árabes como lo que se jugó en Guatemala, porque no es el espacio adecuado para tratarlo, pero no podemos menos de indicar que estas nuevas modalidades comunicacionales tienen una fuerza decisiva. En la actualidad vivimos una cierta entronización de lo digital que puede llevarnos a verlo como panacea. De todos modos, más allá de la interesada prédica que identifica a las TICs con una nueva pretendida solución universal, no hay dudas que tienen algo especial que las va tornando imprescindibles.

Estar “conectado”, estar todo el tiempo con el teléfono celular en la mano, estar pendiente eternamente del mensaje que puede llegar, de las redes sociales, del chat, constituye un hecho culturalmente novedoso. ¿Quién perteneciente a una generación anterior a la actual respondería afirmativamente a la pregunta arriba citada, respecto a la intimidad de su vida sexual y el uso de un teléfono?

La definición más ajustada para un teléfono celular (lo mismo se podría decir de las TICs en general) es que, poseyendo el equipo en cuestión -teléfono, computadora, acceso a internet- se está “conectado”, que es como decir: “estar vivo”. Definitivamente todas estas tecnologías van mucho más allá de una circunstancial moda: constituyen un cambio cultural profundo, un hecho civilizatorio, una modificación en la conformación misma del sujeto y, por tanto, de los colectivos, de los imaginarios sociales con que se recrea el mundo. Eso nos abre forzosamente la pregunta: ¿constituyen también un arma política? ¿Son un instrumento más para el cambio social? La revolución socialista (pensemos que eso, aunque hoy día esté supuestamente “pasado de moda”, sigue siendo una posibilidad), ¿puede beneficiarse de estos instrumentos?

Lo importante a destacar es que esa penetración que tienen las TICs no es casual. Si gustan de esa manera, es por algo. Como mínimo se podrían señalar dos características que le confieren ese grado de atracción: a) están ligadas a la imagen, y b) permiten la interactividad en forma perpetua.

La imagen juega un papel muy importante en las TICs. Lo visual, cada vez más, pasa a ser definitorio. La imagen es masiva e inmediata, dice todo en un golpe de vista. Eso fascina, atrapa; pero al mismo tiempo no da mayores posibilidades de reflexión. La lectura cansa. Se prefiere el significado resumido y fulminante de la imagen sintética. Ésta fascina y seduce. Se renuncia así al vínculo lógico, a la secuencia razonada, a la reflexión que necesariamente implica el regreso a sí mismo”, se quejaba amargamente Giovanni Sartori (1). Lo cierto es que el discurso y la lógica del relato por imágenes están modificando la forma de percibir y el procesamiento de los conocimientos que tenemos de la realidad. Hoy por hoy la tendencia es ir suplantando lo racional-intelectual -dado en buena medida por la lectura- por esta nueva dimensión de la imagen como nueva deidad.

Junto a eso cobra una similar importancia la fascinación con la respuesta inmediata que permite el estar conectado en forma perpetua y la interactividad, la respuesta siempre posible en ambas vías, recibiendo y enviando todo tipo de mensajes. La sensación de ubicuidad está así presente, con la promesa de una comunicación continua, amparada en el anonimato que confieren en buena medida las TICs. (Muchos “tímidos” consiguen pareja por su intermedio. Eso es un hecho. Además, a partir de ese anonimato, cualquiera se puede permitir cualquier cosa, opinar, decir lo que jamás diría cara a cara, insultar, provocar, etc., etc.).

La llegada de estas tecnologías abre una nueva manera de pensar, de sentir, de relacionarse con los otros, de organizarse; en otros términos: cambia las identidades, las subjetividades. ¿Quién hubiera respondido algunas décadas atrás que prefería contestar el teléfono fijo a seguir haciendo el amor?

Hoy día la sociedad de la información, por medio de estas herramientas, nos sobrecarga de referencias. La suma de conocimiento, o más específicamente: de datos, de que se dispone es fabulosa. Pero tanta información acumulada, para el ciudadano de a pie y sin mayores criterios con que procesarla, también puede resultar contraproducente. Puede afirmarse que existe una sobreoferta informativa. Toda esta saturación y sobreabundancia de ¿información?, y su posible banalización, se ha trasladado a la red, a las TICs en general, inundando todo. De una cultura del conocimiento y su posible apropiación se puede pasar sin mayor solución de continuidad a una cultura del divertimento, de la superficialidad. Las TICs permiten ambas vías. Se ha hablado, entonces, de intelicidio. Parecería que las redes sociales contribuyen mucho a eso: el olvido (¿o la muerte?) del pensamiento crítico. La opinión política, el análisis pormenorizado, la reflexión profunda se va reemplazando por un tuit de 150 caracteres.

Si bien las TICs se están difundiendo por toda la sociedad global, quienes más se contactan con ellas, las utilizan, las aprovechan en su vida diaria dedicándole más tiempo y energía, y concomitantemente viéndose especialmente influenciados por ellas, son los jóvenes. Es evidente que la globalización en curso uniforma criterios sin borrar las diferencias estructurales; de ahí que, diferencias mediantes, las generaciones actuales de jóvenes son todas “hijas de las TICs”, o “nativos digitales”, como se les ha llamado. “Aquello que para las generaciones anteriores es novedad, imposición externa, obstáculo, presión para adaptarse –en el trabajo, en la gestión, en el entretenimiento- y en muchos casos temor reverencial, para las generaciones más jóvenes es un dato más de su existencia cotidiana, una realidad tan naturalizada y aceptada que no merece siquiera la interrogación y menos aún la crítica. Se trata en efecto de una condición constitutiva de la experiencia de las generaciones jóvenes, más instalada e inadvertida a medida que se baja en la edad” (2)

En esa dimensión, lo importante, lo definitorio es estar conectado y siempre disponible para la comunicación. De esa lógica surgen las llamadas redes sociales, espacios interactivos donde se puede navegar todo el tiempo a la búsqueda de lo que sea: novedades, entretenimiento, información, aventura, etc., etc. En las redes sociales, usadas fundamentalmente por jóvenes, alguien puede tener infinitos amigos. O, al menos, la ilusión de una correspondencia infinita de amistades. En esa línea, creemos importante no dejar de hacer notar que la superficialidad no es ajena a buena parte de la cultura que generan las TICs. De ahí que debe verse muy en detalle cómo estas tecnologías comportan, al mismo tiempo que grandes posibilidades, también riesgos que no pueden menospreciarse. La cultura de la ligereza, de lo superficial y falta de profundidad crítica puede venir de la mano de las TICs, siendo los jóvenes -sus principales usuarios- quienes repitan esas pautas. Sin caer en preocupaciones extremistas, no hay que dejar de tener en vista que esa entronización de la imagen y la inmediatez, en muchos casos compartida con la multifunción simultánea (se hacen infinitas cosas al mismo tiempo), puede dar como resultado productos a revisar con aire crítico: “en términos mayoritarios [los jóvenes usuarios de TICs] adquieren información mecánicamente, desconectada de la realidad diaria, tienden a dedicar el mínimo esfuerzo al estudio, necesario para la promoción, adoptan una actitud pasiva frente al conocimiento, tienen dificultades para manejar conceptos abstractos, no pueden establecer relaciones que articulen teoría y práctica”. (3)

Pero si bien es cierto que esta cibercultura abre la posibilidad de esta cierta liviandad, también da la posibilidad de acceder a un cúmulo de información y a nuevas formas de procesar la misma como nunca antes se había dado, por lo que estamos allí ante un fenomenal reto.

Los medios alternativos de comunicación -como el presente, en el que se está leyendo este texto, y que hacen uso de la red, de todas estas nuevas herramientas digitales- son un granito de arena más en la larga y continuada lucha por un mundo mejor. Hoy, caído el Muro de Berlín, y con él muchas esperanzas, no hay dudas que el campo popular está un poco (bastante) falto de ideas claras, de referentes precisos en la batalla por esas transformaciones. Los ideales de algunas décadas atrás, si bien no han desaparecido, quedaron golpeados. La fabulosa ola neoliberal que todavía nos sigue afectando ha significado un golpe muy grande para la izquierda, para el campo popular, para la ideología de la transformación.

En ese marco, la cultura digital que ha llegado con una fuerza fabulosa, abre un reto: obviamente, en tanto tecnología, no es “buena” ni “mala”. Plantearlo así es sumamente reduccionista, equivocado en definitiva. Pero no se puede dejar de considerar cómo funciona, quién la maneja, qué papel juega para los grandes poderes globales como negocio y como mecanismo de control social. La posibilidad de construir ahí un espacio alternativo está abierta.

Eso, sin dudas, implica una lucha (¿hay acaso algún aspecto de lo humano que no la implique?), pues los grupos de poder utilizan este instrumental con fines de conservadurismo, para que nada se altere. Y por cierto que lo saben hacer muy bien. De hecho cada vez más asistimos a un uso mentiroso de estas posibilidades tecnológicas. Por lo pronto, en forma creciente y en todas partes del mundo, la práctica política se basa en el más repugnante engaño bien montado, mercadológicamente ofrecido. “ En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón ”, pedía el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky. Y así es, pues cada vez más asistimos a la creación de los llamados “perfiles falsos” en las redes sociales por parte de los políticos y/o las usinas ideológicas para hacer creer lo que no es (que los políticos tienen muchos seguidores, que la población los ama, que está de acuerdo con su accionar, inoculando ideología, diezmando el pensamiento crítico. ¿Queda claro por qué lo de intelicidio?). ¿Por qué una gran cantidad de personas en todo el mundo repite lo que repite sin cuestionárselo? Que en Venezuela hay una narcodictadura, por ejemplo; que los misiles nucleares norcoreanos son peligrosos para la paz mundial, pero no así los estadounidenses, solo para poner algunos patéticos ejemplos. El engaño sigue estando presente en el ejercicio del poder, y las redes sociales (atractivas, envolventes, fáciles de usar) lo permiten muy ampliamente. O más aún: lo estimulan a niveles exponenciales.

No debemos dejar de tener en cuenta que se han abierto ciertos canales para una relativa democratización de la información. En cierto sentido, todos podemos dejar nuestra marca en la red de redes, decir, denunciar, hacer evidentes ciertas cosas. Pero no hay que olvidar que ese fabuloso espacio virtual también está hiper controlado por los enormes poderes de siempre, que el tráfico satelital no lo maneja el campo popular, que tecnológicamente dependemos de unos pocos servidores que manejan ese tráfico. La ilusión de creer que la revolución se agota en una pantalla es un peligro. Bienvenidas las tecnologías digitales, sin duda. Aprovechémoslas, conozcámoslas en profundidad, saquémosle el máximo posible de provecho. Pero estemos conscientes que la organización popular, que la revolución socialista no son cuestiones puramente técnicas. La tecnología, si no está al servicio de la causa del Ser Humano como especie, sigue siendo un mecanismo de dominación.

Los medios alternativos de comunicación son un elemento más de un prolongado combate popular en pro de un mundo con mayor justicia, combate que por cierto no ha terminado aún, que ha perdido quizá la batalla de estas últimas décadas, pero no la guerra.

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NOTAS

  1. Sartori, Giovanni. Homo videns. La sociedad teledirigida. Ed. Taurus. Barcelona, 1997.
  1. Urresti, Marcelo. Ciberculturas juveniles. La Crujía Ediciones. Buenos Aires, 2008.
  1. Estévez, C. La comunicación en el aula y el progreso del conocimiento , en Urresti, Marcelo. 2006.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=238790&titular=redes-sociales-e-ideolog%EDa-

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Lucha ideológica, imprescindible

Por: Marcelo Colussi

Si a alguien que no conoce los intrincados vericuetos de lo humano (pongamos, como ejemplo, un ser extraterrestre), se le intentaran explicar muchas de las conductas que tenemos quienes hollamos este planeta, nos veríamos en serias dificultades.

Entre otras, solo para graficarlo: ¿cómo es posible que una pequeña minoría en el poder pueda manejar a una tan amplia masa de congéneres? Porque la historia nos muestra que ésta es una estructura dominante desde hace unos cuantos milenios, al menos desde que aparece la idea de propiedad privada. Un muy reducido grupo, a veces una sola persona, dirige el destino de mayorías infinitamente más numerosas: el monarca (emperador, faraón, rey, zar, sultán, Inca, sacerdote supremo o como quiera llamársele), el mandarín, el señor feudal, el patrón de finca, el estanciero, el empresario capitalista, el banquero -¿podría agregarse el burócrata de la Nomenklatura?- toman las decisiones y se aprovechan del trabajo de grandes mayorías… ¡y nadie de esas mayorías levanta la cabeza!

Aunque -¡esa es la buena noticia!- de tanto en tanto se producen cataclismos sociales y la sociedad cambia: se cortan las cabezas de los amos y se instaura un nuevo modelo social. Esa es la historia de las sociedades: la perenne lucha de clases. Cuando Marx y Engels lo formularon hace 150 años, derrumbaron todas las especulaciones metafísicas al respecto del funcionamiento de una sociedad. Hoy día, esa verdad sigue siendo incontrastable. Pero hay un elemento nuevo, no tan evidente un siglo y medio atrás: la lucha ideológico-cultural alcanzó ribetes insospechados, apelando a las técnicas más refinadas y eficientes.

El sistema socio-económico -para el caso: el capitalismo- se mantiene a sangre y fuego. Las luchas de clases siguen tan presentes ahora como antaño (¿de dónde surgió la tamaña estupidez que la historia y esas luchas habían terminado?). Continúan absolutamente al rojo vivo, y ahí está la represión continuada de la que el campo popular sigue siendo objeto. La preconizada “resolución pacífica de conflictos” no puede pasar de ser una fórmula “políticamente correcta”. La roca viva de la propiedad privada de los medios de producción se mantiene inamovible.

Lo curioso a destacar en este breve escrito es cómo la derecha, las fuerzas conservadoras, aquellas que detentan la propiedad privada de esos medios, y por tanto el poder a nivel social, han profundizado -y de momento ganado- la lucha ideológico-cultural. Que la ideología mantiene al sistema y es la otra pata -junto a la represión violenta, junto a las armas- en que se apoya el edificio social, no es nuevo. Que “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante” ya es sabido. Expresado de otro modo: que el esclavo piensa con la cabeza del amo. Lo llamativo es el grado de profundidad y eficiencia que ese manejo ideológico ha alcanzado.

Algunos años atrás, no muchos, parecía -o, al menos, muchos queríamos creerlo así- que el triunfo de la revolución socialista era inexorable. El mundo vivía un clima de ebullición social, política y cultural que permitía pensar en grandes transformaciones.

Entre las décadas del 60 y del 70 del siglo pasado, más allá de diferencias en sus proyectos a largo plazo, en sus aspiraciones e incluso en sus metodologías de acción, un amplio arco de protestas ante lo conocido y de ideas innovadoras y contestatarias barría en buena medida la sociedad global: radicalización de las luchas sindicales, profundización de las luchas anticoloniales y del movimiento tercermundista, estudiantes radicalizados por distintos lugares con el Mayo Francés de 1968 como bandera, aparición y profundización de propuestas revolucionarias de vía armada, movimiento hippie anticonsumismo y antibélico, incluso dentro de la iglesia católica una Teología de la Liberación consustanciada con las causas de los oprimidos. Es decir, reivindicaciones de distinta índole y calibre (por los derechos de las mujeres, por la liberación sexual, por las minorías históricamente postergadas, por la defensa del medioambiente, etc.) que permitían entrever un panorama de profundas transformaciones a la vista.

Para los años 80 del siglo pasado, al menos un 25% de la población mundial vivía en sistemas que, salvando las diferencias históricas y culturales existentes entre sí, podían ser catalogados como socialistas. La esperanza en un nuevo mundo, en un despertar de mayor justicia, no era quimérico: se estaba comenzando a realizar.

Hoy, cuatro décadas después, el mundo presenta un panorama radicalmente distinto: la utopía de una sociedad más justa es denigrada por los poderes dominantes y presentada como rémora de un pasado que ya no podrá volver jamás. “El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen”, es la expresión triunfante de ese capitalismo que, en estos momentos, pareciera sentirse intocable. Lo que se pensaba como un triunfo inminente algunos años atrás, parece que deberá seguir esperando por ahora. En medio de ese retroceso fabuloso de las luchas populares, propuestas de redistribución -con mucho de asistencialismo, capitalistas en definitiva, como lo que se vive hace unos años en Venezuela- pueden ser vistas como una avanzada. Eso, pareciera, es lo máximo a que se puede aspirar en este momento como opción socialista.

El sistema capitalista no está moribundo. Para decirlo con una frase más que pertinente en este contexto: “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”, anónimo equivocadamente atribuido a José Zorrilla.

Las represiones brutales que siguieron a aquellos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cataratas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo cuando se imponían los planes de capitalismo salvaje eufemísticamente conocido como neoliberalismo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de desmovilización, de parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada. La historia continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente.

Ahí están nuevas protestas y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes y nuevos sujetos: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, las luchas por territorios ancestrales de los pueblos originarios, el movimiento ecologista, los empobrecidos del sistema de toda laya (el “pobretariado”, como lo llamara Frei Betto). Hoy día, según estimaciones fidedignas, aproximadamente el 60% de la población económicamente activa del mundo labora en condiciones de informalidad, en la calle, por su cuenta (que no es lo mismo que “microempresario”, para utilizar ese engañoso eufemismo actualmente a la moda), sin protecciones, sin sindicalización, sin seguro de salud, sin aporte jubilatorio, peor de lo que se estaba décadas atrás, ganando menos y dedicando más tiempo y/o esfuerzo a su jornada laboral. Muy probablemente, la mayoría de quienes lean este texto trabajan en esas condiciones. La idea de sindicato luchador por los derechos de los trabajadores salió de escena. Hoy día, sindicato es casi sinónimo de mafia, de corrupción, de desprotección de los trabajadores.

Pero las luchas siguen, sin dudas. Justamente ahí está el punto que queremos remarcar: el golpe sufrido en el campo popular ha sido grandísimo, y no solo por las montañas de cadáveres y ríos de sangre con que se le frenó, sino con la monumental lucha ideológica que se ha impuesto estos años, que sirve como freno con más fuerza aún que las masacres, las torturas, las desapariciones forzadas.

En esto de la lucha ideológica, hay que reconocerlo -reconocerlo para, laboriosamente, estudiar el fenómeno y buscar las alternativas del caso- la derecha ha tomado la delantera. La hegemonía ideológico-cultural, en este momento, está de su lado, completamente.

En términos globales se ha entronizado un discurso derrotista, casi de resignación, adaptacionista: “¡sálvese quien pueda!”. Una forma de entender el mundo donde pareciera que la idea de cambio se ha ido esfumando. Claro que eso no se dio por arte de magia: hay un poderosísimo y muy bien articulado trabajo detrás, donde se complementa la represión sangrienta, la precarización laboral (tener trabajo es casi un lujo, y hay que cuidarlo como tesoro) y los aparatos ideológico-culturales funcionando a pleno.

Los dueños del capital saben lo que hacen, y sus tanques de pensamiento, todo su monumental aparato ideológico-propagandístico -realizado con las más refinadas técnicas de control social- tienen claro el cometido: mantener el sistema a cualquier costo.

Sin dudas, lo saben hacer muy bien. Los resultados están a la vista: una pequeñísima, casi insignificante minoría tiene el control del mundo. Las grandes mayorías estamos desorientadas, adormecidas. ¿Por qué no reaccionamos? Porque el trabajo de amansamiento está muy bien realizado.

¿Cómo podría explicarse que una posición de derecha, reaccionaria, conservadora, mezquina e indolente ante el sufrimiento de la humanidad, se imponga sobre propuestas progresistas? ¿Cómo es posible, contrariando todo principio de solidaridad y de racionalidad social, que ganen en las urnas propuestas antipopulares como Berlusconi en Italia, o Donald Trump en Estados Unidos? ¿Por qué crecen los grupos neonazis? ¿Por qué los argentinos votan por Macri, o los guatemaltecos por Jimmy Morales? “Nueve de cada diez estrellas son de derecha”, se mofaba Pedro Almodóvar; pero la burla encierra verdad. ¿Por qué las propuestas de derecha conservadora se imponen? ¿Qué ha pasado que buena parte de la humanidad puede pensar que Nicolás Maduro es un dictador y que los venezolanos huyen hambrientos de su país? ¿Cómo ha sido posible que enormes cantidades de ciudadanos latinoamericanos, en vez de buscar su liberación político-social, terminen en iglesias neo-evangélicas fundamentalistas? ¿Por qué interesa más el último gol de Messi que la situación de precariedad económica? Si, como dijera Salvador Allende, la vocación revolucionaria de los jóvenes es una cuestión “casi biológica”, ¿por qué hoy las juventudes piensan más en la droga que en el cambio social? ¿Qué mecanismo obró para que el discurso revolucionario de décadas atrás de muchos honestos luchadores sociales -con armas en la mano en muchas ocasiones- se tornara un aguado cliché “posibilista”, haciendo el coro de la avanzada neoliberal, siendo cooptados por el sistema con algún cargo menor incluso?

Todo esto se responde con una sola fórmula: ¡lucha ideológica! Más allá de la provocadora bravuconada de Francis Fukuyama que acompañó el derrumbe del campo socialista con su triunfal “fin de las ideologías”, la ideología es el corazón de la lucha de clases actualmente. La llamada guerra de cuarta generación -la estrategia del control de mentes y corazones a escala planetaria, hecha desde unos pocos centros de poder global- está en su cenit. Hoy día la lucha ideológica es de primerísima importancia.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=230443&titular=lucha-ideol%F3gica-imprescindible-

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¿Es posible ser comunista en la actualidad?

Por: Marcelo Colussi

«El Socialismo solo funciona en dos lugares: en el Cielo, donde no lo necesitan, y en el Infierno donde ya lo tienen». Activista antichavista en Venezuela.

«Si hay 200 millones de niños en las calles, ninguno es cubano; si hay 100 millones de niños trabajando sin poder ir a la escuela, ninguno es cubano». Fidel Castro

I

Hoy día hablar de comunismo (o de socialismo, o de marxismo) no pareciera estar muy «de moda»; es más, a cualquiera que se precie de defenderlo, el discurso dominante con asombrosa rapidez lo tildará de anacrónico, desfasado, dinosaurio de tiempos idos. Ya ni siquiera es «peligroso» para el sistema (o, al menos, eso se quiere hacer creer); su evocación como rémora de un pasado «oprobioso que no debe volver nunca más» funciona ya como antídoto. Aunque, en lo profundo del sistema capitalista, por supuesto que sigue siendo altamente peligroso. ¿Por qué, si no, perdura el continuo armarse contra la posibilidad de «estallidos sociales», de «ingobernabilidades»? Como dijo Néstor Kohan: «curioso cadáver el del marxismo, que hay que estar enterrándolo continuamente«. En realidad, para usar la expresión apócrifa equivocadamente atribuida a José Zorrilla: «los muertos que vos matáis gozan de buena salud«. Pero la ideología que, hoy por hoy, domina la escena, lo presenta como «terminado, muerto y sepultado».

El epígrafe que abre el texto –el primer epígrafe, pronunciado con el más visceral odio de clase por un contrarrevolucionario venezolano– marca en buena medida los tiempos que corren. Quizá, jugando con los versos de Rafael de León, podría decirse: ¿comunismo? «¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! Después la vida se impone: tanto tienes, tanto vales».

Aunque la caída del muro de Berlín en 1989 –y con esa caída, la puesta entre paréntesis de los sueños de transformación del mundo que venían materializándose en la primera mitad del siglo pasado: Rusia, China, Cuba, Nicaragua, Vietnam, liberación de países africanos, movimientos revolucionarios varios, espíritu contestatario– ha abierto una serie de interrogantes aún por responderse respecto a lo que fue socialismo real, la pregunta que da título al presente escrito necesita hoy de imperiosas respuestas, quizá más imperiosas y urgentes que años atrás. El fantasma de un tal «castro-comunismo«, sin que eso pueda traducirse en forma clara en términos conceptuales, con su sola mención ya sirve para asustar, para horrorizar incluso, buscando santiguarse. En Venezuela, por ejemplo, (o en todo el mundo, mostrando la Revolución Bolivariana de Venezuela), con ese epíteto se moviliza lo más conservador y fascista de la sociedad, remedando la lucha ideológica de la Guerra Fría. «Si viene el comunismo te van a poner obligadamente una familia a compartir tu casa, y a tus hijos te los van a quitar para mandarlos a campos de entrenamiento guerrillero en Cuba«. Aunque parezca mentira, ya entrado el siglo XXI esas patrañas son las que dominan la inteligencia de la población mundial.

Desde el surgimiento del pensamiento anticapitalista en los albores de la gran industria europea, allá por el siglo XIX, e incluso después de la puesta en marcha de las primeras experiencias socialistas en el siglo XX, con la Rusia bolchevique, con la República Popular China, estaba bastante claro qué significaba ser comunista. Hoy, a inicios del siglo XXI, luego de toda el agua corrida bajo el puente, la pregunta tiene más vigencia que antes incluso. El descrédito que se le ha adosado hace más que urgente responder con claridad qué significa.

Las verdades que inaugura el Manifiesto Comunista en 1848 siguen siendo válidas aún hoy; y sin duda, en tanto verdades universales, lo serán por siempre, dado que develan estructuras de la naturaleza social misma: la explotación a partir de la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases como motor de la historia, la violencia en tanto «partera de la historia», las revoluciones sociales como momento de superación de fases de desarrollo que signan el devenir humano. Todas estas verdades son expresión de un saber que se instaura como objetivo, neutro, científico en el sentido moderno de la palabra –los conceptos científicos no tienen color político–. Otra cosa es el llamado a la práctica que esas formulaciones teóricas posibilitan, es decir: la acción política; y para el caso, la revolución. ¡Obviamente eso es ideológico! Tan ideológica es la defensa del sistema vigente como la voluntad de transformarlo. ¿Quién dijo que las ideologías habían terminado? ¿Sería ello acaso remotamente posible?

Dicho rápidamente: el comunismo como expresión teórica y como práctica política no ha muerto, porque la realidad que le dio origen –la explotación de clase, las distintas formas de opresión de unos seres humanos sobre otros seres humanos (de clase, de género, étnica)– no ha desaparecido. Mientras persistan las inequidades y las diversas formas de explotación humana, el comunismo, en tanto aspiración justiciera, seguirá vigente.

II

Con la desaparición del campo socialista de Europa del Este hacia la década de los 90 del pasado siglo, la vorágine triunfalista del capitalismo ganador de la Guerra Fría arrastró al mundo a una suerte de aturdimiento intelectual, presentando el descrédito del comunismo como la demostración de su inviabilidad. Tan grande fue el golpe que, por algún momento, la prédica triunfal pareció ser verdadera: ¡el comunismo no era posible! Y todos pudimos llegar a creerlo. «¡Pamplinas! ¡Figuraciones que se inventan los chavales! «. El darwinismo social se agigantó.

Hoy, a casi tres décadas de esos acontecimientos, con una China que ha tomado caminos que, aunque no han derrumbado al Partido Comunista, al menos abre interrogantes sobre lo que el comunismo significa, y con un talante planetario donde decirse de izquierda conlleva una carga casi despectiva, vale la pena –o mejor aún: es imprescindible– plantearse la pregunta: ¿qué significa en la actualidad ser comunista? ¿Es posible serlo?

Las injusticias, la explotación, la apropiación del trabajo ajeno, la lucha de clases, todo ello sigue siendo la esencia de las relaciones sociales. Es más: caída la experiencia soviética, el capitalismo ganador ha avasallado conquistas de los trabajadores conseguidas con sangre durante décadas de lucha, entronizando un modelo ultraexplotador (llamado «neoliberalismo» ) que retrotrae peligrosamente la historia. Capitalismo triunfante, por otro lado, que se alza unilateral, insolente, con una potencia militar hegemónica –Estados Unidos de América– dispuesta a todo, con una posición provocativa que puede llevar al mundo a un holocausto nuclear, y que no ofrece –ni lo pretende, pero además, no podría lograrlo– soluciones reales a los problemas crónicos de la humanidad. Capitalismo triunfante sobre las primeras experiencias socialistas habidas pero que, pese a un descomunal desarrollo científico-técnico, no consigue remediar los males humanos de la pobreza, de la escasez, de la desprotección. En ese sentido, es válido el segundo epígrafe, la cita de Fidel Castro. Si toda esta barbarie capitalista continúa, –y tal como van las cosas, pareciera que tiende a aumentar– el comunismo, en tanto expresión de reacción ante tanta injusticia, lejos de desaparecer tiene más razón de ser que nunca. Porque la gente, la población de a pie, los que reciben los efectos de ese capitalismo salvaje, sin duda siguen protestando, aunque no conozcan nada de marxismo en términos teóricos.

Las vías de construcción de los primeros socialismos, por innumerables y complejas causas, quedaron dañadas, y merecen ser revisadas: el autoritarismo, el patriarcado y el Gulag fueron realidades palpables. «El socialismo clásico fue prepotente y arrogante. Siempre nos enviaba a ver tal página para encontrar verdades y soluciones. Nos dieron catecismos. Y eso es un grave error «, reflexionaba críticamente Rafael Correa, ex presidente de Ecuador. Sin duda que hubo errores, y muchos. Los comunistas son seres humanos de carne y hueso. Un comunista italiano, por ejemplo, se quejaba porque su hija se iba a casar con un siciliano. «¿Cómo con un africano, hija mía?«, le reprochaba amargamente. ¿No hay derecho a la equivocación en el comunismo acaso?

Aunque todo eso existe: errores, desaciertos, exageraciones, ello no desautoriza el ideario comunista y su lucha por un mundo de mayor justicia. Debe quedar claro que todos esos errores –monstruosos en algunos casos, injustificables desde una posición comunista (como prohibir la homosexualidad por contrarrevolucionaria, por poner solo un ejemplo)– no desdibujan la lucha contra las injusticias que ese ideario significó. Valen aquí palabras de Frei Betto: » El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana«.

Ahora bien: ese pretendido «fracaso», de ningún modo autoriza a decir que las injusticias desaparecieron, y menos aún que las expresiones de búsqueda de mayor armonía y equidad social que representa el proyecto comunista, se hundieron igualmente.

Hoy por hoy, aunque el discurso hegemónico ha llevado los valores del capitalismo triunfal a un endiosamiento nunca antes visto en otros modelos sociales, la protesta de los excluidos sigue estando. Y pasados los primeros años del aturdimiento post Guerra Fría, vuelve a hacerse notar. Dicho así, entonces, el comunismo no ha desaparecido y está muy lejos de desaparecer, porque las injusticias continúan siendo la esencia cotidiana de la vida de los seres humanos. ¿Pero por qué este rechazo en decirnos claramente, con todas las letras, «comunistas»? ¿Pasó a ser el comunismo una «pamplina de chavales», una estupidez «fuera de moda», una utopía absolutamente irrealizable?

III

Las injusticias continúan (o se acrecientan); por tanto –no podría ser de otro modo– las protestas también continúan. Tal vez no crecen, no ponen la situación social al rojo vivo, tal como fueron las primeras décadas del siglo pasado, pero por supuesto que siguen presentes. Aunque la voz triunfal del capitalismo se levantó sobre la emblemática caída del muro de Berlín proclamando que «la historia terminó», a cada paso la experiencia nos demuestra que ello no es así. Para prueba, ahí están los movimientos que recorren nuevamente Latinoamérica, protestas y reivindicaciones campesinas, la Revolución Bolivariana en Venezuela como propuesta de una integración continental alternativa a los tratados de «libre» comercio impuestos por Washington; ahí está la reacción de los pueblos europeos diciendo «no» a una constitución política ultraliberal centrada en el gran capital que intenta desconocer conquistas populares históricas y desmontar los Estados de bienestar; ahí sigue Cuba revolucionaria resistiendo y, como dice el segundo epígrafe, con logros incontrastables; ahí está la resistencia de los pueblos árabes ante toda intervención armada estadounidense; ahí está el pueblo palestino alzándose contra el genocidio.

Protestas, todas éstas, a las que debe sumársele un amplísimo abanico de fuerzas contestatarias, progresistas, propulsoras también de cambios sociales: ahí está la reivindicación del género femenino ganando espacio día a día; ahí están todas las luchas antirracistas a partir de las reivindicaciones étnicas; ahí está una conciencia ecológica que va ganando terreno en todo el mundo para ponerle freno a la voracidad consumista y a la depredación planetaria realizada en nombre del lucro privado; ahí está un sinnúmero de voces que se alzan contra diversas formas de discriminación y/o opresión –sexual, cultural, contra la guerra, por derechos específicos–. ¿Son comunistas todas estas expresiones?

Sin dudas nadie se atreve a llamarlas así hoy día. Lo cual nos lleva a las siguientes reflexiones: a) la prédica anticomunista que la humanidad vivió por años durante prácticamente todo el siglo XX ha tornado al comunismo un siniestro monstruo innombrable, y b) hay que redefinir, hoy por hoy, qué significa exactamente ser comunista.

Sobre la primera consideración no es necesario explayarnos demasiado; archisabido es que si un fantasma comenzaba a recorrer Europa a mediados del siglo XIX, el fantasma que recorrió el mundo con una fuerza inusitada durante el XX se encargó de satanizar con ribetes increíbles todo lo que sonara a «crítico», a «contestatario», haciendo del término comunismo sinónimo inmediato del mal, de terror, de fatalidad deplorable, diabólica y pérfida, presentificación en la Tierra del peor y más deleznable de los infiernos. La prédica, por cierto, dio resultado (véase una vez más el primer epígrafe).

Pero más allá de esta consecuencia, producto de una despiadada política desinformativa del capitalismo, ¿por qué hoy día es tan difícil reconocerse comunista? Ello lleva a la otra consideración que mencionábamos: ¿es posible, efectivamente, seguir siendo comunista hoy día? Pero, ¿qué significa ser comunista?

IV

El comunismo, en tanto formulación conceptual, en buena medida recogida en esa brillante creación intelectual que fue su Manifiesto publicado por Marx y Engels a mediados del siglo XIX, se mueve en el ámbito de lo sociopolítico, ya sea como lectura crítica de la realidad, ya sea como guía para la acción práctica. El meollo toral de todo su andamiaje pasa por la lucha de clases sociales, motor último de la historia humana. Si contra algo luchan los comunistas, buscando su superación justamente, es contra la injusticia social, contra la explotación del ser humano por el mismo ser humano. En tal sentido, comunismo es sinónimo de «búsqueda de la igualdad», «búsqueda de la justicia». Siendo así, entonces, el comunismo no está muerto: la equidad social entre todos los seres humanos sigue siendo una agenda pendiente. Por tanto, su búsqueda continúa siendo una aspiración comunista en el sentido más cabal del término. Otra cuestión –que no tocaremos acá– es el tipo de medios a utilizarse para la concreción de la tarea: guerra popular prolongada, movilización obrera urbana, organizaciones campesinas alternativas, lucha armada de una vanguardia con base popular, incidencia parlamentaria, elecciones presidenciales en el ámbito de la democracia representativa.

Seguramente por miedo, por efecto de la monumental propaganda anticomunista desplegada en décadas pasadas, por cuestionables experiencias que nos dejó el socialismo real, o por una sumatoria de todas estas causas, hoy día la tendencia no es usar el término «comunista». Por el contrario, quienes portaban ese nombre se lo han sacado de encima. Pareciera que es una peste de la que hay que desembarazarse. La «moda», evidentemente, anda por otro lado. » Nueve de cada diez estrellas son de derecha «, satirizaba Pedro Almodóvar.

Pero más allá de «modas», de «tendencias», el estado de inequidad que dio nacimiento a un pensamiento comunista un siglo y medio atrás aún sigue vigente. Por tanto, con las adecuaciones del caso, sigue también vigente el instrumento forjado para enfrentar esas inequidades. A quienes seguimos creyendo que es necesario buscar un mundo más justo, más solidario, más equitativo, ¿nos da miedo llamarnos hoy comunistas? ¿Nos avergüenza el estalinismo, las «dictaduras del proletariado» que tuvieron lugar en el socialismo real? (más dictaduras que otra cosa). ¿Realmente logró mellarnos la propaganda capitalista con su inacabable cantinela anticomunista? ¿Ganamos algo cambiándonos el nombre? ¿Qué ganamos?

Sin dudas lo que propone el Manifiesto Comunista de 1848, aunque sigue siendo válido en su núcleo, necesita adecuaciones. Un siglo y medio no es poco, y muchas cosas, por diversos motivos, no fueron consideradas en aquel entonces. El comunismo se ocupó de la lucha de clases pero dejó fuera otras opresiones: no puso particular énfasis en la explotación del género masculino sobre el femenino ni consideró la temática de las discriminaciones étnicas. Por el contrario, incluso, peca de cierto eurocentrismo civilizatorio, y el tema ecológico aún no entraba en su consideración. Obviamente, todos somos hijos de nuestro tiempo; también Marx y Engels.

Tal como se dijo anteriormente, en la actualidad asistimos a un sinnúmero de fuerzas progresistas que, sin decirse comunistas, abren una crítica sobre los poderes constituidos, sobre el ejercicio de esos poderes, sobre las distintas formas de opresión vigentes. Fuerzas, en definitiva, que buscan también un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Fuerzas que sin llamarse comunistas en sentido estricto, son definitivamente comunistas en su proyecto, en tanto entendemos que comunismo es la búsqueda de «otro mundo posible», ese mundo más justo, más solidario, más equitativo.

Y esto, elípticamente, contesta la pregunta inaugural: ser comunista –aunque hoy día asuste, incomode o fastidie el término, aunque esté «pasado de moda» llamarse así, aunque su uso fuerce un debate en torno a qué entender por revolución y cómo lograr la justicia–, ser comunista, entonces, no es una » pamplina «, pasajera » figuración de chaval «. Es luchar por un mundo más justo, más solidario, más equitativo. Esa lucha, por tanto, no se agota con una nueva organización económico-social, con una nueva relación de fuerzas en torno a las clases sociales; necesita también de cambios en la relación de poderes entre los géneros, en la consideración del otro distinto, en el respeto a la diversidad.

Después del aturdimiento de la caída del muro de Berlín –que provocó mucho ruido, sin dudas– ya va siendo hora de dos cosas: 1) quitarnos el miedo, el estigma de usar la palabra «comunismo», y 2) sobre la base de las lecciones aprendidas en el siglo XX, abrir un serio debate no sobre cómo nos designaremos (¿no nos gusta «comunista»?, ¿es mejor decirse «de izquierda»?, ¿queda más elegante «revolucionario»?, ¿y qué tal «luchadores por la justicia»?) sino sobre cómo lograr efectivamente ese mundo más justo, más solidario, más equitativo.

Es cierto que la tarea que nos espera es dura, pero… ¿quién dijo que iba a ser sencillo?

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=226768

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En las puertas del nazismo

Por: Marcelo Colussi

I

El sistema capitalista ha impulsado prodigiosos avances en la historia de la Humanidad. El portentoso desarrollo científico-técnico que se viene experimentando desde hace dos o tres siglos, que ha cambiado la fisonomía del mundo, va de la mano de la industria moderna surgida a la luz del capitalismo. Problemas ancestrales de los seres humanos comenzaron a resolverse con estos nuevos aires, que desde el Renacimiento europeo en adelante se expandieron por todo el planeta.

Pero ese monumental crecimiento tiene un alto precio: el modo de producción capitalista sigue siendo tan pernicioso para las grandes mayorías como lo fue el esclavismo en la antigüedad. Para que hoy un 15% de la población mundial goce las mieles del “progreso” y la “prosperidad” (oligarquías de todos los países y masa trabajadora del Norte), la inmensa mayoría planetaria pasa penurias. Con el agravante –cosa que toda la anterior historia humana no presentó– de la catástrofe medioambiental que su insaciable afán de lucro ha producido. No olvidar que para constituirse como sistema con mayoría de edad debió masacrar millones de nativos americanos y africanos, produciendo así la acumulación originaria que posibilitó la industria moderna en Europa. En síntesis: el capitalismo es sinónimo no tanto de desarrollo y prosperidad, sino de muerte y destrucción.

Ahora bien: ese desarrollo material fabuloso no logra repartir equitativamente, con auténtica solidaridad, los productos de su colosal producción: se llega al planeta Marte o se desarrolla inteligencia artificial más inteligente que la misma inteligencia humana, pero no se puede acabar con el hambre. Sin dudas, algo anda mal en el sistema capitalista. Y no se trata de algún error coyuntural, alguna tuerca suelta que se pueda ajustar: el problema es estructural, de base.

Dicho de otro modo: el sistema capitalista no puede ofrecer soluciones reales a los problemas de toda la Humanidad. No puede, aunque quiera, pues en su esencia misma están los límites: como se produce en función de la ganancia, del lucro personal del dueño del capital, el bien común queda relegado. Por más que lo intente –capitalismo de rostro humano, medidas caritativas para los más necesitados, válvulas de escape para permitir algunas mejoras paliativas– el sistema en su conjunto se erige 1) en contra del colectivo, al que convierte en esclavo asalariado explotándolo en forma inmisericorde, y 2) en contra de la naturaleza, a la que convierte en una mercadería más para consumir, obviando así que si la destruimos nos quedamos sin casa donde vivir.

Como sistema, el capitalismo tiene momentos de expansión y de repliegue, pues la producción no está planificada. Se supone que “la mano invisible del mercado” la regula; pero esa “mano” no resuelve a favor de las grandes mayorías, sino siempre en función de los capitales. Por tanto, periódicamente se asiste a crisis sistémicas generales, que siempre terminan pagando los más desposeídos (es decir: las mayorías populares).

Ahora, desde 2008, se cursa una de las más grandes de esas crisis, comparable a la de 1930 en el pasado siglo. La especulación financiera sin par llevó a un quiebre de las economías, produciendo una recesión fenomenal que empobreció más aún a los más pobres, haciendo desaparecer enormes cantidades de sectores medios y acabando con numerosos puestos de trabajo. El sistema no termina de salir de su marasmo, aunque los grandes capitales en aprietos (bancos de primer nivel, grandes empresas industriales como la General Motors) sí reciben asistencia de sus Estados, en tanto las grandes masas de empobrecidos tienen que ajustarse más el cinturón y resignarse. En otros términos: las ganancias quedan siempre para el capital, las pérdidas se socializan y las paga la clase trabajadora, el pobrerío en su conjunto.

II

En las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), la crisis se siente de una manera distinta a como afecta en los países históricamente empobrecidos (el Sur, el antes llamado Tercer Mundo). El fantasma en juego en el Norte no es, exactamente, el hambre; pero sí la precarización de la vida, la falta de trabajo, el estancamiento económico. La pobreza, de todos modos, siempre es pobreza. Los planes de capitalismo salvaje de estas últimas décadas (eufemísticamente llamado neoliberalismo), además de acumular más riquezas en los ya históricamente más ricos, pauperizaron de una forma alarmante al conjunto de trabajadores en todas partes del mundo.

Por una combinación de causas (planes neoliberales de ajuste hacia las masas trabajadoras, robotización creciente que prescinde de mano de obra humana, traslado de plantas industriales desde la metrópoli hacia la periferia buscando condiciones de mayor explotación), los trabajadores del llamado Primer Mundo vienen sufriendo un descenso en su nivel de vida. En Estados Unidos, la primera potencia capitalista mundial, ello es más que evidente en estas últimas décadas.

Si bien el país no dejó de ser un gigante, la calidad de vida de sus ciudadanos no está en franca mejoría, en expansión, como pasó por varias décadas después de terminada la Segunda Guerra Mundial. De ser la “locomotora de la Humanidad”, como se la consideró por largos años, la economía estadounidense no está en sana expansión. El hiperconsumismo sin freno en que entró llevó a un hiperendeudamiento (a nivel personal-familiar y a nivel nacional) técnicamente impagable. El poder de Estados Unidos viene asentándose, cada vez más, en ser “el grandote del barrio”: la discrecionalidad con que fijó su moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y unas faraónicas fuerzas armadas que representan, ellas solas, la mitad de todos los gastos militares globales, son los soportes en que se apoya su actual grandiosidad. Pero la misma no es sostenible en forma sana, genuina. En otros términos: la principal potencia capitalista del mundo tiene, de alguna forma, pies de barro. La interdependencia de todos los capitales que fue tomando el sistema a nivel global permite a la clase dominante estadounidense seguir teniendo supremacía, y su Estado funciona como gendarme del orden mundial, ahora sin fantasma del comunismo a la vista. Pero su dependencia de capitales de otros puntos (China, Japón) es vital.

Por otro lado, su monumentalidad se basa, en muy buena medida, en los recursos naturales que roba en distintas latitudes (petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad), por lo que sin ese militarismo desbocado –causa de muertes por millones, de destrucción, de avasallamiento de grupos más vulnerables– su supremacía económica no sería tal. James Paul, en un informe del Global Policy Forum, lo dice sin ambages: “Así como los gobiernos de los Estados Unidos. (…) necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”.

Pero esa economía próspera de las décadas del 50 y del 60 del siglo pasado se terminó. Estados Unidos, que de ningún modo ahora es un país pobre, está en decadencia. Los homeless (gente sin hogar) son cada vez más. Los trabajadores que han perdido sus puestos, y con ello todos los beneficios sociales, se cuentan por millones. Industrias florecientes de hace algunas décadas, ahora languidecen, pues para el capital es más rentable invertir en la periferia, con salarios de hambre, que en el propio territorio estadounidense.

Para ejemplo icónico de todo esto: la ciudad de Detroit. La que algunas décadas atrás fuera el centro mundial de la producción de automóviles, que nucleaba todas las grandes empresas de capital netamente norteamericano con casi tres millones de habitantes, ahora es una ciudad fantasma, con apenas trescientos mil pobladores, con fábricas cerradas, entre pandillas y calles sin luz. ¿Por qué? Porque lisa y llanamente el capital no tiene patria, no tiene nacionalismos sentimentales. Si los accionistas de la General Motors, la Ford Company o la Chrysler encuentran que les es más lucrativo montar sus plantas industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo dejando en la calle a sus propios trabajadores estadounidenses, no tienen ningún reparo en hacerlo. Y de hecho, eso es lo que han hecho.

Esa es la situación que viene dándose en Estados Unidos, y también en otros países de Europa Occidental: los trabajadores van empobreciéndose. Es por ello que votaron a favor de la salida de la Unión Europea por parte de los británicos (así como quieren hacerlo también en Francia y en Holanda), o a favor de un ultraderechista como Donald Trump en Estados Unidos. El motivo para esa creciente derechización es el deterioro de la economía que, por supuesto, afecta a la clase desposeída y no a las oligarquías.

III

Aquí es donde entra a jugar un agravante extremadamente pernicioso: la ideología dominante, por supuesto de derecha y conservadora. De acuerdo a esta tendenciosa visión de las cosas, se omite la verdadera causa de esta creciente pauperización, buscándose un “chivo expiatorio”. El mismo está dado por los “extranjeros”, aquellos que, según esa deleznable ideología, “van al Primer Mundo a robar puestos de trabajo y a aprovecharse de la seguridad social”.

En otros términos: un otro distinto, proveniente de fuera del colectivo dominante, es puesto como causa de los males. Se está ahí ante el inicio del nazismo.

En la Alemania de la post guerra del 1918, ante su derrota y humillación a manos de las otras potencias europeas que le ganaron en la carrera por el reparto de las colonias africanas, fue apareciendo un espíritu revanchista. Adolf Hitler, independientemente de su posible psicopatología, encarnó ese ideal. El Führer decía lo que buena parte de la población alemana quería escuchar; él, como ninguno, supo levantar el ultrajado nacionalismo pangermánico, llevando el ideal teutón de “raza superior” como estandarte privilegiado. Para el caso, los judíos ocuparon el lugar de chivo expiatorio.

No puede decirse que los movimientos nazi en Alemania, o fascista en Italia, con Mussolini a la cabeza, sean atribuibles solo a la personalidad desequilibrada de líderes carismáticos; eso puede ser un elemento, pero definitivamente ellos representaban el ideal de buena parte de la población. Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la moral pisoteada en la derrota de la Primera Guerra Mundial: ahí apareció entonces esa loca idea de la eugenesia, y de un blanco al que atacar, supuesto fundamento de todos los males y desgracias. Los campos de concentración atestados de judíos fueron el resultado de ello.

En los Estados Unidos actuales (y en buena parte de Europa Occidental que no termina de salir de la crisis financiera iniciada en el 2008) está sucediendo algo similar: una clase trabajadora golpeada, en camino de empobrecimiento paulatino, necesita encontrar una razón de sus males. El sistema, a través de los fabulosos medios de manipulación que dispone (medios masivos de comunicación, aparatos ideológicos del Estado, iglesias varias) impide ver las causas reales de la situación, poniendo a esos extranjeros en el lugar de los demonios que atacan. De esa forma, los inmigrantes indocumentados de Latinoamérica y el Caribe en Estados Unidos, o los africanos llegados en las infernales pateras a través del Mediterráneo, así como musulmanes y gente del Medio Oriente, se van transformando en el elemento satanizado que representa la supuesta fuente de todas las desventuras.

Hoy día no hay campos de concentración, ni en Europa ni en Estados Unidos; pero poco falta para ello. De alguna manera, esa exclusión de corte nazi ya comenzó. Donald Trump, así como lo hizo Hitler en su momento, encarna esa misión redentora, purificadora: su lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista, quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase trabajadora golpeada quiere oír. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.

El mundo de la opulencia del Norte va tornándose cada vez más hostil y refractario a los inmigrantes del Sur. No solo no quiere “hispanos”, “negros” o “musulmanes”; procede a deshacerse de ellos. El presidente Trump está empezando a poner en práctica esos valores, institucionalizándolos. Sus primeras medidas como mandatario de la Casa Blanca lo evidencian. La promesa del muro fronterizo con México, más allá de una bravuconada pirotécnica de campaña, pareciera querer concretarse en la realidad. La negativa de permitir ingresar “indeseables” musulmanes a suelo estadounidense se inscribe en esa línea.

En esa misma línea, también comienzan a darse, cada vez con mayor frecuencia y virulencia, actos de corte nazi en Europa. Como expresión sintetizada de esto, lo recientemente ocurrido en los canales de Venecia, donde un joven negro de origen africano se ahogó ante la mirada impávida de europeos que, incluso en algún caso, le proferían insultos racistas.

Todo esto bien pudiera ser el preámbulo a nuevos Auschwitz o Buchenwald. Los chivos expiatorios –la Psicología Social nos lo enseña con claridad meridiana– sirven justamente como elemento unificador para el grupo excluyente, que reafirma así su identidad supremacista excluyendo a los “inferiores” no deseables, satanizados como plaga bíblica.

El Brexit en Gran Bretaña, o Donald Trump en Estados Unidos, expresan ese encono visceral (fascista) contra el otro distinto, “malo de la película” que funciona como causa de todas las penurias, escamoteando las verdaderas causas del problema: el sistema capitalista.

Más allá que Trump pueda ser un megalomaníaco con profundas desequilibrios psicológicos, él representa lo que muchos ciudadanos estadounidenses comunes piensan, sienten, anhelan: volver a los tiempos dorados de su economía de 50 o 60 años atrás, presuntamente arruinada por los inmigrantes ilegales. Se olvida así que Estados Unidos es, ante todo, un país hecho por inmigrantes. Y, fundamentalmente, se omite el verdadero problema en cuestión: el empobrecimiento de los trabajadores no es por culpa de esos “indeseables” extranjeros, sino producto de un sistema que no ofrece salidas.

El nazismo inició así en los años 30 en Alemania, cuando un cabo del ejército, probablemente desequilibrado en términos psicológicos (eyaculaba solo dando sus discursos, emocionado como estaba), pudo ser el representante de lo que una mayoría empobrecida quería hacer: renacer como “raza superior”. Donald Trump sigue ese camino: representa el ideal supremacista de los wasp (white, anglosaxon and protestant –blanco, anglosajón y protestante–). El Ku Kux Klan supremacista (equivalente a los campos de concentración nazi y las cámaras de gas para judíos) se siente ahora dueño de la situación.

La llegada de Trump puede marcar un punto de inflexión en Estados Unidos. No está claro todavía cómo y para dónde seguirán las cosas. Como mínimo, queda más que evidente que para el campo popular no vienen los mejores tiempos. Es por eso que tenemos que estar extremadamente alertas a lo que siga, y prepararnos para enfrentar la locura en ciernes.

El capitalismo no tiene salida, y el nazismo, expresión afiebrada de un capitalismo enloquecido, es más pernicioso aún, porque hace del racismo su motor primordial. ¡Preparemos para enfrentar la tormenta que se viene!

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=222492&titular=en-las-puertas-del-nazismo-

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La sociedad del miedo

Por: Marcelo Colussi

El miedo paraliza. Eso no es nuevo, en absoluto. Todos lo sabemos inmemorialmente, y quienes ejercen alguna cuota de poder, además de saberlo, lo utilizan.

El miedo comporta algo de irracional, de primario; la lógica «bienpensante» pierde ahí la supremacía. Alguien asustado, no digamos ya aterrorizado, es presa de las reacciones más viscerales, mas impensadas, dejando totalmente a un lado las decisiones razonadas, frías y llevadas por la lógica. Hacer uso de esas circunstancias en función de un proyecto hegemónico, es algo por demás conocido en la historia: quien manda se aprovecha del miedo del otro para ejercer su poder. Eso es, a todas luces, un mecanismo perverso; pero ¿quién dijo que la perversión no hace parte consustancial de lo humano?

Hoy día, en nuestra hiper tecnocrática sociedad, el manejo de las emociones, en cuenta el miedo, es un elemento de importancia capital para el mantenimiento del sistema. Y obviamente, si alguien maneja y manipula ese miedo, no es el ciudadano de a pie. Él es quien lo sufre, el objeto de la manipulación; los hilos del títere nos los mueve él precisamente. Para eso está lo que la academia estadounidense llama «ingeniería humana». «En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón«, dijo uno de los principales exponentes de esa línea de pensamiento, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky.

Esas técnicas -cada vez más refinadas y eficaces, por cierto- responden, por su parte, a un proyecto de dominación global. Lo que antes pueden haber hecho el shamán o la Iglesia católica («La religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil«, dijo Voltaire. «Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes«, comentó por su parte el teólogo Giordano Bruno), hoy lo realiza la industria mediática (nuestra «religión» moderna).

Pero hoy -y eso es lo que queremos resaltar- el manejo de ese miedo ha cobrado dimensiones tremendas. Los seres humanos no solo vivimos asustados por los avatares naturales que no manejamos, tal como siempre ha sido (catástrofes, muerte, la incertidumbre ante el destino), sino que padecemos, en forma creciente, ante las «catástrofes» humanas. Pero más aún, cosa que torna más patética la situación, ese miedo está racionalmente inducido desde un determinado proyecto de dominación.

En la actualidad ya no nos atemorizan los espíritus ni los demonios que andan sueltos (las religiones, que lidian con todos ellos, están en retirada en un mundo cada vez más tecnocrático). Hoy día tememos… al terrorismo (en los países del Norte) o a la delincuencia (en el Sur empobrecido).

Aunque los motivos de nuestros terrores, si los analizamos con exhaustividad, no son precisamente esos difusos nuevos espantos, sino la percepción que tenemos de ellos.

Ahora bien: la percepción que tenemos de ellos es la que nos construyen los medios masivos de comunicación. La casi totalidad de las percepciones del mundo que vamos teniendo, nos las dan -nos las imponen- esos medios.

Pregúntese el lector cómo es por dentro, por ejemplo, un submarino. En general todo el mundo dará aproximadamente la misma respuesta: un panel de control, palancas, tableros con luces, marineros que reciben órdenes, un capitán al mando de un periscopio, etc. ¿De dónde sale ese «conocimiento»? De los cientos o miles de veces que hemos sido bombardeados con esas imágenes.

¿De dónde salen nuestros paralizantes miedos ante el terrorismo o ante la delincuencia desbocada? De las matrices mediáticas que ya se nos han impuesto. ¿Acaso todos los musulmanes son unos sanguinarios terroristas listos a sacar una bomba de entre sus ropas? ¿Acaso todos los jóvenes de barriadas pobres son unos delincuentes listos a amenazarnos con un cuchillo? Obviamente no. Pero eso son los imaginarios que se nos han impuesto.

Sin dudas el mundo no es un lecho de rosas: hay muertos por doquier debido a acciones violentas. Por supuesto que explotan bombas y hay asaltos a mano armada; por supuesto que existen actos suicidas, en general llamados «terroristas», y por supuesto también que hay delincuencia callejera, robos a mano armada y «áreas rojas» donde ni la policía entra. ¡Vaya novedad! Por minuto mueren dos personas en el planeta debido a la detonación de un arma de fuego. Obviamente no estamos ante un paraíso. Pero según estudios consistentes, diariamente fallecen en el mundo no menos de 2.000 personas por falta de alimentos, y más de 1.000 por falta de agua potable, en tanto que el siempre mal definido e impreciso «terrorismo» produce en promedio… 11 muertes diarias.

Tenemos miedo a las cosas que se nos dice que debemos tenerle miedo. Y curiosamente, esos temores parecen manipulados: en el Norte del mundo la gente vive paranoica con el próximo acto terrorista, que seguramente será de algún denominado «grupo fundamentalista islámico». La muerte de una persona a manos de, por ejemplo, un marido celoso o un paranoico delirante, es ya presentada como ataque terrorista, dando pie a una hiper militarización de la vida cotidiana… y a las guerras preventivas (que, curiosamente, se hacen siempre contra países que tienen petróleo en su subsuelo. ¿Qué casualidad, no?).

En el Sur, en los países empobrecidos y donde la vida es violada a diario por las balas, el hambre y la falta de agua potable, se vive paranoico con la delincuencia que puede aparecer en cada esquina. Pero como dijo un dirigente comunitario de una barriada pobre de algún país latinoamericano: «Todo el tema de la mara [pandillas juveniles] se ha inflado mucho por los medios de comunicación; ellos tienen mucho que ver en este asunto, porque lo sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan absolutamente caótica como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el mensaje es que si caminás, fijo te asaltan. Por tanto: mejor quedarse quietecito en la casa«. En un punto u otro del planeta para que la consigna es esa: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Los espantos malos que andan por ahí (musulmanes terroristas o delincuentes) nos acechan, nos hacen la vida imposible, nos van a devorar. Lamentablemente, la ingeniería humana sabe lo que hace… ¡y consigue tenernos quietecitos!

Mantener poblaciones aterrorizadas es buen negocio (para quienes detentan el poder, claro). Nunca tan oportunas como ahora las palabras de la lideresa indígena de Bolivia, Domitila Barrios, con respecto a todo esto: «Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro«. El miedo es una reacción psicológicamente muy normal en determinadas situaciones; el miedo puede ser patológico en ciertos casos (neurosis fóbicas, por ejemplo). Pero el miedo del que aquí hablamos (contra el «musulmán malo» o el «delincuente que nos acecha detrás de cada árbol») es una pura invención de la ingeniería humana, preparado desde un proyecto de dominación. ¿Será hora de abrir los ojos?

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217149&titular=la-sociedad-del-miedo-

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