¿Qué es la renuncia silenciosa? Te vi en línea y te escribí

Por Sofía Scasserra

La imagen de un trabajador que comienza joven en un puesto, hace su carrera y se jubila glorioso después de 40 años de servicio está en peligro de extinción. La falta de una estabilidad laboral propia de nuestra época nos vuelve disponibles 24/7.

No sólo hacemos lo que se supone que debemos hacer, sino que también estamos cada vez más ocupados en un mundo que no descansa. Frente a este escenario crece una tendencia: la renuncia silenciosa, una forma de ir “desapareciendo” del entorno laboral, sin iniciativa, sin compromiso, sin respuestas imaginativas.

Un trabajador comienza a temprana edad en un puesto, crece, adquiere conocimiento, hace su carrera y se jubila glorioso luego de 50 años de servicio (¡o más!) con un premio en la mano, una placa de agradecimiento y un brindis con compañeros a los que seguramente les enseñó cómo moverse en la empresa. Una imagen en peligro de extinción.

Se dice que vivimos una nueva revolución industrial, que existen nuevas formas de trabajo. No estoy tan segura de que así sea. Son, más bien, viejas costumbres laborales con elementos novedosos que cambiaron algunos procesos productivos. La introducción de tecnología de forma vertiginosa y masiva resulta disruptiva: nos agregó tareas y simplificó otras, nos resolvió problemas y nos generó nuevas demandas, nos exigió nuevas habilidades y capacitaciones, nos sumió a través de la hipercomunicación a una disponibilidad 24/7. Esto no quiere decir que antes no hacíamos más de lo que nos correspondía, sino todo lo contrario. Tener puesta la camiseta de la empresa significaba también hacer cosas que no eran propias de nuestra labor. Trabajar más, poner más de nosotros y sumarnos actividades fue la cultura del trabajo que nos enseñaron y se promocionó a nivel institucional en los espacios laborales.

A medida que la tecnología avanzaba se sumaban más tareas rutinarias, más informes, más cargas de sistema y más verificaciones. Hoy no sólo hacemos lo que se supone que tenemos que hacer, sino que también estamos cada vez más disponibles en un mundo que no descansa.

Con su llegada a Twitter, el multimillonario Elon Musk echó a la mitad de sus empleados, avisó que debían trabajar más horas y, si era necesario, dormir en la oficina. Hace pocos días publicó un tweet mostrando unas remeras encontradas en un placard de la empresa que decían #StayWoke(mantenete despierto), y entre risas y bromas sugirió cambiarlas por #stay@work (quedate en el trabajo). Evidentemente la cultura de la explotación en la compañía no comenzó con él. Solo la exacerbó.

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Laura corrige exámenes en su casa desde hace varias horas. Es fin de trimestre, llega  exhausta. Todavía tiene que preparar contenidos para la clase de mañana. Por momentos se acuerda de ese chico, Matías, el del segundo banco a la izquierda, que siempre se olvida los útiles. Piensa en ir a comprar algunos y charlar con él para ver si pasa algo en su casa. Necesita un café. Se levanta. En el camino recuerda todo lo que le queda por hacer: cargar informes en el sistema, los presentes de la semana, mandarle un mail a la directora y hacer otro informe, uno interno para la institución. Mira el teléfono, son las 9 de la noche y el Whatsapp de profes está estallado. Alguien preguntó por ideas para una clase y algunos salieron a socorrer. Le cae un mensaje privado.

—¡Hola Lau! Te vi conectada y aprovecho para consultarte algo. Viene el egreso de los chicos de 6to grado, ¿les preparamos algún regalito? Ya estamos con la colación de grados. Quiero que salga bien la ceremonia, ¿pero tendremos que agregarle alguna cosa más personal?

Laura no puede más. Piensa si tan solo pudiera concentrarse en enseñar. No reniega de su trabajo, pero sí de las horas que nadie reconoce ni paga. Y le surge una pregunta: ¿qué pasaría si trabajamos a reglamento?

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Estamos, también, frente a otro cambio importante: la falta de estabilidad laboral es propia de nuestra época. La terciarización, el teletrabajo, la volatilidad del mercado laboral y la puja por la flexibilidad son elementos que nos jugaron en contra como trabajadores y trabajadoras, y nos quisieron convencer de que a esa realidad había que disfrutarla y vivirla en incertidumbre. Existen películas de Hollywood en las que ser despedido no es más que un nuevo comienzo y que lo mejor es lo que está por venir. No nos mintamos: si las empresas buscan precarizar el mercado, necesitan convencernos de que lo mejor que nos puede pasar es el cambio, ser dúctiles y flexibles, ser resilientes y capaces de generar nuestro propio empleo o, de lo contrario, abrazar el salto de empresa a empresa como un plus. ¿Cómo pretenden sostener el compromiso con la empresa y el amor al lugar donde trabajamos si, por otro lado, nos convencen de que el touch and go laboral es lo mejor de la vida?

Hoy estamos, mañana no. ¿De qué sirve comprometerse con una institución que sólo desea descartarnos apenas pueda? Esto comenzó a formar una nueva cultura entre los jóvenes conocida como quiet quitting (en nuestro idioma, renuncia silenciosa). Esto es, trabajar de forma estricta dentro de los horarios estipulados y ejecutar solamente las tareas requeridas. Una forma de ir “desapareciendo” del entorno laboral, sin iniciativa, sin compromiso, sin respuestas imaginativas. Y un círculo vicioso: al trabajar cada vez menos, la demanda será cada vez menor. Esta tendencia comparte muchas características con una forma ya utilizada de protesta sindical: trabajar a reglamento, hacer sólo lo que se nos exige y en los horarios establecidos de forma exigente y taxativa. Esta práctica deja en evidencia no sólo todo lo que realizamos y que jamás se nos reconoce, sino que ralentiza el trabajo haciendo, en cierta medida, inoperativa a la empresa.

Un ejemplo de lucha sindical fue un vuelo de la empresa Iberia que venía para Argentina. Los pasajeros ya estaban listos para el despegue cuando el comandante anunció por parlantes que el vuelo no salía ya que no había cumplido con las 10 horas y media reglamentarias de descanso. En medio de un conflicto entre los trabajadores y la empresa, la medida fue efectiva y llamó la atención de quien correspondía.

La renuncia silenciosa ya es una práctica común en nuestros tiempos. Se estima que en Estados Unidos el 50% de las personas trabajadoras entran dentro de esa categoría. Para las empresas la situación es alarmante, puede significar serios problemas. Existen culpas cruzadas: ¿son los malos jefes que no saben motivar a sus equipos de trabajo y desalientan la participación? ¿O es la generación Z la que debe ser juzgada como una generación de vagos que quieren todo fácil y que tienen una falta de compromiso con sus entornos laborales?

Señalados con el dedo, culpabilizados y preocupados: si la tendencia es la deserción silenciosa, va a ser cada vez más difícil trabajar, hacer equipos, tener espíritu de empresa, comprometerse con los objetivos a perseguir y, finalmente, tener un capitalismo que no para de monetizar nuestras vidas. La pregunta que subyace es: ¿no será que se les fue la mano con la precarización y la rebelión silenciosa los pasó por arriba?

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Ramiro está frente a la computadora en su casa. Quiere cerrar el día pero no puede. Tiene que entregar una ilustración para mañana a un cliente. Sigue dibujando. Sigue perfeccionando su trabajo. Sigue diseñando. Pero el teléfono no para de sonar. Entre chats familiares y de amigos que lo invitan a jugar al fútbol también hay nuevos trabajos, los que consultan por presupuestos, plazos y formas de entrega, los clientes ya fieles que se tomaron la confianza de pedir cualquier cosa y los que reclaman porque no les gustó algo que fue entregado hace semanas. Tampoco falta el que le pide favores, el que quiere que trabaje gratis porque —dice— “te va a servir promocionarte”, ni la invitación a dar alguna charla a estudiantes jóvenes que quieren saber qué tal es dedicarse a esto.

Todo se suma a la agenda. Todo parece hacerlo colapsar. Se acuerda que debería mejorar su página web y darle más bola a sus redes sociales. El trabajo no le falta, pero hay tanta competencia que si uno no se sostiene y muestra una imagen innovadora y diversa, esa suerte rápidamente puede cambiar. Los ojos se le cierran. “¡Bueno, basta!”, piensa, y apaga la computadora con el fiel compromiso de levantarse temprano para terminar y enviar antes del mediodía. Ya sabe que mañana es sábado, pero para el freelancer no existen los fines de semana. No se puede trabajar a reglamento cuando sos “tu propio jefe”. No se puede renunciar silenciosamente. Para la generación de monotributistas no existen formas de protesta sindical.

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La misma revolución silenciosa que se gestó en los puestos de trabajo formales puede jugarnos en contra generando más “emprendedores” que no pueden renunciar a ser explotados 24/7. Si de algo sirvieron estas nuevas formas de emprendedurismo es para generar de nuevo empleados “con la camiseta puesta” para hacer lo que hay que hacer. La oficina virtual no cesa en un teléfono saturado de mensajes y de tareas por hacer. Aunque sea para potenciar el propio trabajo, esa búsqueda de excelencia se debe a un sistema que se plantea como una forma de explotación en un mundo que le ha dado la espalda al trabajo registrado. No somos autoexplotados. Somos explotados por un sistema.

Pero ese no es el camino inevitable. No es la única salida. No es aceptar o morir en el intento. Existen formas de cambiar la realidad, y es a través de más revoluciones silenciosas. En el mundo se está luchando por un nuevo derecho: el derecho a la desconexión digital. Ciertamente vivimos en una cultura de la disponibilidad legitimada con frases como “me clavó el visto” o “te vi conectado y te escribí”: si tenés un teléfono en la mano debés estar disponible para el mundo, donde sea, cuando sea, como sea. ¿No llegó la hora de poner cada cosa en su lugar y reclamar como sociedades el derecho a no estar disponibles? Que yo esté conectado, ¿le da a mi interlocutor el derecho a obtener una respuesta inmediata?

Es necesario empezar a imponernos límites de tiempo y de espacio, tanto para los trabajadores en relación de dependencia como para los autónomos. Hay que recuperar el orden en los nuevos espacios de trabajo virtuales y establecer, también, límites claros en los trabajos a realizar: plazos, formas, intervenciones, correcciones y otros menesteres deben ser fijados de antemano. Si no se puede trabajar a reglamento, deben existir las normas mínimas que permitan escudarse en lo pactado previamente. Y la responsabilidad no puede quedar en manos de individuos aislados. Se necesita organización, promoción y nuevas reglas.

Para el discurso hegemónico empresarial la culpa siempre es del otro: de los malos jefes que no saben motivar o de los empleados que quieren comodidad y la vida resuelta. Nunca se plantean la posibilidad de que el problema sea sistémico y estructural a una precariedad que avanza al ritmo de la extinción del trabajo asalariado. Si se va a poner en jaque al propio capitalismo a través de la renuncia silenciosa, la respuesta no puede ser hacer remeras que incitan a quedarse en el trabajo 24 horas al día, 365 días al año. Al contrario, es preciso humanizar el trabajo, brindar seguridad y reglas claras para combatir la cultura de la renuncia silenciosa. Si quieren que nos pongamos la camiseta, vuelvan a mostrar compromiso, vuelvan a enamorar a la clase trabajadora.

El Estado tiene mucho por hacer. En primer lugar, promover comunicaciones sanas desde la educación inicial. Hoy vivimos en internet, accedemos a nuestros derechos, a un trabajo, a entretenimiento, al consumo y a la información. Hay que enseñar a ordenar ese mundo online desde la educación. Esas comunicaciones saludables se deben promover también en espacios de trabajo, de militancia, de familia, y comerciales, prohibiendo el spam y las llamadas a cualquier horario.

En segundo lugar -y principalmente-, debe combatir esta cultura del descarte de los trabajadores que busca una flexibilización laboral a imagen y semejanza de los intereses corporativos. Las quejas y las líneas editoriales en contra de la defensa de los derechos de los trabajadores serán, en definitiva, para salvar un sistema capitalista que colapsa porque se está comiendo su propia cola. Por eso, y ante estos abusos, la renuncia silenciosa se instala en una generación desenamorada.

Fuente: https://www.revistaanfibia.com/renuncia-silenciosa-te-vi-en-linea-y-te-escribi/

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Derecho a la desconexión

Por: Sofía Scasserra

La nueva ley de teletrabajo de Argentina es vanguardia en la región: motiva dinámicas acordes con las tendencias del mercado y a la vez nos protege a las y los trabajadores y a nuestras familias. Sofía Scasserra analiza sus puntos más innovadores, como la perspectiva de género, el reconocimiento de las tareas de cuidado doméstico y el derecho a la desconexión. Son, entre otras, herramientas que promueven la salud laboral sin alterar la productividad y garantizan algo que tanto anhelamos en estos tiempos de home office y pandemia: tiempo libre de calidad.

A raíz de la reciente aprobación de la polémica ley de teletrabajo en el Congreso muchas dudas surgen de cara al futuro. Las críticas argumentan que las empresas, sobre todo las pymes, no podrán cumplir con la ley, algunos sindicatos festejan, los trabajadores esperan ansiosos se empiece a aplicar y se les resuelvan deudas pendientes en temas tan básicos como tener una computadora donde trabajar. Lo cierto es que se dijo en algunos editoriales que la ley atrasa. Nada más alejado de la realidad de una ley que es vanguardia en la región e incorpora temas sumamente novedosos que están presentes en otros países del mundo y que acá eran una deuda pendiente con la sociedad.

Para empezar la ley es un claro incentivo a la modernización de los espacios de trabajo. Debido al principio de reversibilidad, se oyeron quejas respecto a mantener una infraestructura edilicia por si los teletrabajadores que luego del aislamiento social preventivo y obligatorio decidan adoptar la modalidad, años más tarde, deseen volver a la modalidad presencial. Lo cierto es que en las empresas más modernas se imponen cada vez más espacios de trabajo dinámicos o de co-working, con grandes superficies físicas compartidas y alternativas, a la vez que un stock de notebooks que no son propias de cada trabajador, sino que cualquiera puede utilizarlas. Esta seria una solución posible al problema que impone el principio de reversibilidad.

La perspectiva de género de la ley resulta en un elemento fundamental y novedoso no solo a nivel regional, sino y sobre todo a nivel nacional. Es la primera vez que se reconocen las tareas de cuidados, buscando compatibilizar la vida personal y laboral de cientos de miles de trabajadores y trabajadoras en todo el país. Es un logro para las familias en general, y para las mujeres en particular: establece la posibilidad de fijar horarios acordes a la doble jornada de trabajo.

Esta ley es un salto a la modernidad. Motiva nuevas dinámicas de trabajo acorde a las tendencias más modernas del mercado y protege a las trabajadoras y los trabajadores, como así también a sus familias.

El último punto resistido es el derecho a la desconexión: nos pone en la selecta lista de países que ya lo han consagrado a nivel mundial.

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Si algo quedó en evidencia en esta cuarentena es la infinita catarata de conectividad en la que estamos inmersos. Mails a cualquier hora, mensajes que no cesan, llamadas en momentos inoportunos y una interminable lista de videollamadas donde nos vemos obligados a acomodarnos para no se vea el lío puertas adentro.

En los hogares la mayoría de las trabajadoras y trabajadores utilizan sus dispositivos personales para trabajar. Este problema instaló la cultura de la hiperconectividad y fusionó la vida familiar con la laboral. Hoy es muy difícil que el teléfono esté apagado fuera del horario de trabajo. “Te vi conectado/a y te escribí”, “me olvide de avisarte que…”, “revisa esto por favor para mañana…” son frases habituales de empleadores que descuidan las situaciones particulares de quienes están online resolviendo asuntos personales.

El derecho a desconexión era una deuda pendiente mucho antes del experimento masivo de trabajo desde casa que estamos viviendo por la pandemia. Suena atractivo, pero poco se sabe de él. En lo concreto es el derecho del oficinista que salió hace media hora del trabajo y lo llaman para recordarle que mañana viene un cliente; es el derecho del trabajador de la construcción, que lo mensajean para preguntarle dónde dejó algún elemento de trabajo; es el derecho del empleado de comercio al que llaman para modificar su horario de manera imprevista. Es un derecho de todos y cada uno de los trabajadores, teletrabajen o no.

Entonces, ¿qué es el derecho a la desconexión digital?

El derecho a desconectarse no implica sólo apagar mi teléfono o computadora, algo casi imposible porque, como dijimos, la mayoría usamos dispositivos personales para trabajar a distancia. Ni se resume en el derecho a “clavarle el visto al jefe”, cosa que ya podemos hacer si tenemos las agallas o la posibilidad. Implica también, y principalmente, el derecho a no recibir cualquier forma de comunicación entre el ámbito de trabajo y el trabajador o trabajadora: un mail, una notificación automática, un mensaje instantáneo por temas laborales tanto de la jefa o jefe, supervisores, compañeros/as o clientes fuera de la tiempo laboral o durante los periodos de descanso, vacaciones o licencias. Es, en definitiva, contar con tiempo libre de calidad.

Aunque se lo suele vincular con la jornada de ocho horas, en verdad está íntimamente relacionado con un tema de salud laboral. La hiperconectividad y los avances de las tecnologías de la información y la comunicación generaron una sobrecarga psicológica en los trabajadores y las trabajadoras: la conexión constante trae fuertes riesgos psicosociales asociados como ansiedad, depresión y agotamiento. En mayo de 2019 la Organización Mundial de la Salud reconoció elSíndrome del Burnout (o síndrome de agotamiento) por primera vez en su Clasificación Estadística Internacional de enfermedades y problemas relacionados a la salud, y varias encuestas nacionales de salud en diversos países indican que el síndrome de agotamiento está en aumento en todo el mundo. Lo interesante de la clasificación de la OMS es que determinó al síndrome de agotamiento como un fenómeno pura y exclusivamente ocupacional y no como una condición médica general. ¿Qué expone esto? El grado de responsabilidad que tenemos como sociedades en torno a las nocivas prácticas en el uso de las telecomunicaciones en los ámbitos de trabajo.

Entendemos el derecho a desconexión como un cambio de actitud social respecto a la hiperconectividad. Y a la hiperconectividad como el resultado de una práctica social consistente en enviar mensajes sin tener en cuenta el momento y lugar en donde se encuentra el receptor o receptora. El derecho a desconexión apunta directamente a tratar de generar una conducta social más razonable y respetuosa de la utilización de las tecnologías de la comunicación que lleve a aliviar el stress de la hiperconectividad y prevenga que el síndrome del agotamiento se instale de manera crónica en nuestras sociedades.

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Este derecho no solo está relacionado con la salud mental. Es también un derecho por la igualdad de género. En los últimos años, responder mensajes fuera del horario de trabajo se convirtió en una “habilidad laboral” y empezó a interpretarse como un modo de compromiso con el lugar de trabajo:es tener la camiseta puesta. Lo cierto es que las mujeres en promedio tenemos menos oportunidades de responder a esos mensajes. Al ser las principales actoras de la economía del cuidado, es más difícil que tengamos esa “habilidad” adicional, y esto se puede interpretar como una falta de compromiso y por ende, perjudicar en la carrera profesional. Pero si nadie recibe mensajes fuera de hora se igualan las condiciones para todos, los que tienen responsabilidades familiares o de otra índole, como voluntariados o militancia política, por mencionar algunos.

Establecer las razones por las que uno puede ser contactado también puede evitar mensajes por motivos irrelevantes y también contribuir a la igualdad de género. Frases como “haceme acordar que…”, “agendá la reunión para…”, “recordá que mañana…”, son moneda corriente en los teléfonos de cientos de miles de mujeres a nivel global. Parece ser que el patriarcado nos ha asignado la nueva tarea de ser la agenda del mundo. Entender que estos recordatorios se pueden canalizar a través de medios electrónicos automáticos y no depositar en la mente de las mujeres esa responsabilidad “de acordarse” es un paso más para aliviar la sobrecarga mental. También el derecho a la desconexión puede operar en el sentido inverso: un hombre que no es interrumpido mientras está con su familia es más propenso a participar en las tareas del hogar. Si existe presión por contestar mensajes se interpone una excusa real para abandonar las responsabilidades domésticas y de cuidados. Si recuperamos la soberanía sobre nuestro tiempo libre contribuiremos a que las familias puedan organizar mejor la división de tareas en el hogar.

A todo esto apunta el derecho a la desconexión digital: a propiciar un cambio cultural en el que enviar mensajes fuera de horario sea visto como una falta de respeto al otro, una intromisión en su privacidad y no como una actitud a premiar.

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El primer antecedente del derecho a desconexión surgió en Francia en 2016. Allí se presentó una ley que introdujo el derecho como un tema obligatorio en la negociación colectiva entre sindicatos y empresas. La ley se basó en una sentencia del Tribunal Supremo de Francia de 2001 que establecía que “el empleado no está obligado a aceptar trabajar en casa ni a llevar consigo sus expedientes ni sus herramientas de trabajo”y en una decisión de 2004 del mismo tribunal en la que dejaba en claro que no se puede recriminar a un empleado o empleada por no estar localizable fuera del horario de trabajo.

Otros países se fueron sumando a la iniciativa. Italia introdujo el derecho en una ley de “trabajo Inteligente” de 2017. En ella se identifica “los tiempos de descanso del trabajador, así como las medidas técnicas y organizativas necesarias para garantizar la desconexión del trabajador del equipo de trabajo tecnológico”. Más tarde, Bélgica, Canadá, Filipinas, India, España, Canadá, EEUU y Portugal exploraron la introducción del derecho a la desconexión a nivel nacional o estatal.

El caso de Alemania es distinto: optó por un enfoque no jurídico de la temática y decidió fomentar las deliberaciones en torno al derecho a desconexión en los ámbitos de las negociaciones colectivas por empresa. Compañías como Volkswagen, Daimler y Siemens ya tienen acuerdos que garantizan el derecho a desconexión.

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Que va a interferir en el funcionamiento de las empresas, que es falta de compañerismo, que así no se puede funcionar con eficiencia. Cuando se habla de este derecho se suelen hacer los peores vaticinios. Lo cierto es que una correcta implementación tiene como objetivo ordenar las comunicaciones y no impedirlas. Previo a la llegada de los teléfonos celulares, las comunicaciones en los ámbitos de trabajo tenían otro ordenamiento. Y si bien no podemos pretender seguir comunicándonos como lo hacíamos hace dos o tres décadas, sí podemos abandonar prácticas nocivas e implementar otras más sanas y tecnológicas.  Porque la tecnología puede ser nuestra mejor aliada a la hora de ayudarnos a ordenar la comunicación y combatir la hiperconectividad. Recordatorios automáticos, herramientas para programar mails o elementos de la economía del comportamiento tan simples como un cartel rojo que advierta que se está enviando un mensaje fuera de horario son opciones para aliviar la situación.

El diálogo social es un elemento clave en este proceso. Ningún cambio en el protocolo comunicacional de una organización se puede realizar de manera eficaz si no se negocia entre las partes. Esta negociación debe contemplar que probablemente los primeros acuerdos sean pequeños pasos, cambios casi imperceptibles, pero a medida que se pase el tiempo podremos avanzar hacia un acuerdo más profundo. En este sentido, es necesario un comité de monitoreo y evaluación que capacite a instituciones y sindicatos respecto a qué negociar y cómo emprender este cambio.

Organizar las comunicaciones en los lugares de trabajo y poner límites a los contactos fuera de horario puede beneficiar a los trabajadores y trabajadoras en términos de soberanía sobre su propia vida y su tiempo libre. Pero debemos estar atentos: no se trata de establecer una jornada de trabajo. Va mucho más allá. Es entender que no implementarlo nos afecta la salud, estemos en la escala de responsabilidad que estemos y en el lugar de trabajo que tengamos. El derecho a desconexión implica una apuesta a largo plazo para construir  sociedades más sanas y justas, darle más oportunidades a las mujeres y a todo aquel que con esfuerzo se hace cargo de la economía del cuidado en su plano intrafamiliar, respetar los tiempos libres a fin de contribuir y favorecer el reparto equitativo de tareas en el hogar.

Sólo entendiendo esto podemos hacerlo realidad.

El diálogo social es el camino. La salud y la igualdad, la respuesta.

Fuente: https://rebelion.org/derecho-a-la-desconexion/

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Capitalismo, tecnología y movimientos sociales

Por: Sofia Scasserra

¿Qué pueden hacer la izquierda y los movimientos sociales frente a las fake news, el poder algorítmico y el «big data»? ¿Qué papel pueden jugar frente al nuevo capitalismo tecnológico?

Hablar de nuevas tecnologías está de moda. La palabra cyber se repite una y otra vez. Todo lo que la contiene se nos presenta como algo interesante, novedoso, atractivo e inentendible. En definitiva, se nos muestra como algo mágico. Ciertamente, el espacio web ofrece una herramienta que es cada vez más técnica y, en algunos casos, incomprensible. Sin embargo, las dificultades en la comprensión no deberían ser la excusa para que los movimientos sociales no formen parte del debate tecnológico y, sobre todo, político, respecto de la tecnología.

La tecnología es una herramienta y, como tal, su destino no está escrito de antemano. Es innegable que se ha apoderado de buena parte de nuestras vidas y que ha formateado nuestras relaciones económicas, políticas y sociales. Pero esto no significa que no podamos otorgarle una dirección: definir hacia donde queremos que se conduzca. La posibilidad de utilizar la tecnología para el bien (y que sus beneficios alcancen a todos) es tan real como la posibilidad de que sea utilizada de mala manera y que sus beneficios sean acaparados por unos pocos. En lo que se refiere a la tecnología, lo central es su diseño y su regulación. Esto puede evitar que sea conducida hacia donde quieren quienes hoy detentan su poder.

Propiedad de los datos

El primer gran tema de debate a escala global es el de la propiedad de los datos. De más está decir que el «big data» generado a cada momento desde cualquier dispositivo electrónico (principalmente el teléfono móvil, pero también cualquier otro conectado a la red) es hoy el mayor generador de ganancias a escala global. Se dice que los datos son el nuevo «oro de Potosí», evocando una materia prima altamente valiosa que el mundo más desarrollado extraía explotando a América Latina, sin dejar absolutamente nada en la región. Sin embargo, en el caso del oro, la propiedad se define de forma clásica: le pertenece a quien la posee. En cambio, en el caso de los datos, las cosas son más complicadas. Además de que pueden ser copiados, el acceso a los datos habilita la generación de ganancias, incluso cuando no se tiene su propiedad. El fuerte lobby existente en la Organización Mundial de Comercio (OMC) para conseguir la propiedad de los datos y prohibir el acceso por parte de gobiernos, evidencia esta situación. Se necesita una regulación que los transforme en «oro» para eliminar cualquier posibilidad de repartir las ganancias y esto es lo que las grandes empresas de tecnología están impulsando.

En este contexto, se debate sobre la propiedad de esos datos: ¿son de los usuarios que los generan? ¿Son de la empresa que facilita el software para «producirlos»? Dado que un individuo solo frente a una trasnacional como Google tiene un poder nulo de negociación de derechos, ¿son propiedad del Estado o este tendría una nueva función: ser un mediador sobre permisos y controles frente a estas empresas? Se trata de preguntas hoy sin respuestas.

Entre las posturas más radicales se encuentra aquella que asegura que «los datos son de aquel que los produce». El productor, por tanto, debería ser dueño de la mercancía y el poseedor de los medios de producción. «Si los datos son míos, deben pagarme por tomarlos», es la postura que se deriva de esta afirmación. Si lo que genera ganancias a las empresas es el manejo de datos y el dato existe porque el ciudadano lo genera, este debería tener alguna retribución por la extracción de los mismos. Como es evidente, los empresarios asegurarán algo bien distinto. Argumentarán que el usuario ya tiene una paga y esta es la posibilidad de utilizar una aplicación de manera gratuita. Esto, según ellos, es una forma de retribución. Sin embargo, lo cierto es que, al igual que los canales de televisión, también obtienen ganancias por publicidad, por venta de servicios corporativos y por venta de datos. Efectivamente, los niveles de ganancia que perciben no tiene relación alguna con los beneficios sociales que entregan por el uso de aplicaciones.

A este panorama se le debe sumar la pérdida de beneficios sociales en términos de diseño e implementación de políticas públicas por falta de acceso a la información por parte de los Estados y el avasallamiento de derechos como la privacidad, la desinformación y la obligatoriedad de aceptar términos y condiciones para poder utilizar una plataforma donde muchas veces se ceden derechos. Una visión más moderada llevaría a establecer marcos regulatorios reales para que la propiedad quede en manos de las empresas, pero con un Estado que se reserve la potestad de exigir acceso a los mismos en caso de ser necesario, que gestione permisos a través de mecanismos intermedios de control social (organismos de control autárquicos) y que estipule otros esquemas innovadores de regulación.

El algoritmo

Aunque hasta hace tiempo era desconocida para los ciudadanos de a pie, la palabra «algoritmo» ya está en boca de todos. Los algoritmos pueden ser definidos como un conjunto de instrucciones ordenadas que permiten solucionar un problema concreto. Hoy son claves en el desarrollo de la inteligencia artificial y la industrialización digital.

Numerosos análisis indican que, con la presencia cada vez más marcada de los algoritmos, el capitalismo del conocimiento se encuentra en jaque, dado que una vez que se conoce un código fuente solo hace falta copiarlo para replicar una tecnología. Por este motivo, los códigos fuente que implementan los algoritmos están protegidos por leyes de propiedad intelectual que preservan su secreto. Este punto es tan sustancial e importante que ya fue incluido esto en diversos acuerdos de libre comercio y creó una verdadera caja negra donde se tejen las normas que regulan y ordenan a la sociedad. Los algoritmos regulan todo: el orden de resultados en una búsqueda de Google, la cantidad de veces en la que una máquina de un casino declara un ganador y hasta la asignación de beneficios sociales por parte de un Estado. Estos algoritmos son secretos y generan controversias. Resulta cada más evidente que, en algunos casos, se necesita acceder a ese código para auditarlo y saber que no hay discriminación, verificar que no se incumplan derechos, comprobar que el algoritmo esté hecho de una forma contraria a la ley o simplemente que no tenga fallos que repercutan en la vida humana de manera negativa. Por otro lado, el debate en torno a la propiedad intelectual ha arrojado bastante evidencia de que, cuando no existen secretos, la sociedad se beneficia. Esto se ha hecho patente en áreas como la de la medicina, donde el conocimiento por parte de los usuarios, les permite acceder a medicaciones a mejor costo y sabiendo los componentes de las mismas. Lo mismo ocurre con los algoritmos. Una postura radical implicaría pedir la apertura de códigos. Es decir, que no estén amparados por las leyes de propiedad intelectual y que todos puedan acceder a mejorarlos y auditarlos. En cambio, una postura más conservadora implicaría pedir que el Estado solo tenga algoritmos de código abierto, revisables y auditables. En la esfera privada, podría existir mecanismos legales para poder auditar en caso de sospecha de discriminación y que esa auditoria pueda ser llevada adelante tanto por auditores públicos como privados. Desde el Estado deberían fomentarse y protegerse licencias creative commons, un sistema por el cual cada ciudadano puede patentar nuevas ideas y determinar que su idea puede ser utilizada por todos.

Seguridad informática

Las filtraciones de noticias, los hackeos de cuentas y sitios web y los robos de información están a la orden del día. Son la demostración palpable de que la seguridad informática es un asunto de primer orden. Aunque los casos conocidos son aquellos que por su magnitud han sido más amplificados por los medios de comunicación, el problema afecta a la ciudadanía en su quehacer cotidiano. Sin embargo, son muchos los ciudadanos que ni siquiera son conscientes o perciben el problema.

La encriptación de información es de suma importancia para proteger nuestros datos personales, nuestra privacidad y nuestro dinero. Un mal sistema de seguridad equivale a dejar la puerta de nuestra casa abierta y esperar a que los ladrones (que en este caso pueden provenir de cualquier país del mundo) no ingresen a nuestro domicilio. Pero los sistemas seguros son, en su mayoría, caros. Cuanto más seguros, más caros. No es extraño, entonces, que se estén volviendo propiedad de los ricos y poderosos del mundo. De hecho, en la OMC se están impulsando negociaciones para dejar a criterio de cada empresa el nivel de seguridad informático que tendrá, sin que el Estado tenga la potestad de regular estándares mínimos. Esto conduciría a la creación de empresas de alta gama con elevados estándares de seguridad, pero accesibles solo para los ricos. En contrapartida, habría empresas con estándares más bajos, accesibles para los sectores más vulnerables de la sociedad. Estos estarían más expuestos a robos y hackeos. Lo cierto es que existen soluciones más económicas, pero la falta de conciencia también suma a la irresponsabilidad y al manejo de costos. En el mundo contemporáneo, resulta inadmisible que las empresas decidan sobre la seguridad informática de todos los ciudadanos y que manejen los datos de los usuarios con desconocimiento de la población. Es necesario establecer estándares mínimos para todos. En los casos que sea necesario, se puede incluso subvencionar a las pequeñas y medianas empresas para que puedan acceder a estos niveles de seguridad y no se vean obligadas a cerrar sus negocios por no poder competir. La seguridad informática no debería ser un lujo para pocos.

Empresas y censura

Otra cuestión importante es la cantidad de contenido que se publica en la web, sobre todo en las redes sociales. Existe una corriente de pensamiento que está haciendo lobby para que las empresas tomen la función de policía y eliminen los discursos de odio de las redes. Esto suena suena bien en un principio. Censurar los contenidos machistas y de odio en la web para que no esparzan su odio a través de internet y poder controlar la formación de opinión publica hacia discursos más constructivos. Pero lo cierto es que estos discursos no dejarán de existir por censurarlos y siempre encontraran cómo filtrarse. Por otro lado, es cuestionable otorgarles semejante poder a grandes empresas trasnacionales que podrán decidir, bajo sus criterios y estándares, qué censurar y qué no. Muchas personas dirán que hoy ya ejercen ese poder de censura (y es cierto) pero no están avaladas por ley y, cuando lo hacen, se forman importantes campañas en su contra. En muchos casos, de hecho, se ven obligadas a reestablecer las cuentas censuradas y a cambiar sus políticas debido a la mala imagen que les depara la censura. Si se asumiera la decisión de otorgarle a las empresas el poder de policía en las redes sociales: ¿qué garantizaría que no bloqueen comentarios políticos por considerarlos de odio, aun cuando no haya insultos expresos? ¿Y si bloquearan videos de manifestaciones? La amplificación de las manifestaciones en Chile, por poner solo un caso, se produjo en las redes sociales. Lo que se veía allí era sustancialmente distinto a lo que relataba el discurso de los grandes medios. Si las empresas hubiesen tenido el monopolio de la censura en redes, los ciudadanos no podrían haber accedido a la información real de lo que allí sucedía. Darle a las empresas la capacidad de intervenir podría en jaque la libre circulación de información en las redes y fomentaría la información sesgada. No debe haber habilitación para censurar contenido de ningún tipo, incluso incitaciones al odio. Distinto es el caso de actividades ilegales como la pedofilia o el tráfico de fauna silvestre que sí debe ser perseguido por su carácter ilegal.

Cámaras, vigilancia

Buena parte de las ciudades más importantes del mundo se llenaron de cámaras de reconocimiento facial. Están por todos lados, reconocen a la población y, según dicen las autoridades, cooperan con la eliminación del delito. Lo cierto es que ya son evidentes las fallas del sistema. De hecho, ha habido serios inconvenientes con sistemas que reconocen como sospechosa a gente que no está siendo buscada. Ciudadanos y ciudadanas inocentes de delitos se han visto privados de su libertad durante largas horas. El daño causado en términos de humillación y tiempo perdido es irreparable. Pero este no es el único problema. Un Estado que tiene esa capacidad de control sobre su población puede usarlo para mal. Las manifestaciones en contra del gobierno podrían ser controladas simplemente reconociendo a los participantes y tratando de amedrentarlos a posteriori. Una dictadura con estos sistemas podría producir verdaderas masacres. Es por ello que los sectores más radicales consideran que se debe reclamar la eliminación de los sistemas de reconocimiento facial de todo espacio público. De hecho, ya existe una declaración mundial de especialistas sobre el tema. Una postura más moderada sostendría la necesidad de reclamar por una moratoria, pidiendo que no se siga avanzando en esta dirección y que la capacidad ya instalada vaya eliminándose progresivamente.

Huelgas y desconexión laboral

Las nuevas tecnologías impactan en el mercado de trabajo. En este sentido, es necesario comenzar a pedir por nuevos derechos laborales a ser conquistados. Los trabajadores estamos conectados 24 horas al día. Aun cuando no respondamos un mensaje de trabajo, seguimos teniendo nuestros teléfonos celulares y recibiendo mensajes laborales que se acumulan en la bandeja de entrada. El derecho a desconexión laboral es necesario hoy, más que nunca. Pero no es el único derecho a conquistar. También los empleadores manejan enormes cantidades de información laboral y privada de los trabajadores. Se vuelve fundamental la protección de los datos de los trabajadores a fin de que esos datos no sean utilizados en contra del mismo trabajador ni puedan alimentar sistemas algorítmicos de gestión laboral. Por otro lado, los sistemas automáticos están logrando autonomía al punto de que los trabajadores pueden estar de paro, pero el sistema sigue funcionando (como el Home Banking), quitándole visibilidad al reclamo de los y las trabajadores. Así como no se pueden contratar trabajadores para reemplazar a los que están en huelga, no debería poder activarse los sistemas automáticos que reemplazan a los trabajadores. Necesitamos resignificar el derecho a huelga a fin de que no se pierda este importante instrumento de visibilización cuando la negociación falla.

Estos son solo algunos de los nuevos problemas que enfrentan nuestras sociedades en la actualidad. Las organizaciones sociales, en articulación con especialistas, pueden y deben dar estos debates. Ante los cambios que se están produciendo, esa reflexión -con perspectiva humana, solidaria y latinoamericana- resulta cada vez más imprescindible.

Fuente e imagen:  https://nuso.org/articulo/capitalismo-tecnologia-y-movimientos-sociales/

 

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