En un texto de 1987, Hugo Neira proponía que era muy difícil para las ciencias sociales estudiar la acelerada decadencia peruana de aquella época. En la medida que sus premisas y vocabulario se asientan en la idea del progreso estaban muy mal equipadas para observar un país marcado por el deterioro que imponían la violencia senderista y la anomia que la subyacía (que era el tema de aquel artículo).
37 años después nos ocurre algo semejante. La nueva normalidad es el retroceso. Nos cuesta asomarnos a ese proceso, no sabemos cómo nombrarlo, queremos considerarlo un accidente y no una tendencia. El Perú posterior a los años ochenta se asentó de manera decisiva sobre la idea del progreso, del desarrollo, de la mejora, de dejar en el espejo retrovisor aquellos años sombríos que desalentaban al sociólogo Neira y al país entero. Pero no solo se trató de una “narrativa” o embeleco ideológico; el Perú, efectivamente, prosperó, se hizo menos pobre; el desgobierno económico y la violencia fueron superadas. Desde luego, esta nueva prosperidad fue desigual, imperfecta, insuficiente, y contenía los elementos que eventualmente podían servir a su propia destrucción.
Con todo, el Perú de las últimas tres décadas anduvo con las muletas del progreso; progreso tanto en su dimensión de creencia colectiva, como de experiencia a nivel individual. Para decirlo de otra manera, durante las últimas décadas fuimos una sociedad donde habitaba la creencia según la cual, de una manera u otra, progresábamos.
Pero ahora estamos subdesarrollándonos. Rápido. Y no estamos preparados para observar el declive y, mucho menos, terminar de aceptarlo. Brillamos en el oficio de dorar la píldora: encontramos consuelo en las bases macroeconómicas aún estables, nos repetimos que la capacidad de endeudamiento del Estado todavía es importante; nos confortamos resaltando que nuestra tasa nacional de homicidios es aún menor que la de otros países; el cobre, Chancay y el litio devienen amuletos mitológicos de la resurrección; y nunca falta quien convierte a Basadre en gurú de autoayuda para reiterarnos que, además de problema, somos posibilidad. Como no hemos experimentado un crack definitivo, negamos que esté preparándose. Para que sea imposible, lo hemos convertido en impensable. El Perú de estos años es como ese personaje que caía desde un piso cincuenta y al pasar por el 25 reflexionaba: hasta aquí, todo bien.
Los resultados del informe del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), publicado hace un par de semanas, son un pedacito de esta historia. Como sabemos, la señora que funge de presidenta quiso ocultar el reporte. Cuando finalmente se hizo público, el dato del aumento de la pobreza atrajo todas las miradas: de 2022 a 2023 se agregaron algo más de medio millón de peruanos en condición de pobreza. Hoy una de cada tres personas es pobre. Más de tres millones de pobres adicionales en relación con el 2019. (Nuestros niveles de pobreza han regresado a los de 2010). Por mucho, la peor performance de la región.
Y aquí es importante subrayar que el umbral metodológico que divide a la pobreza de la no-pobreza es bajísimo. A veces en la discusión pública –y lo noto con mis estudiantes– se desconoce el monto de esa línea divisoria y se piensa que únicamente esos 10 millones de pobres pasan penurias. La gente a penas si cree cuando nota que alguien que gana 500 soles al mes ya no califica como “pobre”. Para decirlo con el lenguaje oficial y tecnocrático, tenemos diez millones “vulnerables” (además de los diez millones de “pobres”). O sea, otro grupo marcado por la carestía. De hecho, somos un país tan misio que los estudios de mercado consideran sector socioeconómico A –que agrupa al exclusivo 1% de las familias peruanas– a hogares con ingresos que apenas si arañarían la clase media en países desarrollados. Pero esto no suele aparecer en la conversación nacional. Aunque sabemos que somos un país pobre, en los sectores con más influencia en la vida nacional no se aquilata cuán pobres somos. Muchos años con el cuento de la nueva clase media.
Ahora bien, menos discutido que el incremento de la pobreza ha sido otro resultado del mismo informe que resulta espeluznante: a todo el mundo le va peor en el Perú de estos días. Como es evidente, esto no equivale a decir que las consecuencias de esto sean homogéneas o análogas. En los sectores más bajos se traduce en decisiones de corto plazo que a la larga reproducen la pobreza. Por ejemplo, se retira a la hija del colegio para que trabaje o, directamente, se recorta el consumo de comida –y, sobre todo, de aquella con mayor valor alimenticio– pues se debe mantener el dinero para ir a trabajar, costear vivienda, etc…
Sin embargo, la disminución transversal del ingreso tiene consecuencias importantes en todos los estratos. Según el reporte, todos los deciles económicos del país –todos– gastan hoy aproximadamente 10% menos que en 2019. Esto es una paliza para la sociedad.
Pero no solo se trata de una paliza para la situación material de las personas. Este retroceso generalizado frustra las expectativas de las familias, trunca los proyectos personales y destila una amargura nociva. A la crisis económica sigue la crisis de nervios.
En otras palabras, una sociedad que estaba acostumbrada a incrementar sus ingresos –aun si de manera modesta y desigual– y a planificar el futuro desde esa premisa, ahora debe reajustar a la baja cada una de sus expectativas, decisiones y proyectos. Si antes te iba mal, al menos veías que alrededor tuyo había otros mejorando. No más. Ahora, lo que me pasa a mí le está ocurriendo a todos. Es una situación nueva. Ya no podemos pensarnos desde el progreso, sino desde el retroceso. Y no estamos acostumbrados.
Estamos poniendo pie en terra incognita. Es decir, en el Perú siempre existió y existe exclusión. Pero ahora llega otra cosa: la expulsión. Carlos Pagni lo ha señalado sobre el conurbano de Buenos Aires. Quedar fuera de lo que habías planeado y deseado. A todos los sectores sociales –probablemente con la excepción de los descomunalmente ricos, unos cuantos miles– los define más la expulsión que la exclusión. Una sociedad gradualmente expulsada de ciertas promesas o esperanzas y empujada a administrar el declive. Personas y familias expulsadas de sus anhelos y obligadas a lidiar con la frustración. Como señala un libro excelente sobre la pobreza en Argentina, a la carestía material se suma la consciencia del deterioro; una ciudadanía que sufre la escasez, pero también la amargura de recordar cuando podía comer milanesas y que considera tener derecho a ellas. (Cómo hacen los pobres para sobrevivir, Javier Auyero y Sofía Servián, Siglo Veintiuno, 2023).
Es importante notar que el retroceso mayor está ocurriendo en el Perú urbano y no en el rural. Obviamente, la pobreza es una calamidad en cualquier lugar, pero experimentar el retroceso en las ciudades necesariamente afecta un cúmulo más complejo de expectativas, en especial de los jóvenes.
Y todo esto sucede, hay que recordarlo, en medio de dos procesos. De un lado, el oro y el cobre alcanzan precios excepcionalmente altos. Hay que esforzarse para empobrecer a un país e instaurar la expulsión social cuando las condiciones internacionales son así de favorables. Dina, sus sobones del Ejecutivo y sus waykis del Legislativo –y sus valedores en distintos ámbitos– están logrando que al desmantelamiento del Estado siga la destrucción de la sociedad. Y les da igual.
De otro lado, este nuevo fenómeno de expulsión social ocurre cuando las economías ilegales se expanden a toda velocidad. 44% del oro ilegal producido en Sudamérica es exportado desde el Perú. En una encuesta 87% de peruanos asegura que algún negocio ilegal dinamiza la economía de su región. Se trata de una ecuación para el susto: el Estado es cómplice de la expansión del crimen, al tiempo que pauperiza a una sociedad que se vuelca a las economías criminales. Un atado de cables pelados.
Si todo esto no se altera pronto, el declive proseguirá. No solamente el incremento de la pobreza, sino la frustración y angustia que impone una normalidad marcada por la zozobra. Un deterioro que hay que enfatizarlo no es solo monetario, sino uno que alcanza múltiples ámbitos de la vida nacional. Nos queda aún por descubrir las consecuencias de esta nueva época marcada por el declive y la expulsión.
Fuente de la Información: https://larepublica.pe/opinion/2024/06/02/de-la-exclusion-a-la-expulsion-por-alberto-vergara-16538