Autor: Alfonso G. Nacianceno García
En el béisbol, desentrañar el lenguaje de las señas del rival ofrece un resquicio para marcar diferencias en la pizarra, máxime en juegos reñidos desde el primero hasta el último episodio.
Batear avisado con hombres en bases es una de esas ventajas a las que aludimos. Por ejemplo: si un corredor ancló en segunda —de frente al pedido que le hará el receptor al pitcher— le puede indicar al bateador cuál lanzamiento le tirarán.
Algo parecido acontece en la cotidianidad. Hermanadas en la historia, la crítica y la autocrítica llegan hasta nuestros días para contribuir al mejoramiento humano. Sin embargo, hoy asistimos al espectáculo de quienes batean avisados ante un auditorio donde alguien “muy servicial” le adelantó que debía autocriticarse fuerte en la reunión para esquivar el peso de la reprimenda colectiva.
Entonces, tras robarse la arrancada, el encartado tiene la opción de mostrarse honesto, profundo, armado de razones e ideas, dispuesto a corregir su gestión junto a los compañeros bajo su dirección; o apreciamos que —presumiendo un vendaval de opiniones en su contra— el señalado asume la ofensiva y descorre el telón de la farsa: se constriñe en la silla, pone cara de carnero degollado, e inicia una melopea hueca, cobijado por una imagen desdibujada casi siempre resumida en la frase: “¡yo no estoy defendiendo mi puesto!”.
Ante esta última escenificación existen dos alternativas. O los convocados exigen profundidad y objetividad en el análisis; o escuchan inertes la apología a “mí mismo”, ya sea porque entre ellos hay intereses creados y no quieren conflictos; o porque han recibido dádivas comprometedoras que supeditan la justa opinión crítica a los designios de un jefe capaz de vajear a una parte del colectivo. Como consecuencia, allí convive el temor de ir al fondo del problema para resolverlo con la manga al codo.
No será la reiterada alabanza al buen hacer lo que enaltezca al hombre. Se prefiere a quien mirándonos a los ojos pone su mira y disparo sobre los puntos susceptibles de perfección en la obra colectiva, que aquel aprovechado —experto en lisonjear— avivado en no perderle ni pie ni pisada al jefe, casi siempre para distraer la atención, desviarla de sí, porque a derechas él no es un buen trabajador.
Desempeñarse con dedicación, entusiasmo y realismo al frente de un colectivo, velar por el rendimiento en cada jornada, atender a los problemas personales de sus integrantes, pudieran ser quizá las claves para emprender relaciones interpersonales llevaderas, pero si quienes lo dirigen entronizan inmerecidas ventajas para algunos de sus componentes —ya sea en el trato o por el otorgamiento de beneficios materiales sin sustento comprobado— ahí crecerá la discordia. La protesta no será hija de una excesiva susceptibilidad de los excluidos, sino porque en esta época, cuando se enfatiza en elevar la productividad y la producción para entonces aspirar al incremento salarial, molestan en grado sumo los reconocimientos no avalados por el esfuerzo cotidiano.
No cabe duda que cualquiera recibirá con beneplácito un elogio frente a una desaprobación de su proceder. Es humano y eleva la autoestima, pero si a menudo nos miráramos en el espejo y algún día vemos reproducida una imagen fuera de foco, existirá la posibilidad de echarle mano a la rectificación de los actos propios y de los estados de ánimo y de conciencia.
Parecerse a uno mismo, tomando muy en cuenta lo que los demás esperan de nosotros, implica practicar el rigor del autoanálisis crítico, ese sí es capaz de poner nuestra imagen en foco.