Por: Lidia Falcón
El dilema existencial del PSOE parece haberse resuelto con la elección de Pedro Sánchez como Secretario General. Según lo vertido por los contendientes en la polémica campaña de primarias, se trataba de elegir entre ser socialistas o centrista; afirmarse en sus principios ya centenarios de defensa de las clases trabajadoras o arrimarse al espacio liberal para atraerse el voto de las clases medias, con la concesión, eso sí, de ayuditas para los pobres, y obtener la fuerza y el poder de la aceptación de las bases del partido o del “establishment”.
Ganaron las propuestas de Sánchez demostrando una vez más que las bases del partido son más socialistas que la dirección, al igual que sus votantes, causa de que en los últimos años ese partido haya perdido 5 millones de votos. Los de todos aquellos a los que no gusta la deriva liberal burguesa de Zapatero y Rubalcaba, y siguen creyendo que votar PSOE es votar socialismo. Ya antes de esta reciente constatación de la adscripción ideológica de buena parte del pueblo español, este hecho era evidente. Los votantes del PSOE lo eran porque preferían un Estado social, frente al Estado liberal del PP. Y resulta sorprendente que los dirigentes del partido no hayan sido capaces de comprenderlo. Instalados en la soberbia por las sucesivas victorias de González, dilapidaron el caudal acumulado por la persecución y la opresión de la dictadura. Y ciertamente el caudal era impresionante porque han tenido que transcurrir cuarenta años para que la mitad de sus votantes los abandonaran. Los militantes y votantes no valoraban el apoyo del capital que pagaba las sedes del partido y las millonarias campañas electorales, sino el discurso populista de González y de Guerra. Hasta que se cansaron de esperar que las promesas se hicieran realidad.
Lentos pero seguros, millón a millón, los electores han ido comprendiendo que aquellos principios y estrategias que se aprobaron en el Congreso de Suresnes de 1974, donde incluso se llegaba a hablar de aceptar la lucha armada para alcanzar el poder, a las transformaciones que se van a suceder en 1976 y sobre todo en 1979, donde se abandona el marxismo, el PSOE no es un partido socialista sino de la derecha avanzada liberal, directamente aliado con el capital.
Los escándalos de corrupción y de crímenes de Estado que jalonaron los últimos años del gobierno de González, acabaron con él, pero cuando el PSOE remontaba con la victoria de Zapatero –más debida al fracaso del PP que a méritos propios- la sumisión de este a los dictados de la troika europea sumieron al partido en los fracasos que han cosechado Rubalcaba y Sánchez. Recuperarse de ellos es la principal tarea del nuevo secretario general. Y se supone que se dispone a ello volviendo al discurso de la legitimidad que le concede el apoyo de los afiliados, y al enfrentamiento con su verdadero enemigo: la derecha. Lo que puede enardecer los ánimos decaídos de una militancia desencantada y escéptica que ha visto como desde los Pactos de la Moncloa hasta la última reforma laboral, su partido ha sido autor, coautor y cómplice del hundimiento del movimiento sindical, estudiantil y vecinal, de la pérdida de derechos y ventajas económicas duramente conquistadas por la clase obrera, desde el Estatuto de los Trabajadores hasta el cumplimiento de las órdenes emanadas por Bruselas; del sostenimiento económico de la Iglesia Católica; del imperdonable pecado mortal de habernos introducido en la OTAN, incluyendo la estructura militar que estaba exenta, según se formulaba en la pregunta del referéndum, y por supuesto del mantenimiento de la monarquía.
Pero este entusiasmo de hoy de los afiliados al PSOE tendrá que afianzarse viendo los avances que Sánchez consiga en el terreno legislativo, de donde emanan todas las órdenes, y allí el nuevo secretario general es enormemente débil. En primer lugar por su fuerza parlamentaria: 85 diputados. Con ella hacen falta varios aliados para llegar a la Moncloa, y estos a su vez o son de derechas o son sus rivales o son independentistas o son más débiles que él mismo.
En segundo lugar y no de menor importancia, por haber abandonado su escaño parlamentario para dar un golpe de efecto espectacular que ha encandilado a muchos de sus seguidores, que alaban su coherencia y honradez, pero que ha sido un error político. Porque además de ser honrado hay que ser inteligente, y perder su representación en la Cámara le supone un hándicap. ¿A quién nombrar como portavoz parlamentario cuando la mayoría de los diputados se pasaron con armas y bagajes al sector sometido a las directrices de la coordinadora? ¿Cómo controlar un grupo parlamentario que en su mayoría le dio la espalda en la crisis de octubre? ¿Ese portavoz podrá dominar la evidente hostilidad que le tendrán sus compañeros? ¿Y, en caso de disidencia, e incluso de rebelión, cómo se hará Sánchez con el mando desde fuera del Parlamento?
Estos serán los problemas inmediatos, y no pequeños, con que se encontrará el secretario general, en el interior de su organización. Pero los votantes que le han alzado a la dirección del partido esperan algo más que volver a ser espectadores de las guerras fratricidas de los dirigentes que ya conocen. Se trata de gobernar para cambiar el país y aquí no caben muchas combinaciones. Con la fuerza parlamentaria que tiene el partido socialista debe buscar los aliados que le voten en una moción de censura, y nuevamente se presenta el mismo dilema que en enero y junio de 2016. O con Ciudadanos, con quien se asoció en enero a toda prisa, o con Podemos que muestra continuamente su rivalidad y su rechazo porque le considera su principal estorbo en su pretendida y rapidísima carrera hacia la Moncloa. Y aun así tampoco suman, como se dice. Y por tanto hay que acercarse al espectro nacionalista e independentista que miran en direcciones opuestas. Los vascos ya han conseguido del PP el botín que pretendían, los catalanes aseguran que se “lo harán ellos solos”, en cuanto proclamen la independencia.
Ciertamente el ser o no ser de Pedro Sánchez es existencial. Y desde que logró la secretaria general en las primeras primarias ha recorrido muchos meandros intentando encontrar su destino. Cuando en enero se fue a Portugal creímos que iba a escoger la solución a la portuguesa, y de ello presumió algún tiempo, hasta que de pronto se alió con Ciudadanos, dejándonos perplejos. Y cuando ante la negativa de Podemos a apoyar esta alternativa se celebran las segundas elecciones, le abandonaron un buen número de votantes y perdió 5 escaños.
Tiene, quizá, la oportunidad de dar marcha atrás al calendario y repetir la visita a Lisboa, pero España no es Portugal, donde afortunadamente no surgen Mesías que pretendan desgajar de su Estado una porción de territorio y Podemos no es el Bloco de Esquerda ni el Partido Comunista portugués es Izquierda Unida.
Ciertamente, como he repetido numerosas veces, tampoco en España se puede esperar un avance de la izquierda sin que se repita el Frente Popular, ya que no hay otra manera de oponer una mayoría electoral a la derecha rocosa e instalada. Pero en dicho cervantino: segundas partes nunca fueron buenas, y como afirma el axioma marxiano, si la primera es una tragedia la segunda es una farsa. Lo que se puede temer que ocurra de estar obligados a contar con el PdeCAt, ERC, Bildu o el PNV, de cuya lealtad quedan muchas dudas.
Y todavía hay que analizar qué efectos y consecuencias tendrá en Podemos e IU la elección de Pedro Sánchez y las medidas que estas formaciones se propongan tomar. Pero eso es tema de otro artículo.
Fuente: http://blogs.publico.es/lidia-falcon/2017/05/23/ser-o-no-ser-socialista/