Un libro del maestro sin recetas, pero ¿cuál es la “receta” de los maestros?

Por: Abelardo Carro Nava

«¿No hay una contradicción entre plantear una autonomía profesional del magisterio en el Plan de Estudio 2022 y elaborar un programa analítico siguiendo las posibles orientaciones que la misma SEP está brindando al docente para que pueda construirlo?»

Quienes conocen de cerca el terreno educativo, particularmente, quienes han tenido la oportunidad de estar dentro de un salón de clases, saben que las maestras y los maestros, a partir de las sugerencias u orientaciones contenidas en un plan de estudio y en su respectivo libro para el maestro, emplean, por ejemplo, los libros de texto gratuitos con distintos propósitos, ya sea como instrumentos que les permiten a los estudiantes recuperar algunos datos o información sobre un contenido, para leer alguna lectura sobre un tema en específico, o bien, como herramientas de trabajo en virtud de los problemas matemáticos que ahí se encuentran, los cuestionarios que se presentan para que sean respondidos después de una lectura, para el llenado de algún cuadro que implique recoger información de las familias, lugares o comunidades en las que viven, etcétera.

Luego entonces, al ser un instrumento, herramienta, recurso o material que favorece o enriquece las actividades que el docente puede diseñar y plasmar en una planeación didáctica, este libro de texto permite fortalecer el proceso de enseñanza y de aprendizaje mediante el quehacer del profesorado que ha sido formado para este propósito. En este sentido es que cobra singular relevancia, tanto la formación inicial como la continua que pudo haber recibido la maestra o el maestro, pero también, la experiencia que ha adquirido en su trayectoria profesional.

En consecuencia, se sabe que no hay recetas para que el docente realicé su labor dentro de la escuela y salón de clases; su quehacer no sigue determinadas pautas de acción plasmadas en un instructivo, aunque esas mismas acciones sí tienen un fundamento teórico-metodológico. No hay un manual que le diga o señale que, en tal momento de la clase, se tiene que tomar el libro de texto gratuito para que los alumnos realicen o aborden un contenido. De hecho, las maestras y maestros emplean dicho libro ya sea al inicio de la sesión, en el transcurso de la misma, cuando ésta está por finalizar o, bien, no lo emplean. Los motivos por lo que sucede este tipo de cuestiones tienen que ver con lo que he comentado al inicio de estas líneas: la experiencia y conocimiento del profesorado que le permiten tomar decisiones con el propósito de favorecer el aprendizaje de sus alumnos.

Ahora bien, siguiendo con el mismo ejemplo, por lo que respecta a la conformación de un libro de texto gratuito mucho puede decirse, sin embargo, más por falta de espacio que de ganas, me limitaré a señalar algunas cuestiones que, desde mi perspectiva, son relevantes pues, se sabe, que dicho libro debe estar en debida consonancia con el plan de estudio vigente del cual se desprende; obviamente que dicho Plan responde a un modelo educativo y éste a las teorías, tendencias, corrientes, ideologías o a una probable cultura dominante en un país o en el mundo entero. Desde luego, sin perder de vista, el marco normativo en el que todo lo anterior puede ubicarse como lo es la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. Y bueno, con estos referentes, los diseñadores de estos materiales se dan a la tarea de organizar los temas, secuencias, actividades, imágenes, entre otros elementos considerando los procesos cognitivos de los niños, el grado escolar en el que se pretende emplear, el nivel de complejidad conceptual y procedimental de las lecturas, problemas o desafíos matemáticos, en fin, todo un cúmulo de aspectos que deben mirarse desde la didáctica y la pedagogía, pero también, por ejemplo, de la psicología u otras disciplinas.

Después de este proceso, considerando la revisión por parte de los responsables que los elaboraron, continua el de impresión y distribución de estos materiales. Otro gran tema en el que salta a la vista, el negocio que representa para algunas empresas a las que se les asigna esta encomienda, dada la obligación constitucional del estado, a través del Ejecutivo y la propia Secretaría de Educación Pública (SEP). Impresión y distribución que, hasta nuestros días, sobre todo esta última, no ha sido satisfactoria. ¿Cuántas escuelas y cuántos alumnos no inician un ciclo escolar sin los libros de texto gratuitos que, conforme al grado, les correspondería recibir?, ¿cuántas maestras y maestros no cuentan con el libro que les permita orientar su trabajo dentro del aula escolar? Repito, quienes han tenido la oportunidad de estar en una escuela o en un salón de clases, saben que ni todos los alumnos ni todos los maestros reciben estos materiales en tiempo y forma. En fin.

Traje a colación estas ideas debido a la polémica que, en días recientes, se generó, y por la cual di lectura a diversas notas periodísticas, entrevistas o columnas que algunos colegas de la pluma y letra dieron a conocer a través de distintos medios informativos. Pareciera que, en días recientes, se leyó el Libro para el docente denominado “Un libro sin recetas, para la maestra y el maestro”, que desde el mes de noviembre del año pasado se filtró por las redes sociales y no por los canales oficiales de la SEP. Libro que fue elaborado para el profesorado como parte del Plan de Estudio 2022 que esta Dependencia busca implementar en el ciclo escolar 2023-2024 y que, por esas mismas fechas, me permitió escribir un artículo que más adelante comparto y que titulé: “La nueva familia de libros de texto gratuitos. Algunas reflexiones”.

Como parece obvio, las reacciones en estos días fueron diversas, hubo quienes acusaron que, a través de un admirador del marxismo y de un venezolano se estaban rediseñando los libros de texto en la SEP (Infobae, 2023); otros, con conocimiento de causa, vieron en este libro para el maestro un manual atiborrado de una colección de clichés y ocurrencias filosóficas y sociológicas que tiran línea a los trabajadores de la educación (Hernández, 2023). Ambas posturas, tan válidas como necesarias, no fueron respondidas por la SEP o por la Dirección de Materiales Educativos, hecho que hace pensar que hay mucha razón en los argumentos que éstos lanzaron pues, si se analiza con detenimiento los apartados introducción o ecología de saberes en el territorio escolar, podríamos cerciorarnos de ello, pero, también, ampliar nuestro panorama y/o visión sobre ello.

Curiosamente, como alguien atinadamente señalaba hace unos días, la derecha encontró un motivo más para reiterar lo que el gobierno en turno “pretende” lograr con la ideologización de la educación – como si esa derecha no buscara imponer su ideología – misma que, según dijeron, puede observarse en el planteamiento de este libro para el maestro, asunto que de nueva cuenta deja entrever la concepción que tienen con relación al quehacer docente y del docente mismo, al no considerarlo como una persona con la suficiente inteligencia y con la capacidad necesaria para tomar las decisiones que, con base en su formación y trayectoria profesional puede tomar. Sin embargo, paradójicamente, también la SEP comparte esta misma visión, al imponer una ideología disfrazada de un eslogan que refiere que no hay recetas pero que sí las da (en este libro), y limitando al profesorado a impartir sus clases con libertad, imaginación y creatividad.

De hecho, si se revisa el texto para el docente de principio a fin (lo invito a hacerlo), se podrá observar que el apartado denominado Diseño Creativo para la Construcción del Programa Analítico, que fue trabajado durante la Semana Intensiva de Formación Continua del mes de enero del año en curso, se encuentra en este libro. ¿No hay una contradicción entre plantear una autonomía profesional del magisterio en el Plan de Estudio 2022 y elaborar un programa analítico siguiendo las posibles orientaciones que la misma SEP está brindando al docente para que pueda construirlo? Ahora bien, si uno de los ejes fundamentales que tiene el programa analítico es darle al docente esa autonomía para el trabajo por proyectos, ¿por qué los libros de texto gratuitos que pueden observarse en el enlace que abajo comparto, ya tienen proyectos integradores estructurados que marcan la pauta de actuación de los docentes?, ¿no es ésta otra gran contradicción?, ¿de qué tipo de autonomía estamos hablando entonces?, ¿dónde queda la autonomía intelectual del profesorado en todo este embrollo?

En resumidas cuentas, está visto, que la lucha por el control de la educación está más que viva que nunca en nuestro país. Como se ha observado, la SEP vive profundas y grandes contradicciones que poco abonan al proyecto educativo del gobierno en turno. Y bueno, para las maestras y maestros, esa lucha y esas contradicciones, aunque no les son ajenas, los deja en medio de terreno que no atiende sus demandas y necesidades profesionales y laborales y, mucho menos, las de sus alumnos en sus aprendizajes.

Referencias:

Carro, A. (2022). La nueva familia de los libros de texto gratuitos. Algunas reflexiones. Profelandia.com. https://profelandia.com/la-nueva-familia-de-libros-de-texto-gratuitos-algunas-reflexiones/
Hernández, L. (2023). El misal y la feligresía. La Jornada. https://www.jornada.com.mx/notas/2023/02/07/politica/el-misal-y-la-feligresia/
La redacción, Infobae. (2023). Cómo un admirador del marxismo y un venezolano chavista rediseñan los libros gratuitos de texto de la Sep.
https://www.infobae.com/mexico/2023/02/01/como-un-admirador-del-marxismo-y-un-venezolano-chavista-redisenan-los-libros-gratuitos-de-texto-de-la-sep/
Enlace para consultar la nueva familia de textos de 1er. Grado. https://drive.google.com/drive/folders/16z3jV1CymYUmdycbu1pdEmnJE5oiqy8h?fbclid=IwAR3UcV2HIwJJoiXr4zElkv3mI8nKryo0ay7m9weaE4sg4oXV46aPTiQWR3s

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La escuela sin manual de instrucciones

Por: Antonio Lafuente

El aula no es un espacio para transmitir el saber, sino para experimentar con la precariedad de los materiales, las temporalidades o los resultados y adaptar los contenidos a nuestras circunstancias

En el aula la transmisión del saber se tiene por un hecho incuestionable. El saber se transmite desde los profesores a los alumnos, desde los centros a las periferias y desde las metrópolis a las colonias. Todo el aparato educativo, desde sus manuales o leyes a sus aulas o edificios, reclama la certeza de la transmisión con la fe del carbonero.

No es fácil cuestionar el axioma civilizatorio de que el conocimiento va de los que saben a los que no, desde los de arriba a los de abajo y, ya en términos geopolíticos, desde el norte al sur. Y así de fácil se legitiman las prácticas del tutelaje, las políticas de la dependencia y las economías de la escasez. El orden necesita reglas tan simples como eficientes. Si la gravitación universal describe cómo caen los cuerpos, la de la transmisión global prescribe cómo circulan los conocimientos.

Los libros son repositorios de certidumbres, los profesores mentores de lo seguro, las aulas cajas de resonancia sincronizadas y los colegios baluartes del mejor de los órdenes posibles. Cada clase es una confirmación de la estabilidad que necesitamos y los exámenes son la prueba de que estamos en el buen camino. La transmisión del saber es el hilo que lo cose todo, la savia que alimenta el organismo y la piedra que sostiene el edificio.

Tenemos evidencias, sin embargo, de que las cosas podrían contarse de otra manera. Hace unos días leía un texto de mi amigo brasileño Moises Alves de Oliveira donde se describe lo que supuso la introducción de la enseñanza de la química experimental en los colegios del Brasil. Desde finales del siglo XIX se hace habitual la práctica de adquirir instrumentos científicos en las escuelas de todo el mundo para favorecer que los alumnos tomen contacto con la naturaleza experimental de ciertos saberes. Se supone que los alumnos replicaban experimentos y verifican lo que su manual sentencia.

Los experimentos entonces, vistos desde el aula, eran la forma utilizada por los científicos para confirmar sus teorías, y los alumnos, aprendices de lo seguro. En química, sin embargo, ocurría con frecuencia que los reactivos necesarios estaban caducados, contaminados o degradados. Los profesores en ese caso tenían que suplir estas carencias innovando en los procedimientos para lograr que los resultados se parecieran tanto como fuera posible a lo que el manual de instrucciones prescribía.

Los profesores pensaban que su función consistía en confirmar lo ya sabido. Fallar era imposible. Y cuando no podían evitarlo, atribuían el fracaso incipiente a su incapacidad para replicar o a su incompetencia para actuar como un verdadero académico. El sistema conspiraba para que se cumplieran las normas y se rechazara cualquier sombra de incertidumbre. Los profesores estaban obligados a mostrar que en su aula también se cumplían las leyes de la naturaleza. Y se las arreglaban para conseguirlo. Para lograrlo, se obligaban a un ejercicio de innovación que convertía el aula en un verdadero espacio de experimentación.

El aula dejaba de ser un espacio concebido para la transmisión del saber y se convertía en un espacio de producción. Ya no se operaba para confirmar lo sabido, sino para entender las condiciones de producción de hechos fiables. Los maestros no actuaban como técnicos de laboratorio sumisos y neutrales. No eran un simulacro de científicos, pues la circunstancia les obligaba a operar como hacen los investigadores profesionales. Tuvieron que renunciar al propósito prescrito e inventar cómo trabajar desde lo aproximado, lo incompleto y lo tentativo.

Descubrieron lo habitual en las prácticas experimentales. Aprendieron que lo perfecto en ciencia no existe y que todo queda siempre abierto: nada es absoluto o definitivo. Para nuestro aludido profesor de química, enseñar no fue transmitir lo ya sabido, sino experimentar con lo posible. Enseñar dejó de ser un oficio de retóricos y se convirtió, como nos viene enseñando Jorge Larrosa, en un trabajo para artesanos. Aprender, en consecuencia, no fue replicar, sino rehacer, reconfigurar o rediseñar.

Un lugar en donde las maestras y los maestros siempre están improvisando, donde cada día se restaura el orden amenazado, donde todo es inestable, inseguro e inefable

El ejemplo del profesor de química brasileño no es anecdótico. Lo recordamos porque nos invita a considerar el aula como un espacio crítico, un lugar donde nunca se dan las condiciones ideales de replicación imaginadas en los despachos ministeriales o en los manuales de instrucciones. Un lugar en donde las maestras y los maestros siempre están improvisando, donde cada día se restaura el orden amenazado, donde todo es inestable, inseguro e inefable. El aula, entonces, sería uno de los espacios por antonomasia de la crítica.

Llevamos décadas pensando cómo hacer manuales de instrucciones. Es clave para las organizaciones industriales o administrativas que la mediación entre los productos y los usuarios la haga un sencillo manual de instrucciones. Eso ahorra mucho personal y mucho tiempo. Un buen manual de instrucciones estabiliza el mundo, crea la ilusión de que las cosas funcionan y de que todo está bajo control. Los hechos, sin embargo, demuestran que los usuarios no entendemos lo que se nos dice y que andamos siempre improvisando. No es que estén mal redactados o no se haya puesto inteligencia en su construcción. No es eso. El problema es que no existe el usuario medio al que van dirigidos. No es que seamos tontos, sino que somos muy creativos. Los manuales de instrucciones, incluidos los interactivos, dan por hecho que el lenguaje no es polisémico, que el lector no tiene sesgos y que la circunstancia es neutra. Pero eso no ocurre nunca. Tampoco en el aula.

Las máquinas generan su mundo. Nos ponen a su servicio. Y esperan que lo hagamos sin resistencia. Un manual de uso no se limita a decirnos cómo usar correctamente una máquina, sino que contiene el germen de un principio de subordinación. Se nos entrena para aceptar que sólo es posible el mundo que garantizan las infraestructuras. Y por eso tiene tanto sentido hablar de las infraestructuras como garantes de nuestros derechos y como epítome de la economía de los cuidados. Que los manuales de instrucciones no parezcan claros, como también la resistencia a obedecerlos, contiene la esperanza de que las cosas pueden ser distintas a como las imaginaron los diseñadores. Lo que sabemos es que la relación entre humanos y máquinas no se entiende como una interacción entre dos entidades independientes, sino que debemos imaginarla como una relación de coproducción mutua.

En el aula casi nunca sucede lo que imaginaron quienes hicieron las fichas didácticas. Siempre sucede algo imprevisible. Nunca impera eso que llamamos la normalidad. Lo normal es una ficción burocrática, distante y abstracta, como cuenta Paulo Freire en El maestro sin recetas. Y aunque todo el panorama educativo está repleto de leyes, ordenanzas, instrucciones, manuales y hojas didácticas, lo cierto es que deberíamos entender mejor lo que sucede en el aula, dando por hecho que el caos es el contexto donde sucede la educación. Y más que reprochar a los profes que no saben, no entienden o no se esfuerzan, deberíamos imaginarlos como actores experimentados en innovación pedagógica.

En el aula casi nunca sucede lo que imaginaron quienes hicieron las fichas didácticas. Siempre sucede algo imprevisible

El aula entonces no sería un espacio para transmitir el saber, sino para experimentar con los manuales de instrucciones y con la precariedad de los materiales, las temporalidades y los resultados. Nada es como se imaginó, aunque se parezca, y reconocer ese matiz equivale a admitir que no improvisamos por ignorancia sino por responsabilidad. El paradigma de la transmisión tendría que ser sustituido por el de la experimentación. Al cole no iríamos a sumar nuevos contenidos, sino para adaptarlos a nuestra circunstancia.

Y si vale en la escuela, debería valer en la vida. Los colegios, de pronto, estarían repletos de gente talentosa y entregada, más que ocupados por gentes perezosas, obsoletas y reformables. El aula no sería imaginada como otro ámbito de la escasez, sino como un espacio creativo, emergente e innovador. Las leyes, como los otros manuales de instrucciones, antes que enfocarse en la supuesta necesidad de cambiar la vida en el aula, deberían reconciliarse con la idea de que es la experimentación el motor de cuanto allí sucede. Y eso implica confiar, pues lo mejor que tienen los recetarios y cualquier otra forma de instruir es que nos obligan a improvisar para adaptarlos a la situación que habitamos. Y a eso lo llamamos aprendizaje.

Fuente de la información e imagen:  https://ctxt.es/es

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