Silvia Barrera: “En la relación de los niños con la red, confundimos usabilidad con seguridad”

Entrevista/06 Febrero 2020/Autor: Adrián Cordellat/elpais.com

Barrera es una de las mayores expertas españolas en seguridad informática y cibercrimen

Inspectora de policía, Silvia Barrera es una de las mayores expertas españolas en seguridad informática y cibercrimen, como demuestra el hecho de que haya estado al mando de grupos de trabajo internacionales en materia de cibercrimen en Europol e INTERPOL. Fruto del conocimiento acumulado durante más de una década dedicada a la ciberseguridad surge Nuestros hijos en la red: 50 cosas que debemos saber para una buena prevención digital (Plataforma Editorial), una guía para que padres y madres aprendamos a acompañar a nuestros hijos e hijas en su camino por la red, un camino que muchas veces iniciamos nosotros mismos, desde su más tierna infancia, sobreexponiéndoles con orgullo en nuestras redes sociales. “A los padres les digo que se imagen imprimiendo unas fotos a todo color de sus hijos, de los que están orgullosísimos, y repartiéndolas en la puerta de un centro comercial o de cualquier otro lugar público. Es ridículo, ¿no? Pues en las redes sociales pasa eso mismo”, afirma Barrera, que cree que en muchas ocasiones, como usuarios de determinadas apps, estamos dando a nuestros hijos e hijas un “ejemplo peligroso”.

PREGUNTA. ‘Nuestros hijos en la red’ me evoca a un concepto manido, aunque quizás erróneo: Nativos digitales. ¿Crees que con la excusa de que los niños de hoy son “nativos digitales” descuidamos la atención de nuestros hijos en la red?

RESPUESTA. Esa es la cuestión. Muchas veces confundimos la usabilidad y el que los niños estén desde los tres años viendo vídeos en YouTube en una Tablet, con conocer los riesgos y las implicaciones que tiene el uso de estos dispositivos y aplicaciones.

P. Vamos, que una cosa es saber mover los dedos por una pantalla y otra muy distinta saber utilizar las posibilidades de esa pantalla.

R. Exacto. Es que un niño se puede manejar muy bien en Instagram y hacer unas fotos y unos vídeos fabulosos, pero no tiene por qué saber qué puede pasar como consecuencia de esa exposición pública en Instagram o de aceptar como contactos a desconocidos.

P. Como policía experta en el ámbito de la seguridad informática y el cibercrimen tienes mucha experiencia en el ámbito. ¿Cuál dirías que es o son los principales errores que cometemos los padres en la relación de nuestros hijos con el entorno digital?

R. El primero desde luego el que ya hemos comentado: confundir usabilidad con seguridad. El segundo es darle un móvil con 13 o 14 años pensando que ya tiene más madurez que con 12. Desde el momento en que se le da a un niño más autonomía comprándole un dispositivo propio, tenga 11 o 14 años, hay que poner unas normas y unos límites de uso. Y el tercero es pensar que instalando herramientas de control parental el niño ya está protegido.

P. ¿Y esos errores en qué se traducen?

R. En primer lugar en un consumo indiscriminado de información, lo que les hace estar expuestos a todo tipo de contenidos, también sexual y/o violento. Si no filtramos esos contenidos a través de normas y límites y de herramientas de control parental, los niños y niñas van a estar expuestos a ellos desde muy temprana edad. Y luego, debido a que son más ingenuos y tienen más ganas de experimentar, están más expuestos a determinados peligros.

P. ¿Cuáles?

R. Es más fácil de que sean víctimas de depredadores sexuales que un adulto, que sean víctimas de estafa o que hagan pagos indeseados. El compartir contenidos a través de las redes y de aplicaciones como Whatsapp también les expone más a delitos que aún son muy novedosos, como el sexting. Además, estamos viendo que el móvil también está dando lugar a relaciones de control bastantes tóxicas entre adolescentes.

P. Volviendo a los errores que cometemos los padres me gustaría hablar del ejemplo. Y ya no hablo del uso excesivo que hacemos los padres y las madres del móvil delante de nuestros hijos e hijas, que también, si no de la exposición pública a la que los sometemos desde su nacimiento subiendo sin parar fotos suyas a Facebook o Instagram. Como para pedirles luego que ellos sean cuidadosos con su intimidad…

R. Suelo utilizar un ejemplo con los padres en ese sentido. Les digo que se imagen imprimiendo unas fotos a todo color de sus hijos, de los que están orgullosísimos, y repartiéndolas en la puerta de un centro comercial o de cualquier otro lugar público. ¿A quién le pueden importar las fotos de tu hijo? ¿No te parece ridículo?

P. Un poco sí.

R. Pues en las redes sociales pasa eso mismo, sólo que en vez de distribuir las fotos en un centro comercial lo hacemos en una aplicación con millones de usuarios. Al final con este tipo de acciones lo que estamos haciendo es crear a nuestros hijos una identidad digital con apenas meses o años de vida, una identidad digital que no se va a borrar, que va a quedar en la nube, y a la que luego ellos mismos, cuando sean mayores, se van a tener que enfrentar. Y no sabemos aún el impacto que eso puede tener en ellos. Y luego hay que tener en cuenta que esas fotos de menores pueden ser vistas por todo el mundo, también por depredadores sexuales que pueden utilizarlas para hacerse pasar por niños o para distribuir con otros fines que no son precisamente el presumir de hijos.

P. Y es curioso, ya que aunque coincido contigo en eso de que las fotos de nuestros hijos no le importan a nadie, con esto se produce una relación perversa: Aquellos perfiles que más fotos de los hijos suben son los que más seguidores e interacciones tienen. ¿Cómo escapar de ese círculo vicioso en la era del like y del ego?

R. Si tú como adulto el mensaje que les transmites a tus hijos es que vales más cuanto más seguidores y más likes tienes y cuanto más te expones a costa de su privacidad; y además te dedicas a documentar cualquier cosa que haces en tu vida, el ejemplo que estás dando a los menores es bastante peligroso. Al final es una cuestión de tomar consciencia, de darnos cuenta de que somos sus referentes y les estamos dando un ejemplo muy peligroso. Así que lo primero es predicar con el ejemplo, saber autocontrolarse y ser responsable. Tampoco es mucho pedir.

P. En el libro abordas un interesante dilema: control o supervisión. El matiz es importante, ¿verdad?

R. Mucho. La confianza o la desconfianza en el menor es el matiz. Es importante explicarle a los niños y niñas con naturalidad que existen unos riesgos y que los controles parentales, la supervisión y esas normas y esos límites se ponen por su bien. Eso genera una confianza que provoca que luego tu hijo o hija te pueda avisar si le salta determinado contenido que no tiene nada que ver con un mal uso. Es mejor eso que transmitir al niño la sensación de que todo está prohibido, o que se sienta culpable por tener determinadas inquietudes que va a intentar saciar a escondidas porque le controlamos.

P. Esto está muy relacionado con uno de los retos que pones en el libro, el de “quien evita la ocasión evita el peligro, pero es mejor enseñar que prohibir”. Esto me recuerda a una afirmación de Enrique Dans, que en relación a las herramientas de control parental dice que prefiere mil veces a un niño que busca fotos de perritos en Google y le aparece la postura del perrito y se levanta y pregunta «papá, ¿esto qué es?», que un niño que un día sale de su ordenador protegido y se encuentra totalmente indefenso ante estas imágenes y contenidos…

R. Totalmente de acuerdo. Lo que les explico a los padres es que per se el contenido de la red es un contenido para adultos. Hay aplicaciones específicas para niños, y contenidos educativos, sociales, juegos, etc., pero la red en general es un mundo adulto, como lo es el mundo físico. En la calle un niño se puede encontrar con cualquier exhibicionista, o con que un hombre desconocido le agarre de la mano o le ofrezca cualquier cosa. Lo normal en esos casos es que nos lo contara. Pues con esa misma naturalidad tenemos que abordar los problemas de la red y generar la confianza para que nuestros hijos cuando vean una cosa rara acudan a nosotros.

P. La afirmación de antes de Enrique Dans se refería a las herramientas de control parental, a las que ya has hecho mención de forma recurrente. Como experta, ¿recomiendas el uso de herramientas de control parental en los dispositivos tecnológicos de nuestros hijos?

R. Yo sí recomiendo su uso. Al final son como un antivirus, una protección física que pones al niño y que viene muy bien porque nos permite estar un poco más relajados en la supervisión, ya que estar siempre pendientes es duro y difícil. Hablamos de herramientas que por 60€-80€ al año te dan cierta tranquilidad. Porque eso sí, yo siempre recomiendo huir de las herramientas de control parental gratuitas, porque te acaban cobrando a través de la privacidad y de mercadear con la información de nuestros hijos; y además no son del todo seguras. Pero una vez comprada la licencia de una herramienta de control parental es importante ponerse a mirar cómo funciona, indagar en ella. No se trata de instalarla y ya está. Y, sobre todo, tener en cuenta que las herramientas de control parental no nos eximen de nuestra responsabilidad de supervisión.

Fuente e imagen tomadas de: https://elpais.com/elpais/2020/01/23/mamas_papas/1579787153_425360.html

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Los padres pueden ‘diseñar’ el cerebro de sus hijos

Por: Ana Camarero

La adquisición de técnicas de neuroeducación por parte de los progenitores ayuda a los niños a aprender con facilidad

Los momentos en el sofá del salón, antes de irse a dormir, eran especiales. Acurrucado junto a su madre, Martín escuchaba atentamente el fragmento del cuento que tocaba esa noche. Durante 15 minutos, atendía la historia que Laura le contaba de manera pausada. En ese tiempo, su madre le explicaba por qué el protagonista se encontraba triste, cómo disfrutaba jugando en los columpios del parque junto a sus amigos o por qué se había enfadado. Al finalizar la lectura, siempre surgían carantoñas, abrazos o achuchones que le hacían reír hasta que le dolía la barriga. Estímulos y emociones como estos, disfrutados en el entorno familiar, ayudan a los más pequeños a construir su mundo interior y a interpretar la realidad exterior. No en vano, aseguran los expertos, la familia es la primera escuela para el aprendizaje. Un aprendizaje que, en palabras del neurocientífico Francisco Mora, se produce solo si se ama aquello que se quiere aprender, y que está ligado estrechamente a lo emocional.

Hoy se sabe que el cerebro cambia biológicamente, por efecto de la plasticidad neuronal, con cada experiencia; que cada cerebro es único y que las emociones tienen un cometido preponderante en el aprendizaje y la memoria. Por eso, Nora Rodríguez, fundadora y directora de Happy Schools Institute (HSI), Neurociencias y Educación para la Paz, insiste en la importancia de que los padres aprendan neuroeducación, puesto que son los primeros diseñadores del cerebro de los hijos.

“Las neurociencias han demostrado cómo funciona el cerebro en tiempo real, y esto le otorga la oportunidad de sintonizar mejor con sus hijos, no solo a nivel afectivo, educativo y práctico. Por ejemplo, muchos ya ponen en práctica las ventajas de enseñarles a volver sobre sus pasos si no han hecho algo del todo bien, porque han entendido que equivocarse es, ni más ni menos, una gran oportunidad para aprender”, apunta la fundadora de HSI, que añade que “lo interesante es que, al asumir un papel de compromiso emocional en la educación de los hijos, los padres también cambian la química del cerebro, enseñando a sus hijos a conocer sus emociones y la forma en que aprenden mejor”.

En opinión de Nora Rodríguez, que los padres y madres adquieran conocimientos de las técnicas de neuroeducación ayuda a sus hijos a que aprendan más fácilmente. “Pueden llevar a cabo estrategias simples y fomentar en ellos la mentalidad de crecimiento, sabiendo que la plasticidad neuronal les posibilitará aprender mejor aquello que hoy les cuesta un poco, si lo practican. Se descarta el ‘no sirvo para esto’. Cuando un niño piensa, imagina, cuando construye su mente, también modela la biología de su cerebro en la interacción con los adultos”, concluye la experta en neuroeducación.

María Guijarro-García, subdirectora de la Unidad de Investigación Corporativa ESIC Valencia, explica que “padres e hijos pueden aprender sobre el funcionamiento del cerebro y así aprender metacognición, o pensar sobre cómo pensamos”. Guijarro-García insiste en que “saber cómo funciona el cerebro es útil para aprender ciencias y humanidades, y para desarrollar habilidades sociales e inteligencia emocional”. A través de la neurociencia, añade, los progenitores tendrán «mejores herramientas para ayudar al desarrollo emocional e intelectual de sus hijos, y podrán enriquecer su educación y aprendizaje usando la metacognición, la recuperación de la información, o retrieval practice (evocación o recuerdo), para aprovechar tales situaciones y desarrollar la empatía, la cooperación, el cuidado, el optimismo social, la amabilidad y el autoconocimiento».

No obstante, desconocer herramientas sobre neuroeducación y de neurociencia no implica que los padres no puedan educar de manera adecuada a sus hijos. Pero sí es una realidad, en opinión de Guijarro-García, “que el conocimiento de la neurociencia y su aplicación en la educación puede ayudar a que los padres eduquen a sus hijos de forma consciente e informada, y busquen que los maestros de sus hijos estén al tanto de estos conocimientos y los sepan aplicar en sus aulas”.

El docente se presenta, sostiene Nora Rodríguez, como la figura que pone en práctica una educación integradora y para ello es importante el aprendizaje de nuevos conocimientos, pero también, saber cómo funciona su cerebro, cómo conectan con sus alumnos, qué estrategias aplicar en las asignaturas de las primeras horas, o cerca del mediodía.

“Hoy no es suficiente con que los niños y los adolescentes acudan a diario a aulas tecnológicamente innovadoras si los docentes desconocen con qué nuevas técnicas neuroeducativas cuentan para desarrollar el potencial social y humano de sus alumnos», apunta Rodríguez, que insta a entender que cada cerebro es único y que, por tanto, no existe una única manera de aprender.

«El cerebro social debe ser parte del currículum», señala la fundadora de HSI. Una idea con la que coincide, María Guijarro-García: «Si los maestros aprenden y aplican estos principios, mejorará la calidad de vida, tanto de los padres e hijos como de los mismos maestros, porque aplicar las estrategias de aprendizaje basadas en principios de neurociencia, tales como la retrieval practice, espaciar las prácticas e intercalar contenidos no implica mayores recursos ni un exceso de carga laboral. Por el contrario, se pueden preparar actividades en muy poco tiempo y con un alto impacto en los resultados de aprendizaje de nuestros hijos».

Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/12/16/mamas_papas/1576499793_458312.html

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¿Se nos han ido de las manos la maternidad y la paternidad?

Por: Adrián Cordellat 

Los objetivos educativos han crecido de forma exponencial: educación en valores, inteligencia emocional, formación académica y así hasta un largo etcétera

Hace unos días leía el prólogo de ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? (Arpa Ediciones) mientras preparaba una entrevista a su autora, la psicóloga Maribel Martínez. En ese prólogo, Martínez hace una reflexión sobre la evolución que han experimentado los objetivos educativos de los padres en apenas dos generaciones. Así, los padres que lo fueron durante la posguerra y la dictadura tenían una única prioridad: que sus hijos sobrevivieran sin pasar hambre. Superado el hambre, los padres de quienes nacimos a finales de los setenta y los ochenta añadieron una nueva prioridad: “formar académicamente a los hijos y ofrecerles la oportunidad de tener un trabajo que les permitiera prosperar”. Hoy, garantizada la comida, la educación y hasta la suscripción a Netflix, los objetivos educativos han crecido de forma exponencial: educación en valores, inteligencia emocional, formación académica, actividades extraescolares, aprendizaje de idiomas, práctica de deporte, alimentación sana, etc.

¿Se nos ha ido de las manos?, le pregunté a Maribel cuando tuve la ocasión de hablar con ella. “En algunos aspectos creo que sí”, me respondió antes de citar un concepto: profesionalización de la paternidad. “Estamos ante la generación de padres más formada de todos los tiempos. Una generación con una gran autoexigencia personal, académica, laboral y cómo no, en el rol de padres. Antes de que nazcan los hijos, ya se están formando e informando. Queremos ser unos padres excelentes, que nuestros hijos sean felices, que no les falte nada, que no sufran, que no lloren ni se frustren y que sean perfectos. Esto hace que vivamos la crianza con ansiedad. Todo tiene que estar controlado e ir bien y no nos damos cuenta de que nuestra ansiedad contamina el ambiente familiar”, me argumentó cuando le pedí que profundizara en ese concepto al que, sin poner nombre, yo llevaba tiempo dando vueltas. Concretamente desde que cambié los libros de autoayuda por la literatura, desde que El nudo materno de Jane Lazarre empezó a tener más peso en mi conciencia que la última novedad de los gurús de la crianza. Y, entonces, tomé un poco de distancia de esa profesionalización, en la que yo también estaba sumergido hasta las cejas y, vista con perspectiva, me pareció impostada, un tanto excesiva, casi ridícula.

Mientras escribo esto me vienen a la mente algunas escenas de la primera temporada de Mira lo que has hecho, la serie de Berto Romero para Movistar, o de la serie australiana The Letdown (disponible en Netflix), que recogen con humor y un punto de sarcasmo esta profesionalización de la maternidad y la paternidad llevándola a la parodia, al absurdo. Tengo que reconocer que cuando vi algunas de esas escenas me sentí muy interpelado, como si fuese yo el padre o la madre estereotipados y “profesionales” que protagonizaban las mismas. Me reí, claro. Es bueno reírse de uno mismo. Pero luego me dio que pensar. Quizás porque para entonces ya estaba más cerca de Jane Lazarre que del divulgador experto en crianza de turno.

Últimamente cada vez pienso más en esa profesionalización. Tengo la sensación de que, en consonancia con los tiempos, se ha radicalizado. Y no sé si esa radicalización, que parte de la mejor de las intenciones, es realmente buena para nuestros hijos. Ni para quienes les rodean. Pienso en los abuelos. En muchos de ellos, que están teniendo que sufrir en sus carnes esta profesionalización cuando se relacionan con sus nietos (“No le digas eso”, “No le des de comer esto”). No entienden nada, no comprenden que todo se haya vuelto tan complejo, se les ve encorsetados, tensos, con miedo a meter la pata.

Cada generación llega más formada a la paternidad. Yo lo veo en los padres de los compañeros de clase de mis hijos. Los que han accedido este año al colegio tienen unas inquietudes y unas preocupaciones que no existían cuando mi hija empezó su etapa escolar hace tres años. Y probablemente, entonces, nosotros tendríamos unas inquietudes que quienes habían arrancado unos años antes ni siquiera se planteaban. Lógico. No seré yo el que ponga en tela de juicio esa necesidad de prepararse y de formarse para intentar ser las mejores personas posibles para nuestros hijos. Es normal y está bien pretenderlo. El problema que veo (que he visto en mi propia experiencia) es que esa profesionalización también nos hace llegar a la experiencia materna y paterna con más conceptos claros e inamovibles, lo que nos convierte en padres y madres menos flexibles. Me pregunto si esto puede tener un impacto directo en la crianza de nuestros hijos, en su desarrollo. Si este seguir a pies juntillas, sin margen para la flexibilidad, los consejos, muchas veces además contradictorios, con los que expertos (y pseudoexpertos) de todo tipo nos bombardean en libros, blogs, redes sociales y canales de YouTube, acaba encerrando a nuestros hijos en una burbuja cargada de moral que les aleja del mundo real.

Alimentación, literatura infantil, educación para la excelencia…

Podemos hablar de la burbuja de la alimentación. Afortunadamente los padres cada vez tenemos más conciencia de la importancia que una buena nutrición, con más frutas y verduras y menos procesados y ultraprocesados, tiene para nuestros hijos. Hay grandes divulgadores que han conseguido hacer calar un mensaje necesario e importante que nosotros, los padres y madres, estamos llevando al extremo. He llegado a escuchar cómo se ponía en tela de juicio el bizcocho casero que unos padres habían llevado al colegio para celebrar el cumpleaños de su hijo porque tenía azúcar. He visto a padres y madres sufrir porque hasta ahora habían logrado mantener a sus hijos alejados del azúcar y en su idealismo creían que lo iban a conseguir permanentemente, como si sus hijos no viviesen en un mundo en el que por fuerza iban a tener que acabar relacionándose con otros niños, compartiendo aula, desayunos, comidas y meriendas.

“Yo no recomiendo aislar a los niños de la comida insana”, suele decir el dietista-nutricionista Aitor Sánchez, que en una entrevista reciente explicaba que la primera piedra de la educación alimentaría se pone en casa. Aunque también reconocía que luego aparecen otros entornos que van a compartir esa responsabilidad: la escuela infantil, el comedor del colegio, otros familiares. “Es en ese punto en el que la alimentación se convierte en algo estresante para muchas familias porque sienten que han perdido ese control –que tenían al principio– de lo que comen sus hijos. Descubren que su hijo no es un robot sino una nueva vida con voluntades y que está creciendo en torno –también– a los estímulos que le rodean. Tenemos la responsabilidad, sí, pero no vamos a poder controlarlo todo”, añadía.

Podemos hablar también de la burbuja de las emociones y del moralismo, que tiene un gran reflejo en la literatura infantil. Está bien querer que nuestros hijos aprendan a identificar y gestionar las emociones para que el día de mañana tengan una buena inteligencia emocional. Está bien que tengan unas nociones básicas del bien y del mal. Mi duda es si con esa sobredosis de educación emocional (cada emoción con su color) y de los libros con mensaje marcado que explican constantemente a nuestros hijos cómo deben comportarse y cómo deben ser, no les estamos arrebatando a ellos otras experiencias, otros sentimientos, otras emociones igual de válidas, otras formas de pensar. Si no les estamos construyendo otra burbuja que les aleja del mundo real. En la última Feria del Libro de Madrid vi cómo volaban los álbumes ilustrados más moralistas y emocionalmente exitosos mientras grandes obras del sector, álbumes maravillosos en los que prima la diversión, la belleza, la estética o la calidad literaria quedaban relegados a un segundo plano.

Podemos hablar de la educación, otro aspecto en el que se nota la profesionalización de la crianza, el hecho de que hoy tengamos mucha más información sobre pedagogías alternativas, sobre otras formas de hacer en el aula, sobre el funcionamiento del cerebro de los niños. La elección de la escuela (la más cercana a casa, por supuesto) era algo natural para nuestros padres. Hoy sufrimos por ver si nuestros hijos consiguen plaza en el colegio con el que soñamos para ellos. Hace unas semanas estuve visitando por trabajo una escuela infantil. La directora me contó que los padres llevan allí a sus hijos por la garantía de que van a salir hablando inglés y casi un tercer idioma. “Los primeros seis años de la vida de nuestros hijos son una inversión para el resto de la vida”, me dijo. Una inversión. Los padres invertimos en la educación temprana de nuestros hijos como si ellos fuesen un fondo de pensiones con la esperanza de que el día de mañana eso les dé réditos. En vez de preocuparnos porque jueguen, se diviertan y sean niños, estamos invirtiendo desde su tierna infancia en su supuesta futura carrera laboral.

Y podemos hablar de género. Como el escritor peruano Renato Cisneros, me considero un feminista en construcción. Todos los somos. Todos hemos crecido en entornos machistas y ahora luchamos por erradicar de nosotros las taras machistas que nos quedan. En mi caso comulgo con casi todas las reivindicaciones feministas. Me cuesta aceptar lo del lenguaje inclusivo, esas “x”, esas “@” y esas “e” que han colonizado las clases de nuestros hijos, donde ahora hay niñxs, niñ@s y niñes, pero no niños y niñas. Tengo familias amigas que hablan de “nosotras” porque son tres mujeres y un hombre. No me chirría. Incluso me parece lógico. Me chirrían las equis, las arrobas y las ees. Entiendo lo que reivindican, entiendo que la forma en que hablamos afecta a la forma en que vivimos y nos relacionamos, pero no tengo claro que unas equis, unas arrobas o unas ees sean la solución a una sociedad machista. La prueba está en todos los idiomas sin concepto de género que existen y cuyas sociedades no son precisamente el paradigma del feminismo.

Todas estas reflexiones, todos estos ejemplos de profesionalización con los que creo que construimos burbujas para nuestra tranquilidad y el “aislamiento” de nuestros hijos, no me alejan del objetivo que, intuyo, compartimos todos: ser los mejores padres posibles para las personas a las que más queremos en el mundo. La cuestión es cómo alcanzar ese objetivo sin que la culpa, la ansiedad, las expectativas o la voz de los expertos tomen la batuta de nuestras paternidades y maternidades. Cómo lograrlo desde la coherencia y la capacidad de relativizar, a las que apenas separa una invisible frontera de lo extremo, lo inflexible y lo casi ridículo.

Fuente: https://elpais.com/elpais/2019/11/12/mamas_papas/1573570721_246565.html

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Entrevista a María Fernanda Ampuero: «Me parece que hay una cosa monstruosa en la relación entre padres e hijos»

Entrevista/05 Septiembre 2019/Autor y fuente: Semana Educación

La escritora ecuatoriana María Fernanda Ampuero habló con BBC Mundo sobre su nuevo libro ‘Pelea de gallos’, en el que retrata 12 historias de familia: un padre que permite que su hija sea abusada, una madre que castiga, un hermano que tortura.

Dinamitar por dentro la institución sagrada de la familia. Despedazarla en trozos de perversión, encierro, secretos, cicatrices.

Eso es lo que hace María Fernanda Ampuero (Guayaquil, 1976) en su brillante debut en la ficción, el volumen de relatos ‘Pelea de gallos‘, que fue destacado por el The New York Times entre lo mejor de 2018.

«Mi ideal es que sea considerado un libro de terror, el género que mejor puede contar que estamos durante 18 o 20 años a merced de estas personas —la familia—, que a su vez estuvieron a merced de otras», dice. En una especie de cautiverio feroz.

Después de casi dos décadas fuera de Ecuador, pasando por Buenos Aires y Madrid, Ampuero acaba de volver a su país con una misión grande: dirigir el Plan Nacional del Libro y la Lectura, para llevar los libros a quienes piensa que más lo necesitan.

«Fui una niña salvada por la literatura; de la soledad, del ostracismo, del sentirme freaky y rara. Me gustaría acercarla a otros niños que se sientan así», explica.

También autora de los libros de crónicas ‘Permiso de residencia‘ y ‘Lo que aprendí en la peluquería‘, María Fernanda Ampuero participará en los diálogos del Hay Festival de Querétaro con su escritura implacable y hermosa.

‘Pelea de gallos‘ son 12 historias de familia: un padre que permite que su hija sea abusada, una madre que castiga, un hermano que tortura… ¿Cuánto hay de ti en este libro?

Soy de una familia de clase media ecuatoriana convencional: papá trabajando, mamá en casa, dos hermanos. Desde afuera, una familia bastante modélica, pero yo creo que todas las casas son embrujadas.

Cuando tus padres no piensan en que eres un ser humano que está observando el mundo, necesitando una palabra de aliento, un consuelo o simplemente que te dirijan la mirada, estás como secuestrada, porque tienes que vivir con ellos.

Como en el síndrome de Estocolmo, los quieres ¡y quieres que te quieran! Y, tal vez, es peor querer que te quieran que querer.

¿Te refieres a desear el amor de los padres?

El sentimiento más autodestructivo es querer que tus padres te quieran. Aunque no sean abusadores, ni violentos, ni te castiguen, sino todo lo contrario, te den comida en la mesa y te lleven a un colegio.

Ellos tienen a un ser que está todo el tiempo mirando, diciendo quiéreme, dime que soy importante, lo mejor que te ha pasado en la vida, es un poco de Frankenstein: el monstruo del doctor, ese hijo que le dice «¡acéptame! ¿por qué no me aceptas si tú me hiciste?».

Me parece que hay una cosa monstruosa en la relación entre padres e hijos.

Parece ser la voz de una niña la que habla en la mayoría de los cuentos¿Por qué eliges esa mirada?

Es la niña que no se siente del todo aceptada, que experimenta cosas extrañas que la hacen sentir como monstruosa y a la que le enseñaron que el único valor que tenía una mujer era su hermosura.

Está esa sensación de fragilidad absoluta que tienes en la infancia, cuando se está formando tu autoestima, lo que vas a ser en el futuro. Es tan fácil destruir esa espina dorsal que aún es elástica.

Narra ese momento en la niñez en el que ibas a ser más feliz, sana, coherente, amorosa, empática, y algo o alguien torció ese camino, y para mí eso es la pérdida de la inocencia. Pero creo que es algo evitable. Por eso hay muchas cosas en el libro que son como ¡mira lo que le estás haciendo a los niños!

En ‘Subasta‘, el aclamado cuento que abre el libro, cuando la hija mostraba debilidad frente al horror de las peleas de gallos, su padre le decía «mujercita». ¿Lo escuchaste muchas veces?

Tuve un debate con un grupo de lectura, porque ellos atacaban al padre, y para mí, dentro de su ignorancia o condición de padre soltero, la única manera de salvar a su hija era diciéndole que dejara de ser lo que ella era, que se endureciera.

Por eso la niña se da cuenta de que el asco es lo único que la va a salvar de que la violen —y cubre su cuerpo con las vísceras de los gallos muertos—.

A mí me decían lo contrario, que fuera más mujercita: siéntate bien, no seas respondona, anda limpia, no seas machona.

Ensalzar la femineidad como lo único a lo que tenemos que aspirar las mujeres, así fui criada. Lo contrario de esa niña, pero ella se salva y muchas de nosotras no.

En el cuento ‘Nam‘, cuando la niña protagonista habla de la no aceptación, dice «lo mío es lo de siempre: gorda, morena, con lentes, peluda, rara». ¿Por qué esos adjetivos?

Básicamente me definen. Es como me consideré toda la vida y es bien doloroso.

Por eso te hablaba de una familia con abuelos, tías, comidas los domingos, supuestamente normal, pero con una cantidad de violencia no física incalculable.

Que le digas a una niña de 8 años «¡Ay mijita qué gorda que está!», «¡Ay qué pena, con lo linda que es de cara!», «¡Como tuviera el pelo de su mamá!»… Toda esa mierda destruye a los niños.

Las sobremesas destruyen a los niños. Crecí pensando que si fuese delgada mis padres me querrían más.

Tengo 43 años y cada vez que voy a Ecuador, pienso: «Estoy muy gorda. Mi mamá se va a sentir decepcionada». ¡Hasta el día de hoy!

A veces hablo con mis amigos, y les digo: «¡Que he salido en el New York Times! ¡No me jodas que porque tengo cinco libras para arriba, mi mamá no me va a querer tanto!».

¿Te ha causado mucho sufrimiento?

Ahora va a salir en España un libro que se llama ‘Tranquilas‘, una antología de lo que vivimos las mujeres en el espacio privado y en el público, historias en primera persona.

Ahí narro algo que nunca había contado claramente: una violación.

No la denuncié porque era una persona con la que había quedado y la cosa se puso violenta. No pude hacer nada, el tipo era enorme y básicamente me violó.

¿Cuál fue mi primer pensamiento cuando me levanté de la cama y fui al baño? ¿Debo ir a la policía a denunciar o qué ganas de matarlo? No, lo que pensé fue, claro, como soy tan gorda, se sintió decepcionado y tenía que castigarme. No le resulté atractiva cuando me desnudó. Lógicamente tenía que hacerme daño.

Yo me acuerdo, y mira que llevo años en el feminismo y eso hace un contrapeso brutal en ese pensamiento, pero no es una cosa de sicópata mía, es algo que piensan muchas mujeres: «no lo dejo aunque me haya roto el brazo y la quijada porque ¿quién más me va a querer?».

Está tan arraigado en nuestro espíritu y condición, que somos nuestro primer enemigo. Por eso la frase del cuento ‘Nam‘ es clave.

Cuando sus amigos la besan, la niña de ‘Nam‘ no lo puede creer…

Siente que no se merece que la besen o la toquen, porque es desagradable a la vista. Pero yo no nací creyendo que era eso. En mi WhatsApp tengo una foto disfrazada de la Mujer Maravilla.

Hasta el día de la foto, yo pensaba que era la niña más cool, perfecta y poderosa, brillante, lo máximo, capaz de hacerlo todo, como la Mujer Maravilla. Pero al poco tiempo, alguien me dijo que con ese traje se me veía la barriga, que eso era muy feo y había que ocultarla.

No lo volví a usar y ahora es todo un statement, porque yo quisiera volver a esa niña y decirle: «Eres increíble, eres buena, compasiva, empática, eres rápida».

Pero eso no se puede. Por eso estoy tan cabreada con las familias.

¿Existe la familia feliz?

No conozco a nadie con una familia convencionalmente feliz. Tengo amigas con padre alcohólico o que las abandonó por otra señora, madres que pegaban.

No sé si los juguetes rotos nos buscamos…

Tolstoi dice que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera.

Yo creo que se parecen porque son de ficción. No creo que exista una familia feliz.

¿Y por qué será que no existen?

Todo lo que es sagrado fácilmente conduce al fascismo. Me parece extremista, fundamentalista: honrar padre y madre, la ropa sucia se lava en casa.

Es peligroso que no podamos juzgar una institución tan importante para nuestras vidas, la más importante tal vez, porque incluso si eres huérfano, esa ausencia de padre y madre es un fantasma que está penando en toda tu historia.

Por eso pasan las cosas que pasan.

¿Cómo nadie habla de que hay niñas embarazadas por sus papás, abuelos, primos? Se han hecho estudios y es así.

Todo bien con la familia, pero un momentito, si yo sé que tu hermano le pega a su mujer ¿por qué me callo?

Esa suma de secretos de familia hacen a esta sociedad de mierda.

Cuentos como ‘Coro‘ y ‘Monstruos‘ reflejan la desigualdad y la explotación social. ¿Por qué lo haces con tanta crueldad?

Es el germen de muchos terrores.

En el cuento ‘Monstruos‘, Narcisa es un nombre real, aunque el relato no lo sea.

Narcisa fue una niña de 10 años que le regalaron a mis padres cuando se casaron.

En un mundo lógico, razonable y amoroso, tendría que haber sido mi hermana mayor, porque ellos la adoptaron; sin embargo, era la sirvienta.

¿Por qué? ¿porque tiene otro color, otro origen? ¿cuál es la lección que me estás dando? La lección es que hay gente que no importa.

Todas esas preguntas a mí me obsesionan, esas cosas desalmadas de la clase alta.

Me ha marcado mucho pensar en la desigualdad social, tal vez por mi experiencia como migrante, en que me convertí en el otro, en el que la pasa mal.

Y ya que lo has vivido en tu piel ¿cómo resolver la situación crítica de la migración en Latinoamérica?

Yo no sé resolver nada, pero estoy muy molesta con alguna gente en el Ecuador, porque nosotros hace apenas 20 años nos fuimos todos.

El país se cayó, perdimos nuestra moneda y los aviones eran como pateras voladoras de gente desesperada por sacar a su familia adelante, porque su familia se moría y que ahorita digan que la delincuencia es culpa de los venezolanos, que el gobierno debería ser más duro. ¡Qué horror!

Es como de malagradecidos. ¡Me da tanta ira!

Hablo de esto como ecuatoriana que emigró, no podemos tener tan poca memoria y el corazón tan duro. El gran trabajo pendiente que tenemos, por una cosa de humanidad, son los exiliados de hoy.

En ‘Crías‘, una chica se enamora de su vecino y él le revela que los hámsteres se comen a sus crías. ¿Aquí se trasluce tu mirada del amor?

Es mi gran cuento amoroso. Un amor raro, lleno de perversidad, pero al mismo tiempo me enternece que estos dos outsiders se encuentren.

Ellos son las crías de los hámsteres, que han sido masticados por sus propios padres. Son fragmentos de personas que logran eso que es tan difícil, hacer que calce tu fragmento, tu pedazo roto, con el pedazo roto de otro.

Me gusta ese amor.

Yo sé que es un libro duro y hay gente que cree que es un libro sin luz ni esperanza, pero yo veo en ellos un tipo de amor: llegar a casa, encontrar tu lugar en el mundo.

Fuente e imagen: https://www.semana.com/educacion/articulo/me-parece-que-hay-una-cosa-monstruosa-en-la-relacion-entre-padres-e-hijos/630337

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