Es hora de que se piense que los colegios oficiales deben tener un administrador.
Por: Francisco Cajiao.
Resulta interesante observar la manera como suelen abordarse muchos problemas de la educación, pero en especial los de calidad.
Cuando se revisan los documentos que explican los planes sectoriales, sean nacionales o locales, no solo de Colombia sino de otros países, se nota una tendencia muy cercana a la obsesión taxonómica que se desarrolló a partir de la Ilustración.
Aproximarnos a la realidad nos obliga a hacer distinciones de las cosas que observamos, y para comprenderlas y actuar sobre ellas recurrimos a clasificarlas y ordenarlas. Esto ya se hacía desde épocas muy remotas, antes de que la taxonomía se convirtiera en una ciencia. Pero el afán de penetrar en los secretos de la naturaleza nos llevó más allá, diseccionando plantas, animales, personas y toda clase de organismos, con el fin de comprenderlos por partes cada vez más pequeñas.
Así como los anatomistas hacían disecciones desde la época de Herófilo y Erasístrato en la Grecia del siglo III a. C., con el objeto de comprender el cuerpo humano, los administradores y científicos de la educación diseccionan hoy las instituciones educativas, pieza por pieza, tratando de entender por separado el desempeño de los maestros, el liderazgo de los rectores, la inclusión de niños con dificultades, el matoneo, la ciudadanía, las competencias comunicativas, la primera infancia, las competencias blandas, la alimentación, y así hasta los mínimos detalles de la vida escolar.
Al igual que los anatomistas, los técnicos de la educación terminan trabajando con cadáveres, pues no basta entender cada pedazo del cuerpo para comprender cómo funciona. Diseccionar con propiedad un cuerpo requiere gran experticia si, además, se quiere describir con precisión cada parte. Pero lo que no es posible es volverlo a armar y hacer que funcione sin enfrentarse a un Frankenstein.
Por eso no deja de sorprender la dificultad que tenemos en Colombia –y entre los asesores que importamos, y en las universidades que ofrecen soluciones y en la literatura especializada– para comprender los colegios como organismos vivos que desarrollan una personalidad propia de acuerdo con las condiciones ambientales en las cuales deben desarrollarse.
La Ley 115 de 1994 entendió muy bien el asunto haciendo del colegio y de su Proyecto Educativo Institucional (PEI) el eje del sistema de educación básica y media. También entendió que debía hacerse con la participación de los miembros de la comunidad y que la principal función de los rectores debía ser formar comunidad educativa, pues ella es la garantía de convivencia, identidad y claridad en los propósitos centrales de la tarea educativa.
Pero, en la práctica, el ministerio y las secretarías que tienen cómo hacerlo comienzan a disecar los colegios desde sus propias dependencias, encargando a cada una de un pedazo. Así se diseñan programas que al llegar a la institución la seccionan y merman la capacidad de la comunidad de entenderse a sí misma como una unidad orgánica.
Es hora, por ejemplo, de que en la discusión sobre el Sistema General de Participaciones se piense que los colegios oficiales deben tener un administrador, de manera que los rectores desempeñen su rol de liderazgo pedagógico en la comunidad, porque hay una gran incoherencia al comparar la eficiencia de los colegios privados y sus resultados en calidad, cuando ellos disponen de amplios márgenes de autonomía y cuentan con gerentes administrativos que los públicos no tienen.
Los colegios son la unidad básica de calidad del sistema educativo, tanto en los aspectos formativos como en los intelectuales, y por eso deben ser entendidos y atendidos de manera integral y no por pedazos. La experiencia muestra que mientras no se fortalezca la institucionalidad del colegio, no hay fórmulas eficaces para la calidad.
Fuente: http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/francisco-cajiao/las-partes-y-el-todo-francisco-cajiao-122142
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