Por: Pablo Maurette
En un tiempo en el que el saber y el poder eran un tema de hombres, estas religiosas laicas propusieron un sistema de vida rebelde y contemplativo, cuya clave era educar a las mujeres.
Pobreza. El 14 de abril de 2013 murió Marcella Pattyn, la última beguina. Tenía 92 años. Las beguinas eran mujeres que abandonaban sus hogares para vivir en la pobreza, dedicadas a la caridad, a la plegaria y a la contemplación. El movimiento surgió en la Baja Edad Media en Flandes, en el norte de Francia y el oeste de Alemania, proliferó durante todo el siglo XIII y, en el siglo XIV, entró en un lento declive que culminó con la muerte de Marcella Pattyn. No se trataba de una orden religiosa, las beguinas no eran monjas. Estas hijas rebeldes, en general de familias de clase media y alta, rechazaban tanto la clausura del matrimonio como la del convento, las dos únicas opciones de vida para la gran mayoría de las mujeres en aquella época. Las beguinas se negaban a vivir bajo la autoridad de un sacerdote tanto como bajo la de un marido y, en consecuencia, estaban obligadas a convertirse en parias. En el siglo XIII, al tiempo que crecían en número, empezaron a fundar comunidades independientes conocidas como “beguinajes”, donde se dedicaban a trabajar la tierra y a criar animales, a fabricar cerámicas, a la industria textil, a estudiar la Biblia, a rezar y a educar. En los beguinajes solía también haber hospitales, y no era inusual que las beguinas mandasen comitivas de asistencia a los leprosarios. Los beguinajes eran misiones no clericales, matriarcados castos y asistenciales, pequeñas comunidades aisladas, cuya independencia no tardó en alarmar a las parroquias aledañas, que los combatió sin tregua hasta reducirlos en número y limitar su expansión. En consecuencia, muchas beguinas sufrieron la persecución de la Iglesia y algunas pagaron con la vida su intransigencia anticlerical. Margarita Porete, mística y autora de El espejo de las almas simples, fue acusada de herejía y ardió en la hoguera en 1310. Un año más tarde, el papa Clemente V (a quien Dante le reserva un lugar en la fosa de los simoníacos, en el octavo círculo del Infierno) acusó a las beguinas de herejes. Sus sucesores inmediatos aumentaron la presión sobre los beguinajes y la reforma protestante les dio la estocada final. Los pocos que quedaron sobrevivieron pasando desapercibidos, en la periferia de pequeñas ciudades o en zonas rurales, aislados, silenciosos, semiolvidados.
Activas y contemplativas. En el Evangelio de Lucas se cuenta que Jesús visitó la casa de dos hermanas, Marta y María, y mientras una (Marta) iba de acá para allá haciendo las tareas del hogar, esforzándose en ser buena anfitriona, la otra, María, se sentó a los pies del invitado de honor y lo escuchó hablar. Para la tradición cristiana, Marta y María simbolizan la vida activa y la vida contemplativa. Históricamente, teólogos y comentadores han estado de acuerdo en que, de las dos, María es quien está más cerca de Dios. A comienzos del siglo XIV, sin embargo, el místico y predicador Meister Eckhart, oriundo de la tierra de las beguinas y contemporáneo de la edad de oro de los beguinajes, trastocó esta lectura al afirmar que María se sienta para aprender de Jesús e incorporar la verdad en su corazón, pero Marta, que ya ha encontrado el camino, se dedica a realizar la obra de Dios en el mundo. “En la vida está el conocimiento más noble”, dice Eckhart en uno de sus sermones, y agrega que el objetivo último es vivir “junto a las cosas y no en las cosas”. Cada beguina era Marta y María, un compás con un pie firme en la contemplación y otro activo en el mundo orbitando el centro, emulando el movimiento divino y trazando la figura que mejor lo representa, la circunferencia.
Amores y erotismo. Activas en el mundo, las beguinas eran también intelectuales versátiles con una enorme libertad para empaparse de la cultura vernácula. En el siglo XIII, una de ellas, Hadewijch de Brabante, gran conocedora de la poesía profana, escribió cartas y poemas que expresan un deseo exasperado, casi insoportable, de fundirse con lo divino en un lenguaje atravesado de referencias al amor cortés. El de Hadewijch es un misticismo hipersensorial basado en el concepto de “amor” (minne). Minne es un término que proviene del léxico del amor cortés (los Minnesänger eran los trovadores). Como sucedería unos siglos más tarde en la poesía de Santa Teresa de Avila y de San Juan de la Cruz, en la obra de Hadewijch el amor sacro y el amor profano se entrelazan y se confunden en una sugestiva danza de erotismo y espiritualidad. La beguina habla de una experiencia epifánica originaria que tuvo a la edad de 10 años y en la que se le reveló minne. Minne no es un objeto, sino una experiencia, y deja como secuela algo que Hadewijch llama orewoet, una especie de furor, el deseo desenfrenado por el otro (en este caso, Dios), que se intensifica cuando el otro simultáneamente es y no es pasible de ser poseído plenamente. Este furor, que en palabras de Hadewijch, consume el corazón y hace arder las entrañas, se apodera de la persona con tal intensidad que pone en riesgo su estabilidad emocional y su salud física. La vida se vuelve así un afán constante, y profundamente melancólico, de sentir a ese otro. Las ocasiones en que se accede a esta experiencia son rarísimas, y el místico las debe aprovechar. Hadewijch llama a esto ghebruken, el gozo en la posesión, que es efímero pero transfigurador. Ghebreken, en cambio, es el deseo de gozo, la carencia, el anhelo descarnado, similar al anhelo del amante no correspondido. La vida del místico es un constante sube y baja emocional, un eterno retorno, un bucle infinito. Muchas beguinas fueron místicas. Beatriz de Nazareth, Agnes Blannbekin, Matilde de Magdeburg y María de Oignies vivieron entregadas al rezo y a la penitencia. Sus vidas, salpicadas de raptos extáticos y violentos altibajos espirituales, quedaron registradas en cartas, visiones, poemas y testimonios de terceros.
Revolución pedagógica. La verdadera revolución de las beguinas, sin embargo, fue pedagógica. Los beguinajes eran, a fin de cuentas, centros educativos en los que se impartía conocimiento teórico y práctico. En ellos, mujeres de todas las edades aprendían a leer y escribir, y se formaban en diversos oficios. Generaciones y generaciones de mujeres alfabetizadas y autosuficientes son el legado más duradero de esta asociación laica. Cinco siglos después del auge de las beguinas, otra educadora, Mary Wollstonecraft, en su Vindicación de los derechos de la mujer (1792), sostuvo que, para que se realizase el proyecto iluminista de libertad e igualdad entre los hombres, las mujeres debían tener acceso igualitario a la educación. En muchas partes del mundo esto todavía es una quimera.