La meritocracia, una ilusión

Hace algunos días tuve la ocasión de participar en una jornada de reflexión denominada “Renovando el Socialismo”, organizada por las Fundaciones Salvador Allende, Fundación Socialdemócrata y Chile XXI.

En dicha oportunidad, uno de los presentadores, Mauro Basaure, disertó a propósito de la meritocracia como instrumento de movilidad social. Este artículo, aclaro, no es una reacción mía a su ponencia, que considero legitima, sino a una reflexión propia que al respecto de la meritocracia he venido haciendo últimamente y que, luego del fervor electoral, paso a compartir.

Dice la teoría que la meritocracia es un sistema de organización y gobernanza en el cual las posiciones de poder, responsabilidad y liderazgo se asignan a individuos basándose en su mérito, que generalmente se mide por habilidades, talento, esfuerzo y logros. Una precondición para su realización es que, todos los individuos, independientemente de las características arriba enunciadas, deben tener las mismas oportunidades de demostrar sus habilidades y talentos.

El término “meritocracia” fue acuñado en su libro The rise of the meritocracy (1958) por el sociólogo británico Michael Young, en el que describe una sociedad en la cual las posiciones sociales y económicas se determinan exclusivamente por la inteligencia y el esfuerzo. Es decir, se trataría de una sociedad en la que el éxito y las oportunidades estarían determinados por el rendimiento y la capacidad individual, en lugar de factores como la clase social, la riqueza heredada, las conexiones familiares o el origen étnico.

Como todo concepto, este también ha sido acomodado a ideas aparentemente neutras, detrás de las cuales o se promueve la desigualdad o se esconden intereses contrarios a ella, usándose como una justificación al fracaso. Y en los casos más burdos como una explicación a la  pobreza. “Es que son flojos, no se esfuerzan, quieren que les regalen todo” es el léxico que escuchamos en Chile de parte de quienes se parapetan en la meritocracia para seguir por el ancho mundo de las desigualdades y su compañera de ruta, el abuso.

Siguiendo a Rawls, quien nos aporta una visión que corresponde a la época del capitalismo industrial, este no niega que la meritocracia podría en algunos casos contribuir a desarrollar espíritu innovador y servir de estímulo al emprendimiento.

Es, sin embargo, enfático en señalar que las habilidades que permiten a una persona tener éxito en un sistema meritocrático, no son meramente producto de su esfuerzo individual, sino que también en gran medida dependen de las circunstancias socioeconómicas en las que nacieron, y a las redes y contactos que han podido desarrollar en virtud, precisamente, de su punto de partida privilegiado.

Por eso que, para garantizar que las desigualdades basadas en los atributos sobre los cuales los individuos no tienen control (raza, género, origen social, o lugar de nacimiento,) Rawls acerta al sostener que para garantizar el acceso a oportunidades y recursos, le corresponde a las instituciones básicas de la sociedad garantizarlos. Es decir, es labor del Estado democrático hacerlo.

Llevada la meritocracia al plano de la empresa, por experiencia propia puedo sostener que  aquellas que utilizan la meritocracia para reconocer el aporte y esfuerzo individual al cumplimiento  de objetivos corporativos, si ello no es complementado con políticas de reconocimiento universal al esfuerzo colectivo del conjunto de las y los trabajadores, lo más probable es que la meritocracia pura y dura afecte negativamente los climas laborales. Ello debido a que, al ser individual, la meritocracia no considera que, para alcanzar el reconocimiento al mérito, el o la trabajadora reconocida requiere del aporte colaborativo y talento de sus pares.

Detrás de un discurso meritocrático, aparentemente justo e igualitario, en nuestro país se esconden las injusticias y los privilegios que se reproducen indefinidamente en el tiempo (…) La meritocracia pasa a ser una lotería social, que ilusiona pero no transforma

En una época distinta a la de Rawls, y en su extenso trabajo “El capital en el siglo XXI”, Thomas Piketty demuestra en base a la colección de data de diferentes países, que la acumulación desmedida de riqueza y las desigualdades económicas imperantes en el mundo bajo la hegemonía del neoliberalismo -de la que tampoco escapan los países con economías más desarrolladas- cuestionan la narrativa de la meritocracia, convirtiéndola en una ilusión al no considerar tampoco las diferencias en la riqueza heredada como barreras que limitan la movilidad social.

Para abordar las desigualdades, Piketty propone un sistema fiscal redistributivo con foco en la reducción de las desigualdades, que pueda financiar bienes públicos esenciales para la vida como lo son salud, educación, pensiones, vivienda y  un sistema de protección social. Ello porque en el marco del capitalismo neoliberal dichos bienes han sido convertidos, en algún u otro grado, en meras mercancías. Y nosotros llevamos la delantera.

A partir de nuestra propia realidad podemos decir algo más. La acumulación de riqueza, acompañada de la captura del régimen político por parte de quienes la concentran  y al mismo tiempo controlan los medios de comunicación, genera un cocktail que termina erosionando la confianza pública en las instituciones y finalmente debilitando el sistema democrático en su conjunto. Ese es claramente nuestro caso.

Ante todo lo anterior, cabe preguntarse si la meritocracia, que promueve un modelo individualista, es capaz de generar la movilidad social deseada, de modo que pueda ser adoptada como el camino idóneo y socialmente justificada, para alcanzar posiciones sociales y  económicas  independientemente de la  cuna de cada quién.

Desde luego, nadie en su sano juicio podría razonablemente oponerse, criticar o cuestionar que aquel o aquella tocada por la varita de la fortuna alcance una mejor posición en la escala de la movilidad social. El punto es más bien político y social, porque importa el modo en que una fuerza política socialista se plantee avanzar en la superación de las desigualdades que el capitalismo, y en especial su versión neoliberal, que se funda en un Estado mínimo y que privilegia la relación de las personas con las cosas, nos ha llevado a  niveles que afectan la paz social.

Detrás de un discurso meritocrático, aparentemente justo e igualitario, en nuestro país se esconden las injusticias y los privilegios que se autorreproducen indefinidamente en el tiempo. Incluso cambiando las formas de producción de bienes y servicios impulsados por los cambios tecnológicos, continuan consolidándose las jerarquías ya existentes. La meritocracia pasa a ser así una lotería social, que ilusiona pero no transforma.

Fuente de la información e imagen:  https://www.elquintopoder.cl

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