Blanca Heredia
Pocos (de los que van) saben ya, bien a bien, para qué sirve ir a la escuela.
Básicamente, porque, para la inmensa mayoría, la escuela no sirve para obtener los saberes y habilidades para “hacerla” en la vida. Además, lo que es, representa y ofrece tampoco parece servir ya para adquirir una identidad que sea reconocible o valiosa socialmente.
Los indicadores más obvios del desastre educativo actual en el caso mexicano son los puntajes en pruebas estandarizadas de logro escolar.
Los indicios más importantes son, con todo, las altas tasas de deserción de secundaria en adelante y de subempleo de los egresados de media superior y superior, así como lo magro del ingreso mensual promedio que percibe el grueso de dichos egresados en el mercado laboral.
Destacan, como condicionantes de estos resultados desalentadores los siguientes. Padres de familia con poco tiempo y energía para atender a sus hijos y ocuparse de su desempeño escolar, dadas las largas horas que les consume el poder cubrir el costo básico de vivienda y alimentación. Maestros, en su mayoría, motivados y responsables, pero dotados con bajos niveles de formación y muy escasos recursos para impulsar el desarrollo de sus alumnos. Funcionarios encargados de gestionar la administración y llegada de los servicios educativos a los niños y los jóvenes de México, para quienes la tarea de hacerlo adecuadamente es casi imposible dada su formación promedio y las circunstancias materiales, institucionales y políticas que enfrentan. Y, finalmente, números importantes de alumnos obligados por sus padres a ir a la escuela, quienes, a partir de principios o mediados de la secundaria, o dejan de asistir o se limitan a hacer acto de presencia en las aulas. Básicamente, porque la escuela no les dice ni les da nada.
Todas las anteriores son condicionantes próximas del lamentable estado que guarda la educación en el país. Las causas de fondo de esta situación, sin embargo, son, fundamentalmente cuatro. Primero, una sociedad cada vez más fuerte y rígidamente estratificada en la que el mérito y el esfuerzo no valen para (casi) nada. Segundo, una economía que no produce empleos dignos y formales en cantidad suficiente para hacer frente a la demanda de estos. Tercero, un modelo educativo que no corresponde ya ni con las realidades de México ni con las del mundo. Y, cuarto, la falta de interés de la sociedad y el gobierno de México para construir una visión capaz de reemplazar (en sus arrastres y efectos) la visión de Vasconcelos. En breve, la ausencia de una visión y ambición capaz de inyectarle frescura y fuerza al objetivo nacional de educar.
Vasconcelos lo tenía claro. Quería alfabetizar (en castellano) y enseñarles historia patria a los niños y jóvenes del país llamado “México” para hacer de ellos “mexicanos”. De ese objetivo central y de la lucidez de hacerse cargo de la realidad realmente existente se derivaba todo lo demás. Es decir: un sistema educativo entendido como fábrica productora de sujetos homogéneos y orientado a construir aparato y presencia estatal en todos los rincones del territorio del país; un proyecto dominado y organizado desde el centro; una visión que asumía como restricción, pero también como horizonte de deseo maestros con autonomía prácticamente nula. Maestros, esto es, que, al tiempo de ser líderes autorizados y reconocidos en sus comunidades, requerían prescripciones rígidas y puntales para enseñar lo que se aspiraba a enseñar.
Aquél primer proyecto educativo nacional fue exitoso en conseguir lo que se proponía y su perdurabilidad en el tiempo no encuentra parangón en ninguna otra esfera de la acción del Estado mexicano. Dicho esto, resulta claro, hace ya mucho, que ese proyecto se agotó.
Para hacer de la educación soporte de un desarrollo incluyente y dinámico, tendríamos que haber cambiado el modelo vasconceliano por ahí de los 1970s. No lo hicimos, en buena medida por razones políticas, pero también, y, sobre todo, porque lo poquito de movilidad social ascendente que generó la gigantesca ampliación de la cobertura y la escolaridad promedio durante los años del “milagro mexicano” se vio prácticamente suspendida a partir de los años 1980s.
Desde entonces, el privilegio terminó por devorarse lo poquito de mérito que había y que estaba anclado en la escuela. Hoy se habla desde el poder y en los medios como nunca antes del valor de la educación. El problema es que todo eso suena hueco ahí donde el origen es, casi sin excepción, destino, donde las aulas están cada vez más lejos de la realidad, y donde la escuela y los que la hacen posible carecen de las condiciones mínimas indispensables para educar, en el sentido de formar y abrir horizontes.
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