Por: Jose Joaquin Brunner
Al observar la actitud y los comportamientos claramente alejados de valores y prácticas democráticas de los dirigentes estudiantiles y desmanes como los provocados por los estudiantes durante la ocupación del INBA y de otros liceos, cabe preguntarse si acaso en nuestros colegios existe preocupación siquiera por este tema formativo o si la enseñanza renunció a hacer frente a la agresividad.
I
El Cristo crucificado arrancado del templo, arrastrado en vilo y lanzado a la calle para allí ser golpeado en el suelo por un grupo de jóvenes encapuchados no lejos de los signos más habituales de la protesta estudiantil -los gritos, el humo de las bombas lacrimógenas, el zamarreo entre jóvenes y carabineros, el potente chorro del guanaco, la destrucción de puertas y vidrios, los desplazamientos de la masa juvenil como una marea que va y viene, todo eso- sin duda es un potente símbolo de aquello que algunos jóvenes desearían destruir: el templo, la plaza pública, la polis democrática; objetos tenidos por sagrados; las autoridades sacerdotales y de cualquier tipo, el funcionariado policial y burocrático, el Estado represivo; el Padre como representación de la Ley, el Hijo como encarnación de una historia cultural; el lenguaje de las tradiciones; la disciplina en la escuela; las jerarquías estamentales, los lugares protegidos, los límites que separan lo permitido de lo prohibido; los valores cotidianos de la normalidad; el incesante tráfico comercial de la ciudad; la ética del poner la otra mejilla, la de un Dios que murió estrangulado por la compasión (Nietzsche).
Es decir, la civilización en sentido freudiano construida precisamente para reprimir y sublimar la violenta pulsión de la horda que amenaza con la barbarie, ese embriagador retorno a un estado de pureza primitiva, previo a todos los encadenamientos y deberes y responsabilidades que impone el “sistema” -dicho así, en su nivel más general de orden y poder simbólicos- el que como tal debería ser impugnado, embestido y reducido a pedazos justamente en ese plano, el simbólico.
¿Exageramos, acaso, frente a un hecho a fin de cuentas limitado, extraordinario, de origen oscuro, provocado a la sombra del anonimato, en medio de una situación puntual de colapso del orden?
Al contrario, son actos simbólicos de violencia como éste -o como la primera hoguera de libros aquel día en Berlín, o el primer linchamiento de un afroamericano por el KKK, o la profanación de tumbas, o los tumultos en los estadios, o la muerte de Baucis y Filemón en los versos del Fausto de Goethe- los que obligan a reflexionar y a preguntarse qué nos dicen de una sociedad, o de una época, o de nosotros como nación, o bien de las tendencias agresivas que, como argumenta Freud, podemos percibir en nosotros mismos y cuya existencia suponemos con toda razón en el prójimo.
Reaccionamos pues ante estas manifestaciones de hostilidad contra un Cristo de yeso no sólo, ni quizá en primer lugar, por lo que simboliza esa figura maltratada, sino por lo que nos hacen ver de nosotros mismos y de la fragilidad de la cultura. Es lo que Freud nos recuerda en su famoso ensayo El Malestar de la Cultura. Allí se lee que:
“Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. El interés que ofrece la comunidad de trabajo no bastaría para mantener su cohesión, pues las pasiones instintivas son más poderosas que los intereses racionales. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre, para dominar sus manifestaciones mediante formaciones reactivas psíquicas”.
Efectivamente, todo el entramado de la cultura con sus preceptos morales, narrativas comunitarias, virtudes de orden, íconos, esquemas clasificatorios, mandamientos religiosos e imperativos tradicionales, ideales de una buena vida, jerarquías racionales, formaciones científicas, aparatos de socialización y educativos, responde -al menos en una dimensión de la existencia social- a la necesidad (nunca fácilmente aceptada) de refrenar, doblegar y encauzar la agresividad instintiva de los hombres. Pues esta última, como explica el propio Freud, “es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano”.
Por lo mismo, en el gran esquema de las cosas, hay una tensión irresoluble entre esa tendencia instintiva y la cultura que busca transformarla y domesticarla; entre el instinto de vida (Eros) y el instinto de destrucción. Por eso señala Freud que “la evolución cultural puede ser definida brevemente como la lucha de la especie humana por la vida”; un “combate de los Titanes”.
Hay quienes repudian esta visión agonística de una cultura siempre al borde de desintegrarse -ni siquiera el siglo XX con su cadena de atrocidades, Holocausto, Gulag, Hiroshima, tortura, desaparecidos, napalm, etc. parece haberlos convencido-, “pues a quienes creen en los cuentos de hadas”, escribe nuestro autor, “no les agrada oír mentar la innata inclinación del hombre hacia ‘lo malo’, a la agresión, a la destrucción y con ello también a la crueldad”.
El Cristo arrancado de la Gratitud Nacional nos recuerda entonces, en primer lugar, que no todos los fenómenos de violencia nacen de factores sociales y pueden explicarse sociológica o económicamente. Hay una parte de la historia de la crueldad y la destrucción que obedece a leyes de la naturaleza humana y que expresan la irracionalidad de algunas de sus pulsiones más profundas, duraderas, autónomas e irrefrenable. ¡Sin duda cuesta aceptar esta idea! Pues ella nos fuerza -en medio de nuestra hiper racional, posmoderna, civilización científico-técnica, secularizada, desencantada, de donde el misterio ha sido desterrado y donde los grandes relatos filosófico-religiosos han sido lanzados al trasto-precisamente a pensar en términos de fuerzas naturales, del mal, el pecado, de Eros y Muerte. En breve, en términos de una cultura (del amor), pensaba Freud, que aspira a producir la unidad de la humanidad (¡quién se atreve aún a pensar así!) y un instinto contrario, de separación, que nos enfrenta a todos contra todos. Homo homini lupus, citó él; el hombre es un lobo para el hombre.
II
Mas no podemos quedarnos en el terreno donde el fundador del psicoanálisis dejó las cosas, entre lobos y “cuentos de hadas”.
En efecto, al medio de ambas miradas -una de la pulsión destructiva, que se despliega de Hobbes a Freud; la otra, de Rousseau, según la cual “todo está bien al salir de las manos del autor de la naturaleza”- hay espacio para una tercera perspectiva que nos permite apreciar cómo -desde el lado del psicoanálisis contemporáneo- se abordan temas que aquí nos interesan a propósito del Cristo maltratado en las calles de Santiago.
En un estupendo estudio, el psicoanalista y académico italiano Massimo Recalcati escribe: “Nos hallamos en la era del ocaso irreversible del padre, pero estamos también en la era de Telémaco; las nuevas generaciones observan el mar aguardando a que algo del padre regrese”.
Sociedad sin padres, de huachos, se ha dicho de la sociedad chilena; generaciones, sugiere Recalcati, sin figura paterna que refuerce en ellos los símbolos de la cultura. Su investigación se halla puesta bajo la invocación de la Odisea (XVI): “Si a todo alcanzara el poder de los hombres mortales, yo primero eligiera el regreso del padre querido”.
Su tesis es clara y frontal:
“La demanda del padre que invade ahora el malestar de la juventud no es una demanda de poder y de disciplina, sino de testimonio. Sobre el escenario ya no hay padres-amos, sino sólo la necesidad de padres testigos. La demanda del padre no es ya demanda de modelos ideales, de dogmas, de héroes legendarios e invencibles, de jerarquías inmodificables, de una autoridad meramente represiva y disciplinaria, sino de actos, de decisiones, de pasiones capaces de testimoniar, precisamente, cómo se puede estar en este mundo con deseo y, al mismo tiempo, con responsabilidad. El padre que es invocado hoy no puede ser ya el padre poseedor de la última palabra sobre la vida y la muerte, sobre el sentido del bien y del mal, sino sólo un padre radicalmente humanizado, vulnerable, incapaz de decir cuál es el sentido último de la vida, aunque sí capaz de mostrar, a través del testimonio de su propia vida, que la vida puede tener sentido”.
En el caso de Chile, dos cosas han ocurrido que pueden relacionarse con la tesis del autor italiano.
Por un lado, simbólicamente, la generación de los padres agotó en sí misma, y descartó para sus hijos y los hijos de ellos, cualquier sentido trascendente (incluso secular) de la vida. De hecho, despojó a la modernidad de su proyecto e ideales y deconstruyó las humanidades, expulsó de sus templos a los dioses, hizo enmudecer los grandes relatos y finalmente se quedó sin palabras.
Al mismo tiempo, por otro lado, abandonó cualquier vestigio de principio educativo ofreciendo a cambio a la sociedad de los jóvenes una retórica del no-desafío; el fin de las responsabilidades que, gradualmente, significó también vaciar de tareas el mundo y transformó la libertad en una serie de opciones sin sentido, triviales. En suma, en lenguaje de Recalcati, provocó “la desaparición de la función orientativa del Ideal en la vida individual y colectiva”.
Esto tiene seguramente mucho que ver con ciertas tendencias de la posmodernidad: la globalización de los mercados capitalistas, la creciente importancia de las cosas en desmedro de las ideas, el olvido incluso de la muerte de Dios, la sociedad de las incertidumbres, de lo líquido y una continua transición, el Zeitgeist del fin epocal, el desvanecimiento de los límites, la transparencia que amenaza con iluminarlo todo haciendo desaparecer incluso el pudor y la vergüenza, el predominio del espectáculo comunicativo 24×7 donde lo público deviene públicos (audiencias), el narcisismo de las pequeñas diferencias cuya explosión -junto con las revelaciones del instinto destructivo- invaden las redes sociales como una marea roja en el plano simbólico, la infinita levedad del ser que van adquiriendo las sociedades convertidas en arreglos contractuales, burocráticos, intercambios sin anclas, sin peso, sin solidez, sin padres.
Desaparecidos los ideales, cualesquiera que sean, cristianos y comunistas, democráticos y comunitarios, estéticos y eróticos, patrióticos y familiares, y traspasadas las sublimaciones simbólicas al movimiento de los mercados -mercados de ideas, creencias, filosofías de vida, rasgos de personalidad, coaching, belleza, orientalismos, salud, opciones y alternativas-, ¿cómo pueden las nuevas generaciones construir un horizonte de sentidos que pudiera hacer sentido para ellos? Súmese a esto la velocidad del cambio, la creación-destrucción de todo lo que nos rodea por obra de un capitalismo superschumpeteriano, la globalización, la Torre de Babel, el collage espiritual, el calentamiento global, los terrorismos, la industrialización de la cultura, los riesgos manufacturados y el consumo diario de violencia y muerte en las pantallas.
Sin sentido de trascendencia ni sentido de la historia, ¿cómo pueden las nuevas generaciones hacer frente a las contradicciones culturales del capitalismo y a las insatisfacciones de la democracia y a los abusos de la sociedad? Y, más allá, ¿dónde y cómo encontrar un sentido para las catástrofes personales y familiares, para las amenazas ecológicas, para los signos del mal que pululan a pesar de la supuesta madurez y adultez alanzadas por la razón?
Nuestro autor italiano, basado en su práctica psicoanalítica en otra sociedad enferma, levanta la siguiente tesis: que “la existencia de un nuevo malestar en la Cultura, del que la difusión epidémica de nuevas variedades de síntomas (toxicomanía, pánico, depresión, adicciones patológicas, anorexia, bulimia, etc.) es una manifestación elocuente [y] pone de relieve una profunda crisis en el proceso de filiación simbólica”.
Vuelve así a retomar su relato sobre el complejo de Telémaco; el de los hijos que junto al mar han quedado aguardando que algo del padre (como legado de ideas, artes, sentidos) regrese; una filiación simbólica; una continuidad cultural.
III
Como ha podido verse en días recientes desde que el Cristo maltratado volvió al templo, también la sociología ha buscado volcarse -aunque con vacilaciones- sobre los mismos temas de agresividad y violencia, de sinsentido y ruptura de las filiaciones culturales, desde su ángulo propio. ¿Por qué digo con vacilaciones?
Porque como bien sabemos quienes trabajamos en este campo, nuestra sociología tiene su propio, oculto, modelo de homo economicus kantiano; es decir, racional, calculador, lógico, de imperativos morales y conductas conforme a expectativas normadas que se aleja y muchas veces no nos deja ver al homo homini lupus.
El homo sociologicus sería el hombre funcional que ocupa roles y se halla determinado por su habitus de clase, estrato, casta, profesión u ocupación. Por el contrario, no lidia la sociología fácilmente con los factores irracionales de la sociedad, con los quiebres del orden, las explosiones de violencia, la desintegración de las familias; en fin, todo aquello que la disciplina llama, sintomáticamente, “conductas desviadas” e “instituciones fallidas”.
Vacila también, creo yo, porque en su versión crítico-latinoamericana la sociología ha desarrollado un nada oculto sesgo político-progresista. Éste suele impulsarla (acríticamente) a aplaudir (antes que a analizar) fenómenos como la disolución de la familia, la muerte de Dios, la erosión de las jerarquías, el quiebre de las disciplinas o el debilitamiento simbólico de la ley paterna, por estimar que son indicativos de progreso, de modernidad, de emancipación y liberalización de la vida.
Podría pensarse que lo mismo ocurre al pensamiento progresista al acercarse a los fenómenos de violencia y destrucción propios de la escena juvenil contemporánea. Ocultamente imagina que traen consigo las semillas de un nuevo orden y se hacen cargo de remover las cadenas del presente. La sociología, en tanto, muestra una cierta impotencia explicativa frente a dichos fenómenos porque su sesgo interno la sitúa más próxima a Rousseau que a Hobbes y seguramente juzgaría aproximaciones del tipo Recalcati como demasiado inclinadas hacia tópicos neoconservadores.
Como sea, los sociólogos estamos forzados a reflexionar sobre estos asuntos y no podemos evitar los tópicos que proponen algunos analistas de los malestares actuales de la cultura (occidental).
Podría ser, en efecto, que estamos frente a expresiones de anomia. El sociólogo clásico francés Emil Durkheim usó este término para aquella condición que caracteriza a una sociedad o grupo con un alto grado de confusión y contradicción en sus normas sociales básicas. Merton, un reputado sociólogo de los Estados Unidos expandió luego esta teoría y estudió las conductas (desviadas) que utilizan ciertos individuos o grupos para obtener metas culturales anheladas y que la sociedad valora -como enriquecerse, tener éxito, surgir en la vida, consumir y ser reconocido- careciendo, sin embargo, de los medios legítimos los cuales reemplazan por otros reñidos con la ley y con las pautas socialmente aceptadas.
Cohen, otro sociólogo norteamericano, representó más tarde dos tipos de respuestas de jóvenes frente a situaciones de anomia mertoniana. Primero, la respuesta de los corner boys, jóvenes que se retraen, no persiguen las metas culturalmente dominantes, y se integran a grupos con culturas propias fuertes como pueden ser grupos obreros, tribus urbanas, con estilos de vida antagónicos respecto de aquellos de los grupos integrados. Segundo, la respuesta de los delinquent boys, jóvenes que experimentan una frustración frente a las escasas oportunidades disponibles para ellos poder alcanzar un determinado status mediante los medios convencionales. Según este autor, puestos en esa tensión, estos jóvenes desarrollan unas subcultura que refuerza entre sus miembros las conductas desviadas, delictuales, que los ponen en contradicción con la ley y el orden social pero los aproxima a las metas postuladas por éste.
Otra visión deriva de la teoría Travis Hirschi. Se basa en la idea de que las conductas delictuales entre los jóvenes aumentan cuando se debilita el vínculo social en cuatro aspectos: (i) apego o conexión emocional con otros significativos, representativos de instituciones sociales como padre, profesor, sacerdote, parlamentario, empresario; (ii) creencia en la legitimidad de los instrumentos públicos de control social como leyes, reglas, tribunales y policías; (iii) compromiso suficiente para invertir tiempo, energía y recursos en los medios aceptados para alcanzar metas culturalmente valoradas como educación, trabajo, comportamiento comunitario, e (iv) involucramiento en actividades o instituciones socialmente valiosas, como pueden ser actividades extracurriculares, deportivas, vecinales, parroquiales, etc.
El desarrollo (adquisición, aprendizaje) desde la temprana infancia del autocontrol o autorregulación personales se ha convertido en otro eje crucial para explicar el desempeño escolar, y luego laboral, exitoso. Proporciona, asimismo, la base para una teoría adicional de la conducta juvenil desviada, complementaria a la del control social. Por ejemplo, Gottfredson e Hirschi postulan que la criminalidad entre los jóvenes muestra una estrecha relación con fallas en la adquisición de esta competencia crucial, hecho -claro está- que se relaciona a su turno con fallas en los procesos de socialización temprana y con problemas de desintegración familiar.
Otro ángulo de aproximación es el referido a la escuela y la violencia, frecuentemente precedido de fenómenos de interiorización de la violencia familiar y del contexto comunitario. Se vincula con situaciones de pobreza extrema, segmentación urbana, barrios bravos y colegios violentos. El bullying, práctica frecuente, es una manera particularmente insidiosa de penetración de la agresividad dentro de la sala de clase. Según mostró la prueba TIMSS (2012), en Chile un 62% de los escolares de cuarto básico declara ser víctima de bullying. Un 31% dijo sufrirlo casi todas las semanas, lo que ubica a Chile en quinto lugar entre los países con peores índices de violencia escolar detrás de Tailandia, Qatar, Bahréin y Marruecos. Los temas de autorregulación de la conducta, disciplina en las escuelas y motivación e involucramiento en el estudio se han convertido por eso mismo en objetos centrales de la investigación escolar. La formación en y de ciudadanía democrática adquiere aquí igualmente una importancia estratégica. Al observar estos días la actitud y los comportamientos claramente alejados de valores y prácticas democráticas de los dirigentes estudiantiles y desmanes como los provocados por los estudiantes durante la ocupación del INBA y de otros liceos, cabe preguntarse si acaso en nuestros colegios existe preocupación siquiera por este tema formativo o si la enseñanza renunció a hacer frente a la agresividad.
Tema estrechamente relacionado con el anterior es el de las drogas y la marihuana en particular, junto con un extendido alcoholismo desde los últimos grados de la enseñanza básica. En general, este tipo de experiencias adquiere su mayor virulencia en las condiciones de desintegración comunitaria en que se desenvuelven miles de hogares en nuestra sociedad. La teoría de los “vidrios quebrados”; los broken windows a los que habría que atender -de acuerdo a una conocida teoría proveniente de la experiencia de la ciudad de Nueva York y destacada recientemente por The Economist- si se desea evitar que un edificio, una comunidad, un barrio o una ciudad señalicen abandono y descuido y transmitan el mensaje que allí todo está permitido pues no hay ley ni orden que lo impida. En relación con la marihuana, en tanto, se señala que “Chile posee el más alto índice del mundo […] a nivel escolar, consumo que se encuentra en dramático ascenso: de 21,4% de los alumnos de 4º Medio en 1995 aumentó a 38,9% en el año 2013 (última medición), y de 3% en alumnos de 8º Básico aumentó al 15,7% en el mismo período”. Por su parte, un estudio del CEP muestra que alrededor de un tercio de los delitos cometidos por adultos puede atribuirse a la influencia de drogas como marihuana, pasta base y cocaína (una cifra que alcanza el 50% cuando se agrega alcohol), mientras que esa atribución alcanza al 20% entre adolescentes (que sube a un tercio cuando se agrega alcohol dentro de la estimación). Todo esto debiera interesar a la sociología. Revela conexiones entre droga y delitos por un lado y, por el otro, más generalmente, las dificultades que la marihuana, el alcohol y otras drogas generan para los procesos de socialización y educación de niños y jóvenes, particularmente en los hogares de menores ingresos y recursos de auto protección y apoyo familiar y social.
Un aspecto adicional que debe interesar a los sociólogos es el de la cobertura de la violencia por parte de los medios de comunicación. ¿Hay allí meramente un reflejo de la sociedad o una manipulación de sus angustias y temores? ¿Cómo se construyen identidades violentas en el espejo de la TV? ¿Los jóvenes son sujetos a rotulación y son estigmatizados por la prensa o ellos buscan hacerse visibles y tener su parte en la agenda del espectáculo? La figura del joven encapuchado necesitaría estudiarse como símbolo de la violencia juvenil en las calles de varias de nuestras ciudades. El control de identidad hace rato dejó de ser un problema policial para convertirse en un debate sobre las jerarquías y el orden de la sociedad. La tesis de que los media estarían interesados en “alentar el pánico moral contra la inseguridad, encarnada en la figura desviada de la juventud” es otra cara de ese mismo problema de identidad y orden. Adicionalmente, la sociología debería intervenir en la discusión sobre los efectos de la violencia en las pantallas de TV. Según un conocido informe de la FCC de los Estados Unidos, tres efectos se hallarían respaldados por la investigación: (i) un incremento de conductas antisociales, incluyendo la imitación de agresiones e interacciones negativas con terceros; (ii) una creciente desensibilización hacia la violencia, y (iii) un aumento del temor de convertirse en víctima de violencia.
IV
En fin, la falta de horizontes culturales de trascendencia, la interrupción de las filiaciones simbólicas, la disolución de una cultura paterna -el complejo de Telémaco-, los efectos de la secularización y el desencantamiento del mundo, la desaparición de lo sagrado de la vida urbana, son todos tópicos que debieran ocupar a una sociología auténticamente crítica. Igual como el papel de las responsabilidades en la esfera pública y privada, la perseverancia como forma de autogobierno personal, la formación de ciudadanía responsable y, más en general, la cuestión del orden en sociedades líquidas, fragmentadas, individualizadas, contractuales, de interacciones de mercado, y con un entorno de riesgos manufacturados en constante aumento.
A fin de cuentas, sin orden -tanto en la naturaleza como en la sociedad, según ha escrito con inigualable fuerza y belleza el maestro Shakespeare- la vida se torna imposible:
Mas cuando los planetas, en desorden,
Entremezclados giran, ¡cuántas plagas,
Cuántas monstruosidades, rebeldías,
Borrascas en el mar y terremotos,
Y huracanadas ráfagas y espantos,
Y mudanzas y horrores infinitos,
Dividen, y quebrantan, y destrozan,
Y arrancan de raíz y de su centro
La unión y la amistad de los Estados!
¡Oh! Si la disciplina se perturba,
Que de altos fines es la sola escala,
Caduca toda empresa. ¿Cómo pueden
Comunidades, hermandades, grados,
El comercio entre dos playas opuestas,
La primogenitura y sus derechos,
Las preeminencias de la edad, coronas
Y cetros y laureles mantenerse
Cuando no se respetan jerarquías?
Anuladlas. Destémplese esa cuerda,
Y ya veréis cuánta discordia surge.
Sin tino chocará cosa con cosa.
Los senos circunscritos de los mares
Hinchándose, las playas invadiendo,
Empaparán la redondez terrestre.
Del débil será dueño el vigoroso,
Dará a su padre muerte el hijo infame,
Y justicia será sólo la fuerza,
O más bien, la justicia y la injusticia
(Entre cuyas contiendas incesantes
La ley se asienta) perderán su nombre,
Como la ley también; y todo ello
Será violencia sólo, la violencia,
Apetito feroz, y el apetito
Un lobo universal, que secundado
Por esa voluntad y esa violencia,
Cual fiera devorando al universo,
Acabará también consigo mismo.
Shakespeare, Troilo y Crésida (III), versión castellana de Guillermo Macpherson, Madrid, 1922.
*Articulo tomado de: http://www.brunner.cl/?p=14424