América del Sur/ Brasil/ Septiembre 2016/Alejandro Grimson/http://www.biblioteca.unlpam.edu.ar/
Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad por Grimson, Alejandro.
En Los Límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad, Alejandro Grimson, doctor en Antropología por la Universidad de Brasilia, investigador del CONICET y decano del Instituto de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín, ayuda a llenar un vacío que caracteriza las ciencias sociales argentinas y la antropología en particular: la producción de teoría.
El autor no solo repasa y critica sino que, además, propone categorías que el tiempo dirá si son incorporadas en los debates futuros. Podríamos inscribir este libro en una producción académica presente los últimos 20 años en Latinoamérica, ubicada en la intersección de líneas de trabajo como los Cultural Studies, Antropología del Estado, Estudios subalternos y Estudios Latinoamericanos sobre Cultura y Poder.
El texto reúne una serie de análisis que Grimson viene desarrollando en dicho contexto y ha compartido en diversas instancias tales como capítulos de libros, publicaciones en revistas y conferencias, además de diversos medios de comunicación.
En esta ocasión plantea una revisión de posturas clásicas y posmodernas sobre las nociones de cultura, identidad, conocimiento y política. Su objetivo es promover una teoría con aplicabilidad al contexto intercultural actual, caracterizado por la intensa interconexión global, y capaz de aportar políticamente para la integración social, la tolerancia ante la diferencia y la disminución de la desigualdad
El libro está organizado en una introducción, seis capítulos y un epílogo. En la introducción repasa la disputa entre las posturas objetivistas clásicas (que en el análisis cultural se tradujo en el culturalismo esencializante que caracterizó a la antropología hasta las dé- cadas del 70-80) y las constructivistas posmodernas.
Aún reconociendo los aportes de éstas últimas al incorporar nociones de historicidad, poder, subjetividad, construcción y deconstrucción, Grimson sostiene que el constructivismo está agotado y es insuficiente para explicar procesos que, si bien fueron (inter)subjetivamente inventados, una vez cristalizados e incorporados a la práctica social, resultan (y operan como) naturalizados y objetivados.
La idea de que “todo es inventado” es fehaciente, pero invita al fin del análisis, descontextualiza la voluntad y sentimiento de los actores, y no explica las relaciones de poder entre las distintas invenciones sociales. Asimismo, argumenta que el paradigma posmoderno y su modelo multiculturalista fueron funcionales al neoliberalismo y contribuyeron a profundizar la desigualdad en el mundo. Su objetivo será entonces ir más allá de la crítica al posmodernismo y avanzar en el conocimiento de la relación entre cultura, identidades y política.
En el primer capítulo, “Dialéctica del Culturalismo”, el autor repasa la historia del concepto de cultura y sus efectos ético-políticos. Después de las concepciones evolucionistas (funcionales al colonialismo) y relativistas (críticas a la jerarquización entre culturas), la desacreditación del concepto de raza a causa del holocausto dio lugar a un mayor uso del concepto de cultura.
Éste fue naturalizándose como criterio esencializante de clasificación, y su politización lo llevó a cumplir el mismo rol justificante de desigualdades que antes cumplía la noción de raza. Según plantea el autor durante un tiempo primó la concepción del “archipiélago”, la cual sugería una mirada homogeneizante de culturas con límites fijos y un despliegue global territorialmente establecido.
Sin embargo, hechos como el colonialismo, las migraciones y el desarrollo en las comunicaciones contradijeron la “metáfora insular”, la cual traería consecuencias teóricas y políticas al desconocer la interconexión (desigual) entre los grupos humanos así como sus heterogeneidades, conflictos y desigualdades internas. Asimismo Grimson advierte que el “fundamentalismo cultural”, cuya simplificación más absurda sería equiparar cultura con identidad, facilitaría la reproducción de una xenofobia basada en las diferencias culturales. Pero además no sería una retórica exclusiva de los discursos conservadores de los países centrales, sino también de grupos históricamente discriminados. Por último, el autor sostiene que el culturalismo fue funcional al neoliberalismo.
Éste, abrazando un falso discurso de igualdad social, buscó hegemonizar el lenguaje en cuyo terreno se debatirían las demandas, y encontró en “la cultura” el elemento oportuno. Se reconoció la diversidad y el derecho a la diferencia pero esto no incluyó el reconocimiento de las desigualdades dadas a partir de esas diferencias. En el segundo capítulo, “Conocimiento, política, alteridad”, Grimson reflexiona sobre la relación entre conocimiento científico y aplicación política. Su propuesta es que, para ampliar los horizontes de la investigación, es necesario distinguir entre los resultados obtenidos y los objetivos políticos que los motivaron.
Las intenciones del investigador pueden llevar a idealizar (e identificarse con) los sujetos que trata de comprender. No obstante, los resultados pueden mostrar algo distinto a lo que se esperaba, y producir un desencanto ético y político. Sin embargo, esta misma situación, señala Grimson, tiene que ser considerada en el proceso de análisis.
El planteo es valioso, sin embargo no explicita una circunstancia cuya reflexión sería muy rica: ¿qué sucede cuando el investigador forma parte del mismo grupo que estudia y sus resultados involucren consecuencias políticas? En el tercer capítulo, “Las Culturas son más híbridas que las identificaciones”, el autor reflexiona en torno a la noción de frontera con el fin de introducir un problema que desarrollará en el apartado siguiente: la distinción entre los conceptos de cultura e identidad.
Reivindica la importancia de etnografías recientes realizadas en zonas fronterizas de América del Sur, ya que estos espacios serían referentes empíricos que dan cuenta de procesos sociales que ni el culturalismo ni el constructivismo han logrado explicar. Situaciones en las que, por ejemplo, sujetos que comparten una misma cultura (lengua, tradiciones, etc.) se sienten parte de Estados Nación distintos, como en el caso de la frontera de México y Estados Unidos, permiten sostener una primera distinción entre cultura e identidad.
Demuestran además, en oposición a las posturas clásicas, que la construcción de la nacionalidad no siempre es de arriba hacia abajo, sino todo lo contrario. En el cuarto capítulo, “Metáforas teóricas: más allá de esencialismo versus instrumentalismo”, propone una reconceptualización y diferenciación de los conceptos de cultura e identidad los cuales, en primera instancia, caracteriza como la trama de prácticas y significados sedimentados por un lado, y los sentimientos de pertenencia por el otro.
El problema, sostiene el autor, es que en la práctica las fronteras de una y otra no siempre coinciden. Los debates sobre la identidad se alimentaron históricamente de la “metáfora de la etnicidad” y la propuesta es que el concepto de cultura incorpore aportes de las teorías sobre la nación así como articulaciones entre las tradiciones esencialistas y constructivistas.
De este modo repasa planteos como el de “perspectiva distribucional de la cultura” y “perspectiva diaspórica”. Y, ante el desprestigio de la noción de “aculturación”, rescata conceptos como el de “articulación social” de Hermitte y Bartolomé, y “fricción interétnica” de Cardoso de Oliveira, pero critica un instrumentalismo implícito que, con su énfasis anticulturalista, daría excesiva importancia a los intereses políticos, no siempre suficientes para explicar la complejidad social.
Por otro lado, menciona perspectivas latinoamericanas que volvían a enfatizar la cultura, como la idea de “hibridación” de García Canclini. Finalmente, aborda la crítica a la perspectiva relacional mencionando la disputa teórica entre los antropólogos brasileños Pacheco de Oliveira y Viveiros de Castro. En el capítulo quinto se llega al punto nodal del libro, ya que el autor presenta su propuesta teórica, el concepto de configuraciones culturales.
Esta noción busca articular y superar ambas tradiciones, tanto culturalistas como posmodernas instrumentalistas, con el objetivo de construir respuestas adaptadas a la complejidad del mundo contemporáneo. El concepto “enfatiza la noción de un marco compartido por actores enfrentados o distintos, de articulaciones complejas de la heterogeneidad social” (172), y se caracteriza por cuatro elementos.
En primer lugar las configuraciones culturales son campos de posibilidad, es decir que en cualquier sociedad hay representaciones, prácticas e instituciones posibles, otras que son imposibles y otras que son hegemónicas. En segundo lugar, implican una lógica de interrelación entre las partes, lo cual alude a “la existencia de una totalidad conformada por partes diferentes que no solo tienen relaciones entre sí sino una especifica lógica de relación” (176).
En tercer lugar, una trama simbólica común, que más allá de la heterogeneidad de las interpretaciones, constituye lenguajes, principios de división del mundo y formas de enunciación compartidas. En cuarto lugar, presentan otros elementos culturales compartidos. A través del concepto de configuración cultural, Grimson se interesa por cuestiones como heterogeneidad, conflictividad, desigualdad, historicidad y poder. De este modo, el autor entiende las fronteras culturales ni de manera absoluta y cosificada ni como meras “ficciones”, sino como regímenes de significación diferenciados y percibidos por sus propios participantes.
El planteo es útil para abordar procesos complejos de orden político, económico, etc. que no dejan de estar atravesados por “lo cultural”, aunque no evidencien una Cultura discreta en particular. El sexto y último capítulo presenta los aspectos metodológicos de la propuesta.
Grimson menciona casos empíricos para dar cuenta de la complejidad conceptual que implica la distinción entre configuraciones culturales e identificaciones. Ambos elementos deben ser analizados por separado. En primer lugar, advierte que los términos cultura e identidad pueden tener un uso culturalista “de sentido común” pero no por eso deben ser descartados por el investigador, al contrario, es necesario explorar los significados que los sujetos les atribuyen.
Un segundo problema se relaciona con entender las identificaciones y las culturas de modo excluyente. Ante esta idea, Grimson destaca el carácter multidimensional de las identidades. En este sentido reivindica el concepto de interculturalidad para abordar un “mundo con intersecciones múltiples entre configuraciones culturales que, además, tienen fronteras y significados cambiantes” (198).
Por otro lado, ante la pregunta de cómo abordar la investigación cultural, Grimson sugiere la utilización de la estrategia “llave”, la cual trata de “encontrar las llaves que abren las cajas negras de las configuraciones culturales” (222), como pueden ser rituales, palabras y expresiones distintivas de una configuración y naturalizadas por sus integrantes.
Finalmente en el epílogo, el autor vuelve a destacar la complejidad que implica la interconexión del mundo actual y la necesidad de construir conceptos que se adapten a esta coyuntura y revaloriza, nuevamente, el de interculturalidad. Repasa la historia de la noción de identidad en Latinoamérica, mencionando desde los nacionalismos homogeneizantes hasta el multiculturalismo neoliberal. Concluye que ambos fracasaron en tanto fueron modelos planteados desde un poscolonialismo del saber, y no de manera autónoma por las sociedades latinoamericanas.
Lo importante, dice el autor, no es formular el problema como “cambio cultural contra conservación cultural, sino como imposición desde arriba o desde afuera, en oposición a agencia cultural y empoderamiento” (243).
El problema no es el cambio en sí, sino cuando el cambio es impuesto desde afuera. En definitiva, la lectura del libro es recomendable, ya sea para académicos como para público en general. Su propuesta es original, en tanto ensaya una teoría propia, y busca comunicarla en un lenguaje accesible. Es valioso el intento de superar categorías con notorios signos de desgaste, así como asumir que no existe un vínculo ingenuo entre el conocimiento y sus posibles aplicaciones, sino que los significados que se construyan sobre los sujetos y sus relaciones conllevan consecuencias políticas.
Ignacio Roca Instituto de Estudios Socio-Históricos Facy la propuesta es que el concepto de cultura incorpore aportes de las teorías sobre la nación así como articulaciones entre las tradiciones esencialistas y constructivistas. De este modo repasa planteos como el de “perspectiva distribucional de la cultura” y “perspectiva diaspórica”. Y, ante el desprestigio de la noción de “aculturación”, rescata conceptos como el de “articulación social” de Hermitte y Bartolomé, y “fricción interétnica” de Cardoso de Oliveira, pero critica un instrumentalismo implícito que, con su énfasis anticulturalista, daría excesiva importancia a los intereses políticos, no siempre suficientes para explicar la complejidad social.
Por otro lado, menciona perspectivas latinoamericanas que volvían a enfatizar la cultura, como la idea de “hibridación” de García Canclini. Finalmente, aborda la crítica a la perspectiva relacional mencionando la disputa teórica entre los antropólogos brasileños Pacheco de Oliveira y Viveiros de Castro. En el capítulo quinto se llega al punto nodal del libro, ya que el autor presenta su propuesta teórica, el concepto de configuraciones culturales.
Esta noción busca articular y superar ambas tradiciones, tanto culturalistas como posmodernas instrumentalistas, con el objetivo de construir respuestas adaptadas a la complejidad del mundo contemporáneo.
El concepto “enfatiza la noción de un marco compartido por actores enfrentados o distintos, de articulaciones complejas de la heterogeneidad social” (172), y se caracteriza por cuatro elementos. En primer lugar las configuraciones culturales son campos de posibilidad, es decir que en cualquier sociedad hay representaciones, prácticas e instituciones posibles, otras que son imposibles y otras que son hegemónicas.
En segundo lugar, implican una lógica de interrelación entre las partes, lo cual alude a “la existencia de una totalidad conformada por partes diferentes que no solo tienen relaciones entre sí sino una especifica lógica de relación” (176).
En tercer lugar, una trama simbólica común, que más allá de la heterogeneidad de las interpretaciones, constituye lenguajes, principios de división del mundo y formas de enunciación compartidas.
En cuarto lugar, presentan otros elementos culturales compartidos. A través del concepto de configuración cultural, Grimson se interesa por cuestiones como heterogeneidad, conflictividad, desigualdad, historicidad y poder. De este modo, el autor entiende las fronteras culturales ni de manera absoluta y cosificada ni como meras “ficciones”, sino como regímenes de significación diferenciados y percibidos por sus propios participantes.
El planteo es útil para abordar procesos complejos de orden político, económico, etc. que no dejan de estar atravesados por “lo cultural”, aunque no evidencien una Cultura discreta en particular. El sexto y último capítulo presenta los aspectos metodológicos de la propuesta. Grimson menciona casos empíricos para dar cuenta de la complejidad conceptual que implica la distinción entre configuraciones culturales e identificaciones.
Ambos elementos deben ser analizados por separado. En primer lugar, advierte que los términos cultura e identidad pueden tener un uso culturalista “de sentido común” pero no por eso deben ser descartados por el investigador, al contrario, es necesario explorar los significados que los sujetos les atribuyen.
Por Ignacio Roca
Instituto de Estudios Socio-Históricos
Facultad de Ciencias Humanas- UNLPam
Fuente:
http://www.biblioteca.unlpam.edu.ar/pubpdf/anuario_fch/v10n2a10roca.pdf
Fuente imagen:
https://lh3.googleusercontent.com/8QfrLv0wFXs9b3G4QLeZKE-S2KS9lFH-iaH6utwRdf8BMhcFg9aYy6Jxc03aWRDZwr5gy6M=s85
La nota repite el final