Claudia Romero
Por estos días formas clásicas de adoctrinamiento y propaganda acechan a las escuelas. Los panfletos didácticos sobre la situación del joven Santiago Maldonado, el catecismo obligatorio en las escuelas públicas de la provincia de Salta y los candidatos políticos haciendo campaña en las aulas, son tres hechos que sacuden, por su simultaneidad y grosería, los cimientos de la educación pública.
Los cuadernillos diseñados por la central sindical docente formatearon el discurso a introducir en jardines de infantes, primarias y secundarias del país para convencer que Santiago Maldonado, presentado como adalid de los pueblos originarios, es víctima de una “desaparición forzada”; o sea que el Estado (y el Gobierno) no sólo sería responsable directo de su desaparición sino que además niega y obstruye la investigación de la Justicia.
El material escandaliza por la estética básica del lenguaje y por enarbolar la ética de la posverdad, aquella que con el fin de modelar la opinión pública apela a las emociones, las creencias personales y descarta los hechos. “Pedofilia intelectual” lo llamó el filósofo Tomás Abraham, abuso de menores que en las aulas son víctimas de adoctrinamiento.
¿Dónde está Santiago Maldonado? es una pregunta legítima, tan legítima como ¿Por qué está muerto Alberto Nisman? Estas y otras preguntas pueden y deben resonar en escuelas, plazas y en la mesa de cada casa. Son preguntas que vuelven desde el fondo de la historia; “el pueblo quiere saber de qué se trata”. El camino, en honor a la tremenda historia argentina y los aprendizajes que ofrece, no es silenciar las preguntas sino estimular la búsqueda de respuestas válidas, fundadas en evidencias. El segundo hecho es el debate en la Corte Suprema de la Nación sobre la educación religiosa obligatoria en escuelas primarias públicas de Salta. El juicio contra el gobierno de la provincia fue iniciado por la Asociación por los Derechos Civiles en representación de madres de alumnos no católicos y llegó a la Corte.
En esa provincia los niños son expuestos, en horas de clase, a rezar, bendecir la comida y escribir en sus cuadernos oraciones de alabanzas a Jesucristo y a su madre virgen. Presenciar estas semanas el Amicus Curiae, las exposiciones de terceros ajenos al litigio a favor y en contra de sostener la enseñanza dogmática en escuelas públicas, fue por momentos un viaje a la Edad Media en la solemnidad del palacio de tribunales. Frente a los cruzados que argumentaron el derecho a imponer la fe católica en las escuelas por ser mayoritaria en la provincia y por estar avalado por la Constitución Provincial, juristas como Marcelo Alegre y Roberto Gargarella, que ya habían reclamado sobre los riesgos de discriminación cuando en 2014 se derogó el principio de educación laica que sostenía la Ley 1420, recordaron la inconstitucionalidad de tales prácticas por violar los derechos de los niños y adolescentes a la libertad de conciencia. Ahora la Corte deberá decidir si la educación pública ha de continuar siendo pública.
El tercer hecho, no por habitual, deja de ser grave. En una escuela primaria de Berisso, provincia de Buenos Aires, un candidato político que, como agravante, acaba de dejar su cargo de Ministro de Educación de la Nación, se mete en un aula en horas de clase para hacer campaña y documenta el hecho con desparpajo con la foto obscena, sonriente entre los alumnos.
La escuela debe enseñar conocimientos fundamentados garantizando un clima democrático y pluralista. Su función es socializar mediantes saberes legitimados públicamente, sin discriminación de los sujetos, sin dogmatismos en la elección de los objetos, sin autoritarismos en los métodos. Eso es lo que la distingue de una secta, de una iglesia o de un partido político.
La legitimación política, epistemológica y profesional del currículum escolar, es decir aquello que es legítimo enseñar en la escuela, depende al menos de tres criterios.
Primero de la coherencia normativa, es decir el respeto a la Constitución Nacional y a las leyes, segundo de la consistencia racional, es decir su apego al conocimiento basado en evidencias y los procedimientos de su construcción y argumentaciones para justificarlos y tercero de su especificación pedagógica, es decir la adecuación a las necesidades y posibilidades de aprendizaje. Lo que no es legítimo y más aún, lo que destruye el carácter público de los saberes que circulan en la escuela es distribuir información falsa, imponer dogmas o hacer propaganda de cualquier tipo y color, o sea practicar la “pedagogía del mal”.
La buena noticia es que para cada uno de estos hechos hubo alguna reacción social de protección a la escuela contra la “pedagogía del mal”. Habrá que fortalecer los reflejos ciudadanos para sostener el cuidado de las escuelas, porque cada una de ellas es un tesoro de la democracia.
Claudia Romero es Directora del Area de Educación de la Universidad Torcuato Di Tella