La alfabetización se ha ficcionado con gran acierto en el cine. Y en la realidad sigue siendo un desafio en muchos lugares.
En el último y espléndido filme de Pedro Almodóvar, Dolor y Gloria, su obra más personal y arriesgada con retazos autobiográficos, se recrean secuencias de algunos de los ritos iniciáticos de la infancia del protagonista en el pueblo valenciano de Paterna. Las hay muy bellas y significativas. Una de ellas es cuando, siendo un niño, enseña las primeras letras a un joven albañil. La madre del pequeño fija las condiciones del trato: “Mi hijo te enseña a leer y tú, a cambio, nos pintas y embaldosas la casa”. Le propone un simple intercambio de saberes, un fenómeno muy habitual en otras épocas y en las sociedades rurales tradicionales. La relación entre ambos no termina aquí y, en un momento de la cinta, con el paso del tiempo, sale a relucir el agradecimiento de aquel joven albañil convertido en pintor.
El intercambio de saberes lo teorizó largamente Iván Illich en La sociedad desesolarizada (1974). Hoy el banco de conocimientos y el intercambio de habilidades conforman una de las iniciativas más potentes y solidarias de la educación dentro y fuera de la escuela, entre las persones mayores y entre las distintas generaciones. Es una de las formas más naturales y provechosas de utilizar el saber de la experiencia.
El cine ha ficcionado experiencias de alfabetización de muy diverso signo. Basta recordar, a título ilustrativo, Un lugar en el mundo (1992) de Adolfo Aristarain; Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995) de Agustín Díaz Yanes, y Cartas a Iris (1989) de Martin Ritt, que narra la historia de un hombre acomplejado porque no sabe leer ni escribir -razón por la que lo expulsan de la cocina del restaurante donde está trabajando- y entra en contacto con una madre trabajadora con dos hijos que acaba de enviudar: la relación entre ambos corre a la par del proceso alfabetizador. Un relato conmovedor de amor y de amor al libro, magníficamente interpretado por Jane Fonda y Robert de Niro. Mención aparte merece El escolar (2010), de Justin Chadwik, basada en la historia real de un anciano que a sus 84 años, tas luchar por la liberación de Kenia, lo hace ahora para acceder a la escuela que nunca tuvo oportunidad de asistir, junto al alumbrado de seis años.
Este filn me recuerda la visita que hice en Cuba, hace ya más de cuarenta años, al Museo de la Alfabetización. Nunca olvidaré la imagen de un hombre que quiso aprender a leer a los 90 años. Allí se muestra el éxito de la campaña de alfabetización que movilizó a una gran cantidad de jóvenes que, únicamente con la cartilla y el fanal se lanzaron al monte, adentrándose en los lugares más recónditos. Sucedió en Cuba, en Nicaragua y en muchos otros países donde existía la firme convicción de que no podía construirse una nueva sociedad desde la ignorancia. Así lo entendieron algunos gobiernos y, sobre todo, algunos educadores y educadoras que se dejaron la piel.
Cuando se habla de alfabetización es casi obligado citar a Paulo Freire, porque aportó consistencia teórica y metodológica a los procesos alfabetizadores, partiendo siempre de una lectura del contexto muy pegada a las vivencias y necesidades del campesino. Un pensamiento que empodera a la ciudadanía en la medida en que le ayuda a comprender críticamente la realidad.
Hoy no corren buenos tiempos para la pedagogía liberadora freiriana en Brasil. El gobierno de Bolsonaro, en su deriva ultraconservadora que pone en riesgo la libertad de expresión, lo ha declarado “persona non grata” y lo ha proscrito de las aulas. Pero la obra, el legado y el testimonio de Freire son imborrables porque una buena parte de las pedagogías críticas del mundo entero lo toman como referente y siguen su estela. En las universidades, en los distintos niveles y espacios educativos y, naturalmente, en los círculos de alfabetización y en las escuelas de educación de personas adultas del mundo entero. Porque los maestros y maestras alfabetizadoras siguen enseñando con orgullo la herramienta más hermosa para acceder al conocimiento. Y el alumnado que se alfabetiza lo agradece con creces, porque cambia sus vidas. Quizás estos días personas de 20, 50 o 60 años podrán leer un libro por vez primera. Sería la mejor noticia para la mejor celebración de este 23 de abril, día del libro.
Fuente: https://eldiariodelaeducacion.com/pedagogiasxxi/2019/04/23/orgullo-y-reconocimiento-nunca-es-tarde-para-aprender-a-leer/