Por: Federico Mare
Las efemérides escolares, tal como hoy se las suele celebrar o conmemorar en Argentina (y sospecho que en otros países el panorama no debe ser muy diferente), tienen muchos bemoles ideológicos susceptibles de crítica: la verborrea patriotera, la visión esencialista y fosilizada de la historia, la folclorización del pasado, las exhortaciones nacionalistas a la concordia de clases, los anacronismos, etc. Ya me he referido a esos bemoles en diversos escritos. Hoy quisiera centrar mi reflexión en otro aspecto problemático: la bidimensionalidad de las efemérides escolares, su contextualización incompleta, su historicidad trunca o mutilada.
La costumbre, la usanza arraigada, es la siguiente: cada 25 de mayo, cada 20 de junio, cada 9 de julio, cada 17 de agosto, etc., las escuelas evocan y homenajean a los próceres o acontecimientos estipulados en el calendario educativo (la Revolución de Mayo, Belgrano, la Declaración de Independencia, San Martín), y establecen alguna relación comparativa, genealógica y moralizadora con el presente: el ayer como espejo, origen y ejemplo del hoy, en la vena del clásico precepto ciceroniano Historia est magistra vitae, «la Historia es maestra de la vida».
Hay solo dos temporalidades, solo dos dimensiones, en esta práctica cultural: el pasado conmemorado y el presente que conmemora. La tercera temporalidad, la tercera dimensión, no menos importante y significativa que las otras, queda casi siempre omitida, marginada en un cono de sombras. ¿Cuál es esa tercera temporalidad o dimensión? Las distintas coyunturas históricas en las cuales se instituyeron las efemérides escolares: cuándo, cómo, por qué y para qué se inventaron determinadas tradiciones conmemorativas, quiénes lo hicieron, para quiénes –o contra quiénes– lo hicieron, desde qué premisas, y otros entresijos del pasado nacional no menos relevantes. Este otro plano de historicidad, sin cuyo develamiento no es posible comprender y sopesar, en toda su complejidad ideológica, lo que se está conmemorando, es objeto de una contumaz elusión en las escuelas de Argentina.
Así, saltamos de 2019 a 1492 pasando por alto, de manera despreocupada, el año clave de 1916, cuando Yrigoyen decretó con bombos y platillos la celebración del hispanista y clerical Día de la Raza en tributo a la conquista y evangelización de América, verdadera ofensa a la memoria e identidad de los pueblos originarios. Festejamos el Día de la Tradición evocando el natalicio de José Hernández, pero soslayando olímpicamente aquel 1939 de la Década Infame en que la derecha nacionalista católica logró la sanción de la inquietante ley 4.756 en el Congreso, con el objeto de inculcar en las nuevas generaciones los valores de la argentinidad; valores asociados a una mitología gauchesca autoritaria y esencialista que poco y nada tenía que ver con los gauchos de carne y hueso del siglo XIX, y mucho con las modas ideológicas de la Europa de Entreguerras, como el movimiento völkisch de la Alemania nazi y otros telurismos chovinistas no menos siniestros. Podríamos enumerar muchos ejemplos, pero resultaría tedioso e innecesario hacerlo aquí.
Más productivo sería analizar en profundidad, con fines didácticos o ilustrativos, un caso particular: el llamado Día del Profesor, una efeméride de origen bastante reciente, dudosamente compatible con los valores democráticos. Se trata, parafraseando al historiador Eric Hobsbawm, de una tradición inventada por la última dictadura militar, a los efectos de contrapesar, en el imaginario escolar, la figura de Sarmiento y la conmemoración del Día del Maestro, demasiado laicas para el paladar clerical de Videla y sus burócratas. El 17 de septiembre se conmemora la muerte del intelectual y docente católico José Manuel Estrada (1842-1894), uno de los principales adalides de la cruzada ultramontana de la Iglesia contra el art. 8 de la Ley 1420 de Educación Común (1884), que sabiamente excluía del currículum de las escuelas públicas la enseñanza religiosa. Estrada, igual que Goyena, defendió a capa y espada la perpetuación de la catequesis en la escolaridad estatal. Igualmente enconada fue su oposición a las otras leyes laicas de aquella época: ley de registro civil, ley de matrimonio civil, etc.
La reivindicación de Estrada hecha por el régimen procesista a fines de los 70 –con el inefable Juan Rafael Llerena Amadeo, un ex funcionario del Onganiato, al frente del Ministerio de Educación– fue premeditadamente polémica, abiertamente revisionista de derecha. Fue una verdadera provocación ideológica, una bofetada al magisterio progresista de la Argentina. Se canonizó a Estrada ex professo como contrafigura de Sarmiento, a quien no se le perdonaba su militancia laicista, su veta anticlerical. Que se trató de una política de la memoria cuidadosamente pergeñada, queda demostrado, entre otras cosas, por el empeño puesto en buscar una fecha dentro del rango de septiembre, bien cercana al tradicional Día del Maestro. Llerena Amadeo se propuso, pues, recatolizar el mes sarmientino. No hay dudas al respecto.
Aunque como profesor valoro y agradezco, en lo personal, las salutaciones del 17/9, me resulta difícil olvidar, como militante del laicismo de izquierda, la genealogía reaccionaria de dicha efeméride. Decía Hobsbawm que la tarea de lxs historiadores es siempre recordar lo que la sociedad olvida. Pienso que tenía razón.
Es de suma importancia, por consiguiente, que hagamos el ejercicio genealógico-crítico de recuperar la tridimensionalidad de las efemérides escolares, sus tres umbrales de historicidad. No basta con evocar el pasado remoto que está explícito como tópico histórico de referencia (el combate de la Vuelta de Obligado, por ej.), ni con anclar la retrospectiva en el aquí y ahora para evitar que quede reducida a una abstracción anticuaria. Es preciso, además, traer a colación –y problematizar– el pasado más cercano que está implícito en el origen mismo de las tradiciones conmemorativas, en el contexto de su formación, en las circunstancias de su génesis (siguiendo con nuestro último ejemplo, aquel 1974 en que el segundo peronismo instituyó el revisionista Día de la Soberanía Nacional). Una memoria lúcida, desnaturalizada, deconstruida, consciente de sus propios artificios axiológicos y avatares en el tiempo, será siempre mejor –menos nociva– que una memoria rutinaria, indiferente a su historicidad intrínseca.
En su ensayo Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1874), Nietzsche alertó sobre los peligros de la historia monumental y la historia anticuaria, y elogió las bondades de la historia crítica que no cae en sobreactuaciones. Casi un siglo y medio después, muchas de esas reflexiones conservan intactas su frescura teórica y fecundidad práctica.
Fuente: https://www.rebelion.org/noticia.php?id=260854