Pensar la pandemia y la cuarentena
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Este texto no es una nota periodística de información general. Mucho menos un artículo de análisis epidemiológico, de divulgación médica o de prevención contra el coronavirus. Se trata, más bien, de un ensayo misceláneo en torno a la pandemia y la cuarentena de estos días, escrito desde una mirada sociológica y político-filosófica. Algo así como un mosaico de reflexiones críticas sobre el COVID-19, la emergencia sanitaria y los efectos –solo algunos, no todos– que ambos han tenido en la sociedad y la cultura, especialmente –pero no solo– en Argentina, país donde vivo.
He reunido, ampliado y corregido en este ensayo una serie de posteos que fui publicando en Facebook durante estos últimos días. Son, pues, prosas de urgencia, textos redactados en caliente, en medio de una vorágine de noticias periodísticas, medidas gubernamentales y reacciones sociales que iba poniendo patas para arriba mi cotidianeidad.
Nunca imaginé que esos garabateos casi impulsivos de parresía iban a decantar en un ensayo. Comencé a imaginar ese desenlace cuando, con sorpresa y algo de perplejidad, descubrí que muchas personas los leían, comentaban o compartían. Contra todo pronóstico, uno de ellos se viralizó, llegando hasta México, España, Perú, Chile y otros países. Si ha sucedido esto, colegí, es porque se ha puesto en palabras un sentipensar común, necesario. Fue recién entonces cuando decidí preparar y publicar este ensayo.
Aunque hice retoques, desarrollos o adiciones aquí y allá, preferí no reescribirlo desde cero. Algo me dijo que era mejor, que podía ser mejor, respetar la inmediatez y frescura que posee la redacción en esa virtualidad dinámica que son las redes sociales; virtualidad signada por el diálogo multilateral y la polémica candente. Mi gratitud para con quienes, desde la alteridad respetuosa del consenso o el disenso, brindaron el marco de coralidad dentro de la cual se engendró, nutrió y desarrolló este escrito. Un agradecimiento especial a mi amigo y camarada Ariel Petruccelli, historiador y teórico marxista de la UNComahue (Neuquén, Argentina), quien me ayudó a problematizar y matizar algunas de mis ideas.
Pandemia y teorías conspirativas
Muchas son las teorías conspirativas sobre el origen del coronavirus: Dios ha castigado a la humanidad por sus pecados, China ha usado un arma bacteriológica contra Occidente para conquistar la hegemonía global, los Estados Unidos sembraron un nuevo virus en China para frenar el ascenso económico del gigante asiático, el COVID-19 es una bioarma diseñada por un laboratorio del gobierno chino que se propagó accidentalmente, la «sinarquía» del NWO pretende acabar con la superpoblación mundial, el neoliberalismo busca deshacerse de la gente anciana para lograr un ajuste a gran escala en el sistema previsional, etc. etc. Entre tanto alarmismo y paranoia, conviene recordar una verdad de Perogrullo que invita a la prudencia y la mesura: todas estas hipótesis no pueden ser válidas, porque en muchos aspectos son incompatibles. Hay algo aún más inquietante que la proliferación irresponsable de elucubraciones complotistas sobre la pandemia: que muchas personas den por ciertas, al mismo tiempo, varias teorías o versiones que se excluyen lógicamente entre sí.
Todo lo dicho no excluye esta otra verdad: la humanidad es tecnológicamente capaz, desde hace rato, de producir armas biológicas o bacteriológicas del alta complejidad y letalidad; y cuando todavía no lo era, tuvo en muchas ocasiones la astucia de inventar bioarmas más sencillas como arrojar, con catapultas, serpientes venenosas o carroña contaminada a ciudades o fortalezas asediadas (tal como testimonia, entre otros, el general romano Sexto Julio Frontino –experto en tácticas militares y autor de las célebres Strategemata– a fines del siglo I). No solo eso: desde tiempos muy antiguos, hemos sido moralmente capaces de asesinar en masa, mediante variados métodos (guerras, genocidios, etc.), a nuestrxs semejantes, por codicia, ambición, odio, fanatismo, crueldad, venganza y otros motivos. Las atrocidades perpetradas por el imperio asirio, por Roma, por Gengis Kan, por los cruzados, por la Inquisición, por Cortés y Pizarro, por todas las potencias coloniales europeas, por Shaka Zulú, por Hitler y Mussolini, por Stalin, por el Japón de Hirohito, por las dictaduras latinoamericanas, por el déspota ugandés Idi Amin, por la Sudáfrica del Apartheid, por los jemeres rojos, por los Estados Unidos, por el fundamentalismo islámico, por la derecha sionista de Israel, eximen de todo comentario. Después de horrores inefables como la conquista de América, la Shoá o el bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki, nadie puede estar seguro o segura que la humanidad, a pesar de su modernidad, no vaya a hacer algo igual o peor. Nuestra especie parece no tener ya un non plus ultra tecnológico y moral.
Ahora bien: que la humanidad tenga la aptitud de cometer matanzas o masacres, no significa que toda mortandad sea intencional, premeditada, planificada. Quizás sí, quizás no. Es algo que no se puede saber a priori. Es algo que debe ser averiguado a posteriori en cada caso particular, a través de la recolección y análisis de evidencias. Podemos tener cierto escepticismo o recelo pesimistas respecto al origen de la pandemia. Cabe dudar de si se trata de un flagelo accidental o ex professo. Lo que no debemos hacer es dar por cierto lo segundo si no tenemos pruebas, y eso es lo que está ocurriendo ahora con las teorías conspirativas sobre la génesis del COVID-19.
También hay que decir esto: que la pandemia no haya sido criminalmente inducida, que no sea consecuencia de un plan maquiavélico de gobiernos o corporaciones, no significa que sea ajena a causalidades o factores sociales. En Italia, por ejemplo, las políticas neoliberales de ajuste en salud han contribuido al desmadre catastrófico de la tasa de contagio. Además, aun cuando la pandemia tuviera –como parece por ahora– un origen meramente accidental, eso no excluye la posibilidad de que distintos sectores del establishment se aprovechen de la crisis sanitaria desatada: gobernantes haciendo demagogia o suspendiendo las libertades públicas –con toques de queda, por ej.– más de lo estrictamente necesario, derechas racistas fogoneando la xenofobia (la sinofobia especialmente), empresas y comerciantes lucrando con la desesperación de la gente, etc. Las explicaciones de tipo funcional son totalmente legítimas, siempre y cuando posean algún sustento racional y empírico, y siempre y cuando se tenga bien claro la diferencia entre explicar la génesis u origen de un fenómeno, y explicar su pervivencia, desarrollo, mutación o intensificación.
Si hay alguien que debe estar feliz con la pandemia del coronavirus, o aliviado en todo caso, es Sebastián Piñera, el impopular presidente de Chile atornillado al sillón de O’Higgins. Lo que la represión no ha logrado en tantos meses, quizás lo logre en un par de días o semanas la cuarentena: distraer y desmovilizar a la sociedad chilena, que lo tenía contra las cuerdas. Al menos un poco y transitoriamente, pensará el mandatario, tan proclive, desde el inicio de la revuelta popular en octubre, a declarar el estado de excepción (mientras escribo estas líneas, Piñera ha decretado el toque de queda nocturno en todo Chile para –aduce– garantizar la cuarentena total). El tiempo dirá… Por lo pronto, en las últimas protestas ya se ha notado una merma considerable de manifestantes. El miedo al COVID-19, que forzosamente irá creciendo a medida que suban las tasas de contagio y letalidad (hoy todavía bajas), amenaza con paralizar la revuelta popular del país trasandino.
Pandemia, infodemia y sesgos ideológicos
Cuando leemos o escuchamos que la letalidad o mortalidad del coronavirus, en los países más afectados (Italia, China, Irán, España), oscila entre el 4 y 8%, tengamos en cuenta que esa estimación no es en base a la población total, sino, solamente, en base a los casos confirmados de infección. En Italia, donde hubo más decesos, la proporción respecto a la población total no llega al 0,005% (49,3 en un millón). En China, donde se inició la pandemia, es de 0,00022% (2,2 en un millón). Dimensionemos también cuál es la proporción de casos confirmados respecto a la población total: en Italia no llega al 0,07% (679 cada millón de habitantes). En España e Irán, no alcanza el 0,04%…
A nivel mundial, la letalidad del COVID-19 ronda el 3%. Pero de nuevo: recordemos que ese 3% es en relación a los casos confirmados de contagio, no en relación al total poblacional. Existen en todo el orbe, a la fecha, unas 304 mil personas infectadas de coronavirus, oficialmente. ¿Muertes? Cerca de 13 mil. Considerando que la población mundial treparía ya a 7.700 millones, eso significa que la pandemia ha afectado a algo menos del 0,004% de los hombres y mujeres del planeta, y que ha matado a algo menos del 0,0002%.
Me parece importante aclarar esto porque circula por WhatsApp, redes sociales, páginas de Internet, medios de prensa y foros virtuales una inmensa cantidad de mensajes alarmistas donde no se brinda ninguna precisión sobre cuál es la base demográfica de los cálculos. Insisto: no es lo mismo 3 decesos cada 100 habitantes, que 3 decesos cada 100 personas infectadas. Se advierte mucha confusión en materia infodemiológica. Esa confusión se debe, en gran medida, a la irresponsabilidad de quienes comunican. Por ej., médicos que graban y difunden audios por WhatsApp en los que dan por sentado que la gente ya sabe que los porcentajes de letalidad son en relación a los casos de contagio, y no al total de población. Tengamos más cuidado en lo que informamos. Hace rato que la OMS viene alertando sobre los perjuicios que genera la infodemia, esto es, la propagación de información sanitaria totalmente falsa, parcialmente errónea o insuficientemente clara.
No obstante, debe admitirse también que las estadísticas mundiales de casos confirmados no reflejan la gravedad de la pandemia en su exacta dimensión debido a que, al parecer, cerca del 80% de las personas contagiadas no son afectadas en su salud por el virus, pero sí pueden propagarlo en tanto portadoras. Esta aclaración, de cualquier modo, no contradice la cautela de los párrafos anteriores. Solo la matiza. En el mundo siguen muriendo muchísimas más personas por causas ajenas al COVID-19, que a causa del COVID-19: infarto, cáncer, diabetes, tuberculosis, cólera, accidentes de tránsito, asesinatos, suicidios, etc. No hay comparación posible en este sentido. Se impone, pues, la necesidad de poner coto al tremendismo.
No se propone aquí subestimar el coronavirus. En absoluto. Lo que aquí se sugiere es evitar exagerar su gravedad, a caballo de la paranoia, el pánico, la desinformación, el morbo y el sensacionalismo. Si la irracionalidad es lo que prevalece, la parálisis o el error le ganan la partida al cuidado preventivo responsable y solidario, único modo posible de revertir la pandemia hasta tanto se desarrolle la vacuna. En una entrevista que le hicieran en un programa de TV tucumano, el doctor Alfredo Miroli, inmunólogo, habló de tener “prudente temor”, evitando el “patológico terror”. En síntesis, ni subestimación ni exageración del COVID-19: justa calibración es lo que hace falta.
Cabe preguntarse: ¿habría tanto terror mortis frente al coronavirus si este fuese una típica enfermedad de la pobreza y la periferia, como el cólera o el paludismo, que causan estragos mucho mayores? La malaria, por ej., se cobra un millón de muertes al año; la diarrea, casi dos millones; la tuberculosis, al menos un millón y medio… El COVID-19 aún no ha llegado a las 14 mil defunciones… Pero claro: Italia no es Mozambique o Haití, ni España es Camboya o Nicaragua; y las clases altas y medias que pueden cultivar el turismo internacional o los viajes de negocios, llevando o trayendo el coronavirus, nada tienen que ver con el «pobrerío oscuro» que habita en zonas rurales y urbano-marginales del planeta.
Es sintomático, en este aspecto, lo poco y nada que se está hablando del impacto de la pandemia en Irán, una de las naciones más grandes y pobladas del Medio Oriente: alrededor de 20 mil o 21 mil casos confirmados y más de 1.500 muertes. La cobertura periodística y el interés del público ha sido muy dispar. Francia, Alemania y Estados Unidos importan: son países centrales, occidentales y ricos, miembros de la OTAN. Irán no importa: es un país «tercermundista» y pobre, islámico, acusado de terrorismo. No se mide con la misma vara, no. Hay vidas que valen más que otras, conforme a criterios de clase y étnico-geopolíticos (no siempre explicitados pero siempre operantes). La pandemia no está libre de sesgos ideológicos.
Cuarentena y teletrabajo
La cuarentena no son vacaciones, nos recuerdan nuestras autoridades gubernamentales y patronales con insistencia, y a veces con cierto tono admonitorio o socarrón. Muy cierto. Si resulta riesgoso salir del hogar para ir a trabajar o estudiar, también resulta riesgoso salir de esparcimiento, al menos si el esparcimiento conlleva contacto con muchas personas: shoppings, discotecas, estadios, cines, plazas, fiestas, etc. Los países que no entendieron eso, lo están pagando caro.
Pero tampoco la cuarentena debiera ser pretexto para el trabajo a domicilio carente de toda utilidad, meramente burocrático, sin más razón de ser que el afán directivo –privado o estatal– de evitar a toda costa, por inercia o mezquindad, o por malicia o rencor, que lxs trabajadores se den el gusto de «holgazanear» o «no hacer nada» en sus casas. Qué pasión triste –parafraseando a Spinoza– es esta de combatir el ocio con tareas a distancia absurdamente innecesarias.
Traigo un ejemplo a colación: la educación virtual en Mendoza, Argentina, que de un día para el otro la DGE pretende que se improvise en las escuelas como «panacea» a los problemas pedagógicos que plantea la cuarentena, la suspensión de las clases. Es una reflexión crítica que compartí en el grupo institucional de WhatsApp de uno de los CENS donde trabajo como profesor:
«La mayoría de nuestrxs estudiantes son muy humildes. No tienen computadora ni Internet en sus casas. Celulares sí, pero, por lo general, se trata de modelos viejos y pequeños, poco adecuados para la redacción extensa y la realización de trabajos prácticos u otras actividades didácticas. Sus posibilidades de navegar en Internet o de acceder a sus correos electrónicos también suelen ser muy limitadas. Por lo que noté, se manejan con tarjetas prepagas, y los paquetes de datos les duran poco y nada. La educación a distancia, el aula virtual, etc., pueden funcionar muy bien en otros contextos, como los colegios privados o de la UNCuyo, donde asisten adolescentes de clase media y alta que cuentan con otros recursos tecnológicos: computadoras y wifi en sus hogares, celulares de última generación, abonos con muchos gigas… La DGE no tiene nada claro cuál es la realidad socioeconómica en las escuelas urbano-marginales de Mendoza. Es una tecnocracia encerrada en un termo. Hay diferencias de contexto muy pero muy grandes entre un CENS como el nuestro, ubicado en una barriada periférica, y un colegio universitario del centro. No tengo problemas en preparar actividades para que mis estudiantes realicen en sus casas. Lo voy a hacer. Pero es muy poco probable que esos materiales les lleguen, y que luego puedan enviármelos para su revisión o corrección.
Otro asunto importante: se supone que estamos en la etapa de diagnóstico… Eso significa que no deberíamos enseñar nuevos contenidos, sino indagar y repasar los saberes previos de nuestrxs estudiantes. La DGE insiste en que enseñemos a distancia, no obstante la cuarentena, pero, al mismo tiempo, parece haber olvidado por completo la instancia pedagógica del diagnóstico.
En fin, me parece muy improvisado, caótico, confuso y absurdo el proceder de la DGE. Quienes trabajamos cotidianamente en las escuelas (ya sea en tareas de docencia y asesoría pedagógica como en tareas directivas, administrativas y técnicas) pagamos el pato de toda esa inoperancia. Pareciera que la DGE no tiene más preocupación que la de recordarnos que una cuarentena no son vacaciones… Vuelve a aflorar en esto, una vez más, el viejo prejuicio conservador según el cual lxs trabajadores de la educación somos «haraganes» e «hijxs del rigor». El trabajo a domicilio y la educación a distancia requieren ciertas condiciones, ciertos recursos… La DGE no se ocupó de nada de eso. No hubo planificación, ni inversión, ni preparación. No hubo nada. Solo desidia. Y ahora, de golpe, pretende que las escuelas hagan magia.»
Hay también, por otro lado, mucho de sobreactuación en esto de contar lo maravillosamente bien que nos va en adaptarnos a la cuarentena, en describir el ingenio y la inventiva que tenemos para sortear los contratiempos que generan las medidas de suspensión y aislamiento en el trabajo, la educación, el transporte, la salud, el aprovisionamiento, el cuidado de menores y mayores, etc. Creo que nos está faltando honestidad intelectual –y acaso un poco de humildad– para entender y asumir que la emergencia indefectiblemente conllevará postergaciones de toda índole en nuestras vidas. Lo que quiero decir con esto es que muchos quehaceres no podrán ser hechos a distancia, virtualmente, y que habrá que diferirlos o posponerlos para cuando la crisis sanitaria haya pasado. No se puede hacer magia, aunque gobernantes, tecnócratas, patrones y jefes nos presionen todo el tiempo con el memento sarcástico «recuerden que la cuarentena no son vacaciones». Comprendamos y aceptemos, con realismo y sin desesperación, que muchas cosas habrán de quedar en el freezer por un tiempo, aunque eso no le guste a quienes mandan. Opino que nos está faltando un baño de estoicismo.
No en todos los casos, pero sí en muchos, el teletrabajo que hoy se improvisa bajo cuarentena es solo burocracia improductiva: papeleo virtual que no reporta ningún beneficio real, y que solo responde a la lógica patronal-punitiva «no estamos de vacaciones». El trabajo asalariado, de por sí alienante por las razones que explicara Marx, se vuelve aún más alienante cuando, disociado de las condiciones materiales que lo harían viable y útil, pierde toda conexión con las necesidades sociales. Cuando el homeworking queda reducido a un simulacro desesperado y fantasmagórico de continuidad laboral, sin más sentido que el de reprimir o frustrar la «vagancia» de los «recursos humanos», el capitalismo muestra una de sus facetas más mezquinas, absurdas y enajenantes.
No dejemos que el poder, so pretexto de una emergencia sanitaria cuya gravedad nadie cuestiona, demonice y aplaste el ocio con una avalancha de requerimientos y tareas a distancia impracticables e inservibles. Defendamos la skholè (rescato la palabra griega para darle más fuerza al concepto) del vigilantismo filisteo de las gerencias y tecnocracias. Sin skholè –en la Grecia antigua lo sabían muy bien– no hay ciencia, ni arte, ni filosofía. Sin ociosidad no existe la posibilidad de leer, de formarnos, de cultivar el autodidactismo, de reflexionar, de crecer intelectualmente… El ocio constituye una pasión alegre, en estricto sentido spinoziano: es decir, una pasión que nos perfecciona.
La skholè, en palabras de un notable sociólogo francés, es “tiempo libre y liberado de las urgencias del mundo, que posibilita una relación libre y liberada con esas urgencias y ese mundo”. El ocio sirve, entre otras cosas, para releer y actualizar libros esenciales, como las Meditaciones pascalianas (1997) de Pierre Bourdieu, obra de la que extraje la cita anterior. Releer y actualizar libros esenciales es, me parece, un modo muy productivo de utilizar el tiempo libre de la cuarentena. O en todo caso, un modo menos inútil que «trabajar a distancia» para alimentar la maquinaria burocrática.
¿La cuarentena un privilegio de clase?
Se ha viralizado en las redes sociales, con bombos y platillos, un meme que dice “poder quedarse en casa también es un privilegio de clase”. Nos recuerda o explica que cumplir la cuarentena “mirando Netflix o leyendo libros es la realidad privilegiada de unos pocos”. No solo eso: “romantizar el aislamiento puede ser un insulto para una gran parte de la sociedad, que si no trabajan, no comen”. Y concluye: “poder adherir al «yo me quedo en casa» también es privilegio de unos pocos”.
Hace años que vengo leyendo dispositivos retóricos de este tipo, construidos sobre la premisa de que tal o cual cosa «también es un privilegio de clase»: vacaciones pagas, viajes turísticos, empleo formal, estudios universitarios, obras sociales, salario acorde a la canasta básica, alimentos saludables, vivienda propia y confortable, actividad intelectual, goce estético, práctica de ciertos deportes… En fin, todo aquello que podríamos englobar como satisfacción de necesidades secundarias, e incluso, a veces, necesidades básicas.
Sé que es políticamente incorrecto decirlo, pero necesito decirlo: estoy harto de esta clase de memes. Hay algo de verdad necesaria en ellos, no lo niego: la empatía y solidaridad con quienes menos tienen. Pero también mucho de falacia contraproducente. Está fuera de toda discusión seria que la población asalariada y con trabajo formal –aun el precarizado– está mejor que aquella otra condenada por el sistema capitalista al desempleo, la informalidad, el cartoneo, la venta ambulatoria o la mendicidad. Existen, entre una y otra, significativas diferencias en nivel de ingresos, en hábitat, en salud y nutrición, en educación y esparcimiento, en capacidad de consumo y ahorro, etc. Pero, en la mayoría de los casos, no corresponde calificar esa brecha como privilegio, ni en términos sociológicos ni en términos ético-políticos (privilegio en su denotación o connotación negativa, que es la más corriente).
¿Es justo, por ej., considerar a una enfermera, un operario de fábrica, una profesora suplente del secundario o un barrendero municipal como una persona «privilegiada» solo porque tiene un empleo formal que lo sitúa técnicamente, en las estadísticas oficiales, por arriba de la línea de la pobreza? Por supuesto que hay personas que están peor que las que acabo de mencionar: gente en situación de calle, relegada a la pobreza o la indigencia, que padece hambre y otras injusticias. Pero, me pregunto, ¿el hecho de no estar tan mal es siempre sinónimo de privilegio? Honestamente, me parece un disparate, un despropósito.
Se ha tergiversado y banalizado en exceso la palabra «privilegio», con mucho descuido de la semántica y la sociología. Un privilegio de clase no se reduce a un mero estar mejor que otrxs. Privilegio de clase es un estar mejor que otrxs, a expensas de otrxs, o de alguna otra forma éticamente cuestionable. Es decir, el término «privilegio» solo corresponde cuando hay explotación u otra injusticia. Tildar de privilegiadas a millones y millones de personas que trabajan duro por un salario (muchas veces bajo condiciones precarizadas y sin llegar siquiera al piso de la canasta básica), solo porque existen personas que están peor, me parece una moda intelectual nefasta, cuyo efecto práctico es el de legitimar o justificar la nivelación para abajo, el aplanamiento de derechos. Es dar a entender que las primeras son las culpables de la postergación de las segundas, un desquicio que alimenta la guerra de pobres contra muy pobres mientras que las clases dominantes que nadan en la opulencia, y que sí son privilegiadas, se destornillan de risa.
Es hora de terminar con la cantinela culpógena de que el trabajo asalariado, con su modesta satisfacción de necesidades vitales, constituye un «privilegio de clase». En el capitalismo, la única clase verdaderamente privilegiada es aquella que extrae plusvalor de las masas productoras, aquella que acumula riquezas a través del parasitismo, a través de la explotación. Es la burguesía la responsable de la pobreza extrema de quienes quedaron al margen del mercado laboral formal.
No digamos que cualquier trabajador o trabajadora en cuarentena –una maestra rural con hijxs menores, un recolector de residuos sexagenario, una cajera de supermercado con dolencias pulmonares, un celador que debe cuidar a su madre anciana, etc.– está disfrutando «románticamente» de un «privilegio de clase», porque hay quienes –un cartonero, una vendedora ambulante, un campesino– no pueden darse el lujo de dejar de trabajar y ver una serie de Netflix o leer un libro. No naturalicemos el reaccionario sofisma según el cual el trabajo asalariado, y la satisfacción de necesidades básicas o secundarias, es una prerrogativa elitista, mal habida y vergonzante. El adversario no es el segmento menos pauperizado de la clase trabajadora. El adversario es la clase capitalista que explota o excluye a las mayorías populares. No romanticemos el sentimiento de culpa. La lucha es contra el capitalismo, no contra el buen vivir.
Llegará el día en que se teorice –para deleite de los oídos patronales y neoliberales– lo que ya están dando a entender desde hace rato con ejemplos prácticos cada vez más desatinados: que tener derechos laborales «también es un privilegio de clase», porque hay gente que no los tiene: descanso dominical, vacaciones pagas, indemnización por despido, aguinaldo, licencia por razones particulares, etc. Será distópico.
Los derechos que no están universalmente garantizados no son privilegios. Son eso: derechos que no están universalmente garantizados. El desafío político que tenemos por delante no es crear culpa en la conciencia de quienes ya los gozan legítimamente, sino luchar hasta lograr su universalización (universalización no solo jurídico-formal, sino también, y sobre todo, real, efectiva, práctica).
Recurramos a un ejemplo ficticio inspirado en la realidad: María. María es una joven humilde de ascendencia boliviana, madre soltera, que vive en una barriada del oeste de Godoy Cruz, Gran Mendoza. Trabajando de empleada doméstica, hizo un contacto a través del cual consiguió un empleo formal en un shopping, para limpiar los baños y el patio de comidas. Tiene un trabajo más o menos estable, pero muy duro y precarizado. Gana un salario que no llega a la canasta básica. Víctima de un abuso sexual que teme denunciar, queda embarazada y elige no ser madre de nuevo. Con mucho esfuerzo, sacando un préstamo personal, logra pagar un aborto seguro en una clínica privada.
Pregunta: ¿vamos a considerar a María una «privilegiada de clase» solo porque no es una indigente en situación de calle que murió en un aborto clandestino mal realizado? Me parece muy errado y peligroso ese razonamiento… El privilegio de clase no se reduce, insisto, a un estar mejor que otras personas (o no tan mal como ellas). Es un estar mejor que otras personas a costa de esas personas, explotándolas, como hace la clase capitalista; o bien, cualquier otro estar mejor que esté viciado de injusticia e ilegitimidad. María no explota a nadie. Trabaja y sufre la explotación. Aunque no todo el mundo los tenga, sus derechos laborales no son privilegios de clase.
Desde los tiempos de la Ilustración y la Revolución Francesa, la palabra «privilegio» suele entrañar una carga semántica profundamente negativa, peyorativa, ya sea por denotación o connotación. No siempre, por supuesto. También hay un sentido más coloquial y neutro del término, como cuando alguien dice: tuve el privilegio de asistir al último show de los Beatles, en la terraza del Apple Corps. Pero cuando se habla de «privilegio de clase», con todas sus implicancias o resonancias sociológicas, no parece tratarse de una noción tan ingenua e inocua… Usarla con ligereza, confusa o ambiguamente, es algo que debiéramos evitar hacer, sobre todo en contextos de discusión pública donde hay cuestiones delicadas en juego, como una emergencia sanitaria por pandemia, el problema de la distribución de la riqueza o la avanzada del neoliberalismo contra los derechos sociales conquistados.
Pandemia y cuarentena, distopía y utopía (a modo de conclusión)
En circunstancias como esta, de pandemia y cuarentena, donde la vida cotidiana sufre de golpe toda clase de desórdenes y problemas insospechados, uno comprende, en medio de tanta fragilidad e incertidumbre, de tanto absurdo y estrés, que las distopías del cine y la literatura no necesariamente son los futuribles de un pesimismo abstracto y delirante. Pueden ser también los futuribles de un realismo bien situado aquí y ahora. Un realismo lúcido, crítico, comprometido, capaz de usar el artilugio retórico de la hipérbole para visibilizar –alertarnos de– todos los males y las amenazas de este mundo que habitamos.
Fenómenos de crisis como esta pandemia serán cada vez más frecuentes, porque el derrumbe del capitalismo está a la vuelta de la esquina de la historia. La concentración de la riqueza, el calentamiento global, la superpoblación, el consumismo, la contaminación, el extractivismo, la recomposición del mapa geopolítico mundial con el descenso de Estados Unidos y el ascenso de China, etc., conforman un cóctel explosivo. Se avecina un colapso civilizatorio.
Ojalá sepamos aprovechar ese colapso para hacer la revolución socialista. Una revolución socialista con nuevas premisas, de vocación antiautoritaria y antiburocrática, que no nos conduzca otra vez a los errores y horrores del estalinismo. Ojalá, sí. Porque también existe el riesgo de que el capitalismo, al colapsar, sea sucedido por un orden económico-social aún peor… Todo indica que será la crisis ambiental la que, finalmente, precipite el hundimiento de la economía y la sociedad burguesas. Parece poco probable, al menos por ahora, el estallido de una revolución anticapitalista de alcance masivo y planetario. Me inclino por la opción inversa: el derrumbe del capitalismo podría hacer posible un gran estallido revolucionario. Pero claro: posible no es sinónimo de inevitable. Todo dependerá de la acumulación de fuerzas que se logre al interior de la izquierda antisistémica.
Que la pandemia y todos los males del mundo nos convenzan, cuanto antes, de la inviabilidad civilizatoria del capitalismo, pues vamos camino al precipicio. Es tiempo ya de cerrar la caja de Pandora. Es hora de soñar de nuevo con la Utopía.