Por: Lola Hierro
Las restricciones impuestas para contener la epidemia de la Covid-19 complican el acceso a alimentos a millones de personas que viven al día en África
Pongamos que un campesino llamado Bakoro vive gracias a que siembra patatas en su huerto, en un pueblo de cualquier país de África, y luego las vende a un comerciante. Que este comerciante compra todas las patatas de todos los Bakoros de la zona y contrata a un transportista que las lleve a la ciudad y las entregue en varios supermercados y mercados, donde otros las ofrecerán a sus clientes. Entre ellos habrá uno, a su vez, que irá a diario a comprar un kilo de esas patatas gracias a un dinero que ganó trabajando esa jornada como taxista, o mozo de carga, o sastre, o mecánico. No puede permitirse ir una sola vez al mes a por más cantidad y almacenarlas porque no tiene un contrato laboral con salario mensual.
En esta delicada cadena alimentaria, una sola interrupción puede suponer un problema para cualquiera de sus componentes. Y ahora, la epidemia de Covid-19, que ya afecta a 53 países del continente, donde se han notificado más de 10.000 casos, amenaza con desmontarla de arriba abajo: las restricciones que se aplican en todo el mundo para contenerla, como el cierre de fronteras, de tráfico aéreo y marítimo y los periodos de confinamiento, pueden amenazar la seguridad alimentaria de millones de personas si se gestionan incorrectamente.
«Nos preocupa el impacto de la Covid-19 en los países vulnerables que están luchando contra el hambre, sobre todo los afectados por conflictos o inseguridad, como los del Sahel, y otros de África oriental que ahora sufren el brote de langostas del desierto. Pero es difícil saber qué efectos se van a ver», resume Heléne Pasquiere, responsable de seguridad alimentaria de Acción contra el Hambre (ACH). Lo esencial es mantener el suministro de alimentos y el acceso para todos, «porque al final de una crisis sanitaria nos podemos enfrentar a otra alimentaria», advierte.
Pasquiere no es la única con este temor. Un buen número de organizaciones y expertos en salud y alimentación ya han alertado de que el impacto de la epidemia puede suponer un problema en la seguridad alimentaria mundial. En los países en desarrollo, más, porque en estos se encuentra el mayor porcentaje de personas con alguna forma de desnutrición y malnutrición. África, en concreto, tiene más de 256 millones de hambrientos, según el último recuento de Naciones Unidas. Las personas desnutridas, ya sean agudas o crónicas, cuentan con un sistema inmunitario más débil, por lo que tienen menos armas para evitar el contagio del virus. Una vez que se han contagiado, es posible que padezcan síntomas graves, algo que ya se comprobó que ocurría con enfermos de ébola: su estado nutricional previo condicionaba su evolución.
Pero, si bien la imagen estereotipada de África es la de un continente de famélicos, los datos dicen que las personas con sobrepeso y obesidad se encuentran en mayor porcentaje en países en desarrollo, y en este continente hay un buen número de ellos. La gente que gana poco dinero no compra comida saludable, sino muchos ultraprocesados que son más baratos y fáciles de encontrar. En África, la situación se exacerba en los miles de barrios empobrecidos de entornos urbanos, como Kibera en Kenia o Khayelitsa en Sudáfrica. «Es muy probable que, si la gente no tiene ingresos, en vez de comprar alimentos de mayor calidad compre otros de bajo coste y que desde el punto de vista nutricional sean menos adecuados», confirma Pasquiere.
Este grupo de población también se enfrenta a mayores riesgos si contraen la Covid-19, según los datos recabados en el Reino Unido. Para empezar, su sistema inmunológico se encuentra activado de manera crónica para responder al daño celular causado por la inflamación. Luego, los obesos también tienen más difícil lidiar con la neumonía, ya que el exceso de peso compromete a veces la capacidad de los pulmones para tomar oxígeno; además, tienen más posibilidades de que su salud cardiovascular sea deficiente, y en muchos casos también son físicamente poco activos; todo ello compromete el sistema inmune.
«La situación de la Covid-19 se suma a los problemas que ya teníamos«, lamenta Lola Castro, coordinadora regional del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en el sur de África, para ilustrar el estado de la cuestión en esta zona del continente. «Aquí estamos afectadísimos por el cambio climático; en los últimos tres años hemos tenido en al menos ocho países sequías muy intensas que han destruido no solo cosechas, sino que en Namibia, Botsuana y Angola han precipitado la mortalidad de los animales y han creado una situación sin precedentes de inseguridad alimentaria para gente que antes estaba más o menos bien y podía alimentarse por su cuenta», describe. Solo en esta región, el PMA ha solicitado 450 millones de dólares (413 millones de euros) para asegurar la alimentación de quienes ya dependían de ellos antes del coronavirus durante los próximos tres meses. No a todos se prestaba ayuda porque no se llegaba, y ahora serán más si la crisis se prolonga. «Estamos intentando, lo primero, mantener las actividades que ya estábamos realizando. Necesitamos hacerlo a tiempo porque, si esperamos, puede ser un desastre», avisa Castro, y recuerda que el PMA ha sido el primero en declarar la emergencia alimentaria global por primera vez en su historia. «Se necesita 1.900 millones de dólares 1.700 millones de euros] para responder a esta alerta en todo el mundo», añade.
Muchos Estados han cerrado sus fronteras y esto también trae complicaciones, según Abebe Haile-Gabriel, subdirector General de la Agencia de la ONU para la Agricultura y Alimentación (FAO) y representante regional para África. Su organización calcula que una de cada cinco calorías que la gente consume ha cruzado al menos una frontera internacional, más del 50% que hace 40 años. «La mayoría de los países depende de las importaciones. En los pequeños Estados insulares en desarrollo, por ejemplo, hasta el 80% de sus alimentos proviene de otras regiones, pero no son solo ellos». Y lo mismo pasa con las exportaciones: «Los africanos exportan productos primarios como cacao, aceite, minerales, café… La demanda está bajando, por lo que los ingresos se reducirán y socavará aún más la capacidad de conseguir comida aunque estos estén disponibles», vaticina. Hay que tener en cuenta que en los hogares pobres de los países en vías de desarrollo como estos la población se gasta entre el 60% y el 80% de sus ingresos en comer.
El aumento de precios es una realidad en países en cuarentena como Ruanda, donde el coste de los bienes ha aumentado significativamente desde el cierre debido a la falta de transportistas. También en Sudáfrica, con un 30% de desempleo y una economía que depende en gran medida de un turismo ahora inexistente. Allí se han registrado más de 300 quejas ante la Comisión de Consumo por el incremento de precios de bienes de primera necesidad como papel higiénico, medicamentos y mascarillas.
Mal en el campo, peor en la ciudad
Los trabajadores en el sector informal [trabajo no declarado] que viven al día, sobre todo en contexto urbano, se han quedado sin fuentes de ingresos. «Hay que reducir la transmisión de la Covid-19 con prevención y control de la infección, pero también hay que apoyar a estas personas para que puedan cubrir sus necesidades básicas inmediatas, como la alimentación, pero también el alquiler. Porque si no la gente se va a encontrar en la calle de un día para otro», alerta Pasquiere.
En Zimbabue por ejemplo, en la ciudad de Harare, el PMA lleva varios meses haciendo transferencias monetarias debido a la crisis alimentaria agudizada por la crisis económica y una prolongada sequía. En las zonas rurales se distribuye comida pura y dura. «Si funcionan los mercados locales, preferimos dar transferencias monetarias que permitan a la gente tener un cesto básico mínimo, y además promovemos la producción local. Pero en este caso la comida no llega a los mercados y la que hay tiene un precio inasumible debido a la inflación», describe Castro.
Es en los pueblos más pequeños y remotos de África, donde no llegan las carreteras asfaltadas y todo pasa más tarde, hasta las malas noticias, pueden sentirse un poco más protegidos que en un suburbio. Mientras que el transportista y el mayorista que distribuían y compraban las patatas se quedan sin negocio y sin ingresos, hay quien pensará que el imaginario campesino Bakoro siempre podrá comerse sus propias patatas, aunque solo se alimente de ellas un tiempo, o cambiarlas por cebollas con el vecino de al lado.
Pero las personas que viven en zonas rurales en muchos casos siguen teniendo vínculos muy fuertes con las ciudades y las restricciones de movimiento les afectan en el consumo, pero también en la producción. Alrededor del 60% de la población africana se dedica a la agricultura y en muchos países, la temporada principal de siembra comienza ahora, lo que significa que tienen que conseguir semillas, fertilizantes y otros insumos. «Si el mercado comercial se ve interrumpido, estos insumos no llegarán a tiempo, y si se pierde la temporada de siembra, después no habrá suficiente cosecha y eso agravaría nuevamente el problema, particularmente la nutrición» explica Haile-Gabriel.
Otra dificultad que pone sobre la mesa la cooperante de Acción contra el Hambre es que en África muchas familias dependen de las remesas de la migración de otros países, generalmente europeos, donde la crisis también está impactando, y se están reduciendo los envíos.
Igualmente preocupan los residentes en campos de refugiados y desplazados, que ya tenían difícil comer. Pasquiere advierte de que la distribución alimentaria se mantendrá dependiendo de las restricciones que impongan los Gobiernos al movimiento de las organizaciones de ayuda, algo que en principio no está ocurriendo.
En busca de soluciones urgentes
Para Lola Castro es urgente que los Gobiernos doten de ayudas económicas de manera inmediata a toda la gente que se ha quedado sin trabajo y sin medio de sustento. «África es muy diferente a la de Europa y encerrar a la gente en casa durante muchos días es muy difícil. Hay muchos que dicen ‘me voy a morir de hambre antes que de coronavirus porque no tengo dinero ni para comprar mi cesta básica», ilustra.
Así, en Sudáfrica, el presidente Cyril Ramaphosa ha anunciado una serie de medidas para ayudar a las pequeñas empresas y trabajadores afectados que incluyen un subsidio de desempleo para los trabajadores informales y exenciones de impuestos. En Namibia, aquellos que han perdido sus ingresos tras el periodo de cuarentena recibirán una subvención de 750 dólares namibios, unos 37 euros. «A mí me preocupan países como Malaui, Zimbabue, Mozambique… La situación no está tan boyante como para que el Gobierno pueda dar subsidios inmediatamente», señala Castro, que también apoya la participación del sector privado para capear el temporal.
Otra medida que, esa sí, ya funciona, ha sido la apertura de un corredor humanitario en el sur del continente. «Hicimos una petición al Gobierno y ha mantenido el puerto de Durban [Sudáfrica] abierto, así que estamos descargando contenedores de alimentos nutricionales específicos para niños, harina de maíz… Y los transportistas están pudiendo cruzar las fronteras. Estamos pidiendo a los Gobiernos de todos los países que no cierren para la ayuda alimentaria urgente», detalla Castro.
Durante la entrevista telefónica con este diario, el subdirector de la FAO, Haile-Gabriel, avisa de que en media hora va a participar en otra vídeo llamada con miembros de la Unión Africana y varios ministros de Agricultura. La idea es proponer recomendaciones urgentes para plantar cara al problema. «Resulta ensordecedor el silencio sobre la crisis alimentaria que se cierne sobre nuestras cabezas como resultado de las medidas para contener el virus; en África deberíamos hablar sobre ello sin diluir los esfuerzos para contener la propagación de la pandemia», opina antes de despedirse.
REINVENTAR EL REPARTO DE LA AYUDA
L. H.
Cuenta Lola Castro, directora regional del Programa Mundial de Alimentos en el sur de África, que la pandemia de la Covid-19 ha creado una situación sin precedentes. «Buscamos soluciones según se presentan los problemas», reconoce. Y uno de los primeros que encontraron es que tenían que dar con la manera de repartir la ayuda siguiendo las nuevas indicaciones de distanciamiento social, higiene, etc. «Ya no podemos tener a mucha gente en un mismo lugar, hay que asegurarse de que las personas no se tocan y que podemos hacer la distribución de alimentos de forma segura tanto para los beneficiarios como para el personal humanitario».
«Antes podías tener dos o tres mil personas en una distribución de comida; ahora cada grupo es de 150 o 200 personas como mucho. También tenemos termómetros infrarrojos para evaluar a todo el que viene. Si alguien tiene una temperatura muy alta se le manda a los centros de salud que manejan los ministerios y la OMS. Las personas que esperan lo hacen en grupos separados y van de uno en uno a la distribución, recogen la comida sin contacto físico y luego, como tenemos una tarjeta biométrica para identificar a los beneficiarios, hemos conseguido desligar el biométrico de la huella dactilar, entonces ahora solo deben poner la tarjeta cerca de una máquina que registra los datos y no tienen que poner la huella, así que no hay contacto tampoco», resume Castro.
Fuente e imagen tomadas de: https://elpais.com/elpais/2020/03/31/planeta_futuro/1585673172_222282.html