Hermanos míos.
Me escriben, me llaman, preocupados por mí. Agradezco y honro respondiendo así, contándoles esto: El Apocalipsis no da tregua. Guayaquil de mis pavores. Recién ahora puedo escribir algo porque desde hace 5 horas no tengo más muertos, desde hace 5 horas no me he enterado que alguno de mis amigos, de mis conocidos, de mi entorno, haya muerto. Aunque a lo largo de este día supe que Juan está llorando a su madre, Webster a su hermana, Jorge a su primo, James… todos ellos, hoy. Y ayer, y antes de ayer, y todos los días, se apilan los muertos en la fúnebre lista de amigos que no han sobrevivido a esta pandemia. En la calle donde vivo ya murieron Hermán y Carlo. En la calle de atrás ya murieron Víctor y Juana. Y en el parque Byron, y más allá Fabricio.
La calamidad en Guayaquil es innombrable: el cielo cubierto de aves carroñeras, los barrios llenos de insepultos, las farmacias desabastecidas, los precios desorbitados. Eso en la ciudad.
Hacia adentro, en los hogares, la calamidad es la brutal ira de dios
Pero hacia adentro, en los hogares, la calamidad es hecatombe; por ejemplo Juan, mi querido amigo Juan, poeta, ciego, líder, tiene “en el cuarto de atrás” al cuerpo de su madre, Angery, desde hace tres días, cubierta de hielo y con dos ventiladores a toda potencia para intentar paliar la putrefacción, esperando, esperando; hoy me dijo: “nicho ya tenemos y por fin conseguimos todos los documentos, pero ya no hay ataúdes, ya no hay ataúdes”.
Hacia adentro, en los hogares, la calamidad es la brutal ira de dios; por ejemplo Zoila, sola en casa, diabética, sencilla, todos los días se levanta de sus lágrimas para buscar a su padre, Armengol López, y llega hasta las puertas del hospital Abel Gilbert y pregunta, llora, grita, reclama, ruega, y no le dicen nada. Hace un mes, el 3 de marzo, lo llevó para hacerle una tomografía, fue atendido por la doctora Jaramillo, y sufrió un derrame. Entonces se desató la crisis y él se quedó allí adentro y se supone que está allí adentro porque adentro se quedó, se supone, en el tercer piso, se supone, porque allí lo dejó Zoila cuando se fue a casa para dormir algo, hace un mes…; cuando volvió al día siguiente ya no le permitieron entrar y desde entonces ya no sabe nada, no le dicen si está vivo o si está muerto, los guardias no le permiten entrar, con razón, pero atentando contra el mínimo derecho de saber si su padre aún está vivo, allá adentro, o si ya murió y está amontonado en un container encima y debajo de otros cuerpos.
Oh sí, la ira de dios sobre los hogares destruidos en una ciudad desbordada.
Mi tío Kiko me decía el otro día en una llamada virtual: “de los compañeros universitarios de mi promoción de doctores ya han fallecido quince, solo de mi promoción ya han muerto quince, Cristian, quince”.
Guayaquil debería celebrar en octubre de este año el bicentenario de su Independencia
Normalmente las catástrofes nos permiten un espacio para el heroísmo, pero esta no: esta está arrasando con todos, y los héroes, los doctores, uno a uno van falleciendo. Por ejemplo Nino, el doctor de cabecera de la familia, ya falleció.
Normalmente las autoridades civiles han logrado más o menos encaminarnos, ya sea hacia la realización de sus intereses personales o hacia la realización de nuestros intereses públicos, pero esta vez parece que no hay camino y por ende las autoridades de la ciudad y del país solo parecen decir: “la humanidad va a superar esta pandemia, pero lo hará sin nosotros”.
Lo paradójico es que Guayaquil debería celebrar en octubre de este año el bicentenario de su Independencia. Sin embargo, los guayaquileños que sobrevivan estarán tan agotados de llorar a sus muertos que ya nadie recordará la libertad que nos confirió el poeta Olmedo, porque cuando todo se trata de vida o muerte ya no hay idealismo posible, no hay poesía posible, salvo sobrevivir.
Si queda algún guayaquileño, quizás el próximo año no festeje el 201° aniversario de la Independencia de la urbe, sino el Primer aniversario de haber sobrevivido a esta pandemia, tan ensañada, tan crudelísima, tan mortal sobre “La perla”, el “Guayaquil de mis amores”.
Hermanos míos.
Juan va a enterrar a su madre mañana: su vecino venezolano, ebanista, rompió el sofá de su propia casa y construyó una caja para regalársela. Por fin. Por fin Juan podrá sacar el cuerpo de su madre y llevarlo al cementerio para darle sepultura, aquella dignidad elemental que hoy parece tan imposible, tan lejana, y que en los albores de la especie nos convirtió en humanidad; aquella dignidad de pronto tan ajena, porque esta pandemia enseñoreada sobre Guayaquil parece habernos convertido en ancestro de nuestros ancestros.
Zoila madrugó para seguir peregrinando por los alrededores del hospital Abel Gilbert en busca de un poco de piedad. Quiere encontrar a su padre: si vive, llevarlo a casa para que muera cerca, si ha muerto, llevarlo a cremar. Hacia el mediodía un barrendero se acercó a la malla metálica que divide la circunstancia de estar vivos y estar muertos y, luego de escucharla, le ofreció ayuda. Zoila agradecida, emocionada, lo vio perderse, entrar al hospital y no salir más. Ante la inminencia del toque de queda, decidió irse, desgarrada y desinformada nuevamente; sin embargo, volvió a verlo correr; le dijo: “aún no lo encuentro pero ya comienza el toque de queda; venga mañana”. Y ella se fue, pero ya no desgarrada como siempre, se fue apenas sumamente triste.
Quizás este pandémico dolor traiga consigo una pandémica esperanza
El ebanista hizo lo que pudo con los muebles de su casa y con sus manos. El barrendero hizo lo que pudo con la velocidad de sus piernas y su tiempo. También Luigi hizo lo que pudo y madrugó para hacer fila por 10 horas hasta conseguir recargar el tanque de oxígeno para que su suegro respire. También Roberto hizo lo que pudo y consiguió que por fin alguien vaya a la casa de su amigo para levantarlo del piso donde estuvo tirado cuatro días. Todos hacen lo que pueden, pero con todo lo que pueden siempre logran mucho más.
Y aquellos que queman los cadáveres de sus parientes en las veredas, también hacen lo que pueden para que sus hijos ya no tengan que seguir respirando la descomposición dentro de casa. Y aquel hombre que se abalanzó sobre Carlos Luis para arrancarle las bolsas de comida, también hizo lo que pudo para que sus hijos ya no tengan hambre todas estas tardes de cuarentena económica. Y la Municipalidad de Guayaquil, también hizo lo que pudo y consiguió miles de ataúdes de cartón para sus ciudadanos muertos: sí, en la ciudad de mis amores, los muertos ya no irán al mármol, irán al cartón prensado y al papel.
Y es que quizás este pandémico dolor traiga consigo una pandémica esperanza: gente ayudando a la gente, gente combatiendo algo invisible para sostener a otros un poco más en lo visible, gente que no quiere conformarse para que sea posible recuperar la propia salud sirviendo a los demás.
Y yo también hice lo que pude. Usé palabras que de manera sorprendente se radiaron como una floración por Facebook. En esta crisis, industria indispensable es la poesía: hay que darle un yunque emocional al hombre para fraguar otros futuros.
Si antes un poema era hermoso, ahora debe hacerse útil; eso es lo hermoso.
Poeta en tiempos de pandemia: si las palabras sirven para que alguien más se quede en casa, si lo que escribimos ayuda a que alguien, en algún lugar del mundo, se quede en casa: tenemos un deber.
Y a ese deber, obedezco.
Hasta la poesíab siempre.
Tomado de Diariosdecovid19. Com. Mx