Opinión | La pedagogía, entre el mundo real y el mundo platónico

Por: Andrés García Barrios

 

En esta nueva entrega de la serie “Lecturas para la educación”, Andrés García Barrios analiza dos grandes libros filosóficos sobre los inicios de la pedagogía.

Serie Lecturas para la educación

Educación es una de esas palabras cuyo significado todos tenemos más o menos claro, hasta que a alguien se le ocurre preguntarnos: «¿Qué cosa es exactamente la educación?», o peor aún, «Papá, ¿qué es eso de la educación?», «Maestra, ¿qué quiere decir realmente educar

Mala educaciónbuena educación, educación inclusiva, ambiental, a distancia, para la salud… La palabrita está en todas partes. De los conceptos educación pública y educación privada, por ejemplo, nos queda perfectamente claro el segundo término (es decir, el precio de entrada), pero muy poco lo que en el fondo se puede esperar del primero, es decir de la educación en sí. Digo «en el fondo» porque de primera impresión podemos decir mucho sobre lo que es educación, pero bastan un par de preguntas bien planteadas para que empecemos a titubear y otro par para que nuestra certeza inicial se disuelva como un espejismo (algo parecido ocurre con la palabra cultura, excelente para desafiar a cualquiera a definirla y a después aguantarnos tres preguntas).

Confieso que tiendo a fantasear que todas las palabras son así (unas más que otras, por supuesto), y que, por extensión, también lo son todos los conocimientos que se sostienen en ellas. Una analogía simple pero que funciona compara las palabras con los calcetines: todas muestran en el reverso su despeinado tejido y a todas tarde o temprano se les hacen agujeros en el significado y pasan a querer decir algo distinto; pero lo más lindo es que todas vienen en pares (pares conceptuales, de género o de otros tipos), y si con frecuencia hallamos una que parece venir sola, es nada más porque su par se ha extraviado en los oscuros cajones de la historia.

Esto último, no lo niego, es parte de una manera de ver muy personal, especie de fantasía filosófica que una y otra vez retorna y me convence de que todo en este mundo tiene su inverso; es decir, su otra verdad, su verdad contraria. Según tal fantasía, esto ocurre no porque las palabras (o nuestra mente, que las administra) quieran jugarnos malas pasadas, sino porque la realidad misma está estructurada de forma antinómica (las antinomias son justamente eso, verdades que admiten una verdad contraria): ¿el universo es finito o infinito? Las dos cosas. ¿Tuvo un comienzo o no? Las dos cosas. ¿Y un fin? Igual. ¿Los humanos somos seres completos o incompletos? Las dos cosas. ¿Somos un todo o una parte? Las dos cosas. ¿Somos libres o estamos absolutamente determinados? Bueno, aunque subjetivo, también aquí las dos cosas son ciertas.

Esta complicadísima fantasía filosófica (en la que me metí desde niño y que me ha acompañado a lo largo de toda mi carrera autodidacta) puede parecer una locura (una locura sólo mía, además), y sin embargo no lo es. A decir verdad, las antinomias podrían ser realidades inherentes al universo conocido; de hecho, de ellas se habla en todas las filosofías, al grado de que podemos pensar que éstas no son sino intentos de resolverlas o al menos paliarlas. Para mí, la realidad de las antinomias fue tan evidente desde niño, como digo, que siempre pensé que todos en el mundo las tenían presentes; sin embargo, a la larga he tenido que admitir que no es así, que la gente en general no se da cuenta ni le importa en absoluto que el universo sea (o al menos pueda ser) finito e infinito a la vez (a ésta Kant le llama Primera antinomia), ni que de eso puedan derivarse cosas tan extrañas como que nuestra realidad exista y no exista simultáneamente.

Una conclusión de todo lo anterior, que es pertinente para lo que quiero decir aquí, es que hay algunas personas que, por una especie de falla de origen, están destinadas a ver amplificada la antinomia del mundo (con toda la desazón que eso conlleva, por supuesto). Dentro de este grupo, algunos privilegiados se hallan en un borde desde el cual pueden ver, por un lado, la realidad despedazada, pero por otro también la realidad de los integrados, seres para quienes en el mundo no sólo hay paradojas y contradicciones, sino que existen verdades sólidas y sobre todo únicas (tomo el término de Umberto Eco en su libro Apocalípticos e Integrados). Aquellos que ven las dos orillas son como bogueros que llevan mensajes de una a otra, o como aguadores que acarrean el preciado líquido para que a ninguno de los dos lados le falte.

Los filósofos en general son gente que cumple esta función. Todos (unos más, unos menos) han habitado, aunque sea por un instante, en la realidad desarmada, y han bogado con tenacidad para llegar hasta la otra orilla, arribando a la cual sólo recuerdan haber escapado de un mundo de horror y después ─si tienen la suerte de que esa primera impresión se atenúe─ de un lugar que despierta asombro, admiración, duda, conciencia de límites, búsqueda de la verdad, razón de la ciencia y otras. No obstante, a pesar de todas estas perspectivas sedantes, el mundo antinómico sigue ahí, presente en todas las preguntas humanas de fondo, con su hueco voraz, que no ha podido ser llenado ni por las más hondas filosofías y ciencias; ciertamente, algunas de éstas han logrado describirlo y conjeturar formas de llenarlo, formas que ─tomadas en serio ─ permiten a muchas personas sentarse en el borde de su abismo y ensoñar que lo han domado. Por lo general son soluciones estéticamente bellas, éticamente reconfortantes y en última instancia tan ambiguas y hasta absurdas (no se puede esperar otra cosa de ellas, dado el problema que intentan resolver) que es imposible descartarlas del todo y quedan en el diálogo universal de la filosofía como rumores eternos, como canciones que repetimos y repetimos, y acaban sosegándonos.

Una de estas melodías es el principio de no contradicción de Aristóteles, que dice algo así como que una idea y su negación no pueden ser verdaderas al mismo tiempo; tal estribillo nos es tan familiar que ─con el nombre de sentido común─  hemos acabado encargándole el desterrar de nuestra mente cosas tan apabullantes como esa de que el universo tiene que tener un final pero a la vez no puede acabarse (sin embargo, todos sabemos que este mundo es cuando menos raro, y en el peor de los casos, enloquecedor).

Y hablando de enloquecedor, abro una pausa para deslizar aquí un rumor que me asalta: ¿será que, por más que logremos distraernos de él, el mundo antinómico sigue llamándonos y llamándonos con su fuerza , a fin de que no olvidemos a las personas que viven en él de tiempo completo; personas que no han podido alcanzar la otra orilla; niñas, niños, adultos y ancianos migrantes ─llamémosles así, para evitar aquello de enfermos mentales─, cuya desgracia es no encontrar del otro lado a nadie que atienda a su llamado ni entienda su idioma de frases despeinadas, agujereadas, antinómicas).

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Como todas las realidades irresolubles, la del mundo antinómico encuentra una forma de expresión en esos relatos llamados mitos, uno de los cuales, el que mejor conozco, voy a recordar aquí para explicarme más a fondo. Es en realidad el único de los mitos de creación que manejo lo suficiente como para atreverme a recrearlo. Me refiero al de Adán y Eva. Dice así: Dios creó el cielo y la tierra y todo lo que existe, incluidos los seres humanos, y metió a estos últimos en un resguardado jardín especialmente diseñado para ellos (dentro había una selección de animales a los que ellos tendrían el privilegio de poner nombre; esto les daría también la prerrogativa de gobernar sobre ellos, lo cual por cierto no significaba matarlos, ni comérselos ─Eva, Adán y todas las bestias eran vegetarianos─ ni abusar de ellos, sino algo como cuidarlos y recibir su ayuda para cultivar el jardín).

Un punto que siempre pasamos por alto al leer este fragmento del Génesis, es que no toda la realidad entró en el Edén, sino sólo una parte, la cual constituía un jardín de delicias, unívocamente nombradas, oasis bien peinado en un rincón del mundo. Pero ¿qué había fuera de ese paraíso, en el cosmos recién creado, como para tener que apartar de él a tan frágiles criaturas? Si se sigue la lógica del relato, la respuesta es muy simple: lo que había afuera era la realidad tal como la conocemos, es decir, este universo nuestro, al que he llamado antinómico, y al que ellos, por una extraña desobediencia, fueron arrojados, y tuvieron desde entonces que enfrentar con sus no muy desarrollados recursos (Chesterton compara esto con el caso de las princesas que abren la puerta prohibida del palacio, en los cuentos de hadas; al parecer, sólo Dios, con su mirada invulnerable, podía contemplar de frente ese mundo recién abierto, sin quebrarse).

Así pues, por intervención de la serpiente (muy parecida al gusanito que nos pica cuando pensamos lo que no debemos), el pequeño edén en que vivían Eva y Adán, desapareció (como si un velo cayera de sus ojos) y advirtieron entonces que éste había sido sólo un refugio, y que lo habían perdido. A partir de ese momento tendrían que vérselas con la verdadera realidad, tan maravillosa como espeluznante, para gobernar la cual no servían los nombres: por mucho que se esforzaran por pulirlos, debían constatar una y otra vez que en cuanto los pronunciaban, de cada uno salía un par, y de cada par, otro, y otro y otro, hasta que reconocieron que, tratándose de la realidad de Dios (realidad divina, tan finita como infinita, tan posible como imposible) nunca podrían abarcarla ni comprenderla (nótese que en el momento en que concibieron esta idea, se les ocurrió también lo contrario, por lo que ni con eso lograron resignarse).

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En el caso de la educación, la antinomia del mundo se deja ver en todos los significados que le hemos dado al concepto a lo largo de la historia. Hace poco ─decidido a adentrarme en algunos de esos significados, aunque fuera levemente─ me encontré con un clásico de la pedagogía, que quizás algunos de ustedes ya conocen:  se trata del libro Los grandes pedagogos, una compilación del maestro Jean Chateau, con textos monográficos sobre quince personas que en sus tiempos y lugares cambiaron el curso de la educación, esto desde la antigüedad.

Tras leer el primer capítulo, comencé el presente artículo con la intención de hablar de él, pero ya han visto ustedes cómo mi fantasía me desvió hasta Adán y Eva. Ahora me queda poco espacio antes de que mis lectores se aburran definitivamente (sin embargo, creo que la disertación fue importante pues, como pasa con todo texto sobre filosofía, entenderlo se vuelve más fácil si uno parte de una forma personal de pensar, y es que, en el fondo, ninguna visión auténtica se aleja tanto de las demás que no ayude a entenderlas).

El capítulo del que hablo es un ensayo de otro gran maestro, Joseph Moreau, titulado Platón y la educación. Resulta una de las mejores y más sencillas exposiciones que he leído sobre el gran filósofo griego. Amable, amena, completa y clara, uno la recorre con el doble gusto de comprender un poco más sobre la filosofía de Platón y de aprender algo profundo para reflexionar sobre la enseñanza.

El autor nos cuenta ─a manera de antecedentes─ cómo los primeros pedagogos profesionales (los llamados sofistas) intentaron descifrar el gran problema del mundo incomprensible y transmitir a sus alumnos una verdad firme que paliara la angustia y en torno a la cual se pudiera construir cierto orden. Para unos de ellos, esa verdad era la de las matemáticas, que evidenciaban realidades infalibles. Para otros, esa verdad era el lenguaje, que regía el intelecto, capaz también de ordenar ─de otra manera─ todo lo existente. Ambas posturas dieron pie a teorías contrarias, que a su vez respaldaron prácticas distintas: por un lado, actividades técnicas (ingeniería, arquitectura) sustentadas en la aritmética y la geometría, y por el otro la política y todas aquellas tareas públicas que exigían del dominio de la palabra. Finalmente, el más célebre sofista ─Protágoras─ erigiría una tercera verdad ordenadora, la de la virtud, que por su primacía sobre todas las demás intentaría erigirse como eje de lo humano… pero que se quedaría corta porque Protágoras no conseguiría separarla de las antiguas tradiciones, que aún servían de ejemplo al pueblo cuando éste quería orientar su actuar.

Platón ─explica Moreau─ fue el primero que intentó separar la virtud de esa tradición, independizarla de lugares y tiempos específicos, en una palabra, universalizarla. Su filosofía también se sustentaría en las matemáticas y el lenguaje, pero intentaría elevarse sobre éstas y acreditar a la razón como supremo recurso para conocer la virtud, y a la pedagogía como única garantía del carácter científico de ese conocimiento (el argumento era que sólo una verdad que soportara la rigurosa dialéctica de la enseñanza/aprendizaje resultaba confiable).

En su intento de descifrar el mundo que he llamado antinómico, Platón lo verá ─quizás con más piedad─ como la imperfecta reproducción de una realidad perfecta, de la cual nosotros sólo podemos ver algo así como la sombra. Sin embargo, esa realidad ideal no nos es del todo desconocida: alguna vez pudimos elevarnos y verla, pero incapaces de controlar bien nuestro vuelo, nos despeñamos hasta esta otra realidad material, en la cual por desgracia hemos olvidado aquella visión. Sólo nuestra razón recuerda aún, vagamente, el camino de vuelta, y por lo tanto sólo ella puede, al ser sometida a las debidas técnicas pedagógicas, reconocer el mapa completo y volver a elevarnos: “…saber no es meter en uno mismo algo extraño; es adquirir clara conciencia de un tesoro latente, desarrollar un saber implícito. Aprender no es otra cosa que volver a acordarse.”

Así pues, es mediante el razonamiento sometido al diálogo pedagógico, como Platón construye un sistema que quiere hacer inteligible el mundo y desterrar todo error y toda incertidumbre; un sistema que intenta “liberar gradualmente la actividad espiritual en busca del bien ideal, superando todos los fines empíricos” en que está enredada el alma.

“Esa aspiración infinita ─resume Moreau─, ese esfuerzo por asir lo absoluto y conseguir su eternidad, se expresa ─según Platón─, en el símbolo del Amor”. Llevados por este último, podremos avanzar “desde la belleza sensible, que habla a los sentidos, a reconocer la belleza moral; luego descubriremos una hermosura más secreta, que se muestra solamente a la inteligencia matemática: la de las relaciones armónicas; y de ahí podremos, finalmente, elevarnos al principio de toda armonía, al manantial de todo valor, a la intuición del Bien absoluto, al contacto con la trascendencia soberana del espíritu”.

En su descripción de la filosofía de Platón, Moreau combina una lúcida comprensión del tema con una nítida exposición y una gran ligereza de estilo. Resulta delicioso leerlo y descubrir cómo la pedagogía inicia su carrera de disciplina científica siendo parte de uno de nuestros más antiguos y profundos modelos de pensamiento, y cómo su presencia resulta fundamental en el arranque de la historia de Occidente.

(Platón y la educación de Joseph Moreau, en Los grandes pedagogos de Jean Chateau, editorial FONDO DE CULTURA ECONÓMICA de México. Se le consigue en Kindle de Amazon, que manda el capítulo entero como muestra gratis. Una aclaración que parece comercial, pero juro que no lo es: una vez que lo tienes, los libros de Kindle y las muestras gratuitas, se pueden leer en la nube o en la app que se descarga también sin costo en el celular, por lo que al menos la lectura de ese primer capítulo resulta gratis. Inténtenlo, vale la pena).

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx

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Andrés García Barrios

Mexicano que escribe poesía y divulga ciencia a través de teatro, novela juvenil, televisión, video, publicidad, exposiciones y revistas. Entre sus obras están Crónica del alba y tres novelas de la serie didáctica Triptofanito.

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