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Educación y ética en un universo patriarcal obediente

Por:   Andrés García Barrios

 

La educación debe despojarse de los roles primitivos (es obvio que las mujeres y las nuevas generaciones ya lo están haciendo) y emprender un nuevo intento.

En materia de ética, soy muy radical. No es presunción. Pongo como ejemplo el pensar que los seres humanos debemos tratarnos a nosotros mismos y a los demás como un fin y nunca como un medio para llegar a algo. ¿Usted, querido lector, piensa lo mismo? ¡Excelente! ¡Bienvenido al grupo de los radicales!

¿Que por qué me digo radical si no es más que un principio básico de la ética, muy común y aceptado? Bueno, porque eso no le quita lo radical, lo absolutamente radical. Verán: admitir que somos fines y no medios, significa –según yo– aceptar que, al nacer, valemos ya enteramente por nosotros mismos; es decir que, en sentido ético, no tenemos que hacer nada para valer. Y algo mejor: ningún esfuerzo nos agrega valor, ni siquiera la educación está ahí para eso. Y es que ya no podemos valer más, somos todo lo que podemos llegar a ser. En otras palabras, si creyéramos que los seres humanos estamos aquí para cumplir una misión, sería misión cumplida.

María Montessori estaba de acuerdo con esto cuando decía que los seres humanos nacemos como un dechado de virtudes, y que es el medio creado por los adultos el que nos va distorsionando; pero ella iba aún más allá al pensar que esto no era así sólo en sentido ético sino en todos los sentidos: decía e incluso demostraba que, si los dejáramos libres, rodeados de las condiciones necesarias para su florecimiento, las infancias aprenderían por sí solas todo lo que necesitan: leer, escribir, matemáticas, historia, geografía, todo. Incluso se orientarían hacia el sentimiento moral y la razón ética, y los misterios de la espiritualidad.

Había en la Montessori resabios de antiguas filosofías y religiones según las cuales los seres humanos estaríamos en este mundo tras haber renunciado a esa inherente perfección. En realidad, ésta permanecería en nosotros como tesoro oculto u olvidado, cubierto por todo tipo de distracciones y falsedades que le impiden lucir. Lo conveniente sería hacer a un lado todo eso y hallar nuestra total plenitud. Descubrirnos. La educación, y en general la comunicación humana, servirían para ayudarnos unos a otros a liberarnos, como fines en si mismos que somos: seres terminados, personas cuyo sentido se cumple no afuera sino dentro.

La educación sería, repito, quitarnos eso que nos sobra, deseducarnos, desaprender; convivir sin que medie entre nosotros ninguna promesa de ser mejores, sin pretender que nadie se comporte de una forma determinada. Desde este punto de vista, solo podría ser docente quién dominara el difícil camino de no querer que los demás cambien.

En un sentido, María Montessori veía en las y los docentes ese espíritu universal (que solemos asociar con la madre) para quien sus hijos son perfectos y nada les falta. Esta visión coincidiría con la del mito bíblico en el que el Dios creador reconoce la bondad de los humanos y los fija en un estado de completud paradisiaco. En ese mito, el espíritu protector se desdobla en la figura del Dios restrictor (asociado con el padre) que pone leyes y castigos a fin de separar a sus criaturas del entorno materno y arrojarlos a un mundo exterior (también creado por él, por cierto). Los humanos, que aún no están listos para vivir ahí, se ven obligados –ahora sí– a cambiar y mejorar.

Es así como empiezan a aprender que no son suficiente; que tienen que perseguir algunos fines e, inevitablemente, colocarse a sí mismos como medios para alcanzarlos. Dios siempre dice que el único fin es cumplir su ley. Y castiga a quienes no lo hacen. Unos saben la ley porque Dios se las dicta. Otros la decumbren con sus razonamientos. Unos más advierten que la creación tiene un orden cíclico y que la ley se revela en sus repeticiones y cambios. Ciertamente, entre ellos prevalecen quienes creen que detrás de los ciclos está Dios, que los gobierna, pero no faltan los desencantados que, dejando de creer en fantasmas, afirman que todo es materia.

Para estas personas, esta materia –que no tiene causa externa sino que es eterna o procede de la nada– posee una ley intrínseca que la rige. Ella misma (la materia) revela esa ley de forma matemática y estadística. Los seres humanos podemos conocerla pero no podemos modificarla. Es decir, estamos condicionados por el flujo de la naturaleza y no podemos influir sobre él de ninguna forma. Sin embargo, ese flujo es tan complejo, tan lleno de “infinitas” variables, que nos crea una sensación de libertad: gracias a esto nos sentimos en él como pez en el agua, aunque estemos sometidos a todas las condiciones del entorno. Así pues, nuestra conciencia no es más que una especie de efecto fantasma de la materia y no tiene ninguna relevancia salvo la de gozar o padecer el entorno, y permitirnos testificar nuestra supervivencia o nuestro derrumbe. Ser medios o fines no depende en realidad de nosotros sino de esa determinación natural.

Otra postura científica (porque, como ya se dio cuenta, lector-lectora, es de ciencia que estamos hablando) sugiere que la materia –en su ductilidad– puede producir seres humanos conscientes capaces de voltear a su vez hacia la materia y modificarla, no al grado de cambiar sus leyes pero sí de aprovecharlas para su beneficio; reunidos en sociedades conscientes, los humanos se van dando cuenta de lo que es mejor para ellos, y van trazándose una y otra vez nuevos fines, y ensayando –dentro de los límites de la ley material– nuevas formas de organización para alcanzarlos. Este diálogo perpetuo y tormentoso entre la conciencia creciente y la dura materia, crea la historia humana. El pez se ha construido un barco y viaja sobre él conduciendo el timón y las velas para ir más rápido y más lejos y con más seguridad de lo que le permiten sus propias aletas y sus propios recursos.

Suena bien. Aunque no deja de resultar curioso esto de ser materia que adquiere conciencia y que tiene la capacidad de crearse su propio fin y sus propios medios de alcanzarlo. No sé a ustedes, pero a mí, el que la materia se sostenga a sí misma me parece una especie de levitación, tan milagrosa como aquello otro de haber surgido de la nada. Mística de la materia, podría llamarle. Pero me pregunto: creer en ello ¿no requerirá mucha fe?

Fe. ¿De qué se nutre?, ¿de nosotros mismos? Mmm… Siento que algo falta. Vuelve en mi auxilio la idea de una ética radical: ¿será que ésta también, como toda raíz (radical significa eso, de raíz), tiene que recibir su alimento del exterior? Si me veo a mí y a mis semejantes como seres que valen por sí mismos, ¿en qué fundamento ese valor? Las raíces de una ética radical ¿se abastecen de sí mismas o tienen que ir mas allá, hacia una fuente? Ludwig Wittgenstein, el gran filósofo alemán, se negaba a disertar sobre ética diciendo que el origen de ésta tendría que estar más allá de lo abarcable por el lenguaje y que por lo tanto, simplemente era mejor no hablar de  ella. A partir de entonces, quienes quieren hablar de ética y entender de medios y fines, se arriesgan a caer en el ridículo de apelar a la existencia de un ser inefable (del que no se puede hablar) que le dé sostén y sentido, y justifique el hecho de valorarnos por nosotros mismos. Así que surge de nuevo el Dios indemostrable. En beneficio de esta valiente y ridícula postura se puede decir que, si bien es tan absurda como todas las otras que hemos visto, a ella los calificativos de absurda e indemostrable no le caen tan mal: la fe que la sostiene y el Ser mismo que la justifica pueden reconocer, sin tanto pudor, su falta de evidencia y de toda lógica.

Consciente de esto, un gran filósofo del siglo XVII, místico y científico –Blas Pascal (ese del que nos hablaban los libros de física)– retaba al mundo entero a decidir, no sobre la existencia o no existencia de Dios (tan indemostrables una como la otra), sino sobre algo más sencillo (y a la vez más piadoso y tremendo): el beneficio de creer. Si ambas opciones eran igual de probables, ¿por qué elegir la que implicaba mayor pérdida? Después de todo, creer en Dios y ganar, era ganarlo todo; no creer y perder, era perderlo.

Como es obvio, no muchos colegas de Pascal se dejaron convencer por los místicos beneficios de la apuesta, y la controversia entre la ley de la materia y la ley de Dios (es decir, entre una ética autosustentable, por decirlo así, y una trascendente) fue en aumento. Llegado el siglo XX, la tensión entre ciencia/lenguaje y ética/espiritualidad era insostenible. Para los millones de incautos que no podían decidirse, la opción de Pascal casi se traducía en echar volados para elegir a cara o cruz en qué creer. Según yo, no puede haber nada más triste. En efecto, Karl Jaspers, otro sabio alemán, advirtió que el ser humano, antes agobiado de preguntas, ahora se estaba ahogando en respuestas: leyes, razones, dogmas, una especie de totalitarismo del juicio que hacía imposible decidir cualquier cosa con un poco de libertad, tomar aire. Entonces, contra todo ese maremágnum de ideas, Jaspers encontró a Dios. Lo hizo de la forma más sencilla que podía haber, casi sin pensarlo: diciendo sólo “Dios existe”. Con esa sola frase, sin pretender añadirle nada (enunciada no como dogma religioso sino como expresión existencial), Jaspers se abrió a un más allá no restrictivo, sin ley. Era un Dios sin determinaciones; es decir, no era determinado Dios, no era cierto tipo de Dios, era ese Dios del cual sólo se puede decir que existe. Sí, sólo eso. Ese Dios que existe (y del que no se podía ni debía decir otra cosa) era un Dios que nos evitaba la angustia de definirlo y de esa manera nos liberaba de nuestro discurso disertativo (omnipotente, omnisciente, omnipresente) que quiere conocer la realidad, la eternidad, la vida “como si nosotros las hubiéramos creado” (en palabras de la gran filósofa española María Zambrano). Esa sola frase “Dios existe”, sin más, nos eximía de todo esto (y de paso, le respondía a Wittgenstein y a su famosa idea de que “de lo que no se puede decir nada, es mejor no hablar”).

Para Jaspers, los seres humanos que deciden liberarse de sus condicionamientos opresores, son seres humanos capaces de amarse unos a otros, y de comunicarse y resolver sus problemas desde un nivel existencial profundo, sin juicios de ningún tipo (ni siquiera juicios éticos de valor) que los sigan determinando (por fin, nada de medios, fines y esas cosas). Es tal la confianza de Jaspers en ese tipo de comunicación que su amiga Hannah Arendt, otra gran filósofa, exclama: “En la vida de usted y en su filosofía se refleja cómo los seres humanos pueden hablar unos con otros incluso en las condiciones del diluvio”.

En fin, tal era el pensamiento de Jaspers. Seguramente, algunos lectores se sentirán motivados por él (a éstos les recomiendo su breve libro La filosofía desde el punto de vista de la existencia, publicado por el Fondo de Cultura Económica de México). Sin embargo, la verdad es que la gran mayoría de sus contemporáneos no creyeron que aquellas dos palabras fueran algo más que el mismo dogma de siempre, que pudieran ser la liberación de toda una época abrumada por la conciencia y la razón, o anestesiada por el cinismo y la violencia.

En un mundo así, sólo había un posible respiro; una postura que opinara que cada quien debía pensar lo que le diera la gana, que todo era verdad, que somos solo medios, solo fines, solo materia, solo espíritu o lo que queramos. Es la filosofía posmoderna, todavía vigente, que tanta gente critica pero que es la única que, advirtiendo la imposibilidad humana de coger al toro por los cuernos, se decidió a coger a los cuernos por el toro para mostrarnos lo ridículo de nuestro atrevimiento.

Respaldado en lo anterior, quiero terminar este artículo dando mi muy personal y posmoderno punto de vista. Pienso, para empezar, que toda la confusión y el sofoco de ideas que hicieron crisis a lo largo del siglo XX, son consecuencia de los hechos que narra aquel viejo mito patriarcal: una humanidad que atribuye a la madre la inevitable pulsión de sobreproteger a su progenie, asfixiándola al darle un valor de fin en sí misma por el que no tiene que hacer nada para ser perfecta; ello obliga al padre a ejercer la astucia y la ciencia para arrancar a los infantes de sus brazos, y a establecer leyes que les arrojen al mundo de los propósitos siempre incumplidos y que, manteniéndoles todo el tiempo ocupados, les impidan volver.

En realidad, los  humanos somos –como hemos demostrado– seres sin mucha capacidad de consideración, todavía poco razonables, frágiles e indefensos, maleducados y desarropados, y obligados de forma prematura a ganarnos el pan: verdaderos «niños de la calle» arrojados a las garras de un mundo para el que no estamos listos.

Animales inmaduros, merecemos darnos la oportunidad de recapitular, sin que deba antes mediar la destrucción del mundo, un nuevo diluvio. Para ello, hay que despojarnos de nuestros roles primitivos (es obvio que las mujeres y las nuevas generaciones ya lo están haciendo) y emprender un nuevo intento. Esta vez nuestra inspiración sería un Génesis protagonizado, ya no por el mismo Dios patriarcal sino por un Dios Materno (le llamo Dios materno –y no Diosa o Creadora– con intencional androginia). En esa nueva versión, el inicio sería igual, con la creación de una naturaleza desbordante y el resguardo de sus más jóvenes y frágiles criaturas –eternamente amados sólo por ser sí mismos– en un Edén. Ahí, un árbol del conocimiento iría creciendo a la par que los infantes. Mamá Dios (otro de sus nombres) pasaría los primeros años de su vida cuidándoles, educándoles (normas sociales, colaboración, inteligencia emocional, escucha activa y todo eso), enseñándoles a cultivar el árbol, platicando cuanto fuera posible de cómo es el mundo (mostrándoles fotos, por supuesto) y luego, con la edad, permitiéndoles breves incursiones en éste. Finalmente, cuando les sintiera preparados, les llevaría a comer el fruto del árbol del conocimiento y, dándoles su bendición, les vería partir, no sin recordarles “Ésta es su casa, vuelvan cuando quieran”, y un último y sollozante “No se pierdan”.

Ah, y una última cosa: la serpiente estaría presente, por supuesto, sólo que ahora se dedicaría a hacer campaña por el derecho animal.

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Tener fe en tus estudiantes es esencial para su porvenir

Por: Andrés García Barrios

 

La condición emocional actual de los estudiantes va en declive. «Todos sabemos, o por lo menos imaginamos, que no la están pasando bien».

 

Comparto con ustedes, queridos lectores, algunas ideas que me vinieron a la mente esta semana, después de leer un artículo sobre estadísticas de infelicidad entre los jóvenes de hoy. Según las cifras, los chavos de otros tiempos no sufríamos tanto como los de ahora. Históricamente, la curva de la felicidad solía mantenerse alta en las primeras etapas de vida (niñez y adolescencia), después declinaba en la edad adulta y volvía a elevarse en la tercera edad. En la época actual, el descenso hacia el dolor comienza antes.

En realidad, esta información no es nueva: últimamente muchas personas hemos estado oyendo datos similares. Pero, la verdad, no necesitamos mucha información de fuera para tomar conciencia de la condición emocional actual de las juventudes. Todos sabemos, o por lo menos imaginamos, que no la están pasando bien.

A mí, por ejemplo, me bastó leer un par de párrafos de ese artículo para que mis pensamientos y  sentimientos me condujeran atrás en el tiempo, hasta la historia del Renacimiento, haciéndome recordar el  descubrimiento de Nicolás Copérnico (ese de que el planeta Tierra no es el centro del universo), y después el de Charles Darwin (la Teoría de la Evolución) y el de Sigmund Freud (la existencia del subconsciente), para acabar asociando todo eso con lo poco que he leído de y acerca de Jacques Derrida, el filósofo argelino/francés de la deconstrucción.

Ya verá el lector si todo esto tiene relación con el sufrimiento de la juventud actual.

Ciertamente, todos podemos imaginar lo que la gente del siglo XV sintió cuando Copérnico descubrió que la Tierra se movía y no ocupaba un eterno punto fijo en el centro del Cosmos. Yo, por lo menos, creo que Ia humanidad entera se habrá sentido despojada de uno de sus pilares de identidad, el que la ubicaba en el centro de la Creación como criatura consentida de Dios.

Una crisis tan grande como la de ahora habrá sacudido a las mentes capaces de tomar conciencia del tremendo cambio. Por fortuna, no todo estaba perdido: el nuevo modelo cósmico surgía acompañado de una poderosa conciencia de nuestra individualidad, esa que nos permite disentir de lo que piensa la mayoría e incluso descubrir por nosotros mismos nuevas verdades. La imagen de Galileo Galilei enfrentándose a la Inquisición, es la imagen del individuo que se opone al mainstream con el poder de su conciencia. «Pienso, y eso me basta para saber que existo», decía René Descartes casi al mismo tiempo.

Así pues, aunque los nuevos descubrimientos hicieran cada vez más difícil creer en nuestra hegemonía cósmica, por lo menos ahí seguían el cielo estrellado, el planeta entero y la frondosa naturaleza rendidos a nuestros pies, revelando sus sagrados misterios ante nuestro don de observar, dudar, razonar y experimentar.  Sí, todavía éramos excepcionales en el orden de lo creado:  ¡héroes del mundo, de nuestro mundo!

Por eso todo volvió a venirse abajo cuando siglos después, en el XIX, Carlos Darwin descubrió que en realidad es muy poco lo que nos distingue de las plantas y los animales y que somos solo una especie más en la cadena evolutiva, solo un eslabón más de la naturaleza que creíamos nuestra súbdita. i¿O sea que tenemos como antepasados a los changos y las zarigüeyas, e incluso a las guayabas y los nopales (por mencionar sólo algunos de los más cercanos)?! La noticia hizo que los seres humanos volviéramos a dudar seriamente de nuestra posición privilegiada y central en el mundo.

De nuevo, fue la ciencia la que llegó en nuestro auxilio. Era ya una ciencia bastante debilitada para resolver los dilemas humanos más profundos (como ese de nuestra posición en el cosmos), así que si quería proteger a un ser humano ya bastante puesto en duda, tenía que exacerbar su imagen y presentarse como conocimiento infalible. ¡La ciencia podría resolverlo todo! Fue la época del positivismo, que llenó de entusiasmo a la gente, ansiosa por encontrar un nuevo centro para su vida. Pero la debilidad de la ciencia era la debilidad humana en general, y ésta acabó por hacerse patente, sumiéndonos en un caos de ideologías, publicidad y guerras, y poniéndonos a merced del totalitarismo y de sus superioridades falsas (superioridad de raza, superioridad económica, superioridad de clase, superioridad intelectual…).

Poco tiempo después de Darwin, un médico vienés que habitaba en los márgenes de la ciencia (es decir el de la psicología y las ciencias humanas), había comenzado  a propagar ideas horribles. Según él, esa conciencia a la que los seres humanos le  atribuían la capacidad de conocerlo y razonarlo todo, y que por lo tanto nos salvaría de la barbarie, ese agudo e infalible Yo pensante que cada uno de nosotros afirmaba ser, no era más que la ínfima parte visible de una inmensa estructura psíquica –la que en realidad nos gobernaba– y que se nos mantenía oculta e inconsciente.

¡Las cosas parecían no tener fin en esta horrible pesadilla de la pérdida de nuestro centro y de nosotros mismos! Es cierto que como parte de sus descubrimientos, Sigmund Freud (así se llamaba ese vienés) había logrado poner su granito de arena en la solución al mostrar el poder revelador y reconstructor de la palabra hablada cuando era escuchada de forma cuidadosa. Hablando con los demás y escuchándose a sí mismo, el ser humano podía sostener al Yo sobre ese abismo que se abría bajo sus plantas. Esta reivindicación de la palabra le dio al psicoanálisis un lugar fundamental en la historia del autoconocimiento y la comunicación (y con ello, por cierto, en la de la educación). Sin embargo, como buen científico, Freud se había detenido justo al borde del misterio, y rápidamente había vuelto a rearmar al ser humano –aunque fuera de forma fragmentaria– para no caer ahí.

¡No obstante, si de verdad queríamos ir al fondo de las cosas, teníamos que privar al alma humana de todos sus sostenes artificiales y dar a luz un modo de pensar más radical!

En una conferencia  de 1966,  Jacques Derrida, un joven filosofo argelino-francés expuso unas ideas que lograron esa sacudida: habló de una «descentración» radical del mundo. Según él, todo lo que los seres humanos tenemos por estructuras de la realidad y el pensamiento carecen de cualquier cosa que podamos llamar «un centro». Nada de lo que existe tiene un punto de apoyo digamos «objetivo», universal, común a todos, ni hay en el mundo una base sobre la cual podamos afirmar la verdad de las cosas ni inferir otras verdades. Todo se mueve como en un parque de juegos mecánicos que carecieran de soportes.

Lo peor –o lo mejor– es que nuestro lenguaje también forma parte de este extraño movimiento. En efecto, siempre habíamos creído que nuestras palabras integraban un sistema ordenado, con sentido, pero ahora Derrida mostraba que no era así. Si uno lo pensaba mejor, ni aún en el lenguaje existía un centro, un eje en el que se pudieran sostener, no digamos ya verdades definitivas sino ni siquiera provisionales; no existía en todo el léxico una palabra o una definición cuyo sentido permitiera orientar con éxito a las demás palabras. Y así, mientras su contemporáneo, el gran psicoanalista Jacques Lacan planteaba que el lenguaje tenía la posibilidad de extraer a la luz el subconsciente y con ello daba una esperanza a la reconstrucción del Yo y el mundo (al menos de un mundo personal), Derrida optaba por «descentrar» la realidad entera y ver lo que había debajo, a sabiendas de que si se sumergía ahí podía toparse con “una monstruosidad».

No sé cuantas cosas horribles habrá encontrado en sus procesos de deconstrucción de todo centro, pero sí sé, por un diálogo en el que él participó en 1977, que una de las cosas maravillosas que encontró fue eso que llamamos “los otros», las demás personas. Al parecer, ante la disolución de la integridad psíquica del ser humano, lo que surgió como opción no fue una nueva cualidad en el interior del individuo –como venía ocurriendo en toda la modernidad desde Copérnico– sino una primera apertura hacia el exterior, un encuentro de mi empobrecido Yo en las demás personas. Como decía el poeta mexicano Octavio Paz por aquellos años:

Para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia.

Sin embargo, no había en este nuevo pensamiento nada de sencillo y romántico. Derrida tenía una forma especialmente estremecedora de ver las cosas. Según él, las demás personas aparecen como parte de nuestro mundo, sí, pero no como nuestros «semejantes», no con una presencia en la cual podamos vernos reflejados. Los otros son tan radicalmente diferentes a mi (justamente tan «otros») que si los busco por los medios convencionales (esos que creen que  hay orden y sentido en el mundo) nunca lograré hallarlos. Y así como Octavio Paz encontraba que aunque  esté yo parcialmente ausente de mí mismo, puedo «buscarme entre los otros», Derrida dejaba ver que después de mucho andar al tanteo en busca de alguien, podía yo al fin darme cuenta de que los otros están en mi solo como una «ausencia», como una especie de fantasma o de huella. No podía referirme nunca a su clara «presencia”: siempre había en nosotros una distancia infinita.

Esto hacía que la relación con los demás sólo pudiera darse como un acto de fe, un acto que traspusiera esa distancia de un salto, un acto de fe “más allá del saber», es decir, sin condiciones, sin conceptos, sin interponer entre nosotros ni siquiera el lenguaje, o sea, sin siquiera pedirle al otro su nombre o ponerle uno.

La filosofía de Derrida en torno a este encuentro incondicional con los otros, no es solo una teoría sino una profunda asimilación de la conciencia que se viene desarrollando desde hace años y que hoy es el principal motor de nuestros jóvenes. Disolviendo el límite entre persona conocida y desconocida, su concepto de la amistad, por ejemplo, anticipa la idea de amigos/seguidores que se tiene hoy en las redes sociales: seres con los que nos unen la diferencia y la distancia. Se trata de una relación que no está basada  en la proximidad y la presencia (es decir, no necesita ser presencial), de una relación que no tiene nada que ver con el intercambio (palabra traída del ámbito comercial, donde impera el “yo te doy, tú me devuelves”, es decir, la deuda) y si mucho que ver con la mística y, como digo, la fe.

Hace poco, en un seminario sobre Filosofía en la Escuela al que asistí, un joven influencer, cuyos tik toks son vistos por millones de personas, nos recordaba que detrás de toda la información que hallamos en la internet, se encuentra, en última instancia, un ser humano, una persona. Por más extendida que esté la inteligencia artificial y los algoritmos, nada en nuestro mundo se genera sin la intervención de alguien. Alguien con quien, en última instancia, nos liga esa incondicionalidad de la que hablaba Derrida.

Creo que las juventudes reclaman nuestra fe. No es cierto que elijan las relaciones impersonales de las redes por sobre las presenciales con la familia y la gente real. Los «adultos» (padres, madres y docentes) nos hemos quedado anquilosados en la imagen de unos jóvenes presos en sus pantallas, absortos en una nada sin personas, como autómatas que han salido de sí para renunciar a su inteligencia y ser manipulados. Ellos, en cambio, igual que aquel joven influencer, nos recuerdan que siempre están en contacto con otros, ahora quizás mas que nunca, aunque de una manera que las viejas generaciones nos resistimos a entender. Sin embargo, esa forma de contacto es la única realmente adecuada a la nueva era: el otro al que los jóvenes están descubriendo no es el otro presencial, el prójimo, el semejante que se sienta a la mesa y con el que pueden hacer planes. No es con quien conversan por telefono o por Zoom. No es ni siquiera el otro del diván al que el psicoanalista escucha. El otro al que han encontrado es el que brilla por su ausencia, el que está oculto detrás de los dispositivos electrónicos, esos que a nosotros nos parecen inhumanos y que sin embargo contienen la huella derridiana de alguien (siempre pienso en los tiempos en que se inventaron los libros impresos; era una época en la que lo que parecía sano era la transmisión oral, con lecturas en voz alta alrededor de la mesa o en la iglesia, y declamaciones de poemas e historias en la plaza pública: así pues, ¿qué habrá pensado la gente acerca de esos locos que se ponían a hacer una lectura silenciosa, como un diálogo con la nada, con nadie, en vez de elegir la compañía de otros?).

Tal vez debamos dejar de hablar de “enajenación» para empezar a concebir una fe en el otro ausente. Lo que está en juego en este momento es nuestra confianza en nuestras hijas, hijos, alumnas, alumnos y alumnes (la cual, por cierto, no es sino la confianza que todos reclamamos para nosotros mismos). Para decirlo de una vez, Ios jóvenes sienten dolor porque inaugurar un nuevo periodo histórico no es fácil; sin embargo, ese dolor se les está convirtiendo en sufrimiento porque los únicos que podemos ser sus cómplices estamos optando por retroceder y mirar al pasado, retirándoles nuestro apoyo. No soy un robot, parece ser el lema de esta juventud, en reclamo de respeto para su conciencia.

Tal vez un mundo con tantos retos como el nuestro, puede generarnos la superstición de que echarse para atrás hará que todo vuelva a ser como antes. Pero hay que tomar en cuenta que nuestros hijos no están en posición de retraerse. Este mundo es el destino que les toca, aunque nosotros temblemos con la posibilidad de presenciar, como decía Derrida, el nacimiento de una monstruosidad.

No podemos dejarlos ir sin darles nuestra fe. Sería como si la sociedad hubiera desarrollado un laboratorio de exploración durante más de sesenta años para favorecer la reconstrucción humana, y nosotros, en el ultimo momento, echáramos todo por la borda.

Pero la verdad es que, aunque sigamos reprochándoles su modo de vida, ellas, ellos, elles, despegarán hacia la era que se alumbra. Y se irán con o sin nosotros.

Para todos es el momento de la fe y los adultos debemos elegir entre quedarnos en el pasado o dar el salto.

Fuente de la información  e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Aprendemos siempre: comentarios al reporte Edu Trends, Aprendizaje a lo largo de la vida

Por: Andrés García Barrios

El reporte Edu Trends Aprendizaje a lo largo de la vida, nueva publicación del Tec de Monterrey realizada a través del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación, ofrece una reflexión crítica sobre lo que hoy llamamos Aprendizaje a lo largo de la vida.

“Aprendemos siempre”. Eso afirma el pedagogo brasileño Paulo Freire, según la cita que abre el prefacio al reporte Edu Trends Aprendizaje a lo largo de la vida, nueva publicación del Tec de Monterrey realizada a través del Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación. Su autora, Karina Fuerte, también editora en jefe del Observatorio, dedicó tres años a la investigación que finalmente fraguó en el reporte, y en el último año me invitó a participar en la revisión y corrección del texto, y con mis comentarios al contenido. Al final, generosamente me dio el crédito de Autor invitado, no obstante que mi labor se redujo a ésta que digo y a añadir ideas y párrafos a algunos de los temas. Además, creo, serví para sacar a la superficie importantes aspectos de la investigación, que ya estaban en el texto pero que Karina no había destacado como merecían, y que sólo necesitaban un poco de agua y luz para emerger y tomar su posición dentro de la obra. Al hacerlo, redondearon el texto final y robustecieron la unidad que se hallaba en la diversidad de asuntos (siempre me ha gustado imaginar que el milagroso encuentro entre unidad y diversidad está en el origen de las palabras Uni─Versidad y, por supuesto, Uni─Verso). El equipo del Observatorio cuidó con esmero los últimos detalles, y finalmente la coordinación editorial y el diseño consiguieron plasmar en lenguaje gráfico esta unidad en la diversidad, ofreciendo al lector una experiencia múltiple y a la vez unitaria. La maravillosa portada en que varios adultos estudian y una mujer mayor va a la escuela en patineta, es una delicia estética.

El resultado que ha empezado a circular entre la comunidad del Observatorio, del TEC y del mundo es un documento dividido en tres partes, que separadas tienen un valor y unidas forman también un conjunto integrado y sólido. Mi intención en el presente artículo es describir en qué consiste esta variada posibilidad del reporte.

*

La primera parte es un recorrido histórico por el largo periodo de tensión que se generó a partir de la Segunda Guerra Mundial entre una corriente pedagógica que aspiraba a restablecer el espíritu humano tan golpeado y degradado por el enfrentamiento armado, y otras corrientes utilitaristas que ponían énfasis en la educación como herramienta concentrada en el desarrollo económico. Esta oposición de posturas incluyó siempre la discusión sobre lo que hoy llamamos Aprendizaje a lo largo de la vida, concepto que ha venido fluctuando entre las posturas humanista y utilitarista, y que hoy vuelve a requerir una revisión profunda.

La crisis entre ambas tendencias pedagógicas sigue vigente, alimentada por la convulsión de los últimos tiempos: guerra, pandemia, anhelos de paz, exacerbación de intereses económicos, esperanza de una nueva conciencia, cambio climático sufrido en carne propia (con los calores pasados, esto parece literal), reducción de emisiones industriales, aumento de emisiones industriales, ambientalismo… La oposición entre ambas pedagogías se ha nutrido también con el auge de la educación virtual, cuyo alcance promete ampliar el acceso de la población al aprendizaje pero también recrudecer la monetización de la enseñanza.

Y en cuanto a esa realidad humana que Freire sintetiza en la frase Aprendemos siempre, ambas tendencias pedagógicas han querido una y otra vez apropiársela, siempre con la tentación de caer en extremos. Así, la visión humanista, que exalta a la naturaleza humana por sus valores intrínsecos y busca nutrirla incluso en sus aspectos espirituales, suele olvidar la necesidad de establecer planes y procedimientos realistas para el aprendizaje, limitándose a crear algo así como un avión sin tren de aterrizaje. En el polo opuesto, esa misma visión puede llegar a reducir el aprendizaje a lo largo de la vida a una especie de entretenimiento paliativo para adultos mayores, con cursos y actividades para pasar el tiempo, sin considerar la riqueza y utilidad de los seres humanos en todas sus etapas de vida.

Por su parte, la visión utilitaria puede impulsar el aprendizaje/capacitación de la población a todo lo largo de su vida productiva, abandonando el desarrollo personal del trabajador una vez que llega la jubilación; en otro extremo, puede sí brindarle un aprendizaje más allá de ésta, pero sólo a fin de “capacitarlo” en áreas “útiles”, por ejemplo la de la salud, en la que lo adiestra para que prevenga enfermedades o minimice complicaciones, y evite un gasto económico que en la mayoría de los casos recae en la sociedad y las empresas.

Este reporte Edu Trends prevé otros riesgos importantes del aprendizaje a lo largo de la vida. Uno es el hecho de que en la sociedad actual (mundo líquido le llama el sociólogo Zygmunt Bauman) las habilidades de los seres humanos son puestas a prueba continuamente, haciendo del aprender una obligación permanente y convirtiendo a la vida en una mera ocupación sin descanso. En tal contexto, el aprendizaje a lo largo de la vida tiende a volverse un perseguidor feroz y sin tregua.

El otro riesgo, asociado con el anterior, es que dicho aprendizaje sea pretexto para mercantilizar aún más la cotidianeidad de gente de todas las edades, induciéndola (casi obligándola) a asistir durante toda la vida a instituciones académicas que ven en la educación sólo una oportunidad de negocio.

Esta edición Edu Trends no oculta su simpatía por la visión humanista, dejando clara la necesidad de un diálogo con la tendencia opuesta, en aras de adquirir asideros reales y firmes en el contexto contemporáneo. Para este diálogo, propone dos premisas básicas sin las cuales la discusión corre el riesgo de convertirse en algo así como un diálogo de sobremesa. La primera es tan elemental como compleja: se trata de establecer con claridad el lenguaje de la discusión, las palabras con las que intentaremos entendernos para resolver el conflicto. ¿Qué es educación? ¿Qué es aprendizaje? ¿Por qué y cuando debemos usar un término u otro? En materia de educación, ¿qué diferencia hay entre los conceptos permanentecontinuarecurrente y a lo largo de la vida? En su segunda parte, el reporte Edu Trends ofrece un Glosario Crítico donde revisa éstos y otros términos, dando una guía para establecer un lenguaje común y no dejar que la ambigüedad nos venza: es hora de exigirnos precisión en lo que decimos para evitar retóricas impracticables. Debemos ─y esa es la filosofía general del reporte─ exigir a las palabras que nos ayuden a salvar los conflictos con profundidad y no sólo de una manera fácil y a favor de una visión o de otra (reconozcamos que aunque la visión humanista triunfa casi siempre en el discurso, en la práctica los bonos suelen ser para su oponente).

En su tercera y última parte, Edu Trends | Aprendizaje a lo largo de la vida atiende al que podemos considerar el segundo eje básico del debate: la pugna entre tradición y ruptura, es decir, la tensión que se genera en una línea de vida (ya sea la de una persona o de una sociedad) a causa de los relevos generacionales, que a veces niegan el pasado y a veces saben valorarlo y recuperarlo. Todos sabemos que, si bien en otros tiempos la sociedad privilegió la autoridad de los “ancianos”, el mundo actual parece deslumbrado por las edades productivas (y en función de ellas, las formativas) y convierte en una suerte de residuo social a los adultos mayores. Este drama adquiere tintes existenciales ante la profunda contradicción que hay en que, siendo el envejecer un destino deseado por la mayoría de nosotros, la mayoría también nos desentendamos de ello con un extraño desdén, que no dejará de pasarnos algún día la factura (perdón por la fantasía, pero… si los extraterrestres, o mejor, los robots, llegan a dominar el planeta, no tendrán reparos en deshacerse de nosotros ante la innegable ineptitud de la especie, evidenciada por nuestra incapacidad de cuidar aquello en lo que deseamos convertirnos).

Dejando para otro día estas vergüenzas, y adentrándonos en una realidad estadística, el tema de la tercera edad se ha vuelto especialmente crítico en nuestro mundo, donde inexorablemente la expectativa de vida va en aumento. Habiendo más personas de la tercera edad, con más necesidades y capacidades específicas, el aprendizaje se convierte en una herramienta crucial que permite a este sector de la población mantener una vida más sana y activa, y seguir aportando a la sociedad su experiencia. Paralelamente, y es duro decirlo, una población de adultos mayores desaprovechada se lleva consigo una gran parte de los recursos intelectuales, emocionales, económicos y espirituales del mundo. Es por eso que la discusión sobre el lugar que la sociedad brinda a los adultos mayores pone el dedo en la yaga de la crisis entre humanismo y utilitarismo. Creo que es esta conciencia la que llevó a la autora de Edu Trends | Aprendizaje para toda la vida a crear, en su tercera parte, una herramienta para aprovechar al máximo los recursos que actualmente existen a nivel global en materia de desarrollo de la población mayor, ya sea para que los lectores puedan aprovecharlos directamente o para que sirvan de modelo a quienes quieren reproducir esas experiencias. Así, en su DIRECTORIO 2023 DE UNIVERSIDADES CON UN ENFOQUE INCLUSIVO CON LAS PERSONAS MAYORES, el reporte hace una descripción bastante minuciosa de las principales instituciones del mundo que ofrecen servicios académicos y de formación abierta para adultos mayores, incluyendo por supuesto los esfuerzos realizados desde el propio Tec de Monterrey (entre los cuales se encuentra, por supuesto, este reporte Edu Trends).

Termino reafirmando que para mí es un honor (y por supuesto, fuente de mucho aprendizaje) el haber participado en este hermoso proyecto, particularmente valioso para quienes queremos una educación sí profundamente humana, pero también viable y realista.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/aprendemos-siempre-comentarios-al-reporte-edu-trends-aprendizaje-a-lo-largo-de-la-vida/

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Opinión | Las escuelas son las culpables

Por: Andrés García Barrios

Como respuesta a múltiples crisis sociales, las escuelas optan por dar una imagen de solidez cada vez menos sostenible. Motivado por una experiencia personal, Andrés García Barrios nos convoca a abrir un frente comunitario para respaldarlas.

Esta mañana fui a recoger a mi hijo a la escuela. Le dieron la oportunidad de sólo acudir a resolver un examen, y hacerlo fuera de su salón, en la oficina de la directora de inglés, como un apoyo especial para evitarle convivir con sus compañeros de grupo, por quienes hace tiempo que se siente hecho a un lado.

Al llegar, recibí un nuevo disgusto: el pequeño —que está por terminar el sexto de primaria— me contó que había habido otro inconveniente, ahora con la directora del área de Español, y estaba asustado. Tras escuchar sus razones, traté de tranquilizarlo diciéndole que la actitud de la directora había sido “un gran descuido”, todo mientras la directora de Inglés me pedía que, antes de decir eso, esperara a conocer las circunstancias en que se habían dado los hechos. Yo respondí que no podía esperar, y apartándome del niño, le pedí a ella que escuchara mis argumentos sobre la escuela. Ella accedió, conduciéndome a una oficina y dejando de lado ─me dijo─ asuntos urgentes con otros alumnos.

Yo hablé. Ella volvió a pedir paciencia, y un segundo después entró en la oficina la directora que había asustado a mi hijo: “Estoy muy ocupada, pero tuve que venir a aclarar esto”, dijo.

Omito muchos detalles de la charla que tuvimos pues prefiero concentrarme en la gran lección que recibí en los siguientes veinte minutos, y que ─lo confieso─ todavía me hace sentir avergonzado. La directora recién llegada me explicó que la reacción de mi hijo se debía a un comentario que ella había hecho de forma precipitada, casi improvisada, para responder a una pregunta del niño, quien inesperadamente había irrumpido en su oficina para hablar con ella.  Yo insistí en que aquella respuesta había sido un error por no considerar las necesidades específicas de mi hijo ni las cosas que a él en lo particular pueden herirlo. Tras algunos vanos intentos de la directora de inglés para que tomara en cuenta la explicación de su compañera, vino el primer sablazo.

— Andrés, estás exigiendo que el contexto se adecúe a todas y cada una de las necesidades de tu hijo.

(Debo aclarar que en la escuela muchos padres, madres y docentes nos hablamos de . Quizás es también el momento de decir que hay muchos motivos de confianza entre nosotros: la escuela ha mostrado siempre una total disposición a darnos su apoyo y nunca ha fallado en su trato amable).

— Yo creo ─respondí─ que, con su actitud, la escuela tampoco está haciendo lo suficiente para que mi hijo conozca el mundo real y aprenda a hacerle frente.

                  No entendí por qué mi respuesta decepcionaba a la directora de inglés. Llevándome las manos a la cabeza, solté:

— ¡Ahora eres tú quien no puede escucharme!

Entonces vino la estocada final, esa que hizo que me levantara apenado y pidiera una disculpa antes de retirarme. Tal lance comenzó con una serie de acertados argumentos por parte de ella, que hicieron que poco a poco me quedara callado. Siguieron revelaciones que me pusieron a pensar, y que concluyeron con esa estocada final (especialmente dolorosa por provenir de alguien que ha mostrado un gran compromiso con nosotros en los últimos meses):

— A veces me siento a punto de tirar la toalla —dijo—. Sí, a veces creo que estoy frente a un imposible.

Esta respuesta, y lo que añadió enseguida, me conmovió. Me quedó claro, entonces, que había muchas cosas que yo no estaba tomando en cuenta, por ejemplo que desde hace tiempo la escuela ha venido realizando reuniones como ésta todos los días, con mamás y papás siempre descontentos por la manera en que se trata a sus hijos; que en ese mismo momento ella tenía a otros niños en su oficina, esperándola para responder exámenes porque tampoco pueden convivir con su grupo; que los padres piden citas continuas para oponerse en lo personal a acuerdos que han aceptado y firmado en reuniones conjuntas; que en vez de poder dedicar el máximo de tiempo a educar a las niñas y niños y a apoyarlos en sus problemas, la escuela está teniendo que ocupar su tiempo en atender a los familiares descontentos que quieren que “las cosas cambien”; que esto es algo que está ocurriendo no sólo en esta escuela sino en todas las del entorno…

— Las madres y padres están pidiendo una utopía. Y están privando a sus hijos de toda resiliencia. Lo hacen cuando les dan toda la razón por sus enojos y sus reacciones, y aplauden su más mínima opinión; cuando les dicen, sin más, que lo que ha dicho la directora de Español es “un gran descuido”, sin intentar llegar a fondo… ¡Las infancias vienen a la escuela con un cero de tolerancia hacia el entorno!

Y concluyó con un aire de tristeza:

— Chicas y chicos cada vez pueden convivir menos con gente fuera de su hogar.

Me di cuenta, claro, de que tenía razón; de que yo —junto con tantos otros padres y madres— estaba exigiendo más de la cuenta, empujando a la escuela —es decir, a la institución, pero también a los estudiantes y a todos nosotros— hacia el borde del abismo. No es que la escuela no estuviera cometiendo errores (por cierto, el de la directora que había asustado a mi hijo se resolvió con unas cuantas palabras de ella hacia él); pero el problema no era ese, el problema es que todos estábamos cometiendo errores a granel pero los padres no estábamos pudiendo reconocer los nuestros, y la presión que ejercíamos sobre la escuela se estaba volviendo intolerable; intolerable no sólo por la carga de acciones que exigíamos de la escuela sino porque nuestra sobreprotección estaba dañando a las infancias, y las maestras —entre la espada y la pared— se sentían con la responsabilidad de evitarlo.

Pero… ¿qué es lo que estaba ocurriendo? ¿Por qué madres y padres reaccionábamos así y porque estábamos todos hundiéndonos en esta grave crisis? Decidí escribir al respecto para aclarármelo. Y lo comenté con mi esposa en cuanto fue posible. De la conversación con ella surgieron muchas de las siguientes reflexiones.

Empezaré por la que me parece el punto crucial. Lamento que ello signifique volver a los años de la pandemia, como si se tratara de un feo dejá vu, una vuelta a un pasado reciente del que no podemos escapar por más que queramos. Sin embargo, creo que es necesario ahondar en ella para poder comprender por lo menos tres cosas: cuánto del dolor que sufrimos en la pandemia seguimos cargando, cómo todavía nos hallamos en la primera fase del duelo, es decir la de la negación, y de qué manera nuestros comportamientos siguen teniendo el sello de esos tres años, el cual se reaviva en todos los ámbitos de nuestra vida diaria, tanto en los hogares como en las calles, centros de trabajo y por supuesto en las escuelas (ya sea como estudiantes, docentes o familias).

No es para menos. Las crisis que se acumularon durante la pandemia —y que nuestra negación cada vez puede paliar menos— fueron demasiadas (por más que quiera uno resumirlas, siempre acaban haciendo una larga lista): aislamiento, soledad, muertes dentro del hogar o fuera de ella, sentimiento continuo de estar en riesgo o de que lo están nuestros seres amados, restricción económica, carencia y pobreza, aumento de conflictos familiares (pleitos entre parejas, entre padres, madres e hijos, entre hermanos), ansiedad, vacío, miedo, desconfianza en el prójimo, esperanza frustrada, culpa por haber sobrevivido mientras otros se han ido… (habrá que mencionar que a este clima de terror constante se unieron también sentimientos de solidaridad y amor, así como nuevos modos de convivencia, los cuales debemos negarnos a enterrar debajo de nuestro luto).

El hecho de que las infancias no estén hoy sabiendo convivir más allá del contexto hogareño, tiene que ver con todos estos terrores, heridas, agonías y muertes, y con el hecho crucial de que a algunos el aislamiento nos creó un sentimiento de resguardo que ahora ya no sabemos cómo quitarnos (a ello se suma la llegada del Zoom, que debajo de sus grandes ventajas oculta nuestra resistencia colectiva a volver a convivir).

Ciertamente, la tendencia paterna a sobreproteger a hijas e hijos —y muchas otras actitudes equivocadas— son viejos asuntos, anteriores a la pandemia, pero sin duda se han recrudecido de forma exponencial después de ésta. Por desgracia, a esta crisis emocional se unen dos factores sociales presentes desde hace pocos años, los cuales hacen mayor la presión sobre las familias y acentúan la vigilancia de éstas sobre lo que ocurre en la escuela. El primero es el legítimo temor de que nuestros hijas e hijos sufran abuso en cualquier contexto, y el segundo —la otra cara del anterior—, el deseo de que sean incluidas e incluidos “tal como son” y que no sufran discriminación. Sin duda, ambos son parte de un despertar de la conciencia social y representan una esperanza dentro del difícil contexto que estamos viviendo, pero no dejan de significar un enorme esfuerzo y una gran responsabilidad para todos; tampoco podemos negar que junto con ellos llegan, de forma inevitable, desvíos y exageraciones. Como nunca, nuestras miradas están puestas sobre la Escuela para que en ella nadie abuse de niñas y niños, y para poder reaccionar ante el menor indicio de que esto esté ocurriendo. Es obvio que nuestra atención se enerva por el hecho de que los “detectores” de abuso son tremendamente imprecisos y subjetivos. ¿Cómo no creerles a las infancias —aunque sea de forma preventiva— todo lo que dicen?

Esta tendencia se repite también en el tema de la inclusión, para fomentar la cual nos hemos hecho de innumerables recursos, entre los cuales destaca el haber ampliado con un detalle casi obsesivo el abanico de motivos por los que pueden ser discriminados: una niña tiene TDA, otro niño también pero con hiperactividad, éste es ansioso e iracundo, los hay neurodivergentes, con discapacidad, con condiciones distintas, éste es obeso, aquella demasiado delgada, otra más es insegura y tímida… La demanda de inclusión y no discriminación, por tanto tiempo descuidada, ha provocado una actitud de sospecha y vigilancia extremas de madres y padres sobre las escuelas. No es mi intención juzgar este hecho, sino señalar su importancia y la forma en que —en el duelo de la postpandemia— tiende a agudizarse.  Mi esposa —que es maestra de preparatoria— me hace ver que, como resultado de esta hipersensibilidad e hipervigilancia, las y los docentes sienten desde hace tiempo que carecen de autoridad, sufriendo la dificultad de convocar al diálogo a sus alumnos y preguntándose cada día cuál es su lugar frente a éstos, a la escuela y a la sociedad entera.

Para colmo de los colmos (crisis sobre crisis), todo lo anterior se da en un contexto de hondo cuestionamiento a los sistemas escolares. Éstos —así como su importancia y utilidad— venían siendo confrontados ya antes de la pandemia desde numerosos frentes, teniendo que sortear olas de inconformidad por cosas que hasta hace apenas un par de décadas parecían tradiciones inamovibles. Hoy, toda la didáctica es puesta en duda y hasta la clase presencial es cuestionada, poniéndose gran énfasis en la enseñanza globalizada en línea, e incluso en la autogestión.

Ciertamente, la Escuela siempre ha existido no sólo para formar a nuestros hijos sino para compartir con nosotros la culpa de la “mala educación” de éstos (sí, aunque suene a chiste). Con ello, ha cumplido una importante función como contenedor y paliativo de los problemas familiares. Sin embargo, aunque el equilibrio entre escuela y familia suele fluctuar, pocas veces en la historia ha entrado en crisis como lo hace ahora. Los problemas en ambos terrenos nos están rebasando. Así, las familias ya no sabemos qué hacer con los hijos, e inexpertos en reconocer nuestras limitaciones, recurrimos a lo que si dominamos: echarles la culpa a otros (la escuela, los dispositivos electrónicos, los amigos). Al parecer, la escuela es el “otros” al que con más violencia estamos recurriendo.

Por su parte, para sobrevivir, las escuelas están teniendo que dar una imagen de solidez que en realidad no existe, o que se sostiene a expensas del bienestar emocional del personal docente. Porque lo cierto es que la escuela es sólo un sobreviviente más, como nosotros, y sus recursos han dejado de ser suficientes.

Ciertamente, los sistemas escolares requieren una restructuración en muchos sentidos, una restructuración que como madres y padres no podemos dejar sólo en sus manos, culpándolos de todo y sin hacernos cargo. Si en tiempos normales una restructuración necesitaría tiempo, hoy nos vemos obligados a actuar con rapidez y bajo presión, y por lo tanto con más compromiso y cuidado.

El bomberazo en el que nos puso la pandemia no ha terminado. Por eso es preciso que las familias nos involucremos. Yo, que siempre he soñado con lo comunitario, no puedo más que ver en ello una enorme ventaja. Así, desde estas líneas convoco a las escuelas a contar con nosotros y… Bueno, si la escuela de mi hijo se animara a organizar una reunión para esto, yo pondría como primera oradora a la directora de Inglés que habló conmigo esta mañana, para que nos dijera a todos lo que me dijo a mí y con la misma sinceridad con que lo hizo: “Estoy a punto de tirar la toalla”. Yo entonces me levantaría y caballerosamente le pediría que no lo hiciera, reconociendo mi derrota. Después solicitaría a todos los padres, madres y tutores presentes, que recojamos esas responsabilidades que hemos dejado por ahí tiradas y nos unamos a la escuela para sacar adelante este momento tan difícil, que, como he dicho, no tiene por qué estar exento de esperanza.

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Opinión | La pedagogía, entre el mundo real y el mundo platónico

Por: Andrés García Barrios

 

En esta nueva entrega de la serie “Lecturas para la educación”, Andrés García Barrios analiza dos grandes libros filosóficos sobre los inicios de la pedagogía.

Serie Lecturas para la educación

Educación es una de esas palabras cuyo significado todos tenemos más o menos claro, hasta que a alguien se le ocurre preguntarnos: «¿Qué cosa es exactamente la educación?», o peor aún, «Papá, ¿qué es eso de la educación?», «Maestra, ¿qué quiere decir realmente educar

Mala educaciónbuena educación, educación inclusiva, ambiental, a distancia, para la salud… La palabrita está en todas partes. De los conceptos educación pública y educación privada, por ejemplo, nos queda perfectamente claro el segundo término (es decir, el precio de entrada), pero muy poco lo que en el fondo se puede esperar del primero, es decir de la educación en sí. Digo «en el fondo» porque de primera impresión podemos decir mucho sobre lo que es educación, pero bastan un par de preguntas bien planteadas para que empecemos a titubear y otro par para que nuestra certeza inicial se disuelva como un espejismo (algo parecido ocurre con la palabra cultura, excelente para desafiar a cualquiera a definirla y a después aguantarnos tres preguntas).

Confieso que tiendo a fantasear que todas las palabras son así (unas más que otras, por supuesto), y que, por extensión, también lo son todos los conocimientos que se sostienen en ellas. Una analogía simple pero que funciona compara las palabras con los calcetines: todas muestran en el reverso su despeinado tejido y a todas tarde o temprano se les hacen agujeros en el significado y pasan a querer decir algo distinto; pero lo más lindo es que todas vienen en pares (pares conceptuales, de género o de otros tipos), y si con frecuencia hallamos una que parece venir sola, es nada más porque su par se ha extraviado en los oscuros cajones de la historia.

Esto último, no lo niego, es parte de una manera de ver muy personal, especie de fantasía filosófica que una y otra vez retorna y me convence de que todo en este mundo tiene su inverso; es decir, su otra verdad, su verdad contraria. Según tal fantasía, esto ocurre no porque las palabras (o nuestra mente, que las administra) quieran jugarnos malas pasadas, sino porque la realidad misma está estructurada de forma antinómica (las antinomias son justamente eso, verdades que admiten una verdad contraria): ¿el universo es finito o infinito? Las dos cosas. ¿Tuvo un comienzo o no? Las dos cosas. ¿Y un fin? Igual. ¿Los humanos somos seres completos o incompletos? Las dos cosas. ¿Somos un todo o una parte? Las dos cosas. ¿Somos libres o estamos absolutamente determinados? Bueno, aunque subjetivo, también aquí las dos cosas son ciertas.

Esta complicadísima fantasía filosófica (en la que me metí desde niño y que me ha acompañado a lo largo de toda mi carrera autodidacta) puede parecer una locura (una locura sólo mía, además), y sin embargo no lo es. A decir verdad, las antinomias podrían ser realidades inherentes al universo conocido; de hecho, de ellas se habla en todas las filosofías, al grado de que podemos pensar que éstas no son sino intentos de resolverlas o al menos paliarlas. Para mí, la realidad de las antinomias fue tan evidente desde niño, como digo, que siempre pensé que todos en el mundo las tenían presentes; sin embargo, a la larga he tenido que admitir que no es así, que la gente en general no se da cuenta ni le importa en absoluto que el universo sea (o al menos pueda ser) finito e infinito a la vez (a ésta Kant le llama Primera antinomia), ni que de eso puedan derivarse cosas tan extrañas como que nuestra realidad exista y no exista simultáneamente.

Una conclusión de todo lo anterior, que es pertinente para lo que quiero decir aquí, es que hay algunas personas que, por una especie de falla de origen, están destinadas a ver amplificada la antinomia del mundo (con toda la desazón que eso conlleva, por supuesto). Dentro de este grupo, algunos privilegiados se hallan en un borde desde el cual pueden ver, por un lado, la realidad despedazada, pero por otro también la realidad de los integrados, seres para quienes en el mundo no sólo hay paradojas y contradicciones, sino que existen verdades sólidas y sobre todo únicas (tomo el término de Umberto Eco en su libro Apocalípticos e Integrados). Aquellos que ven las dos orillas son como bogueros que llevan mensajes de una a otra, o como aguadores que acarrean el preciado líquido para que a ninguno de los dos lados le falte.

Los filósofos en general son gente que cumple esta función. Todos (unos más, unos menos) han habitado, aunque sea por un instante, en la realidad desarmada, y han bogado con tenacidad para llegar hasta la otra orilla, arribando a la cual sólo recuerdan haber escapado de un mundo de horror y después ─si tienen la suerte de que esa primera impresión se atenúe─ de un lugar que despierta asombro, admiración, duda, conciencia de límites, búsqueda de la verdad, razón de la ciencia y otras. No obstante, a pesar de todas estas perspectivas sedantes, el mundo antinómico sigue ahí, presente en todas las preguntas humanas de fondo, con su hueco voraz, que no ha podido ser llenado ni por las más hondas filosofías y ciencias; ciertamente, algunas de éstas han logrado describirlo y conjeturar formas de llenarlo, formas que ─tomadas en serio ─ permiten a muchas personas sentarse en el borde de su abismo y ensoñar que lo han domado. Por lo general son soluciones estéticamente bellas, éticamente reconfortantes y en última instancia tan ambiguas y hasta absurdas (no se puede esperar otra cosa de ellas, dado el problema que intentan resolver) que es imposible descartarlas del todo y quedan en el diálogo universal de la filosofía como rumores eternos, como canciones que repetimos y repetimos, y acaban sosegándonos.

Una de estas melodías es el principio de no contradicción de Aristóteles, que dice algo así como que una idea y su negación no pueden ser verdaderas al mismo tiempo; tal estribillo nos es tan familiar que ─con el nombre de sentido común─  hemos acabado encargándole el desterrar de nuestra mente cosas tan apabullantes como esa de que el universo tiene que tener un final pero a la vez no puede acabarse (sin embargo, todos sabemos que este mundo es cuando menos raro, y en el peor de los casos, enloquecedor).

Y hablando de enloquecedor, abro una pausa para deslizar aquí un rumor que me asalta: ¿será que, por más que logremos distraernos de él, el mundo antinómico sigue llamándonos y llamándonos con su fuerza , a fin de que no olvidemos a las personas que viven en él de tiempo completo; personas que no han podido alcanzar la otra orilla; niñas, niños, adultos y ancianos migrantes ─llamémosles así, para evitar aquello de enfermos mentales─, cuya desgracia es no encontrar del otro lado a nadie que atienda a su llamado ni entienda su idioma de frases despeinadas, agujereadas, antinómicas).

*

Como todas las realidades irresolubles, la del mundo antinómico encuentra una forma de expresión en esos relatos llamados mitos, uno de los cuales, el que mejor conozco, voy a recordar aquí para explicarme más a fondo. Es en realidad el único de los mitos de creación que manejo lo suficiente como para atreverme a recrearlo. Me refiero al de Adán y Eva. Dice así: Dios creó el cielo y la tierra y todo lo que existe, incluidos los seres humanos, y metió a estos últimos en un resguardado jardín especialmente diseñado para ellos (dentro había una selección de animales a los que ellos tendrían el privilegio de poner nombre; esto les daría también la prerrogativa de gobernar sobre ellos, lo cual por cierto no significaba matarlos, ni comérselos ─Eva, Adán y todas las bestias eran vegetarianos─ ni abusar de ellos, sino algo como cuidarlos y recibir su ayuda para cultivar el jardín).

Un punto que siempre pasamos por alto al leer este fragmento del Génesis, es que no toda la realidad entró en el Edén, sino sólo una parte, la cual constituía un jardín de delicias, unívocamente nombradas, oasis bien peinado en un rincón del mundo. Pero ¿qué había fuera de ese paraíso, en el cosmos recién creado, como para tener que apartar de él a tan frágiles criaturas? Si se sigue la lógica del relato, la respuesta es muy simple: lo que había afuera era la realidad tal como la conocemos, es decir, este universo nuestro, al que he llamado antinómico, y al que ellos, por una extraña desobediencia, fueron arrojados, y tuvieron desde entonces que enfrentar con sus no muy desarrollados recursos (Chesterton compara esto con el caso de las princesas que abren la puerta prohibida del palacio, en los cuentos de hadas; al parecer, sólo Dios, con su mirada invulnerable, podía contemplar de frente ese mundo recién abierto, sin quebrarse).

Así pues, por intervención de la serpiente (muy parecida al gusanito que nos pica cuando pensamos lo que no debemos), el pequeño edén en que vivían Eva y Adán, desapareció (como si un velo cayera de sus ojos) y advirtieron entonces que éste había sido sólo un refugio, y que lo habían perdido. A partir de ese momento tendrían que vérselas con la verdadera realidad, tan maravillosa como espeluznante, para gobernar la cual no servían los nombres: por mucho que se esforzaran por pulirlos, debían constatar una y otra vez que en cuanto los pronunciaban, de cada uno salía un par, y de cada par, otro, y otro y otro, hasta que reconocieron que, tratándose de la realidad de Dios (realidad divina, tan finita como infinita, tan posible como imposible) nunca podrían abarcarla ni comprenderla (nótese que en el momento en que concibieron esta idea, se les ocurrió también lo contrario, por lo que ni con eso lograron resignarse).

*

En el caso de la educación, la antinomia del mundo se deja ver en todos los significados que le hemos dado al concepto a lo largo de la historia. Hace poco ─decidido a adentrarme en algunos de esos significados, aunque fuera levemente─ me encontré con un clásico de la pedagogía, que quizás algunos de ustedes ya conocen:  se trata del libro Los grandes pedagogos, una compilación del maestro Jean Chateau, con textos monográficos sobre quince personas que en sus tiempos y lugares cambiaron el curso de la educación, esto desde la antigüedad.

Tras leer el primer capítulo, comencé el presente artículo con la intención de hablar de él, pero ya han visto ustedes cómo mi fantasía me desvió hasta Adán y Eva. Ahora me queda poco espacio antes de que mis lectores se aburran definitivamente (sin embargo, creo que la disertación fue importante pues, como pasa con todo texto sobre filosofía, entenderlo se vuelve más fácil si uno parte de una forma personal de pensar, y es que, en el fondo, ninguna visión auténtica se aleja tanto de las demás que no ayude a entenderlas).

El capítulo del que hablo es un ensayo de otro gran maestro, Joseph Moreau, titulado Platón y la educación. Resulta una de las mejores y más sencillas exposiciones que he leído sobre el gran filósofo griego. Amable, amena, completa y clara, uno la recorre con el doble gusto de comprender un poco más sobre la filosofía de Platón y de aprender algo profundo para reflexionar sobre la enseñanza.

El autor nos cuenta ─a manera de antecedentes─ cómo los primeros pedagogos profesionales (los llamados sofistas) intentaron descifrar el gran problema del mundo incomprensible y transmitir a sus alumnos una verdad firme que paliara la angustia y en torno a la cual se pudiera construir cierto orden. Para unos de ellos, esa verdad era la de las matemáticas, que evidenciaban realidades infalibles. Para otros, esa verdad era el lenguaje, que regía el intelecto, capaz también de ordenar ─de otra manera─ todo lo existente. Ambas posturas dieron pie a teorías contrarias, que a su vez respaldaron prácticas distintas: por un lado, actividades técnicas (ingeniería, arquitectura) sustentadas en la aritmética y la geometría, y por el otro la política y todas aquellas tareas públicas que exigían del dominio de la palabra. Finalmente, el más célebre sofista ─Protágoras─ erigiría una tercera verdad ordenadora, la de la virtud, que por su primacía sobre todas las demás intentaría erigirse como eje de lo humano… pero que se quedaría corta porque Protágoras no conseguiría separarla de las antiguas tradiciones, que aún servían de ejemplo al pueblo cuando éste quería orientar su actuar.

Platón ─explica Moreau─ fue el primero que intentó separar la virtud de esa tradición, independizarla de lugares y tiempos específicos, en una palabra, universalizarla. Su filosofía también se sustentaría en las matemáticas y el lenguaje, pero intentaría elevarse sobre éstas y acreditar a la razón como supremo recurso para conocer la virtud, y a la pedagogía como única garantía del carácter científico de ese conocimiento (el argumento era que sólo una verdad que soportara la rigurosa dialéctica de la enseñanza/aprendizaje resultaba confiable).

En su intento de descifrar el mundo que he llamado antinómico, Platón lo verá ─quizás con más piedad─ como la imperfecta reproducción de una realidad perfecta, de la cual nosotros sólo podemos ver algo así como la sombra. Sin embargo, esa realidad ideal no nos es del todo desconocida: alguna vez pudimos elevarnos y verla, pero incapaces de controlar bien nuestro vuelo, nos despeñamos hasta esta otra realidad material, en la cual por desgracia hemos olvidado aquella visión. Sólo nuestra razón recuerda aún, vagamente, el camino de vuelta, y por lo tanto sólo ella puede, al ser sometida a las debidas técnicas pedagógicas, reconocer el mapa completo y volver a elevarnos: “…saber no es meter en uno mismo algo extraño; es adquirir clara conciencia de un tesoro latente, desarrollar un saber implícito. Aprender no es otra cosa que volver a acordarse.”

Así pues, es mediante el razonamiento sometido al diálogo pedagógico, como Platón construye un sistema que quiere hacer inteligible el mundo y desterrar todo error y toda incertidumbre; un sistema que intenta “liberar gradualmente la actividad espiritual en busca del bien ideal, superando todos los fines empíricos” en que está enredada el alma.

“Esa aspiración infinita ─resume Moreau─, ese esfuerzo por asir lo absoluto y conseguir su eternidad, se expresa ─según Platón─, en el símbolo del Amor”. Llevados por este último, podremos avanzar “desde la belleza sensible, que habla a los sentidos, a reconocer la belleza moral; luego descubriremos una hermosura más secreta, que se muestra solamente a la inteligencia matemática: la de las relaciones armónicas; y de ahí podremos, finalmente, elevarnos al principio de toda armonía, al manantial de todo valor, a la intuición del Bien absoluto, al contacto con la trascendencia soberana del espíritu”.

En su descripción de la filosofía de Platón, Moreau combina una lúcida comprensión del tema con una nítida exposición y una gran ligereza de estilo. Resulta delicioso leerlo y descubrir cómo la pedagogía inicia su carrera de disciplina científica siendo parte de uno de nuestros más antiguos y profundos modelos de pensamiento, y cómo su presencia resulta fundamental en el arranque de la historia de Occidente.

(Platón y la educación de Joseph Moreau, en Los grandes pedagogos de Jean Chateau, editorial FONDO DE CULTURA ECONÓMICA de México. Se le consigue en Kindle de Amazon, que manda el capítulo entero como muestra gratis. Una aclaración que parece comercial, pero juro que no lo es: una vez que lo tienes, los libros de Kindle y las muestras gratuitas, se pueden leer en la nube o en la app que se descarga también sin costo en el celular, por lo que al menos la lectura de ese primer capítulo resulta gratis. Inténtenlo, vale la pena).

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Aprender a través del amor (o de su ausencia)

Por: Andrés García Barrios

 

Decía Paulo Freire que “Nadie se salva solo, nadie salva a nadie: todos nos salvamos en comunidad”. Y para lograr su proeza, propone el gran pedagogo brasileño, esa comunidad tiene que ir primero a la escuela.

En artículos anteriores hablé del autodidactismo radical de personas que vienen al mundo en situaciones de dificultad extrema y que desde que nacen tienen que aprender a sobrevivir. Los retos que enfrentan ─decía yo─ son como los del ratoncito de la fábula, que cayó en una cubeta de leche y desesperado por salir, pataleó, sin saber que la leche se haría crema espesa y él podría impulsarse sobre ésta para salvarse. Igual que él, son muchos los que, en mayor o menor medida, enfrentan la vida como un reto de supervivencia, del cual son también muchos los que salen triunfantes (donde “salir triunfantes” no significa ni mucho menos crear condiciones cómodas sino simplemente, como digo, sobrevivir). Los que lo logran, empiezan una vida de duras lecciones, que otros más privilegiados enfrentarán mucho después, incluso ya de adultos.

Todos sabemos que entre los privilegios que se puede tener al nacer, el mayor de todos es llegar a un contexto de amor. Ser amado es el recurso básico, es decir, el que le permitirá a la persona aprovechar plenamente todos los que lleguen después, incluyendo el alimento (los trastornos alimenticios se generan en contextos en que la comida ─leche materna o cualquier otra─ llega al niño en medio de turbulencias afectivas).

Desde mi punto de vista ─y neurocientíficos como Antonio Damasio estarán de acuerdo conmigo─, es ese sentimiento vital el que, desde el momento de venir al mundo, nos indica nuestra situación en éste (situación favorable o desfavorable) y nos impulsa a hacer frente y  a abrirnos paso entre intercambios humanos, retos y peligros: la frase de Paulo Freire “aprendemos siempre” debe tomarse en sentido literal y aludir a un siempre que empieza con el nacimiento.

Cabe mencionar que una cosmología y una antropología un poco más radicales nos permiten fantasear que este sentimiento no sólo está en el origen de lo humano sino en el de todo lo existente. Según tal visión, una especie de esencia a la que podemos llamar amor, estaría también en el origen del universo. El rechazo inmediato que estas palabras pueden suscitar en algunos de mis lectores debe tomar en cuenta que no son arbitrariedades anticientíficas, sino que forman parte de reflexiones antiguas que no todos los científicos y filósofos actuales consideran superadas. Ciertamente la corriente fisicalista (que despacha en un dos por tres todo lo que suene a “alma”) se reirá de estas fantasías y se molestará de que las exprese aquí con tanta simpleza. Sin embargo, creo que este tipo de cosas deben decirse así, sin ambages ni complicaciones, en el entendido de que las argumentaciones que se puedan hacer en ambos sentidos serán una verdadera pérdida de tiempo y que la fe espiritual y la fe fisicalista se resuelven en no más de un par de palabras (“Dios existe” ─frase angular en la filosofía de Karl Jaspers, por cierto─ o “Dios no existe”). Extenderse más de eso carece por completo de sentido, a menos que uno encuentre gran satisfacción en discutir inútilmente hasta dejar pasmado al otro. Creo que lo más que se puede hacer es argumentar por qué nuestra fe (teísta o fisicalista, insisto) es legítima, en el sentido de que no hay ningún razonamiento que pueda desdecirla. Pero comprobar que uno tiene razón y que el otro está equivocado, es una cuestión estéril, como todo lo interminable (lamento que mis palabras no rindan homenaje al recientemente fallecido Daniel C. Dennet, uno de los Cuatro jinetes del apocalipsis ateo ─como ellos mismos se llaman─, incansable pensador que dedicó buena parte de su vida a razonar acerca de por qué para explicar este mundo no hace falta otra cosa que la física de lo inanimado).

Quizás menos estéril será afirmar que lo que todos buscamos día a día es aprender a orientar fructíferamente nuestro sentimiento vital, es decir a encaminarlo hacia un florecimiento personal, social y ecosistémico.

Hay personas que tienen la fortuna de nacer en nichos donde su amor encuentra tierra más o menos fértil, es decir, un contexto amoroso que los recibe con el pecho abierto, y en el que van adquiriendo de forma casi natural habilidades de comunicación, solidaridad y autopreservación, y otras que parecen mágicas como la intuición, el humor y la creatividad poética. Y digo que se adquieren de forma “casi natural” porque, aunque solemos creer que la experiencia amorosa se comparte por mera contigüidad (como si con tener en brazos al bebé se le “recibiera” plenamente), ese encuentro en realidad se lleva a cabo a través de señales de comunicación que indican al otro los caminos más confiables para el intercambio (son señales que transitan en ambos sentidos pero que en la madre pueden estar mejor estructuradas y funcionar ya como verdaderos ejemplos).

Es así como llegamos a un concepto de educación en el que madres/padres e hijas/hijos (y luego, por extensión, estudiantes y docentes) nos mostramos unos a otros, a través de ejemplos, los caminos que pueden llevarnos al florecimiento; es decir, nos enseñamos mutuamente las formas más eficientes de percibir y entender las circunstancias, aprovechar las oportunidades y enfrentar retos y peligros. Se trata, como digo, de una enseñanza mutua (¿quién negará que los hijos también enseñan a los padres, y los alumnos a los maestros?), en la que los que llevamos más tiempo en el planeta tenemos, sólo por veteranos, más ventajas que los que van llegando.

Ahora bien, esta bella perspectiva del intercambio amoroso no nos debe hacer olvidar a aquellos que, como el ratón de la fábula, nacen en condiciones de emergencia. No hay nada peor (todos lo sabemos) que un amor que está ahí para darse a manos llenas ─como el que trae consigo el bebé─, y que no es recibido. No se me ocurre otra metáfora que la del pataleo del ratón para ejemplificar de qué manera el bebé solitario salvaguarda su amor vital y lo irradia alrededor para ver si alguien le corresponde. Si el entorno es propicio, ese pataleo puede crearle una plataforma que lo salve para la vida. De ocurrir, su primera lección habrá sido ya, de entrada, no claudicar ni siquiera en las condiciones más difíciles. Sin embargo, no resulta trivial la gran desventaja que esta lección también trae consigo: por lo general, a un ser humano así, cuando crezca, será difícil convencerlo de la necesidad a veces vital de la derrota: pidámosle que se abra a la posibilidad del fracaso e intentará deshacerse de nosotros, incluso de forma agresiva y hasta con violencia.

Ciertamente, este radical autodidactismo, que nos hace fuertes pero desconfiados, no está inexorablemente destinado a perpetuarse y en algún momento puede abrirse a formas de enseñanza/aprendizaje que incluyan el amor a otros y de otros. Para que eso ocurra es necesario que grandes carencias y grandes privilegios se compensen unos a otros. Basta ver la magistral película Pena de muerte, con Sean Penn y Susan Sarandon, y dirigida por Tim Robbins, para descubrir cómo un sentimiento vital que se ha resguardado en las más oscuras sombras aprende a resurgir cuando alguien le tiende afuera los brazos para orientarlo y recibirlo. Ciertamente, quien se coloca en posición de orientador/receptor de alguien en carencia extrema, debe ser fuerte; pero si logra mostrarle una ruta confiable, tendrá por recompensa un encuentro vital que no se puede llamar sino renacimiento.

Nosotros ─como docentes y padres─ no tenemos que buscar encuentros tan radicales (de hecho, una buena opción sustituta es ver la película y conmovernos hasta el tuétano: se llama Dead man walking, en inglés). Sin embargo, sí podemos acudir a quienes tenemos cerca (hijos, alumnos), que por lo general sólo precisan de nuestra confianza para dar eso que tanto se reservan.

Me gustaría acabar este texto proponiendo una idea para otra película, ésta de fantasía. Trata sobre un ser que está perdido entre las más oscuras sombras y de una heroína que ─empoderándose de sus privilegios─ desciende hasta él para mostrarle el camino de vuelta. Al regreso, aquel ser soterrado y oscuro va mostrando su escondida belleza hasta emerger como un sol en la superficie. No se me escapa que el tema de esta película ya está muy visto; de hecho, creo que es el tema de todas las películas, aún más, de todo drama humano (a veces con las variantes de que el sol no logra salir y que la heroína ─o heroíno, o heroíne─ oscurecen junto con él). No creo que añadiría nada que el héroe y la heroína aparecieran no como personas individuales sino como una comunidad entera: el asunto también ha sido representado y está en el fondo de las historias, tal como empezamos a aceptar en esta era posmoderna: “Nadie se salva solo, nadie salva a nadie: todos nos salvamos en comunidad”, como decía también Paulo Freire.  ¿Añadiría algo que para lograr su proeza esa comunidad tuviera que ir primero a la escuela (como propone el gran pedagogo brasileño)? No creo: ¡ya lo han intuido tantas otras puestas en escena que empiezan con el pueblo preparándose para la hazaña!

Para mi guion, pues, tendré que conformarme con el tan traído y llevado arquetipo en que los seres humanos, necesitados de dar su amor a otros, pierden un día la esperanza y tienen que aprender juntos a recuperarla.

¡¿No les parece extraño que, después de tantos años de esfuerzo en soledad, ni los autodidactas nos salvemos de tan trillada verdad?!

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Los libros como amistad, meditación y erotismo

Por:  Andrés García Barrios

 

En esta nueva entrega de la serie «Testimonio de un autodidacta», Andrés García Barrios reflexiona sobre el hábito de la lectura en el marco del Día Internacional del Libro.

Testimonio de un autodidacta

De niño, si algo aprendí de los libros fue a no leer. Cerrarlos era el mejor momento; abrirlos, el peor. Y durante muchos años siguió siendo así. Elegir un título, recorrer las primeras páginas, quedarse dormido: tal era la rutina inevitable. ¡Ah, y al despertar, sentir culpa! Hoy ya no me duermo al leer, pero me costó mucho trabajo lograrlo.

En general, los grandes amantes de los libros no dan ninguna importancia a la lectura por obligación; en cambio, sí comparten la mística que ve en el libro un lugar de reunión de todo lo humano, incluyendo lo humano que hay en aquellas personas que nunca leen.

Decir que alguien es un “burro” por no leer es como decir que es un burro por no haber ido nunca al mar, por no haber comido gusanos de maguey o por nunca haber dormido bajo la lluvia. Cada uno tiene la lectura de la realidad que le ha tocado, cada uno ha posado las manos sobre el braille del mundo a su manera.

Mis hermanas y hermanos, mis padres, leían mucho. Yo era el más flojo. Antes de los quince años sólo había leído El libro de la selva, de Rudyard Kipling, que tuvo su importancia por haber sido el primer libro que yo mismo me compré; y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, cuyas páginas todavía resuenan en mí. Pero a esa edad ─los quince, digo─ la apatía dio un vuelco: un brote de hepatitis me privó unos meses de lo que yo más amaba (mis clases de actuación teatral en un taller de adolescentes) y las compensé con lo único que desde mi cama podía suplirlas: libros de teatro.

Devoré todas las obras que había en la biblioteca familiar. Eran muchas, porque al parecer en sus años de casados, mis papás habían compartido el poco común gusto de leer teatro (tal vez lo hacían juntos, turnándose los personajes: puedo imaginarlos, a ella haciendo de Lady Macbeth, y a él respondiéndole con los parlamentos de su también malvado esposo).

Consumí las más de doscientas obras de teatro que había en mi casa, turnándolas con las que yo mismo empecé a comprar. Resultó una verdadera fiesta el encontrar las obras completas del dramaturgo italiano Luigi Pirandello ─a quien yo en ese entonces amaba sobre todos─ en tres tomos y al escandalosamente bajo precio de 189 pesos, más o menos el equivalente del mismo precio el día de hoy.

Llegó a ser tal mi avidez de lectura que algunos días devoré completas  hasta tres obras, ¡y de las de tres actos! En los recesos de la preparatoria me quedaba en el salón, leyendo, y en las fiestas me apartaba hacia una habitación tranquila o alguna escalera silenciosa para terminar mi libro. En un par de años recorrí la historia del teatro entera, desde Esquilo (el trágico griego) hasta lo más reciente del teatro mexicano del siglo XX, llegando a sentirme capaz de ordenar el gran drama humano en orden alfabético.

Aquel gran entusiasmo se acabó con el fin del primer amor. Roto el corazón, la lectura menguó: ya no servía de nada ser un intelectual. Sin embargo, ahora puedo afirmar que conocí la pasión de leer, la obsesiva dicha de irse por las páginas de un libro como hilo de media.

No me gusta venerar los libros, al menos no más que otras cosas. No me gusta valorarlos como si fueran entidades superiores o seres de una clase distinta. No me gustan, de hecho, los seres de una clase distinta. Entiendo que los libros, lo mismo que las piezas musicales y las obras de arte, son una especie de ser en transición entre una cosa y una persona, pero incluso a la gente prefiero no tener que rendirle ninguna pleitesía, y simplemente detesto ir a preguntarle a alguien ─sobre todo si es un libro─ si se puede uno divertir en su presencia. Jorge Luis Borges ─lector como pocos─ sugería “Si un libro te aburre, déjalo”. Así es: si no tienes ganas de leer, no leas. Confieso que mi autodidactismo me dicta lo mismo en cuanto a casi todo: si no tienes ganas de comer, no comas, y a final de cuentas, acota tu vida tanto como  quieras, igual que aquel hombre que decía: “A veces me siento y pienso. Y a veces nomás me siento”.

A mí, algunas de esas veces en que estoy nomás sentado, me dan ganas de leer. Y leo. Entonces, desde esa paz en que la lectura resulta algo todavía más quieto que simplemente estar sentado, todo mi derredor se transfigura en lo que me dicen las páginas.

Mucha gente asocia el autodidactismo con los libros. Les dices: “Soy autodidacta” y te dicen “Yo también, me encanta leer” o “Hice tres carreras pero lo que más me gusta lo aprendí leyendo”. Claro que se puede leer con actitud autodidacta, pero no son lo mismo: el autodidactismo tiene más que ver con aprender lo que amas: por ejemplo, resulta maravillosamente autodidacta darte cuenta de pronto de que lo que más te atrae de leer libros impresos es el ruido que hacen las páginas al pasarlas; o que no te gustan los libros electrónicos porque no tienen olor (como me hizo ver mi amiga María Teresa de Mucha); o que sí te gustan pero no para leer novelas, y mucho menos de suspenso, porque no puedes sentir su grosor ni saber si ya se acerca el tan inesperado final.

A mí me gustan los libros cuando me doy cuenta de que detrás de ellos hay alguien diciendo algo; y es que la verdad es que he elegido ser autodidacta porque lo que más me gusta de la vida es conversar (con las personas, con las cosas). Hay que entender que un texto no es sólo la transcripción del flujo del pensamiento de alguien, ni siquiera del flujo de su inconsciente o de sus emociones: en la escritura está también su cuerpo; más aún, está ahí toda la vivencia reunida hasta el momento de escribir. Por eso, al leer uno puede tener la clara sensación de estar con alguien.

Adquirir libros no es como acumular bienes sino como hacer amigos (perdón por el lugar común, pero es así). Una biblioteca es como un barrio. No hay nada más bullicioso que una biblioteca desordenada (como los amigos, que son todo menos ordenados: por eso el maestro Inchi Andrupanda Yanoandapata negaba que existieran círculos de amistades: la amistad nunca tiene un orden, decía). Una biblioteca bien ordenadita es como una escuela donde un maestro parsimonioso extrae los libros y los hace hablar uno a la vez. En cambio, entre amigos (o en un aula de clases que se les parezca) todos deberíamos hablar al mismo tiempo.

¡Los libros nunca están cerrados! Tal vez eso es lo que advertía la hermosa protagonista de los cuentos de La dama del lago que, en su locura, llenaba de libros el suelo alrededor de su cama, como si con ellos pudiera alejar alguna espectro: los libros eran guardianes siempre alerta.

Extrañar a un amigo es como tener perdido un libro en una biblioteca inmensa.  Por su parte, nuestros hermanos son ejemplares únicos, libros que no están en ninguna otra biblioteca más que en la nuestra.

Borges habla de un libro sin principio ni fin, un libro cuyas hojas son infinitas y se pierden en las manos como arena: una vez que extravías la página que estabas leyendo, no puedes volver a hallarla, por más que la busques. De esto se infieren muchas cosas: por ejemplo, que no tiene caso subrayar ningún fragmento que te guste: nunca volverás a encontrarlo.

Para mí, Dios es ese Libro de Arena que nunca se abre en la misma página. ¡Y claro que puedes anotar lo que diga, pero solo estarás perdiendo un tiempo precioso en el que podrías leer otra página igual de importante! De hecho, las frases de ese libro suelen colarse por nuestra memoria, e incluso confundirse con ella, como granos por nuestras manos, o mejor, como gotas de agua en el mar.

Con todo lo anterior, tengo de repente la clara impresión de que leer es la forma de meditación que caracteriza a esta parte del mundo que nos toca, a la que llamamos Occidente; Oriente elige otras formas, sin palabras, o mejor dicho, sin discurso. Sin embargo, hay varias cosas en las que ambos se parecen: para empezar, en lo que ─con imaginación bastante naive─ solemos creer que ocurre por dentro a quien lee o medita: así como este último, en su posición erguida y quieta, suele ser visto como alguien que ha quedado vacío y no alguien en profunda conmoción interna (que es lo que en realidad casi siempre está ocurriendo), así tampoco podemos percibir el torbellino que arrastra por dentro al que lee.

La particularidad de este tipo de meditación occidental es que es una forma de comunicación (de nuevo, leer es hacer amigos). En Occidente, meditar es llegar a nosotros mismos a través de otro y a otro a través de nosotros mismos. Mientras que en Oriente ─hasta donde he leído y me han contado ─ meditar es disolver la propia identidad en lo inefable, en occidente somos más de apapacho, de estar juntos.

Quién interrumpe a alguien que lee está interfiriendo en una conversación apasionante. Cuando intenta promover la lectura, Occidente está alentando esa conversación, sin embargo, no sé por qué la idea que se crea en la mayoría de la gente es que leer es una obligación, que es importante leer aunque sea sólo por el hecho de hacerlo, como una especie de superstición en la que someter los ojos al impacto de las letras es suficiente para que ese acto tenga sentido. Al menos desde que yo era chico, impera en el mundo una distorsión utilitarista, una confusión sobre la experiencia profundamente vivencial y de contacto humano que implica la lectura, y ésta se convierte en un acto mecánico, una acción rutinaria que puede fácilmente ser sustituida por cualquier otra (¿no es cierto que todos interrumpimos a alguien que lee, por cualquier banalidad?).

La obligación de leer se me figura un poco como lo que pasa con ese libro de arena borgiano ─a quien yo llamo Dios─, el cual podríamos consultar cada vez que quisiéramos, y al que en cambio acabamos teniendo terror y encerramos con llave en un armario oscuro. Esta alusión a lo religioso al hablar de los libros no parece estar fuera de lugar. Al re-ligar (volver a unir), una verdadera religión debería disolver fronteras, abrir espacios, ensancharnos, y no estrecharnos ni encerrarnos. Sin embargo, el rigor impuesto sobre la lectura desde la escuela y la educación autoritaria puede convertirse en un verdadero sucedáneo del terror eclesial, transformando a las bibliotecas en oscuras dictaduras teocráticas. ¿Consecuencia? Uno quisiera quemar los libros y festejar el triunfo del paganismo con música y cualquier otra cosa que no sea leer: disfrutar la calle, lo nuevo, el aire, el bullicio de verdaderos amigos…

Pregunta final: ¿Cómo hacer de un libro un verdadero amigo, de esos que puedes extraviar en medio de la fiesta, con la seguridad de que de nuevo lo vas a encontrar (a menos que le haya gustado a otro lector y se hayan ido juntos a su casa)? Y otras preguntas más, inevitables, dada esta última y sensual imagen: ¿por qué seremos tan celosos de nuestros libros, por qué nos costará tanta trabajo prestarlos y, una vez en nuestras manos, devolverlos a sus antiguos amantes?

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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