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Opinión | Las escuelas son las culpables

Por: Andrés García Barrios

Como respuesta a múltiples crisis sociales, las escuelas optan por dar una imagen de solidez cada vez menos sostenible. Motivado por una experiencia personal, Andrés García Barrios nos convoca a abrir un frente comunitario para respaldarlas.

Esta mañana fui a recoger a mi hijo a la escuela. Le dieron la oportunidad de sólo acudir a resolver un examen, y hacerlo fuera de su salón, en la oficina de la directora de inglés, como un apoyo especial para evitarle convivir con sus compañeros de grupo, por quienes hace tiempo que se siente hecho a un lado.

Al llegar, recibí un nuevo disgusto: el pequeño —que está por terminar el sexto de primaria— me contó que había habido otro inconveniente, ahora con la directora del área de Español, y estaba asustado. Tras escuchar sus razones, traté de tranquilizarlo diciéndole que la actitud de la directora había sido “un gran descuido”, todo mientras la directora de Inglés me pedía que, antes de decir eso, esperara a conocer las circunstancias en que se habían dado los hechos. Yo respondí que no podía esperar, y apartándome del niño, le pedí a ella que escuchara mis argumentos sobre la escuela. Ella accedió, conduciéndome a una oficina y dejando de lado ─me dijo─ asuntos urgentes con otros alumnos.

Yo hablé. Ella volvió a pedir paciencia, y un segundo después entró en la oficina la directora que había asustado a mi hijo: “Estoy muy ocupada, pero tuve que venir a aclarar esto”, dijo.

Omito muchos detalles de la charla que tuvimos pues prefiero concentrarme en la gran lección que recibí en los siguientes veinte minutos, y que ─lo confieso─ todavía me hace sentir avergonzado. La directora recién llegada me explicó que la reacción de mi hijo se debía a un comentario que ella había hecho de forma precipitada, casi improvisada, para responder a una pregunta del niño, quien inesperadamente había irrumpido en su oficina para hablar con ella.  Yo insistí en que aquella respuesta había sido un error por no considerar las necesidades específicas de mi hijo ni las cosas que a él en lo particular pueden herirlo. Tras algunos vanos intentos de la directora de inglés para que tomara en cuenta la explicación de su compañera, vino el primer sablazo.

— Andrés, estás exigiendo que el contexto se adecúe a todas y cada una de las necesidades de tu hijo.

(Debo aclarar que en la escuela muchos padres, madres y docentes nos hablamos de . Quizás es también el momento de decir que hay muchos motivos de confianza entre nosotros: la escuela ha mostrado siempre una total disposición a darnos su apoyo y nunca ha fallado en su trato amable).

— Yo creo ─respondí─ que, con su actitud, la escuela tampoco está haciendo lo suficiente para que mi hijo conozca el mundo real y aprenda a hacerle frente.

                  No entendí por qué mi respuesta decepcionaba a la directora de inglés. Llevándome las manos a la cabeza, solté:

— ¡Ahora eres tú quien no puede escucharme!

Entonces vino la estocada final, esa que hizo que me levantara apenado y pidiera una disculpa antes de retirarme. Tal lance comenzó con una serie de acertados argumentos por parte de ella, que hicieron que poco a poco me quedara callado. Siguieron revelaciones que me pusieron a pensar, y que concluyeron con esa estocada final (especialmente dolorosa por provenir de alguien que ha mostrado un gran compromiso con nosotros en los últimos meses):

— A veces me siento a punto de tirar la toalla —dijo—. Sí, a veces creo que estoy frente a un imposible.

Esta respuesta, y lo que añadió enseguida, me conmovió. Me quedó claro, entonces, que había muchas cosas que yo no estaba tomando en cuenta, por ejemplo que desde hace tiempo la escuela ha venido realizando reuniones como ésta todos los días, con mamás y papás siempre descontentos por la manera en que se trata a sus hijos; que en ese mismo momento ella tenía a otros niños en su oficina, esperándola para responder exámenes porque tampoco pueden convivir con su grupo; que los padres piden citas continuas para oponerse en lo personal a acuerdos que han aceptado y firmado en reuniones conjuntas; que en vez de poder dedicar el máximo de tiempo a educar a las niñas y niños y a apoyarlos en sus problemas, la escuela está teniendo que ocupar su tiempo en atender a los familiares descontentos que quieren que “las cosas cambien”; que esto es algo que está ocurriendo no sólo en esta escuela sino en todas las del entorno…

— Las madres y padres están pidiendo una utopía. Y están privando a sus hijos de toda resiliencia. Lo hacen cuando les dan toda la razón por sus enojos y sus reacciones, y aplauden su más mínima opinión; cuando les dicen, sin más, que lo que ha dicho la directora de Español es “un gran descuido”, sin intentar llegar a fondo… ¡Las infancias vienen a la escuela con un cero de tolerancia hacia el entorno!

Y concluyó con un aire de tristeza:

— Chicas y chicos cada vez pueden convivir menos con gente fuera de su hogar.

Me di cuenta, claro, de que tenía razón; de que yo —junto con tantos otros padres y madres— estaba exigiendo más de la cuenta, empujando a la escuela —es decir, a la institución, pero también a los estudiantes y a todos nosotros— hacia el borde del abismo. No es que la escuela no estuviera cometiendo errores (por cierto, el de la directora que había asustado a mi hijo se resolvió con unas cuantas palabras de ella hacia él); pero el problema no era ese, el problema es que todos estábamos cometiendo errores a granel pero los padres no estábamos pudiendo reconocer los nuestros, y la presión que ejercíamos sobre la escuela se estaba volviendo intolerable; intolerable no sólo por la carga de acciones que exigíamos de la escuela sino porque nuestra sobreprotección estaba dañando a las infancias, y las maestras —entre la espada y la pared— se sentían con la responsabilidad de evitarlo.

Pero… ¿qué es lo que estaba ocurriendo? ¿Por qué madres y padres reaccionábamos así y porque estábamos todos hundiéndonos en esta grave crisis? Decidí escribir al respecto para aclarármelo. Y lo comenté con mi esposa en cuanto fue posible. De la conversación con ella surgieron muchas de las siguientes reflexiones.

Empezaré por la que me parece el punto crucial. Lamento que ello signifique volver a los años de la pandemia, como si se tratara de un feo dejá vu, una vuelta a un pasado reciente del que no podemos escapar por más que queramos. Sin embargo, creo que es necesario ahondar en ella para poder comprender por lo menos tres cosas: cuánto del dolor que sufrimos en la pandemia seguimos cargando, cómo todavía nos hallamos en la primera fase del duelo, es decir la de la negación, y de qué manera nuestros comportamientos siguen teniendo el sello de esos tres años, el cual se reaviva en todos los ámbitos de nuestra vida diaria, tanto en los hogares como en las calles, centros de trabajo y por supuesto en las escuelas (ya sea como estudiantes, docentes o familias).

No es para menos. Las crisis que se acumularon durante la pandemia —y que nuestra negación cada vez puede paliar menos— fueron demasiadas (por más que quiera uno resumirlas, siempre acaban haciendo una larga lista): aislamiento, soledad, muertes dentro del hogar o fuera de ella, sentimiento continuo de estar en riesgo o de que lo están nuestros seres amados, restricción económica, carencia y pobreza, aumento de conflictos familiares (pleitos entre parejas, entre padres, madres e hijos, entre hermanos), ansiedad, vacío, miedo, desconfianza en el prójimo, esperanza frustrada, culpa por haber sobrevivido mientras otros se han ido… (habrá que mencionar que a este clima de terror constante se unieron también sentimientos de solidaridad y amor, así como nuevos modos de convivencia, los cuales debemos negarnos a enterrar debajo de nuestro luto).

El hecho de que las infancias no estén hoy sabiendo convivir más allá del contexto hogareño, tiene que ver con todos estos terrores, heridas, agonías y muertes, y con el hecho crucial de que a algunos el aislamiento nos creó un sentimiento de resguardo que ahora ya no sabemos cómo quitarnos (a ello se suma la llegada del Zoom, que debajo de sus grandes ventajas oculta nuestra resistencia colectiva a volver a convivir).

Ciertamente, la tendencia paterna a sobreproteger a hijas e hijos —y muchas otras actitudes equivocadas— son viejos asuntos, anteriores a la pandemia, pero sin duda se han recrudecido de forma exponencial después de ésta. Por desgracia, a esta crisis emocional se unen dos factores sociales presentes desde hace pocos años, los cuales hacen mayor la presión sobre las familias y acentúan la vigilancia de éstas sobre lo que ocurre en la escuela. El primero es el legítimo temor de que nuestros hijas e hijos sufran abuso en cualquier contexto, y el segundo —la otra cara del anterior—, el deseo de que sean incluidas e incluidos “tal como son” y que no sufran discriminación. Sin duda, ambos son parte de un despertar de la conciencia social y representan una esperanza dentro del difícil contexto que estamos viviendo, pero no dejan de significar un enorme esfuerzo y una gran responsabilidad para todos; tampoco podemos negar que junto con ellos llegan, de forma inevitable, desvíos y exageraciones. Como nunca, nuestras miradas están puestas sobre la Escuela para que en ella nadie abuse de niñas y niños, y para poder reaccionar ante el menor indicio de que esto esté ocurriendo. Es obvio que nuestra atención se enerva por el hecho de que los “detectores” de abuso son tremendamente imprecisos y subjetivos. ¿Cómo no creerles a las infancias —aunque sea de forma preventiva— todo lo que dicen?

Esta tendencia se repite también en el tema de la inclusión, para fomentar la cual nos hemos hecho de innumerables recursos, entre los cuales destaca el haber ampliado con un detalle casi obsesivo el abanico de motivos por los que pueden ser discriminados: una niña tiene TDA, otro niño también pero con hiperactividad, éste es ansioso e iracundo, los hay neurodivergentes, con discapacidad, con condiciones distintas, éste es obeso, aquella demasiado delgada, otra más es insegura y tímida… La demanda de inclusión y no discriminación, por tanto tiempo descuidada, ha provocado una actitud de sospecha y vigilancia extremas de madres y padres sobre las escuelas. No es mi intención juzgar este hecho, sino señalar su importancia y la forma en que —en el duelo de la postpandemia— tiende a agudizarse.  Mi esposa —que es maestra de preparatoria— me hace ver que, como resultado de esta hipersensibilidad e hipervigilancia, las y los docentes sienten desde hace tiempo que carecen de autoridad, sufriendo la dificultad de convocar al diálogo a sus alumnos y preguntándose cada día cuál es su lugar frente a éstos, a la escuela y a la sociedad entera.

Para colmo de los colmos (crisis sobre crisis), todo lo anterior se da en un contexto de hondo cuestionamiento a los sistemas escolares. Éstos —así como su importancia y utilidad— venían siendo confrontados ya antes de la pandemia desde numerosos frentes, teniendo que sortear olas de inconformidad por cosas que hasta hace apenas un par de décadas parecían tradiciones inamovibles. Hoy, toda la didáctica es puesta en duda y hasta la clase presencial es cuestionada, poniéndose gran énfasis en la enseñanza globalizada en línea, e incluso en la autogestión.

Ciertamente, la Escuela siempre ha existido no sólo para formar a nuestros hijos sino para compartir con nosotros la culpa de la “mala educación” de éstos (sí, aunque suene a chiste). Con ello, ha cumplido una importante función como contenedor y paliativo de los problemas familiares. Sin embargo, aunque el equilibrio entre escuela y familia suele fluctuar, pocas veces en la historia ha entrado en crisis como lo hace ahora. Los problemas en ambos terrenos nos están rebasando. Así, las familias ya no sabemos qué hacer con los hijos, e inexpertos en reconocer nuestras limitaciones, recurrimos a lo que si dominamos: echarles la culpa a otros (la escuela, los dispositivos electrónicos, los amigos). Al parecer, la escuela es el “otros” al que con más violencia estamos recurriendo.

Por su parte, para sobrevivir, las escuelas están teniendo que dar una imagen de solidez que en realidad no existe, o que se sostiene a expensas del bienestar emocional del personal docente. Porque lo cierto es que la escuela es sólo un sobreviviente más, como nosotros, y sus recursos han dejado de ser suficientes.

Ciertamente, los sistemas escolares requieren una restructuración en muchos sentidos, una restructuración que como madres y padres no podemos dejar sólo en sus manos, culpándolos de todo y sin hacernos cargo. Si en tiempos normales una restructuración necesitaría tiempo, hoy nos vemos obligados a actuar con rapidez y bajo presión, y por lo tanto con más compromiso y cuidado.

El bomberazo en el que nos puso la pandemia no ha terminado. Por eso es preciso que las familias nos involucremos. Yo, que siempre he soñado con lo comunitario, no puedo más que ver en ello una enorme ventaja. Así, desde estas líneas convoco a las escuelas a contar con nosotros y… Bueno, si la escuela de mi hijo se animara a organizar una reunión para esto, yo pondría como primera oradora a la directora de Inglés que habló conmigo esta mañana, para que nos dijera a todos lo que me dijo a mí y con la misma sinceridad con que lo hizo: “Estoy a punto de tirar la toalla”. Yo entonces me levantaría y caballerosamente le pediría que no lo hiciera, reconociendo mi derrota. Después solicitaría a todos los padres, madres y tutores presentes, que recojamos esas responsabilidades que hemos dejado por ahí tiradas y nos unamos a la escuela para sacar adelante este momento tan difícil, que, como he dicho, no tiene por qué estar exento de esperanza.

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Opinión | La pedagogía, entre el mundo real y el mundo platónico

Por: Andrés García Barrios

 

En esta nueva entrega de la serie “Lecturas para la educación”, Andrés García Barrios analiza dos grandes libros filosóficos sobre los inicios de la pedagogía.

Serie Lecturas para la educación

Educación es una de esas palabras cuyo significado todos tenemos más o menos claro, hasta que a alguien se le ocurre preguntarnos: «¿Qué cosa es exactamente la educación?», o peor aún, «Papá, ¿qué es eso de la educación?», «Maestra, ¿qué quiere decir realmente educar

Mala educaciónbuena educación, educación inclusiva, ambiental, a distancia, para la salud… La palabrita está en todas partes. De los conceptos educación pública y educación privada, por ejemplo, nos queda perfectamente claro el segundo término (es decir, el precio de entrada), pero muy poco lo que en el fondo se puede esperar del primero, es decir de la educación en sí. Digo «en el fondo» porque de primera impresión podemos decir mucho sobre lo que es educación, pero bastan un par de preguntas bien planteadas para que empecemos a titubear y otro par para que nuestra certeza inicial se disuelva como un espejismo (algo parecido ocurre con la palabra cultura, excelente para desafiar a cualquiera a definirla y a después aguantarnos tres preguntas).

Confieso que tiendo a fantasear que todas las palabras son así (unas más que otras, por supuesto), y que, por extensión, también lo son todos los conocimientos que se sostienen en ellas. Una analogía simple pero que funciona compara las palabras con los calcetines: todas muestran en el reverso su despeinado tejido y a todas tarde o temprano se les hacen agujeros en el significado y pasan a querer decir algo distinto; pero lo más lindo es que todas vienen en pares (pares conceptuales, de género o de otros tipos), y si con frecuencia hallamos una que parece venir sola, es nada más porque su par se ha extraviado en los oscuros cajones de la historia.

Esto último, no lo niego, es parte de una manera de ver muy personal, especie de fantasía filosófica que una y otra vez retorna y me convence de que todo en este mundo tiene su inverso; es decir, su otra verdad, su verdad contraria. Según tal fantasía, esto ocurre no porque las palabras (o nuestra mente, que las administra) quieran jugarnos malas pasadas, sino porque la realidad misma está estructurada de forma antinómica (las antinomias son justamente eso, verdades que admiten una verdad contraria): ¿el universo es finito o infinito? Las dos cosas. ¿Tuvo un comienzo o no? Las dos cosas. ¿Y un fin? Igual. ¿Los humanos somos seres completos o incompletos? Las dos cosas. ¿Somos un todo o una parte? Las dos cosas. ¿Somos libres o estamos absolutamente determinados? Bueno, aunque subjetivo, también aquí las dos cosas son ciertas.

Esta complicadísima fantasía filosófica (en la que me metí desde niño y que me ha acompañado a lo largo de toda mi carrera autodidacta) puede parecer una locura (una locura sólo mía, además), y sin embargo no lo es. A decir verdad, las antinomias podrían ser realidades inherentes al universo conocido; de hecho, de ellas se habla en todas las filosofías, al grado de que podemos pensar que éstas no son sino intentos de resolverlas o al menos paliarlas. Para mí, la realidad de las antinomias fue tan evidente desde niño, como digo, que siempre pensé que todos en el mundo las tenían presentes; sin embargo, a la larga he tenido que admitir que no es así, que la gente en general no se da cuenta ni le importa en absoluto que el universo sea (o al menos pueda ser) finito e infinito a la vez (a ésta Kant le llama Primera antinomia), ni que de eso puedan derivarse cosas tan extrañas como que nuestra realidad exista y no exista simultáneamente.

Una conclusión de todo lo anterior, que es pertinente para lo que quiero decir aquí, es que hay algunas personas que, por una especie de falla de origen, están destinadas a ver amplificada la antinomia del mundo (con toda la desazón que eso conlleva, por supuesto). Dentro de este grupo, algunos privilegiados se hallan en un borde desde el cual pueden ver, por un lado, la realidad despedazada, pero por otro también la realidad de los integrados, seres para quienes en el mundo no sólo hay paradojas y contradicciones, sino que existen verdades sólidas y sobre todo únicas (tomo el término de Umberto Eco en su libro Apocalípticos e Integrados). Aquellos que ven las dos orillas son como bogueros que llevan mensajes de una a otra, o como aguadores que acarrean el preciado líquido para que a ninguno de los dos lados le falte.

Los filósofos en general son gente que cumple esta función. Todos (unos más, unos menos) han habitado, aunque sea por un instante, en la realidad desarmada, y han bogado con tenacidad para llegar hasta la otra orilla, arribando a la cual sólo recuerdan haber escapado de un mundo de horror y después ─si tienen la suerte de que esa primera impresión se atenúe─ de un lugar que despierta asombro, admiración, duda, conciencia de límites, búsqueda de la verdad, razón de la ciencia y otras. No obstante, a pesar de todas estas perspectivas sedantes, el mundo antinómico sigue ahí, presente en todas las preguntas humanas de fondo, con su hueco voraz, que no ha podido ser llenado ni por las más hondas filosofías y ciencias; ciertamente, algunas de éstas han logrado describirlo y conjeturar formas de llenarlo, formas que ─tomadas en serio ─ permiten a muchas personas sentarse en el borde de su abismo y ensoñar que lo han domado. Por lo general son soluciones estéticamente bellas, éticamente reconfortantes y en última instancia tan ambiguas y hasta absurdas (no se puede esperar otra cosa de ellas, dado el problema que intentan resolver) que es imposible descartarlas del todo y quedan en el diálogo universal de la filosofía como rumores eternos, como canciones que repetimos y repetimos, y acaban sosegándonos.

Una de estas melodías es el principio de no contradicción de Aristóteles, que dice algo así como que una idea y su negación no pueden ser verdaderas al mismo tiempo; tal estribillo nos es tan familiar que ─con el nombre de sentido común─  hemos acabado encargándole el desterrar de nuestra mente cosas tan apabullantes como esa de que el universo tiene que tener un final pero a la vez no puede acabarse (sin embargo, todos sabemos que este mundo es cuando menos raro, y en el peor de los casos, enloquecedor).

Y hablando de enloquecedor, abro una pausa para deslizar aquí un rumor que me asalta: ¿será que, por más que logremos distraernos de él, el mundo antinómico sigue llamándonos y llamándonos con su fuerza , a fin de que no olvidemos a las personas que viven en él de tiempo completo; personas que no han podido alcanzar la otra orilla; niñas, niños, adultos y ancianos migrantes ─llamémosles así, para evitar aquello de enfermos mentales─, cuya desgracia es no encontrar del otro lado a nadie que atienda a su llamado ni entienda su idioma de frases despeinadas, agujereadas, antinómicas).

*

Como todas las realidades irresolubles, la del mundo antinómico encuentra una forma de expresión en esos relatos llamados mitos, uno de los cuales, el que mejor conozco, voy a recordar aquí para explicarme más a fondo. Es en realidad el único de los mitos de creación que manejo lo suficiente como para atreverme a recrearlo. Me refiero al de Adán y Eva. Dice así: Dios creó el cielo y la tierra y todo lo que existe, incluidos los seres humanos, y metió a estos últimos en un resguardado jardín especialmente diseñado para ellos (dentro había una selección de animales a los que ellos tendrían el privilegio de poner nombre; esto les daría también la prerrogativa de gobernar sobre ellos, lo cual por cierto no significaba matarlos, ni comérselos ─Eva, Adán y todas las bestias eran vegetarianos─ ni abusar de ellos, sino algo como cuidarlos y recibir su ayuda para cultivar el jardín).

Un punto que siempre pasamos por alto al leer este fragmento del Génesis, es que no toda la realidad entró en el Edén, sino sólo una parte, la cual constituía un jardín de delicias, unívocamente nombradas, oasis bien peinado en un rincón del mundo. Pero ¿qué había fuera de ese paraíso, en el cosmos recién creado, como para tener que apartar de él a tan frágiles criaturas? Si se sigue la lógica del relato, la respuesta es muy simple: lo que había afuera era la realidad tal como la conocemos, es decir, este universo nuestro, al que he llamado antinómico, y al que ellos, por una extraña desobediencia, fueron arrojados, y tuvieron desde entonces que enfrentar con sus no muy desarrollados recursos (Chesterton compara esto con el caso de las princesas que abren la puerta prohibida del palacio, en los cuentos de hadas; al parecer, sólo Dios, con su mirada invulnerable, podía contemplar de frente ese mundo recién abierto, sin quebrarse).

Así pues, por intervención de la serpiente (muy parecida al gusanito que nos pica cuando pensamos lo que no debemos), el pequeño edén en que vivían Eva y Adán, desapareció (como si un velo cayera de sus ojos) y advirtieron entonces que éste había sido sólo un refugio, y que lo habían perdido. A partir de ese momento tendrían que vérselas con la verdadera realidad, tan maravillosa como espeluznante, para gobernar la cual no servían los nombres: por mucho que se esforzaran por pulirlos, debían constatar una y otra vez que en cuanto los pronunciaban, de cada uno salía un par, y de cada par, otro, y otro y otro, hasta que reconocieron que, tratándose de la realidad de Dios (realidad divina, tan finita como infinita, tan posible como imposible) nunca podrían abarcarla ni comprenderla (nótese que en el momento en que concibieron esta idea, se les ocurrió también lo contrario, por lo que ni con eso lograron resignarse).

*

En el caso de la educación, la antinomia del mundo se deja ver en todos los significados que le hemos dado al concepto a lo largo de la historia. Hace poco ─decidido a adentrarme en algunos de esos significados, aunque fuera levemente─ me encontré con un clásico de la pedagogía, que quizás algunos de ustedes ya conocen:  se trata del libro Los grandes pedagogos, una compilación del maestro Jean Chateau, con textos monográficos sobre quince personas que en sus tiempos y lugares cambiaron el curso de la educación, esto desde la antigüedad.

Tras leer el primer capítulo, comencé el presente artículo con la intención de hablar de él, pero ya han visto ustedes cómo mi fantasía me desvió hasta Adán y Eva. Ahora me queda poco espacio antes de que mis lectores se aburran definitivamente (sin embargo, creo que la disertación fue importante pues, como pasa con todo texto sobre filosofía, entenderlo se vuelve más fácil si uno parte de una forma personal de pensar, y es que, en el fondo, ninguna visión auténtica se aleja tanto de las demás que no ayude a entenderlas).

El capítulo del que hablo es un ensayo de otro gran maestro, Joseph Moreau, titulado Platón y la educación. Resulta una de las mejores y más sencillas exposiciones que he leído sobre el gran filósofo griego. Amable, amena, completa y clara, uno la recorre con el doble gusto de comprender un poco más sobre la filosofía de Platón y de aprender algo profundo para reflexionar sobre la enseñanza.

El autor nos cuenta ─a manera de antecedentes─ cómo los primeros pedagogos profesionales (los llamados sofistas) intentaron descifrar el gran problema del mundo incomprensible y transmitir a sus alumnos una verdad firme que paliara la angustia y en torno a la cual se pudiera construir cierto orden. Para unos de ellos, esa verdad era la de las matemáticas, que evidenciaban realidades infalibles. Para otros, esa verdad era el lenguaje, que regía el intelecto, capaz también de ordenar ─de otra manera─ todo lo existente. Ambas posturas dieron pie a teorías contrarias, que a su vez respaldaron prácticas distintas: por un lado, actividades técnicas (ingeniería, arquitectura) sustentadas en la aritmética y la geometría, y por el otro la política y todas aquellas tareas públicas que exigían del dominio de la palabra. Finalmente, el más célebre sofista ─Protágoras─ erigiría una tercera verdad ordenadora, la de la virtud, que por su primacía sobre todas las demás intentaría erigirse como eje de lo humano… pero que se quedaría corta porque Protágoras no conseguiría separarla de las antiguas tradiciones, que aún servían de ejemplo al pueblo cuando éste quería orientar su actuar.

Platón ─explica Moreau─ fue el primero que intentó separar la virtud de esa tradición, independizarla de lugares y tiempos específicos, en una palabra, universalizarla. Su filosofía también se sustentaría en las matemáticas y el lenguaje, pero intentaría elevarse sobre éstas y acreditar a la razón como supremo recurso para conocer la virtud, y a la pedagogía como única garantía del carácter científico de ese conocimiento (el argumento era que sólo una verdad que soportara la rigurosa dialéctica de la enseñanza/aprendizaje resultaba confiable).

En su intento de descifrar el mundo que he llamado antinómico, Platón lo verá ─quizás con más piedad─ como la imperfecta reproducción de una realidad perfecta, de la cual nosotros sólo podemos ver algo así como la sombra. Sin embargo, esa realidad ideal no nos es del todo desconocida: alguna vez pudimos elevarnos y verla, pero incapaces de controlar bien nuestro vuelo, nos despeñamos hasta esta otra realidad material, en la cual por desgracia hemos olvidado aquella visión. Sólo nuestra razón recuerda aún, vagamente, el camino de vuelta, y por lo tanto sólo ella puede, al ser sometida a las debidas técnicas pedagógicas, reconocer el mapa completo y volver a elevarnos: “…saber no es meter en uno mismo algo extraño; es adquirir clara conciencia de un tesoro latente, desarrollar un saber implícito. Aprender no es otra cosa que volver a acordarse.”

Así pues, es mediante el razonamiento sometido al diálogo pedagógico, como Platón construye un sistema que quiere hacer inteligible el mundo y desterrar todo error y toda incertidumbre; un sistema que intenta “liberar gradualmente la actividad espiritual en busca del bien ideal, superando todos los fines empíricos” en que está enredada el alma.

“Esa aspiración infinita ─resume Moreau─, ese esfuerzo por asir lo absoluto y conseguir su eternidad, se expresa ─según Platón─, en el símbolo del Amor”. Llevados por este último, podremos avanzar “desde la belleza sensible, que habla a los sentidos, a reconocer la belleza moral; luego descubriremos una hermosura más secreta, que se muestra solamente a la inteligencia matemática: la de las relaciones armónicas; y de ahí podremos, finalmente, elevarnos al principio de toda armonía, al manantial de todo valor, a la intuición del Bien absoluto, al contacto con la trascendencia soberana del espíritu”.

En su descripción de la filosofía de Platón, Moreau combina una lúcida comprensión del tema con una nítida exposición y una gran ligereza de estilo. Resulta delicioso leerlo y descubrir cómo la pedagogía inicia su carrera de disciplina científica siendo parte de uno de nuestros más antiguos y profundos modelos de pensamiento, y cómo su presencia resulta fundamental en el arranque de la historia de Occidente.

(Platón y la educación de Joseph Moreau, en Los grandes pedagogos de Jean Chateau, editorial FONDO DE CULTURA ECONÓMICA de México. Se le consigue en Kindle de Amazon, que manda el capítulo entero como muestra gratis. Una aclaración que parece comercial, pero juro que no lo es: una vez que lo tienes, los libros de Kindle y las muestras gratuitas, se pueden leer en la nube o en la app que se descarga también sin costo en el celular, por lo que al menos la lectura de ese primer capítulo resulta gratis. Inténtenlo, vale la pena).

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Aprender a través del amor (o de su ausencia)

Por: Andrés García Barrios

 

Decía Paulo Freire que “Nadie se salva solo, nadie salva a nadie: todos nos salvamos en comunidad”. Y para lograr su proeza, propone el gran pedagogo brasileño, esa comunidad tiene que ir primero a la escuela.

En artículos anteriores hablé del autodidactismo radical de personas que vienen al mundo en situaciones de dificultad extrema y que desde que nacen tienen que aprender a sobrevivir. Los retos que enfrentan ─decía yo─ son como los del ratoncito de la fábula, que cayó en una cubeta de leche y desesperado por salir, pataleó, sin saber que la leche se haría crema espesa y él podría impulsarse sobre ésta para salvarse. Igual que él, son muchos los que, en mayor o menor medida, enfrentan la vida como un reto de supervivencia, del cual son también muchos los que salen triunfantes (donde “salir triunfantes” no significa ni mucho menos crear condiciones cómodas sino simplemente, como digo, sobrevivir). Los que lo logran, empiezan una vida de duras lecciones, que otros más privilegiados enfrentarán mucho después, incluso ya de adultos.

Todos sabemos que entre los privilegios que se puede tener al nacer, el mayor de todos es llegar a un contexto de amor. Ser amado es el recurso básico, es decir, el que le permitirá a la persona aprovechar plenamente todos los que lleguen después, incluyendo el alimento (los trastornos alimenticios se generan en contextos en que la comida ─leche materna o cualquier otra─ llega al niño en medio de turbulencias afectivas).

Desde mi punto de vista ─y neurocientíficos como Antonio Damasio estarán de acuerdo conmigo─, es ese sentimiento vital el que, desde el momento de venir al mundo, nos indica nuestra situación en éste (situación favorable o desfavorable) y nos impulsa a hacer frente y  a abrirnos paso entre intercambios humanos, retos y peligros: la frase de Paulo Freire “aprendemos siempre” debe tomarse en sentido literal y aludir a un siempre que empieza con el nacimiento.

Cabe mencionar que una cosmología y una antropología un poco más radicales nos permiten fantasear que este sentimiento no sólo está en el origen de lo humano sino en el de todo lo existente. Según tal visión, una especie de esencia a la que podemos llamar amor, estaría también en el origen del universo. El rechazo inmediato que estas palabras pueden suscitar en algunos de mis lectores debe tomar en cuenta que no son arbitrariedades anticientíficas, sino que forman parte de reflexiones antiguas que no todos los científicos y filósofos actuales consideran superadas. Ciertamente la corriente fisicalista (que despacha en un dos por tres todo lo que suene a “alma”) se reirá de estas fantasías y se molestará de que las exprese aquí con tanta simpleza. Sin embargo, creo que este tipo de cosas deben decirse así, sin ambages ni complicaciones, en el entendido de que las argumentaciones que se puedan hacer en ambos sentidos serán una verdadera pérdida de tiempo y que la fe espiritual y la fe fisicalista se resuelven en no más de un par de palabras (“Dios existe” ─frase angular en la filosofía de Karl Jaspers, por cierto─ o “Dios no existe”). Extenderse más de eso carece por completo de sentido, a menos que uno encuentre gran satisfacción en discutir inútilmente hasta dejar pasmado al otro. Creo que lo más que se puede hacer es argumentar por qué nuestra fe (teísta o fisicalista, insisto) es legítima, en el sentido de que no hay ningún razonamiento que pueda desdecirla. Pero comprobar que uno tiene razón y que el otro está equivocado, es una cuestión estéril, como todo lo interminable (lamento que mis palabras no rindan homenaje al recientemente fallecido Daniel C. Dennet, uno de los Cuatro jinetes del apocalipsis ateo ─como ellos mismos se llaman─, incansable pensador que dedicó buena parte de su vida a razonar acerca de por qué para explicar este mundo no hace falta otra cosa que la física de lo inanimado).

Quizás menos estéril será afirmar que lo que todos buscamos día a día es aprender a orientar fructíferamente nuestro sentimiento vital, es decir a encaminarlo hacia un florecimiento personal, social y ecosistémico.

Hay personas que tienen la fortuna de nacer en nichos donde su amor encuentra tierra más o menos fértil, es decir, un contexto amoroso que los recibe con el pecho abierto, y en el que van adquiriendo de forma casi natural habilidades de comunicación, solidaridad y autopreservación, y otras que parecen mágicas como la intuición, el humor y la creatividad poética. Y digo que se adquieren de forma “casi natural” porque, aunque solemos creer que la experiencia amorosa se comparte por mera contigüidad (como si con tener en brazos al bebé se le “recibiera” plenamente), ese encuentro en realidad se lleva a cabo a través de señales de comunicación que indican al otro los caminos más confiables para el intercambio (son señales que transitan en ambos sentidos pero que en la madre pueden estar mejor estructuradas y funcionar ya como verdaderos ejemplos).

Es así como llegamos a un concepto de educación en el que madres/padres e hijas/hijos (y luego, por extensión, estudiantes y docentes) nos mostramos unos a otros, a través de ejemplos, los caminos que pueden llevarnos al florecimiento; es decir, nos enseñamos mutuamente las formas más eficientes de percibir y entender las circunstancias, aprovechar las oportunidades y enfrentar retos y peligros. Se trata, como digo, de una enseñanza mutua (¿quién negará que los hijos también enseñan a los padres, y los alumnos a los maestros?), en la que los que llevamos más tiempo en el planeta tenemos, sólo por veteranos, más ventajas que los que van llegando.

Ahora bien, esta bella perspectiva del intercambio amoroso no nos debe hacer olvidar a aquellos que, como el ratón de la fábula, nacen en condiciones de emergencia. No hay nada peor (todos lo sabemos) que un amor que está ahí para darse a manos llenas ─como el que trae consigo el bebé─, y que no es recibido. No se me ocurre otra metáfora que la del pataleo del ratón para ejemplificar de qué manera el bebé solitario salvaguarda su amor vital y lo irradia alrededor para ver si alguien le corresponde. Si el entorno es propicio, ese pataleo puede crearle una plataforma que lo salve para la vida. De ocurrir, su primera lección habrá sido ya, de entrada, no claudicar ni siquiera en las condiciones más difíciles. Sin embargo, no resulta trivial la gran desventaja que esta lección también trae consigo: por lo general, a un ser humano así, cuando crezca, será difícil convencerlo de la necesidad a veces vital de la derrota: pidámosle que se abra a la posibilidad del fracaso e intentará deshacerse de nosotros, incluso de forma agresiva y hasta con violencia.

Ciertamente, este radical autodidactismo, que nos hace fuertes pero desconfiados, no está inexorablemente destinado a perpetuarse y en algún momento puede abrirse a formas de enseñanza/aprendizaje que incluyan el amor a otros y de otros. Para que eso ocurra es necesario que grandes carencias y grandes privilegios se compensen unos a otros. Basta ver la magistral película Pena de muerte, con Sean Penn y Susan Sarandon, y dirigida por Tim Robbins, para descubrir cómo un sentimiento vital que se ha resguardado en las más oscuras sombras aprende a resurgir cuando alguien le tiende afuera los brazos para orientarlo y recibirlo. Ciertamente, quien se coloca en posición de orientador/receptor de alguien en carencia extrema, debe ser fuerte; pero si logra mostrarle una ruta confiable, tendrá por recompensa un encuentro vital que no se puede llamar sino renacimiento.

Nosotros ─como docentes y padres─ no tenemos que buscar encuentros tan radicales (de hecho, una buena opción sustituta es ver la película y conmovernos hasta el tuétano: se llama Dead man walking, en inglés). Sin embargo, sí podemos acudir a quienes tenemos cerca (hijos, alumnos), que por lo general sólo precisan de nuestra confianza para dar eso que tanto se reservan.

Me gustaría acabar este texto proponiendo una idea para otra película, ésta de fantasía. Trata sobre un ser que está perdido entre las más oscuras sombras y de una heroína que ─empoderándose de sus privilegios─ desciende hasta él para mostrarle el camino de vuelta. Al regreso, aquel ser soterrado y oscuro va mostrando su escondida belleza hasta emerger como un sol en la superficie. No se me escapa que el tema de esta película ya está muy visto; de hecho, creo que es el tema de todas las películas, aún más, de todo drama humano (a veces con las variantes de que el sol no logra salir y que la heroína ─o heroíno, o heroíne─ oscurecen junto con él). No creo que añadiría nada que el héroe y la heroína aparecieran no como personas individuales sino como una comunidad entera: el asunto también ha sido representado y está en el fondo de las historias, tal como empezamos a aceptar en esta era posmoderna: “Nadie se salva solo, nadie salva a nadie: todos nos salvamos en comunidad”, como decía también Paulo Freire.  ¿Añadiría algo que para lograr su proeza esa comunidad tuviera que ir primero a la escuela (como propone el gran pedagogo brasileño)? No creo: ¡ya lo han intuido tantas otras puestas en escena que empiezan con el pueblo preparándose para la hazaña!

Para mi guion, pues, tendré que conformarme con el tan traído y llevado arquetipo en que los seres humanos, necesitados de dar su amor a otros, pierden un día la esperanza y tienen que aprender juntos a recuperarla.

¡¿No les parece extraño que, después de tantos años de esfuerzo en soledad, ni los autodidactas nos salvemos de tan trillada verdad?!

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Opinión | Los libros como amistad, meditación y erotismo

Por:  Andrés García Barrios

 

En esta nueva entrega de la serie «Testimonio de un autodidacta», Andrés García Barrios reflexiona sobre el hábito de la lectura en el marco del Día Internacional del Libro.

Testimonio de un autodidacta

De niño, si algo aprendí de los libros fue a no leer. Cerrarlos era el mejor momento; abrirlos, el peor. Y durante muchos años siguió siendo así. Elegir un título, recorrer las primeras páginas, quedarse dormido: tal era la rutina inevitable. ¡Ah, y al despertar, sentir culpa! Hoy ya no me duermo al leer, pero me costó mucho trabajo lograrlo.

En general, los grandes amantes de los libros no dan ninguna importancia a la lectura por obligación; en cambio, sí comparten la mística que ve en el libro un lugar de reunión de todo lo humano, incluyendo lo humano que hay en aquellas personas que nunca leen.

Decir que alguien es un “burro” por no leer es como decir que es un burro por no haber ido nunca al mar, por no haber comido gusanos de maguey o por nunca haber dormido bajo la lluvia. Cada uno tiene la lectura de la realidad que le ha tocado, cada uno ha posado las manos sobre el braille del mundo a su manera.

Mis hermanas y hermanos, mis padres, leían mucho. Yo era el más flojo. Antes de los quince años sólo había leído El libro de la selva, de Rudyard Kipling, que tuvo su importancia por haber sido el primer libro que yo mismo me compré; y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski, cuyas páginas todavía resuenan en mí. Pero a esa edad ─los quince, digo─ la apatía dio un vuelco: un brote de hepatitis me privó unos meses de lo que yo más amaba (mis clases de actuación teatral en un taller de adolescentes) y las compensé con lo único que desde mi cama podía suplirlas: libros de teatro.

Devoré todas las obras que había en la biblioteca familiar. Eran muchas, porque al parecer en sus años de casados, mis papás habían compartido el poco común gusto de leer teatro (tal vez lo hacían juntos, turnándose los personajes: puedo imaginarlos, a ella haciendo de Lady Macbeth, y a él respondiéndole con los parlamentos de su también malvado esposo).

Consumí las más de doscientas obras de teatro que había en mi casa, turnándolas con las que yo mismo empecé a comprar. Resultó una verdadera fiesta el encontrar las obras completas del dramaturgo italiano Luigi Pirandello ─a quien yo en ese entonces amaba sobre todos─ en tres tomos y al escandalosamente bajo precio de 189 pesos, más o menos el equivalente del mismo precio el día de hoy.

Llegó a ser tal mi avidez de lectura que algunos días devoré completas  hasta tres obras, ¡y de las de tres actos! En los recesos de la preparatoria me quedaba en el salón, leyendo, y en las fiestas me apartaba hacia una habitación tranquila o alguna escalera silenciosa para terminar mi libro. En un par de años recorrí la historia del teatro entera, desde Esquilo (el trágico griego) hasta lo más reciente del teatro mexicano del siglo XX, llegando a sentirme capaz de ordenar el gran drama humano en orden alfabético.

Aquel gran entusiasmo se acabó con el fin del primer amor. Roto el corazón, la lectura menguó: ya no servía de nada ser un intelectual. Sin embargo, ahora puedo afirmar que conocí la pasión de leer, la obsesiva dicha de irse por las páginas de un libro como hilo de media.

No me gusta venerar los libros, al menos no más que otras cosas. No me gusta valorarlos como si fueran entidades superiores o seres de una clase distinta. No me gustan, de hecho, los seres de una clase distinta. Entiendo que los libros, lo mismo que las piezas musicales y las obras de arte, son una especie de ser en transición entre una cosa y una persona, pero incluso a la gente prefiero no tener que rendirle ninguna pleitesía, y simplemente detesto ir a preguntarle a alguien ─sobre todo si es un libro─ si se puede uno divertir en su presencia. Jorge Luis Borges ─lector como pocos─ sugería “Si un libro te aburre, déjalo”. Así es: si no tienes ganas de leer, no leas. Confieso que mi autodidactismo me dicta lo mismo en cuanto a casi todo: si no tienes ganas de comer, no comas, y a final de cuentas, acota tu vida tanto como  quieras, igual que aquel hombre que decía: “A veces me siento y pienso. Y a veces nomás me siento”.

A mí, algunas de esas veces en que estoy nomás sentado, me dan ganas de leer. Y leo. Entonces, desde esa paz en que la lectura resulta algo todavía más quieto que simplemente estar sentado, todo mi derredor se transfigura en lo que me dicen las páginas.

Mucha gente asocia el autodidactismo con los libros. Les dices: “Soy autodidacta” y te dicen “Yo también, me encanta leer” o “Hice tres carreras pero lo que más me gusta lo aprendí leyendo”. Claro que se puede leer con actitud autodidacta, pero no son lo mismo: el autodidactismo tiene más que ver con aprender lo que amas: por ejemplo, resulta maravillosamente autodidacta darte cuenta de pronto de que lo que más te atrae de leer libros impresos es el ruido que hacen las páginas al pasarlas; o que no te gustan los libros electrónicos porque no tienen olor (como me hizo ver mi amiga María Teresa de Mucha); o que sí te gustan pero no para leer novelas, y mucho menos de suspenso, porque no puedes sentir su grosor ni saber si ya se acerca el tan inesperado final.

A mí me gustan los libros cuando me doy cuenta de que detrás de ellos hay alguien diciendo algo; y es que la verdad es que he elegido ser autodidacta porque lo que más me gusta de la vida es conversar (con las personas, con las cosas). Hay que entender que un texto no es sólo la transcripción del flujo del pensamiento de alguien, ni siquiera del flujo de su inconsciente o de sus emociones: en la escritura está también su cuerpo; más aún, está ahí toda la vivencia reunida hasta el momento de escribir. Por eso, al leer uno puede tener la clara sensación de estar con alguien.

Adquirir libros no es como acumular bienes sino como hacer amigos (perdón por el lugar común, pero es así). Una biblioteca es como un barrio. No hay nada más bullicioso que una biblioteca desordenada (como los amigos, que son todo menos ordenados: por eso el maestro Inchi Andrupanda Yanoandapata negaba que existieran círculos de amistades: la amistad nunca tiene un orden, decía). Una biblioteca bien ordenadita es como una escuela donde un maestro parsimonioso extrae los libros y los hace hablar uno a la vez. En cambio, entre amigos (o en un aula de clases que se les parezca) todos deberíamos hablar al mismo tiempo.

¡Los libros nunca están cerrados! Tal vez eso es lo que advertía la hermosa protagonista de los cuentos de La dama del lago que, en su locura, llenaba de libros el suelo alrededor de su cama, como si con ellos pudiera alejar alguna espectro: los libros eran guardianes siempre alerta.

Extrañar a un amigo es como tener perdido un libro en una biblioteca inmensa.  Por su parte, nuestros hermanos son ejemplares únicos, libros que no están en ninguna otra biblioteca más que en la nuestra.

Borges habla de un libro sin principio ni fin, un libro cuyas hojas son infinitas y se pierden en las manos como arena: una vez que extravías la página que estabas leyendo, no puedes volver a hallarla, por más que la busques. De esto se infieren muchas cosas: por ejemplo, que no tiene caso subrayar ningún fragmento que te guste: nunca volverás a encontrarlo.

Para mí, Dios es ese Libro de Arena que nunca se abre en la misma página. ¡Y claro que puedes anotar lo que diga, pero solo estarás perdiendo un tiempo precioso en el que podrías leer otra página igual de importante! De hecho, las frases de ese libro suelen colarse por nuestra memoria, e incluso confundirse con ella, como granos por nuestras manos, o mejor, como gotas de agua en el mar.

Con todo lo anterior, tengo de repente la clara impresión de que leer es la forma de meditación que caracteriza a esta parte del mundo que nos toca, a la que llamamos Occidente; Oriente elige otras formas, sin palabras, o mejor dicho, sin discurso. Sin embargo, hay varias cosas en las que ambos se parecen: para empezar, en lo que ─con imaginación bastante naive─ solemos creer que ocurre por dentro a quien lee o medita: así como este último, en su posición erguida y quieta, suele ser visto como alguien que ha quedado vacío y no alguien en profunda conmoción interna (que es lo que en realidad casi siempre está ocurriendo), así tampoco podemos percibir el torbellino que arrastra por dentro al que lee.

La particularidad de este tipo de meditación occidental es que es una forma de comunicación (de nuevo, leer es hacer amigos). En Occidente, meditar es llegar a nosotros mismos a través de otro y a otro a través de nosotros mismos. Mientras que en Oriente ─hasta donde he leído y me han contado ─ meditar es disolver la propia identidad en lo inefable, en occidente somos más de apapacho, de estar juntos.

Quién interrumpe a alguien que lee está interfiriendo en una conversación apasionante. Cuando intenta promover la lectura, Occidente está alentando esa conversación, sin embargo, no sé por qué la idea que se crea en la mayoría de la gente es que leer es una obligación, que es importante leer aunque sea sólo por el hecho de hacerlo, como una especie de superstición en la que someter los ojos al impacto de las letras es suficiente para que ese acto tenga sentido. Al menos desde que yo era chico, impera en el mundo una distorsión utilitarista, una confusión sobre la experiencia profundamente vivencial y de contacto humano que implica la lectura, y ésta se convierte en un acto mecánico, una acción rutinaria que puede fácilmente ser sustituida por cualquier otra (¿no es cierto que todos interrumpimos a alguien que lee, por cualquier banalidad?).

La obligación de leer se me figura un poco como lo que pasa con ese libro de arena borgiano ─a quien yo llamo Dios─, el cual podríamos consultar cada vez que quisiéramos, y al que en cambio acabamos teniendo terror y encerramos con llave en un armario oscuro. Esta alusión a lo religioso al hablar de los libros no parece estar fuera de lugar. Al re-ligar (volver a unir), una verdadera religión debería disolver fronteras, abrir espacios, ensancharnos, y no estrecharnos ni encerrarnos. Sin embargo, el rigor impuesto sobre la lectura desde la escuela y la educación autoritaria puede convertirse en un verdadero sucedáneo del terror eclesial, transformando a las bibliotecas en oscuras dictaduras teocráticas. ¿Consecuencia? Uno quisiera quemar los libros y festejar el triunfo del paganismo con música y cualquier otra cosa que no sea leer: disfrutar la calle, lo nuevo, el aire, el bullicio de verdaderos amigos…

Pregunta final: ¿Cómo hacer de un libro un verdadero amigo, de esos que puedes extraviar en medio de la fiesta, con la seguridad de que de nuevo lo vas a encontrar (a menos que le haya gustado a otro lector y se hayan ido juntos a su casa)? Y otras preguntas más, inevitables, dada esta última y sensual imagen: ¿por qué seremos tan celosos de nuestros libros, por qué nos costará tanta trabajo prestarlos y, una vez en nuestras manos, devolverlos a sus antiguos amantes?

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Ciencia, inteligencia artificial y Batman

Interrumpimos este programa…

Me permito hacer una pausa en mi serie de artículos sobre autoaprendizaje (el que vengo publicando en este mismo espacio con el subtítulo Testimonio de un autodidacta) para entregar a ustedes esta nota que ha tomado para mí un carácter urgente (al menos ahora es el momento más oportuno para publicarla).

Hace unos días, la puesta en circulación de una foto retocada por parte de la familia real inglesa, puso de cabeza a la mitad del mundo (la verdad es que la otra mitad sigue tan tranquila, despreocupada de este escándalo, pero bueno…). Desde una avalancha de memes hasta importantes análisis sociológicos, han visto el asunto como algo más que una excelente portada para la revista Hola o una nueva oportunidad de desacreditar al sistema monárquico, y prefieren señalar el inmenso riesgo en que nos pone la generación de imágenes por medios electrónicos (Photoshop, Inteligencia Artificial) y la absoluta falta de confianza que de hoy en adelante tendremos que guardar hacia todo tipo de evidencia visual. Ya nada nos garantiza que la foto o el video de “los hechos ocurridos” sean una evidencia confiable.

La crisis provocada por esta posibilidad de transfigurar la realidad, trasciende hacia algo que a muchas personas nos hace estremecernos aún más: la capacidad de estas tecnologías para imitar las voces humanas con total fidelidad, lo cual nos coloca en una terrible vulnerabilidad ante los falsos secuestros de nuestros seres queridos.

Sin embargo, quisiera ahora llamar la atención sobre un hecho al que por su falta de espectacularidad se le ha dado menos atención, pero que es posible que atente y cambie por completo nuestras sociedades actuales, aún más que las ya de por si terribles  tecnologías que he mencionado (si se me permite entrar en el tono catastrofista imperante).

Corre en los medios la noticia de que se ha vuelto común falsificar información científica, a través de publicaciones que francamente inventan realidades. Científicos de prestigio han sido desenmascarados por ello, sumergiéndose en graves escándalos. Si alguien me pidiera evidencia de esto que estoy diciendo podría darle aquí algunas referencias periodísticas pero también podría confesar que es algo que me estoy inventando, porque la verdad es que eso no importaría pues todos sabemos que en cualquier momento pueden empezar a ocurrir este tipo de fraudes. Y no solo eso: además de publicaciones falsas sería  posible prever todo un alud de evidencias científicas imposibles  de ser cotejadas no sólo por su impecable simulación sino simplemente por su inmensa cantidad (gracias a la Inteligencia Artificial el número podría no tener límites); así, la verdad confirmada y la no confirmada empezarían a confundirse una con otra, sin posibilidad de distinguirlas.

Esta puerta hacia el caos se basa en la que es una de las grandes fortalezas del método científico, pero que es también -ahora lo estamos viendo- su principal Talón de Aquiles: estoy hablando de la exigencia de exponer las propias conclusiones a la revisión de la comunidad científica entera para que ésta las valide, exigencia que es cada vez más difícil de cumplir. Ciertamente, los resultados científicos siempre han sido falsificables, pero hoy esto alcanza unos niveles que pueden llegar a vulnerar a la estructura del sistema entero (y no creo estar exagerando).

Nunca he sido partidario entusiasta del conocimiento científico cuando intenta posicionarse como la verdad última, pero me parecería demasiado injusto que su esfuerzo de siglos se viniera abajo no por una reconsideración razonada y paulatina de sus alcances, sino por un fraude. La pretensión de la ciencia de explicar la realidad entera a través de su método, debe poder ser cuestionada  con argumentos y no con un tropel de mentiras cuya única fortaleza sea la de que no se les pueda seguir el rastro. Que la comunidad científica se declare derrotada solo por cansancio, sería una tragedia.

No podemos descartar que, ante tal panorama, los científicos se inclinen por la opción (es más, seguramente ya  lo están haciendo) de mantener su actividad en secreto, recreando esa especie de cofradías “herméticas” que  han existido siempre (y que, por cierto, le han dado a los estudiosos  de todos los tiempos un gran poder). De hecho, decirlo así resulta ingenuo porque no cabe duda de que la investigación científica realizada a escondidas y sin socialización de sus resultados, ya se lleva a cabo en todas partes y nutre tecnologías de uso secreto.

Para terminar mi texto con este mismo tono conspiranoico,  permítaseme una idea que no tenía contemplada al inicio: que no sería raro que fueran los propios científicos allegados al poder, los que  -en determinado momento, por  un afán de controlar al mundo- inventaran  ellos mismos millones de resultados  falsos, de tal forma que la ciencia pública quedara vulnerada y solo prevaleciera la opción de la ciencia oculta, con investigaciones a las que nadie, salvo dichos grupos de poder, tuvieran acceso.

¡Entonces sí, solo nos quedaría la opción de pedir ayuda a Batman!

Fuente de la información e imagen:  https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Hermanos y condiscípulos: piezas clave en la educación global

Por: Andrés García Barrios

En esta nueva entrega de la serie “Testimonio de un autodidacta”, Andrés García Barrios da a conocer cuatro principios básicos para redirigir el mundo.

Testimonio de un autodidacta

De las muchas formas de autodidactismo que existen, mi visión se limita por el momento a una sola: la que yo mismo he practicado siempre. Es una visión radical que, de plantearse en términos teóricos, partiría más o menos de la siguiente afirmación:  La ausencia de vínculos sólidos con una madre amorosa, desde el nacimiento, deja a quien la sufre en una especie de intemperie, en la cual aprender a sobrevivir a toda costa de forma autónoma desplaza en buena medida al aprendizaje social estructurado (incluyendo en éste a la educación que se da en casa).

Aclaremos un par de términos: llamo amor materno al tipo de afecto que establece con el bebé una relación de “mío”, “mi bebé”, por lo que también puede provenir del padre, así que habría que llamarle mejor amor materno/paterno. Por otra parte, con “sobrevivir a toda costa” me refiero a ese tipo de situación que nos narra la fábula del ratón que cae en la cubeta de leche y, sin resignarse a hundirse, patalea hasta que convierte la leche en espesa crema y apoyado en ésta logra saltar fuera.

Queda claro que el ratón ─o sea, el lector de la fábula─ ha aprendido algo en esta experiencia: a saber, que no resignarse trae buenos resultados. Sin embargo, si continúa su vida por el camino autodidacta, pronto tendrá también que aprender en carne propia que patalear fue una solución dentro de una cubeta de leche, pero que no lo es en otras circunstancias. Entrará entonces en un proceso de prueba y error, engaño y desengaño, que le llevará mucho tiempo recorrer, pues para colmo se trata de un camino lleno de falsos éxitos que a la larga resultan muy desafortunados (estoy pensando en la niñita que, al no conseguir que le cumplan un capricho, patea lo que cree que es un muro, y como en realidad se trata de una mampara, hace tambalear ésta: convencida entonces de su enorme fuerza y de que puede tirar el edificio entero, amenaza con hacerlo si no se le consiente: le llevará años darse cuenta de que no es tan fuerte).

Seguramente ese largo recorrido se acortaría si el pequeño ratón fuera a la escuela y un maestro roedor le explicara el valor de no resignarse y algunas formas de hacerlo con éxito, de tal manera que al enfrentar un peligro el animalito pudiera poner en práctica lo aprendido sin necesidad de constatarlo antes por sí mismo.

Desafortunadamente, un autodidactismo tan radical como el que describo no es opcional: quien se ve sometido a él, tendrá que recorrerlo, mientras que quien tenga la fortuna de recibir amor materno/paterno “de leche y miel” (como dice Erich Fromm, quien distingue el amor maternal que solo alimenta ─leche─ por el que también brinda dulzura ─miel─) seguramente se librará de muchas lecciones basadas en el sufrimiento, y eso por el simple hecho de que ese amor nos equipa de confianza en nosotros mismos y en lo que podemos aprender, así como en los demás y en lo que pueden enseñarnos.

La fábula, y en general las fábulas ─género didáctico por excelencia─ nos muestran que la vida nos impone retos, para enfrentarlos necesitamos aprender algo; si aumentan los retos, aumenta la necesidad de aprendizaje. Por eso, en nuestra hiperdesafiante sociedad contemporánea, se ofrecen miles de cursos, tutoriales, conferencias, seminarios, diplomados, carreras… A la vez, millones de personas insisten en la necesidad de educar con amor y criar hijos y estudiantes que confíen en sí mismos y en los demás, lo cual es un requisito sine qua non para que la sociedad se convierta en un lugar floreciente, lleno de retos y de personas preparadas y contentas para hacerles frente.

El problema es que en los hechos, los retos aumentan enormemente mientras que el amor se reduce, con la fatal consecuencia de que la sociedad se marchita (cosa que empieza a dejar de ser una metáfora y se ha vuelto real, dadas las grandes crisis del agua, que obviamente no son sólo un reto natural sino también un desafío a la inteligencia emocional para afrontarlas).

En algunos aspectos, el mundo ha alcanzado condiciones de supervivencia en la que los retos inéditos imponen la necesidad de improvisar y asumir un radical proceso autodidacta. Es en este momento (que también podemos llamar “bomberazo mundial”) cuando las personas que por alguna circunstancia se la han pasado sobreviviendo, tienen mucho que aportar. Un ejemplo son nuestros jóvenes, quienes a toda prisa ─como el ratón del cuento─ han puesto manos a la obra, recurriendo a un autoaprendizaje de ritmo alocado con la esperanza de sacar al mundo adelante. No se les puede reprochar que lo hagan con los recursos que tienen a su alcance. Creo, de hecho, que todos debemos unirnos a su cruzada y aportar todo lo sepamos sobre cómo sobrevivir a la propia ignorancia, cosa en la que muchos somos expertos, aún sin saberlo: quizás no sea tan difícil hacerlo y sólo baste con una introspección sincera y con dar a los demás nuestro testimonio personal (tal como nos invita a hacerlo el pedagogo y psicoanalista Massimo Recalcati).

Yo por mi parte he empezado esta serie de escritos sobre autodidactismo para poner mi experiencia personal al servicio de mis lectores, de tal suerte que si hay en ella algún valor para el autoaprendizaje, puedan aprovecharlo. Por eso hablé ya en artículos pasados de la relación con mi madre enferma, frágil y presente/ausente; con mi padre, cuya ansia de cariño unida a su inseguridad personal lo hizo darme un amor titubeante; y con mi nana, que logró rellenar ambas lagunas con notable eficacia. Toca el turno a mis hermanos, cinco inocentes ratones que antes que yo ya habían caído en la cubeta de leche, y con los cuales aprendí muchas de mis técnicas de supervivencia.

*

La relación con los hermanos es única. Mientras que los padres tienen algo de objeto sagrado, de intocables, lo que nos une con nuestras hermanas y hermanos es por completo distinto. Se trata de una relación entre pares y por lo tanto, para empezar, es el inicio de toda ética: ellos son los primeros sujetos en nuestro entorno, las primeras personas que reconocemos como afines a nosotros, las primeras a las que no podemos tratar como objetos (¡inténtalo y verás!). Con nuestros hermanos aprendemos la inmensa lección de que sólo podemos tomar a los demás como medios para nuestros fines si violentamos el principio social/familiar de la igualdad, es decir si traicionamos también algo dentro de nosotros (esta experiencia se repetirá con los primos ─hermanos de distintos papás, como dice mi amado primo Gerardo─, con los amigos del vecindario y por supuesto con nuestros compañeros de escuela, compensando así a quien no tiene hermanos).

*

Con los hermanos ─y con los amigos y condiscípulos─ uno aprende los tres movimientos clave de la relación entre pares: defenderse, ser solidario y colaborar. En cuanto a defenderse, nuestro cuerpo viene equipado biológicamente para reaccionar ante una agresión. Sin embargo, a este “arco reflejo” se suman formas más sofisticadas a través de las cuales aprendemos a “negociar” con los oponentes nuestras respuestas. Un medio para aprender a hacerlo es el juego, que establece normas para la agresión y la defensa; por eso el juego tiene que ser entre pares, es decir, entre hermanos, amigos, condiscípulos, seres que acaten todos las mismas reglas (el gran gozo de jugar con los padres, con los maestros o con cualquier autoridad es justamente ver cómo éstos se convierten en nuestros pares por un rato).

Por su parte, la solidaridad también tiene un componente instintivo: surge como empatía inmediata, como un súbito ponerse en los zapatos del otro y comprender casi de forma inconsciente que no puede hacer algo él solo. Está presente en muchos animales y en los homo sapiens adquiere también una dimensión cultural de grandes proporciones. Se da entre todo tipo de personas pero un ejemplo que deja claro su alcance es lo que nos ocurre cuando brindamos ayuda a una autoridad (autoridad que para nuestra mente infantil es, por definición, infalible). Auxiliarla en su debilidad, representa para nosotros el movimiento contrario al del juego: es decir, en vez de vivirlo como un descenso de lo sagrado/infalible hacia nosotros se da como un ascenso nuestro hacia ese ámbito, haciéndonos experimentar sensaciones sublimes (¡yo ayudé a mi papá… al jefe… al policía!) y preparándonos para ocupar un día ese puesto.

Pues bien: con los hermanos, esa verticalidad desaparece y tiende a convertirse en lo que he llamado el tercer movimiento de la relación entre pares: la colaboración. Colaborar es crear soluciones juntos. Como movimiento instintivo es el más evolucionado, y en el terreno cultural humano alcanza su sofisticación más alta. Empieza, como digo, como un acto instintivo en que me veo en el otro y lo ayudo a superar un obstáculo; al mismo tiempo, al espejearme en él, testifico y asumo mi propia debilidad y cuento ahora con su ayuda futura. Se forma así un bucle de colaboración (“hoy por ti, mañana por mi”) que permite no sólo apoyarse uno a otro en momentos distintos sino también participar juntos, de forma simultánea, en el desarrollo de dispositivos de bienestar mutuo.

Algunos creemos que el nivel más alto de este fenómeno se da en lo que el filósofo alemán Karl Jaspers llama “comunicación existencial”, y que yo de forma muy libre resumo en la siguiente frase: “Si me ayudas a entender lo que quiero decirte, me será más fácil explicártelo”. La idea, que parece un trabalenguas, es en realidad ─al menos para mi─ una especie de mágico abracadabra para abrirnos a la existencia de los otros. Su verdad no es tan inusual como parece: se cumple todos los días, por ejemplo, cuando en una plática “leemos la mente del otro” y le adelantamos la palabra o la idea que está buscando. Esto ─y todos los movimientos humanos que se le parecen─ son desde mi punto de vista magia pura capaz de despertar los resortes más sutiles de la realidad.

*

¿Qué ocurre cuando la autoridad es titubeante e insuficiente? Como dije arriba, una de las características del amor de los padres es que establecen una plena igualdad entre los hijos: es decir, como objetos sagrados que son, difunden esa sacralidad hacia la relación entre los hermanos, ubicándolos como iguales. Por eso, sin la presencia de una autoridad amorosa, la igualdad sagrada (es decir, la que no se cuestiona) se pierde y las relaciones humanas tienen entonces que fundarse en principios “profanos” ─culturales y personales─ cuya característica principal es justamente ser cuestionables: rige así una moralidad pragmática que se adapta de forma medio improvisada a las distintas situaciones, o por el contrario, que se impone por la violencia y es por completo inflexible. Otra forma de describir lo anterior es la diferencia que hace cierta ciencia psicológica entre familias disfuncionales estables y disfuncionales inestables, donde estas últimas tienen ventaja sobre las primeras, cuya inflexibilidad puede tener afectos atroces.

Mi familia era una extraña combinación de ambas.

Mi padre ─médico rigurosamente científico y de formación militar─ turnaba su rigidez con un carácter humanitario y artístico, mezcla de amor/veneración a la ética, y por otra parte a la literatura, la pintura y la música (él mismo pasaba las tardes tocando en el piano a los grandes clásicos). Además, poseía una intuición espiritual que en lo amoroso era profunda, pero muy titubeante en cuanto a los dogmas de su religión.

Me da la impresión de que, en presencia de un amor materno sólido, estas características que describo habrían hecho de nuestro hogar un sitio estable, ciertamente superpoblado (¡éramos seis hermanos!) pero con una buena combinación de cariño, disciplina, conocimiento y arte, no carente de la testarudez necesaria para enfrentar al mundo. Sin embargo, la frágil presencia de mi madre (descrita en mi primer artículo de esta serie) y el traslado de buena parte de su amor hacia el corazón de mi nana, colocó a la familia entera en un lugar distinto.

Era un hogar movedizo e imponente, rígido y titubeante. Unas de sus reglas eran inflexibles, otras, provisionales. Cuatro o cinco rutas quedaban claras y las demás prescribían pronto. La razón y la lógica creaban por momentos una atmósfera de tranquilidad, prontamente violentada por necesidades psíquicas e incluso materiales más urgentes. Por todas partes, una espiritualidad viva pero atemorizada huía de los dogmas religiosos, y se agazapaba aquí y allá, resurgiendo en forma de espanto en cualquier rincón. La ciencia intentaba poner orden. Se daba al conocimiento y a la disciplina una confianza casi desesperada y se hacía del arte un refugio a tanto dolor. La esperanza pataleaba, entre dudosa y enloquecida… Había violencia y amor.

Y sin embargo, con todo eso, el hogar no apagaba su fuego, gracias justamente a que estaba superpoblado y a que todos, exactamente todos, poníamos de nuestra parte sin resignarnos nunca.

*

Mi familia ─y con esto termino─ era muy parecida al mundo de hoy.

No creo exagerar al decir que en la época actual ─momento de improvisación y en muchos sentidos autodidacta─ la experiencia de familias como la mía puede sernos útil. Ciertamente, muchos ponderamos el valor de la ciencia, de la educación, del arte y de tantas otras herramientas simples y complejas, tratando de erigirlas como bastones de mando para la gobernabilidad del desastre. Sin embargo, quisiera recordar aquí cuatro principios básicos que por propia experiencia considero ─igual que mucha más gente, académica o no─ anteriores a cualquier intento de redirigir el mundo:

  1. Cuidemos a la naturaleza como a una madre enferma.
  2. Honremos a la tecnología como a una nana que cubre las carencias de la madre de forma amorosa y prudente, sin querer sustituirla.
  3. Ejerzamos la autoridad sin miedo, es decir, no para demostrar poder sino para dar confianza.
  4. Veneremos la igualdad entre los seres humanos.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/opinion-piezas-clave-en-la-educacion-global/

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Opinión | Guerra, paz y un Santa Claus anti consumista

Por: Andrés García Barrios

Desde que hace más de tres décadas empecé a hacer teatro de divulgación científica, mis ensayos literarios se inclinaron sobre todo al tema educativo. Esto se acentuó desde que escribo para el Observatorio del IFE, donde casi siempre combino lo pedagógico con algún otro asunto, como ciencia, arte, lingüística, filosofía, etcétera. Ahora, este diciembre, el tema será la Navidad e inevitablemente la religión que le da origen.

Hablar de religión (o quizás prefiramos el término espiritualidad) obliga a todo el que publique en un medio laico, a ser discreto y a tener presente la mala reputación de esos términos. Estoy convencido de que, en muchísimos casos, esa mala reputación se debe a la también mala, muy mala educación que hemos recibido en materia de eso que llamamos lo espiritual. El dicho Más vale prevenir que lamentar se aplica perfectamente en este caso, dada la pésima experiencia que en general tuvimos desde la infancia con todo lo que suene a iglesiaclerodogma, religión, pecado, culpa y cosas por el estilo; después, cuando fuimos más grandes (y estábamos ávidos de conocimiento confiable), con el horror que sentíamos al encontrar esos términos en textos que dañaban o al menos ofendían nuestro criterio (y que aún lo dañan y ofenden).

¿Podré yo hacer en este texto algo distinto? He intentado ─siempre que puedo─ demostrar que en general no estamos bien enterados acerca de qué es realmente eso de la espiritualidad. A los cientificistas he intentado hacerles ver que lo teológico e incluso lo místico están presentes en grandes pensadores del siglo XX, incluso en aquellos de corte analítico que han cimentado la teoría actual de la ciencia; a los racionalistas, les he insistido que nombres como el de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino ─padres privilegiados del catolicismo─ se repiten una y otra vez en la filosofía contemporánea. Y en última instancia, he querido convencer a mis lectores de que, si de verdad queremos renunciar a lo religioso, vale la pena tener claridad ─al menos claridad personal─ de qué es de lo que nos estamos alejando.

A pesar de esta aparente firmeza mía, confieso que mientras escribo esto me tiño de cierto rubor y cierta vergüenza; quizás sea porque yo mismo fui criado en el centro de una coalición entre lo religioso y lo científico, en la cual el criterio de la ciencia acabó prevaleciendo; y sin embargo una y otra vez vuelvo a mis orígenes y me asalta la añoranza por ese algo desconocido y trascendente.

A mediados del siglo pasado la filósofa española María Zambrano lamentaba que su Dios era apenas tolerado. Hoy es mucho más frecuente ver a personas de muy diversos medios, incluidos los académicos, mostrando abiertamente su interés por la espiritualidad. Esto no significa que siempre se trate de una espiritualidad consistente y seria. Ciertamente, nuestro mundo posmoderno ha caído en el extremo de intentar que todas las afirmaciones individuales sean aceptadas. Yo no creo que deba ser así; pero tampoco creo que los criterios científicos y racionales puedan definir el valor de toda “verdad”. Mucho mejor me parecería ir en busca de una educación que nos ayude a acercar nuestro pensamiento a eso que sabemos que nunca podremos saber, y por lo tanto, a una resignación ante nuestra ignorancia (resignación que puede ser entendida también como resignificación del conocimiento humano en términos un poco más humildes).

Los siguientes textos son una reflexión acerca de temas que, por estar en época navideña, pueden ser un poco mejor tolerados por aquellos que aún se escandalizan ante la posibilidad de vincular la educación con cualquier cosa que suene a espíritu. El primer texto es un acercamiento a la Navidad desde una perspectiva nada idílica pero sí próxima a los jóvenes estudiantes, que están despertando a este mundo tan maravilloso como de barbarie; es también una forma de mostrarles a ellos un tipo intuitivo de interpretación del arte. El segundo texto ─más explícitamente pedagógico─ es una crítica a los rituales canónicos y una reflexión digamos “navideña” sobre cómo una verdadera educación espiritual podría estar presente desde la infancia en nuestras vidas.

Pasión Navideña

El 26 de abril de 1937, en el marco de la Guerra Civil Española, varias escuadras de aviones alemanes e italianos sobrevolaron un pequeño pueblo del País Vasco, llamado Guernica, y bombardearon y ametrallaron a sus habitantes. Fue una cruel matanza. Las causas han sido analizadas por varios estudiosos y casi todos ellos concluyen que se trataba de un ensayo para entrenar a las tropas nazis, que años más tarde ─en la gran guerra que ya se preparaba─ lo repetirían en otros lugares del mundo. La estrategia fue impulsada por el general ─y después dictador español─ Francisco Franco, quien quiso imputarle la masacre a sus enemigos republicanos, pero no tuvo éxito.

Apenas enterado de aquel terrible suceso, el pintor español Pablo Picasso decidió plasmar el tema en el cuadro que el gobierno republicano le había encargado hacía poco. El Guernica ─así se llamó la obra─ representó a España en la Exposición Internacional de París y suscitó todo tipo de comentarios aprobatorios y desaprobatorios, para con los años constituirse en uno de los grandes iconos de la pintura universal.

Confieso que en mi juventud, mi idea del cuadro coincidía con la de los críticos alemanes presentes en París, que decían que aquello no era más que “garabatos que cualquier infante puede pintar”. Pero yo era un ignorante, igual que esos críticos. Recuerdo que una de las cosas que no entendía era cómo la destrucción de un pueblo entero podía representarse con la imagen de unas cuantas personas en una estrecha habitación. A pesar de su tamaño (casi ocho metros de largo por tres y medio de alto), la obra no tenía la espectacularidad que según yo merecía el tema, más acorde con un paisaje interminable de casas incendiadas y personas huyendo, como ocurre en esos cuadros de guerra que yo había visto en autores clásicos.

El cuadro acabó expuesto muchos años después en el Museo Reina Sofía de Madrid, a donde tuve la fortuna de ir a verlo. Aunque en materia de arte yo ya había avanzado un poco, el cuadro no logró conmoverme. Lamentando mi impasibilidad, compré ahí mismo un folleto sobre la obra y me fui a una cafetería a leerlo. Aquel texto si me provocó una verdadera epifanía: la palabra Nacimiento, que saltó sobre mi desde aquellas páginas, en alusión a esos pequeños retablos artesanales que representan el natalicio de Jesús, me reveló de golpe todo el sentido del Guernica. ¡¿Cómo había podido pasar tanto tiempo sin que yo oyera esa explicación del cuadro, conocida por todos los expertos?! Fui a la portada del folleto… ¡y ahí estaba todo!, la Navidad transfigurada en un drama infernal, con su estrechísimo establo, su Virgen María y el niño Jesús muerto en sus brazos, San José también asesinado en el piso,  la estrella de Belén en lo alto, degradada hasta convertirse en un foco eléctrico; la paloma, apenas delineada, símbolo de un Espíritu Santo caído y moribundo; la mula y el buey, invertidos en un toro enfurecido y un caballo herido por una lanza en el costado, como anticipación de Jesucristo en la cruz; y finalmente, esas tres figuras femeninas que irrumpían en la escena, desesperadas y sufrientes, y que bien podían representar ─en esta subversión del Portal de Belén─ a los Reyes magos.

Era todo.

No quedaba duda, el Guernica era la representación de la muerte de Jesús apenas nacido. Volví las páginas apresurado para seguir leyendo detalles de aquella explicación, pero donde yo había encontrado ésta ahora no había nada: ni portal, ni Navidad, ni Jesús muerto. Yo había leído mal: la palabra nacimiento en realidad no hacía referencia a los nacimientos tradicionales sino a algo así como el nacimiento de una nueva época inaugurada por el famoso cuadro. Yo me lo había inventado todo.

Rápidamente traté de averiguar en otras fuentes si aquella versión mía existía ya, pero tampoco encontré nada. Ningún crítico aludía a esta interpretación que inesperadamente yo había hallado, y sólo años después pude encontrar el texto de un conocedor que coincidía conmigo. Ahora, hace muy poco, he descubierto algunos ensayos que también lo hacen. Las versiones difieren en algunos matices, por ejemplo en el significado de las tres presencias femeninas o en el del ave, pero refieren a la misma mitología que aquella mañana me convenció rotundamente.

Tal vez Picasso no tenía esa versión en mente, o no la tenía de forma consciente; o tal vez sí la tenía pero nunca la reveló para no ofender a millones de creyentes. Entiendo que tampoco quiso hablar nunca del “significado” de su obra. Sin embargo, si fue consciente de ella, habrá sabido también que, no por no hacerla explícita, el Guernica dejaría de ser un rayo fulminante ante los ojos de quienes habían traicionado a la República Española para supuestamente defender al catolicismo.

Sea cual sea la versión que tengamos del Guernica, la muerte de aquellos hombres, mujeres e infantes del pueblito vasco se emparenta con la de tantas otras poblaciones civiles, y hoy se extiende inevitablemente hacia la tragedia de las incursiones en Israel y la mucho más atroz de los bombardeos sobre Gaza. Por eso sugiero que, al menos en esta temporada, miremos por un momento el cuadro de Picasso con ojos navideños para mantener presentes esas tragedias que nos envuelven; también, que volteemos con una sonrisa triste hacia esa casi invisible flor en la mano del San José muerto, último reducto ─roto pero aún presente─ de la esperanza.

Santa Claus y la culpa

En mi juventud hubo un tiempo en que busqué en la religión el sentido de la vida. Era la religión que me habían inculcado mis padres, pero cuyo catecismo había aprendido sobre todo de mi abuela. Por eso, el día que ─dejándome llevar por un impulso─ entré a la iglesia y comulgué por primera vez en muchos años, fue a ella a quien me acerqué a contárselo. Llena de dicha, exclamó: “Qué alegría, ¿y con quién te confesaste?” El cielo que yo ya sentía cerca volvió a su lejano sitio: había olvidado que, para poder comulgar, uno debía haberse confesado por lo menos una vez en el último año.

─ No lo hice ─le dije.

También su cielo se vino abajo, mucho más abajo que el mío: en un instante su rostro se desencajó y pareció perder un par de kilos. Aquello era un pecado grave.  Afortunadamente, yo ya había pasado suficiente tiempo alejado de la religión como para que aquel susto de mi abuela no solo no me atemorizara sino que, por el contrario, me hiciera alejarme aún más del catolicismo.

No pasaron muchos años antes de que mi hermana mayor, quien también se hallaba en indagaciones espirituales, me pidió que asistiera a visitar a un sacerdote que para ella había sido un gran preceptor. El padre Manuel Jiménez Fernández era uno de los grandes sabios mexicanos de la iglesia católica: teólogo, historiador, consejero del Concilio Vaticano II, participante en las excavaciones del monasterio de los esenios en Qumrán… Fue él quien en la larga hora y media que me dedicó, aclaró, entre otras cosas, mis dudas sobre aquel grave pecado que supuestamente había yo cometido tiempo antes.  “No, nada de pecado ─me dijo─. Hiciste bien en comulgar. Dios no pone obstáculos a quien quiero acercársele.”

Fue también el padre Jiménez quién me explicó que en siglos anteriores la confesión no era un acto de una sola y rápida sesión sino un largo proceso de autoconocimiento que implicaba numerosos encuentros.

Hace apenas unos días volví a toparme con el polémico tema de la confesión mientras revisaba el segundo capítulo de uno de los libros más bellos e inquietantes que he leído en torno a la pedagogía y el psicoanálisis. Se trata de La causa de los niños, escrito en los años ochenta por la gran psicoanalista y pedagoga francesa Francoise Doltó (muchos de mis lectores han oído de ella), quien no por estar ligada a la ciencia dejó nunca de reconocer públicamente su catolicismo y de hacer frente a las críticas que continuamente recibía por ello. En el capítulo del que hablo, titulado Dejad que los niños vengan a mí (conocida frase de Cristo en el evangelio), Doltó profundiza en cuestiones que se pasan por alto cuando uno piensa en los sacramentos de la confesión y la comunión. A mí me sirven ahora para reflexionar sobre la forma en que la mala educación religiosa, el pésimo catecismo que tantos de nosotros recibimos, ha influido para que interpretemos la espiritualidad de forma equivocada.

No quiero plantear aquí preguntas sobre la realidad de lo espiritual en nuestras vidas; primero prefiero señalar, siguiendo a Doltó, algunos de los obstáculos que enfrentamos cuando queremos indagar sobre esa posible realidad. La pedagoga francesa nos explica cómo, a principio del siglo XX, durante el papado de Pío X, se redujo a siete años la edad mínima para recibir la primera comunión, precedida ésta siempre de una primera confesión. “Este decreto de la Iglesia católica ─nos dice Doltó, dolorosamente─ culpabilizó de forma inútil a todas las generaciones de nuestro siglo, en nombre del mismo Jesús a quien supuestamente los niños podrían acercarse.” La explicación que da a esta radical afirmación es la siguiente: a esa edad, ningún infante puede realizar una verdadera revisión de sus actos bajo un enfoque espiritual. Pequeñas y pequeños de siete años solo alcanzan a valorar las consecuencias de su forma de actuar por la reacción de los adultos, es decir, por si les agradan o desagradan a éstos. Un infante así, “es feliz o desdichado según que reciba felicitaciones o castigos por parte de sus educadores”. Es una edad en la que, si se le orilla a “confesarse”, el niño y la niña confundirán “la imaginación con el pensamiento, el deseo inconsciente con la acción, el decir con el hacer y, lo que es peor, a Dios con sus padres y maestros”. El pequeño que se confiesa, “calibra el bien y el mal ante Dios según los caprichos o las neurosis” de los adultos más cercanos, de tal suerte que los sacramentos sólo “inducen en él culpabilidad en vez de confianza en sí mismo y en los demás”, que es su verdadera misión. Con esa “desconfianza de si y de los demás”, con ese “miedo a las experiencias” ─sigue Doltó─, la culpabilidad acaba extendiéndose por todas partes.

Muchos dirán que son casos aislados aquellos en los que los infantes hacen la primera comunión antes de los nueve años o diez. Opino que esto no importa. En realidad, dada la inmadurez que abunda en nuestro mundo, no es raro que los fieles se acerquen al confesionario con esta triste y nada espiritual confusión entre lo divino y lo humano. Muchos sabemos, además, que esa confusión que Doltó refiere a padres y maestros, se extiende también hacia los sacerdotes en general (símbolo de autoridad como pocos) y se recrudece en el confesionario: arrodillados ahí, la mayoría de infantes y adultos creen que deben rendir cuentas de sus actos al hombre vestido de sotana que está frente a ellos, y avergonzados esperan su reprobación y su perdón, cuando el verdadero arrepentimiento no tiene nada que ver con rendir cuentas, ni con ser reprobado o sentirse avergonzado, y mucho menos con ser perdonado por otro ser humano.

Llevando esto al contexto navideño, es justamente la confusión entre los planos divino y humano lo que fomenta que, tras acercar a niñas y niños a un Santa Claus misterioso que los ama (es decir, alguien bastante cercano a Dios), perversamente acabemos  pidiéndoles que se resignen a qué todo eso era solo una mentira de los adultos (¿una más?). A mi parecer, una correcta educación espiritual  permitiría que los infantes creyeran plenamente en ese ser amoroso que piensa en ellos y desea su felicidad, y los iría acompañando durante el desengaño de la parte fantástica (por ejemplo, la de que Santa fabrica o compra los juguetes de la publicidad y recorre en una sola noche todos los hogares del mundo), teniendo siempre el cuidado de no lastimar el vínculo amoroso con un ser trascendente.

Termino este texto recomendando a todos que vean ese maravilloso clásico del cine que se llama Milagro en la calle 34 (yo conozco la versión de 1947, que está en Youtube), para que al menos por unas horas recuperemos al auténtico Santa, emisario de Dios, ser genuinamente espiritual… y por lo tanto un poco loco si se le compara con nuestra navidad humana, demasiado humana.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/opinion-guerra-paz-y-un-santa-claus-anti-consumista/

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