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Opinión: El ritual educativo durante la pandemia

Por: Andrés García Barrios

Hoy han pasado a segundo plano los distintos modelos educativos para dar paso y protagonismo al único valor que siempre ha estado presente, aunque oculto: el carácter ritual de la comunidad escolar.

Recuerdo que al principio de la pandemia circulaban por el mundo mil ideas sobre las diferentes alternativas escolares que se podían tomar en el nuevo contexto. Unas proponían que los niños abandonaran los estudios y dedicaran su tiempo a aprender sobre las labores del hogar y la convivencia familiar. Los que por un momento coqueteamos con esa idea pronto fuimos rebasados por la iniciativa de las instituciones, que por fortuna reabrieron cursos y convocaron a la comunidad estudiantil a concluir el año escolar.

La sociedad entera se aprestó a continuar con la enseñanza regular. Sorteando la tentación de subvertirlo todo para mimetizarse con el caos de la pandemia, las instituciones educativas se aferraron a lo que venían haciendo, sobreponiéndose primero al imperativo de la sana distancia y después a la falta de herramientas técnicas y a las fallas continuas de aquellas con las que si contaban. Por televisión, radio, Zoom, Email y todo tipo de mensajería virtual, e incluso llevando personalmente a casa de los alumnos los materiales necesarios para continuar los cursos, millones de educadores sostuvieron sobre sus hombros la institución escolar, inspirados creo yo, en la intuición de cierto valor profundo al que podían y debían asirse en la crisis.

A mí me llevó tiempo identificar y dar nombre a ese valor profundo que flotaba en el ambiente; hoy creo poder referirme a él como “esencia ritual de la educación”, esencia que se remonta a la aparición misma de lo humano y que sigue presente hoy, debajo de la alta pila de “innovaciones” que la han venido cubriendo a lo largo de la historia. Como la princesa del cuento, que percibe el guisante debajo de decenas de colchones, los educadores del 2020 fueron capaces de distinguir ese elemento esencial para, como he dicho, asirse a él y sobreponerse al sismo mundial.

Fueron ciertos fragmentos del libro “La desaparición de los rituales”, del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, lo que me permitió identificar la poderosa fuerza educativa que hay en el mero hecho de que como comunidad hayamos conseguido preservar eso que llamamos “la escuela”. Hoy han pasado a segundo plano los distintos modelos educativos de cada institución y se ha evidenciado el protagonismo del único valor que siempre ha estado presente, aunque oculto: el carácter ritual de la comunidad escolar.

Son los rituales, nos dice Han, los que configuran las transiciones de las fases de la vida, abriendo umbrales mágicos que nos llevan a lugares desconocidos (de la infancia a la juventud, de la juventud a la madurez, y así…).  De igual forma, me parece, el ritual escolar permite a los estudiantes y en buena medida a sus familias, ordenar lo que ocurre en el día a día y crear una narrativa de la vida diaria, sin la cual los días se volverían iguales y el tiempo pasaría sin que lo advirtiéramos. Por fortuna para nosotros, están ahí los horarios de clases, las diferentes materias, los recreos, las ceremonias, la celebración de las fiestas, los fines de semana, las vacaciones, las temporadas de exámenes y la tensión por aprobarlos, pasar de año y transitar a la siguiente etapa. “Magia de los umbrales” por la cual los seres humanos ―mágicamente, en efecto― nos vamos haciendo distintos: acaba el ciclo escolar y de un día a otro los niños ya son mayores; algunos se vuelven adolescentes; otros se ponen serios pues saben que han empezado a prepararse para la edad adulta, y unos más ingresan en ella por la puerta académica hacia una profesión. Mientras tanto, los docentes, como un ejército de virgilios, los van acompañando y soltando a la salida de las diferentes puertas llegado el momento.

Más allá de aspectos comerciales o de simple inercia, es el carácter ritual ―a mi parecer― lo que ha permitido que la institución escolar perdure bajo la tormenta. Por sobre las estrategias específicas que ha implementado cada institución, se impone el recuerdo de aquellas legendarias escenas en que uno de los sabios de la tribu reúne a los niños y jóvenes alrededor de una hoguera para contarles la historia de las pasadas generaciones, contagiándolos (o más bien, inmunizándolos) con la narración de las vicisitudes y hazañas que han permitido a su comunidad sobrevivir a los siglos. Nuestro ritual es así: está sustentado en cosas sencillas y profundas: asistir a clases, sentarse cerca de otros compañeros, calentarse con la llama del objetivo común (aunque esté apenas tibia en horas muy mañaneras), y mantenerse alerta y “presente” para escuchar y preguntar al maestro.

Hoy, la comunidad mundial erosionada por el miedo tiene la oportunidad de reparar sus contornos con el simple acto de repetir algo que el ser humano fraguó desde sus orígenes. Alrededor de esa especie de hoguera que es “la escuela” (virtual, desarticulada, como sea) se vuelven a reunir día a día los niños y jóvenes estudiantes, para preservar, aún en condiciones tan difíciles, uno de los ejes de nuestro mundo (lo mismo que una tribu que conserva su fuego ritual en situación de absoluta pobreza, con escasas ramas, bajo el frío y el viento).

Los rituales ―nos recuerda Byung-Chul Han― nos permiten percibir lo duradero y liberarnos de la contingencia. Curiosamente, esta palabra que él utiliza en sentido filosófico (lo contingente es lo accidental, lo accesorio), nosotros la aplicamos como sinónimo de la pandemia. Y es cierto: con toda su tragedia, está no deja de ser algo pasajero frente a lo esencial y permanente que los rituales nos permiten preservar. Entre ellos ocupa un lugar preeminente el ritual escolar.


Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-pandemia

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Opinión: Frente al Coronavirus, educarnos

Por: Andrés García Barrios

Educarnos tanto personalmente como socialmente, y de manera rápida, es el reto que nos toca ahora.

Como toda crisis de salud, la pandemia del coronavirus (COVID-19) nos pone de frente a los temas cruciales de la vida, entre ellos el de la educación. En este caso, se trata de una educación o re-educación personal y colectiva que nos permita enfrentar juntos un evento de la naturaleza para el que estamos escasamente formados e informados. Educarnos tanto personalmente como socialmente, y de manera rápida, es el reto que nos toca ahora.

Para hablar de ello elegiré a dos autores cuyos puntos de vista confluyen en el tema. Primero me permitiré retomar la perspectiva del psicoanalista Erick Fromm de la que hablé hace unas semanas en este mismo espacio. Trata en torno a cuatro elementos que él considera los fundamentos del amor, y que yo me permito adaptar al tema ―sin duda amoroso― de educar. Quiero añadir también la perspectiva del filósofo español Fernando Savater, que también ha reflexionado acerca de la relación entre el amor y la educación, y cuyo pensamiento adquiere su máxima dimensión justamente en momentos de crisis sociales como la actual.

Savater funda su teoría de los valores éticos en lo que él llama amor propio, dejando claro que el cuidado de los demás es la forma más eficaz de quererse a uno mismo. Nos recuerda que todos dependemos de todos, y estamos entreverados en una red de relaciones tan estrecha, que cuidar el bien del prójimo recae en última instancia en nuestro propio beneficio. La educación, ocupada en guiar al otro en la búsqueda de su bienestar, se vuelve siempre en nuestro propio bien. En un momento como el actual, en que esa red de relaciones se estrecha tanto ―al grado de que lavarnos las manos puede evitar que alguien enferme gravemente―, el círculo virtuoso que el español plantea se vuelve evidente.

Hoy más que nunca, debemos ser educados con los demás; para explicar lo que quiero decir, voy a retomar los cuatro componentes del amor que Fromm describe: cuidado, conocimiento, responsabilidad y respeto.

Que el cuidado es necesario, salta a la vista: finalmente, de lo que se trata es de cuidarnos a nosotros y a los demás (lo cual, savaterianamente, resulta lo mismo); es decir, ejecutar los actos necesarios para evitar la enfermedad, y si la adquirimos, o alguien a nuestro alrededor la adquiere, hacer lo necesario para curar y para no contagiar a otros.

Lo anterior se complica cuando pensamos en el segundo componente de la educación: el conocimiento. ¿Cuáles son las mejores prácticas para lograr esos objetivos? Conocerlas no es fácil; lo que llamamos “conocimiento” da una sensación de certidumbre pero en realidad es algo sumamente inexacto. Podemos entrar en filosofías sobre los límites últimos del conocer, pero por el momento no es necesario: basta con echar un ojo a nuestras prácticas e instrumentos cotidianos de adquisición y transmisión de información para darnos cuenta de lo limitados que estamos. Ahora más que nunca surgen “grandes expertos” en todos los campos del “conocimiento”, que recomiendan esto o lo otro, y que nos convencen según sea la tendencia de nuestro pensamiento: confiar en la ciencia nos hará seguir sus recomendaciones; otra postura nos llevará a creer en la voluntad de un poder superior; adherirnos a la teoría del complot nos hará permanecer indiferentes a las medidas de salud, etc. Estos criterios personales se toparán, además, con una inmensa variedad de medios de información llenos de contradicciones entre sí, y con muchas imprecisiones, casi todos pregonando que dicen la verdad. ¿Cuál es la página de internet más confiable, el periodista más objetivo o nuestro amigo o familiar mejor informado?

En la crisis actual, la elección del conocimiento que seguiremos para cuidarnos, implica una gran responsabilidad, no sólo ―como hemos visto― sobre nuestra propia salud sino también sobre la de los demás. Esa responsabilidad se duplica cuando, colocándonos en la posición de quien enseña, exponemos nuestra forma de pensar como conocimiento confiable. En este caso, la responsabilidad se convierte en ―como dice el psicoanalista alemán― “responder por el otro”, lo cual, hablando de coronavirus, es serio, porque puede tratarse de responder por la vida del otro.

Es aquí, creo ―en este dar a conocer nuestra forma de pensar sobre las mejores prácticas de cuidado―, donde cabe el cuarto elemento del que Fromm habla: el respeto. Éste, según él, es el reconocimiento de que la otra persona es distinta a mí y que debo asumir siempre su libertad de ejercer el propio criterio. En momentos en que la acción colectiva es imprescindible, el respeto es la base para que la comunicación fluya entre la gente. Para enseñar algo a alguien ―sean nuestros hijos, alumnos o conciudadanos― no hay mejor punto de partida que el respeto, cuya dimensión esencial es no intentar imponerse sobre el otro.

Aquí, quisiera destacar cierto matiz que se esconde debajo del intento de dominar lo que otro piensa. Quizás a algún lector le parezca frívolo dar importancia al siguiente asunto, y sin embargo me atrevo a sugerir que estemos atentos a él, por si alguna razón me asiste. Me refiero a la gratificación que muchos sentimos cuando conseguimos impresionar a alguien con lo que sabemos. Gratificación trivial, quizás, pero para algunos tan importante que puede llevarnos a propagar la más infundada e incluso escandalosa información sin haberla analizado y confirmado de manera seria. Después de todo, es más fácil impactar a alguien con nuestras ideas por lo que le ofrecen a la imaginación que por lo que aportan al razonamiento lógico. Las redes sociales, transporte ideal para cualquier material en crudo, son el mejor aliado en esto.

Todo lo contrario ocurrirá si atendemos al cuidado, el conocimiento, la responsabilidad y el respeto, entendidos como amarnos y educarnos unos a otros frente a la crisis. Esta actitud hará que nuestras decisiones no se conformen con un primer vistazo al propio criterio o al criterio ajeno, ni con propagar información que no hemos revisado con seriedad.

Yo mismo, ahora, asumiendo mi papel de educador (que en la crisis actual, como digo, todos desempeñaremos inevitablemente), daré mi punto de vista. Primero: ya que hablé de quienes creen en un poder superior, puedo decir ―siguiendo a Fromm, para quien razón y espiritualidad son un continuo― que toda adquisición de conocimiento sobre los cuidados frente al COVID-19, hecha de manera responsable y transmitida respetuosamente, conllevará necesariamente una trascendental esperanza.

Segundo: convengo que en materia de salud me adhiero al conocimiento científico; si no fuera suficiente con la confianza que le tengo a su método por sobre otras formas de conocimiento en este tipo de temas, bastaría con un argumento lógico: dado que es gracias a la ciencia que todos nos hemos enterado del coronavirus, que hablamos de él y estamos atentos a su evolución, y que es sólo por la confianza que le tenemos al conocimiento científico que aceptamos cuidarnos de no adquirir la enfermedad ni propagarla, sólo por eso sugiero que sigamos guiándonos por lo que la ciencia descubra y recomiende, y actuemos de principio a fin sobre sus bases, difundiéndolas entre todos aquellos que quieran escucharnos.

Acorde con esto, y para despejar el punto de cuál sea la información “científica” más confiable que hay en este momento, comento que en entrevista con el Dr. Julio Frenk ―ex Secretario de salud de México y actual Rector de la Universidad de Miami―, me ha explicado que “la fuente más autorizada es la página de Internet de la OMS, donde la información está disponible en español. Otro recurso fundamental es la página de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de Estados Unidos, que también ofrece información en español.”

Me uno a la recomendación del Dr. Frenk porque conozco sus frommianas y savaterianas cualidades como científico y maestro.

Fuente: https://observatorio.tec.mx/edu-news/coronavirus-educacion-opinion
Imagen: Pete Linforth en Pixabay
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Opinión: La didáctica en línea

Por: Andrés García Barrios

¿Es necesario que ocurra un involucramiento sensorial/corporal para que se cumpla el objetivo pedagógico?

Lo que primero salta a la vista (y a todos los sentidos), y lo primero sobre lo cual uno podría preguntarse al tratar acerca de la diferencia entre la didáctica en línea y la didáctica presencial en el aula, es la falta de contacto humano directo que existe en la primera. Al hablar de ello, me acuerdo de una amiga que decía que lo que más extrañaba de los libros impresos al leer en línea, era el olor del papel. ¿Extrañamos el olor del maestro y de nuestros compañeros cuando estudiamos en una computadora, cuando tomamos un curso donde el profesor está detrás de la pantalla y los únicos sentidos que nos ponen en contacto con él son la vista y el oído? Faltan el olfato, la posibilidad del tacto, y bueno, otro que es mejor que jamás intervenga en las clases presenciales: el gusto (en realidad, esto último, que aquí resulta un chiste tonto, nos puede hacer preguntarnos si en el aula no participa, en realidad, todo nuestro cuerpo, y si el intercambio con personas reales no tiene incluso un cierto sazón, hasta hacernos decir que la lección nos dejó “un muy buen ―o mal― sabor de boca”).

¿Ocurre esto cuando tomamos una lección o un curso en línea? Esa es una pregunta. La otra, y más importante: ¿es necesario que ocurra ese involucramiento sensorial/corporal para que podamos decir que se ha cumplido el objetivo pedagógico? ¿Importa que el maestro esté cerca o lejos, para que el intercambio sea fructífero? Sospecho que responder a esta pregunta es difícil porque nos coloca en el centro de la dificultad de pensar la era moderna como un tiempo en que las personas, los jóvenes sobre todo, han privilegiado las relaciones virtuales, disminuido el contacto humano directo, y priorizado un comportamiento que según estudios (no se sabe todavía qué tan confiables), está modificando partes sustanciales de nuestro cerebro.

Lo cierto es que, por ejemplo, algo parecido pasó hace siglos cuando se inventó la imprenta y proliferaron los libros. Debemos tomar en cuenta que en los orígenes de la modernidad se halla este instrumento que hoy tanto usamos pero que en su momento, entre otro de sus efectos, provocó un brusco distanciamiento entre la gente al hacer privado (a través de la lectura personal y silenciosa) el arte del escuchar historias (el cual antes era público o por lo menos familiar), desterrando contactos humanos tan importantes como el de reunirse en grupo alrededor de la mesa o a la mitad de la plaza del pueblo a oír un cuento, u otros que podemos considerar más “trascendentes”, como el de congregarse los fieles obligadamente en el templo para escuchar la palabra de Dios, sustituyéndolo por la posibilidad de leer la Biblia en casa a solas (quizás ese fue uno de los motivos por el que esta práctica llegó a prohibirse).

Uno de los libros más influyentes de la literatura, El Quijote (origen de la novela moderna), no deja de exponer una crítica a ese nuevo medio de expresión impresa, a través del cual Alonso Quijano se absorbe en tantas historias de caballería que se vuelve loco. Cervantes no sólo nos cuenta una gracejada inocente: expone ante nuestros ojos un hecho que empezaba a transformar los valores del mundo, denunciando y ponderando a la vez un medio de comunicación que en su época ya proliferaba como ahora los celulares (¿sabía el lector que el Quijote llegó a México en una embarcación con al menos un centenar de ejemplares, sólo cinco años después de haberse publicado en España?).

Los libros, como medio de expresión y aprendizaje, afectaron el contacto físico entre la gente; su aparición implica un hito en los cambios de comportamiento de, por ejemplo, la relación entre el maestro y sus discípulos. Comparemos a los profesores de las universidades de los últimos cinco siglos, rodeados de libros y encargando lecturas a sus pupilos, con dos maestros occidentales, puntales de nuestra civilización, que enseñaron sin escribir nada ni leer nada, y que todo lo transmitían no sólo personalmente sino muchas veces en reuniones sociales e incluso festines donde se compartían alimentos y donde los cuerpos se tocaban, a veces recostados unos en otros. Estoy hablando de Cristo y Sócrates.

Cuando poco después llegó la Academia, empezó a imponerse esa visión de la lección como algo que fluye de manera unidireccional del maestro al alumno, donde nadie se toca y todos escuchan y ven al sabio. Si imaginamos aquellas reuniones sociales en las que Sócrates ayudaba a parir ideas a sus interlocutores, y las comparamos con los modernos salones de clase donde el maestro está de frente a sus alumnos… si hacemos esa comparación, la enseñanza en línea no es más que un pequeño paso más de la historia, un paso quizás no tan dramático como a veces lo imaginamos.

Muchos supusieron así, dramática, la aparición del cine a principios del siglo pasado, arte que alejaba al actor en vivo del espectador, sustituyendo al teatro por imágenes llenas de frialdad y sin alma. Y sin embargo, el séptimo arte se ha impuesto con todo su poder de transmisión de los más entrañables valores y sentimientos humanos, aportando además la posibilidad de que más gente pueda compartirlos (sin desterrar al teatro, por cierto, que insiste en no acabarse).

¿Qué se pierde entre las formas en que enseñaban aquellos maestros de la antigüedad y lo que sucede ahora? La gran preocupación, que al parecer no es nada nueva, es que ocurra la tan temida prevalencia de la mente sobre el cuerpo y desaparezca el contacto humano; que dejemos de vernos en persona, que abandonemos las caricias, la presencia física, la voz viva que hace vibrar el aire, la posibilidad de tocar al otro, de olerlo; que los hijos dejen de estar presentes (cada vez a edades menos avanzadas), que la educación salte de las manos de los papás y se convierta en privilegio de los medios electrónicos; que los valores se estandaricen, dejando afuera toda originalidad, todo criterio personal y toda tradición; que la comunicación se mediatice, la presencia se digitalice, el cuerpo se abandone, la sensualidad pase de moda y poco a poco se realice la horrenda fantasía de seres humanos de cabeza hiperdesarrollada y cuerpecito atrofiado, en quienes ni las manos sean útiles porque el dominio de los aparatos se realice mediante implantes cerebrales electrónicos. No pocas mentes reflexivas relacionan este feo panorama con el abandono de lo natural, la tecnologización y robotización del entorno, la indiferencia por el medio ambiente, el deterioro ecológico y la extinción de las especies.

¿Desaparecerá el amor? ¿Todo se volverá frío e insensible como los materiales de que están hechos los equipos electrónicos? Recapitulo: ¿se volvió frío el espectáculo escénico cuando se convirtió en cine, se volvió fría la voz cuando se trasladó a la escritura, se enfrío la música cuando surgió la radio y todos los reproductores de sonido, se enfriaron las relaciones familiares cuando el espacio común de la vivienda se dividió en compartimentos privados y aparecieron las puertas y recámaras? ¿Se enfría el amor cuando en vez de expresarlo con contacto físico se dice “Te amo” o, peor, se escribe esto en una carta, o más recientemente en un WhatsApp (por no hablar de sintetizarlo en el emoji de un corazón)? ¿Se banaliza de verdad?

Cambia, sí, eso es cierto. Al parecer, los cursos en línea pueden ser tan buenos o malos, tan edificantes o nocivos, tan estimulantes o aburridos como lo sea el compromiso, el afecto y la preparación que invierta en ellos el equipo de producción, convertido en un verdadero profesor colectivo responsable ahora de la puesta en escena del entramado pedagógico. Lo cierto es que, igual que siempre, estos productores/maestros tienen hoy todos los recursos para hacer de sus clases en línea eventos inútiles y tediosos o verdaderas obras de arte mediante las cuales transmitir toda la mística del conocimiento y del espíritu humano.

Siempre hay pretextos para quien no lo logra, y acusar a las pantallas electrónicas de barreras infranqueables es uno muy bueno. Pero la responsabilidad última sigue estando en quien se dice “maestro” y se atreve a educar y a enseñar algo a alguien.

Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/didactica-online-presencial

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Educación y amor: revisitando a Fromm

Por: Andrés García Barrios.

 

Basado en los cuatro elementos básicos de El Arte de Amar, de Erich Fromm, Andrés García Barrios señala cómo estos elementos pueden tender lazos entre educación y amor.

Difícil pensar en la educación sin el amor. En cualquiera de sus significados, “educar” supone una búsqueda del bienestar del otro, búsqueda que ―a todos nos queda claro― es muy parecida al amor. Sin éste, el término correcto no sería “educar” sino amaestrar: quien “educa” sin pensar en el beneficio del otro, amaestra.

A continuación me basaré en las ideas de Erich Seligmann Fromm (expresadas en su libro El Arte de Amar, que en ciertos sentidos más de sesenta años después sigue siendo insuperable) para tender lazos entre educación y amor. Especialmente me detendré en los cuatro elementos básicos que para él son comunes a todas las formas de amor: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento. ¿Qué son estos?

El cuidado es vigilar que el otro tenga todos los bienes necesarios para su supervivencia. Por amor, alguien cuida que el bebé coma y que a la planta (en el caso de quienes aman a sus plantas) le caiga agua de vez en cuando y se nutra. En la educación (me concentraré a partir de aquí en la educación escolar), el maestro ―o la institución educativa― cuida que el alumno cuente con el ambiente y los recursos intelectuales, emocionales y físicos (libros, utensilios, un espacio adecuado donde aprender, etc., y a veces también comida) para que los “nutrientes” de la educación que le está brindando caigan en tierra fértil y rindan sus frutos.

“Educar es un acto que implica amor para llenar lo incierto”.

En la verdadera “educación”, este cuidado del alumno no se cumple nunca como una obligación impuesta desde afuera sino como un acto completamente voluntario. Fromm le llama a esto responsabilidad, a la que describe como “responder por”: el que ama ―aquí diremos el que educa― responde voluntariamente por el ser amado ―el alumno―, haciendo suyas “las necesidades expresadas o no” de éste. Pero, siempre prudente, Fromm también nos advierte que el sentirnos responsables del otro fácilmente puede caer en posesividad o en dominación sin el cultivo del tercer componente del amor: el respeto.

“Respeto ―escribe el psicoanalista alemán― denota, de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única.” Supone, pues, considerar a aquel al que quiero educar como alguien diferente a mí, alguien con su propio proceso de vida y sobre el cual sólo puedo incidir a través de herramientas de comunicación que respeten su autonomía y asuman que nuestra relación es ante todo un intercambio libre (incluso el ejercicio de la autoridad debe verse como un acto de comunicación, en el sentido de que la aplicación de reglas y sanciones moviliza al sujeto que las recibe y motiva en él una respuesta, la cual, si no se puede manifestar de inmediato, se manifestará tarde o temprano).  «L’amour est l’enfant de la liberté», el amor es hijo de la libertad, dice Fromm, citando una vieja canción francesa. Lo mismo debemos decir de la educación.

Que amar es también conocer se desprende de los tres elementos anteriores. Cuidar, responder y respetar implican identificar las necesidades del otro, y por lo tanto, conocerlo. En este proceso, el maestro o la institución empieza por establecer un estándar de las necesidades humanas para crear un espacio educativo adecuado; pero tarde o temprano el que educa se topa con las necesidades de los individuos reales (no estandarizados), y se ve en la necesidad de conocerlos a cada uno más profundamente, identificando sus particularidades, es decir la individualidad que los hace únicos.

Pero, ¿qué tan profundo puede conocerse al otro? Aquí llegamos al que es ―a mi parecer― el punto más brillante y siempre actual del texto de Fromm en torno a estos cuatro elementos básicos. Tiene que ver con los límites del conocimiento, específicamente del conocimiento científico, que aquí podemos aplicar a las llamadas ciencias de la educación. Para Fromm, el conocimiento racional tiene un límite, y hay que aceptar que los modelos de la ciencia y la filosofía no pueden abarcar el misterio entero de la realidad y de la existencia. Así, el educador tiene que aceptar que, por empeñoso que sea su intento por controlar las variables del proceso educativo y guiarse por una verdadera ciencia del mismo, al final ―cuando ya todas las variables estén bajo control― aún quedará frente a él un territorio no sólo desconocido sino incognoscible (digámoslo así: trascendente), al que sólo podrá ingresar si está dispuesto a correr ciertos riesgos. Para reducir éstos, sabios como Fromm nos brindan herramientas y nos explican términos como cuidado, respeto, responsabilidad y conocimiento, pero al final nos dejan solos ante la necesidad de aceptar que siempre habrá un punto donde la razón quedará en silencio. A partir de ahí, cada educador deberá acometer por si solo esa misteriosa forma de expansión humana que conocemos como Amor y que en el territorio de la auténtica educación es, en última instancia, su único salvoconducto.

Fuente del artículo: https://observatorio.tec.mx/edu-news/educacion-y-amor-fromm

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