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Opinión | El ritual escolar: Comunicación – Todo comunica (parte 1)

Por: Andrés García Barrios

El lenguaje está siendo sometido a revisión (y a una revolución) para que devenga más inclusivo, más universal, y que contenga elementos de identificación para todas las personas.

Hacia mediados del siglo pasado, millones de personas de todo el mundo (sociólogos, antropólogos, psicólogos, intelectuales, comunicadores, artistas…) se unieron entusiasmados a una nueva corriente de pensamiento que ponía a la Comunicación en la cúspide de nuestras prácticas y conocimientos. Todo comunica era la nueva consigna que regía al mundo. Según ésta, todo lo que los seres humanos hacemos, sentimos o pensamos se traduce en comportamientos que comunican algo a alguien.

Aquella nueva corriente era parte de un momento histórico. Como nos recuerda el periodista y ensayista John Higgs en su libro Historia alternativa del siglo XX, desde finales del XIX se habían venido poniendo en duda, una a una, todas las creencias, prácticas, conocimientos, tradiciones, en fin, todos los ejes culturales que con gran paciencia ―y para su tranquilidad― la humanidad había levantado durante siglos. Así habían ido cayendo Dios, la certidumbre científica, la honra militar, el orden moral, el valor del arte, la esperanza de la educación, lo sagrado de la familia, la dorada materialidad del dinero… En sólo unas décadas se había perdido todo centro, todo “eje del mundo”, y hasta la conciencia individual se sumergía en los abismos del subconsciente y corría el riesgo de perderse.

Por eso, cuando los científicos sociales de Palo Alto, California, anunciaron que todo en este mundo es comunicación, millones de personas se asieron a esa rotunda verdad, encontrando la solución a su creciente angustia. ¡La comunicación! Algo tan cotidiano como ella, tan universal y antiguo, seguía funcionando. El milagro se debía justamente a que la comunicación era una actividad que prescindía de todo centro, que era el reflejo mismo de lo “descentrado”, de lo que va y viene, de lo que pasa de uno a otro, de una mente a otra, en un constante fluir. En 1934, la famosa escritora danesa Isak Dinesen ponía en la mente de uno de sus personajes las siguientes palabras: “¡Qué difícil es conocer la verdad! Me gustaría saber si es posible decir absolutamente la verdad cuando se está solo. A mi entender, la verdad es una idea que nace y depende de la conversación y la comunicación humanas”. La literatura se hacía partidaria de la nueva conciencia.

Los años sesenta dieron el rotundo a esa liberación que ponía como eje del mundo al contacto humano. Con el hippiesmo, hombres y mujeres se soltaron el pelo como primer símbolo de lo que pierde el centro y vuela. Decían que cada uno de nosotros es capaz de desprenderse de su cuerpo individual y “viajar” hacia los demás seres humanos y el cosmos, y sentirse uno con ellos. “Para que pueda ser he de ser otro, salir de mí, buscarme entre los otros. Los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia”, publicaba en 1960 el poeta mexicano Octavio Paz.

Esta nueva forma de pensar no era propia sólo de aquel movimiento juvenil, popular y espontáneo (quizás el más espontáneo de la historia, según el insigne Arnold J. Toynbee). También en los estrechos círculos de la academia empezaba a imponerse una nueva manera de pensar: desde el punto de vista de la filosofía tampoco existía el centro, ni en la realidad ni en el conocimiento: todo estaba descentrado y lo único que existía era el pensamiento, el habla, la escritura (el discurso, en suma), que no podía fijarse en ningún punto pero que sí podía hilvanarse y deshilvanarse como una madeja, y además permitía extraños “saltos” de encuentro con “el otro”.

Así, los procesos de comunicación (¡y los medios de comunicación!) iban restableciendo la confianza. Se proclamaba que todo mundo tenía derecho a hablar. Pensadores de la altura de Karl Jaspers, Erich Fromm y Ludwig Habermas, veían en ello el medio para resarcir el tejido social, tan convaleciente, tan desgreñado aquí y allá, roto en todos los sitios donde antes había un “centro”. Finalmente, en 1986, la gran psicoanalista y educadora francesa Francoise Doltó aseguraba que la misión humana en este mundo es comunicarnos y presagiaba la inminente llegada de una herramienta mundial de comunicación que pondría a todo el mundo en contacto.

En este contexto, la institución escolar se volcó a experimentar con las nuevas prácticas y a modificar la vieja visión de la educación como una disciplina supeditada al “progreso” (según esta visión, cada generación tenía el derecho y la obligación de transmitir sus logros y conocimientos a la siguiente). Con la nueva perspectiva, todo era intercambio, mutuo entendimiento; las escuelas eran tanto más innovadoras cuanto más fomentaban el trabajo en equipo y renunciaban al control que el maestro tenía sobre el alumno. Éste se convirtió en un interlocutor activo y finalmente en un verdadero constructor de su personalidad y su conocimiento, y eso no en soledad sino mediante herramientas compartidas con una comunidad de aprendizaje.

Finalmente, con la llegada de internet y de las redes sociales, el boom de la comunicación alcanzó al planeta entero. De pronto, todos teníamos a mano una cámara para registrar lo que nos ocurría (a nosotros y a nuestro alrededor). Se le juzgaba una obsesión voyeurista o un mantenerse alejado del entorno, pero en realidad era como si quisiéramos confirmar en todo momento la vieja máxima del filósofo: “Yo soy yo y mi circunstancia”. En efecto, yo no sólo era yo sino también lo que ocurría en torno a mí, lo que veía y me veía, lo que escuchaba y me escuchaba.

No sólo estábamos más interconectados que nunca y teníamos acceso a más información, sino que entrar en contacto con otras personas también adquiría un nuevo valor. Francoise Doltó ―que como vimos predijo la llegada de internet― murió antes de que un alud de selfies inundara el mundo, pero es muy probable que su mente ―tan aguda como generosa― habría visto en ellas no una manifestación narcisista (como tanto se ha dicho) sino una nueva forma de comunicación basada en atreverse, por fin, a compartirse a uno mismo. La idea es atrevida, pero tiene sentido. Como dice John Higgs en su libro arriba citado, esos autorretratos no son pura autocontemplación y autocomplacencia: “… no son meros intentos de reforzar un concepto personal del yo individual, sino que existen para ser observados (por otros) y, de este modo, fortalecer las relaciones que se dan a través de la red. Esas fotos sólo adquieren sentido cuando se comparten”.

Si quisiéramos seguir con la apología de las redes sociales, podríamos hablar de cómo han servido para evidenciar la cantidad de talento artístico que existe en el mundo, y cómo han democratizado la expresión pública de las artes, antes tan elitista. Como nunca, la gente lee y escribe poesía, expresa ideas, canta, baila, hace magia, seduce, cuenta chistes, expresa dolores y temores…

Esta forma tan contundente de experimentar y proclamar que yo soy yo y mi mundo, ha llegado acompañada de movimientos sociales que exigen el inmediato reconocimiento de la diversidad humana y el respeto a las diferencias. Este inédito avance sigue siendo un logro de la comunicación entendida como práctica de identidad. El lenguaje (que es quizás lo más personal y a la vez lo más común que tenemos los seres humanos) está siendo sometido a revisión (podríamos decir a una verdadera revolución, por momentos violenta) para que devenga más inclusivo, más universal, y que contenga más elementos de identificación para todos. En la mayoría de los países la exigencia es incipiente, pero ya hay muchos lugares donde yo puedo al menos reclamar que los demás se dirijan a mi como yo deseo, sin reducirme a una generalidad sino al contrario, abriéndose a mis singularidades (creo que los casos extremos no son sino elocuentes detonaciones de esta tendencia: he escuchado de una persona que pide que se le considere no un él, ella o ello, sino un ellos, así, en plural: “Call me they”, pide).

(Continuará)

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Los expertos como discípulos | Flor Aguilera, novelista, cuentista, poeta

Por: Andrés García Barrios

En esta primera entrega de la serie “Los expertos como discípulos”, Andrés García Barrios charla con la escritora mexicana Flor Aguilera sobre la Escuela Dinámica de Escritores, el proceso de escribir, cómo aprender a perder el control y la pasión por la lectura.

La serie de entrevistas “Los expertos como discípulos” recoge las vivencias de destacadas personalidades durante sus procesos de aprendizaje, tanto en el ámbito académico como en la cotidianeidad. Tiene un doble objetivo (además del natural de entretenimiento): servir como herramienta de orientación vocacional para estudiantes, docentes y el público en general, y destacar lo que a mi parecer es el rasgo más común de los seres humanos: el estar siempre aprendiendo.

Alguien alguna vez me dijo que los directores de teatro no son sino público profesional; de la misma manera, pienso que los maestros son sólo alumnos experimentados que comparten con otros sus vivencias.

Flor Aguilera es una exitosa escritora mexicana, que se ha concentrado sobre todo en novelas y cuentos para niños y jóvenes (aunque también tiene textos para lectores adultos, incluyendo seis de poesía). Es la autora favorita de miles de chavos que, en su búsqueda de sinceridad, encuentran en ella alguien que los entiende. Sus títulos no podrían ser más sugestivos: El día que explotó la abuela, El hombre lobo es alérgico a la Luna, Para que sepas qué hacer conmigo, As the Audience begs for a Ferocious Tango (cuatro de sus numerosos libros, este último de poesía en inglés).

Lo que Flor tiene para compartirnos como constante aprendiz de la vida, pasa por las ocho ciudades del mundo en las que ha vivido, sus cuatro áreas de estudio profesional (periodismo, historia del arte, literatura inglesa y relaciones internacionales) y la radicación final en el territorio de la escritura, que de alguna manera da comienzo en la Escuela Dinámica de Escritores, semillero floreciente de la literatura mexicana en la primera década de este milenio. Flor ha recibido numerosas distinciones, entre las que destaca el Premio René Cassin en Derechos Humanos (Paris, 2000) y la aparición de su novela Jane sin prejuicio en la lista anual de la prestigiosa fundación Cuatro gatos como uno de los mejores libros del 2020. Este último texto, además, forma parte de los programas de lectura de la Prepa Tec, de la misma forma en que muchos de sus libros se leen en primarias, secundarias y preparatorias de todo México.

¿Recuerdas tu primer día de clases en la Escuela Dinámica de Escritores?

¡Claro, me acuerdo muy bien! ―cuenta Flor―. Lo primero que nos dijeron, cuando estábamos todos ya ahí “sentaditos”, fue: “En esta escuela hay una sola regla: No Escribirás”. La idea era que, al principio, los alumnos inventáramos nuestro propio método de escritura, que encontráramos una voz propia a través de experimentar con procesos creativos en otras artes. Nos dieron clases un fotógrafo, una coreógrafa, un escultor, un experto en grafología, un experto en fisonomía, un gran diseñador de modas. Toda emocionada, yo pensaba que estaba en el lugar correcto en el momento correcto de mi vida: si había tenido que estudiar muchas cosas antes, en muchos lugares, era para llegar por fin ahí y vivirlo de aquella forma tan gozosa.

Ese día también nos preguntaron “¿Por qué escriben?”

Recuerdo algunas de las respuestas de mis compañeros: “¡Escribo en venganza!”, “Escribo para que me pongan atención”. Yo tenía preparada una respuesta chistosa, que provocó por ahí algunas risitas: “Escribo porque cuando hablo siempre me sonrojo”. Era una broma no del todo sincera, pero en realidad decía muchísimo de mí. Era cierto que sentía que a través de la escritura podía contar cosas que me daba pena decir en voz alta, que no me salían muy bien cuando abría la boca. De hecho, es algo que siento en este momento, mientras respondo a estas preguntas.

Como escritora, ¿podrías haberte saltado la primaria, la secundaria, la prepa?

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No, definitivamente. En la escuela en la que estudié en Estados Unidos desde tercero de primaria había un club de lectura, y cada mes podíamos elegir un libro que nos llegaba por correo a la escuela. ¡Era una gran emoción abrir el paquetito y encontrar el libro nuevo! Eso tiene mucho que ver con el encanto que siento por los libros, y también con el hecho de que escriba para niños y adolescentes.

¿Y tus carreras profesionales?

Haber hecho varias carreras y haber viajado por tantas partes me da una perspectiva del mundo que me permite inventar circunstancias bastante singulares para mis personajes. Siempre me digo: “Mi personaje es como es porque vive en tal lugar, porque su familia es de esta forma o de esta otra”. Lo más interesante de escribir es crear personajes con un punto de vista peculiar, ponerte en los zapatos de alguien más y hablar por él.

Si pudieras viajar al pasado, ese extraño país, ¿volverías a hacer la carrera en la escuela de escritores?

Sin duda alguna. Últimamente he estado en contacto con mis excompañeros y todos sentimos la misma nostalgia. Ahí conocimos escritores increíbles, cuyas experiencias de vida eran tan importantes como lo que narraban en sus obras. Nos daban tips geniales: Ignacio Padilla,[i] por ejemplo, nos dio una clase que se llamaba Plagio. Nos dijo: “Si van a sentarse a escribir, primero vean cómo lo hacen los maestros”. ¡Y nos puso a pasar a mano libros de los grandes escritores! A mí me tocó transcribir en un cuaderno varios capítulos de El otoño del patriarca de García Márquez, y mientras lo hacía, me daba cuenta de cosas: “Okey, okey, ya entendí cómo construye una frase…” Eso me tocó adentro de verdad, pude experimentar lo que es ser escritor sin ser todavía escritora. ¡Y me enganché y quise más!

Gracias a la escuela de escritores, publicaste tu primera novela.

Las escuelas también son un lugar para eso, encuentras oportunidades. Además, ahí nos enseñaron también esa parte, la de publicar. De eso nos hablaba nada menos que Marisol Schultz, que era directora de Grupo Santillana y después dirigió también la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Su clase era magistral. Definitivamente sí volvería a la escuela. ¡Era fantástica!

Jugando a ser escritores, aprendían a serlo…

Sí, gran parte de lo que hacíamos en la escuela era eso. Una maestra genial nos ponía grabaciones de gente leyendo cuentos en sueco, para que hiciéramos traducciones simultáneas ¡sin entender nada! En un taller que se llamaba Escritura Desaforada, y que tomaba yo fuera de la escuela, otra maestra también única nos ponía a seguir gente en la calle y a apuntar todo lo que la veíamos hacer. Ja, ja, no es un ejercicio muy seguro, pero a mí, que de chica soñaba con ser detective privado, me encantaba. Alguno de mis “objetivos” se dio cuenta una vez de que la seguía y se asustó, je, je. Ser escritor tiene sus riesgos, pero así descubrí que, para seguir creando, yo debía jugar. Al escribir hay una parte muy rigurosa, que es corregir el texto, editarlo; editas, y editas, y vuelves a editar. Pero para empezar un nuevo texto lo que necesitas es desbloquearte, dejar que fluyan la creatividad y la imaginación. Da mucho miedo enfrentarte a una página en blanco. ¿Cómo inicias? Hay trucos, y uno de los mejores es aprender a jugar.

Aprender a perder el control de alguna forma, ¿no? Dicen por ahí: Si intentas controlarlo todo, pierdes el control.

Sí, claro. Pero también hay algo más: cuando escribes, el descontrol va de la mano de un cierto orden sin el cual es difícil perderle el miedo a la pantalla en blanco, a la hoja en blanco… Eso lo aprendí en otro taller fuera de la escuela, con el escritor Toño Malpica.[ii] Toño nos enseñó a ir paso a paso para no asustarnos tanto ante la pregunta: “¿Cómo voy a escribir una novela?” Y ante esta otra, peor: “¡¡¡Cómo, ¿voy a escribir una novela?!!!” La respuesta era: ¡estructura! ¡Es-truc-tura! La estructura es básica, para mí lo es. Primero planeas capítulo por capítulo, sabiendo exactamente qué pasa al inicio y qué pasa al final.  Eso te ayuda a controlar tu caos interno y a no perderte.

A tomar el control, de alguna forma.

Sí, pero entonces volvemos al principio: por más que tengas bien planeado quiénes son tus personajes realmente, no debes perder de vista que en algún momento se te van a salir de las manos y van a contradecirse, y que eso es parte de su verosimilitud. Eso es lo interesante de escribir acerca de lo que yo llamo “seres humanos de verdad de ficción”.

Una cosa que me gusta saber de los expertos es cómo viven el ser parte de una tradición. En el caso de los artistas esto es muy claro: ustedes suelen saberse receptores de una herencia que viene de tiempo atrás (incluso desde edades que se pierden en el tiempo) y consideran a muchos de sus antecesores como maestros.

Los que nos dedicamos a escribir formamos parte de una tradición gigante. Y te voy a confesar algo: muchas veces, cuando entro a una librería me siento un poco triste, y es que ¡hay tantos libros escritos, tantos libros publicados! Me pregunto ¿para qué uno más? Sin embargo, la vergüenza se me quita al pensar que lo que escribo será divertido para alguien, conmovedor, valioso; que puedo acompañar a esa persona, hacerla enojar, provocarle miedo. Lo que resulta entonces es una mezcla entre honrar a los maestros y hacerte un lugar (un lugar en ese lugar que no tiene lugar).

La cadena de recibir y dar no acaba…

Así es. La verdad, no tengo una lista muy larga de escritores clásicos. Aprendí de Shakespeare porque de niña memorizaba los parlamentos de Romeo y Julieta y los recitaba encerrada en mi cuarto. Me dejó huella Beverly Cleary[iii] porque su personaje Ramona Quimby se parecía a mi (en el cine, en la tele nadie se me parecía, así que verla en la portada fue todo un descubrimiento). A los 14 años, mientras guardaba reposo por una operación de anginas, mis papás me trajeron un box set de Jane Austen,[iv] la novelista británica… ¡y todo cambió para siempre! Sigue siendo mi autora favorita: su inteligencia, su sentido del humor, sus diálogos, el que con tres palabras describa a un personaje. Después llegó Emily Dickinson,[v] poeta, con su mezcla de sarcasmo y ternura, y finalmente dos canadienses que al leerlos empecé a pensar en dedicarme a escribir:  Margaret Atwood,[vi] que transforma los cuentos de hadas en algo muy chistoso, muy inteligente… ¡y oscuro! Y Douglas Coupland,[vii] famoso por su libro Generación X, pero que a mí me marcó por La vida después de Dios. Ahí se encendió algo en mí, y me dije: “Esto es lo que yo quiero hacer”.

Cuéntanos otra cosa importante que hayas aprendido de alguien.

Al escritor Dave Eggers[viii] un día le preguntaron: “Si pudieras pertenecer a un grupo como los de las viejas vanguardias literarias (los surrealistas, los dadaístas…), ¿cómo se llamaría ese grupo?” Él contestó: “Se llamaría La nueva sinceridad”. Eso aprendí de él, que yo también pertenecería a La nueva sinceridad.

[i] Ignacio Padilla (1968-2016), escritor mexicano, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.

[ii] Antonio Malpica (1967), multipremiado escritor mexicano de novelas y textos para niños y jóvenes, incluyendo teatro.

[iii] Beverly Cleary, escritora estadunidense nacida en 2016 y fallecida este 2021 a los ciento cuatro años.

[iv] Jane Austen (1775-1817), novelista británica.

[v] Emily Dickinson (1830-1886), poeta estadunidense.

[vi] Margaret Atwood (1939), escritora y activista política canadiense.

[vii] Douglas Copland (1961), escritor y artista visual canadiense.

[viii] Dave Eggers (1970), escritor y editor estadunidense, director de la revista literaria Mcsweeneys.

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/entrevista-flor-aguilera

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El Ritual Escolar: Regla y disciplina

Por:

Los seres humanos no podemos ser por completo obedientes. No podemos nunca ser algo por completo, ni obedientes, ni quietos, ni ordenados… ni buenos, ni malos. Ni todo ni nada.

¿Total obediencia?

Quiero comenzar este artículo (esta fantasía filosófica) hablando sobre los límites de nuestra obediencia. Como todos sabemos, los seres humanos no podemos ser por completo obedientes. Ni siquiera en los regímenes llamados totalitarios (que no son sólo políticos) lo logramos. Y es que, como también sabemos, las personas no podemos nunca ser algo por completo, ni obedientes, ni quietos, ni ordenados… ni buenos, ni malos, ni nada. Ni todo ni nada. Lo sabemos, lo sentimos y además lo hemos oídos siempre en todas partes. La filósofa española María Zambrano lo resume describiéndonos como “una totalidad a la que algo le falta”.  Por eso nos la pasamos fluctuando ―más o menos bruscamente― entre distintas versiones de nosotros mismos, intentando hacer de ese fluctuar un fluir llevadero, manejable, incluso pacífico y, si se puede, feliz de vez en cuando.

Es posible que, con la esperanza de adquirir cierta estabilidad, los seres humanos hayamos creado leyes, inventado penalidades e intentado forjar una disciplina para cumplir con ambas. Sin embargo, las normas y su regularidad siguen siendo algo difícil de establecer y de cumplir. Y aunque hacemos acuerdos unos con otros ―poniendo en ello un denodado esfuerzo―, caemos con frecuencia en la desesperación de no poder tener un refugio permanente.  

Lo receptivo y lo creativo

En el salón de clases los niños y jóvenes se deslizan también entre extremos, por ejemplo, del de la necesidad de resguardo a su opuesto, la de salir al mundo. Estos dos polos dialogan entre sí para que el estudiante aprenda a cuidarse. La escuela busca, en última instancia, contener al alumno y a la vez impulsar su creatividad para que pueda habitar la realidad circundante.

Antiguos filósofos orientales describían ese diálogo (esa comunicación) como un movimiento e intercambio perpetuo entre dos fuerzas, una receptiva y otra creativa, que regían el comportamiento individual y eran también la base de todo lo existente. A esas dos fuerzas las comparaban con lo femenino y lo masculino, la madre y el padre, la Tierra y el Sol, la oscuridad que todo lo resguarda y la luz que todo lo pone al descubierto. Aquellos hombres trazaban analogías entre el mundo exterior y la naturaleza humana, como una forma de comprender y guiar tanto a la persona como a la sociedad.

En un ejercicio semejante, podemos compararnos con un río que nace en el interior de una montaña: ahí el agua pasa largas temporadas acumulándose bajo la tierra, concentrando presión y brotando finalmente a la superficie en forma de manantial. El proceso que sigue se parece a la terquedad infantil y juvenil. El I Ching o Libro de las Mutaciones (texto sagrado de las antiguas doctrinas taoísta y confucianista) nos explica esa necedad más o menos de la siguiente forma: “Al emerger del manantial, de buenas a primeras el agua no sabe adónde dirigirse, pero con su constante fluir va sorteando los obstáculos y rellenando cada hueco que encuentra en el camino. Así acaba por cubrirlo todo y avanzar, obteniendo el éxito”.

El agua, pues, se convierte en río, aumenta su fuerza, entra en calma y en ocasiones se desborda fertilizando el terreno, pero también poniendo en peligro la vida que ella misma ayudó a sostener. Para aquellos maestros chinos, todo lo anterior supone un infinito número de movimientos en que lo receptivo y lo creativo se entrelazan para, como hemos dicho, crear leyes, establecer penalidades y forjar un modelo disciplinario que ayude al cumplimiento de ambas.[i] De acuerdo con este saber milenario, rara vez la disciplina es introyección forzada de una ley o esfuerzo ciego para obtener un logro. Esto se parece más (y probablemente proviene de ahí) a ese pequeño látigo que, en siglos pasados y en lugares como la escuela o el convento, se usaba para reprender a otros y auto-reprenderse.  Se llamaba “disciplina”, y recibir disciplinas era recibir azotes. Es mejor entender el término como perseverancia para armonizar lo personal con lo social, lo natural y lo trascendente, y regir nuestra conducta con base en ello (por ejemplo, contenernos y contener a otros, corregir el rumbo, recuperar fuerzas, arriesgarnos sólo cuando es debido, saber retirarnos, pelear y un largo etcétera antes de alcanzar el éxito).  En resumen, contener y crear ―solos y en comunicación con otros― nuestro flujo vital.

Madre y padre

La época actual se caracteriza por un enfrentamiento arrebatado entre lo femenino y lo masculino, un diálogo controversial para reconsiderar los atributos de ambos. Digo lo anterior porque hablar de función materna y función paterna empieza a sonar un poco anticuado, confuso. Esto, aunque decisivo en la actualidad, no es inédito. Hay que reconocer que desde tiempos inmemoriales existe tanto en la mujer como en el hombre la habilidad de encarnar múltiples matices del espectro femenino/masculino, y que ―hablando específicamente de la crianza de los niños― madre y padre son capaces tanto de proteger a los hijos como de impulsarlos a enfrentar las leyes del mundo. Hoy se busca fortalecer esa equidad, pero los logros son más lentos de lo que se quiere, y todavía hay muchas cosas que no podemos explicar sin la vieja mitología legada en las palabras.

Así, cuando el río se desborda se dice que “se salió de madre”. La frase es sugestiva: de la palabra madre se derivan madera y materia. La madre es la madera, la materia, el soporte; la madre nos otorga un cuerpo, un asidero al cosmos. Salirse de ella conlleva el peligro de desbordarse sin límites, de perderse fuera de uno mismo, de que el río que somos se extienda hasta extraviarse en el mundo.

La madre abraza al hijo como las riberas del río abrazan a éste:

Madre, no es que nos protejas del exterior, es que haces de todo un interior.

Los niños que se salen de madre corren peligro si no está ahí el padre para recibirlos y conducirlos, de la misma forma en que no estarán seguros si no se encuentra ahí también lo materno para recibirlos de vuelta. De la palabra padre viene patrimonio, que evoca aquello que alguien reúne para sí al salir al mundo.  También de ahí viene la palabra patria, mundo exterior al que vamos conociendo, y al que finalmente convertimos en un exterior/interior, llamándole madre patria.

En la escuela también confluyen lo femenino y lo masculino, lo materno y lo paterno. Ahí los maestros nos impulsan a salir a explorar el mundo y nos esperan a la vuelta.  Es el lugar preciso para jugar a extraviarnos y recuperarnos. Si a la lista de los atributos de lo receptivo y lo creativo añadimos los principios básicos de la comunicación (escuchar/ser receptivos, y responder creativamente), comprendemos por qué los docentes cuentan con la comunicación como primera y mejor herramienta para manejar el delicado ir y venir de sus alumnos; comunicación entendida como diálogo donde receptividad y creatividad se unen para conducir nuestro propio andar y guiar a otros.

Exceso y límites

El escritor inglés G. K. Chesterton (a quien algún estudioso llegó a considerar una de las personas más inteligentes de la historia), estaba seguro de su forma de pensar que afirmaba, con su particular humor, que él podría convencer a cualquier persona de sus ideas si pudiera tenerla a su mesa cada noche durante cuarenta años, cenando juntos y platicando.

Pues bien, pongámonos en ese lugar, e imaginemos que somos sabios y que la razón nos asiste. En tal caso quizás, sí, nos bastaría con platicar interminablemente con alguien para conseguir que pensara como nosotros; por ejemplo, para que acatara una regla que estuviéramos seguros de ser justa. Pero como una comunicación así es imposible, aun siendo sabios llega un punto en que, a quien se excede, tenemos que ponerle un “hasta aquí” que lo detenga. Idealmente se trataría de un límite oportunamente impuesto y por completo adecuado a esa persona y a la situación. Pero lo cierto es que ―de nuevo, por sabios que seamos― jamás podremos poner a cada quién el límite perfecto que necesita y merece: no somos Dios y no podemos conocer a nadie como si lo hubiéramos creado. Somos humanos, y en realidad no tan sabios, así que por lo general nos apresuramos a poner un “hasta aquí” severo (de una severidad que nos ayude a ocultar nuestras dudas) o nos ablandamos y aplazamos la determinación, tentados a platicar interminablemente con el infractor hasta convencerlo. Finalmente, salvo en momentos de verdadera inspiración, los límites que ponemos tienen algo de arbitrario y nuestros “hasta aquí” nos hacen dudar.

Tarde o temprano todo maestro, convertido en magister (magistrado), debe tomar la balanza de la justicia en las manos, aguzando el oído para escuchar (siendo receptivo) y disponiendo toda su creatividad para dar respuesta. Sí, incluso si alguien rompe una regla, la comunicación sigue teniendo lugar: la ley nunca es el final del camino, siempre forma parte de la delicada dinámica entre lo receptivo y lo creativo y su intención es corregir el rumbo. Así pues, al menos idealmente ―como también querían los sabios chinos― el lugar del límite debe ser un sitio de paso; un espacio, aunque restringido, internamente ensanchado por la sensación de resguardo, donde de verdad se pueda reflexionar sobre la propia falta y del que la personalidad emerja no sólo entera sino fortalecida.

Pero los maestros no deben sentirse avergonzados si pocas veces atinan a poner el límite justo en el momento exacto. Todos sabemos lo difícil que es poner en equilibrio una balanza. Ejemplos de esa dificultad tenemos todos los del mundo, así que quizás diremos más si mencionamos un caso contrario, uno en que hacer justicia resulta fácil. Yo sólo conozco un ejemplo. Aparece en El Quijote de Cervantes y contiene una enseñanza que siempre podemos tener presente a la hora de juzgar. Se trata del acertijo que unos sujetos bromistas plantean a Sancho Panza cuando éste recibe el cargo de gobernador de una imaginaria isla. El acertijo es, en resumen, aquel del hombre que llega a un puente sobre el que cuelga la advertencia “El que mienta, será colgado”. Desafiando las razones de la justicia, el hombre asegura: “Vengo a que me cuelguen” (si lo cuelgan habrá dicho la verdad, y si no, habrá mentido y tendrían que colgarlo). Es así como, para demostrar sus dotes de gobernante, Sancho tiene que resolver este dilema en apariencia irresoluble. Pero para el ingenuo labrador y escudero no hay dificultad alguna. Incluso se da el lujo de bromear: “Que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen”. Finalmente presume que resolverá el asunto en dos patadas (véase por favor la nota[ii] al final de este artículo): “Porque si no hay manera de ahorcar a medio hombre dejando en libertad al otro medio; y si la balanza está en el fiel con las mismas razones para condenarle que para perdonarle… lo que sobra es la ley. Con que perdónese a ese hombre, que de doblarse alguna vez la vara de la justicia, más vale que se doble hacia la misericordia y no hacia el castigo”.

[i] Esos movimientos involucran tanto a la persona como a la comunidad y a la naturaleza circundante, y como digo son innumerables. El I Ching reúne 64 especie de parábolas que intentan descifrar esos movimientos. Cada uno de esos relatos se aplica a seis situaciones distintas, y además se transforma, o muta, en otra de las 64 parábolas para añadir algo.

[ii] La presente versión del pasaje de El Quijote está tomada de la obra Sancho Panza en la ínsula, del dramaturgo español Alejandro Casona, que recapitula páginas del original de Cervantes.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-regla-y-disciplina
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Lecturas para la Educación | Intereses impersonales: Russell, Shakespeare, Spinoza…

Por:

La educación es indispensable en nuestra búsqueda de la felicidad y trascendencia, pues nos ayuda a obtener una mirada desinteresada de la vida, a desprendernos de nuestras limitaciones y a participar en el florecimiento humano.

El filósofo y ensayista inglés Bertrand Russell, Premio Nobel de Literatura, escribe en su libro La conquista de la felicidad, de 1930.

Uno de los defectos de la educación superior moderna es que se ha convertido en un puro entrenamiento para adquirir ciertas habilidades y cada vez se preocupa menos de ensanchar la mente y el corazón mediante el examen imparcial del mundo.[1]

Para entender el sentido cabal de estas palabras es conveniente colocarlas en el contexto en el que aparecen: el capítulo Intereses impersonales. En él, Russell afirma que el ser humano que sólo se ocupa de las cosas que atañen a su vida práctica y no consigue distraerse en actividades y pensamientos ajenos a sus preocupaciones cotidianas (por ejemplo, quien nunca se olvida de su trabajo o de las necesidades familiares), acaba experimentando una gran fatiga que favorece estados de ansiedad y a la larga lo discapacita para la felicidad. A esas actividades que nos alejan de nuestras preocupaciones prácticas Russell las llama “intereses impersonales”, y encuentra en ellas virtudes semejantes a las del sueño, estado en el que “la mente consciente queda en reposo (y) los pensamientos subconscientes maduran poco a poco su sabiduría”.

Al hablar de un examen imparcial del mundo, la frase arroja un poco más de luz sobre esto de los intereses impersonales: para Russell, el estudio objetivo de la realidad se consigue sin involucrar en ello nuestras propias preocupaciones. A lo largo del capítulo, Russell lleva su reflexión sobre lo cotidiano cada vez más alto hasta alcanzar, como veremos, nociones que se acercan a las de la llamada “contemplación mística”.

Avanzamos un poco si enlazamos las palabras de Russell con la descripción que hace el estudioso Harold Bloom acerca de Shakespeare, a quien califica con una palabra que hace temblar todas nuestras opiniones sobre lo que son la literatura y el arte, la palabra indiferencia: según Bloom, en sus más grandes obras teatrales Shakespeare escribe con infinita indiferencia hacia la condición humana.[2]

El temblor mengua conforme vamos entendiendo que lo de indiferente no se refiere a insensible o apático sino justamente ―retomemos a Russell― a no involucrar sus intereses personales en su forma de ver, a no ser parcial de ninguna forma frente a sus semejantes.  El escritor Santiago Cacomixtle lo explica así en el libro Crónicas de la Basura Universitaria:

Entender los hechos humanos resulta una ambición tan desmedida que algunos preferimos simplemente dejarlos pasar ─tal como un cristal deja pasar la luz─ para que (los seres humanos) cuenten por si mismos su historia. De esta manera aspiramos a mostrar al lector las cosas como son y no como queremos que sean.[3]

Si leyéramos un diálogo entre Russell y Bloom concluiríamos (claro, teniéndome a mi como transcriptor) que si Shakespeare gozó de un ensanchamiento de mente y corazón fue gracias a un estado de relajación total mientras contemplaba la realidad del mundo. Permanecer sensiblemente indiferente ante lo que nos rodea, sólo es posible si se renuncia a toda ocupación y preocupación personales. Russell (un ateo desde el punto de vista práctico) identifica esa mirada “desinteresada” con los ojos cien por ciento objetivos del científico, que centra su atención en hechos bien comprobados; privilegiando a la razón, describe el estado emocional que se consigue de esa forma (y que, como hemos dicho, se acerca a las descripciones del desapego místico). Antes de transcribirlo aquí, concluyamos nosotros que, para Russell, la educación es indispensable en nuestra búsqueda de la felicidad y de nuestra personal trascendencia, pues nos ayuda a obtener una mirada desinteresada de la vida, a desprendernos de nuestras limitaciones individuales y a participar en el florecimiento de la humanidad entera. Aquí sus palabras (contenidas en el capítulo que estamos revisando, Intereses impersonales):

Más allá de nuestras actividades inmediatas, tendremos objetivos … en los que uno no será un individuo aislado sino parte del gran ejército de los que han guiado a la humanidad hacia una existencia civilizada. A quien haya adoptado este modo de pensar no le abandonará nunca cierta felicidad de fondo, sea cual fuere su suerte personal. La vida se convertirá en una comunión con los grandes de todas las épocas, y la muerte personal no será más que un incidente sin importancia.

Russell matiza lo anterior dándonos en el mismo capítulo su versión personal de lo que Baruch de Spinoza, otro grande, pensara siglos atrás sobre la esclavitud y la libertad:

Una persona que haya percibido lo que es la grandeza de alma, aunque sea temporal y brevemente, ya no puede ser feliz si se deja convertir en un ser mezquino, egoísta, atormentado por molestias triviales, con miedo a lo que pueda depararle el destino. La persona capaz de grandeza de alma abrirá de par en par las ventanas de su mente, dejando que penetren libremente en ella los vientos de todas las partes del universo…; dándose cuenta de la brevedad e insignificancia de la vida humana, comprenderá también que en las mentes individuales está concentrado todo lo valioso que existe en el universo conocido. Y comprobará que aquél cuya mente es un espejo del mundo llega a ser, en cierto sentido, tan grande como el mundo. Experimentará una profunda alegría al emanciparse de los miedos que agobian a quien es esclavo de las circunstancias, y seguirá siendo feliz en el fondo a pesar de todas las vicisitudes de su vida exterior.

[1] El original en inglés dice: “It is one of the defects of modern higher education  that it has become too much a training in the acquisition of certain kinds of skill, and too little an enlargement of the mind and heart by any impartial survey of the world.” El libro es The conquest of happiness, y hay traducción al español.

[2] Harold Bloom profundiza en esta perspectiva sobre Shakespeare en varios de sus libros; entre los más importantes está El canon occidental, publicado en español por editorial Anagrama.

[3] Santiago Cacomixtle es el personaje que inventé para participar como coautor del libro mencionado, especie de epistolario educativo sobre la desmejorada práctica ambiental en las instituciones de educación superior. La versión electrónica se puede descargar en: https://www.crim.unam.mx/web/content/cr%C3%B3nicas-de-la-basura-universitaria

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/lecturas-para-la-educacion-intereses-impersonales

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Opinión | El Ritual Escolar: Utopía, verdad y espiritualidad frente a la pandemia

Por: Andrés García Barrios

2020 y 2021 no son años perdidos, son años salvados. Salvados por y para las escuelas. Más que nunca somos una comunidad en busca de un equilibrio entre lo que deseamos y lo que en realidad podemos y debemos.

¿Bomberazo mundial?

En México llamamos “bomberazo” a las tareas que nos caen de forma inesperada y que hay que atender de manera urgente. Para todo equipo de trabajo, los primeros bomberazos suelen responder a reales imprevistos. Sin embargo, esta forma de resolver problemas tiende a instalarse como modus operandi entre nosotros: fácilmente nos acostumbramos a posponer las cosas importantes hasta que se vuelven urgentes; quizás es porque, dado que los bienes no abundan, preferimos esperar a que la tarea en cuestión demuestre que de verdad es necesaria. Sí, tal vez todo se reduce a una economía de recursos.

El mundo en general ha vivido la pandemia como si de la noche a la mañana nos hubiera caído encima un virus de alto contagio y alta letalidad, al cual la humanidad hubiera tenido que apresurarse a hacer frente. Manguera en mano, sin previo aviso aprendimos a estar en casa las 24 horas, a lavarnos las manos con inusual frecuencia, a usar cubrebocas, a mantenernos alejados de los demás y a realizar nuestras actividades de forma remota (por desgracia muchos tuvieron que aprender también a perder a sus seres queridos, su empleo, su modo de vida).

Sin embargo, la llegada de la pandemia en realidad no era una novedad; se oía hablar de ella desde hacía muchos años, por todo el mundo. Para referirme sólo a la evidencia que he encontrado en mi biblioteca personal, en 2009 el Dr. Octavio Gómez Dantés advertía sobre el tema en un artículo publicado en una revista de gran circulación y prestigio; ese mismo año otra revista universitaria de ciencia titulaba una de sus portadas “La epidemia anunciada”.  Asimismo, el título de un libro de 2015 prácticamente demuestra lo que estoy diciendo: La influenza mexicana y la pandemia que nos viene. En él, seis autores anuncian que se avecina una catástrofe sanitaria mundial como la que estamos viviendo.

Entonces, ¿por qué no se hizo nada para prevenirnos? En ensoñaciones podemos remontarnos unos cuantos años atrás e imaginar reuniones mundiales de líderes para resolver sobre futuras pandemias: congresos tipo la ONU donde se dictarían medidas para reducir el impacto esperado; acuerdos económicos, disposiciones legales, campañas de información, de prevención hospitalaria, de desarrollo de tecnología virtual.

A partir de ese imaginario congreso, las organizaciones internacionales en materia de educación, como la UNESCO, convocarían a los sistemas escolares de todo el mundo a desarrollar contenidos y prácticas de prevención, y a aprovechar el imparable influjo de los medios electrónicos para organizar de forma preventiva, tanto logística como tecnológicamente, el despliegue de la educación remota de emergencia (así nos ha enseñado a llamarle Fernanda Ibáñez en un artículo publicado en este mismo espacio). Entonces se habrían tenido años para ejecutar simulacros de entrenamiento con los estudiantes y docentes, y desarrollar estrategias de enseñanza, prevención de la salud, uso de cubrebocas, sana distancia, etcétera.

Naufragio

¿Por qué entonces no se hizo nada?

Víctor Briones, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, nos lo explica en dos palabras: toda esa preparación “es cara”. Con sólo escuchar esto, se apodera de nosotros una profunda indignación: ¿qué tan cara podía ser para que resultara mejor sacrificar a la población mundial y para ―hablando ya de nuestro campo― obligar a toda la comunidad educativa a volverse experta en enseñanza remota de un momento a otro? La maestra Maya Niro atina al llamar a todo esto un naufragio: “… a partir de ese momento me subí a un barco en medio de una tempestad, donde me dieron un timón diferente al que yo sabía maniobrar”.

Con rabia e impotencia imagina uno a los gobiernos de todo el mundo pasando en silencio la estafeta a sus sucesores… o más que la estafeta, la pistola de una ruleta rusa que llevaba dentro un virus que pondría a toda la humanidad contra las cuerdas.

*

Sin embargo, la rabia merma cuando la respuesta de Briones empieza a dejar ver su realismo. Vuelve la calma. Comprendemos entonces que al decir “cara” el analista está hablando de un “caro” impensable, no sólo en dinero, tiempo y esfuerzo, sino también en riesgo: riesgo para los más grandes intereses económicos y políticos, sí, pero también riesgo emocional y mental para la población mundial ante la noticia. El anuncio de que, quién sabe cuándo, va a ocurrir una catástrofe, puede generar inmensa angustia, para algunos más que el evento mismo. En esas circunstancias, prevenirnos y prepararnos podría ser un desastre: ya se ve venir una ola de grandes desacuerdos, enfrentamientos, conflictos: un posible caos social, a final de cuentas.

Tal vez, a pesar de la supuesta racionalidad humana,  coordinarnos para un evento así sería tan difícil como lograr que las abejas del mundo se organizaran ante la amenaza del cambio climático.

*

Nuevo golpe de timón. ¿Y si los líderes mundiales decidieron entonces dejar que llegara la pandemia y que funcionara un poco como “simulacro” para otras crisis sanitarias que se espera que vengan pronto?

Con sólo pensarlo, vuelven la rabia y el espanto: mil teorías conspiratorias vienen a la mente, crece la desconfianza hacia las autoridades (incluyendo las científicas), y por todas partes bullen propuestas pseudocientíficas, rechazo al sistema médico/hospitalario, a las vacunas… Se habla con gran esperanza de tratamientos alternativos.

Finalmente, sobre este fondo de indignación, resignación y dolorosas dudas, queda la imagen de un grupo de líderes esperando año tras año la aparición del paciente cero para dar la alarma mundial y convocarnos a todos (¡ahora sí!) a apagar el incendio.

¿Somos víctimas?

Si en estas dos décadas se hubiera actuado, si los líderes mundiales hubieran decidido prevenir y preparar a la población frente a una posible pandemia, si hubieran organizado reuniones internacionales y simulacros de educación remota de emergencia, todos en el mundo habríamos acabado haciéndonos la crucial pregunta: ¿por qué es inevitable una pandemia? Entonces habríamos volteado con alarma angustiante hacia rincones del planeta que por el momento prefieren mantenerse ocultos, ahí se concentran millares de industrias que literalmente desgarran los ecosistemas planetarios, pervirtiendo entre otras cosas la convivencia animal e impulsando la proliferación y diversificación de virus.

El Dr. Julio Frenk, exsecretario de salud de México y actual rector de la Universidad de Miami, no se ha cansado de repetir que la pandemia de COVID-19 es un fenómeno que tiene su origen en la actividad humana. En una entrevista con la revista CONECTA del Tec de Monterrey, resume enérgicamente: “Las pandemias no son eventos naturales, son antropogénicas, reflejo de prácticas inhumanas”.

Peter Daszak, presidente de EcoHealth Alliance, confirma: “No hay un gran misterio sobre la causa de la pandemia de COVID-19 —o de cualquier pandemia moderna—. Las actividades humanas que impulsan el cambio climático y la pérdida de biodiversidad también generan riesgos de pandemia a través de sus impactos en nuestro medio ambiente”.

El problema es más o menos así: mientras más animales con enfermedades contagiosas hay y más se reproducen y conviven, más variantes de virus surgen y más probable es que uno de éstos resulte altamente contagioso y letal para los humanos. Lo mismo pasa cuando se destruye un ecosistema y los animales migran y se concentran en hábitats donde la sana distancia es imposible y el contagio viral aumenta. Históricamente, el asunto se reduce a que mientras la cría de animales se mantenía en pequeños jacales atendidos por unas cuantas personas, las probabilidades de que surgiera una enfermedad mortal eran pocas. Pero cuando hablamos de virus mutando y esparciéndose entre una inmensa piara de cerdos en una granja industrial de “producción” de carne atendida por cientos de personas (como hoy ocurre en tantas partes del mundo), o cuando se trata de miles de murciélagos en una cueva en China, arrinconados ahí por haber perdido sus bosques, entonces es más probable que surja una mutación viral homicida.

*

A lo anterior añadamos una población humana que vive en espacios estrechos dentro de una localidad superpoblada, a la que acuden todo tipo de roedores, aves y primates buscando mejores condiciones de vida; digamos que además esas personas acostumbran comer carne, muchas veces de animales silvestres, y asisten a corridas de toros o peleas de gallos; que frecuentan mercados con animales vivos, cazan o trafican fauna, fabrican abrigos de piel y realizan rituales o practican medicina tradicional con animales; algunas tienen sistemas inmunes débiles por mala nutrición, viven en condiciones de poca higiene, trabajan en labores de limpieza y saneamiento, y no tienen acceso a servicios de salud adecuados; además, para colmo, muchos de ellos (ricos y pobres) viajan por su país o atraviesan fronteras en redes de transporte terrestre  y aéreo supercongestionadas… Cuando estas cosas ocurren, mayor es la creación de virus letales y menor el tiempo en que se expanden por el mundo entero.

Todos estos factores son lo que los epidemiólogos se han dedicado a estudiar desde el siglo pasado, y han llegado a realizar pronósticos bastante confiables.

Y es en todo lo anterior en lo que se basa el Dr. Julio Frenk para asegurar que la pandemia de COVID-19 es de origen humano. En efecto, no somos víctimas. Cuando se alude a la posibilidad de que el virus SARS-CoV-2 haya sido creado en un laboratorio, no podemos sino pensar que es cierto, que los seres humanos hemos convertido a la naturaleza en un inmenso laboratorio donde la creación de virus letales es ya una probabilidad inmensa.

¿Comunidad desecha?

Y a todo esto, ¿qué puede hacer la escuela con tanta y tan cruda información? Cierto que lo primero que dan ganas es dejar hecha la pregunta y salir corriendo. ¿No basta con lo que hemos vivido? Porque en la desafiante y terrible actualidad, la escuela parece estar desbaratada, deshecha. Nos hemos tenido que adaptar a un modelo sin convivencia física, a un encuentro con caras sin cuerpo en aulas virtuales sin aire común; a escuchar voces sin aliento y a verter nuestra presencia en cables electrónicos, resintiendo por todas partes la falta de recursos. Las tres dimensiones del espacio has sido remplazadas por dos, por una, por cero (muchos estudiantes no han podido recibir ningún tipo de clase y sólo esperan a que llegue el día de volver al colegio).

La tensión que generan las clases por Zoom crea un tipo de socialización al cual no estamos acostumbrados; maestras y maestros lamentan tener que comunicarse con sus alumnos a través de una pantalla; niñas y niños han dejado de tocarse y correr juntos, y esa ausencia de tacto, esa falta de simultaneidad física, parece haber restado tridimensionalidad al mundo y provocado una especie de desecación del entorno y hasta una dolorosa costumbre al aislamiento.

En el monitor, lo que conocemos como “grupo” se vuelve un mosaico, un muro. Es casi imposible establecer complicidades y el manejo por parte del maestro se entorpece. “Ahora los docentes ―nos recuerda Paulette Delgado― están lejos de sus estudiantes, lo que puede desatar ansiedad al no saber cómo están e impotencia al no poder ayudarlos”. Las tecnologías aún no están suficientemente avanzadas como para permitir ese caos de voces que da vida al aula presencial cuando todos hablan al mismo tiempo. No hay percepción sensorial completa, y todo se limita a lo visual y auditivo. Solo tenemos una apreciación bidimensional de los otros. En resumen, impera la pérdida de los espacios colectivos y privados que son parte de la socialización escolar.

Utopía

Sin embargo, a pesar de todo esto, somos valientes y nos detenemos a pensar un poco. ¿De verdad la socialización presencial es la única posible? ¿No hay otra que de alguna forma habíamos descuidado? Entonces, una primera respuesta llega a la mente. Tiene que ver con el ritual escolar.

Recordemos, para empezar, la idea del filósofo Emil Wittgenstein de que toda una mitología está contenida en nuestro lenguaje. A mi parecer, eso significa, por ejemplo, que ya el hecho de saber “soy parte de una escuela” (aunque sea en línea o a distancia) me enrola en una comunidad de aprendizaje donde se juegan múltiples papeles sociales y en la que se compromete y ejercita la personalidad entera. En esa comunidad mitológica todos somos a veces héroes, a veces sabios, a veces villanos, y bullimos del orden al desorden atraídos por un objetivo común que da sentido a nuestro encuentro.

Hoy, cuando es difícil ver de frente la realidad y comprender qué podemos hacer con ella, la escuela aún palpita en ese juego de roles, quizás más movilizada que nunca para dar su muy particular respuesta. Ahí, el lenguaje y su mitología se encuentran en un estado de libertad y frescura que permite tramitar la cruda realidad con espontaneidad incomparable.

Cuando al inicio de la pandemia se vio la posibilidad de no volver a la escuela ni siquiera de forma virtual y de abandonar todo hasta nuevo aviso, todos los miembros de esta comunidad clamaron con valor de héroes que querían continuar e hicieron lo necesario para conseguirlo. Descubrieron entonces una nueva y poderosa forma de socialización: confirmaron como nunca que pertenecen a ese mundo convulsionado, no como víctimas sino como seres de los que el planeta necesita y espera algo. Están activos, participan, resisten, reaccionan indignados y conmovidos como héroes de una mitología compartida que avanzan hacia un diálogo conjunto y profundo.

Un diálogo no sólo entre ellos y con el resto de la humanidad, sino con la naturaleza, a la cual creíamos haber impuesto nuestro discurso y que ha reaccionado. La naturaleza, que nos hizo inteligentes y ante la cual nos hemos pasado de listos. Hoy los chavos se debaten interiormente contra la perdurable creencia de que somos dueños de todo entorno y empiezan a asumirse como seres biológicos sensibles e inmersos en una existencialidad dolorosa pero empática y en busca de sentido. Están juntos; aprendiendo y temblando juntos. Y evitando el triunfalismo, mantienen la utopía, cumpliendo aquello que enseña el escritor Eduardo Galeano de que ésta no es algo que se alcanza sino algo que está ahí para orientarnos en el avance.

Hoy los jóvenes se ven, se tocan al menos imaginariamente, sintiendo que existe algo común. Sueñan con hazañas en las que se arriesgan, peligran e incluso mueren y resucitan varias veces. Toda su mitología interior bulle. De muchas maneras intuyen que eso que está pasando afuera también ocurre dentro de ellos, y finalmente toman la verdad de su tiempo en las manos, porque por triste que resulte, sigue siendo su verdad.

Verdad

En la escuela, el llamado a la verdad pone a conversar todas nuestras ideas, supersticiones y creencias en una sola dirección, atrayéndolas hacia un sitio en el que caben todas, incluyendo las conspiratorias y las pseudocientíficas. Ya en ese sitio, al que llamamos “diálogo”, los docentes pueden conducirlas poco a poco hasta empezar a entrever una verdad común.

Así es como los estudiantes han ido tomando conciencia de que es prácticamente seguro que vuelva a ocurrir algo como lo que estamos viviendo (el magnate Bill Gates, con toda la información a la que tiene acceso, ha declarado que una nueva pandemia puede tardar entre 3 y 20 años). Hoy, apurados por impulsar cambios que reduzcan entre otras cosas el riesgo de pandemias, los estudiantes se informan y dialogan sobre cómo convencer a los gobiernos a invertir recursos en prevención de enfermedades, aunque no se sepa si éstas van a llegar ni cuándo (finalmente, dejarlas venir puede resultar muchísimo más caro que prevenirlas); indagan y discuten sobre cómo fortalecer el sistema global de salud y nuestra higiene básica; sobre cómo crear e impulsar formas de producción que no impliquen sobrepoblación de espacios ni acaparamiento de recursos en manos de unos cuantos; cómo evitar que el aumento de bienestar familiar siga siendo sinónimo de sobre-consumo de carne (tal como ocurre en todo el mundo), y cómo disminuir paralelamente la ganadería industrial, que además de cruel exige grandes deforestaciones (como las recientes del Amazonas) y provoca una emisión catastrófica de gases de efecto invernadero.

2020 y 2021 no son años perdidos, son años salvados; salvados por y para las escuelas. Más que nunca somos una comunidad (mundial, por si fuera poco) en busca de un equilibrio entre lo que deseamos y lo que en realidad podemos y debemos, comprendiendo ―como nos explica el filósofo español Fernando Savater― que el destino de los demás es el nuestro propio.

Razón y espiritualidad

En la escuela, la Verdad más que una conclusión es un llamado; a ella nos convoca el timbre escolar.

Pero ¿cómo será esa verdad? Sólo por curiosidad nos hacemos esta pregunta, pues sabemos lo difícil que será responder. Pero queremos al menos imaginar un poco, juntos, el tipo de verdad que podemos concebir desde esta actualidad amenazada pero esperanzada que hemos descrito.

El primer indicio de respuesta lo encontramos en la presencia cada vez más visible de las llamadas “ciencias falsas” o pseudociencias. Es un hecho que, con la pandemia, esa presencia evidenció sus dimensiones globales, explotando en una especie de boom que muchos científicos empiezan a temer seriamente. Todos hemos visto brotar teorías astrológicas o conspiratorias sobre el origen del SARS-CoV-2 y tratamientos al COVID-19 que según la ciencia no han sido estudiados con suficiente rigor o son de plano supercherías.

Mi opinión que es que, por descabelladas que resulten, estas posturas llegan para ocupar un espacio que la razón, y sobre todo el pensamiento científico, tienden a abandonar: me refiero a ese delicado terreno en que la objetividad y algo que podemos llamar “espiritualidad”, se dan la mano.

Mucha gente de ciencia afirma que sus certezas son la única forma de conocimiento confiable. Argumentan que, al haber sido comprobadas, sólo en ellas debemos basarnos si queremos tomar buenas decisiones (esto incluye las ciencias no exactas, como la psicología y la pedagogía).  ¿Cómo no escucharlos si, con metódico idealismo, aseguran que existe una verdad última no sólo asequible sino comprobable? El prestigioso divulgador Brian Greene, por ejemplo, afirma que es posible que la llamada Teoría de Cuerdas pronto resuelva el principal enigma del universo. Cierto que afirmar que se es capaz de alcanzar la Verdad parece una postura engreída, de sabelotodos, pero hay que reconocer que en un mundo donde la mayoría nos sentimos portadores de la verdad, parecen humildes quienes se limitan a lo que pueden comprobar.

Claro que tampoco deja de ser cierto que ―como dice con fina ironía el escritor G. K. Chesterton― algunos de esos científicos se muestran “muy orgullosos de su humildad”. Muchos de ellos, y sus partidarios, en ocasiones se extralimitan y afirman que, aparte del suyo, no existe ningún otro conocimiento verdadero. Daniel C. Dennet, famoso filósofo racionalista, afirma que “nada que queramos abordar puede situarse más allá de los límites de la ciencia”. Dios, la espiritualidad y esas cosas, deben ser abordados como fenómenos culturales que pueden explicarse con estudios científicos sobre la evolución y el cerebro (Dennet es conocido mundialmente como uno de los Cuatro Jinetes del Nuevo Ateísmo).

Es el antiguo problema filosófico ―uno de los primeros― entre dos tendencias: la de “obligar a la vida, a la vida toda, (a seguir) el destino del conocimiento”, como señala la filósofa María Zambrano, y la de aceptar que existe algo más allá de la razón a lo que tenemos acceso por otros medios: a la razón, a lo razonable ―nos explica Erich Fromm―, le compete admitir sus limitaciones y saber que “nunca captaremos el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo”, de otras formas.

Sorprende saber que algunas de las más importantes teorías que niegan que se pueda alcanzar una total certidumbre vienen de la ciencia misma. Sin necesidad de creer en “un más allá”, expertos como Niels Bohr (ese cuyo modelo atómico estudiábamos en la secundaria) han demostrado que el más acá tampoco es tan “cierto” como se creía. Eugene Wigner, Premio Nobel de Física, de plano afirma que no es posible explicarnos la realidad sin referirnos a una conciencia cósmica infinita.

Lo anterior nos pone de frente a la pregunta sobre la manera en que el ámbito educativo debe abordar el asunto de la verdad científica y de su no siempre humilde oposición a lo llamado “espiritual”. Para resumir, opino que la verdad escolar, conservando su inclinación científica, debe volver a formas de conocimiento como las que Fromm describe (en uno de sus libros más famosos se refiere específicamente al conocimiento a través del Amor). Y es que si los partidarios de la ciencia no abordamos con actitud razonable ―para empezar en la escuela misma― el ámbito donde se enlazan lo explicable y lo inexplicable, estaremos dando cabida a que todo tipo de ideas inconsistentes se apoderen de ese territorio. Sí, mientras el conocimiento racional siga pretendiendo que tiene la última palabra sin admitir sus límites ni honrar con verdadera humildad el sitio que le corresponde a lo espiritual; si la razón se niega a tender la mano “más allá” de sí misma, vislumbrando una especie de continuidad entre razón y misterio, estará dejando ese rincón vacante y prácticamente alentando a que lo ocupen posturas oportunistas, algunas de ellas quizás sólo ingenuas al querer resguardar con supersticiones el delicado vínculo.

En la discusión entre ciencia y creencia (mejor deberíamos decir “pleito abierto”), la escuela se ha mantenido al margen, respetando sin duda el criterio científico, pero presentándose al mismo tiempo como neutral en lo que compete al otro frente. Sin embargo, confiemos en que sus aulas se conviertan cada vez más en el sitio de la reconciliación, elevando su búsqueda de la verdad a otras realidades en las que, estando bien plantados en la tierra, podamos florecer.

Fuente e imagen: https://observatorio.tec.mx/

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Opinión: El ritual escolar: de la incertidumbre a la verdad (¿o al revés?)

Por:


En esta cuarta entrega de la serie “El ritual educativo”, Andrés García Barrios nos invita a contestar la siguiente pregunta: ¿hoy, en la escuela, a qué llama el timbre?

Quiero empezar este ensayo expresando una vez más mi admiración a todos los miembros de la comunidad escolar pues gracias en buena parte a ellos, y a que han perseverado en mantener la escuela a toda costa durante la pandemia de COVID-19, se ha podido conservar la cohesión social durante el último año, a lo largo del planeta.

En cada época, la sociedad pide a la educación escolar que enseñe a sus miembros las habilidades técnicas necesarias del momento. Más allá de éstas, la escuela transmite también un espíritu de pertenencia y una fuerza de cohesión que es ancestral y que se realiza a través de lo que he llamado (en varios ensayos, en este mismo espacio) el ritual escolar.

Este ritual va más allá de toda intención consciente y empieza a cumplirse por el simple hecho de que un centro escolar convoque a la comunidad a sus aulas. No importa que esa comunidad sea un pequeño poblado o el mundo entero (la educación en línea ha favorecido esto último como nunca); ni importa si los miembros se reúnen de manera presencial y cotidiana o de vez en cuando y a distancia (El ritual educativo durante la pandemia). Sólo importa, en principio, esa convocatoria, es decir, la apertura de un espacio en donde la gente puede reunirse a…

¿A qué se reúne la gente en este lugar, a qué convoca exactamente la escuela? Esa es la pregunta crucial, y en la que estoy tratando de indagar en esta serie de breves ensayos.

Verdad

Encuentro que el ritual escolar tiene varios componentes: para empezar ― y esto surge de la etimología de la palabra escuela, que significa ocio―, nos presenta a la escuela como lugar de descanso y juego (El ritual escolar: el aprendizaje como juego). También nos permite desplegar intenciones conscientes e inconscientes ―de atracción, rechazo, cooperación y competencia, entre otras― hacia todas y todos los miembros que participan en él; es decir, nos permite ejercer y moldear esa mitología que según el filósofo alemán Ludwig Wittgenstein está contenida en el lenguaje (El ritual escolar: mitología).

Sin embargo, el principal componente, el que todos de inmediato identificamos, es la necesidad de aprender, a la que simplificando un poco llamamos curiosidad o dramatizando denominamos ansia de conocimiento.

Todo empieza, como he dicho, con la convocatoria, y se activa aún más el primer día de clases cuando atravesamos el portón escolar y súbitamente ya estamos en completa relación unos con otros, aplicando la variada y oculta mitología que contiene nuestro lenguaje/pensamiento. Por todas partes brincan, corren, vuelan esa infinidad de niños y adultos, haciendo todo tipo de cosas, agitados, dispersos, dejando más claro que nunca que cada cabeza es un mundo. Oigamos el Génesis bíblico: “En el principio era el patio de escuela”. ¿No dice así? ¿No es ésta la mejor imagen del caos primigenio? Nada ahí tiene inicio, medio o fin, ni existe indicio de objetivo o función.

Y sin embargo Dios dijo: “¡Que suene el timbre escolar!”

Pocas veces tenemos la oportunidad de testificar el paso del desorden al orden como en ese patio. Cuando el timbre suena, al instante la comunidad se deja ver. Creo ―bromas aparte― que de alguna forma la esencia del ritual escolar está representada en ese timbre: la escuela es ante todo un llamado, un llamado a conocer la verdad.

No hay escuela sin verdad, sin llamado a la verdad. Más que en ninguna otra parte, en la escuela se dan esos momentos en que la certidumbre nos envuelve, tranquilizadora y deslumbrante. Aprendemos a hacer con un lápiz un garabato al que damos significado, y constatamos que los demás lo entienden. Lo mismo pasa si sumamos dos más dos o si aprendemos una nueva palabra: el resultado es algo que los demás comparten. Ya no sólo existen las suposiciones y la imaginación: ahí está la verdad, lo comprobamos. Como dice la española María Zambrano acerca de lo que ocurrió en la conciencia humana cuando llegó la filosofía de Platón: “Por primera vez se pensó claramente sobre lo que tan oscuramente se sentía. Los símbolos se tornaron en pensamientos claros y a los misterios sucedieron las ideas”.

Ansia

Pero ¿de dónde procede la necesidad de aprender? ¿Por qué valoramos tanto esa verdad?

La realidad en que vivimos es misteriosa. Su misterio, sin embargo, no es comparable con un espacio oscuro al que sentimos que podemos ir despejando. Hay algo más, una contradicción profunda, una suerte de duda acerca de si lo que vemos a nuestro alrededor existe realmente, e incluso de si nosotros mismos estamos aquí. Me explico.

Una de las primeras preguntas que recuerdo haberme hecho al inicio de la pubertad ―apenas puse un pie fuera del mundo infantil― fue: “Si el universo físico en el que vivo tiene un final, ¿qué hay más allá de él?” La respuesta me llevaba a imaginar la Nada, lo cual era imposible, y sin embargo al intentar entonces imaginar un universo que no acabara nunca, mi fantasía se detenía bruscamente sin poder alejarse más allá de cierto punto. También un universo infinito era inimaginable.

Intenté una y otra vez resolver el enigma, pero yo mismo caía siempre en contradicción: a la vez que sabía que no había solución para ello no perdía la esperanza de encontrar algún día la respuesta. Sólo en tiempos recientes vine a enterarme de que este y otros problemas semejantes sobre el universo (Kant les llama antinomias) son importantes cuestiones filosóficas que, estando en el meollo del entendimiento humano, no tienen solución; o más bien, tienen dos soluciones contradictorias, es decir permiten dos “verdades” opuestas y nos dejan en el huracán de la incertidumbre.

Las antinomias y la angustia que generan han estado presentes a todo lo largo de la historia humana. Por fortuna el lenguaje, la mitología y los rituales cohesionadores integran alrededor nuestro un mundo habitable, dotado de eso que llamamos verdad. Por él solemos pasearnos como por un paraíso en el que lo finito y lo infinito conviven y lo unido y lo separado son lo mismo. Sin embargo, y sin que sepamos bien por qué, eternamente vuelve a nosotros una sensación de pérdida, de incompletud. Los mitos, los rituales y todas nuestras formas de estar en ese mundo ideal no parecen ser suficiente.

Experimentación

Cada etapa histórica tiene su verdad y sus espacios “escolares” para hacerla común a todos: la edad mítica y sus narraciones alrededor del fuego; la razón platónica y la academia; la fe tomista y la universidad, todas son formas en que la escuela va cambiando, sin perder nunca el vínculo con aquella contradicción primigenia, con el consuelo que otorga la verdad y con los rituales de enseñanza originarios.

La historia de la escuela moderna empieza una mañana de 1581 en la catedral de Pisa, cuando el joven Galileo Galilei tuvo una especie de revelación, una epifanía que cambiaría la forma de pensar y de ver el mundo. No fue Dios quien le causó ese arrobo sino la presencia de otro Altísimo, uno bien material y sujeto a leyes naturales: me refiero (y perdóneseme la broma) al “altísimo candelabro” que colgaba de la cúpula y que un sacristán había hecho mecerse pendularmente.

En el vaivén, Galilei creyó observar que, aunque el objeto recorría una distancia cada vez más corta pues se iba deteniendo, tardaba exactamente el mismo tiempo en cada vuelta. ¡Era absurdo! Sin embargo, en vez de exclamar “¡milagro!” o salir corriendo, el muchacho llevó a cabo ahí mismo algo inusual para la época: se puso a hacer experimentos. Usando su propio pulso para medir el tiempo, descubrió que lo observado era cierto.

El método experimental galileano tuvo, como es obvio, muchos rivales (entre otros la Inquisición), y la escuela de todo ese periodo sufrió una crisis de incertidumbre. Finalmente, cuando la ciencia adquirió carta de legitimidad con las ideas publicadas en 1781 por el filósofo Immanuelle Kant, las cosas empezaron a estabilizarse (divierte ver que fueron exactamente doscientos años después).

Además de ser un viejito puntual, a cuyo paso la gente ponía su reloj, Kant encontró una nueva verdad que permeó pronto a todo occidente. Demostró que los seres humanos tenemos la capacidad de reunir ―con y en nuestra razón― todos los hechos del universo. El éxito que tuvo esta idea hizo fraguar, por fin, el racionalismo de la edad moderna, con lo cual el conocimiento científico ocupó cada vez más el lugar de la verdad en el ritual escolar. Ahora los estudiantes acudirían no sólo a las aulas sino también a laboratorios y explorarían la naturaleza como única realidad. Poco a poco entenderían también que el único conocimiento es el que obtenemos al relacionar entre sí los conceptos de la realidad y ―lo que nos interesa más en este momento― experimentarían cómo con esa nueva forma de pensar, las antinomias perdían toda validez y la angustia desaparecía mágicamente. Kant lo había explicado: las antinomias son conceptos sobre un Todo (todo el universo) y dado que sólo existe un Todo, no encontraremos nunca nada fuera de él con lo cual relacionarlo.

Bastaba con esto para ver en todo lo existente una unidad con sentido. Gracias a la ciencia, la sensación de incompletud ―que procedía de un pasado oscuro― giraría su flecha para dirigirse a un luminoso futuro, convirtiéndose en un progreso constante. Las verdades irían llegando gracias a un trabajo paulatino de descubrimientos demostrados y los seres humanos iríamos avanzando de generación en generación hacia ese reino de realidades evidentes. Había llegado el momento de ―como dice la ya mencionada María Zambrano― “obligar a la vida, a la vida toda, a (seguir) el destino del conocimiento”.

En la escuela, los niños sólo debían confiar en verdades que podían observarse y comprobarse, pues sólo ese método garantizaba nuestra tranquilidad. Pocos han expresado con tanta claridad la nueva fe como lo hizo David Hilbert cuando George Cantor publicó la Teoría de Conjuntos que da base a la matemática moderna: “Ahora nadie nos expulsará del paraíso que Cantor ha abierto”.

Una verdad más profunda

“No es el fin, es el mar”

— L. Cardoza y Aragón

A principios del siglo XX, cuando apenas acababa de ser demostrada la Teoría de la relatividad, un grupo de científicos franceses y alemanes dieron a luz una nueva ciencia, tan válida y demostrada como cualquier otra pero que ponía en el centro del conocimiento a la incertidumbre. No es aquí el lugar para hablar de esa disciplina, a la que se dio el nombre de mecánica cuántica (y que es la base de tecnologías como los láseres, la fibra óptica, la resonancia magnética y el GPS); basta con decir que sus conclusiones sobre el comportamiento del mundo subatómico contradijeron todo lo comprobado hasta entonces por la física clásica (la de Einstein y Newton) acerca del funcionamiento del mundo macroscópico, es decir el de las moléculas, los seres vivos y el resto del universo.

Con la llegada de los nuevos descubrimientos quedaron expuestas ante los ojos del mundo dos verdades que no concordaban, dos mundos separados regidos por distintas leyes. Los científicos no estaban acostumbrados a tales rarezas. ¿Dos verdades opuestas? El físico teórico Sylvester J. Gates Jr. describió esta crisis perfectamente: “Se supone que las leyes de la naturaleza se cumplen en todas partes, así que si tanto las teorías de Einstein como las de la mecánica cuántica se cumplen siempre, resulta que tenemos dos siempres distintos”.

Volvían las antinomias. La ciencia no podía responder a todo con racional certidumbre. Años antes, Thomas H. Huxley, el insigne biólogo defensor de Darwin, también rechazaba el criterio de algunos de sus colegas según el cual la materia inerte del cerebro puede producir pensamientos. “¿Cómo puede ser que una cosa tan notable como un estado de conciencia surja de irritar el tejido nervioso? Es tan inexplicable como que aparezca un genio cuando Aladino frota la lámpara”.  En otro terreno, muchos niegan de forma rotunda la versión matemática actual de que la nada puede ser causa de todo lo existente. “Si usted cree que de la nada pudo surgir el universo, entonces usted tiene más fe que yo”, dijo algún creyente.

En 1910, el gran pensador y maestro mexicano Justo Sierra, en su discurso de inauguración de la Universidad Nacional de México, resumió el criterio que empezaría a regir en la escuela contemporánea: “Pedimos a la ciencia la última palabra de lo real, y nos contesta y nos contestará siempre con la penúltima palabra”.

El siglo XX buscaría la última palabra pedagógica en múltiples experimentos. No es necesario enumerar la cantidad de tendencias que se abrieron desde Piaget hasta el New Age y el posmodernismo, mientras el ideal del conocimiento racional quería seguir imponiéndose. Finalmente, en 1999, como si pusiera un punto y aparte a la discusión, el filósofo y pedagogo francés Edgar Morin, creador de las teorías del pensamiento complejo, colocó entre los 7 saberes necesarios para la educación del futuro la idea de que conocer es navegar a través de archipiélagos de certezas en un océano de incertidumbres. Poco después, en su libro El camino a la realidad, el ahora Premio Nobel de Física, Roger Penrose, publicó unos párrafos también contundentes, admitiendo que tal vez más allá de la física, la matemática y la psicología, existe una “verdad más profunda, de la que tenemos muy poca idea en el momento presente”.

En los últimos años también la escuela ha empezado a colocarse en el vértice del aparente conflicto entre el entendimiento y el misterio. En última instancia la pregunta es: ¿hoy, en la escuela, a qué llama el timbre? Para responder no podemos dejar de tomar en cuenta lo aprendido durante la pandemia de COVID-19, que al obligarnos a priorizar de forma radical nuestros recursos también nos ha ayudado a vislumbrar con nitidez los componentes esenciales de ese ritual escolar al cual seguimos acudiendo tan ávidamente en busca de cohesión social.

Dejemos a un lado intereses particulares para concentrarnos en lo que ha sido vital en este año: reuniones con otras personas más allá del seno familiar, aprendizaje como juego y descanso a la rutina del dolor, y un tipo de convivencia en la que podemos ejercitar distintos roles de vida y seguirnos conociendo y moldeando…

¿Y en cuanto a la verdad?

En su poema en prosa El maestro de sabiduría, Oscar Wilde nos cuenta de un sabio que posee el perfecto conocimiento de Dios, el cual atesora en silencio. Un día se encuentra con un perverso y hermoso ladrón, y se siente embargado de compasión hacia él. Abusando de esa compasión, el joven lo amenaza con perderse en el pecado si no le revela el divino secreto. El sabio sucumbe y susurra al oído del joven el conocimiento de Dios, quedándose vacío al hacerlo. Deshecho en lágrimas, ve que alguien está de pie a su lado, un ángel: “Hasta ahora has tenido el perfecto conocimiento de Dios ―le dice éste―. Desde ahora tendrás el perfecto amor de Dios. ¿Por qué lloras?”

La renuncia al perfecto conocimiento y su relevo por el amor, es retomado por el psicoanalista Erich Fromm en su libro El arte de amar, donde explica que el sentimiento de completud/incompletud asociado con la conciencia humana sólo encuentra solución en la unión amorosa con otros seres (o, desde un punto de vista religioso, con Dios), solución que no es de ninguna manera irracional sino que al contrario, es la consecuencia “más audaz y radical” del racionalismo: la razón, nos explica, es capaz de conocer sus limitaciones y saber que nunca “captaremos el secreto del hombre y del universo, pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar”.

Cuáles son las formas de esa unión y cuáles las que se presentan en el ritual escolar, son temas para seguir reflexionando. Por ahora sólo quiero añadir, siguiendo a Fromm, que la misión de la escuela es la misma de siempre: llamar a la verdad. No a la verdad que encuentra sus límites en la ciencia sino a una verdad “más profunda” donde los saberes de la comunión ocupan un lugar preponderante. Firmemente posada en islas de certeza, la comunidad escolar empieza a ser capaz de lanzarse al océano de la incertidumbre con esa “audaz y radical” confianza en que el mar ―y el amor― son también parte de nuestra esencia.

Fuente e imagen: observatorio.tec

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El ritual escolar: Mitología

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La pandemia de COVID-19 ha evidenciado que la escuela es, antes que un lugar de aprendizaje, una comunidad que por el hecho mismo de existir brinda contención y da peso y sentido a la vida, más aún en condiciones de catástrofe.

Ludwig Wittgenstein, considerado por muchos como el filósofo más importante del siglo XX, escribió: “Toda una mitología está contenida en nuestro lenguaje”. Según él, junto con el idioma materno recibimos de formas insospechadas una cultura entera.  Así como los genes nos heredan su carga biológica, el lenguaje (cuya estructura es quizás más compleja que la de aquellos) nos transmite toda una forma de ver el mundo.

En este mismo espacio he hablado antes de ciertas características de la comunidad escolar que se expanden entre todos sus miembros de esa manera insospechada, inconsciente, en que lo hace el lenguaje, creando lo que el filósofo surcoreando Byung-Chul Han llama “una comunidad sin comunicación”, es decir, un grupo humano unido sin necesidad de que entre sus miembros se transmita mensaje alguno (el concepto es raro, pero Han lo menciona para contrastarlo con la sociedad actual, que a través de las redes sociales entabla lo que él describe como “una comunicación sin comunidad”).

La pandemia de COVID-19 ha evidenciado que la escuela es, antes que un lugar de aprendizaje, una comunidad que por el hecho mismo de existir brinda contención y da peso y sentido a la vida, más aún en condiciones de catástrofe. Es por eso que he llamado ritual educativo a algo que desde tiempos inmemoriales caracteriza a la escuela, ritual que hoy se lleva a cabo fuera del colegio, es decir, en aulas a distancia, disgregadas o virtuales (véase El ritual educativo en tiempos de pandemia).

Son varios los componentes de ese ritual ancestral; uno es la comprensión de que todo aprendizaje contiene algo de descanso y diversión (la palabra escuela proviene del griego schola, que significa ocio: véase El ritual escolar: el aprendizaje como juego). Otro es la aceptación inmediata de que la escuela no es un juego solitario, de que en él participan muchas otras personas además de mí. Al imaginar a un alumno en un primer día de escuela a muchos nos da por pensar en alguien intimidado que no sabe si podrá adaptarse al medio: una niña o niño retraído que ha abandonado los brazos de su madre y que tiene ganas de volver ahí. En medio de la multitud, quisiera que todo esto fuera un mal sueño.

De alguna manera también sabe que pertenece a este nuevo mundo. Una vez más el origen de las palabras puede ayudarnos a comprender lo que le pasa al pequeño. Pertenecer (del latín pertinere, que significa “ser de algo o alguien”) tiene connotaciones de propiedad, y en efecto, una de las cosas que a casi todos nos atemorizan de manera irracional en el primer día de escuela (haga memoria, si no, el lector) es que esa nueva comunidad tan atractiva como amenazante se apropie de nosotros, nos absorba.

Nos devore. De inmediato me viene a la cabeza el mito del Laberinto de Creta y el grupo de jóvenes que cada determinado tiempo debía ir ahí para servir de alimento al Minotauro, ser con cuerpo humano y cabeza de bestia. ¿No se parece eso mucho a la escuela, no nos sentimos en ella de pronto como si nuestros padres nos hubieran abandonado ahí, como ofrenda para la sociedad inhumana, o mejor dicho, semihumana?

La sociedad es una devoradora de niños (los pasillos de aquel Laberinto de Creta seguro estaban llenos de los huesos de los pobres chavos sacrificados). Nuestro pequeño, que ocupaba un lugar protegido en su hogar, es ahora sometido a este entorno que amenaza con comérselo. Es entonces que una maestra se le acerca para consolarlo, hacerle una pregunta o llevarlo de la mano hasta su grupo, y poco a poco, desde el fondo de sí, surge el gran héroe que derrotó al Minotauro: Teseo.

Teseo era hijo de un rey, y con su valentía y fuerza pudo degollar al monstruo y volver a casa. Lo ayudaron el ingenio de Dédalo (inventor al que se le ocurrió amarrar un cordel a la entrada del laberinto), y sobre todo el amor de Ariadna, preocupada por su vida.

A final de cuentas, la comunidad escolar no nos devora. Por el contrario, con aquel mismo espíritu de pertenencia (o de impertinente pertenencia), se encarga de imponer sobre el niño la mitología apropiada para que subsista. Muchas víctimas y victimarios, heroínas y héroes, se reunirán desde ese primer día de clases enfrentándose entre sí, rindiéndose de amor ante algunos, entablando amistad con otros, convirtiéndose en líderes o seguidores, y recorriendo el laberinto para matar al monstruo. Los caminos son muchos: fuerza, ingenio, seducción… seducción mediante la belleza pero también mediante el poder, el dinero, la inteligencia, el humor, la sumisión, la complicidad, la palabra… Ataque y defensa mediante la subversión, la temeridad, el cinismo, el robo, el comercio, la poesía.

¿Supremacía del más fuerte? No sólo eso. También cooperación, o más bien, casi siempre esa combinación de supremacía y cooperación a la que llega a darse el nombre de…

(Antes de decir el nombre, quiero abrir un paréntesis y explicar que concluiré este artículo particularizando en una de las muchas formas de interacción que se dan en la escuela, una que ha adquirido gran relevancia y que considero debe tratarse con cuidado)

… el nombre de bullying.

Sobre la imagen del bully (que en inglés significa, entre otras cosas, matón o peleonero) hemos dejado caer toda nuestra rabia. Y en buena medida estamos en lo correcto. Algunos glosarios definen al bullying como una conducta que quiere dañar al otro. Y sin embargo (y esto es lo delicado del asunto) creo que estamos obligados a marcar una línea divisoria entre un ritual destructor extraescolar, en el que una persona daña irreversiblemente a otra o parte de otra, y el ritual escolar, que opera movilizando las habilidades de los miembros, incluyendo por supuesto la agresión, la defensa, el ingenio y la autoestima (bully también significa espadachín).

El trabajo educativo sobre este segundo tipo de bullying no está en la igualación de las capacidades de los niños ni en el emparejamiento de sus recursos, sino en permitir que los contrincantes (ambos vulnerables de diferentes formas) se enfrenten y confronten sus diferencias, mientras los maestros permanecen alerta para confirmar que las habilidades sociales de los dos se estén poniendo realmente en juego. Habrá quizás un momento en que deban intervenir para poner a ambos a salvo de un mal manejo de sus recursos, pero también deberán permitir que después vuelvan a reunirse (esto último dentro de ciertos límites, para evitar que ocurra el menor daño irreversible, tanto mental como psicológico).

La escuela es el segundo hogar y la primera sociedad. En la escuela uno aprende a conquistar un terreno propio gracias a innumerables recursos que van desde la imposición de la propia presencia hasta la invisibilidad conseguida, como en los cuentos, por un extraño manto. Si desafortunadamente esa conquista no ocurre (porque el medio se excede o porque nuestras herramientas no son suficientes), nos costará mucho más trabajo participar en los rituales de la segunda sociedad que nos espera afuera. De ahí la vital trascendencia de ese laberinto de ensayo, preparatorio y más o menos teatral, llamado escuela.

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-mitologia-parte3

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