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La educación que queremos | Desaprendizaje

¿Cómo queremos ser educados? En esta primera entrega de la serie LA EDUCACIÓN QUE QUEREMOS, Andrés García Barrios da rienda suelta a su imaginación para contestar esta pregunta tan sencilla y trascendental a la vez.

Por:  Andrés García Barrios

Me llega de casualidad una vieja nota escrita por Karina Fuerte, editora en jefe de este Observatorio IFE, en la que, bajo el título ¿De qué sirve saber si no sabemos cómo vivir?, menciona el libro Escuela de Aprendices, de la filósofa y ensayista española Marina Garcés. El artículo comienza citando la pregunta clave que guía la composición del libro: ¿Cómo queremos ser educados? La idea me cautiva de inmediato. ¿Cómo queremos ser educados? Nunca había pensado en esto, en que uno puede hacerse esta pregunta.

La educación ―según siempre nos han dicho y nos hemos dicho― es una decisión de las familias, de los maestros, de quienes la otorgan… y no una elección y menos un deseo de quienes van a recibirla. Nunca lo ha sido. ¡¿De verdad nos están preguntando cómo queremos ser educados?! ¡¿Nos lo estamos preguntando?! La sorpresa me lleva de inmediato a un “¡Qué bien suena esto!”, y no tardo en dar rienda suelta a mis fantasías de cómo me gustaría que fuera la educación en mi país, en el mundo entero. En un vuelco de imaginación me remonto a mi infancia y le digo a mis padres cómo quiero que me eduquen; después voy con mis maestros y les digo lo mismo, paso a paso. Así, bruscamente me entrego a esta reinvención de toda mi historia hasta llegar al presente, en que sigo aprendiendo, dejándome llevar sólo por la pregunta ¿Cómo quiero ser educado?

Ni siquiera se trata de qué educación creo que la gente debe recibir; en mis pensamientos no entra la idea de deber ni cabe la pregunta de cuál pienso que es la mejor manera de alcanzar ciertos objetivos escolares, ciertos propósitos, de obtener determinadas habilidades… No, nada de eso. Simplemente se trata de querer, de cómo se me antoja que me eduquen.

Así pues, comienzo aquí esta carta a Santa Claus, a ver si ―siendo apenas febrero― para la próxima Navidad recibo la sorpresa de que la educación es ya, así como la quiero, como la estoy deseando y pidiendo (de verdad desearía que mi “querer” fuera tan fresco como el de un niño; no puedo dejar de recordar la maravillosa respuesta que dio mi hijo a la pregunta de qué quería ser cuando fuera grande: “Quiero ser niño”, contestó; sin embargo, mi deseo de adulto no puede ser sino una mezcla de fantasías frescas combinadas con ciertos argumentos razonados e incluso con algunas ideas intrusas, de esas que llamamos “realistas” y que no son sino desilusiones de adultos malinformados acerca de los milagros que nos pueden acaecer a los seres humanos).

Así pues, doy pie a esta serie de artículos a los que titularé LA EDUCACIÓN QUE QUEREMOS, donde espero poder expresarme con total libertad, es decir, sin entrar en consideraciones sobre si estas fantasías filosóficas que salen de mi cabeza son de verdad posibles.

Desaprendizaje

Lo primero que se me ocurre cuando me hago la pregunta que plantea Marina Garcés, es que quiero una escuela donde haya mucho amor. Como dicen Edgar Morin y sus coautores del libro Educar en la era planetaria: la educación necesita “de lo que no está indicado en ningún manual pero que Platón ya había señalado como condición indispensable de toda enseñanza: el eros, que es al mismo tiempo deseo, placer y amor, deseo y placer de transmitir, amor por el conocimiento y amor por el alumnado. Donde no hay amor, no hay más que problemas de carrera (académica), de dinero para el docente, de aburrimiento para el alumno”. Sin embargo, el lector o lectora, habrá de convenir que la palabra amor es complicada porque admite innumerables definiciones y porque, en la práctica, podríamos llegar a exclamar de ella lo que alguna vez, trágicamente, se dijo de la Libertad: “Amor, cuántos crímenes se han cometido en tu nombre”. Así pues, decido dejar el amor para más adelante y sigo pensando, o más bien, sintiendo: ¿qué educación quiero?

Me acuerdo entonces de cuando era un joven estudiante de la carrera de teatro y, lo mismo que todos mis compañeros, idolatraba a uno de los héroes del momento, el director polaco Jerzy Grotowski, cuyo libro Hacia un teatro pobre formaba parte de nuestro programa académico y era sumamente popular en el medio escénico independiente (al que la mayoría anhelábamos integrarnos pronto). Lo de “pobre” no hacía referencia ni a la clase social ni a la falta de recursos económicos (aunque en la Polonia de aquellos días dedicarse al teatro independiente sí era someterse a este tipo de privaciones), sino a un concepto del arte teatral donde sólo se daba valor a la expresión actoral y se prescindía de casi todo otro recurso: música, escenografía, iluminación, vestuario, maquillaje, efectos sonoros, y en general toda la parafernalia escénica. Lo que había era actores vestidos apenas con ropa de calle o alguna prenda muy modesta, haciendo uso de sus gestos, de su voz, de sus movimientos extraordinariamente expresivos (iluminados por una luz propia, podríamos decir), y de vez en cuando de algún objeto sumamente simple (una tela, un palo o algo así).

Yo y mis compañeros ―y en general la gente en México― no teníamos acceso a ver las obras de Grotowski, ni siquiera filmadas, y debíamos contentarnos con algunas fotografías incluidas en el libro, donde los actores hacían gestos impresionantes que parecían verdaderas máscaras sobre sus rostros. Sin embargo, recuerdo que lo que más me impactó de la lectura, fue uno de los conceptos que Grotowski mencionaba como la clave que estaba detrás de esta magia: durante su entrenamiento, los actores no debían “aprender” nuevas técnicas expresivas sino por el contrario debían trabajar con un rigor vital para desprenderse de todo tipo de vicios de expresión e impulsos corporales así como de tendencias mentales y culturales que, como todos nosotros, cargaban encima y les impedían dar verdadera vida a su expresión escénica. Había que deshacerse de cosas y no añadirlas. En palabras de Grotowski: “La nuestra (no es) una colección de técnicas sino la destrucción de obstáculos”.

Otra idea complementa lo anterior. En una vieja entrevista que puede verse dando clic aquí, Grotowski menciona que, en el régimen estalinista impuesto sobre Polonia, había una gran censura sobre los espectáculos pero no para los ensayos, los cuales se ejercían en total libertad. Esta privacidad fue un elemento que favoreció la esencia de su trabajo: Grotowski convirtió los ensayos en los momentos más importantes del proceso: en ellos ocurrían los encuentros humanos más importantes (de los actores con el director y de los actores entre sí) y se alcanzaban las formas más elevadas de exploración artística. Como también los espectáculos resultantes eran extraordinarios, el Teatro Laboratorio de Grotowski se convirtió en uno de los pilares del arte de su tiempo en todo el mundo.

Pues bien, la educación que yo quiero comparte esos dos elementos que he descrito. Desde chico, acarrea uno tantas ideas preconcebidas, necesidades impuestas, obligaciones sin sentido, confusiones conscientes e inconscientes, etiquetas y estigmas sociales, posturas físicas y hasta enfermedades y trastornos adoptados, que lo mejor que nos puede ocurrir es toparnos con una maestra, un medio o una escuela donde nos ayuden a quitarnos todo eso y nos alienten a pensar por y para nosotros mismos, a sentir con autenticidad, a expresar con frescura y a volver a los impulsos del propio cuerpo y no tanto a las fórmulas de comportamiento social. Una escuela así sería un verdadero laboratorio donde uno aprendería a quitarse resistencias y a identificar con libertad aquello que más nos conviene. Claro que «quitarse resistencias” se dice fácil ―como si fuera cosa de voluntad―, y sin embargo eso que hemos ido acumulando en nuestro interior desafortunadamente no ha dejado una huella clara de su paso, haciendo difícil andar atrás el camino para reencontrarnos con un estado menos afectado de nosotros mismos, menos cargado de lineamientos e información. Pero es aquí donde entra el segundo aspecto del teatro de Grotowski, el que se refiere a la importancia del proceso más que del resultado.

Un ambiente en donde uno no tiene que “cumplir” con nada, donde no tiene que producir algo para otros y donde no será evaluado de inmediato por sus resultados, es un ambiente mucho más propicio para encontrarse consigo mismo, con sus deseos y necesidades auténticas. Se trata de un ambiente basado en la confianza y sin la persecución y el juicio de una mirada exterior (idealmente en el salón de clases debería imperar aquello de que “lo que ocurre en el aula se queda en el aula”, lema más propio de los espacios terapéuticos; por eso, otro gran director de escena, Peter Brook ―quien escribe el prólogo de Hacia un teatro pobre― se abstiene de narrarnos lo que vio durante unas sesiones de entrenamiento dirigidas por Grotowski, por discreción hacia la delicada búsqueda personal que los participantes llevaban ahí a cabo).

Se me dirá, con cierta razón, que aprender a construir puentes, a realizar una cirugía a corazón abierto o a programar computadoras no es cuestión de “quitarse resistencias” sino de aprender habilidades nuevas. Por supuesto, la escuela también es un sitio donde añadiremos cierto tipo de conocimiento. Grotowski mismo no confía sólo en el impulso natural del cuerpo como expresión artística; es decir, para él tampoco se trata sólo de quitarnos resistencias y ya. Sabe que ese impulso debe ser modelado si se quiere “crear” una obra de arte. Sin embargo, ese “modelaje” debe sustentarse (en su acepción de sustento, de nutrición) en algo esencial, en una parte nuestra verdaderamente personal, para evitar caer en clichés, en estereotipos sociales (David Mamet, otro gran director y escritor de teatro y cine, sugiere que ese tipo de conocimiento arbitrario  que suelen brindar las escuelas, es de plano inútil, “…tan inútil como enseñar a un piloto a aletear con los brazos en la cabina para hacer que el avión se eleve”).

En la escuela que yo quiero, el conocimiento que adquirimos se nutre de nuestra verdadera personalidad, es decir de una visión fresca de nosotros mismos, lo menos prejuiciada posible (lo menos maquillada, vestida, iluminada… en una palabra, lo menos producida posible), convirtiéndose en un verdadero sostén para la vida. Con esta frescura fue como el actor Riszard Cieslak creo al personaje protagonista de El Príncipe Constante, obra del español Pedro Calderón de la Barca dirigida en Polonia por Grotowski. La obra trata de un hombre que por lealtad a sí mismo y a su fe, muere en prisión después de años de miseria y tortura. Para recrearlo en escena, sin embargo, el director propuso a Cieslak sustentar todo su trabajo en un recuerdo de adolescencia en el que el actor había vivido instantes de la más profunda sensualidad y alegría.  Este luminoso recuerdo funcionó “como una balsa en un río” sobre la cual navegó la tragedia del constante príncipe.

Lo que aprendemos debe ayudarnos a florecer en cualquier circunstancia. Sólo así tendrá verdadero valor. Como docentes, debemos pensar que los estudiantes vienen ya equipados con las cualidades y capacidades para aquello a lo que quieren dedicarse, y es sobre esa base que debemos ayudarles a construir su futuro. El futuro nunca debe sustituir a lo que existe en el presente. La evaluación de lo aprendido nunca debe ser más importante que el momento maravilloso de aprender algo, sobre todo cuando nos ayuda a quitarnos falsas ideas de la realidad o creencias equivocadas de nosotros mismos.

Quizás el aprendizaje no sea más que un estado de tránsito hacia un sitio en que nos reunimos con lo más auténtico que tenemos. Como escribí en la juventud, en un momento de exaltación poética:

Una mente indigestada de ideologías debe pensar detonaciones, estruendos que la obliguen a escuchar: filosofía. Démosle un poco de este pensamiento que la destrabe y por dieta de enfermo alguna geometría de gran belleza.  Pero una vez que se eche a andar, la mente deberá guarecerse prontamente en el bosque caótico, donde las voces vienen de todas partes y ninguna quiere imponer su acento. Allí, bajo la enramada de ruidos, despertarán sus instintos y un pensar propio de gran fuerza le abrirá las compuertas del cuerpo. Pues toda mente busca el cuerpo, donde no hay diferencia entre el pensar y el silencio.

Para terminar, me permito recomendar al lector un libro del psicólogo y cogno-científico inglés Guy Claxton, que es una especie de tratado sobre el desaprendizaje, sobre todo en materia de hábitos de pensamiento. Su nombre es intrigante y divertido (Cerebro de liebre, mente de tortuga), pero su subtítulo es un verdadero explosivo para nuestras creencias más arraigadas y una invitación a quitarnos algunos de nuestros más grandes obstáculos: Por qué aumenta nuestra inteligencia cuando pensamos menos. Esta simple frase se ha convertido para mí en un recordatorio constante de que necesito mucho menos de lo que cargo encima.

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx

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Opinión | Reacciones humanas ante el dolor colectivo

Por: Andrés García Barrios

¿Por qué el dolor comunitario tiene una estrecha relación con lo educativo? Descúbrelo en esta reflexión que Andrés García Barrios hace sobre nuestras reacciones ante el dolor colectivo.

Desde hace unos años, mi tema como ensayista es la educación. Atento a ésta, he estudiado y reflexionado sobre la mejor forma de describir su esencia y sobre la multiplicidad de asuntos y públicos que le atañen; confieso que en cuanto a la primera, la esencia, en vez de que el estudio me la haya dejado más clara, ha hecho que por el contrario me parezca más y más volátil e incluso múltiple, como una perfumería donde todo tipo de esencias se confunden. Por ejemplo, recientemente me he venido a enterar de que ciertas definiciones de «educación» consideran a ésta como la institucionalización del aprendizaje, cuando para mi es casi exactamente lo contrario, es decir, que la educación es el menos institucional de los intercambios, que es algo así como el medio que tiene todo tipo de seres vivos de encaminar a sus descendientes y semejantes hacia su preservación brindándoles recursos que puedan aprender a emplear para su florecimiento. Hoy mismo buscaba en internet si existían bacterias que educaran a otras bacterias.

En el fondo, no es que yo esté tan perdido. La verdad ―y de esto también he venido a enterarme― las palabras que frecuentamos en nuestra disciplina (educar, educación, aprender, aprendizaje…) pueden significar muchas cosas diferentes en los distintos idiomas y países. Y en un mundo como el nuestro, donde todos los temas cruciales son mundiales y la semántica tiene más trabajo que nunca, no es extraño que uno se encuentre mil alternativas de significado en los objetos, conceptos y términos (mucho menos si se trata de un tema como la educación, de por sí tan amplio).

Podría extenderme en este asunto (y hablar por ejemplo de cómo, para colmo, desde hace unas décadas la academia revisa el hecho de que los seres humanos no dejamos nunca de aprender, y ha implicado en ello otros mil términos ―aprendizaje permanente, recurrente, continuo, para toda la vida―, introduciendo en la discusión si este tipo de aprendizaje debe quedar o no en manos de las instituciones educativas)… Podría extenderme, digo, pero en realidad mi intención es concentrarme en otro asunto.

Como escritor/ensayista interesado siempre en compartir lo que me viene a la cabeza, he ido por la vida con mi acepción de «educación» en las manos, como si se tratara de la bolsa de un coleccionista, atento a todo lo que pueda caber en ella y viendo cómo tiene la cualidad de crecer conforme se nutre. Pero no sólo eso; para mi desgracia, me voy dando cuenta también de que, mientras más crece, más cosas de las que pasan a mi alrededor tienen que ver con ella, y me hace temer que pronto el mundo entero cabrá dentro. Seguramente es mi mente la que asocia todo con el concepto educación, que cada día parece más un saco de vagabundo… y sin embargo, créanme que es difícil evitarlo.

Y así llego a lo que quería. Hace sólo unos días escribí un artículo para este Observatorio, seguro de que cada una de sus líneas tenían que ver con el tema educativo. Su tema era el dolor que vive un colectivo ante una catástrofe común, y mientras escribía me imaginaba aportando información importante al mundo de la educación al describir las reacciones que podemos tener los seres humanos frente a ese tipo de sufrimiento. El dolor comunitario me parecía un tema tan contundente que su relación con lo educativo se me figuraba inmediata y trasparente.

Lo envié a mi editora, y pasados unos días ella me respondió que la reflexión le gustaba pero que no encontraba (al menos no clara) la relación con nuestro tema. Le prometí revisarlo e intentar acentuar esa asociación, seguro de que sólo sería cosa de hacer explícito algo que estaba ahí y que yo había mantenido tras bambalinas. Pero lo leí y en efecto ―como si se hubiera tratado de un espejismo― no encontré nada que pudiera asociarse directamente con el hecho educativo, a menos que todos (incluidos mis lectores) hubiéramos ya asumido que éste guarda relación con todo, todo, todo lo que pasa en el mundo. Parecía que lo único que me quedaba era aceptar que no soy un Midas pedagógico capaz de convertir en educación todo lo que toca.

Sin embargo, antes de desechar lo escrito, pensé que una tercera opción era explicar lo anterior a mi público y poner a su consideración el texto, con la esperanza de que gracias a esta aclaración algunos pudieran entrever en él la significación oculta que asocia la educación con nuestras reacciones ante el dolor colectivo.

Si la mayoría de los lectores tiene la amabilidad de descubrir ese significado, prometo que mi próxima entrega tratará sobre la relación que guarda la educación con el giro de las perillas en las puertas de los consultorios médicos (esto es un chiste).

El texto en cuestión es el siguiente:

Reacciones humanas ante el dolor colectivo

Expresión

En 1985, cuando ocurrió el terremoto de septiembre, yo vivía en la Ciudad de México y coordinaba un taller de actuación teatral para jóvenes de mi edad. Las cinco o seis personas que lo integrábamos estuvimos de inmediato de acuerdo en crear una obra de teatro acerca de la tragedia. Nos dijimos que nuestra labor como artistas era ayudar a levantar no sólo los escombros urbanos sino también los que habían quedado dentro de nosotros, dejando salir los fantasmas ahí atrapados. Unos pocos días después nuestro proyecto había atraído a una decena de personas más, y finamente éramos dieciocho integrantes dispuestos a ensayar noche y día para compartir con otros nuestra forma de ver, sentir y expresar el dolor presente. La obra, que llamamos 7:22 (hora en que el sismo había terminado ya y sólo quedaba la realidad derrumbada en nuestras manos), resulta hoy una memoria de lo ocurrido.

En aquella obra de teatro había un personaje que me representaba, una especie de alter ego que aparecía vistiéndose para ir a dirigir su taller de teatro, cuando empezaba el temblor. Con terror veía moverse las paredes y las lámparas, pero finalmente volvía la quietud y el personaje salía a la calle.  El barrio, de casas elegantes y resistentes, estaba intacto; sin embargo, pronto se enteraba de que no muy lejos de ahí había habido derrumbes mortales. Su conclusión era terrible (una especie de autocrítica que me alertaba ante mi propia indiferencia): “Por mi colonia no pasó el terremoto. Solamente el temblor… ¡y fue muy corto!”

Clasificaciones científicas inoportunas

Parece fácil olvidarse o desentenderse de las tragedias cuando no nos han tocado personalmente (en apariencia); sin embargo, el miedo que despierta en nosotros la posibilidad de ser víctimas suele quedarse debajo de la piel como un animal escondido entre las piedras, listo para saltar al primer rayo de sol. A esta recuperación del recuerdo, a esta intensa reacción emocional, algunos la han llamado, en el caso de los sismos, tremofobia (fobia a los temblores), pero expertos de la UNAM invalidan este término argumentando que el miedo a morir en un terremoto no puede considerarse una fobia, es decir un trastorno mental.  “En nuestros días ―añaden― tendemos a patologizar todo en nuestra vida cotidiana y a catalogar fenómenos normales como enfermedades”. Como tantas otras veces, las clasificaciones científicas nos permiten una cierta higiene mental que tiende a neutralizar nuestras experiencias. Asepsia emocional, podríamos llamarle. ¿Será que de esa manera ―al clasificarlo― podemos contemplar nuestro terror como algo objetivo, algo más o menos externo y manejable? La ilusión, quizás, es que la naturaleza humana sea algo que se puede tratar y hasta curar, y que incluso sea posible neutralizar nuestros recuerdos y anestesiar el temor a morir, así como el dolor que nos despierta la muerte atroz de nuestros semejantes.

Sana distancia, no negación

En el teatro ―y en el arte en general― se reúne nuestra vivencia con la de otros. Al asumir un personaje, el actor encarna a alguien que es su semejante sin ser él mismo. Al actor no le está ocurriendo “realmente” lo que durante un par de horas representa con todo su cuerpo. Es esa pequeña distancia la que les permite tanto a él como al espectador, identificarse y “vivir” la representación de manera profunda, y una vez terminada ésta retomar con sensibilidad la vida que les ha tocado vivir en la realidad y ser empáticos con quienes están cerca. Toda unión exige una distancia; la humanidad entera no es sino una red de pequeñas distancias que nos separan y que nos unen.

Sin embargo, esa distancia, esa tensión entre ser semejantes y distintos, no debe sobrepasar ciertos límites. En la novela Bajo el volcán de Malcolm Lowry, el protagonista es un viejo cónsul inglés, alcohólico, perdido en la Cuernavaca de los años treinta del siglo pasado. A traspiés, flota bajo el rayo del sol candente, sudando entre los integrantes de una procesión de Día de muertos. A su paso encuentra a un hombre tirado, muerto o inconsciente, ni él ni nosotros sabemos. Entre la multitud que lo arrastra, no hay nadie a quien le importe aquel cuerpo, y nadie hace nada; él, que al verlo siente que debe detenerse, se deja llevar por la turbamulta y no actúa tampoco. Eso acaba por perderlo (sí, lo malo de la conciencia es que nos exige actuar). Al final, cuando su propio cadáver yace al fondo de una barranca junto al de unos perros, sólo los árboles se inclinan sobre él, compadecidos.

Amnesia total

En su cuento Todo pasa, la autora estadunidense Sarah K. Viatt imagina una escena espeluznante: dos meses después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, un avión con más de doscientos pasajeros se viene abajo sobre las casas de uno de los barrios de esa misma ciudad. Hay gente que corre prendida en fuego por las calles también incendiadas. La noticia se da a conocer de inmediato por todos los medios. Es la segunda peor tragedia aérea de los Estados Unidos, y sin embargo, con el paso de las semanas, de los meses, la gente va olvidándola. Finalmente, al cabo de un año todos recuerdan “como si fuera ayer” los atentados de septiembre pero han borrado de su mente ese avionazo, que dejó un saldo de 260 pasajeros, niños, hombres y mujeres muertos, y otros cinco cadáveres en tierra. El protagonista, narrador de los hechos, llega a creer que aquello fue sólo un sueño suyo y tiene que consultar en la web si de verdad ocurrió. Al final…

Estimado lector, perdón si le he hecho caer en una trampa. El cuento Todo pasa no existe, ni tampoco su autora. El acontecimiento que narro arriba es un hecho real que la mayoría de la gente ha olvidado. El 12 de noviembre de 2001, en efecto, el vuelo 587 de American Airlines cayó sobre el barrio neoyorquino de Queens un minuto después de haber despegado rumbo a Santo Domingo. Ahora ya no importa si el acontecimiento estuvo o no ligado con los atentados a las Torres. El inmediato olvido, la total negación y amnesia se encargó de quitarle toda importancia. Yo pasé mucho tiempo azorado al ver que nadie a mi alrededor lo recordaba. Y sí, tuve que consultarlo en Wikipedia para seguir pensando que no había sido un sueño. Aquí se le encuentra.

Que otros lo resuelvan

Una reacción muy frecuente ante el dolor ajeno es dejar a otros la solución, por ejemplo a las autoridades. Sin duda, esta actitud puede ser correcta cuando apuesta a la eficiencia, pero no está bien llegar al extremo de delegar a la autoridad toda responsabilidad, a veces evadiendo nuestra sensibilidad y hasta nuestro recuerdo. Ello equivale a olvidarse de uno mismo. Aunque parezca una ridícula obviedad, hay que repetirlo: ninguna forma sana de organización social puede prescindir de las personas. Hoy todavía imperan formas de organización perfectamente verticales donde las decisiones son tomadas siempre por la misma instancia o el mismo individuo, y tienden por lo tanto a estandarizarse y a dejar de lado por completo el papel de la gente. Sabiéndose prescindible, ésta opta por olvidar. Sin embargo, todo aquello que olvidemos sin seguir un proceso sanador, tarde o temprano volverá a surgir y se cobrará la cuenta. La autoridad debe ser vista como un representante, al que, en aras de la eficiencia, dejamos actuar, sin que eso signifique que olvidemos que el dolor ajeno nos compete. Volviendo al temblor de 1985, recuerdo que muchas personas criticaban a las multitudes que se arremolinaban en torno a las zonas de desastre. “Que dejen a las autoridades hacer su trabajo ―decían―. ¡Que no estorben!” Seguramente la preocupación de los que así hablaban era legítima, y sin embargo la experiencia nos ha dicho que la reacción espontánea de la sociedad civil ―que algunos califican de morbosa― puede resultar mucho más útil que la indiferencia de quienes dejan que los demás resuelvan todo.

Es muy probable que las redes sociales, con todo su parloteo improvisado y desechable, sean mucho mejores que todas las formas de pseudohigiénica indiferencia.

Persona y multitud

No se trata, tampoco, de hacer la apología indiscriminada de las multitudes. Los pueblos son bárbaros a veces. Todos recordamos algún ejemplo, de antaño o de hace poco. Con frecuencia, ayudar a otros supone atreverse a salir de la inercia del grupo y a separarse de él para poder actuar. Eso supone romper valientemente con la normatividad que exige que uno delegue en otros la responsabilidad personal. Atreverse a ser la excepción tiene sus riesgos (uno, sin duda, es darse cuenta de que se está equivocado). Pero siempre estamos valorando la posibilidad de correrlos, y sin duda hay que hacerlo si la conciencia nos lo dicta con la claridad suficiente.

Si actuar estando equivocado es confrontador, dejar que el olvido cave profundo debajo de la piel, puede ser catastrófico. La típica turbamulta que actúa de manera irracional, como por influjo, no es sino una aglomeración de individuos que súbitamente recuperan la memoria de un gran dolor que yace bajo su piel, y responden de manera desbordada, como un río dispuesto a saciar toda la sed.

Sin embargo, la disyuntiva no necesariamente está entre ser la excepción individual (el héroe único) o unirse a una multitud desbocada o dirigida por un caudillo que se apodera de toda la racionalidad del grupo.

Las multitudes muchas veces han demostrado lograr una organización espontánea casi perfecta; por lo general surgen en ella líderes naturales, a los que todos atienden con una inteligencia que podemos llamar “social” incuestionable. Este tipo de grupo no pocas veces se forma con el objetivo de ayudar a quienes están en problemas (iba a decir “de ayudar a otras personas” pero también hemos visto gente que se organiza de esa forma inmediata y espontánea para salvar animales en peligro).

Horizontalidad

Acudir en ayuda de otros no siempre es una acción espontánea. Se puede estar preparado para hacerlo. El hecho de que en nuestras sociedades no exista una cultura de intervención solidaria, no significa que no podemos impulsarla y prepararnos mejor para el momento en que se requiera de nosotros. Si el lector tiene tiempo puede revisar un artículo anterior en el que describo algunas de las formas en que podemos organizarnos para ayudar a otros cuándo es imperativo actuar. Sin embargo, en este momento creo que la mejor recomendación que puedo hacer es insistir en que siempre hay una manera de sortear la tendencia a olvidar y a delegar nuestra responsabilidad en otros: una forma es seguir luchando por preservar la expresión artística, nuestra y de los demás; otra es dejar de reducir la condición humana a categorías científicas que, útiles en un contexto profesional, en la vida diaria neutralizan la empatía, incluso hacia nosotros mismos; otra es romper los cánones que nos impiden actuar de forma individual cuando es necesario, y una más, favorecer la creación de multitudes solidarias que actúan por el bien comunitario.

Finalmente, acerca de la tendencia a delegar nuestra responsabilidad personal en la autoridad, quiero mostrar un ejemplo de organización horizontal que me deslumbra por su originalidad y eficacia. Una vez más remite a 1985. En su libro Terremoto en la iglesia católica, el historiador y maestro Andrea Mutolo nos describe la acción de un grupo de jesuitas que brindaba ayuda a los damnificados de la colonia Guerrero, una de las más afectadas de la Ciudad de México. El procedimiento que seguían en caso de emergencia era tan simple como innovador (aplicado ahora, lo seguiría siendo). Uno de sus miembros lo describe así: “Teníamos una consigna que era muy disciplinada: el primero (de nosotros) que llegaba (al lugar de la emergencia) asumía la conducción del proceso (de ayuda) y tomaba decisiones que no se discutían; en todo caso, en tiempo posterior se evaluaban”. La idea de confiar en quienes integran un grupo, al grado de dejar a cualquiera de ellos la conducción total de un proceso, me parece una idea revolucionaria. No sé qué tanto se aplica actualmente al interior de empresas e instituciones, pero lo que sí sé es que por lo general se hace algo muy diferente, aún en casos de emergencia: quien primero arriba al lugar de los hechos trata de resolver lo más que se pueda de forma provisional, siempre en espera de que llegue su jefe y tome las decisiones definitivas, que muchas veces implican echar atrás lo avanzado. En el ejemplo que pongo no ocurre así: todos los miembros del grupo de acción están capacitados y empoderados para tomar decisiones y éstas se respetan, dejando la evaluación para el final. Se apela a un aprendizaje colectivo que es la suma (o más bien la multiplicación) de las responsabilidades individuales.

Una fantasía final

El 19 de septiembre pasado ―tercera ocasión en que un sismo intenso sacude la zona centro del país en esa fecha―, todo tipo de reacciones supersticiosas y pseudocientificas intentaron explicar la repetición. Ya veremos, cuando se acerque el próximo septiembre, qué tanto se tendrá que atender a esas posturas, pero por lo pronto no creo que hay que darles mucha importancia. Me parece que afirmar, por ejemplo, que una actitud de temor y alerta multitudinaria es capaz de estremecer las plataformas continentales, es sólo una muestra más de nuestra confusión en torno a la responsabilidad humana.

Sin embargo, para terminar este artículo, quiero traer a colación justamente una de esas versiones. En realidad, parece un relato creado con intención estética. Es el de que, ante la recurrente amnesia humana, la Tierra se ha empeñado en repetir la fecha del temblor para que no lo echemos al olvido. Me parece una idea conmovedora, una imagen poética. Sirva para mostrar cómo una vez más el arte hace acto de presencia para recuperar, aunque sea momentáneamente, lo que hemos perdido, en este caso la sensibilidad ante el dolor vivido, el nuestro y el de nuestros semejantes.


Andrés García Barrios es escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas, casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series de televisión y exposiciones museográficas. Es colaborador de las revistas Ciencias de la Facultad de Ciencias de la UNAM; Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, y Tierra Adentro, de la Secretaría de Cultura.

Aviso legal: Este es un artículo de opinión. Los puntos de vista expresados en este artículo son propios del autor y no reflejan necesariamente las opiniones, puntos de vista y políticas oficiales del Tecnológico de Monterrey.

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Opinión | El ritual escolar: Frente a la pandemia, reconstruirnos

Por: Andrés García Barrios

En esta entrega del “Ritual escolar”, Andrés García Barrios propone no olvidar lo que aprendimos en los últimos dos años y realizar un acto comunitario de reconstrucción tras la pandemia.

Escribo estas notas para tratar de comprender (y si es posible ayudar a otros a comprender) en qué consiste este extraño estado de ánimo en que, después de dos años de vicisitudes, nos ha dejado la pandemia de COVID-19 (ciertamente, no podemos dar ésta por terminada, pero sí es posible afirmar que “empieza a vislumbrarse su final”, como hace el Dr. Julio Frenk, rector de la Universidad de Miami y ex-secretario de salud de México, en su libro de divulgación para niños “Lisina, Triptofanito y la Pandemia”, de próxima publicación).

Hablo de “estado de ánimo” en su acepción amplia de “estado del alma”, para incluir además de los aspectos físico, emocional y mental, ese algo que podemos llamar “espiritual” y que también se ha visto afectado en este par de años. Empezaré por hablar de un tipo de experiencia que muchos vivimos en algún momento de la pandemia, al menos de forma pasajera; experiencia que ―por su intensidad― algunos nos apresuramos a arrojar al rincón de los trebejos en cuanto pudimos: me refiero a la sensación de que con el COVID-19 llegaba “el fin del mundo” (la expresión es dramática pero nombra con exactitud lo que quiero describir).

Alguien podría preguntarnos: “¿En algún momento pensaste que se acabaría el mundo?”, y tal vez responderíamos que “no tanto” pero que “sí tuvimos mucho miedo”. Sin embargo, quiero afirmar que en realidad sí es algo que todos vivimos (aunque sólo fuera por un momento, insisto) ya sea de forma consciente o más o menos inconsciente. Si me interesa hablar de ello aquí es porque pienso que esa sensación ―aunque algunos nos hayamos apresurado a echarla de inmediato al olvido―  no se fue del todo de nuestras vidas sino que continúa habitando no sólo dentro de cada uno de nosotros sino entre todos nosotros, motivando una actitud personal y una atmósfera social que nos siguen desafiando.

Intentaré explicarme. La sensación de fin del mundo no sólo tiene que ver con una súbita convicción de que la propia muerte es inminente sino con la de que pronto todos los seres humanos a nuestro alrededor morirán también. En el tiempo que dura esa sensación (su duración puede alargarse o ser fugaz) no existe ningún atenuante que venga a tranquilizarnos: surge de pronto ante nuestras narices la evidencia de que estamos existencialmente solos, no nada más como individuos sino también como colectivo. La historia se detiene: el futuro naufraga: nadie hay que venga a decirnos adiós, no existe nadie a quien legar nada. Vemos cómo los demás se hunden en un destino que pronto será también nuestro. Todos esperamos turno.

Esther García tenía seis años de edad en 1972, cuando un terremoto sacudió su ciudad, Managua, Nicaragua. Ella estaba con su nana cuando la habitación empezó a moverse. Las dos salieron a toda prisa y se encontraron con que, en la calle, comenzaba la devastación: las casas cercanas se mecían hacia un lado, luego hacia otro y finalmente se desplomaban, entre gritos provenientes de adentro. Una tras otra iban cayendo. Esther miraba al fondo un cielo teñido de un rojo infernal. Parada en la acera junto a su nana, sólo pudo decir “Y yo no crecí”, convencida de que moriría pronto. La nana abrazó a la niña con la esperanza de que su destino sería distinto, de que ellas no tenían por qué correr la misma suerte que quienes estaban muriendo. “Y yo no crecí”, sensación de fin del mundo en que el destino de todos también se cumple en nosotros. Sensación de fin del mundo que Esther evoca ahora mientras conversamos, ya convertida en jefa de enfermeras del South Miami Hospital, en donde, durante la pandemia, se vio muchas veces rodeada de seres humanos que morían, sin poder hacer nada más para ayudarlos.

Pienso en la angustia que el filósofo alemán Martin Heidegger describe como la presencia de la Nada en nuestras vidas; angustia que no se desprende de un miedo concreto hacia algo específico sino que llega así, “por nada”, como si de pronto todo lo existente se arrojara sobre nosotros, atravesándonos como lo haría un ente fantasmal y dejándonos vacíos, sin realidad enfrente, sin mundo, de pie ante la nada que nos acosa. En la sensación de fin del mundo, donde la experiencia incluye a lo humano entero, a esa nada se le añade la certeza de que no sólo yo, sino todos, desapareceremos.

En la pandemia, la experiencia de fin del mundo no se cumplió, gracias a Dios. Vivimos la angustia pero no el hecho (trágicamente, muchas personas tuvieron que añadir a esa angustia el dolor por la muerte de seres amados). Pero el que no se haya cumplido no significa que la hayamos superado: se quedó con nosotros y en uno de nuestros rincones internos seguimos como desasidos de la realidad, buscando ésta como a una especie de fantasma. Algunos han empezado a acercársele tímida pero decididamente, con la intención de regresarla a su sitio. Pero creo que la mayoría de nosotros estamos optando por aceptar la inercia y acostumbrarnos a su ser espectral. Es peligroso que esto ocurra y que nos quedemos como flotando en el aire, con esa angustia anquilosada dentro.

El filósofo alemán Karl Jaspers, que tras la segunda Guerra mundial participó en la reconstrucción de Alemania, prevenía a su pueblo contra la tentación de dejar los hechos simplemente atrás, como si no hubieran ocurrido, e insistía en la necesidad de sanar a la sociedad a fondo para seguir adelante, en busca de un crecimiento sin el lastre de la culpa. En el caso de la pandemia ―donde el culpable más evidente es un virus que ni siquiera llega a estar vivo― el lastre puede radicar en culpar a los científicos, a los gobiernos, a esos otros seres humanos que con sus acciones anti-ecológicas favorecieron la proliferación de virus y bacterias, e incluso a la naturaleza o a la vida misma… y tapiar la angustia dentro, sin posibilidad de expresarse y sanar.

Pero la amnesia no es, de ninguna manera, sano olvido: es cero superación. No es mi interés meterme a médico o neurólogo, pero me parece que no voy demasiado lejos al suponer que, como en todo tipo de amnesia y estrés post-traumáticos, las consecuencias de olvidar sin sanar se expanden por toda nuestra psique, afectando al conjunto de nuestras sensaciones e ideas: entramos en confusión y perplejidad, tenemos problemas de concentración, sufrimos extrema laxitud o tensión corporal, llegamos a sentirnos como ajenos a nuestros propios procesos mentales y corporales, nos embargan sentimientos de desapego o extrañamiento hacia los demás, e incluso experimentamos cambios en nuestra percepción del tiempo, del espacio y de los objetos del mundo.

A lo anterior se añade el temor de que aparezca un nuevo brote, el miedo a nuestros semejantes, la desconfianza y el deseo irracional y continuamente frustrado de culpar a otros, y en casos extremos a todo el mundo. Y sin embargo, simultáneamente, dado que se trata de una súbita sensación de muerte colectiva (en la que peligra no sólo nuestro “yo” sino también nuestro “nosotros”), llega acompañada de esa soledad en la que de pronto vimos sumida a la humanidad entera: así pues, nos vemos embargados de compasión hacia nuestros semejantes y sentimos una identificación profunda, una nostalgia de hermandad: nos inunda el deseo de acercarnos y confiar, de romper barreras y superar todos los obstáculos que nos separan…

Angustia, miedo, compasión. Ante esa extrañeza que nos ha quedado, a todos nos anima la idea de revitalizarnos y revitalizar la comunidad en la que vivimos. Para mí, este texto es una oportunidad de hablar del tema con un lector que imagino ahí, oyéndome. Sí, escribir y hablar son poderosas opciones: comunicarnos. Todos podemos hacerlo, charlar sobre lo que nos pasa con alguien que quiera y pueda oírnos.

En el ámbito escolar ¿también podemos alentar ese diálogo? ¿Es posible, a través de grupos guiados de manera informada y cuidadosa, platicar sobre nuestras experiencias, hablarnos y escucharnos, estremecernos juntos para recuperar un modo de vibrar común? ¿Será conveniente alentar la comunicación de ideas de recuperación y reconstrucción personal y colectiva, y realizar actos comunitarios, especie de rituales que nos permitan compartir con los demás nuestro compromiso y esperanza, confiando en que no sólo la enfermedad se propaga sino también la salud?

Ciertamente ―como me ha hecho ver la directora de primaria de la escuela de mi hijo― planear un acto comunitario de memoria y reconstrucción tras la pandemia, exige sumo cuidado para no invadir la intimidad y la susceptibilidad de las personas y las familias: cualquier tinte religioso puede malinterpretarse; asimismo, una acción que contenga un simbolismo demasiado confrontador puede hacer surgir sentimientos desbordados, y resultar contraproducente. Sin embargo, estoy seguro de que todos los miembros de la comunidad educativa podemos pensar juntos cuál o cuáles actividades pueden resultar adecuadas para nuestras aulas o nuestra escuela.

Advertencia

Como parte de mis reflexiones anteriores, recurrí a la lectura del I Ching, libro oracular de la antigua china. Mi consulta me llevó primero a un texto conmovedor, el que corresponde al símbolo Tai, La Paz. En su imagen, El Cielo y La Tierra (seres originarios de todo lo existente) se colocan uno sobre otro y “unen sus virtudes en una armonía íntima”. De esa concordia surgen las condiciones para que la naturaleza brote y prospere, siempre y cuando ―el I Ching lo subraya― reciba la ayuda humana. “Esta actividad humana sobre la naturaleza, devuelve lo bueno al ser humano.”

Lo anterior concluye con una cruda advertencia (yo la interpreto no tanto como una alerta ante la pandemia de COVID-19 sino frente a eventos futuros). Todos sabemos que la naturaleza a nuestro alrededor ha sido afectada de formas atroces y que la aparición de pandemias y otras catástrofes sólo se puede frenar con nuestra acción decidida. Tal vez pensemos que no es momento de recordar cosas como ésta, y sin embargo tal conciencia no tiene por qué abatir nuestra esperanza actual ni la voluntad de hacer memoria y reconstruirnos; al contrario, puede ser el elemento crucial para no perder nuestra paz naciente.

Así es como lo dice el I Ching:

Todo lo terrenal está sometido al cambio. El ascenso es seguido por el descenso. Tal es la ley eterna sobre la Tierra. Esta convicción permite no ilusionarnos cuando llegan las épocas favorables, ni quedar deslumbrados por la buena fortuna pensando que es duradera. Si seguimos atentos al peligro, evitaremos los errores. Mientras que el ser humano se mantenga interiormente superior al destino, permaneciendo más fuerte y rico que la felicidad exterior, la fortuna no lo abandonará.

Estas palabras se reiteran en el otro símbolo que el I Ching añadió a mi consulta: Lin, El Acercamiento: “Si uno se enfrenta con el peligro antes de que se manifieste como fenómeno, más aún, antes de que haya comenzado a dar señales, llegará a dominarlo”. Lin ―cuya composición contiene el ícono de El Lago― concluye dando un papel primordial en todo esto a los maestros: “El noble no tiene límite en su intención de enseñar”, dice, y explica: “Así como aparece inagotable la profundidad del lago, así también es inagotable la disposición del sabio para instruir a los demás seres humanos”. Convertido en soporte, el maestro es también protector de la humanidad, “sin excluir parte alguna de ésta”.

En una situación como la actual, describir al maestro como protector de los seres humanos no me parece mera exaltación poética. Quieran o no admitir el papel que les asigna el I Ching, los maestros tienen quizás la mayor responsabilidad en ese “trabajo” sobre la naturaleza que ya todos reconocemos como necesario; más responsabilidad incluso que los gobiernos y las industrias, quienes, al parecer, también necesitan ser educados. Y aunque la verdadera y más profunda educación está en manos de todos los ciudadanos, la comunidad escolar es uno de sus principales ámbitos: reconstruirse como maestro puede muy bien apuntar hacia ocupar ese papel de Protector.


Andrés García Barrios es escritor y comunicador. Su obra reúne la experiencia en numerosas disciplinas, casi siempre con un enfoque educativo: teatro, novela, cuento, ensayo, series de televisión y exposiciones museográficas. Es colaborador de las revistas Ciencias de la Facultad de Ciencias de la UNAM; Casa del Tiempo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, y Tierra Adentro, de la Secretaría de Cultura.

Fuente de la información e imagen: https://observatorio.tec.mx

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Opinión | El ritual escolar: La reconstrucción del ritual

Por:

Los componentes del ritual escolar, por ancestrales que sean, se ven día a día puestos a prueba por la realidad cotidiana.

En este mundo complicado, la escuela recurre a sus componentes más antiguos y perdurables para fungir como cohesionador social. Esos componentes conforman un ritual ancestral que desde la antigüedad ha encontrado la forma de preservarse. En él, el aprendizaje es vivido como juego; la comunidad que lo conforma funciona como un verdadero laboratorio de roles sociales donde se experimenta con todas las formas de relación a que da pie la cultura; además, como punta de lanza de lo anterior, va el llamado a la verdad, al cual todos los miembros de esa comunidad responden como objetivo común, fluyendo unidos, no de manera homogénea sino con energía muchas veces turbulenta. Esta energía encuentra su cauce gracias a un cuarto componente del ritual: la disciplina, que envuelve y da forma; no una forma estática sino dinámica, un cauce móvil y cambiante, firme y a la vez flexible, cuyo principal atributo es contener a la comunidad creativamente.

Además de estos cuatro componentes, hay otro elemento que insiste en tocar a la puerta y participar de ese ritual legendario. Estoy hablando de la comunicación humana. Darle el lugar que reclama puede desatar polémica. Byung-Chul Han (el ya imprescindible filósofo coreano) habla de los rituales orientales como hechos meramente formales que unen a una comunidad sin necesidad de que entre sus miembros medie la comunicación. Se basan en la repetición de gestos milenarios cuyo significado, si alguna vez lo hubo, se ha perdido en el tiempo.

A los occidentales nos es difícil concebir que haya seres humanos que se reúnan sin que entre ellos circule ningún mensaje (para empezar, el de la voluntad de estar juntos). Sin duda nos identificamos plenamente con aquella visión que a mediados del siglo XX decretó categóricamente que Todo comunica (todo absolutamente, ya sea de forma consciente o inconsciente); además hemos hecho profundamente nuestra la idea de que la comunicación abre entre nosotros una oportunidad de avance y crecimiento. La visión de Han y la de que todo comunica, cada una con sus aciertos, muestran la necesidad de cuestionarnos los alcances de una comunicación que nos impulsa siempre hacia adelante, así como los de la repetición, que nos convoca hacia el pasado, al origen.

Descomposición

Los componentes del ritual escolar, por ancestrales que sean, se ven día a día puestos a prueba por la realidad cotidiana. Con respecto al juego, por ejemplo, todo lo que los alumnos estudian en la escuela (y que podría ser fuente de gran placer) amenaza con volverse aburrido y desanimar al más entusiasta (David Strogatz, divulgador ameno como pocos, coloca a las matemáticas que se aprenden en la escuela en el lado “serio” de esa disciplina, dejándolas fuera del lado lúdico, cultivado en espacios más divertidos).  También el ejercicio de roles sociales, que podría volvernos verdaderos expertos en las relaciones con los demás, se vuelve con frecuencia una interacción artificial, cuando no cruel, capaz de vulnerar nuestras habilidades sociales. Asimismo, el llamado a la verdad ―que nos conduce por el camino del conocimiento, revelándonos los límites de éste y ayudándonos a convivir con la incertidumbre― se nos ofrece, en cambio, como llamado a la ley universal, única forma verdadera de saber, la cual nos promete un mundo terminado, una verdad definitiva. En este mundo de propósitos fijos, la disciplina puede volverse mordaza inflexible, y en muchos casos (cada vez más) látigo para autoflagelarse, auto-encauzarse e impedirse a uno mismo el proceso natural de transitar entre lo claro y lo oscuro, lo recto y el descentrado, la rutina y la aventura, la protección y el riesgo.

El sexto componente

Los humanos somos seres antinómicos: de cada cosa admitimos dos o más verdades opuestas. Esto más o menos lo podemos sobrellevar en nuestras relaciones humanas, opiniones políticas y creencias religiosas, y en materia de filosofía y arte; sin embargo, se vuelve verdaderamente catastrófico cuando nos topamos con que incluso en el campo de las ciencias exactas existen leyes mutuamente excluyentes. Tal es el caso de las de la física cuántica y la física clásica, que siendo opuestas entre sí, han sido demostradas ambas (los científicos afirman que es cosa de tiempo el que se resuelva esta antinomia y se recomponga la unidad de lo existente, pero como explica el premio Nóbel de Física, Eugene Wigner, nada garantiza que las antinomias científicas desaparezcan algún día).

Edgar Morin ―en un esforzado intento por rescatar nuestra racionalidad― desarrolla la teoría de la complejidad, partiendo del hecho de que nos hallamos en un archipiélago de certezas rodeados de un océano de incertidumbre. Para él ―así lo entiendo― los seres humanos podemos usar esas escasas certezas para construir balsas con las cuales aventurarnos en un mar cuyas leyes nos son desconocidas (empresa que, al menos para mí, guarda gran parecido con la Odisea homérica). Søren Kierkegaard ―quizás más realista, aunque parezca broma decirlo― habla de saltos de fe en el vacío, gracias a los cuales el vasto mar se vuelve navegable; una imagen parecida ―en este caso circense― es aquella de “salta y aparecerá la red”, que algunos atribuyen a la sabiduría zen.

Por su parte, Erich Fromm piensa que sólo el Amor (misteriosa fusión entre realidades distintas sin que pierda lo esencial cada una) puede relevar a la razón cuando ésta se encuentra con sus límites; según él, si la razón es verdaderamente razonable, entrega de forma voluntaria la estafeta del conocimiento a ese invisible relevo. Si, siguiendo estas ideas, damos al amor un lugar entre los componentes del ritual, hallamos en él la capacidad de recomponer la esencia de lo escolar cuando ésta se enfrenta a una cotidianeidad muy poco familiarizada con la incertidumbre.

Para dejar claro que en mi visión el amor dista mucho de ser un sentimiento exclusivamente protector y debilitante, quiero recurrir en primer lugar a la imagen de él como una fuerza capaz de cuestionarlo todo; cuestionarlo hasta sus últimas consecuencias, sin destruirlo, sino al contrario, afirmando infinitamente su integridad dentro de un proceso de diálogo. Así, frente a un tipo de enseñanza/aprendizaje que aspira al dominio de la realidad y a la acumulación de certidumbre en aras del perfecto conocimiento, el amor pone de realce el valor que tiene el aprendizaje por sí mismo, como juego, descubriendo en lo improductivo una poderosa fuente de sentido para nuestra vida (el no hacer, el no intervenir sobre la realidad para modificarla, es la base de una de las filosofías más antiguas y vigentes en nuestros días: el taoísmo; si el lector no reconoce la actualidad de este nombre, piense en uno de sus conceptos fundamentales, el de YinYang). El amor nos consuela y nos permite aflojar las fuerzas ahí donde la frustración de no ser seres completos, de ser un todo al que le falta algo, nos aterroriza.

A la vez, el amor cuida de que no renunciemos a todo saber productivo y hagamos del juego una nueva adicción: la adicción de participar, es decir, de sentirnos parte de la comunidad y perder en ella nuestra individualidad, ansiosos de seguir participando siempre; de perdernos en el significado del todo y sacrificar lo nuestro. El amor nos reactiva y nos aparta de la necesidad de dispersarnos en el conjunto para deshacernos por fin de esa obligación que tanto nos persigue: la de ser alguien. Es bien sabido que la premisa que sostiene el éxito de los casinos es que la gran mayoría de los jugadores sólo quiere ganar para seguir participando. En cambio, el buen jugador tiene un plan para sí, que le permite retirarse. El amor es un vaivén entre un yo que se encierra cada vez más en su potencial interno y un yo que anhela extraviarse en un juego infinito.

Si hablamos ahora del ejercicio de los roles sociales, el amor conoce, respeta y cuida de los otros; es capaz de alegrarse con ellos y acompañarlos hasta precipicios insospechados o de responderles con un enojo y un rechazo desmesurados, sin jamás destruirlos. El amor de quien educa permite que el estudiante se desarrolle en todos sentidos, con sus múltiples emociones, ideas, intenciones, palabras, y ofrece a todas ellas una motivación y un resguardo. Protege y da libertad. Está atento, cuida. Responde por lo que el estudiante ha hecho. Y le pone límites (a veces drásticos y hasta dramáticos) para permitirle detenerse (en el caso del bullying, el amor ―atento y cuestionador― identifica no sólo la agresión explícita sino también la agresión pasiva, que puede ser tan destructiva como la otra).

Con respecto al llamado a la verdad, el amor ―como hemos dicho― permite que al conocimiento se le valore por sí mismo, como juego, y también como motivo de unión. El juego es aglutinante y el intercambio social es confrontador; por su parte, el llamado a la verdad hace que la energía de ambos se canalice y confluya hacia un punto: nos reúne, vuelve a tender entre nosotros un lazo unificador, no para vigorizar el ansia de conocer (ni ninguna otra ansia) sino para permitirnos compartir con los demás nuestro conocimiento, en el entendido de que toda verdad es común. En este diálogo, la ciencia ―que siempre ha querido otorgarnos verdades comunes― es perfectamente bienvenida como uno más de sus participantes. En realidad, todos podemos acudir a él; el llamado sólo pide de cada uno de nosotros “autenticidad”, es decir, correspondencia entre el pensar, el sentir y el actuar.

(Continuará…)

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-reconstruccion-del-ritual

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Opinión | El ritual escolar: Comunicación – Lo invisible (3ª parte)

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En esta tercera entrega del ‘Ritual Escolar: Comunicación’, Andrés García Barrios relata cómo la comunicación es la misión humana por excelencia que nos ha unido y separado desde tiempos inmemoriales.

En las primeras dos partes de este artículo, me he complacido presentando al lector primero la visión más optimista y luego la más pesimista de los procesos de comunicación que comenzaron a mediados del siglo pasado y llegaron hasta nuestros días. Quise mostrar que es posible tener las dos versiones.

La existencia de una comunicación que nos une y de otra que nos separa, son una constante humana, me parece. Creo que han estado siempre: desde tiempos inmemoriales los seres humanos hemos confiado en que podemos comprendernos unos a otros, y a la vez mantenemos una duda constante al respecto. El sabio griego Gorgias, que afirmaba que el movimiento de las cosas era una ilusión, también negaba que la comunicación fuera posible. Su argumento era contundente: las palabras son herramientas de la conciencia (es decir, subjetivas) por lo que no pueden describir los hechos que ocurren objetivamente; ni siquiera alcanzan a describir nuestras emociones, las cuales también son ajenas a la razón, al menos parcialmente. Finalmente añadía que, para colmo, si acaso pudiéramos expresar nuestros pensamientos, jamás estaríamos del todo seguros de que nuestro interlocutor los entendiera; y es que, no estando nosotros dentro de su conciencia, no podríamos confirmarlo.

Recientemente, Byung Chul-Han, filósofo coreano, ha hecho una crítica feroz contra el tipo de comunicación que se da a través de redes sociales y el supuesto intercambio humano que éstas permiten: dice que se trata de una comunicación vacía, sin comunión, flujo de mensajes sin receptor, sin un verdadero receptor. En oposición a ésta, menciona la existencia de culturas donde la gente no necesita comunicarse para constituir comunidades sólidas; por ejemplo, los japoneses frecuentan rituales que son pura forma, es decir, gestos y actitudes que no dicen nada a nadie y que sin embargo los unen de forma indefectible. Comunidades sin comunicación, les llama (versus comunicación sin comunidad, como hemos dicho).

Francoise Doltó habla de que la comunicación es la misión humana por excelencia. Según ella, el milagro unificador surge desde el vientre de la madre, y menciona que, por ejemplo, en el tam tam del corazón materno tiene su origen nuestra atracción y encanto por el ruido de los tambores, en el que percibimos un llamado ancestral a la acción, a despertar a la vida (como todos sabemos, las percusiones son el primer instrumento musical de la historia).

Y así pasamos a hablar sobre el poder de comunicación del arte. Conozco poetas que afirman que sus textos “comunican”, con lo cual (si no quieren decir simplemente “expresan”) se nos plantea la pregunta de si es posible hacer intercambios a través del tiempo, es decir, con lectores futuros (“escribo hoy para ti que me lees mañana”) y escritores del pasado (“te agradezco tus textos, a ti, que ya no estás”), poniendo en duda la certidumbre científica de que la flecha del tiempo siempre viaja hacia adelante (¡será lo que los filósofos de la ciencia quieran, pero cuando leo Animal de fondo de Juan Ramón Jiménez, tengo la certidumbre de que el autor está escribiendo sus poemas en ese mismo instante y percibiendo mi conmoción!).

Así pues, el concepto de comunicación tiene muchos vértices. Yo, para precisar su importancia dentro de lo que he venido llamando el ritual escolar, elijo empezar por el más sencillo: las primeras formas de comunicación de las que da cuenta la ciencia de la Historia.

Chismosos y crédulos

En su libro Sapiens: de animales a dioses, Yuval Noah Harari menciona tres fases de comunicación que fueron cruciales para que nuestros antepasados no humanos se convirtieran en lo que somos: la primera ―que compartimos con nuestros ancestros monos― es el desarrollo de un lenguaje meramente informativo que sirve para comunicar circunstancias inmediatas y favorecer la subsistencia del grupo: “El león está cerca”, “Hay un montón de fruta a un lado del arroyo”. Algunos individuos humanos y no humanos saben usar estos signos de forma engañosa para sacar ventaja, y por ejemplo, avisan a un semejante de la presencia de un peligro con la sola intención de distraerlo y robarle algo (por ejemplo, su alimento). Tales formas de lenguaje sólo pueden congregar hasta un ciento de individuos, cifra después de la cual se produce el caos y la convivencia se viene abajo. Rebasados los cien, tendrá que formarse otra manada, con la cual la primera no se identificará de ninguna manera y muy probablemente entrará en conflicto.

Para reunir grupos más grandes es necesario que aparezca algo más propiamente humano. La segunda fase, dice Harari, es el tipo de comunicación a la que llamamos “chismorreo”. A través de éste, los seres humanos se enteran (o son engañados) no sólo sobre cosas que pasan más allá de su grupo sino sobre otras muy importantes que ocurren al interior de éste. Ahora se entrecruzan mensajes que hablan de los propios compañeros: “Aquél es un mentiroso”, “Ella me compartió su comida”. Así la manada afina y aumenta su control sobre las situaciones favorables y desfavorables, tanto internas como externas, y puede congregar a más individuos. Estos se identifican entre sí (son semejantes), y comparten recomendaciones y advertencias, se enteran de quiénes del grupo son confiables y quiénes no, y gradúan sus acciones para favorecer la convivencia y mantenerse a salvo.

Sin embargo, explica Harari, el chismorreo permite crear grupos humanos de hasta 150 miembros pero no es suficiente para reunir esas grandes masas donde miles y hasta millones de seres humanos responden al mandato de un solo líder. Para que esto ocurra, es necesario que las personas creamos en entidades invisibles a las cuales adherirnos como si fueran tan confiables como las que sí vemos, y aún más. Esas entidades se despliegan sobre grandes multitudes permitiendo que una persona se identifique con otras a las que nunca ha visto ni verá, y a las cuales considera sus semejantes solo por el hecho de creer en algo común, es decir, en ficciones creadas por el pensamiento y convenidas colectivamente gracias al lenguaje. Así, un dios puede hacer que todos sus fieles se consideren parte de una misma familia multitudinaria, y un país puede agrupar a millones a pesar de que sus límites sean por completo artificiales, fundados en ideas, palabras, deseos… es decir, en actos de comunicación a los cuales puede llevarse el viento.

Los sapiens devenimos semejantes sólo por estar al abrigo de la misma religión, familia, escuela, nacionalidad, sociedad anónima u otras entidades invisibles a las que cuidamos y preservamos como si fueran nuestras, o más bien, como si fuéramos suyos.

La realidad de lo invisible

Las versiones cientificistas como la de Harari, no son las únicas. Según otras, lo invisible no es una ficción sino un hecho contundente. A favor de éstas, me aventuro ahora en una de esas disertaciones a las que en alguna ocasión llamé fantasías filosóficas.

Puedo imaginar que, conforme iba adquiriendo conciencia, cada uno de aquellos primeros seres humanos se daba cuenta de que él mismo era una unidad, un ser en sí, un todo; sin embargo, simultáneamente iba advirtiendo otra verdad: los que lo rodeaban también lo eran. Si lo pensamos bien, la experiencia de ser un todo no combina con la de tener semejantes: un todo, por definición, abarca todo lo existente, por lo que dos todos son un disparate; y un montón de todos, un delirio. El que hubiera muchos todos como yo, era desquiciante.

Por fortuna, aquellos primeros humanos habrán vivido también la experiencia opuesta, es decir, la de reconocerse a sí mismos como parte de un todo superior, del que los demás humanos eran también una parte (convirtiéndose, ahora sí, en sus semejantes). Al desprenderse al menos un poco de su todeidad y participar junto con la comunidad en un Ser más grande, se habrán sentido como restaurados de aquel primer delirio. Pero también en el desprendimiento hallarían grandes riesgos: la sensación de perderse en el todo no habrá sido reconfortante sino fuente de mucha angustia. La única alternativa sería entonces intentar desprenderse de sí mismos sin perder el yo, y desde ahí regresar, un poco más repuestos.

Por desgracia, en el viaje de vuelta inevitablemente se habrán reencontrado con aquella tentación de completud que los embargaba desde el principio. Conscientes ahora ya de la existencia de los otros, habrán hallado una estratagema para lidiar con el peligro: “No soy todo, sólo soy el centro”. Por fortuna, también esta certidumbre egocéntrica (fuente de conflicto con los demás egos) tarde o temprano los volvería a arrojar a una paradoja: “Cada uno de nosotros es un centro, cada uno quiere que se le reconozca como tal”. Y sólo les habrá quedado la humildad para reconocer que en este extraño mundo sí hay un lugar para muchos centros.

Final metafórico

El juego del yo-yo es (desde su nombre) una buena metáfora de todo esto que digo. Ovillado en mi centro―desde el que vislumbro con terror el convertirme en un yo completo y aislado―, intento desprenderme de mi propia inmensa carga y me arrojo en un vuelo que deseo libre y eterno; pero una vez alcanzado cierto límite (en el que mi yo empieza a desvanecerse), regreso empavorecido a aquel centro que dejé atrás. Mi vida entera se desenvuelve, entonces, entre un extremo y otro, sin querer quedarme para siempre en ninguno de ellos. Ciertamente, regresar al centro me sirve para cobrar impulso; y quedarme un rato patinando en el otro extremo me permite realizar numerosas “suertes” (como les llaman los expertos), siempre y cuando no intente permanecer ahí demasiado tiempo.

En esencia soy un ser humano y, como los yo-yos, me realizo en un juego constante, en una promesa y un desafío permanentes.

(Continuará)

Fuente e Imagen: https://observatorio.tec.mx/edu-news/ritual-educativo-comunicacion-parte3

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Lecturas para la Educación | El futuro de la educación: Edgar Morin

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En esta nueva entrega de “Lecturas para la Educación”, Andrés García Barrios reflexiona sobre tres grandes conceptos: futuro, complejidad e incertidumbre, a través de las ideas de Edgar Morin. 

“Para el espíritu es tan mortal tener un sistema como no tener ninguno.
Debe, pues, decidirse a tener los dos”.

Friedrich Schlegel
(citado por Edgar Morin como epígrafe en La vida de la vida)

“Lo complejo no es otra cosa que «lo que está tejido en conjunto»”.

Edgar Morin

Hace unos meses, el que era el Observatorio de Innovación Educativa se convirtió en el Observatorio del Instituto para el Futuro de la Educación. Lo anterior fue no sólo un reacomodo administrativo sino un cambio de fondo. Recordemos que el concepto de futuro abarca más que el de innovación (pese a la gran amplitud de éste). Explicar ambos términos es importante en un mundo que tiende a confundirlos. La innovación tiene el valor de lo fresco, de lo original; implica un esfuerzo transformador y puede ser siempre el inicio de algo diferente, por lo que admite la esperanza. Sin embargo, sin una estrategia a futuro, lo innovador corre el riesgo de convertirse en obsesión por el cambio y volverse rutina, de tal forma que las cosas, a fuerza de renovarse, acaban por permanecer siempre igual. Vertiginosa inmovilidad, le llamaba el filósofo Horst Kurnitzki. El futuro implica empeñarnos por conseguir que los cambios construyan una realidad diferente.

A finales del siglo pasado, la palabra futuro había perdido gran parte de su fuerza comunicativa. Habíamos caído en el error de hacer del futuro un tiempo ideal, en el cual alcanzaríamos el mejor de los mundos y por el cual valía la pena abandonarlo todo, hasta el presente. “Igual que a un Dios ―decía la filósofa María Zambrano―, no hay sacrificio que el hombre de hoy deje de ofrecer al futuro”.  Pero a la realidad no se le puede posponer indefinidamente a riesgo de que se nos vaya de las manos sin darnos cuenta. Un chiste político se burlaba de esto con amargo humor: “Lo malo es que el futuro de nuestro país ya pasó”. Por fortuna, no hemos logrado que el verdadero futuro desaparezca aún: ideas y acciones siempre frescas llegan una y otra vez para renovarlo. Gracias a ellas, hoy el futuro resulta mucho más modesto, y su utopía ya no es la de alcanzar un mundo perfecto sino la mucho más humilde de crear simplemente un mundo mejor.

*

Creador de la idea de pensamiento complejo, el francés Edgar Morin recibió, en 1999, el encargo de la UNESCO de escribir un libro sobre educación que diera la bienvenida al nuevo milenio. Morin respondió con un pequeño texto que sintetiza de alguna forma su filosofía entera: Los siete saberes necesarios para el futuro de la educación. Es difícil describir la proeza de este pensador francés que en apenas un centenar de páginas se aventura a explicarnos lo que hay que hacer, deveras, si queremos un mundo mejor. En este libro (especie de Indice Comentado de su pensamiento), Morin presenta un inmenso andamio de ideas en el que reúne desde observaciones concretas (casi prácticas) sobre, por ejemplo, el riesgo de cometer errores intelectuales, hasta otras tan complejas y paradójicas como la forma de hacer frente a eso que, por definición, no se puede enfrentar: la incertidumbre. Nuestras certezas ―nos explica― son islas en las que hacemos tierra para volver a emprender el viaje por el océano de lo incierto.

La complejidad de Morin es un intento por dar coherencia a la experiencia humana con la condición de admitir que, en el centro de todo conocimiento (como en el de toda galaxia), hay un hoyo negro donde es mejor no aventurarse a riesgo de caer. El conocimiento tiene límites y la proeza humana está en acercarse a ellos sin despeñarse. Morin intenta, pues, identificar y ofrecernos la mayor cantidad de recursos ante la proximidad de la incertidumbre, sabiendo que lo mejor es que los imprevistos nos agarren bien equipados. En Los siete saberes nos entrega un libro complejo, sintético y bien ordenado, que es a la vez pedagógico y didáctico: didáctico en el sentido de presentar sus ideas de forma simple y accesible a un vasto público, y pedagógico en el de ser un confiable interlocutor en nuestra comprensión y aceptación de la realidad.

*

Una advertencia: así como en un tiempo se banalizó la palabra futuro, en nuestra época se corre el riesgo de creer que la palabra incertidumbre señala algo demasiado cierto. Al familiarizarnos con el término, podrá parecer que empezamos a entender a qué se refiere. Pero no es así. Mucho mejor será respetar siempre el hueco de lo que no podemos ver, sabiendo que éste es quizás (como nos dice María Zambrano) el poro por el que respira la piel de lo visible.

*

Sólo una acrobacia cómica intentaría resumir lo ya sintetizado por Morin en esa destilación de saberes que es el libro que aquí comento. Por eso, sólo me atreveré con algunos extractos para dar al lector una probada y motivarlo a la lectura. Antes de pasar a ellos, quiero invitarlo también a encontrar en las ideas de Morin muchos de los principios que animan al Instituto para el Futuro de la Educación y en general a la escuela global contemporánea: educación para toda la vida, multidisciplinariedad, límites a la especialización, conocimiento adecuado al contexto y al mundo, comprensión de lo humano, y por supuesto, conciencia de que el saber se ha vuelto planetario y concerniente a la humanidad entera.

Por último, aprovecho la oportunidad para celebrar al maestro Edgar Morin que, nacido en 1921, cumplió cien años el pasado 8 de julio.

EXTRACTOS

Del capítulo 1: Las cegueras del conocimiento: el error y la ilusión

Necesitamos intercambios y comunicaciones entre las diferentes regiones de nuestra mente, y estar alertas permanentemente para tratar de detectar cuando nos mentimos a nosotros mismos.

*

Un racionalismo que ignora la vida es irracional. La racionalidad debe reconocer el lado del afecto, del amor, del arrepentimiento. La verdadera racionalidad conoce los límites de la lógica; sabe que la realidad comporta misterio. La verdadera racionalidad es capaz de reconocer sus insuficiencias.

Del capítulo 2: Los principios de un conocimiento pertinente

Como nuestra educación nos ha enseñado a separar, compartimentar, aislar y no a ligar los conocimientos, el conjunto de estos constituye un rompecabezas ininteligible.

*

No se trata de abandonar el conocimiento de las partes por el de las totalidades, sino de comprender que el pensamiento que separa y el pensamiento que religa están juntos.

Del capítulo 3: Enseñar la condición humana

Estamos en la era planetaria; donde quiera que se hallen, los seres humanos viven una aventura común.

*

El ser humano de la racionalidad es también el de la afectividad, el mito y el delirio. El ser humano del trabajo es también el del juego. El ser humano empírico es también el de la imaginación.

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El hecho mismo de considerar racional y científicamente el universo, nos separa también de él.

Del capítulo 4: Enseñar la identidad terrenal

Debemos abandonar el sueño prometeico del dominio del universo para alimentar la aspiración de la convivencia en la Tierra.

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El planeta no es un sistema global sino un torbellino en movimiento, desprovisto de centro organizador. Este planeta necesita un pensamiento policéntrico.

Del capítulo 5: Enfrentar las incertidumbres

Conviene ser realista en el sentido complejo de comprender la incertidumbre de lo real, saber que aún hay algo invisible en lo real.

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El conocimiento es navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certezas.

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La “estrategia” debe prevalecer sobre el “programa”. El programa establece una secuencia de acciones que deben ser ejecutadas sin variación en un entorno estable; pero cuando se enfrenta a un entorno inestable e incierto, el programa se bloquea. En cambio, la estrategia elabora su escenario de acción tomando en cuenta las certidumbres y las incertidumbres, las probabilidades y las improbabilidades. La estrategia debe privilegiar tanto la prudencia como la audacia y si es posible las dos a la vez.

Del capítulo 6: Enseñar la comprensión

La comunicación triunfa; el planeta está atravesado por redes, celulares, modems, Internet. Y sin embargo, la incomprensión sigue siendo general.

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Ninguna técnica de comunicación, del teléfono al internet, aporta por sí misma la comprensión. La comprensión no puede digitalizarse.

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La comprensión humana sobrepasa la explicación. La explicación es suficiente para la comprensión intelectual u objetiva de las cosas. Es insuficiente para la comprensión humana.

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Comprender incluye necesariamente un proceso de empatía, de identificación y de proyección. Siempre intersubjetiva, la comprensión necesita apertura, simpatía, generosidad.

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Si sabemos comprender antes de condenar estaremos en la vía de la humanización de nuestras relaciones.

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Es sólo en el siglo XX cuando el arte africano, las filosofías y místicas del Islam, los textos sagrados de la India, el pensamiento de Tao, el del Budismo se vuelven fuentes vivas para el alma occidental encadenada en el mundo del activismo, del productivismo, de la eficacia, del divertimiento… (Un alma) que aspira a la paz interior y a la relación armoniosa con el cuerpo.

Del capítulo 7: La ética del género humano

Ya decía Kant que la finitud geográfica de nuestra tierra impone a sus habitantes un principio de hospitalidad universal, reconociendo al otro el derecho de no ser tratado como enemigo.

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La regeneración democrática supone la regeneración del civismo, la regeneración del civismo supone la regeneración de la solidaridad y de la responsabilidad, es decir el desarrollo de la antropo-ética.

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Podríamos preguntarnos si la escuela no podría ser prácticamente, concretamente, un laboratorio de vida democrática.

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(El aula) debe ser el lugar de aprendizaje del debate argumentado, de las reglas necesarias para la discusión, de la toma de conciencia de las necesidades y de los procesos de comprensión del pensamiento de los demás, de la escucha y del respeto de las voces minoritarias y marginadas.

Fuente: https://observatorio.tec.mx/edu-news/lecturas-para-la-educacion-edgar-morin

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Opinión | El ritual escolar: Comunicación – La Catástrofe (2ª parte)

Por: Andrés García Barrios

A través del abuso del Like/Me gusta, hemos creado una sociedad de personas juntas, pero no unidas. La escuela también ha seguido esta tendencia convirtiendo el diálogo en un monólogo donde todo lo diferente es expulsado.

El esplendor de comunicación que se impuso sobre el mundo entero desde mediados del siglo pasado, pronto se vio ensombrecido por un radical escepticismo. Las críticas iban en dos sentidos. La primera objetaba que, si se daba a todo mundo el derecho a hablar, es decir, si en la casa, la escuela y la comunidad se promovía un diálogo de verdad libre e igualitario, todas las autoridades perderían fuerza y como consecuencia sobrevendrían la anarquía y el libertinaje (eso se decía en los sesenta contra el movimiento hippie y las escuelas llamadas “activas”).

Por otra parte, en cuanto a los medios masivos de comunicación, se denunciaba que con ellos ocurría justo lo opuesto: no eran libres ni plurales, no eran partidarios de una expresión igualitaria ni facilitaban el intercambio democrático de las ideas: estaban supeditados a autoridades económicas y políticas, y manipulaban los contenidos conforme al interés de éstas: la comunicación de masas no era verdadera comunicación sino sólo transmisión de mensajes de forma unilateral: las únicas diferencias reales entre, por ejemplo, una televisora y otra, eran las necesarias para la competencia comercial: el espectador lo único que podía hacer era prender el aparato, cambiar de canal y apagar el aparato, pero no tenía ninguna posibilidad de participar en un verdadero diálogo.

Sin embargo, este tipo de manipulación era más profunda de lo que expresaba la mayoría de esas críticas. El problema iba más allá de sólo darle la palabra a algunos y quitársela a otros. Imponer sobre la gente la manera de pensar de los poderosos no era lo peor. Mucho más dañino (y mucho más fácil) era repetir una y otra vez sólo lo que el público quería escuchar: es decir, afirmar y reafirmar sin cesar lo que la gran mayoría de los espectadores (la masa) pensaban de sí mismos, de sus familias, de la sociedad y de la vida en general.

Las cada vez más abundantes celebridades que aparecían en la televisión, la radio o la prensa, dando consejos y emitiendo opiniones, no hablaban de sí mismas, no presentaban su verdadera forma de pensar y vivir; estaban obligadas a repetir los guiones que se les asignaban y tenían rigurosamente estipulado (en general por contrato) lo que podían decir y lo que no. Estas “personalidades” de ninguna manera se abrían al diálogo y a la confrontación con las ideas, sentimientos y valores de sus “admiradores”. Se hacían partidarias de creencias y tradiciones populares que en realidad muchas veces menospreciaban, y anunciaban con entusiasmo productos comerciales que jamás habían consumido ni consumirían.

Los medios de comunicación no mostraban un mundo distinto al que el público ya conocía: no incluían otras historias, otros dramas, otro tipo humor, otros problemas ni otras formas de entretenerse y divertirse: no les interesaba hablar de otra vida posible. En una palabra, desdeñaban todo papel educativo. Parece que es cierta la frase de un magnate de la televisión mexicana que un día exclamó: “Si la gente quiere mierda, mierda le voy a dar” (así, con esas palabras).

Al sumergirse en la red, el usuario sólo se está viendo a sí mismo.

Obviamente, al “darle por su lado” al espectador, creaban en éste la sensación de que lo estaban tomando en cuenta, y aquel devolvía el favor depositando en los medios su confianza. Así, éstos ―alumbrados por su cauda de “estrellas”― se iban convirtieron en verdaderos representantes populares (“el cuarto poder” llegó a llamárseles). El público sentía que se expresaba a través de ellos, que en ellos circulaban sus propias ideas, que en lo que los medios decían él misma aprobaba o desaprobaba las acciones de otros, y al consumir los productos que ahí publicitaban, les mostraba y reafirmaba su lealtad. En fin, cada espectador estaba convencido de que a través de los medios participaba activamente de la vida social.

Pero no era así. Esa falta de honestidad ―ingrediente sin el cual toda comunicación es una falacia― dejaba al espectador solo con sus propias ideas, creyendo que el mundo entero estaba de acuerdo con él y que su vida tenía importancia hasta para los más famosos y “ejemplares”. Pero en realidad, sólo se estaba comunicando consigo mismo; sin darse cuenta se estaba quedando solo, cada vez más.

Dicen que el peor mal es el falso bien. Para los que creemos (junto con la psicoanalista francesa Francoise Doltó) que la comunicación es la principal misión del ser humano en este planeta, pocas cosas resultan más crueles y discriminadoras que el hecho de sistemáticamente hacer creer a alguien que te importa su punto de vista cuando no es así.

Redes ¿sociales?

En el contexto de esta falsa “comunicación” mundial, la internet fue bien recibida, como si sólo ella y su red electrónica faltaran para completar la esperada unidad del mundo. El colmo del engaño (engaño a un ser que, creyendo comunicarse, sólo escucha sus propias ideas) se alcanzó con las redes sociales. En esa herramienta que supuestamente facilitaría el encuentro entre todos los habitantes del planeta, muchos vieron ―y ven aún― el mayor enemigo de lo humano en el nuevo siglo.

No exagero. En el famoso documental El dilema de las redes sociales, un verdadero ejército de excreadores de este tipo de plataformas se lanzan contra ellas para denunciarlas: se trata, revelan, de una red donde cada ser humano recibe un paquete de verdades, estímulos y satisfactores especialmente diseñados para él por un sistema poderosísimo que tiene acceso a toda su información y a información de todo el mundo (obviamente sin qué nada de esto él lo sepa). Esa red sólo le ofrece lo que le es afín, no le da nada que lo contradiga, al menos no que lo contradiga seriamente: nada que le exija cuestionarse y cambiar, nada que le comunique, nada que lo eduque en un sentido profundo.

La escuela también ha seguido esta tendencia, donde todo lo diferente es expulsado.

Al contrario, el sistema está haciendo que su estrecho mundo individual se le aparezca como la realidad entera. El usuario de redes cree que tiene acceso a una oferta universal de asuntos y que puede elegir de entre ellos, cuando en realidad le están restringiendo el menú sin decírselo. Al sumergirse en la red, sólo se está viendo a sí mismo. Y ―como ocurre siempre ante el espejo― al sentirse en esa plena confianza, se desnuda libremente, mostrándose a sí mismo tal cual (con todo lo que siente, piensa, lee, mira, desayuna o desea), cosa que el sistema agradece y utiliza para conocerlo mejor y seguir reciclando frente a él exclusivamente lo que, como decimos, le es afín. Gracias a las redes, está destinado a hablar más y más sólo consigo mismo y a convertirse en un entusiasta interlocutor de su propio eco.

¿Qué tipo de comunidad podemos crear todos esos individuos que vivimos así? Como nos explica el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, a través del abuso del Like/Me gusta y de las redes, los seres humanos hemos creado una sociedad de personas juntas, pero no unidas; una pluralidad de individuos aislados donde todos somos “yo” pero no “nosotros”.

¿Y en la escuela?

La escuela también se ha visto amenazada por esta tendencia de las redes sociales a crear parcelas personales de realidad y a convertir el diálogo en un monólogo donde todo lo diferente es expulsado. ¿No es cierto que en determinado momento los alumnos de algunas escuelas empezaron a hablar de que los maestros estaban ahí para atender a sus demandas de conocimiento? Ellos ―los estudiantes― podían elegir lo que querían aprender y los maestros debían aportárselos: “Quiero que usted me enseñe esto. Sí, yo voy a decirle lo que va a explicarme”. A partir de entonces, muchos nos seguimos preguntando si la educación escolar podría ser sustituida por una especie de autodidactismo en que cada individuo elija sólo lo que quiera aprender y que pueda hallarlo en los medios electrónicos (en un contexto así, la escuela o bien desaparecería o se convertiría en un simple proveedor de información, organizada en función de lo que cada quien requiera).

Sin embargo, a la luz de las nuevas críticas, también podemos pensar que en un tipo de “escuela” así los alumnos sólo creerían estar construyéndose a sí mismos cuando en realidad simplemente estarían adquiriendo habilidades para ser más y más parecidos a lo que el sistema espera de ellos. Para “autoexplotarse”, como dice Byung-Chul Han.

¿Podremos de verdad prescindir de un tipo ancestral de escuela donde la comunicación es entendida como un “abrirse al otro”; de una comunidad de aprendizaje donde, en el intercambio con otro, uno va más allá de su personalidad, y donde el diálogo es la forma de fortalecer la identidad individual y la unidad social? Seguiré hablando de ello en este artículo sobre la comunicación en el ritual escolar.

(Continuará)

Fuente de la información: https://observatorio.tec.mx

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