José Joaquín Brunner
Domingo 15 de mayo de 2016
«El contrato principal de la universidad es uno entre generaciones cuyo objeto es transmitir una cultura de la razón pública, del pluralismo de valores y del conocimiento en todas las dimensiones de lo humano. Su naturaleza estatal o privada es más bien un rasgo secundario…».
La idea de lo público en relación con la universidad experimentó un claro estrechamiento a lo largo del siglo XX. Hoy se encuentra en una sima de confusión y malos entendidos. De hecho, se ha transformado lo público en una manifestación cuasi administrativa de lo estatal, público=Estado, o bien ha sido reducido a una categoría económica, equivalente a: público=producción de bienes públicos o de beneficios sociales. Ambas deformaciones de lo público sirven un propósito táctico y utilitario: permitir a un grupo de instituciones reclamar un trato preferente; en concreto, una mayor participación en los recursos del presupuesto nacional.
En cambio, la idea de lo público como una característica inherente a la universidad moderna es mucho más que lo anterior. Ante todo, es un atributo de la razón que en ella se expresa. Según decía Kant, la universidad es cultivo público y crítico de la razón. De allí la necesidad de reconocer su autonomía y de proteger la libertad de sus miembros para enseñar, investigar y aprender. Del gobierno, agregaba él, la institución universitaria debe esperar «nada más que no poner trabas al progreso de las luces y de las ciencias».
A cambio de esos fueros y del financiamiento (parcial) de sus actividades, la universidad ofrece oportunidades de aprendizaje, conocimiento, el ideal de una comunicación no-distorsionada, preguntas fundamentales y verdades socialmente elaboradas que permiten a los individuos vivir vidas examinadas y, a la sociedad, conocerse y transformarse.
Dentro de esta tradición imaginó e instituyó Humboldt la universidad que investiga y enseña a las nuevas generaciones a vivir en una cultura reflexiva avanzada. Dentro de ella pensó Jaspers a la universidad como conciencia lúcida de su época. Y hasta hoy, como ocurre con Derrida, se proclama que la universidad «exige y se le debería reconocer en principio […] una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad».
¿Cómo pudo esta poderosa idea banalizarse al punto de convertirse en una mera ficción jurídica (lo estatal) o en el símil de una fábrica de bienes públicos? Hay dos vertientes explicativas para este fenómeno. Por un lado, la universidad pública (de tradición kantiana) al identificarse plenamente con el Estado-nación durante el siglo XIX, sufrió los avatares de aquel durante el siglo XX: quedó a merced de regímenes totalitarios en el mundo soviético, se identificó con el Estado nazi (de la mano del rector Heidegger) o fue sometida a una rigurosa vigilancia como ocurrió durante la dictadura en nuestro país. La cadena de lo público=Estado=interés general se rompió en mil partes y perdió legitimidad. En la actualidad perdura apenas como un reflejo burocrático-formal.
Por otro lado, la universidad estatal se volvió una corporación utilitaria proclamándose, en el lenguaje económico de nuestra época, una productora de bienes públicos -tales como acceso equitativo, desarrollo regional, empleabilidad e innovación tecnológica- y propuso ser reconocida como una fuente generadora de beneficios sociales a cambio de un subsidio fiscal.
Desde el momento que asumió esa doble inflexión administrativa y utilitaria, la universidad estatal quedó atrapada en su propia lógica. Debió competir con múltiples otras organizaciones por estudiantes, académicos, recursos y prestigios; ser acreditada bajo unas mismas reglas con esas competidoras; complementar sus ingresos cobrando aranceles; vender servicios de conocimiento y ser medida con idénticos indicadores de producción, desempeño y resultados. Sus diferencias respecto de universidades privadas (sin fines de lucro) perdieron relevancia. Ambas producen bienes públicos, fomentan la equidad y el mérito, admiten alumnos bajo un mismo régimen de selección, adoptan métodos de gestión empresarial, comparten una idéntica organización de la carrera académica, emplean esquemas de financiamiento compartido y se gestionan en función de criterios de efectividad, eficiencia y creación de valor comunitario.
Al igual que entre las universidades privadas, también entre las universidades estatales hay una gran heterogeneidad y variedad de tipos alrededor del mundo: pluralistas, militantes, comprometidas con los ruidos de la calle, religiosas, comerciales, altamente selectivas, masivas, de acceso libre o pagadas, locales e internacionales. Incluso, con cierta ironía podría decirse que además hay universidades públicas entre las estatales (en la tradición kantiana) mientras otras son más bien corporativizadas, o se han privatizado a sí mismas, o sirven a grupos políticos o ideológicos, o se ocupan únicamente de los intereses de sus propios miembros. En suma, si queremos recuperar el sentido de lo público, debemos abandonar el esquematismo de lo público=estatal. Más bien, tenemos que salir a buscar lo público en la racionalidad sustantiva de las instituciones, sus principios formativos, su capacidad de formularse preguntas, su independencia reflexiva frente a los poderes (de todo tipo) y su sujeción a un marco normativo que asegure su «libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición».
Lo importante, en esencia, es cómo la universidad participa en la esfera pública, ese espacio que se halla entre el Estado y la sociedad civil (el mercado y los organismos privados). A fin de cuentas, el contrato principal de la universidad es uno entre generaciones cuyo objeto es transmitir una cultura de la razón pública, del pluralismo de valores y del conocimiento en todas las dimensiones de lo humano. Su naturaleza estatal o privada es más bien un rasgo secundario.