Por: Noam Chomsky
Nos reunimos en un momento extraordinario, un momento que es, de hecho, único en la historia de la humanidad, un momento tanto de mal augurio y presagio y al mismo tiempo brillante de esperanzas por un futuro mejor. La Internacional Progresista tiene un papel crucial que desempeñar en determinar qué dirección tomará la historia.
Nos reunimos en un momento de confluencia de crisis de extraordinaria gravedad, con el destino del experimento humano literalmente en riesgo. En las próximas semanas, los problemas llegarán a un punto crítico en los dos poderes imperiales más grandes de la era moderna.
La decadente Gran Bretaña, habiendo declarado públicamente que rechaza la ley internacional, está a orillas de una fuerte ruptura con Europa, en camino de convertirse en un satélite estadounidense aún más de lo que ya es. Pero, por supuesto, lo más trascendente para el futuro es lo que pasa en la hegemonía global, disminuido por la bola de demolición de Trump, pero aún con abrumadora potencia e incomparables ventajas. Su destino, y con él el destino del mundo, puede determinarse en noviembre.
No sorprende que el resto del mundo esté preocupado, si no horrorizado. Sería difícil encontrar un comentarista más sobrio y respetado que Martin Wolf del Financial Times de Londres. Escribe que Occidente está enfrentando una grave crisis, y si Trump es reelegido, “esto será el terminal (el final)”. Palabras fuertes, y ni siquiera se refiere a las grandes crisis que enfrenta la humanidad.
Wolf se refiere al orden global, un asunto crítico, aunque no a la escala de las crisis que amenazan con consecuencias mucho más serias, las crisis que dirigen las manecillas del famoso Reloj del Apocalipsis hacia la medianoche—hacia la extinción.
El concepto “terminal” de Wolf no es algo nuevo en el discurso público. Hemos vivido bajo su sombra durante 75 años, desde que aprendimos, en un día inolvidable de agosto, que la inteligencia humana había creado los medios que pronto producirían la capacidad para una destrucción terminal. Eso fue abrumador, pero había más. No se entendió por aquel entonces que la humanidad estaba entrando en una nueva época geológica, el Antropoceno, en el cual las actividades humanas están despojando el medio ambiente de tal manera que ahora también se acerca a la destrucción terminal.
Las manecillas del Reloj del Apocalipsis fueron establecidas poco después de que las bombas atómicas fueran usadas en un paroxismo de matanza innecesaria. Las manecillas han oscilado desde entonces, a medida que las circunstancias globales han evolucionado. Cada año que Trump ha estado en el cargo, las manecillas se han acercado a la medianoche. Hace dos años se acercaron como nunca antes. El pasado enero, los analistas abandonaron minutos, y cambiaron a segundos: 100 segundos para la medianoche. Citaron las mismas crisis que antes: las crecientes amenazas de la guerra nuclear y de catástrofe medioambiental, y el deterioro de la democracia.
Esta última podría parecer fuera de contexto a primera vista, pero no lo es. El deterioro de la democracia encaja en este trío sombrío. La única esperanza de escapar de las dos amenazas de extinción es una democracia vibrante en la que ciudadanos preocupados e informados participen plenamente en la deliberación, la formación de políticas y la acción directa.
Eso fue el pasado enero. Desde entonces, el presidente Trump ha amplificado las tres amenazas, un logro no insignificante. Ha continuado su demolición del régimen de control de armas, que ha ofrecido alguna protección contra la amenaza de una guerra nuclear, a la vez que apremia el desarrollo de nuevas armas aún más mortíferas, para el gran deleite de la industria militar. En su dedicado compromiso por destruir el medio ambiente que sostiene la vida, Trump ha abierto nuevas y vastas áreas para perforar, incluyendo la última gran reserva natural. Mientras tanto, sus secuaces están desmantelando sistemáticamente el sistema regulatorio que mitiga de algún modo el impacto destructivo del uso de combustibles fósiles, y que protege a la población de químicos tóxicos y de la contaminación, una maldición que ahora es doblemente mortal durante una grave epidemia respiratoria.
Trump ha llevado también hacia adelante su campaña para socavar la democracia. Por ley, los nombramientos presidenciales están sujetos a la confirmación del Senado. Trump evita este inconveniente dejando las posiciones abiertas y, en cambio, llenando las oficinas con “nombramientos temporales” que responden a su voluntad – y si no lo hacen con suficiente lealtad al señor, son despedidos. Ha purgado al ejecutivo de cualquier voz independiente. Solo quedan los aduladores. El Congreso estableció hace mucho tiempo Inspectores Generales para monitorear el rendimiento de la rama ejecutiva. Empezaron a mirar en el pantano de corrupción que Trump ha creado en Washington. Este rápidamente se cuidó en salud despidiéndolos. Apenas hubo nadie del Senado Republicano que se asomó para ver lo que pasaba, ya que Trump se los había metido a todos en el bolsillo, con lo que apenas quedaban destellos de integridad, aterrorizados por la base popular que Trump ha movilizado.
Esta arremetida contra la democracia es sólo el comienzo. La última jugada de Trump es advertir que podría no abandonar el cargo si no está satisfecho con los resultados de las elecciones en noviembre. La amenaza se ha tomado muy en serio en las altas esferas. Para mencionar unos ejemplos, dos respetados comandantes jubilados de alto rango publicaron una carta abierta al presidente del Estado Mayor Conjunto, general Milley, revisando su responsabilidad constitucional de enviar al ejército para destituir por la fuerza a un “presidente ingobernable” que se niegue a abandonar el cargo después de una derrota electoral, añadiendo en su defensa los tipos de unidades paramilitares que este despachó a Portland, Oregón, para aterrorizar a la población por encima de la fuerte objeción de lxs funcionarios electos.
Muchas figuras del establishment consideran que la advertencia es factible, entre ellas el Proyecto de Integridad de la Transición, que acaba de comunicar los datos de los “juegos de guerra” que ha estado realizando sobre los posibles resultados de las elecciones en noviembre. Los miembros del proyecto son “algunos de los republicanos, demócratas, funcionarios públicos, expertos de los medios, encuestadores y estrategas mejor formados que hay”, explica el codirector del Proyecto, incluyendo figuras prominentes de ambos partidos. Bajo cualquier posible escenario aparte de una clara victoria de Trump, los juegos conducen a algo parecido a una guerra civil, con Trump escogiendo terminar “el experimento estadounidense”.
Otra vez palabras fuertes, jamás escuchadas de las voces sobrias de la corriente principal. El simple hecho de que tales pensamientos surjan es de mal augurio. No están solos. Y dado el incomparable poder de los EE.UU., es mucho más que “el experimento estadounidense” lo que está en riesgo.
Nada como esto ha ocurrido en la historia de la democracia parlamentaria a menudo problemática. Y si nos ceñimos a años recientes, Richard Nixon —una persona no muy agradable en la historia presidencial— tenía razón en creer que había perdido las elecciones de 1960 sólo por la manipulación criminal de operativos demócratas. No impugnó los resultados, poniendo el bienestar del país por delante de la ambición personal. Albert Gore hizo lo mismo en el año 2000. Pero hoy no.
Creando nuevos caminos en desprecio por el bienestar del país no es suficiente para el megalómano que domina el mundo. Trump también ha anunciado una vez más que él podría ignorar la Constitución y “negociar” por un tercer mandato si él decide que tiene derecho a ello.
Algunos eligen reírse de todo esto como si fuera el juego de un bufón. A su propio peligro, como muestra la historia.
La supervivencia de la libertad no está garantizada por “barreras de pergamino”, advirtió James Madison. Las palabras en papel no son suficientes. Está fundada en la expectativa de la buena voluntad y la decencia común. Eso fue hecho trizas por Trump junto con su coconspirador el líder de la mayoría del Senado, Mitch McConnell, quien ha convertido el “mayor cuerpo deliberativo del mundo”, como se denomina a sí mismo, en una broma patética. El senado de McConnell se niega incluso a considerar propuestas legislativas. Se preocupa por ser generoso con los ricos y apilar el poder judicial, de arriba a abajo con abogados jóvenes de extrema derecha capaces de salvaguardar la agenda reaccionaria Trump-McConnell por una generación, sin importar lo que quiera el público, sin importar lo que el mundo necesite para sobrevivir.
El despreciable servicio hacia los ricos por parte del partido republicano Trump-McConnell es sorprendente, incluso para los estándares neoliberales que exaltan la codicia. Una ilustración es dada por los principales especialistas en política fiscal, los economistas Emmanuel Sáez y Gabriel Zucman. Muestran que en 2018, después de la estafa fiscal que fue el único logro legislativo de Trump-McConnell, “por primera vez en los últimos cien años, los multimillonarios han pagado menos [en impuestos] que los trabajadores del acero, los profesores de escuelas y los jubilados”, eliminando “un siglo de historia fiscal”. “En 2018, por primera vez en la historia moderna de los Estados Unidos, el capital ha tenido menos impuestos que el trabajo”: una victoria verdaderamente impresionante de la guerra de clases, llamada “libertad” en la doctrina hegemónica.
El Reloj del Apocalipsis fue puesto en hora en enero pasado antes de que se entendiera la escala de la pandemia. Tarde o temprano la humanidad se recuperará de la pandemia, a un costo terrible. Es un costo innecesario. Lo vemos claramente en la experiencia de países que tomaron medidas decisivas cuando China el 10 de enero, proporcionó al mundo información pertinente sobre el virus. Entre ellos estaban principalmente el este y sudeste asiático y Oceanía, y otros que se quedaron rezagados, y en la retaguardia unos cuantos absolutos desastres, en particular los Estados Unidos, seguidos por el Brasil de Bolsonaro y la India de Modi.
Pese a la mala conducta o indiferencia de algunos líderes políticos, al final habrá una especie de recuperación de la pandemia. Sin embargo, no nos recuperaremos del derretimiento de los casquetes polares, ni de la explosiva velocidad de incendios árticos que liberan enormes cantidades de gases de efecto invernadero a la atmósfera, ni de otros pasos en nuestra marcha hacia la catástrofe.
Cuando los científicos más prominentes nos advierten “Entren en Pánico”, no están siendo alarmistas. No hay tiempo que perder. Pocos están haciendo lo suficiente, y lo que es peor, el mundo está maldecido con líderes que no sólo rechazan tomar medidas suficientes sino que deliberadamente aceleran nuestro trayecto hacia el desastre. La maldad en la Casa Blanca está a la cabeza de esta monstruosa criminalidad.
No son sólo los gobiernos. Lo mismo se aplica a las industrias de combustibles fósiles, los grandes bancos que las financian y otras industrias que se benefician de acciones que ponen en grave riesgo la “supervivencia de la humanidad”, según las palabras de un memorando interno filtrado del mayor banco de Estados Unidos.
La humanidad no sobrevivirá a esta malignidad institucional. Los medios para manejar la crisis están disponibles, pero no por mucho tiempo. Una tarea primordial de la Internacional Progresista es asegurar que todos entremos en pánico ahora, y actuemos en consecuencia.
Las crisis a las que nos enfrentamos en este momento único de la historia son, por supuesto, internacionales. El desastre medioambiental, la guerra nuclear y la pandemia no tienen fronteras. Y de una manera menos transparente, lo mismo es verdad sobre el tercero de los demonios que amenazan la tierra y dirigen las manecillas del Reloj del Apocalipsis hacia la medianoche: el deterioro de la democracia. El carácter internacional de esta plaga se hace evidente cuando examinamos sus orígenes.
Las circunstancias varían, pero tienen algunas raíces comunes. Mucha de la maldad se remonta al asalto neoliberal lanzado con fuerza a la población mundial hace 40 años.
El carácter básico del asalto fue plasmado en los pronunciamientos iniciales de sus figuras más prominentes. Ronald Reagan declaró en su discurso inaugural que el gobierno es el problema, no la solución, lo que significa que habría que remover las decisiones de los gobiernos, que al menos parcialmente están bajo control público, y pasarlas al poder privado, que es completamente irresponsable al público, y cuya responsabilidad es el autoenriquecimiento, como proclamó el economista Milton Friedman. La otra fue Margaret Thatcher, quien nos instruyó que no existe la sociedad, sólo un mercado en el cual las personas son arrojadas para sobrevivir lo mejor que puedan, sin organizaciones que les permitan defenderse contra sus estragos.
Sin darse cuenta, Thatcher estaba parafraseando a Marx, quien condenó a los gobernantes autocráticos de su época por convertir a la población en un “saco de papas”, indefenso ante el poder concentrado.
Con una consistencia admirable, las administraciones Thatcher y Reagan se movieron rápidamente para destruir el movimiento obrero, el principal impedimento al duro dominio por parte de los amos de la economía. Al hacerlo, adoptaban los principios rectores del neoliberalismo de sus comienzos en la Viena de entreguerras, donde el fundador y santo patrono del movimiento, Ludwig von Mises, apenas pudo contener su alegría cuando el gobierno protofascista destruyó violentamente la vibrante socialdemocracia austriaca y los despreciables sindicatos de comercio que interferían con la economía sana al defender los derechos de los trabajadores. Como von Mises explicó en su clásico neoliberal de 1927 Liberalismo, cinco años después de que Mussolini iniciara su brutal mandato, “No puede negarse que el fascismo y movimientos similares que apuntan al establecimiento de dictaduras están llenos de las mejores intenciones y que su intervención ha salvado por el momento a la civilización europea. El mérito que el fascismo se ha ganado por sí mismo vivirá eternamente en la historia” – aunque sólo será temporal, nos aseguró. Los Camisas Negras se irán a casa después de haber terminado su buen trabajo.
Los mismos principios inspiraron el entusiasta apoyo neoliberal para la espantosa dictadura de Pinochet. Unos años después, de forma diferente se pusieron en operación en el escenario global bajo el liderazgo de Estados Unidos y del Reino Unido.
Las consecuencias eran predecibles. Una fue la fuerte concentración de riqueza yuxtapuesta al estancamiento de gran parte de la población, reflejado en el campo político al socavar la democracia. El impacto en los Estados Unidos muestra con claridad lo que se podría esperar cuando el régimen de los negocios es prácticamente indiscutible. Tras 40 años, el 0.1 por ciento de la población tiene el 20 por ciento de la riqueza, el doble de lo que tenían cuando Reagan fue elegido. La remuneración de los directores ejecutivos se ha disparado, aumentando con ella la riqueza de la gerencia en general. Los salarios reales para los trabajadores masculinos que no están en puestos de supervisión han disminuido. Una mayoría de la población sobrevive de cheque en cheque, casi sin ahorros. Las instituciones financieras, en su mayoría depredadoras, han explotado en extensión. Ha habido repetidas crisis financieras, aumentando en gravedad, tras las cuales los perpetradores son rescatados por el amable contribuyente, pese a que eso es el menor de los subsidios estatales implícitos que reciben. El “mercado libre” condujo a la monopolización, con una reducción de la competencia y la innovación, ya que los fuertes tragaron a los débiles. La globalización neoliberal ha desindustrializado el país a través del marco de acuerdos de inversión y comercio mal etiquetados como “acuerdos de libre comercio”. Adoptando la doctrina neoliberal de “impuestos son robos”, Reagan abrió la puerta a paraísos fiscales y empresas fantasmas, previamente prohibidas de ejercer por leyes de cumplimiento efectivo. Eso creó una gran industria de evasión de impuestos que facilitó el robo masivo de los más ricos y del sector corporativo a la población en general. No fue un cambio pequeño. El alcance se estima en decenas de billones de dólares.
Y así continúa, mientras la doctrina neoliberal se arraigó.
Mientras el asalto apenas estaba tomando forma, en 1978, el presidente de la United Auto Workers, Dougherty Fraser, renunció a un comité de gestión laboral establecido por la administración Carter. Se escandalizó al ver que los líderes empresariales habían “elegido librar una guerra de clases unilateral en este país – una guerra contra los trabajadores, los desempleados, los pobres, las minorías, los más jóvenes y los más viejos, e incluso muchos de la clase media de nuestra sociedad”, y habían “roto y desechado el pacto frágil y no escrito que existía previamente durante un período de crecimiento y progreso” —durante el período de colaboración de clases bajo un capitalismo reglamentado.
Su reconocimiento de cómo funciona el mundo se demoró, de hecho era demasiado tarde para evitar la amarga guerra de clases lanzada por los líderes empresariales a quienes pronto se les dio rienda suelta por parte de gobiernos complacientes. Las consecuencias en gran parte del mundo no sorprenden – rabia general, resentimiento, desprecio por las instituciones políticas mientras las principales instituciones económicas, una propaganda efectiva las oculta de la vista. Todo esto crea un territorio fértil para demagogos que pretenden ser tus salvadores mientras te apuñalan por la espalda, mientras que desvían la culpa de tus condiciones a chivos expiatorios: inmigrantes, negros, China, quien sea que encaje en los viejos prejuicios.
Volviendo a las grandes crisis que enfrentamos en este momento histórico, todas son internacionales, y dos de las internacionales se están formando para hacerlas frente. Una da inicio hoy: la Internacional Progresista. La otra se ha formado bajo el liderazgo de la Casa Blanca de Trump, una Internacional Reaccionaria compuesta por los estados más reaccionarios del mundo.
En el hemisferio occidental, la Internacional Reaccionaria incluye el Brasil de Bolsonaro y algunos otros. En Medio Oriente, los principales miembros son familias dictaduras del Golfo; la dictadura egipcia de al-Sisi, tal vez la más dura en la historia de Egipto; e Israel, que hace tiempo que descartó sus orígenes socialdemócratas y se desplazó lejos a la derecha, el efecto previsto de la prolongada y brutal ocupación. Los acuerdos actuales entre Israel y las dictaduras árabes, que formalizan antiguas relaciones tácitas, son un paso significativo hacia la consolidación de la base de la Internacional Reaccionaria en el Medio Oriente. Los palestinos son pateados en la cara, el destino apropiado para quienes carecen de poder y no se postran a los pies de los amos naturales.
Al este, un candidato natural es la India, donde el Primer Ministro Modi está destruyendo la democracia secular del país y convirtiéndolo en un Estado racista nacionalista hindú, mientras aplasta a Cachemira. El contingente europeo incluye la “democracia iliberal” de Orban en Hungría y elementos similares en otras partes. La Internacional Reaccionaria también tiene un poderoso respaldo en las instituciones económicas mundiales dominantes.
Las dos internacionales abarcan una gran parte del mundo, una a nivel de Estados, la otra al nivel de movimientos populares. Cada una es un representativo prominente de fuerzas sociales mucho más amplias, que tienen imágenes del mundo muy contrapuestas que deberían emerger de la pandemia actual. Una de esas fuerzas está trabajando implacablemente para construir una versión más dura del sistema neoliberal global del cual se han beneficiado enormemente, con medidas de vigilancia y control más intensas. La otra mira hacia adelante a un mundo de justicia y paz, con energías y recursos dirigidos a servir las necesidades humanas en lugar de las demandas de una pequeña minoría. Es una especie de lucha de clases a escala global, con muchas facetas e interacciones complejas.
No es exagerado decir que el destino del experimento humano depende del resultado de esta lucha.