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El Sentido De La Vida

Texto de Erich Fromm, publicado a manera de prólogo  para su libro « Vom Haben zum Sein» (Del tener al ser) en 1989.

Por: Erich Fromm

«Amar con inteligencia y de forma plena es el resultado de un acto deliberado, un propósito que requiere y al mismo tiempo demanda buscar la excelencia.» – Erich Fromm 

En mi libro [¿Tener o ser?], describía los modos existenciales del tener y del ser, así como las consecuencias que del predominio de cada uno de ellos se derivan para el bienestar del hombre; y concluía que su plena humanización le exige cambiar de orientación: de la posesión a la actividad y del egoísmo a la solidaridad. Seguidamente, expondré unas cuantas sugerencias que puedan servir de preparativos para alcanzar este fin.
Pero quien se disponga a ejercitarse en la orientación al ser tendrá que empezar haciéndose la pregunta fundamental: ¿para qué quiero vivir?
Ahora bien, ¿es ésta una pregunta razonable? ¿Hay un motivo para querer vivir, faltándonos el cual preferiríamos no vivir? En realidad, todos los seres vivientes, tanto los animales como el hombre, quieren vivir, y esta voluntad sólo desaparece en circunstancias excepcionales, como un dolor insoportable. En él hombre, pasiones como el amor, el odio, el orgullo y la lealtad pueden ser más fuertes que la voluntad de vivir. Parece que la naturaleza —o, si se prefiere, la evolución— ha dado a todo ser viviente esta voluntad de vivir, y cualesquiera crea el hombre que son sus motivos, no son más que ideas derivadas con las que justifica este impulso biológico. Pero no hace falta recurrir a la teoría de la evolución. El maestro Eckhart (1927, pág. 365) ha dicho lo mismo de manera más sencilla y poética:
«Quien preguntase a un hombre bueno:
—¿Por qué amas tú a Dios?, recibiría como respuesta:
—No lo sé… ¡Porque es Dios!
—¿Por qué amas la verdad?
—¡Por la verdad!
 —¿Por qué amas la justicia?
 —Por la justicia.
—¿Por qué amas la bondad?
—Por la bondad. —Y, ¿por qué vives?
—A fe mía, que no lo sé… ¡Me gusta vivir!».
El querer vivir, el gustarnos vivir, es cosa que no necesita explicación. Pero si nos preguntamos cómo queremos vivir, qué pedimos a la vida, qué le hace tener sentido para nosotros; se trata, verdaderamente, de preguntas —más o menos idénticas— que recibirán muchas respuestas diferentes. Unos dirán que quieren amor, otros escogerán el poder, otros seguridad y, otros, placeres sensuales y comodidades, mientras que otros preferirán la fama; pero lo más probable es que la mayoría coincidan en decir que quieren ser felices. Y éste es también, para la mayoría de los filósofos y de los teólogos, el propósito de los afanes humanos. Pero si entendemos por felicidad cosas tan diferentes e incompatibles como las citadas, será una idea abstracta y más bien vana. Se trata de examinar qué significa este término, tanto para el filósofo como para el profano.
Aun entendiéndose la felicidad de modos tan diferentes, la mayoría de los pensadores coinciden en la idea de que seremos felices si se cumplen nuestros deseos o, por decirlo de otra manera, si tenemos lo que queremos. Las diferencias entre las diversas ideas están en la respuesta a la pregunta de cuáles son esas necesidades cuya satisfacción nos hace ser felices. Llegamos, pues, al momento en que la pregunta por el sentido y la finalidad de la vida nos lleva a la cuestión de qué son las necesidades humanas.
En general, hay dos posturas contrarias. La primera, y casi la única que hoy se defiende, consiste en afirmar que la necesidad es algo enteramente subjetivo: es el afán de conseguir una cosa deseada con tanta ansia que justamente podemos llamar necesidad, y cuya satisfacción nos procura placer. Esta definición no atiende al origen de la necesidad. No se pregunta si es de raíz fisiológica, como en el caso del hambre y la sed; o si es debida al desarrollo social y cultural del hombre, como la necesidad de refinamiento en la comida y la bebida, o la de gozar del arte y del pensamiento; o si es socialmente inducida, como la de cigarrillos, coches y aparatos; ni, finalmente, si se trata de una necesidad patológica, como la de tener satisfacciones sádicas o masoquistas.
Tampoco se plantea en esta postura qué consecuencias tiene para el hombre la satisfacción de la necesidad: si enriquece su vida y contribuye a su desarrollo, o lo debilita, lo embota y lo obstaculiza, convirtiéndose en negativa. Se cree cuestión de gusto el que una persona disfrute el cumplimiento de su deseo de oír a Bach, o el de su sadismo dominando o dañando a algún desamparado: mientras sea esto lo que una persona desee, la felicidad consistirá en la satisfacción de esta necesidad. Las únicas excepciones que suelen hacerse son aquellos casos en que la satisfacción de una necesidad perjudica gravemente a otros o va en detrimento de la propia utilidad social. Así, el deseo de destruir y el de consumir estupefacientes no se toman como necesidades legítimas, aunque produzcan «placer».
La postura contraria establece una diferenciación fundamental, atendiendo a si la necesidad conduce al desarrollo y bienestar del hombre, o lo obstaculiza y perjudica. Piensa en las necesidades que se originan en la naturaleza del hombre y conducen a su desarrollo y a la realización de sí mismo. No hay felicidad puramente subjetiva, sino objetiva, normativa. Sólo conduce a la felicidad el cumplimiento de los deseos que están en el interés del hombre. En el primer caso, digo: «Seré feliz si gozo todos los placeres que desee»; en el segundo: «Seré feliz si logro lo que debo desear, puesto que quiero alcanzar un máximo de bienestar».
No hará falta decir que esta última versión resulta inaceptable desde el punto de vista de la teoría científica tradicional, porque introduce en el cuadro una norma, o sea, una calificación, con lo que parece restarle validez objetiva. La duda está en si no es cierto que la norma en sí tiene validez objetiva. ¿No puede decirse que el hombre tiene una naturaleza? Y si tiene una naturaleza que podemos definir objetivamente, ¿no podremos creer que su finalidad es la misma de todos los seres vivientes, a saber, su más perfecto ejercicio y la más plena realización de sus posibilidades? ¿No se sigue de ello que ciertas normas son conducentes a esta finalidad, mientras que otras la obstaculizan?
Esto puede entenderlo cualquier jardinero. El fin de la vida de un rosal es llegar a actualizar todo su potencial: que sus hojas se desarrollen bien y que su flor sea la rosa más perfecta que pueda nacer de su semilla. El jardinero sabe que, para alcanzar este objetivo, debe seguir ciertas normas conocidas por experiencia. El rosal necesita un tipo especial de tierra, de humedad, de temperatura, de sol y sombra. A él corresponde procurárselos, si quiere conseguir buenas rosas. Pero, incluso sin su ayuda, el rosal trata de satisfacerse un máximo de necesidades. No puede modificar en nada la tierra y la humedad, pero puede inclinarse hacia el sol, si tiene la oportunidad. Lo mismo ocurre con la crianza de animales, aunque en este caso es mayor la variedad de fines y, por tanto, de normas que el criador puede querer alcanzar. ¿Por qué no habría de ocurrir lo mismo con el género humano?
Aun careciendo de conocimientos teóricos sobre los motivos de que ciertas normas conduzcan al óptimo desarrollo y ejercicio del hombre, la experiencia nos enseña, al menos, tanto como al jardinero y al ganadero. Ésta es la razón por la que todos los grandes maestros de la humanidad han llegado a enseñar, esencialmente, las mismas normas, que se resumen en la necesidad de vencer la codicia, el engaño y el odio y de conseguir amor y participación, como condición para alcanzar un grado óptimo de ser. Sacar conclusiones de las pruebas reales, aun careciendo de teorías que las expliquen, es un método perfectamente sensato y de ninguna manera «acientífico», aunque el ideal científico siga siendo descubrir qué leyes hay detrás de las pruebas.
Quienes insisten en negar fundamento teórico a los llamados juicios apreciativos sobre la felicidad humana no hacen la misma objeción ante un problema fisiológico, aunque, naturalmente, el caso es distinto. Supongamos que una persona siente ansia de dulces y pasteles, engorda y pone en peligro su salud: no dirán que, si el comer es su mayor felicidad, debe seguir comiendo, sin dejarse convencer de que renuncie a este placer; reconocerán que esta ansia es cosa diferente a los deseos «normales», precisamente porque daña él organismo. No dicen que esta reserva sea subjetiva, ni acientífica, ni un juicio apreciativo, sencillamente porque sabemos la relación que hay entre el exceso en la comida y la salud. Pero hoy sabemos también mucho de lo patológicas y dañinas que son pasiones como el ansia de fama, de poder, de posesión, de venganza y de dominio, así que, con el mismo fundamento teórico y clínico, podemos calificar de nocivas estas necesidades. No hay más que pensar en la «enfermedad del directivo», las úlceras gástricas, que son consecuencia de la vida ajetreada, y en la tensión producida por el exceso de ambición, la falta de equilibrio de la personalidad y la dependencia del éxito. Pero, según muchos datos, hay algo más que esta relación entre las posturas «equivocadas» y la enfermedad somática. En las pasadas décadas, unos cuantos neurólogos, como C. von Monakow, R. B. Livingston y Heinz v. Foerster, han señalado que el hombre está dotado neurológicamente de una moral «biológica», en la que se arraigan normas como las de cooperación y solidaridad y la búsqueda de la verdad y de la libertad. Son ideas que se basan en consideraciones desde el punto de vista de la teoría de la evolución (véase E. Fromm, 1973a, GA VII, págs. 232-235). Por mi parte, he querido mostrar que las principales normas humanas son condiciones para el pleno desarrollo personal, mientras que los deseos puramente subjetivos son objetivamente perniciosos (véase E. Fromm, 1973a, GA VII, y E. Fromm, 1947a, GA II, págs. 14- 18).
La finalidad de la vida, tal como la entendemos en las páginas siguientes, puede establecerse en distintos planos. Del modo más general, puede definirse como un desarrollo propio que nos acerque todo lo posible al modelo de la naturaleza humana (según Spinoza); o, en otras palabras, el óptimo desarrollo de acuerdo con las condiciones de la existencia humana, llegando a ser plenamente lo que somos en potencia; dejar que la razón o la experiencia nos lleven a comprender qué normas conducen al bienestar, dada la naturaleza del hombre, que podemos comprender por la razón (según santo Tomás de Aquino).
La que quizá sea la forma fundamental de expresar la finalidad y el sentido de la vida es común a las tradiciones del Lejano y del Cercano Oriente (y Europa): la «Gran Liberación», liberación del dominio de la codicia (en todas sus formas) y de las cadenas del engaño. Podemos encontrar este doble aspecto de la liberación en doctrinas como la religión védica de la India, en el budismo y en el zen chino y japonés; en la forma mítica de Dios como rey supremo en el judaísmo y el cristianismo; culminando en la mística cristiana y musulmana, en Spinoza y en Marx. En todas estas enseñanzas, la liberación interior, el romper las cadenas de la codicia y del engaño, no puede desligarse del óptimo desarrollo de la razón (entendida la razón como el empleo del pensamiento con la finalidad de conocer el mundo tal como es, en contraste con la «inteligencia manipuladora», que es el empleo del pensamiento con el propósito de satisfacer un deseo).
Esta relación entre la liberación de la codicia y el primado de la razón es intrínsecamente necesaria. Nuestra razón sólo obra hasta el punto en que no esté sofocada por la codicia. El que está preso de sus pasiones irracionales se encuentra forzosamente a su merced, pierde la capacidad de ser objetivo y no hace más que justificarse cuando cree decir la verdad.
En la sociedad industrial se ha perdido esta idea de la liberación (en sus dos aspectos) como finalidad de la vida, o más bien se ha mermado y tergiversado. Se ha entendido exclusivamente como liberación de fuerzas exteriores: la clase media, como liberación del feudalismo; la clase obrera, del capitalismo, y los pueblos de Africa y Asia, del imperialismo. Se ha tratado esencialmente de una liberación política. Me refiero a las ideas y a los sentimientos populares. Desde luego, el concepto de liberación no era principalmente político, si recordamos la filosofía de la Ilustración, con su lema sapere aude («Atrévete a saber»), y el interés de los filósofos por la liberación interior.
En efecto, la liberación del dominio exterior es necesaria porque merma al hombre, con la excepción de muy pocos individuos. Pero también la exclusiva atención a ella ha hecho mucho daño: en primer lugar, los liberadores se transformaron con frecuencia en los nuevos dominadores, que no hacían sino vocear los ideales de libertad. Segundo, la liberación política pudo ocultar que se estaba creando una nueva opresión, aunque en formas solapadas y anónimas. Así ha ocurrido en las democracias occidentales, donde la dependencia se disfraza de muchas maneras. (En los países comunistas, la dominación es más franca). Y, lo más importante, se ha olvidado por completo que el hombre puede ser esclavo sin estar encadenada Una idea religiosa afirma reiteradamente lo contrario: que el hombre puede ser libre incluso estando encadenado. Y puede ser cierta a veces, en casos rarísimos, pero no tiene importancia en nuestra época. Sí la tiene, en cambio, y mucha, la idea de que el hombre puede ser un esclavo sin cadenas: no se ha hecho más que trasladar las cadenas, del exterior, al interior del hombre. El aparato sugestionador de la sociedad lo atiborra de ideas y necesidades. Y estas cadenas son mucho más fuertes que las exteriores: porque éstas, al menos, el hombre las ve, pero no se da cuenta de las cadenas interiores que arrastra creyendo ser libre. Puede tratar de romper las cadenas exteriores, pero ¿cómo se librará de unas cadenas cuya existencia desconoce?
Toda tentativa de superar la crisis, quizá fatal, de los países industriales, y es posible que del género humano, habrá de empezar por ver cuáles son las cadenas exteriores y las interiores; habrá de basarse en la liberación del hombre, en el sentido humanista clásico, así como en el moderno sentido político y social. En general, la Iglesia sigue hablando sólo de la liberación interior. Los partidos políticos, desde los liberales hasta los comunistas, hablan sólo de la liberación exterior. Sin embargo, vemos claramente en la historia que la una sin la otra da lugar a una ideología que deja al hombre indefenso y dependiente. El único objetivo realista es la liberación total, objetivo que bien podríamos llamar humanismo radical (o revolucionario).
En la sociedad industrial se ha tergiversado también el concepto de la razón, tal como ha ocurrido con el de la liberación. Desde el comienzo del Renacimiento, el principal objeto que la razón trató de captar fue la naturaleza, y los frutos de la nueva ciencia fueron las maravillas técnicas. El hombre dejó de ser objeto de estudio hasta hace poco, en las formas enajenadas de la psicología, la antropología y la sociología, convirtiéndose cada vez más en mero instrumento para fines económicos. En los casi tres siglos después de Spinoza, fue Freud el primero que volvió a hacer del «hombre interior» objeto científico, aun constreñido como estaba por el estrecho marco del materialismo burgués.
Hoy la cuestión esencial es, me parece, si podremos recrear el concepto clásico de la liberación interna y externa y el concepto de la razón en sus dos aspectos, aplicado a la naturaleza (ciencia) y aplicado al hombre (conocimiento de sí mismo).
Antes de hacer unas sugerencias sobre ciertos preparativos para aprender el arte de vivir, quiero asegurarme de que no se interpretarán mal mis intenciones. Si el lector espera en este capítulo una breve receta para aprender el arte de vivir, será mejor que lo deje aquí. Lo único que quiero y puedo ofrecer son unas sugerencias sobre la dirección en que podrá encontrar respuestas y ensayar un esbozo de algunas de ellas. Lo que tengo que decir es incompleto, y la única compensación para el lector será que hablaré solamente de los métodos que yo mismo haya practicado y experimentado.
Este principio de exposición implica que no voy a tratar de escribir sobre todos los métodos preparatorios, ni siquiera sobre los más importantes. No hablaremos del yoga, del zen, de la meditación centrada en las palabras, ni de los métodos de relajación de Alexander, Jacobson y Feldenkreis. Tratar sistemáticamente de todos los métodos exigiría por lo menos todo un volumen y, además, no sería yo el más indicado para escribir tal compendio, pues creo que no podemos escribir sobre experiencias que no hayamos vivido.
De hecho, podría terminar este capítulo justo aquí, diciendo: lea las obras de los maestros del vivir, llegue a comprender el verdadero sentido de sus palabras, fórmese su propia idea de lo que quiera hacer con su vida; abandone la ingenua idea de que no necesita maestro, ni guía, ni modelo; de que puede averiguar, en el lapso de una vida, lo que han descubierto las mentes más grandes del género humano en muchos millares de años, a partir de las piedras y los esbozos que les dejaron sus predecesores. Según dijo uno de los mayores maestros del vivir, el maestro Eckhart: «¿Cómo puede vivir nadie sin haber sido instruido en el arte de vivir y de morir?».
Fuente e imagen: https://www.bloghemia.com/2021/03/el-sentido-de-la-vida-por-erich-fromm.html

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El trabajo : ¿felicidad o desdicha?

Texto del filósofo, matemático y premio nobel de Literatura, Bertrand Russell, publicado en su libro  «The Conquest of Happiness» 

Por: Bertrand Russell

«¡Qué agradable sería un mundo en el que no se permitiera a nadie operar en bolsa a menos que hubiese pasado un examen de economía y poesía griega, y en el que los políticos estuviesen obligados a tener un sólido conocimiento de la historia y de la novela moderna!» – Bertrand Russell

Puede que no esté muy claro si el trabajo debería clasificarse entre las causas de felicidad o entre las causas de desdicha. Desde luego, hay muchos trabajos que son sumamente desagradables, y un exceso de trabajo es siempre muy penoso. Creo, sin embargo, que si el trabajo no es excesivo, para la mayor parte de la gente hasta la tarea más aburrida es mejor que no hacer nada. En el trabajo hay toda una gradación, desde el mero alivio del tedio hasta los placeres más intensos, dependiendo de la clase de trabajo y de las aptitudes del trabajador. La mayor parte del trabajo que casi todo el mundo tiene que hacer no es nada interesante en sí mismo, pero incluso este tipo de trabajo tiene algunas grandes ventajas. Para empezar, ocupa muchas horas del día, sin necesidad de decidir qué vamos a hacer. La mayor parte de la gente, si se la deja libre para ocupar su tiempo a su gusto, se queda indecisa, sin que se le ocurra algo lo bastante agradable como para que valga la pena hacerlo. Y decidan lo que decidan, tienen la molesta sensación de que habría sido más agradable hacer alguna otra cosa. La capacidad de saber emplear inteligentemente el tiempo libre es el último producto de la civilización, y por el momento hay muy pocas personas que hayan alcanzado este nivel. Además, tener que decidir es ya de por sí una molestia. Exceptuando las personas con iniciativa fuera de lo normal, casi todos prefieren que se les diga lo que tienen que hacer a cada hora del día, siempre que las órdenes no sean muy desagradables. Casi todos los ricos ociosos padecen un aburrimiento insoportable; es el precio que pagan por librarse de los trabajos penosos. A veces encuentran alivio practicando la caza mayor en África o dando la vuelta al mundo en avión, pero el número de sensaciones de este tipo es limitado, sobre todo cuando ya no se es joven. Por eso, los ricos más inteligentes trabajan casi tan duro como si fueran pobres, y la mayor parte de las mujeres ricas se mantiene ocupada en innumerables fruslerías, de cuya trascendental importancia están firmemente convencidas.
Así pues, el trabajo es deseable ante todo y sobre todo como preventivo del aburrimiento, porque el aburrimiento que uno siente cuando está haciendo un trabajo necesario pero poco interesante no es nada en comparación con el aburrimiento que se siente cuando uno no tiene nada que hacer. Esta ventaja lleva aparejada otra: que los días de fiesta, cuando llegan, se disfrutan mucho más. Si el trabajo no es tan duro que le deje a uno sin fuerzas, el trabajador le sacará a su tiempo libre mucho más placer que un hombre ocioso.
La segunda ventaja de casi todos los trabajos remunerados y de algunos trabajos no remunerados es que ofrecen posibilidades de éxito y dan oportunidades a la ambición. En casi todos los trabajos el éxito se mide por los ingresos, y esto será inevitable mientras dure nuestra sociedad capitalista. Solo en los mejores trabajos deja de ser aplicable esta vara de medir. En el deseo de ganar más que sienten los hombres interviene tanto el deseo de éxito como el de los lujos adicionales que podrían procurarse con más ingresos. Por aburrido que sea un trabajo, se hace soportable si sirve para labrarse una reputación, ya sea a nivel mundial o solo en el propio círculo privado. La persistencia en los propósitos es uno de los ingredientes más importantes de la felicidad a largo plazo, y para la mayoría de los hombres esto se consigue principalmente en el trabajo. En este aspecto, las mujeres cuya vida está dedicada a las tareas del hogar son mucho menos afortunadas que los hombres y que las mujeres que trabajan fuera de casa. La esposa domesticada no cobra salario, no tiene posibilidades de prosperar, su marido (que no ve prácticamente nada de lo que ella hace) considera que todo eso es natural, y no la valora por su trabajo doméstico sino por otras cualidades. Por supuesto, esto no se aplica a las mujeres con suficientes medios económicos para montarse casas magníficas con jardines preciosos, que son la envidia de sus vecinos; pero estas mujeres son relativamente pocas, y, para la gran mayoría, las labores domésticas no pueden proporcionar tantas satisfacciones como las que obtienen de su trabajo los hombres y las mujeres con una profesión.
Casi todos los trabajos proporcionan la satisfacción de matar el tiempo y de ofrecer alguna salida a la ambición, por humilde que sea, y esta satisfacción basta para que incluso el que tiene un trabajo aburrido sea, por término medio, más feliz que el que no lo tiene. Pero cuando el trabajo es interesante, es capaz de proporcionar satisfacciones de un nivel muy superior al mero alivio del tedio. Los tipos de trabajo con algún interés se pueden ordenar jerárquicamente. Empezaré por los que solo son ligeramente interesantes y terminaré con los que son dignos de absorber todas las energías de un gran hombre.
Los principales elementos que hacen interesante un trabajo son dos: el primero es el ejercicio de una habilidad; el segundo, la construcción.
Todo el que ha adquirido una habilidad poco común disfruta ejercitándola hasta que la domina sin esfuerzo o hasta que ya no puede mejorar más. Esta motivación para la actividad comienza en la primera infancia: al niño que sabe hacer el pino acaba no gustándole andar con los pies. Muchos trabajos proporcionan el mismo placer que los juegos de habilidad. El trabajo de un abogado o de un político debe de producir un placer muy similar al que se experimenta jugando al bridge, pero en una forma más agradable. Por supuesto, aquí no solo se trata de ejercer una habilidad, sino de superar a un adversario hábil. Pero aunque no exista este elemento competitivo, la ejecución de proezas difíciles siempre es agradable. El hombre capaz de hacer acrobacias con un aeroplano experimenta un placer tan grande que por él está dispuesto a arriesgar la vida. Me imagino que un buen cirujano, a pesar de las dolorosas circunstancias en que realiza su trabajo, obtiene satisfacción de la exquisita precisión de sus operaciones. El mismo tipo de placer, aunque en forma menos intensa, se obtiene en muchos trabajos de índole más humilde. Incluso he oído hablar de fontaneros que disfrutaban con su trabajo, aunque nunca he tenido la suerte de conocer a uno. Todo trabajo que exija habilidad puede proporcionar placer, siempre que la habilidad requerida sea variable o se pueda perfeccionar indefinidamente. Si no se dan estas condiciones, el trabajo dejará de ser interesante cuando uno alcanza el nivel máximo de habilidad. El atleta que corre carreras de cinco mil metros dejará de obtener placer con esta ocupación cuando pase de una edad en que ya no pueda batir sus marcas anteriores. Afortunadamente, existen muchísimos trabajos en que las nuevas circunstancias exigen nuevas habilidades, y uno puede seguir mejorando, al menos hasta llegar a la edad madura. En algunos tipos de trabajos cualificados, como la política, por ejemplo, parece que la mejor edad del hombre está entre los sesenta y los setenta; la razón es que en esta clase de profesiones es imprescindible tener una gran experiencia en el trato con los demás. Por esta razón, los políticos de éxito pueden ser más felices a los setenta años que otros hombres de la misma edad. Sus únicos competidores en este aspecto son los que dirigen grandes negocios.
Sin embargo, los mejores trabajos tienen otro elemento que es aún más importante como fuente de felicidad que el ejercicio de una habilidad: el elemento constructivo. En algunos trabajos, aunque desde luego en muy pocos, se construye algo que queda como monumento después de terminado el trabajo. Podemos distinguir la construcción de la destrucción por el siguiente criterio: en la construcción, el estado inicial de las cosas es relativamente caótico, pero el resultado encarna un propósito; en la destrucción ocurre al revés: el estado inicial de las cosas encarna un propósito y el resultado es caótico; es decir, lo único que se proponía el destructor era crear un estado de cosas que no encarne un determinado propósito. Este criterio se aplica al caso más literal y obvio que es la construcción y destrucción de edificios. Para construir un edificio se sigue un plano previamente trazado, mientras que al demolerlo nadie decide cómo quedarán exactamente los materiales cuando termine la demolición. Desde luego, la destrucción es necesaria muy a menudo como paso previo para una posterior construcción; en este caso, forma parte de un todo que es constructivo. Pero no es raro que la gente se dedique a actividades cuyos propósitos son destructivos, sin relación con ninguna construcción que pueda venir posteriormente. Muy a menudo, se engañan a sí mismos haciéndose creer que solo están preparando el terreno para después construir algo nuevo, pero por lo general es posible destapar este engaño, cuando se trata de un engaño, preguntándoles qué se va a construir después. Entonces se verá que dicen vaguedades y hablan sin entusiasmo, mientras que de la destrucción preliminar hablaban con entusiasmo y precisión. Esto se aplica a no pocos revolucionarios, militaristas y otros apóstoles de la violencia. Actúan motivados por el odio, generalmente sin que ellos mismos lo sepan; su verdadero objetivo es la destrucción de lo que odian, y se muestran relativamente indiferentes a la cuestión de lo que vendrá luego. No puedo negar que se puede gozar con un trabajo de destrucción, lo mismo que con uno de construcción. Es un gozo más feroz, tal vez más intenso en algunos momentos, pero no produce una satisfacción tan profunda, porque el resultado tiene poco de satisfactorio. Matas a tu enemigo y, una vez muerto, ya no tienes nada que hacer, y la satisfacción que obtienes de la victoria se evapora rápidamente. En cambio, cuando se ha terminado un trabajo constructivo, produce placer contemplarlo, y, además, nunca está tan completo que no se pueda añadir ningún toque más. Las actividades más satisfactorias son las que conducen indefinidamente de un éxito a otro sin llegar jamás a un callejón sin salida; y en este aspecto es fácil comprobar que la construcción es una fuente de felicidad mayor que la destrucción. Tal vez sería más correcto decir que los que encuentran satisfacción en la construcción quedan más satisfechos que los que se complacen en la destrucción, porque cuando se ha estado lleno de odio no es fácil obtener de la construcción el placer que obtendría de ella otra persona.
Además, pocas cosas resultan tan eficaces para curar el hábito de odiar como la oportunidad de hacer algún trabajo constructivo importante.
La satisfacción que produce el éxito en una gran empresa constructiva es una de las mayores que se pueden encontrar en la vida, aunque por desgracia sus formas más elevadas solo están al alcance de personas con aptitudes excepcionales. Nadie puede quitarle a uno la felicidad que provoca haber hecho bien un trabajo importante, salvo que se le demuestre que, en realidad, todo su trabajo estuvo mal hecho. Esta satisfacción puede adoptar muchas formas. El hombre que diseña un plan de riego con el que consigue hacer florecer el desierto la disfruta en una de sus formas más tangibles. La creación de una organización puede ser un trabajo de suprema importancia. También lo es el trabajo de esos pocos estadistas que han dedicado sus vidas a crear orden a partir del caos, de los que Lenin es el máximo exponente en nuestra época. Los ejemplos más obvios son los artistas y los hombres de ciencia. Shakespeare dijo de sus poemas: «Vivirán mientras los hombres respiren y los ojos puedan ver». Y no cabe duda de que este pensamiento le consolaba en tiempos de desgracia. En sus sonetos insiste en que pensar en su amigo le reconciliaba con la vida, pero no puedo evitar sospechar que los sonetos que le escribió a su amigo eran mucho más eficaces para este propósito que el amigo mismo. Los grandes artistas y los grandes hombres de ciencia hacen un trabajo que es un placer en sí mismo; mientras lo hacen, se ganan el respeto de las personas cuyo respeto vale la pena, lo cual les proporciona el tipo más importante de poder, el poder sobre los pensamientos y sentimientos de otros. Además, tienen excelentes razones para pensar bien de sí mismos. Cualquiera pensaría que esta combinación de circunstancias favorables tendría que bastar para hacer feliz a cualquier hombre. Sin embargo, no es así. Miguel Ángel, por ejemplo, fue un hombre terriblemente desdichado, y sostenía (aunque estoy seguro de que no era verdad) que nunca se habría molestado en producir obras de arte si no hubiera tenido que pagar las deudas de sus parientes menesterosos. La capacidad de producir grandes obras de arte va unida con mucha frecuencia, aunque no siempre, a una infelicidad temperamental tan grande que, de no ser por el placer que el artista obtiene de su obra, le empujaría al suicidio. Por tanto, no podemos decir que una gran obra, aunque sea la mejor de todas, tiene que hacer feliz a un hombre; solo podemos decir que tiene que hacerle menos infeliz. En cambio, los hombres de ciencia suelen tener un temperamento menos propenso a la desdicha que el de los artistas, y, por regla general, los grandes científicos son hombres felices que deben su felicidad principalmente a su trabajo.
Una de las causas de infelicidad entre los intelectuales de nuestra época es que muchos de ellos, sobre todo los que tienen talento literario, no encuentran ocasión de ejercer su talento de manera independiente y tienen que alquilarse a ricas empresas dirigidas por filisteos que insisten en hacerles producir cosas que ellos consideran tonterías perniciosas. Si hiciéramos una encuesta entre periodistas de Inglaterra o Estados Unidos, preguntándoles si creen en la política del periódico para el que trabajan, creo que comprobaríamos que solo una minoría contesta que sí; el resto, para ganarse la vida, prostituye su talento en trabajos que ellos mismos consideran dañinos. Este tipo de trabajo no puede proporcionar ninguna satisfacción auténtica; y para reconciliarse con lo que hace, el hombre tiene que volverse tan cínico que ya nada le produce una satisfacción sana. No puedo condenar a los que se dedican a este tipo de trabajos, porque morirse de hambre es una alternativa demasiado dura, pero creo que si uno tiene posibilidades de hacer un trabajo que satisfaga sus impulsos constructivos sin pasar demasiada hambre, hará bien, desde el punto de vista de su felicidad, en elegir este trabajo antes que otro mucho mejor pagado pero que no le parezca digno de hacerse. Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente imposible. Y el hombre que se avergüenza de su trabajo difícilmente podrá respetarse a sí mismo.
Tal como están las cosas, la satisfacción del trabajo constructivo es el privilegio de una minoría, pero, no obstante, puede ser privilegio de una minoría bastante grande. La experimenta todo aquel que es su propio jefe, y también todos aquellos cuyo trabajo les parece útil y requiere una habilidad considerable. La cría de hijos satisfactorios es un trabajo constructivo muy difícil, que puede producir una enorme satisfacción. Cualquier mujer que lo haya logrado siente que, como resultado de su trabajo, el mundo contiene algo de valor que de otro modo no contendría.
Los seres humanos son muy diferentes en lo que se refiere a la tendencia a considerar sus vidas como un todo. Algunos lo hacen de manera natural y consideran que para ser feliz es imprescindible hacerlo con cierta satisfacción. Para otros, la vida es una serie de incidentes inconexos, sin rumbo y sin unidad. Creo que los primeros tienen más probabilidades de alcanzar la felicidad que los segundos, porque poco a poco van acumulando circunstancias de las que pueden obtener satisfacción y autoestima, mientras que los otros son arrastrados de un lado a otro por los vientos de las circunstancias, ahora hacia aquí, ahora hacia allá, sin llegar nunca a ningún puerto. Acostumbrarse a ver la vida como un todo es un requisito imprescindible para la sabiduría y la auténtica moral y es una de las cosas que deberían fomentarse en la educación. La constancia en los propósitos no basta para hacerle a uno feliz, pero es una condición casi indispensable para una vida feliz. Y la constancia en los propósitos se encarna principalmente en el trabajo.
Fuente e imagen:  https://www.bloghemia.com/2021/03/el-trabajo-felicidad-o-desdicha-por.html

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De La Ética Del Trabajo A La Estética Del Consumo

Texto del sociólogo, filósofo y ensayista polaco-británico Zygmunt Bauman, publicado en su libro «Work, consumerism and the new poor»

«Todas las medidas emprendidas en nombre del «rescate de la economía» se convierten, como tocadas por una varita mágica, en medidas que sirven para enriquecer a los ricos y empobrecer a los pobres» .- Zygmunt Bauman

La nuestra es una sociedad de consumidores.
Todos sabemos, a grandes rasgos, qué significa ser «consumidor»: usar las cosas, comerlas, vestirse con ellas, utilizarlas para jugar y, en general, satisfacer —a través de ellas— nuestras necesidades y deseos. Puesto que el dinero (en la mayoría de los casos y en casi todo el mundo) «media» entre el deseo y su satisfacción, ser consumidor también significa —y este es su significado habitual— apropiarse de las cosas destinadas al consumo: comprarlas, pagar por ellas y de este modo convertirlas en algo de nuestra exclusiva propiedad, impidiendo que los otros las usen sin nuestro consentimiento.
Consumir significa, también, destruir. A medida que las consumimos, las cosas dejan de existir, literal o espiritualmente, A veces, se las «agota» hasta su aniquilación total (como cuando comemos algo o gastamos la ropa); otras, se las despoja de su encanto hasta que dejan de despertar nuestros deseos y pierden la capacidad de satisfacer nuestros apetitos: un juguete con el que hemos jugado muchas veces, o un disco que hemos escuchado demasiado. Esas cosas ya dejan de ser aptas para el consumo.
Esto es ser consumidor; pero ¿a qué nos referimos cuando hablamos de una sociedad de consumo? ¿Qué tiene de específico esto de formar parte de una comunidad de consumidores? Y además, ¿no son sociedades de consumo, en mayor o menor medida, todas las comunidades humanas conocidas hasta ahora? Las características apuntadas en el párrafo anterior —salvo, quizás, la necesidad de entregar dinero a cambio de los objetos que vamos a consumir— se encuentran en cualquier tipo de sociedad. Desde luego, las cosas que consideramos en condiciones de ser consumidas, así como el modo como lo hacemos, varían de época en época y de un lugar a otro; pero nadie, en ningún tiempo o lugar, pudo sobrevivir sin consumir algo.
Por eso, cuando decimos que la nuestra es una sociedad de consumo debemos considerar algo más que el hecho trivial, común y poco diferenciador, de que todos consumimos. La nuestra es «una comunidad de consumidores» en el mismo sentido en que la sociedad de nuestros abuelos (la moderna sociedad que vio nacer a la industria y que hemos descrito en el capítulo anterior) merecía el nombre de «sociedad de productores». Aunque la humanidad venga produciendo desde la lejana prehistoria y vaya a hacerlo siempre, la razón para llamar «comunidad de productores» a la primera forma de la sociedad moderna se basa en el hecho de que sus miembros se dedicaron principalmente a la producción; el modo como tal sociedad formaba a sus integrantes estaba determinado por la necesidad de desempeñar el papel de productores, y la norma impuesta a sus miembros era la de adquirir la capacidad y la voluntad de producir. En su etapa presente de modernidad tardía —esta segunda modernidad, o posmodernidad—, la sociedad humana impone a sus miembros (otra vez, principalmente) la obligación de ser consumidores. La forma en que esta sociedad moldea a sus integrantes está regida, ante todo y en primer lugar, por la necesidad de desempeñar ese papel; la norma que les impone, la de tener capacidad y voluntad de consumir.
Pero el paso que va de una sociedad a otra no es tajante; no todos los integrantes de la comunidad tuvieron que abandonar un papel para asumir otro. Ninguna de las dos sociedades mencionadas pudo haberse sostenido sin que algunos de sus miembros, al menos, tuvieran a su cargo la producción de cosas para ser consumidas; todos ellos, por supuesto, también consumen. La diferencia reside en el énfasis que se ponga en cada sociedad; ese cambio de énfasis marca una enorme diferencia casi en todos los aspectos de esa sociedad, en su cultura y en el destino individual de cada uno de sus miembros. Las diferencias son tan profundas y universales que justifican plenamente el hablar de la sociedad actual como de una comunidad totalmente diferente de la anterior: una sociedad de consumo.
El paso de aquella sociedad de productores a esta del consumo significó múltiples y profundos cambios; el primero es, probablemente, el modo como se prepara y educa a la gente para satisfacer las condiciones impuestas por su identidad social (es decir, la forma en que se «integra» a hombres y mujeres al nuevo orden para adjudicarles un lugar en él). Las clásicas instituciones que moldeaban individuos — las instituciones panópticas, que resultaron fundamentales en la primera etapa de la sociedad industrial— cayeron en desuso. Con la rápida disminución de los empleos, con el reemplazo del servicio militar obligatorio por ejércitos pequeños integrados por profesionales voluntarios, es difícil que el grueso de la población recíba la influencia de aquellas instituciones. El progreso tecnológico llegó al punto en que la productividad crece en forma inversamente proporcional a la disminución de los empleos. Ahora se reduce el número de obreros industriales; el nuevo principio de la modernización es el downsizing [el «achicamiento» o reducción de personal]. Según los cálculos de Martin Wolf, director del Financial Times, la gente empleada en la industria se redujo en los países de la Comunidad Europea, entre 1970 y 1994, de un 30 a un 20%, y de un 28 a un 16% en los Estados Unidos. Durante el mismo período, la productividad industrial aumentó, en promedio, un 2,5% anual.
El tipo de entrenamiento en que las instituciones panópticas se destacaron no sirve para la formación de los nuevos consumidores. Aquellas moldeaban a la gente para un comportamiento rutinario y monótono, y lo lograban limitando o eliminando por completo toda posibilidad de elección; sin embargo, la ausencia de rutina y un estado de elección permanente constituyen las virtudes esenciales y los requisitos indispensables para convertirse en auténtico consumidor. Por eso, además de ver reducido su papel en el mundo posindustrial posterior al servicio militar obligatorio, el adiestramiento blindado por las instituciones panópticas resulta inconciliable con una sociedad de consumo. El temperamento y las actitudes de vida moldeados por ellas son contraproducentes para la creación de los nuevos consumidores. Idealmente, los hábitos adquiridos deberán descansar sobre los hombros de los consumidores, del mismo modo que las vocaciones inspiradas en la religión o en la ética (así como las apasionadas ambiciones de otros tiempos) se apoyaron —tal como dijo Max Weber repitiendo palabras de Baxter— sobre los hombros del santo protestante: «como un manto liviano, listo para ser arrojado a un lado en cualquier momento ». Es que los hábitos son dejados de lado a la primera oportunidad y nunca llegan a alcanzar la solidez de los barrotes de una jaula. En forma ideal, por eso, un consumidor no debería aferrarse a nada, no debería comprometerse con nada, jamás debería considerar satisfecha una necesidad y ni uno solo de sus deseos podría ser considerado el último. A cualquier juramento de lealtad o compromiso se debería agregar esta condición: «Hasta nuevo aviso». En adelante, importará sólo la fugacidad y el carácter provisional de todo compromiso, que no durará más que el tiempo necesario para consumir el objeto del deseo (o para hacer desaparecer el deseo del objeto). Toda forma de consumo lleva su tiempo: esta es la maldición que arrastra nuestra sociedad de consumidores y la principal fuente de preocupación para quienes comercian con bienes de consumo.
La satisfacción del consumidor debería ser instantánea en un doble sentido: los bienes consumidos deberían satisfacer de forma inmediata, sin imponer demoras, aprendizajes o prolongadas preparaciones; pero esa satisfacción debería terminar en el preciso momento en que concluyera el tiempo necesario para el consumo, tiempo que debería reducirse a su vez a su mínima expresión. La mejor manera de lograr esta reducción es cuando los consumidores no pueden mantener su atención en un objeto, ni focalizar sus deseos por demasiado tiempo; cuando son impacientes, impetuosos e inquietos y, sobre todo, fáciles de entusiasmar e igualmente inclinados a perder su interés en las cosas. Cuando el deseo es apartado de la espera, y la espera se separa del deseo, la capacidad de consumo puede extenderse mucho más allá de los límites impuestos por las necesidades naturales o adquiridas, o por la duración misma de los objetos del deseo. La relación tradicional entre las necesidades y su satisfacción queda entonces revertida: la promesa y la esperanza de satisfacción preceden a la necesidad y son siempre mayores que la necesidad preexistente, aunque no tanto que impidan desear los productos ofrecidos por aquella promesa. En realidad, la promesa resultará mucho más atractiva cuanto menos conocida resulte la necesidad en cuestión: vivir una experiencia que estaba disponible, y de la cual hasta se ignoraba su existencia, es siempre más seductor. El entusiasmo provocado por la sensación novedosa y sin precedentes constituye el meollo en el proceso del consumo. Como dicen Mark C. Taylor y Esa Saarinen, «el deseo no desea la satisfacción. Por el contrario, el deseo desea el deseo »; en todo caso, así funciona el deseo de un consumidor ideal. La perspectiva de que el deseo se disipe y nada parezca estar en condiciones de resucitarlo, o el panorama de un mundo en el que nada sea digno de ser deseado, conforman la más siniestra pesadilla del consumidor ideal. Para aumentar su capacidad de consumo, no se debe dar descanso a los consumidores. Es necesario exponerlos siempre a nuevas tentaciones manteniéndolos en un estado de ebullición continua, de permanente excitación y, en verdad, de sospecha y recelo. Los anzuelos para captar la atención deben confirmar la sospecha y disipar todo recelo: «¿Crees haberlo visto todo? ¡Pues no viste nada todavía!».
A menudo se dice que el mercado de consumo seduce a los consumidores. Para hacerlo, ha de contar con consumidores dispuestos a ser seducidos y con ganas de serlo (así como el patrón, para dirigir a sus obreros, necesitaba trabajadores con hábitos de disciplina y obediencia firmemente arraigados). En una sociedad de consumo bien engrasada, los consumidores buscan activamente la seducción. Van de una atracción a otra, pasan de tentación en tentación, dejan un anzuelo para picar en otro.
Cada nueva atracción, tentación o carnada es, en cierto modo, diferente —y quizá más fuerte— que la anterior. Algo parecido, aunque también diferente, a lo que sucedía con sus antepasados productores: su vida era pasar de una vuelta de cinta transportadora a otra vuelta exactamente igual a la anterior. Para los consumidores maduros y expertos, actuar de ese modo es una compulsión, una obligación impuesta; sin embargo, esa «obligación» internalizada, esa imposibilidad de vivir su propia vida de cualquier otra forma posible, se les presenta como un libre ejercicio de voluntad. El mercado puede haberlos preparado para ser consumidores al impedirles desoír las tentaciones ofrecidas; pero en cada nueva visita al mercado tendrán, otra vez, la entera sensación de que son ellos quienes mandan, juzgan, critican y eligen. Después de todo, entre las infinitas alternativas que se les ofrecen no le deben fidelidad a ninguna. Pero lo que no pueden es rehusarse a elegir entre ellas. Los caminos para llegar a la propia identidad, a ocupar un lugar en la sociedad humana y a vivir una vida que se reconozca como significativa exigen visitas diarias al mercado.
En la etapa industrial de la modernidad había un hecho incuestionable: antes que cualquier otra cosa, todos debían ser ante todo productores, En esta «segunda modernidad», en esta modernidad de consumidores, la primera e imperiosa obligación es ser consumidor; después, pensar en convertirse en cualquier otra cosa.
Fuente: https://www.bloghemia.com/2021/03/de-la-etica-del-trabajo-la-estetica-del.html
Imagen: Steve Cutts
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