Por: Pablo Bustinduy y Raúl Rojas
Hace 40 años la gente LGBT+ de este país salió a la calle a decir bien alto que estaban muy orgullosos y orgullosas de ser quienes eran. Entonces tenían en contra una ley que les amenazaba con penas de cárcel, con el manicomio, y que inclusive les tildaba de ser un peligro social; la policía disolvió aquella primera manifestación a palos. Al año siguiente, sin embargo, volvieron a salir a la calle. Y en el 79, también. Y cada año después de aquél, peleando metro a metro hasta conseguir que hoy seamos, según el Pew Research Center, la sociedad más tolerante y concienciada en derechos LGBT+. Aquellos pioneros y pioneras levantaron un país que despertaba de la dictadura y, en cuatro décadas, nos han legado este Orgullo. Eso no significa una fiesta o una manifestación. Significa un derecho para todos y todas, independientemente de nuestra identidad de género o inclinación afectivo-sexual. Es el derecho de estar orgullosos y orgullosas de nuestro país, de nuestra sociedad. De quienes consiguieron esto. De que ellos y ellas mismas sean nuestro país.
Viene a cuento este ejercicio de memoria porque aún queda mucho trabajo por hacer. Hoy en día la homosexualidad es un delito en 75 países del planeta, y en 13 de ellos, en lugares como Afganistán, Arabia Saudí, Irán, Iraq, Mauritania, Pakistán, Somalia, Sudán o Yemen, se castiga con la pena de muerte. Amnistía Internacional ha documentado hasta 1.731 crímenes de odio contra la comunidad entre el año 2008 y el 2014. Pocos países, sin embargo, cuentan con legislación adecuada contra dichos crímenes. Sin ir más lejos, en 20 países europeos se obliga a las personas transgénero a someterse a tratamiento quirúrgico para obtener el reconocimiento legal de su identidad.
Ante esto, el Congreso de los Diputados aprobó en 2014 una PNL que pedía al Gobierno «promover activamente la derogación de las leyes que en numerosos países penalizan a homosexuales y transexuales». El Gobierno no ha cumplido con este mandato. Además, nos «indigna» el abismo que existe entre los discursos y la realidad de la política exterior española donde los derechos de este colectivo han estado totalmente ausentes. Sobre el papel, la Estrategia de Acción Exterior aprobada por este Gobierno en 2014 recoge como prioridad en DDHH la «lucha contra la discriminación por razón de orientación sexual o de identidad de género», y el pasado 17 de mayo -día internacional contra la LGBTfobia- el Consejo de Ministros aprobaba una declaración institucional en las que reafirmaba su defensa de los colectivos LGTB. En la práctica las acciones concretas de nuestro Gobierno contradicen su propia voluntad. Valgan algunos ejemplos: la pertenencia de España al Consejo de Seguridad de la ONU (2015-2016) estará marcada por la ausencia de iniciativas para la protección de los LGBT+; España fue el primer país en julio 2014 que firmó un convenio de adopción con Rusia que vetaba expresamente a las parejas homosexuales. En Marruecos, el 1 de febrero condenaron a dos homosexuales a 18 meses de prisión. El ministro García-Margallo realizó una visita oficial tres días más tarde en la que -huelga decir- no mostró rechazo por las condenas. El agravante se constata cuando miramos hacia nuestros gobiernos europeos más cercanos: Francia sí emitió un comunicado de condena cuando en abril Egipto (cuyo Presidente nos visitó el año pasado) condenó a once homosexuales a penas de prisión de entre 3 y 12 años. La pregunta, no por obvia deja de ser menos contundente: ¿por qué España no?
Ocurre a menudo que la gente va por delante de las instituciones. Pero esto debe dejar de ser un halago para convertirse en un revulsivo para esas instituciones perezosas y apoltronadas. Como también debe ser un revulsivo y una responsabilidad eso de que la sociedad española sea la más tolerante del mundo. Más aún: un mandato. Un mandato ciudadano que la sociedad le da a su gobierno por medio del ejemplo continuo y cotidiano.
Por eso desde Podemos hemos decidido proponer que, desde el gobierno, España lidere una iniciativa internacional para crear una Convención similar a la Convención para la Eliminación de todas las formas de discriminación racial (CEDR, 1965) o la Convención para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra las mujeres (CEDEAW, 1979). Un Tratado que proteja los derechos de las personas LGBT+ y rechace la criminalización o discriminación por motivo de orientación sexual o identidad de género. Este Tratado serviría para dar visibilidad a la persecución que sufre el colectivo en muchos lugares del mundo y constituiría una señal política y pedagógica clara de que la comunidad internacional no va a consentir esa persecución. Acabaría por convertirse en un instrumento para que países y organizaciones internacionales aumenten su presión sobre los Estados que penalizan o ejercen discriminaciones sobre los LGBT+. Independientemente del color que tenga el próximo gobierno, llamamos a todas las fuerzas políticas a sumarse a este esfuerzo para que, por encima de diferencias partidistas, esta iniciativa de Estado constituya una aportación decisiva de nuestra política exterior a la protección de los derechos humanos, y el mejor homenaje a las generaciones de luchadores y luchadoras que nos precedieron.