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Francia bajo la sombra de Colbert, símbolo del colonialismo racista

Por: Eduardo Febbro

 

A partir del asesinato de George Floyd en EE.UU. se reactivó en Francia, pero también en Bélgica y en Reino Unido, el debate de los que están a favor de “descolonizar la memoria”, esto es, reapropiarse del relato nacional.

Desde París

La globalización del movimiento antirracista iniciado en Estados Unidos irradió los mismos gestos simbólicos en Gran Bretaña, Bélgica y Franciadesatornillar o taguear los signos de las memorias conflictivas encarnadas por las estatuas de personajes que, la mayor parte de las veces, cometieron actos de barbarie en sus cruzadas colonizadoras. En Francia, la figura más comprometida es la de Jean-Baptiste Colbert. Este personaje histórico (1619-1683) cuya estatua está en la Asamblea Nacional, en el Senado y tiene además una galería a su nombre, cuatro calles en París, un liceo y una escuela privada, son tres hombres en uno.

Es una paradoja deslizante: en una época de su vida representó el pasaje de la monarquía hacia la República. Colbert pegó su nombre al republicanismo, pero fue un ávido servidor del Rey Luis XIV y de la monarquía absoluta (ministro de Finanzas). Por último (o primero) es el redactor del llamado Código Negro. Redactado en 1685, el Código Negro regulaba la esclavitud en todo el imperio colonial francés, limitaba las libertades y las actividades de los esclavos libres, no permitía otra religión que no fuera el catolicismo y exigía que los judíos abandonaran las colonias francesas. La estatua de esta síntesis del colonialismo racista está en las afueras de la Asamblea Nacional y, adentro, hay una sala que lleva su nombre. También hay otra estatua en el Senado francés. Con Colbert como insignia, Victorin Lurel suele vivir momentos donde se chocan su presente de senador socialista de Guadalupe (territorio francés de ultramar) y el pasado esclavista y colonial rememorado en el Senado y la Asamblea con las estatuas de Colbert. Victorin Lurel es vice nieto de esclavos y le toca expresarse en el Senado “bajo la sombra tutelar de la estatua de Colbert. Ese hombre redactó el Código Negro. Cuando uno es oriundo de África o de Ultramar, hay de qué sentirse herido”, dice el diputado y exministro de Ultramar bajo la presidencia del socialista François Hollande (2012-2017).

Varias asociaciones exigen que las estatuas de Colbert sean desatornilladas de una vez por todas. En una tribuna publicada por el diario Libération, Louis-Georges Trin, presidente del Consejo representativo de las asociaciones negras (CRAN), es uno de los más fervientes partidarios de arrancar de sus pedestales esas memorias contaminadas por genocidios coloniales. Trin escribe que tanto el destornillamiento como el cambio de los nombres de las calles que llevan su nombre deben llevarse a cabo en nombre “de la descolonización de los espacios y las mentalidades”. La propuesta lleva varios años debatiéndose, pero ganó en intensidad con el ejemplo de Estados Unidos, Gran Bretaña y Bélgica. El historiador François Durpaire estima que “desatornillar las estatuas equivale a poner en tela de juicio el relato actual para aquellos que no pueden escribir libros. Es una forma de reapropiarse de su propia historia”. 

El proceso se reactualizó el pasado 9 de junio, en Richmond, Virginia, cuando la estatua de Cristóbal Colón fue decapitada, incendiada y arrojada al lago. En el puerto británico de Bristol los manifestantes arrojaron al agua la estatua del célebre esclavista Edward Colston mientras que en Oxford los estudiantes del grupo Rhodes Must Fall pugnan por que la figura de Cecil Rhodes, uno de los grandes promotores de la superioridad blanca, del colonialismo y del imperialismo británico, desaparezca del frontón del Oriel College. A su vez, en Londres, el Intendente Sadiq Khan permitió que la estatua del cultivador esclavista del Siglo XVIII Robert Milligan fuera desatornillada para su traslado posterior al Museum of London Docklands. En Bélgica, las estatuas o los bustos de uno de los criminales colonialistas más sangrientos de Europa, el Rey Leopoldo II, fueron pintarrajeadas de rojo (Bruselas) o directamente desatornilladas por los movimientos anti racistas en nombre de “la descolonización del espacio público”. El caso de Leopoldo II es aberrante. Sus estatuas y las calles con su nombre son como los fideos en la sopa: están por todas partes, él y sus acólitos. Sin embargo, Leopoldo II fue su majestad de los crímenes en masa durante la colonización de África. Rey entre 1865 y 1909 y colonizador del Congo, Leopoldo II está dotado del doble atributo de genio y tirano asesino. Su aventura colonial permitió que Bélgica tuviera bajo su poder durante casi 75 años el Congo y luego, entre 1920 y 1962 (hasta la independencia), Ruanda y Burundi. Leopoldo II fue un colonizador asesino: la epopeya y la “misión civilizadora colonial del Rey dejaron un saldo de 10 millones de muertos en África (Adam Hoschschil, Les Fantômes du roi Léopold), millones de torturados y mutilados.

En Bélgica se da el mismo debate que en Francia, con las mismas divisiones, incluso entre quienes están a favor de “descolonizar la memoria”: la reapropiación del relato nacional no debe conducir a una guerra cultural ni al olvido del presente. Nabila Qamar, secretaria Nacional del colectivo Memoria Colonial (Bélgica) estima que “desatornillar las estatuas podría ser peligroso si ello conduce a negar la relación entre lo ocurrido y el racismo actual”. En cambio, la historiadora y especialista de la esclavitud Myriam Cottias argumenta que “el derribamiento de las estatuas simboliza el derribamiento del relato histórico. Con el se cuestiona la historia escrita desde el punto de vista de los dominantes”. En Ciudades francesas como Nantes y Burdeos que fueron lugares centrales de la trata de esclavos habría casi que desatornillar la mitad de las estatuas y cambiar decenas de nombres que rememoran a constructores de barcos, hombres políticos y comerciantes esclavistas. Y más cerca nuestro ¿ qué habría que hacer con la llamada cintura roja de París donde hay, entre otros detalles poco honrosos, una avenida que se llama Avenue Lenin ?. En Burdeos y Nantes asociaciones como Mémoire & Partages proponen, en vez de desbautizar, colocar placas pedagógicas en las calles que tracen la verdadera vida de los personajes de las calles y las estatuas. Los próceres suelen tener la facultad movediza de la dualidad. Además de Colbert, en Francia se pone en tela de juicio la figura de Jules Ferry. La presencia de Ferry en placas, nombres de calles, avenidas, plazas y escuelas es masiva. Jules Ferry instauró la educación laica y gratuita para todos, pero fue, igualmente, un ardiente promotor del colonialismo en virtud de esa “misión” de civilizar que Occidente se auto adjudicó.

El Rex, uno de los cines más grandes de Europa con 2.700 butacas, retiró de su cartelera la película Lo que el Viento se llevó a pedido de Warner. El nuevo estreno estaba previsto para el próximo 23 de junio. La película de Victor Fleming con Clark Gable et Vivien Leigh transcurre durante la guerra de Secesión y está considerada como una colección infame de prejuicios racistas hacia los negros de Estados Unidos. ¿Ejemplo del mal pasado y pedagogía para el presente ?. ¿U honores a tenebrosos esclavistas y genocidas en el seno mismo de las instituciones democráticas y en las calles de las grandes capitales de Occidente ?.

El debate se mueve en ese fino hilo y no sólo concierne al Occidente colonizador sino, también, a los colonizados y sus agentes nacionales. En la Argentina, placas, estatuas y avenidas celebran a Julio Argentino Roca (1843-1914). El general, dos veces presidente (1880-1886, 1898-1904), estuvo al mando de un genocidio: la Conquista del desierto. Entre 1878 y 1885 se conquistaron territorios pertenecientes a pueblos originarios (mapuche, pampa, ranquel y tehuelche). Miles de personas fueron asesinadas, deportadas, arrestadas o expuestas miserablemente en museos. Roca, como Colbert y los europeos en África, masacró en nombre de la civilización. ¿Cómo interpretar sus placas y estatuas si no se da un potente contra relato de aquel mal llamado momento de “unificación nacional” (Roca y el Racismo, Luciana Arias, antropóloga). El derribamiento de bustos y estatuas o las pedagogías horizontales de la historia no es una tarea reservada únicamente a Occidente. Escribir bien la historia es la forma más lúcida de reconstruir nuestro presente sabiendo quienes somos.

Fuente e imagen: https://www.pagina12.com.ar/272336-francia-bajo-la-sombra-de-colbert-simbolo-del-colonialismo-r

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Cuando Cuba se convirtió a la rockmanía

Con su megaconcierto gratuito, los Stones escribieron una página inédita en la historia de la isla. Ocurre en la semana en la que un presidente norteamericano visitó Cuba por primera vez en 88 años.

Eduardo Febbro, desde La Habana

Brecha, Montevideo, 1-4-2016

http://brecha.com.uy/

Muchos se acercaron el día anterior, otros vinieron con las primeras horas del día a acampar en el complejo deportivo donde los Rolling Stones escribieron el viernes pasado un capítulo más de su historia y una página inédita en la propia historia de Cuba. Un megaconcierto gratuito con el cual el grupo cerró su gira Olé Tour 2016. El escenario fue decorado con tonos afrocubanos en lo que aparece como un debido honor a los dioses yorubas, quienes vibraron con el mega sonido de cuatro altoparlantes frontales con forma de lengua y unas ocho torres de sonido que hicieron tambalear la noche. El día previo al concierto, en un soporífero programa de debate emitido por la televisión cubana, periodistas locales y responsables convocaban a la gente a asistir lo más numerosamente posible al concierto. No había en la boca de los responsables ninguna lectura política de este concierto que la banda británica viene negociando con La Habana desde hace un año. La única exclusividad ha sido la de la televisión. Como el Dvd del concierto se comercializará más tarde, la banda de Jagger no autorizó su difusión en directo.

Lejos o casi ficticios parecen esos años sesenta en los que el mismísimo Fidel Castro criticaba a los melenudos “hijos de burgueses” que andaban por ahí salpicando la vida de desorden. Cuba se ha convertido a la rockmanía y saldó con ello la deuda cultural que tenía con varias generaciones. Jesús, un joven trabajador del sector bancario, cuenta que a él “le gusta la música más romántica, tipo como el bolero, pero a mi padre le encantaban los Rolling Stones. Parece que en los tiempos en que los británicos estaban de moda conseguir un disco de ellos en La Habana era imposible, y si alguien tenía uno era como poseer un objeto maldito”. El escritor Leonardo Padura, el autor de esa obra maestra que es El hombre que amaba a los perros, recuerda que su generación “los escuchaba casi a escondidas. Si alguien me hubiese dicho que algún día los Rolling Stones iban a actuar aquí, le habría dicho que estaba enfermo de la cabeza”.

Extraña paradoja que se suma a otras tantas. No es un grupo nuevo el que viene a empujar las puertas, sino los más dignos representantes de los “abuelitos del rock”. Difícil que la mega consensual banda británica fascine con su música a la gente en un país donde la música es un arte que respira en cada esquina. Lo que más fascina es el hecho mismo de que vengan a tocar, “que aquellos que encarnan todo lo que ha sido contrario a los valores de la Revolución sean ahora los invitados del concierto más multitudinario de la historia de Cuba”, según analiza un joven que viene con frecuencia al café Bertolt Brecht, donde hace unos días se organizó un mega homenaje a los Stones. Vino el presidente francés, François Hollande, después el papa Francisco, luego Barack Obama, ahora tocan los Rolling Stones, más tarde habrá un desfile de Chanel y en La Habana se filmará una secuencia de la próxima película Rápido y furioso.

Nadie puede pensar con sensatez que la evolución del socialismo cubano llega hasta las orillas del amor por los Stones. Más bien, como todos los que diseñan el mundo contemporáneo, no se trata de una “redención” del grupo de Jagger sino de un oportuno, legítimo y fructífero aprovechamiento del relato del concierto. Después de todo, en este universo de gustos teledirigidos por las multinacionales y de pasiones igualadas, los Stones no asustan a nadie. Son un relato que se perpetúa. Vale su leyenda, su persistente permanencia, y el relato o los relatos que sus conciertos dejan como estela. El de Cuba es, sin dudas, la obra maestra de toda la gira. Apenas unas horas antes del concierto, muchos jóvenes y menos jóvenes estaban convencidos de que el espectáculo sería como “un antes y un después en la isla”. Otros, más escépticos y no por ello menos lúcidos, pensaban que se trataba de un “proceso de amplia legitimación”, según se expresa Gladys, una estudiante de cine. La secuencia, dice la joven, es alucinante: “El Papa, Obama y Mick Jagger. Faltaría que un gran broker de Wall Street viniese a dar cursos de cómo operar en la Bolsa y el círcu­lo quedaría completo”. Claro, Gladys va a estar de cuerpo presente en el concierto. “Piense lo que piense no me lo pierdo, pero voy con un interrogante: ¿por qué lo que hace unas décadas atrás estaba mal, ahora está bien? Acaso eso quiere decir que nos equivocamos, y que todo lo que pasó fue tiempo perdido?”.

La multitud llena ahora la Ciudad Deportiva de La Habana. Varias generaciones se dan la mano, codo a codo. Hijos y padres han venido juntos, los primeros por curiosidad, los segundos porque sus hijos los invitaron y los acompañan para que se rediman de lo que se les prohibió. Gente venida del mundo entero espera alucinada. No es una exageración decirlo: el planeta se ha dado cita en la capital de Cuba para asistir en vivo al trazado de una frontera entre la estética oficial y la música marcada con el sello oficial, y los poderosos ecos que soplan desde el mundo. En este estadio, hasta ahora, sólo se habían jugado partidos de béisbol, se habían organizado actos y conciertos oficiales. A su manera paradójica y enriquecida, este es también un concierto oficializado, es la oficialización de una transformación. Aunque la música de los Stones exprese otro contenido, aunque sus actores pertenezcan a una estética de la revuelta roquera que se ha marchitado como se marchitan tantas cosas en la vida. Tal vez la Revolución se esté marchitando como los Stones, tal vez no, tal vez la Revolución se sirva de los roqueros británicos para reinterpretarse en otra frecuencia.

Cuba le ha dado al mundo la alegría y la belleza incomparable de su música. El mundo pretende ahora que los Stones vienen a importar la libertad. Muy exagerado, pero qué importa. La gente está feliz. No piensa en términos políticos, sólo siente y ha venido a vivir un instante. El público salta, aplaude, se mira todavía diciendo: “¿todo esto es cierto?”. Sí, sí, es la misma verdad que teje y desteje sus narrativas sobre sueños nuevos y flores marchitas.

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