Con su megaconcierto gratuito, los Stones escribieron una página inédita en la historia de la isla. Ocurre en la semana en la que un presidente norteamericano visitó Cuba por primera vez en 88 años.
Eduardo Febbro, desde La Habana
Brecha, Montevideo, 1-4-2016
Muchos se acercaron el día anterior, otros vinieron con las primeras horas del día a acampar en el complejo deportivo donde los Rolling Stones escribieron el viernes pasado un capítulo más de su historia y una página inédita en la propia historia de Cuba. Un megaconcierto gratuito con el cual el grupo cerró su gira Olé Tour 2016. El escenario fue decorado con tonos afrocubanos en lo que aparece como un debido honor a los dioses yorubas, quienes vibraron con el mega sonido de cuatro altoparlantes frontales con forma de lengua y unas ocho torres de sonido que hicieron tambalear la noche. El día previo al concierto, en un soporífero programa de debate emitido por la televisión cubana, periodistas locales y responsables convocaban a la gente a asistir lo más numerosamente posible al concierto. No había en la boca de los responsables ninguna lectura política de este concierto que la banda británica viene negociando con La Habana desde hace un año. La única exclusividad ha sido la de la televisión. Como el Dvd del concierto se comercializará más tarde, la banda de Jagger no autorizó su difusión en directo.
Lejos o casi ficticios parecen esos años sesenta en los que el mismísimo Fidel Castro criticaba a los melenudos “hijos de burgueses” que andaban por ahí salpicando la vida de desorden. Cuba se ha convertido a la rockmanía y saldó con ello la deuda cultural que tenía con varias generaciones. Jesús, un joven trabajador del sector bancario, cuenta que a él “le gusta la música más romántica, tipo como el bolero, pero a mi padre le encantaban los Rolling Stones. Parece que en los tiempos en que los británicos estaban de moda conseguir un disco de ellos en La Habana era imposible, y si alguien tenía uno era como poseer un objeto maldito”. El escritor Leonardo Padura, el autor de esa obra maestra que es El hombre que amaba a los perros, recuerda que su generación “los escuchaba casi a escondidas. Si alguien me hubiese dicho que algún día los Rolling Stones iban a actuar aquí, le habría dicho que estaba enfermo de la cabeza”.
Extraña paradoja que se suma a otras tantas. No es un grupo nuevo el que viene a empujar las puertas, sino los más dignos representantes de los “abuelitos del rock”. Difícil que la mega consensual banda británica fascine con su música a la gente en un país donde la música es un arte que respira en cada esquina. Lo que más fascina es el hecho mismo de que vengan a tocar, “que aquellos que encarnan todo lo que ha sido contrario a los valores de la Revolución sean ahora los invitados del concierto más multitudinario de la historia de Cuba”, según analiza un joven que viene con frecuencia al café Bertolt Brecht, donde hace unos días se organizó un mega homenaje a los Stones. Vino el presidente francés, François Hollande, después el papa Francisco, luego Barack Obama, ahora tocan los Rolling Stones, más tarde habrá un desfile de Chanel y en La Habana se filmará una secuencia de la próxima película Rápido y furioso.
Nadie puede pensar con sensatez que la evolución del socialismo cubano llega hasta las orillas del amor por los Stones. Más bien, como todos los que diseñan el mundo contemporáneo, no se trata de una “redención” del grupo de Jagger sino de un oportuno, legítimo y fructífero aprovechamiento del relato del concierto. Después de todo, en este universo de gustos teledirigidos por las multinacionales y de pasiones igualadas, los Stones no asustan a nadie. Son un relato que se perpetúa. Vale su leyenda, su persistente permanencia, y el relato o los relatos que sus conciertos dejan como estela. El de Cuba es, sin dudas, la obra maestra de toda la gira. Apenas unas horas antes del concierto, muchos jóvenes y menos jóvenes estaban convencidos de que el espectáculo sería como “un antes y un después en la isla”. Otros, más escépticos y no por ello menos lúcidos, pensaban que se trataba de un “proceso de amplia legitimación”, según se expresa Gladys, una estudiante de cine. La secuencia, dice la joven, es alucinante: “El Papa, Obama y Mick Jagger. Faltaría que un gran broker de Wall Street viniese a dar cursos de cómo operar en la Bolsa y el círculo quedaría completo”. Claro, Gladys va a estar de cuerpo presente en el concierto. “Piense lo que piense no me lo pierdo, pero voy con un interrogante: ¿por qué lo que hace unas décadas atrás estaba mal, ahora está bien? Acaso eso quiere decir que nos equivocamos, y que todo lo que pasó fue tiempo perdido?”.
La multitud llena ahora la Ciudad Deportiva de La Habana. Varias generaciones se dan la mano, codo a codo. Hijos y padres han venido juntos, los primeros por curiosidad, los segundos porque sus hijos los invitaron y los acompañan para que se rediman de lo que se les prohibió. Gente venida del mundo entero espera alucinada. No es una exageración decirlo: el planeta se ha dado cita en la capital de Cuba para asistir en vivo al trazado de una frontera entre la estética oficial y la música marcada con el sello oficial, y los poderosos ecos que soplan desde el mundo. En este estadio, hasta ahora, sólo se habían jugado partidos de béisbol, se habían organizado actos y conciertos oficiales. A su manera paradójica y enriquecida, este es también un concierto oficializado, es la oficialización de una transformación. Aunque la música de los Stones exprese otro contenido, aunque sus actores pertenezcan a una estética de la revuelta roquera que se ha marchitado como se marchitan tantas cosas en la vida. Tal vez la Revolución se esté marchitando como los Stones, tal vez no, tal vez la Revolución se sirva de los roqueros británicos para reinterpretarse en otra frecuencia.
Cuba le ha dado al mundo la alegría y la belleza incomparable de su música. El mundo pretende ahora que los Stones vienen a importar la libertad. Muy exagerado, pero qué importa. La gente está feliz. No piensa en términos políticos, sólo siente y ha venido a vivir un instante. El público salta, aplaude, se mira todavía diciendo: “¿todo esto es cierto?”. Sí, sí, es la misma verdad que teje y desteje sus narrativas sobre sueños nuevos y flores marchitas.