Educación y pandemia: tiempo de preguntas

Por: Iván Salinas.

Hay una cierta tentación –motivada quizá por un deseo de control de la “anormalidad”- de retornar a las formas habituales de trabajo, independiente de lo que ocurre en el país. Esa tentación es visible en las autoridades del Ministerio de Educación, pero se extiende a las instituciones de educación, que han buscado promover formas de escolarización a distancia, las cuales claramente solo serían posibles si el país dispusiera de las condiciones socioeconómicas con que cuenta una minoría privilegiada. Es decir, condiciones de comunicación constante (por internet), preparación adecuada para ambientes no presenciales, posibilidad de optar a quedarse en casa con niñas y niños en edad escolar, entre muchas otras que claramente no permiten establecer una “normalidad”. Menos aun cuando se cierne la posibilidad de una cuarentena general.

Pero hay otra tentación que no ayuda a enfrentar a la primera. Se trata de aquellas que ven en las soluciones del poder, como la educación a distancia (y su adulta versión de tele-trabajo), un monstruo neoliberal que acabará con las relaciones pedagógicas. Esta tentación se desliza y aparece como discurso anti-tecnológico, como si el aprendizaje desde la tecnología y las redes de comunicación online fuesen con certeza un imperio del neoliberalismo. Por cierto que hay un nivel de justicia en la crítica cuando se mira el trabajo en general, pues no hay un tele-conductor de buses, ni un tele-recolector de basura, como tampoco tele-cajeros o tele-cajeras (por ahora). Cual distopía de Orwell, lo que han llamado “tele-disciplina” tiene un límite, pues el disciplinamiento se origina más allá de la ‘virtualización’ de las relaciones que existen ya en la sociedad. Pero el contexto escolar, o de instituciones educativas, sí ofrece un debate.

¿Qué pasa y debería pasar con la educación en época de pandemia? En este debate, hay que tener clara una distinción: educación no es lo mismo que escolarización. Por una triste herencia de la modernidad neoliberal, hemos llegado a hablar inseparablemente de la educación y la escuela. Y es casi obvio: pasamos doce años de nuestra vida obligatoriamente institucionalizados –en la escuela segregada- para poder decir que estamos bien o mal educados. Y podemos seguir y endeudarnos para pasar otros 5 ó 6 años en otra institución educativa para adquirir un título profesional. En la teoría del Capital Humano, solo recién al terminar el proceso escolarizante “estamos preparados” (o no) para la vida. El neoliberalismo nos dice que la vida en serio comienza después de educarnos, o bien prepararnos en la escuela. De allí que sea tan importante para el sistema el contener la educación en la escuela, pues es la institución que distribuye las certificaciones de ser persona ‘educada’ o ‘no educada’.

Pero sabemos que la educación supera a la escuela. Como bien nos ha enseñado la filosofía de la educación, la escuela es parte de la vida, y debiese entonces ser un lugar donde se desplieguen capacidades y se constituyan identidades que no están exclusivamente en la escuela. La escuela, así, no es exclusivamente un lugar para “capacitarse”, sino que es un lugar para aprender sobre el mundo y su organización, participando de ese mundo activamente. Es solo uno de los espacios para educarse.

Pero, ¿es la escuela nuestra educación? Si miramos los procesos de la vida misma, podremos notar que hay un asidero en pensar que la educación está ocurriendo más allá de la escuela. Las tecnologías de información y comunicación están teniendo un efecto en las formas de aprender que aún no logramos dilucidar ¿Cómo re-definen la educación las nuevas tecnologías? Hay quienes quizá pensarán que estamos de nuevo en un momento de que la tecnología podría armar “máquinas de enseñanza”, como soñaba Skinner en los 40, y que la pandemia permite probarse nuevamente con la educación virtual. Pero la respuesta no es tan simple. ¿Se puede una persona educar prescindiendo de la escuela? ¿Se puede educar sin la autoridad conferida a la escuela? ¿Se puede educar sin acceder al espacio físico de la escuela, a sus registros, a sus relaciones sociales? Y si se pudiera, ¿qué futuro le cabe a la escuela, al rol docente? ¿Qué nos dirá esta crisis social y sanitaria sobre la escuela y sus desigualdades?

Para cada una de las tentaciones, la negadora de la crisis social y la negadora de la tele-tecnología, las escuelas de hoy ofrecen algo de realidad. Por un lado, lo que está pasando les dice que las escuelas hacen más que solo escolarizar, pues son necesarias para entregar vacunas, para comunicarse, y –en varios casos- para alimentar a sus comunidades. Por otro lado, la multitud de profesionales docentes han debido imaginar –forzadamente o no- formas de conectarse con sus estudiantes, de proveerles materiales para que continúen con los objetivos de su docencia. Lo hacen como tele-educación, repartiendo en físico casa por casa, o por grupos de mensajería, o por correo electrónico, o armando sitios web. En la práctica arman un espacio educativo que supera a la escuela, pero no prescinde de ella. No hay una dicotomía entre la tecnología y la educación y hoy parecen ser más necesarias que nunca para mantener ciertos grados de conexión pedagógica. ¿Cuál es la autenticidad de la educación cuando hay crisis social? ¿Quién tiene la autoridad para decirlo? ¿Cuál es la autenticidad de la pedagogía? ¿Cómo se encuentran profesores y estudiantes cuando hay ausencia de la institución escolar, que les aglutina y llama a conectarse?

Si hay algo que la crisis social y sanitaria nos debe empujar es a imaginar, a pensar la educación y la escuela desde otros lugares, sin abandonar su imprescindible presencia. Imaginar desde la vida misma es un paso, pero es muy desafiante aún –considerando que llevamos décadas de gobernantes mirando a la escuela como puntajes en pruebas estandarizadas-. Este escenario de crisis social y sanitaria invita a abandonar la idea de que las escuelas son las unidades productoras de “calidad” de la educación. El contexto de explosión e incertidumbre institucional nos refleja que toda la discusión educativa que se amarra del “mejoramiento” escolar, de las “habilidades del siglo XXI”, o del rendimiento y la calidad, se quedan desnudas, pues son incapaces de describir qué es la educación cuando hay crisis en la sociedad. Pero también es necesario abandonar los idearios romantizados de la escuela moderna y modernizante, que la sitúa como único lugar posible para la educación.

En tiempos de preguntas, más que negarse a la tecnología –que es parte del devenir de “la vida misma”-, hay un llamado natural a experimentar, a volcarse a crear y mostrar las creaciones, a dejar que la sociedad y sus ‘multitudes’ puedan mostrarse superiores a ese poder opresor que nos llama a trabajar sin sentido. Si eso se transforma en un curso online o en una revolución sanitaria, depende de cuánto estemos dispuestos a jugarnos por mirar el mundo con preguntas con las que experimentar. No nos neguemos la posibilidad de esta oportunidad, porque hoy será de preguntas, pero también necesitamos al menos algunas respuestas que no sean las mismas de siempre. Son quizá esas respuestas las que necesitaremos debatir para aportar al momento constituyente que aún tenemos en tarea, a pesar de la pandemia.

Fuente del artículo: https://radio.uchile.cl/2020/04/10/educacion-y-pandemia-tiempo-de-preguntas/

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Formación docente en la universidad pública neoliberal

Por Ivan Salinas

El gobierno de Bachelet ha optado por una fórmula que desintegra a los actores sociales que hicieron posible –protesta mediante- el contexto de reforma educativa. La separación planificada de proyectos de ley que impactarán la nueva organización del sistema escolar y universitario ha disminuido la capacidad de organización y participación articulada de los diversos actores sociales. En un frente, un gremio docente altamente golpeado por la reforma a su profesión debe recibir otra iniciativa de reforma a la organización del sistema público de educación: la desmunicipalización vía ‘gerencialización’ de la administración pública de la educación, sin modificar el modelo subsidiario de financiamiento que ha ahogado y destruido la educación pública.

En otro frente, la reforma a la educación superior ha implicado la gratuidad para un mercado educativo, organizado bajo un mismo principio de subsidiariedad. Además, el gobierno separó hábilmente la discusión de la reforma a la educación superior con dos proyectos de ley: uno que da cuenta de un marco general del sistema, y otro que aborda a las universidades estatales. Así, el gobierno ha dividido y desactivado políticamente a los actores que pujaron por la reforma, desorientando sus focos de acción y aislándolos en un escenario en donde muchos están más preocupados de las elecciones presidenciales y parlamentarias.

Esta iniciativa de reforma educacional, por motivos lógicos, impacta como una síntesis a los programas de formación docente. Algunas razones son: la ley se refiere de forma explícita a elementos de la formación docente que reorganizarás sin duda sus orientaciones y relaciones con la profesión; la ‘desmunicipalización neoliberal’ de la educación escolar impactará sobre las condiciones de los futuros docentes en sus espacios de ejercicio profesional; la nueva propuesta de organización de la educación superior influirá en las orientaciones que deberán tener las instituciones para comprenderse a sí mismas y su relación con el gobierno central.

Las condiciones actuales de la profesión docente y el nuevo escenario de reforma a las universidades ponen un desafío mayor para la formación docente, particularmente en las instituciones estatales. La pérdida de autonomía en los gobiernos universitarios, las condiciones de precarización de sus funcionarios, la falta de proyecto público que se materialice en condiciones financieras a las universidades estatales, las presiones del mercado por responder a las caídas de matrícula, y las presiones de la “calidad” neoliberal arriesgan los procesos formativos que la ley y política pública declaran, y por cierto que no responden a las demandas del movimiento social por el derecho a la educación.

En un escenario donde se ha culpado a los docentes, a la pedagogía y sus actores, de la crisis del sistema educativo, es justo dar cuenta de lo que ha pasado con su formación a raíz de la iniciativa neoliberal que ha sido ejecutada en instituciones públicas y privadas por los últimos gobiernos. Lo primero, algo no tan novedoso: la pedagogía ha sido históricamente un espacio de intelectualización formal de los sectores populares. Quienes la estudian son mayoritariamente mujeres que provienen de hogares donde el ingreso familiar es bajo.

Está documentado que los docentes egresados tienden a desempeñarse en establecimientos parecidos a los que cursaron durante su escolaridad, creando los llamados ‘círculos de segmentación’. Por lo tanto, al culpar a los docentes lo que se asume es una posición clasista con la vieja fórmula de ‘culpar a la víctima’. Lo segundo: la mercantilización dirigida por los gobiernos neoliberales de la dictadura y post-dictadura creó las condiciones para masificar la matrícula en pedagogía. Entre los años 2000 y 2011 la matrícula en formación inicial docente se triplicó, impulsada en gran parte por la política de créditos garantizados a la demanda conocidos como CAE. Esto significó, en la práctica, un gran influjo de dinero público a la banca y una multiplicación de programas en instituciones privadas con matrícula masiva, sin necesariamente atender de forma apropiada a las discusiones sobre los aspectos formativos de la pedagogía.

Lo tercero es que, ante el escenario de crecimiento desregulado, la reacción de los gobiernos fue estimular un debate normativo para un mercado, basándose en lenguaje empresarial: orientaciones mediante estándares, sistema de acreditaciones de carreras e instituciones, y sistemas de medición externa al desempeño educativo. En ese marco se inscriben la redacción del Marco para la Buena Enseñanza, la multiplicación de la aplicación del SIMCE a las escuelas, su uso en leyes gerencialistas para crear nuevos mercados con la educación -como la de Subvención Escolar Preferencial, la de Aseguramiento de la Calidad, los nuevos marcos legales de acreditación de carreras e instituciones, y los convenios de desempeño para la formación inicial docente.

En cuarto lugar, el sistema y la profesión docente recibieron todo la batería discursiva que implicó agresivamente una intervención del mercado sobre sus carreras. A raíz de la explícita culpa atribuida a los docentes dispuesta en informes como el de McKinsey & Company y otros documentos asociados al Banco Interamericano de Desarrollo, emergen un conjunto de organizaciones que sistematizaron esta crítica y la multiplicaron en un conjunto de iniciativas. En Chile, organizaciones no gubernamentales como Educación 2020 y Elige Educar estimularon públicamente un discurso de culpa a los profesores del sistema y a sus cualidades “de calidad”, asumiendo una posición de abierto enfrentamiento social con quienes eran formados en el sistema masificado de educación: las mujeres de origen popular.

El discurso agresivo contra la profesión docente se asocia también a una fórmula de influencia política construida desde los medios y ellobby desregulado. Es decidor que hoy el Ministerio de Educación y la reforma está en manos de quienes formaron Educación 2020. Por otro lado, otras iniciativas, de corte más ideológico pero no menos agresivo, formularon en la práctica la posibilidad de prescindir de la pedagogía como carrera ética y profesional y la asumieron como un voluntariado formativo, dedicado a los más pobres como forma de acumular “capital humano”. Hablamos de EnseñaChile, inspirado en la iniciativa estadounidense TeachforAmerica, que promovió la idea de labor docente como una forma individual de acumular las competencias que necesitan las empresas. En todo este recorrido quedan varias cosas fuera, como la introducción de mecanismos como la prueba INICIA, pero lo central es señalar que la formación docente se ha visto impactada de forma muy dinámica y agresiva con las reformas y discursos de carácter neoliberal de la última década, y que eso tiene impacto en cómo se concibe, hoy mismo, la ley que reorganizaría a la educación superior en general y estatal en particular.

Un reciente reporte del Observatorio de Formación Docente permite estimar el impacto nacional que han tenido las políticas educacionales sobre la formación inicial docente. Algo notable es que desde el 2011, año en que estarían ingresando los estudiantes masivamente financiados por el CAE a las aulas como docentes, se ha notado un descenso en las matrículas de pedagogía en primer año. En 2017, éstas son menores que lo que había el 2005. El descenso se puede explicar por las adecuaciones que hacen a su matrícula las instituciones privadas: los institutos profesionales que no pueden seguir impartiendo pedagogías, y las universidades privadas que deciden acomodarse a las nuevas exigencias de ingreso y funcionamiento. Otro dato relevante es que las tasas de deserción de la profesión, que, de acuerdo a reportes de investigación, se acercan al 45% hacia el quinto año de ejercicio profesional.

Si bien en lo oficial se dice otra cosa, el espíritu de la Ley 20.903, que crea el sistema de desarrollo profesional docente, fue impactar de forma drástica las carreras de pedagogía para desprofesionalizarla. Ha sido un pilar central de la reforma educativa de Bachelet, y constituirá sin duda parte de su legado declarado. La moneda de cambio para desprofesionalizar la pedagogía fue la asignación competitiva de mejores ingresos para docentes que se han adaptado de mejor forma a las lógicas neoliberales del desempeño educativo. Es decir, el sometimiento a un frecuente proceso de vigilancia sobre competencias profesionales mediante pruebas estandarizadas descontextualizadas. Sospecho que ninguna otra profesión en Chile aceptaría tal nivel de control del Estado.

Las condiciones actuales de la profesión docente y el nuevo escenario de reforma a las universidades ponen un desafío mayor para la formación docente, particularmente en las instituciones estatales. La pérdida de autonomía en los gobiernos universitarios, las condiciones de precarización de sus funcionarios, la falta de proyecto público que se materialice en condiciones financieras a las universidades estatales, las presiones del mercado por responder a las caídas de matrícula, y las presiones de la “calidad” neoliberal arriesgan los procesos formativos que la ley y política pública declaran, y por cierto que no responden a las demandas del movimiento social por el derecho a la educación.

En ese escenario, para la formación docente, la reforma a las instituciones estatales tal como está propuesta –y en conjunto con el resto de iniciativas- puede resultar en un mayor retroceso social, que situará a la pedagogía como una carrera tecnificada y no una profesión con saberes propios que deben desarrollarse como campo disciplinar, tanto intelectual como profesional. Enfrentarse a ese escenario en la soledad del aislado actuar institucional de los rectores o las federaciones de estudiantes es una invitación a perder. Es importante recuperar iniciativa crítica, unitaria, política y socialmente relevante, si es que buscamos recuperar la centralidad de lo público en la construcción del derecho a la educación. Hoy, estamos perdiendo esa batalla, tanto dentro como fuera de nuestras neoliberalizadas instituciones.

Fuente: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/09/12/formacion-docente-en-la-universidad-publica-neoliberal/

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Chile: ¿Debe la PSU resolver los problemas de inequidad en la educación?

Por: Iván Salinas

Los resultados de la Prueba de Selección Universitaria han vuelto a llenar titulares. En particular por reflejar, nuevamente, las brechas de logro académico que separan a los estudiantes pobres de los estudiantes ricos. Los expertos han tenido una ocupada agenda explicando los resultados y las brechas, compartiendo sus pareceres sobre la prueba y su relación con el sistema de admisión del Consejo de Rectores (CRUCh). En la discusión técnica podemos acabar largamente hablando de estadísticas, de confiabilidad, de validez, y de capacidad predictiva de la prueba. Enmarcar el debate en esos términos produce una consecuencia interesante. Los expertos dirán que no es la prueba de selección la responsable de resolver los problemas de inequidad, aun cuando se le demande hacer eso. Una forma de entender esta posición es tal vez mirar el problema en otro lugar.

Sabemos que el problema con la PSU y la selección es que ha ido contribuyendo a la conformación de un sistema productor de castas. Estas castas serían grupos de personas que crecen con experiencias educativas muy homogéneas en su círculo, pero segregadas del resto en términos socioeconómicos. De acuerdo al último informe Education at Glance de la OCDE, Chile es el segundo país donde el logro académico, en términos de escolaridad, representa mayores grados de diferencia en los ingresos de quienes trabajan a tiempo completo. Es decir, En Chile la diferencia de ingresos entre una persona que va a la universidad y completa un programa de estudios y alguien que termina la educación secundaria (o no lo hace) es de las más grandes de los países de la OCDE. Esta diferencia es aún mayor cuando se consideran programas de postgrado en comparación con los otros niveles de escolaridad. En Chile, por tanto, hay un tremendo incentivo para continuar estudios post-secundarios, dado que representa una salida para reducir brechas de ingresos. Es relevante que una reforma a la educación, escolar y superior, considere estas condiciones y su impacto en la subjetividad de quienes hoy se están escolarizando.

Sin embargo, la ideología que ha primado hasta ahora en la reforma educativa no ha contribuido a comprender y menos resolver el problema. La liberalización del sistema, la competencia en un mercado, y la falta de centralidad pública han llevado a multiplicar las instituciones de educación superior segmentadas por ‘clientela’. Es decir, fuera del universo de la selección vía PSU convive la mayoría de la educación superior con instituciones destinadas a estudiantes ricos, a estudiantes pobres, y a toda la segmentación posible entre esos extremos. En ese espacio, los estudiantes que no logran ingresar o siquiera postular a la universidad en el proceso que conduce el CRUCh se ven empujados a ingresar a las otras instituciones que los segmentan por capacidad de pago y /o endeudamiento. Ello es posible también dado que el CRUCh representa quizá ya menos de un tercio de la matrícula total de la educación superior. Los altos retornos relativos a los graduados que muestra el informe de la OCDE son vistos como justificaciones para el endeudamiento de estudiantes pobres y de ingresos medios, en planteles destinados a ellos. Mientras, esos retornos no son tan relevantes para estudiantes de más ingresos que no se endeudan para estudiar.

«En este proceso de selección vía PSU, estudiantes de familias ricas están en mejor posición para competir por las vacantes que ofrece el sistema público, creando una paradoja: la selección a la educación superior pública favorece a la educación secundaria privada. La tentación obvia –ya probada con muy poco éxito- es darle a la selección una posibilidad de resolver el problema con artificios estadísticos: bonificaciones por modalidad educativa, por ranking de notas. Pero, como acordarán los expertos, no está en esos instrumentos la responsabilidad por la equidad del sistema. Hay que pensar en otras soluciones.»

Desde la perspectiva de la totalidad del sistema de educación superior, el sistema de selección vía PSU pasa obviamente a un segundo plano. Lo primario para la selección, en este caso, es la capacidad de pago y/o endeudamiento de los estudiantes. Las brechas socioeconómicas que expresa la PSU afectan –por diseño- a un número relativo muy bajo de quienes estudiarán en educación superior, pero construyen una franja de estudiantes que ‘fracasan’ por causa de los ingresos de sus familias y optan por asumir otras vías para responder a la presión social por tener un título. Estudiantes que quedan fuera del sistema de selección vía PSU y que logran adquirir un título, podrán incluirse en el mercado laboral con una deuda a cuestas, lo que en la práctica genera nuevas brechas de ingresos con quienes no se endeudaron y tendrían un título equivalente en una institución ‘para su segmento’.

En este proceso de selección vía PSU, estudiantes de familias ricas están en mejor posición para competir por las vacantes que ofrece el sistema público, creando una paradoja: la selección a la educación superior pública favorece a la educación secundaria privada. La tentación obvia –ya probada con muy poco éxito- es darle a la selección una posibilidad de resolver el problema con artificios estadísticos: bonificaciones por modalidad educativa, por ranking de notas. Pero, como acordarán los expertos, no está en esos instrumentos la responsabilidad por la equidad del sistema. Hay que pensar en otras soluciones.

¿Cómo puede entonces el Estado, a través de su sistema de educación superior pública, asumir el desafío de la inequidad que incuba y produce (y que tan claramente muestra la PSU y el informe OCDE)? Una opción es mirar fuera del tecnicismo de ponderaciones y tecnologías de detección del mérito de la selección y admisión las instituciones públicas. Hasta ahora, lo que el Estado ha hecho mirando el problema de la selección/admisión es parecido a salir a pescar enfocándose únicamente en el mejor anzuelo. Si solo nos preocupamos del anzuelo, sin mirar cuántos cardúmenes de peces hay, cuántos otros botes de pesca están cerca, qué carnadas funcionan mejor, es difícil que podamos entender por qué no capturamos el pez que queremos capturar, aun teniendo el anzuelo más sofisticado. Hay que mirar otras cosas alrededor. Algo clave sería entender que necesitamos pescar sabiendo que hay más peces disponibles. El problema público de la selección inequitativa, entonces, se reduce si como país tenemos menos que seleccionar y más que ofrecer.

Es importante acá volver a enfatizar la centralidad de lo público que han expresado los movimientos sociales de recuperación del derecho a la educación. La inequidad del acceso a estudios post-secundarios podría enfrentarse si tomamos como país la decisión de actuar con energía desde lo público. Fortalecer el sistema público, haciéndolo crecer racionalmente de tal forma que la selección no sea un problema de inequidad. Para eso, es necesario contar con políticas que contundentemente aumenten la participación pública en la matrícula de la educación superior en su totalidad. Tenemos que asegurarnos de pescar donde hay peces. En esa conversación, ya no hablamos de cómo seleccionamos a los ‘más meritorios’, sino de cómo la educación superior pública otorga al país una vía para que los estudiantes ricos, pobres y los que estén al medio tengan la oportunidad de conocerse e interactuar, como un derecho. El anzuelo con el que pescamos dejaría de ser lo importante y no le tendríamos que pedir a la PSU, al instrumento, que resuelva la inequidad del sistema escolar.

Fuente:http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2017/01/08/debe-la-psu-resolver-los-problemas-de-inequidad-en-la-educacion/

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El sexismo público educativo: cambiarlo sin oportunismo idealista.

«La crisis de la educación pública hay que enfrentarla desde cimientos más radicales que los que ofrece nuestro tiempo, pero también sobre condiciones materiales más adecuadas. La acogida de la demanda por una educación no sexista debiese apuntar hacia el cuestionamiento de la existencia de la educación particular pagada, y también de la particular financiada con fondos públicos (hoy mayoría del sistema)».

Por: Ivan Salinas.

Asumiendo el ejercicio mental el ideal liberal de que todos somos iguales ante la ley, se vería muy injusto que un individuo tuviere más privilegios que otro cuando se enfrenta a la institucionalidad, al derecho. De allí que lo público, lo que se ajusta al contrato social que asume tal “igualdad ante la ley” tenga que ser enjuiciado por el incumplimiento de tal ideal.

Una niña de 11 años envió una carta a la Presidenta de la República pidiendo entrar al Instituto Nacional. Lo hace con la racionalidad obvia de quien siente vulnerado un derecho: el derecho a recibir la educación que reciben los estudiantes del Instituto Nacional, que son individuos con pene, con más de 200 años de tradición de ser educados así, entre otros que igualmente tienen pene. Esa gran diferencia biológica es inaceptable como excusa para negar el derecho, y abre un flanco muy necesario de debate sobre la posibilidad de pensar una educación pública inclusiva, y no sexista. Bien por el debate, y ojalá que se profundice.

La izquierda criolla actual, como es razonable y esperable, ha actuado condenando la segregación por género. Es una demanda de años, pero que ha adquirido más notoriedad a partir de los movimientos estudiantiles del 2006 y gracias al incansable y crecientemente organizado movimiento feminista chileno. Sin embargo, en todo esto hay una precaución que debe tomarse, y debe tomarse en serio si es que se buscan cambios serios.

Una pregunta de fondo que debemos hacernos sobre el espacio escolar es sobre su sentido de inclusión social. Por diseño, en Chile sabemos que las escuelas más que inclusión social lo que hacen es separar socialmente a quienes en ellas ingresan. El prolífico filósofo educativo John Dewey solía decir que la escuela no es un lugar en el que se prepara para la vida, sino más bien es la vida misma. Y hoy en Chile esa certeza filosófica tiene una profunda expresión material: niñas y niños pasan muchísimo tiempo en la escuela, donde comparten, hacen sus amigas y amigos, aprenden lo que les enseñan y lo que no les enseñan, y generan sus relaciones y afectos de largo plazo. Una escuela segregada es una receta para crear comunidades segregadas, y en Chile esas comunidades se definen por la plata que tiene tu familia (o cualquier otro marcador social que quepa en la nueva legalidad del voucher refundado de la Nueva Mayoría).

Hace unos años salió un estudio que hizo el mismo diario que publicó la carta de la niña que quiere entrar al Instituto Nacional. El estudio decía que la mayoría de los gerentes en Chile había egresado de colegios privados. No se trataba de una mayoría relativa: el 84% de los gerentes de las empresas que venden más de US$80 millones por año eran egresados de colegios privados. La otra cifra: el 50% de los gerentes había egresado de solo cinco colegios privados donde la mensualidad supera el sueldo mínimo: El Verbo Divino, Sagrados Corazones de Manquehue, Saint George, San Ignacio, y Tabancura. El primero es, por cierto, católico y sexista. De esta lista también egresan una gran cantidad de políticos actuales, según la misma fuente. Si asumimos la noción Deweyana de que la escuela es la vida, podemos asumir que la política y los negocios en Chile están controlados por un mismo sector social que crece segregado y separado de la educación pública. El sexismo en esta segregación es rampante en la educación a la cual el Estado no puede intervenir pero de la cual egresan sus dirigentes políticos. Bonito corolario de la “libertad de enseñanza”: que viva para el poder, que se norme para el resto.

Que la educación pública hoy represente el 38% de la matrícula escolar también representa una limitación al Estado y su capacidad de hacer realidad modificaciones ultra necesarias en la inclusión social de grupos históricamente oprimidos. Si a los 11 años una niña escribiera a la presidenta queriendo entrar al Verbo Divino, acusando la extremadamente evidente desigualdad que no solo se debe al sexo, sino también a la cuna, quizá estaríamos hablando de otro conflicto: uno inexistente y sin posibilidad de expresión mediática. Pero como ocurre con el baluarte de la educación pública, un liceo emblemático, la cosa toma otro cariz. El liberalismo del “buen sentir” se toma la palabra y se une a una izquierda que se lanza, idealista como el liberalismo mismo, a “normar” el deber ser de esa educación pública, una que quizá no han vivido. Allí está la trampa de asumir como imposición una demanda que debiese surgir desde la organización de sus actores centrales: la comunidad escolar.

Pero hay limitaciones obvia a las capacidades actuales de las comunidades escolares en la educación pública. El abandono sostenido de parte de gobierno tras gobierno, la precarización de sus docentes (puestos hoy a competir entre ellos y con colegios desde donde salen los gerentes de Chile), su financiamiento-voucher(o continuo desangramiento del Estado hacia los privados), el despojo del profesionalismo pedagógico (a través de su formación entregada al mercado, la constante responsabilización de la calidad educativa, y la externalización privada de la mejora escolar mediante asesorías técnicas educativas), se cuentan entre las limitantes estructurales para el desarrollo de capacidades en la comunidad escolar. Nuestra educación pública debe reconstruirse, de eso no hay duda. La izquierda está llamada a contribuir a esa reconstrucción. Pero para eso, es relevante tomar en su peso el contexto histórico y las posibilidades de desarrollo y éxito de una demanda tan racional y necesaria como la educación no sexista.

El sexismo en la educación pública tiene que acabarse. Pero para eso no es necesario poner al Instituto Nacional o los liceos emblemáticos como blanco. Las balas de los enemigos de la educación pública disparan contra tales blancos, generando una onda expansiva difícil de detener cuando la izquierda se asume tras esas balas. Lo que necesitamos es educación pública en serio, fortalecida, bien financiada, que permita que los proyectos educativos acojan demandas de educación integral, no sexista, con modernización y sentido, en comunidad y en colaboración. No queremos más competencia, ni entre las escuelas por estudiantes-voucher, ni entre los docentes por un sueldo decente. La izquierda podría tener eso en su centro para evitar el oportunismo de usar al Instituto Nacional, o cualquier liceo emblemático, como el blanco perfecto de autodestrucción cultural y política.

La crisis de la educación pública hay que enfrentarla desde cimientos más radicales que los que ofrece nuestro tiempo, pero también sobre condiciones materiales más adecuadas. La acogida de la demanda por una educación no sexista debiese apuntar hacia el cuestionamiento de la existencia de la educación particular pagada, y también de la particular financiada con fondos públicos (hoy mayoría del sistema). Emanciparse de la opresión también implica emanciparse de sus formas de procesar los conflictos. Discutamos cómo hacemos una educación pública no sexista, pero no hagamos que sea la izquierda la que termine sepultando a la educación pública sumándose con oportunismo a los idealistas del mercado.

Fuente: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2016/09/28/el-sexismo-publico-educativo-cambiarlo-sin-oportunismo-idealista/

Imagen: https://pbs.twimg.com/media/CteMITiWgAEDwDS.jpg

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El sexismo público educativo: cambiarlo sin oportunismo idealista

Por: Iván Salinas

«La crisis de la educación pública hay que enfrentarla desde cimientos más radicales que los que ofrece nuestro tiempo, pero también sobre condiciones materiales más adecuadas. La acogida de la demanda por una educación no sexista debiese apuntar hacia el cuestionamiento de la existencia de la educación particular pagada, y también de la particular financiada con fondos públicos (hoy mayoría del sistema)».

Asumiendo el ejercicio mental –el ideal liberal- de que todos somos iguales ante la ley, se vería muy injusto que un individuo tuviere más privilegios que otro cuando se enfrenta a la institucionalidad, al derecho. De allí que lo público, lo que se ajusta al contrato social que asume tal “igualdad ante la ley” tenga que ser enjuiciado por el incumplimiento de tal ideal.

Una niña de 11 años envió una carta a la Presidenta de la República pidiendo entrar al Instituto Nacional. Lo hace con la racionalidad obvia de quien siente vulnerado un derecho: el derecho a recibir la educación que reciben los estudiantes del Instituto Nacional, que son individuos con pene, con más de 200 años de tradición de ser educados así, entre otros que igualmente tienen pene. Esa gran diferencia biológica es inaceptable como excusa para negar el derecho, y abre un flanco muy necesario de debate sobre la posibilidad de pensar una educación pública inclusiva, y no sexista. Bien por el debate, y ojalá que se profundice.

La izquierda criolla actual, como es razonable y esperable, ha actuado condenando la segregación por género. Es una demanda de años, pero que ha adquirido más notoriedad a partir de los movimientos estudiantiles del 2006 y gracias al incansable y crecientemente organizado movimiento feminista chileno. Sin embargo, en todo esto hay una precaución que debe tomarse, y debe tomarse en serio si es que se buscan cambios serios.

Una pregunta de fondo que debemos hacernos sobre el espacio escolar es sobre su sentido de inclusión social. Por diseño, en Chile sabemos que las escuelas más que inclusión social lo que hacen es separar socialmente a quienes en ellas ingresan. El prolífico filósofo educativo John Dewey solía decir que la escuela no es un lugar en el que se prepara para la vida, sino más bien es la vida misma. Y hoy en Chile esa certeza filosófica tiene una profunda expresión material: niñas y niños pasan muchísimo tiempo en la escuela, donde comparten, hacen sus amigas y amigos, aprenden lo que les enseñan y lo que no les enseñan, y generan sus relaciones y afectos de largo plazo. Una escuela segregada es una receta para crear comunidades segregadas, y en Chile esas comunidades se definen por la plata que tiene tu familia (o cualquier otro marcador social que quepa en la nueva legalidad del voucher refundado de la Nueva Mayoría).

Hace unos años salió un estudio que hizo el mismo diario que publicó la carta de la niña que quiere entrar al Instituto Nacional. El estudio decía que la mayoría de los gerentes en Chile había egresado de colegios privados. No se trataba de una mayoría relativa: el 84% de los gerentes de las empresas que venden más de US$80 millones por año eran egresados de colegios privados. La otra cifra: el 50% de los gerentes había egresado de solo cinco colegios privados donde la mensualidad supera el sueldo mínimo: El Verbo Divino, Sagrados Corazones de Manquehue, Saint George, San Ignacio, y Tabancura. El primero es, por cierto, católico y sexista. De esta lista también egresan una gran cantidad de políticos actuales, según la misma fuente. Si asumimos la noción Deweyana de que la escuela es la vida, podemos asumir que la política y los negocios en Chile están controlados por un mismo sector social que crece segregado y separado de la educación pública. El sexismo en esta segregación es rampante en la educación a la cual el Estado no puede intervenir pero de la cual egresan sus dirigentes políticos. Bonito corolario de la “libertad de enseñanza”: que viva para el poder, que se norme para el resto.

Que la educación pública hoy represente el 38% de la matrícula escolar también representa una limitación al Estado y su capacidad de hacer realidad modificaciones ultra necesarias en la inclusión social de grupos históricamente oprimidos. Si a los 11 años una niña escribiera a la presidenta queriendo entrar al Verbo Divino, acusando la extremadamente evidente desigualdad que no solo se debe al sexo, sino también a la cuna, quizá estaríamos hablando de otro conflicto: uno inexistente y sin posibilidad de expresión mediática. Pero como ocurre con el baluarte de la educación pública, un liceo emblemático, la cosa toma otro cariz. El liberalismo del “buen sentir” se toma la palabra y se une a una izquierda que se lanza, idealista como el liberalismo mismo, a “normar” el deber ser de esa educación pública, una que quizá no han vivido. Allí está la trampa de asumir como imposición una demanda que debiese surgir desde la organización de sus actores centrales: la comunidad escolar.

Pero hay limitaciones obvia a las capacidades actuales de las comunidades escolares en la educación pública. El abandono sostenido de parte de gobierno tras gobierno, la precarización de sus docentes (puestos hoy a competir entre ellos y con colegios desde donde salen los gerentes de Chile), su financiamiento-voucher(o continuo desangramiento del Estado hacia los privados), el despojo del profesionalismo pedagógico (a través de su formación entregada al mercado, la constante responsabilización de la calidad educativa, y la externalización privada de la mejora escolar mediante asesorías técnicas educativas), se cuentan entre las limitantes estructurales para el desarrollo de capacidades en la comunidad escolar. Nuestra educación pública debe reconstruirse, de eso no hay duda. La izquierda está llamada a contribuir a esa reconstrucción. Pero para eso, es relevante tomar en su peso el contexto histórico y las posibilidades de desarrollo y éxito de una demanda tan racional y necesaria como la educación no sexista.

El sexismo en la educación pública tiene que acabarse. Pero para eso no es necesario poner al Instituto Nacional o los liceos emblemáticos como blanco. Las balas de los enemigos de la educación pública disparan contra tales blancos, generando una onda expansiva difícil de detener cuando la izquierda se asume tras esas balas. Lo que necesitamos es educación pública en serio, fortalecida, bien financiada, que permita que los proyectos educativos acojan demandas de educación integral, no sexista, con modernización y sentido, en comunidad y en colaboración. No queremos más competencia, ni entre las escuelas por estudiantes-voucher, ni entre los docentes por un sueldo decente. La izquierda podría tener eso en su centro para evitar el oportunismo de usar al Instituto Nacional, o cualquier liceo emblemático, como el blanco perfecto de autodestrucción cultural y política.

La crisis de la educación pública hay que enfrentarla desde cimientos más radicales que los que ofrece nuestro tiempo, pero también sobre condiciones materiales más adecuadas. La acogida de la demanda por una educación no sexista debiese apuntar hacia el cuestionamiento de la existencia de la educación particular pagada, y también de la particular financiada con fondos públicos (hoy mayoría del sistema). Emanciparse de la opresión también implica emanciparse de sus formas de procesar los conflictos. Discutamos cómo hacemos una educación pública no sexista, pero no hagamos que sea la izquierda la que termine sepultando a la educación pública sumándose con oportunismo a los idealistas del mercado.

Fuente: http://www.elmostrador.cl/noticias/opinion/2016/09/28/el-sexismo-publico-educativo-cambiarlo-sin-oportunismo-idealista/

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