Discernimiento y Pedagogía

Por: Juan Pablo Espinosa Arce[1]

El tema tiene que ver con el discernimiento. Discernir es pensar nuestras posibilidades, nuestra situación-en-el-mundo, nuestra práctica cotidiana. El discernimiento en relación a la pedagogía tiene como característica central el ser tarea permanente. Según el pedagogo brasileño y padre de la pedagogía crítica Paulo Freire (2002) es “permanente en razón de la inclusión de los hombres y del devenir de la realidad. De esta manera, la educación se rehace constantemente (…) tiene que estar siendo”. Desde esta perspectiva, es menester realizar una reflexión pedagógica encarnada en la realidad, la cual supone que el que discierne “no sea alguien que elabora desde fuera principios y estrategias que deben aplicarse a la realidad, sino aquél que presta sus sentidos, conocimientos e instrumentos a la elaboración y sistematización de dicha pedagogía” (Araújo, A., De Oliveira, I, & Machado, R, 2004), es decir, un docente capaz de discernir su realidad y actuar a favor de ella.

Esta característica del discernimiento, también se puede contextualizar desde la práctica docente, en la cual el profesor en comunión con los educandos, deben ser capaces de leer y discernir los sucesos históricos y los signos de los tiempos que acontecen en el proceso de enseñanza – aprendizaje, y descubrir en ellos cuáles son los caminos para diseñar e imaginar la plenitud de lo humano. De esta manera se van provocando instancias en las que, por medio del análisis de la realidad, se lograrán potenciales mejoras y refuerzos de diferente acciones educativas que fomenten a la persona y su dignidad. Sólo así, se encara el futuro siendo conscientes del presente, de manera de dar al primero un nuevo significado, esta vez de carácter pleno.

En primer lugar, reconocemos que existe una intencionalidad pedagógica del discernimient. Cuando nos referimos a la intencionalidad pedagógica, estamos haciendo alusión a los objetivos y a las metas que el pedagogo establece al momento de comenzar tal ocual práctica pedagógica. La pregunta que rige el aspecto intencional del discernimiento en clave pedagógica es básicamente ¿para qué quiero que los educandos realicen la experiencia del discernimiento?Aquí también entran otras preguntas: ¿qué quiero que mis estudiantes aprendan al final de la clase?; la materia planificada ¿impactará en la realidad cotidiana de mis estudiantes?; ¿estoy dispuesto a dejarme enseñar por mis estudiantes?.

El docente que quiere entrar en la práctica del discernimiento debe ser capaz de hacer comprender a los educandos que el discernimiento posibilita una mayor comprensión del mundo y la realidad de la cual son miembros, con lo cual favorecerán la transformación de una historia marcada, y siguiendo el lenguaje teológico, por situaciones de pecado estructural o pecado social. En sencillo: hay situaciones de deshumanización y de injusticia que impiden un desarrollo integral mínimo para todos los seres humanos. La vida humana, sino es pensada, reflexionada críticamente o discernida, no puede desarollarse plenamente. Es más, el discernimiento implica una visión más amplia de la historia y de la cultura en la cual nos encontramos. Parafraseando a Cornelius Castoriadis, es necesario pensar el carácter imaginario social que nos circunda. La modulación del discernimiento y de la opción pedagógica que de él se realiza tiene que pensarse en esta clave de intencionalidad.

Desde el discernimiento se apuesta que el educando desarrolle al máximo sus capacidades y potencialidades, y que descubra el sentido último y trascendente a su vida. Asumiendo la categoría de Boaventura de Sousa Santos es necesario pensar una ecología de saberes, es decir, venerar los relatos humildes de nuestros educandos y también reconocer los grandes relatos de la academia. Esta veneración no se puede entender como monocorde sino que debe ser una tarea polifónica. Las capacidades y potencialidades de los educandos se recuperan cuando el docente es capaz de evitar lo que Paulo Freire describe como la “castración de la curiosidad”, es decir, el que los estudiantes formulen preguntas por medio de las cuales se “lee el mundo” y se amplía el horizonte vital y experiencial.

En segundo lugar, reconocemos que la práctica pedagógica del docente como un estado continuo de discernimiento. El docente al enfrentarse a las diferentes realidades y contextos educativos, y en ellos, a la multiplicidad de educandos que con él conviven, debe ir continuamente repensando su actividad pedagógica, de manera tal que todos sus alumnos puedan aprender de manera óptima. Por medio del discernimiento el pedagogo obtendrá herramientas útiles para afrontar especialmente las situaciones complejas de la práctica pedagógica.

Dice Paulo Freire (2002) que la educación es “un quehacer permanente. Permanente en razón de la inconclusión de los hombres y del devenir de la realidad. De esta manera, la educación se rehace constantemente en la praxis. Para ser, tiene que estar siendo”. El quehacer pedagógico que se discierne no puede sino ser realizado desde la praxis, ya que en ella se evidencia la realidad concreta del contexto que el docente debe discernir a través de las categorías correspondientes, en este caso, pedagógicas y teológicas. El docente debe ser capaz de leer la historia y ver en ella las debilidades, las fortalezas, las oportunidades y amenazas y desde allí actuar integralmente, escogiendo aquello que adviene como proyecto antropológico de liberación y humanización.

Y por ello, es imperioso que reconozcamos que el aprendizaje integral del alumno como espacio de discernimiento. El aprendizaje integral, es aquel “proceso continuo, permanente y participativo que busca desarrollar armónica y coherentemente todas y cada una de las dimensiones del ser humano a fin de lograr su realización plena en la sociedad” (Rincón, 2008) La gran característica de este tipo de aprendizaje, es que convergen en él diferentes áreas del saber y de la cultura, apoyadas siempre en las experiencias del sujeto histórico. Por medio del aprendizaje integral, al alumno se le abre una mayor visión de mundo, que permite una nueva percepción e interpretación de la realidad, con lo cual se posibilita el discernimiento. Por ello, y finalmente, entendemos que por medio de diferentes comprensiones, se va optando a nuevos desafíos que deben ser enfrentados tantos por el educador como por el educando, los cuales den respuestas a las múltiples interpelaciones que la sociedad les demanda.

[1]Chileno. Es Licenciado en Educación y Profesor de Religión y Filosofía por la Universidad Católica del Maule (Chile). Magíster (Licenciado Canónico) en Teología Fundamental por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Académico Instructor Adjunto en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Chile, en la Universidad Alberto Hurtado y en la Universidad La República, ambas en Santiago de Chile. Imparte cursos de Antropología Teológica Fundamental, de Teología Eucarística, Diálogo Interreligioso, Filosofía de la Religión y Ética Profesional. Formador permanente de comunidades cristianas de base. Autor de varios artículos sobre sus temas de investigación

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El diálogo educativo: condición de posibilidad de una ética de la vida.

Por: Juan Pablo Espinosa Arce

  1. El filósofo y educador japonés de tradición budista Daisaku Ikeda en su obra El nuevo humanismo sostiene, a propósito de la educación que busca formar ciudadanos del mundo, sostiene: “la escuela no existe en los edificios inanimados, sino en los maestros que se dedican a servir a los alumnos; aquéllos son, en sí mismos, una escuela viviente. No soy el único en sostener que la vida de los alumnos no se transforma a fuerza de escuchar disertaciones, sino gracias al contacto estimulante con seres humanos. Por esta razón es tan importante el vínculo entre docentes y alumnos”[1]. Aquí encontramos la primera clave de nuestra reflexión, a saber, sólo mediante el diálogo – como vehículo del aprendizaje – se puede acceder a una auténtica educación transformadora.

 

  1. Daisaku Ikeda reinterpreta una acción clave en la formación de la cultura: el uso público de la palabra y el encuentro estimulante entre los que conformamos la res educativa. Una auténtica educación pasa, necesariamente, por estas instancias de diálogo, de encuentro, de confrontación de ideas y de experiencias. La educación no se construye en las oficinas cerradas de las grandes metrópolis de los países con teóricos que no conocen la experiencia de estar con estudiantes. Eso sería construir “edificios y escuelas inanimadas”, en palabras de Ikeda o educación bancaria y repetitiva, alienante y domesticadora en palabras de Paulo Freire. Para el padre de la pedagogía crítica latinoamericana la verdadera “vocación ontológica de humanidad que cada uno de nosotros tenemos”[2] pasa por el “amor humanista”[3], que no es otra cosa que construir una antropología política que tenga como base la “compasión y solidaridad auténticamente humanistas, creencia y fe en los hombres y las mujeres y certeza de la transformación del mundo a partir de los oprimidos y de las víctimas de las injusticias”[4]. En otras palabras: una auténtica educación que busque transformar el mundo y la historia, esto es, pasar de condiciones menos humanas y estructuras más humanas, tiene que ser una educación para la vida, para el bienestar o el buen vivir.

 

  1. Hacia allá apunta nuestra reflexión. Una educación para la vida que tenga como correlato una ética de la vida. Sin diálogo humanista no hay ética humana, sin ética humana no hay construcción de condiciones mínimas de bienestar, sin bienestar no hay justicia ni tampoco inclusión. La educación debe aprender a generar una práctica y un discurso que establezca espacios mínimos de humanización. Sólo así estaremos en condiciones de trabajar sobre una auténtica ética de la vida.

 

  1. En primer lugar, rastreemos el concepto “ética”. En la RAE[5] encontramos cinco acepciones del concepto:

 

  1. adj. Perteneciente o relativo a la ética.
  2. adj. Recto, conforme a la moral.
  3. m. desus. Persona que estudia o enseña moral.
  4. f. Conjunto de normas morales que rigen la conducta de la persona en cualquier ámbito de la vida. Ética profesional, cívica, deportiva.
  5. f. Parte de la filosofía que trata del bien y del fundamento de sus valores.

 

En estas acepciones, todas muy acertadas, falta una cuestión central y que nos traslada al origen mismo de la palabra. Ética proviene del griego éthos, cuyo significado más antiguo es “residencia”, “morada”, “lugar donde se habita”[6] o también espacio de convivencia. Por esta acepción entendemos que el éthos de una comunidad involucra entre otras cosas: las relaciones interpersonales, las tradiciones, los mitos fundadores, las cuestiones políticas, las formas de comprender el mundo, las experiencias religiosas, las vinculaciones sociales y culturales. En el éthos nos movemos, existimos y somos, pero siempre en referencia a otros muchos rostros.

 

 

  1. En este éthos toma un lugar central el lenguaje humano, el diálogo, la reciprocidad comunicativa. Somos los animales que tenemos la capacidad neurológica de inventar lenguaje, palabras, sentidos y sentimientos que se comunican a otros seres capaces de recibir, decodificar y retransmitir el mensaje original. No hay éthos sin lenguaje y diálogo y el diálogo es también una forma ética. De hecho, la realidad misma está construida lingüísticamente y nuestra educación se basa en este intercambio transformador y vivificante. Como lo hace notar el biólogo chileno Humberto Maturana “nosotros, seres humanos, acontecemos en el lenguaje, y acontecemos en éste como el tipo de sistema viviente que somos. No tenemos ninguna posibilidad de referirnos a nosotros mismos o a cualquier cosa fuera del lenguaje. Aun para referirnos a nosotros mismos como entidades no lenguajeantes debemos estar en el lenguaje”[7].

 

  1. Ahora bien, ¿qué tiene que ver el lenguaje, la ética, la educación y la ética de la vida? ¿dónde llegan los puntos comunes entre estos conceptos? El punto común es justamente la ética de la vida, de la convivencia, de la experiencia dialógica y educativa. Ética para la vida es lo mismo que decir bioética, biós ethós, la convivencia de los vivientes, la reciprocidad de los que se encuentran, las prácticas del amor y del lenguaje, del cuidado y de la responsabilidad por el otro. ¿Qué experiencias filosóficas, éticas, antropológicas, creyentes, sociales o culturales tenemos ante la enfermedad, la vulnerabilidad, el estigma social, el gasto económico, la relación familiar y amorosa, las búsquedas del sentido ante el sin sentido?

 

  1. Quisiera ofrecer tres cuestiones a modo de pre-texto para poder seguir conversando, actuando, transformando. Así se construye educación. No hay otra lógica que la lógica del logos. El logos del logos se acentúa en el encuentro y, sobre todo, en el cuidado amoroso, en la práctica de una ética de la vida amorosamente sustentable para todos.

 

  1. Una ampliación antropológica de la vulnerabilidad. La modernidad con su mito del progreso supuso la creación de nuevas herramientas para la consecución de proyectos, para evitar el dolor, para no toparse con la vulnerabilidad ni con la muerte. Estamos inmersos en un temor hacia la vulnerabilidad. Nos espanta la idea de convivir con ella. Nuevamente el tema de la convivencia – éthos. Las historiadoras Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob recuerdan cómo “el desarrollo de la nueva idea de progreso no dejó mucho espacio para apreciar el pasado en sus propios términos”[8]. El progreso se opone a vulnerabilidad. Mientras el primero es auspicioso, la segunda es amenazante. El primero nos propone un futuro estable, la segunda nos pone en el terreno de lo incierto.

 

  1. En vistas a ello el desafío ético está en la ampliación antropológica de la vulnerabilidad, de no considerarla como enemiga, sino como un momento constitutivo de nuestra propia humanidad. La filósofa estadounidense y teórica del feminismo Judith Butler reconoce incluso alcances políticos en la experiencia de la vulnerabilidad. Dice Butler: “de hecho, la vulnerabilidad es una de las condiciones de la sociabilidad y de la vida política que no puede ser estipulada en términos contractuales y cuya negación y manipulación no es más que un intento de destruir o manejar la interdependencia social de la política”[9]. Sólo en la vulnerabilidad del otro [constitución política de la misma] reconocemos que nosotros también somos vulnerables y vulnerados. La vulnerabilidad es la medida de nuestra humanidad. La vulnerabilidad nos es connatural y por ello es necesaria una ampliación antropológica en cuanto debemos ser capaces de amar, acoger, respetar y asumir el dolor, el sin sentido, la vulnerabilidad. Ello fundamenta, a su vez, la propia dinámica ética y pedagógica.

 

  1. En este tiempo es urgente asumir la vulnerabilidad como espacio de reconocimiento del otro, sobre todo del otro que sufre. La teóloga chilena Carolina Montero sostiene: “la vulnerabilidad humana sería la permeabilidad necesaria para dejarse afectar por otros. Si fuésemos autosuficientes, impermeables, del todo independientes, no nos podrían herir, pero también estaríamos condenados al más monótono y absoluto solipsismo”[10]. Esta es la lógica del bienestar, de la ética de la vida que tiene como marca profundamente humana la responsabilidad de condolernos con el dolor del otro, de alegrarnos con su alegría, de vivir prácticas espirituales – en el amplio sentido – de compasión, justicia y donación. Entre más amantes de la vulnerabilidad más profundo podremos construir nuestra humanidad.

 

  1. La vinculación del amor y la vulnerabilidad o el amor como experiencia de vulneración. La vulneración tiene, en segundo lugar, una fuerte vinculación con el amor. La afectividad tiene un valor ético y también responde a una dinámica del cuidado mutuo. En el amor se juega el diálogo, el encuentro, la reciprocidad, el cuidado mutuo. Hay una centralidad humana del amor. El filósofo español Mariano Crespo sostiene: “no cabe duda que amar y sentirse amado son experiencias que engloban a la persona en su totalidad. Quien ama y quien experimenta ser amado llega incluso a percibir la realidad habitual que le rodea de una forma diferente”[11]. El amor posibilita la vida, la vida se comprende de forma más integral en el amor, sobre todo en la donación al otro. El cuidado y la responsabilidad por el otro que me constituye, que me define, que me permite ampliar mi horizonte de comprensión, debe asumirse como expresión de un amor, de una sexualidad, de una intimidad segura e integral que, en consecuencia, no se puede reducir a lo genital.

 

En las dinámicas del cuidado, de las prácticas del bienestar, el ser humano apuesta en gran medida por su propia humanidad. El filósofo español Jorge Úbeda reconoce que “cuidar y amar también es reconocer y ofrecer un espacio y un tiempo para desplegar la propia vida. Quien cuida y ama también espera al otro, le ofrece tiempo para que muestre lo que es y lo que puede ser. Cuidar, amar y confiar son tres verbos que se conjugan al mismo tiempo”[12].

 

  1. Renovar nuestra educación con una mirada integradora de la vida humana. Finalizo mis reflexiones volviendo sobre lo educativo. Al comienzo recordábamos cómo dos pedagogos, Daisaku Ikeda y Paulo Freire, colocaban acentos en la necesidad de entender la educación como encuentro en el diálogo y en la práctica de la humanidad. La vida humana supone espacios de reconocimiento, de cuidado, de compartir experiencias y nuevas formas de comprender la historia, la vida, la enfermedad, la muerte. En ello la filosofía, la teología, la educación son voces necesarias para lograr una interpretación más global del fenómeno humano. La vida humana no es sólo la suma de procesos biológicos estándar que se suman para buscar lógicas cromosómicas, de procesos físico-químicos o de reproducción. La vida humana es una hondonada en la cual hemos de adentrarnos para conocernos a nosotros mismos.

 

  1. El teólogo alemán Eberhard Schockenhoff en su obra Ética de la vida reconoce hasta seis comprensiones de la vida: como totalidad funcional, como reciprocidad entre la parte y el todo, como expresión de un mundo interior y como manifestación de la libertad, como encuentro y finalmente como un tener que morir[13]. El desafío es lograr comprender cómo todas estas aristas del fenómeno de lo humano se concretizan también en las situaciones que tejen nuestro ser humanos. La vida humana tiene una multiplicidad de expresiones que son necesarias comprender, amar, respetar, valorar y educar. Sólo en este espíritu de diálogo podremos encontrar más de una lección, una nueva enseñanza, otra forma de educarnos y de ampliar nuestros horizontes de entendimiento de los complejos fenómenos que tejen la trama histórica, social y cultural.

[1] Daisaku Ikeda, El nuevo humanismo (FCE, México 2013), 88.

[2] Paulo Freire, Pedagogía de la indignación: cartas pedagógicas en un mundo revuelto (Siglo XXI, Buenos Aires 2012), 15.

[3] Paulo Freire, Pedagogía de la indignación, 15.

[4] Paulo Freire, Pedagogía de la indignación, 15-16.

[5] http://dle.rae.es/?id=H3y8Ijj|H3yay0R [Recuperado el 21 de Junio 2018]

[6] https://confilosofia.wordpress.com/tag/semantica/ [Recuperado 21 de Junio 2018]

[7] Humberto Maturana, La objetividad: un argumento para obligar (J.C SAEZ Editor, Argentina 1992), 48.

[8] Joyce Appleby, Lynn Hunt y Margaret Jacob, La verdad sobre la historia (Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile 1994), 69.

[9] Judith Butler, Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea (Paidós, Argentina 2017), 212.

[10] Carolina Montero, Vulnerabilidad, reconocimiento y reparación. Praxis cristiana y plenitud humana (Ediciones Universidad Alberto Hurtado, Santiago de Chile 2012), 44.

[11] Mariano Crespo, El valor ético de la afectividad. Estudios de ética fenomenológica (Ediciones UC, Santiago de Chile 2012), 115.

[12] Jorge Úbeda, Ética humana (La Huerta Grande, España 2016), 39.

[13] Eberhard Schockenhoff, Ética de la vida (Herder, Barcelona 2012), 26-38.

*Fuente de la imagen: https://pamplona2016.wordpress.com/2009/11/23/accion-2-reinverntar-la-educacion/

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La otredad educativa como posibilidad de una antropología liberadora

Por: Juan Pablo Espinosa Arce

“La intersubjetividad es condición

para que el ser humano llegue a ser sujeto”

[Franz Hinkelammert]

Dentro del proceso educativo, una de las claves fundamentales para la consecución de sus objetivos es el logro de la intersubjetividad como condición y espacio de humanización. Por lo tanto, una antropología educativa que quiera ser liberadora debe asumir, como condición de posibilidad, la otredad. Reconocer que estamos imbricados en una red, que somos interdependientes con otros seres humanos, con el espacio creado, con lo religioso o con Dios y con nosotros mismos, es una exigencia dentro del mismo proceso humanizador que posee la dinámica educativa. Esa es nuestra tesis.

A esta tesis llegamos a partir de una crítica de los postulados de la modernidad y de su consecuente posmodernidad, transmodernidad, modernidad líquida, era del vacío, sociedad del cansancio. Son muchos los nombres para calificar un tiempo en el que la otredad ha sido combatida por una racionalidad del consumo, del cálculo, de la producción-efectividad, de lo analítico-matemático. Desde Nietzsche con la muerte de Dios o la muerte de las coordenadas originarias del relato religioso, pasando por Foucault con la muerte del hombre en cuanto sujeto, pasamos también por la muerte de la historia (Manuel Cruz, filósofo español) y también por la muerte ecológica o del ecosistema. Manuel Cruz – parafraseando al filósofo Gilles Lipovetsky – sostiene que este segundo autor llama a esta época como el “imperio de lo efímero, y cuyo principal rasgo era la perfecta vaciedad, la compleja ausencia de fundamento para ideas y actitudes. Cualesquiera dimensiones de la sociedad eran interpretadas bajo la misma (volátil) clave: la moda, con su permenante transformación y su perfecta ausencia de justificación” (M. Cruz, Adiós historia, adiós, 59).

Lo efímero o lo líquido – bajo el modelo de Bauman – asume y propugna una antropología inestable, tanto a nivel emocional, social, cultural, político. Es la antropología de la desconfianza y de la inseguridad, del establecimiento de espacios culturales que sólo pueden ser asumidos por determinados grupos sociales. Franz Hinkelammert (2000) propone – como imagen de esta antropología – al “individuo calculador” el cual “calcula sus intereses materiales en función de su consumo y de la acumulación de posibilidades del aumento de sus ingresos”. La antropología del acumulador, del consumidor, termina siendo una racionalidad de la depredación, tanto del medio ambiente como de la dignidad de los demás seres humanos. Aparece, con ello, la lógica del te integro a mi campo visual en cuanto puedo obtener de ti un provecho. Cuando ya no me das provecho te desecho y viene otro. Esta es la llamada “cultura del descarte” que constantemente ha denunciado el Papa Francisco. Una antropología del descarte termina alienando al ser humano en dinámicas de poder, de autoridad, de un falso comunitarismo, de una clara ausencia de otredad.

¿Qué hacer? ¿Qué racionalidad educativa proponer para pensar y favorecer una antropología liberadora que sea vaso comunicante con la otredad educativa? En primer lugar, hemos de comprendernos como sujetos que vivimos en circunstancias, contextos, espacios y tiempos determinados. En estas condiciones el ser humano está radicalmente abierto al sentido de la vida. Se-nos preguntamos por él, lo buscamos y anhelamos. Esta condición espiritual de la búsqueda, o de pensar la educación como búsqueda del sentido, es el primer momento de la antropología liberadora.

Si por antropología entendemos el estudio – filosófico, cultural, social, educativo – por el sentido del hombre, hemos de aprender a reconocer como el sentido está en la base de la misma vida. Ahora bien, uno de los aspectos llamativos de esa búsqueda – educativa – del sentido, es que siempre quedará incompleta. Podríamos aventurar que podemos decir más cosas de lo que no es el sentido a afirmar completamente a qué hacemos referencia con su mención. Por ello es que reconocemos la constante actitud de búsqueda, de pregunta, de aporía en el ser humano. Ortega y Gasset en su “Carta a un joven argentino que estudia filosofía” (1998) sostiene: “pegunta usted algunas cosas, es decir, admite usted la posibilidad que las ignora. Ese poro de ignorancia que deja usted abierto es el área pulimentada de su espíritu, le salvará. Por él se infiltrará un superior conocimiento. Créame: no hay nada más fecundo que la ignorancia consciente de sí misma”.

De lo último podemos desprender que la antropología educativa que asume la otredad como clave y espacio de liberación-humanidad es aquella que conscientemente asume la vulnerabilidad del no saber. Esto, a su vez, aparece como una invitación a reconocer que el verdadero conocimiento se hace explícito en la búsqueda comunitaria del sentido. Pareciera ser que aprendemos más y mejor cuando entre todos creamos una comunidad de indagación. De esta manera, los que entramos en el juego de la enseñanza y del aprendizaje hemos de pasar por un proceso de despojo de ideas previas para dar espacio a las experiencias de los otros.

El otro con el que comparto las búsquedas comunes también me enseña, y yo debo dejarme enseñar por él. Por ahí pasa también la liberación de precomprensiones o falsas comprensiones de lo que es la historia, el hombre, lo religioso, el medioambiente. Únicamente en el diálogo comunitario podemos entrever nuevas formas de humanidad. Propongamos un ejemplo de la literatura. El escritor peruano José María Argüedas en su obra Los ríos profundos (1972) narra el diálogo entre un padre y su hijo de nombre Ernesto. Ambos personajes, y de pie ante un gran muro incaico de Cuzco, entablan una conversación muy particular:

[Comienza a hablar el niño Ernesto] Papá – le dije -. Cada piedra habla. Esperemos un instante. No oiremos nada [responde el papá]. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan. [Continúa el niño] Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están movimiento. [El papá responde] dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces. [Sigue Ernesto con sus preguntas, buscando el sentido] ¿Cantan de noche las piedras? Es posible [responde su padre]. ¡Mira, papá! Están brillando [replica Ernesto, para que el papá responde por última vez]: Si, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra.

Es interesante el conflicto de antropologías, de visiones de mundo, de preguntas y respuestas que se expresan en este diálogo del escritor peruano. Ernesto representa la infancia que busca, que quiere conocer, que pregunta y juega. En la infancia, dice el filósofo español García Morente, está la mejor expresión de lo que es el verdadero filósofo. Ernesto representa el despunte de la vida, ese principio de ignorancia del que habla Ortega y Gasset. Es un pensamiento mágico y novedoso. En cambio, su papá representa al mundo adulto terminado, que no tiene nada más que aprender. Es el pensamiento lógico, extremadamente racionalista, analítico-matemático, que no espacio al aprendizaje que el niño Ernesto puede enseñar. Para el padre las piedras están ahí por una lógica del siempre ha sido así. Es la lógica de la naturalización. Es más, el padre reclama a su hijo que el conocimiento ya se lo ha enseñado muchas veces. Para Ernesto las piedras, el muro incaico, el mundo, la cultura, baila, danza, se mueve, tiene formas diferentes, tiene lugar el juego y lo mágico. Y es tanta su insistencia que pareciera que el padre hace un proceso de conversión o de ampliación de conciencia y concluye con una frase estéticamente bella: Si, hijo. Tú ves, como niño, algunas cosas que los mayores no vemos. La armonía de Dios existe en la tierra.

Esa es la lógica de la otredad que se permite la cita con la antropología liberadora. Es el nacimiento de una nueva forma de comprender la realidad, ya no desde la naturalización o de la castración de la curiosidad, sino que desde la apertura a lo nuevo. Esta es la búsqueda del sentido: sentarnos en los bordes de la historia y escuchar el relato de los niños, de los pequeños, de los otros. Únicamente entrando en una disposición de escucha, de aprendizaje, de reconocimiento de otras formas de enseñanza, podremos lograr una educación de la otredad en clave de liberación y humanidad.

Y porque la antropología liberadora y humanizante escucha puede dar respuestas a las preguntas de los pueblos. Es la apertura a lo simbólico, a lo corporal, a lo ritual, lo religioso, lo ecológico, en definitiva, lo humano. Es crear estructuras de apoyo y de buena vida como afirma la teórica del género Judith Butler. En palabras de Corrado Pastore (1981), es la invitación a crear “un nuevo humanismo que viene a ser la búsqueda comunitaria de un nuevo modo integral de vida desde cada situación concreta, en nuestro caso la situación latinoamericana”.  Volvemos a la lógica de lo comunitario, de la educación para la otredad, para el reconocimiento del rostro del otro, de entendernos como corresponsables del buen vivir de los demás. Finalmente la buena vida es política, es social, económica, ecológica, pedagógica, religiosa y ecológica. Tiene que ver con el cuerpo y con el espíritu, con la razón y los sentimientos.

Sólo desde esta ampliación de conciencia – como lo que experimentó el papá de Ernesto – podremos continuar asimilando nuestros ríos profundos. Sólo desde la lógica de la integración podremos afirmar con Hinkelammert (2000) que “la intersubjetividad es condición para que el ser humano llegue a ser sujeto”. En palabras de Demetrio Velasco (2003), “debemos comenzar a sentirnos solidarios de una historia común que nos hace cada vez más interdependientes. Solidaridad que no lo será adecuadamente si no es, a la vez, compasión, reconocimiento y solidaridad con todos y cada uno de los seres humanos concretos, a quienes consideramos iguales, merecedores de justicia social y sujetos de derechos”.

La invitación es a crear una educación compasiva, del reconocimiento, de la libertad, de la búsqueda comunitaria del sentido, desde diferentes formas y lógicas. Una antropología auténticamente liberadora es capaz de experimentar la apertura a lo nuevo, de liberar el diálogo de los sujetos, de superar el cautiverio de lo líquido y, reconociéndose vulnerable, emprender el nuevo camino en esta hora de la historia, en nuestro caso, latinoamericana.

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El proceso de enseñanza-aprendizaje desde una eco-lógica

 Por: Juan Pablo Espinosa Arce

El artículo tiene que ver con pensar una racionalidad eco-lógica de carácter integral y humana. Estoy leyendo este concepto desde la Encíclica Laudato Si’ del Papa Francisco, en la cual el concepto de ecología humana representa un patrimonio que debe ser interdisciplinarmente abordado. La tesis de este artículo es que si el proceso de enseñanza-aprendizaje propio de nuestro mundo educativo quiere ser significativo en la comunidad educativa debe asumirse, pensarse (eso es racionalidad) y actuarse como praxis transformadora debe animarse desde lo eco-lógico. Para nuestra reflexión, me baso en dos dimensiones claves en todo proceso humano, social, educativo y cultural, a saber, el espacio y el tiempo. Es más, nuestro mismo devenir es vivido históricamente. Somos hijos de un tiempo y de un espacio. Y, a su vez, dichas coordenadas responden también a la misma lógica educativa. El proceso de enseñanza y aprendizaje es vivido en un determinado contexto. Y dicho contexto define las distintas opciones metodológicas de la educación. El contexto nos acoge, nos forma y nos capacita para tomar determinadas opciones éticas. En el contexto, definido esencialmente como plural, conviven distintas comprensiones del mundo, relatos de vida, formas de aprendizaje, dinamismos de enseñanza.

De lo anterior, surge la necesidad de asumir el desafío de la construcción de un renovado espacio de convivencia y de apostar por otro tiempo, ya no centrados en un modelo ego-lógico – centrado en el yo, que a su vez está encerrado en sí mismo – o en un modelo líquido o neo-narcisista. En la práctica educativa, que no es sólo una acción unidireccional de maestro a discípulo, sino que es un juego y danza conjunta, se han de establecer nuevas formas de racionalidad y de relacionalidad eco-lógica. Lo anterior, y para el pensamiento del Papa Francisco, invita a “apostar por otro estilo de vida” (Laudato Si’ 203), lo cual conlleva el “desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración” (Laudato Si’ 202).

Enseñar y aprender como expresión dinámica de la otredad

La educación puede comprenderse como un “fenómeno social” (De Azevedo, 2013), en la cual entran en juego lo individual y lo social, compenetrándose ambas dimensiones pero manteniendo sus propias diferencias. Es más, dicha socialización propia de la actividad pedagógica posee también alcances cósmicos y ecológicos, es decir, afecta también a las relaciones que los sujetos mantienen con el medio/espacio que los conforma. Fernando de Azevedo en su clásica Sociología de la educación: introducción al estudio de los fenómenos pedagógicos y de sus relaciones con los demás fenómenos sociales (2013) sostiene: “el hombre no es sólo un ‘ser vivo’, sino un ‘ser consciente’, o, en otras palabras, no es sólo una individualidad biológica, sino una individualidad social a la que sólo por abstracción podemos separar del medio cósmico, físico y social, en función del cual se constituye y desarrolla, y del que pasa a ser, a su vez, un componente” (p.47). Por medio del proceso de enseñanza y aprendizaje, el ser humano va progresivamente tomando consciencia (=conociendo) de las múltiples relaciones que él establece consigo mismo, con los otros, con la creación y también con la realidad de lo sagrado. La relacionalidad profunda que es connatural al ser humano, pero que es necesario ir educando y afianzando, requiere la creación de un espacio que sepa acoger lo plural. Y, a su vez, dicho espacio supone la fundación – y también la refundación – de otras lógicas relacionales sustentadas en, nuestro caso, en la ecología humana.

Una ecología humana se presenta como una vinculación desde el ordo amoris, pero del amor real, libre, consciente y responsable. No es la forma de relación de un amor líquido como ha sugerido Z. Bauman. Para el sociólogo polaco las formas que adoptan los vínculos actuales son como “relaciones de bolsillo que se pueden sacar en caso de necesidad, pero que también pueden volver a sepultarse en las profundidades del bolsillo cuando ya no son necesarias” (Bauman, 2017). Son, como los califica el psicólogo argentino Sergio Sinay (2011), los vínculos con el “otro descafeinado”. Son las relaciones fugaces y “sin sabor”. Son esas expresiones de una antropología absorbida por el yo en detrimento del otro. Es la pérdida de coordenadas fundadas en la otredad como mayor forma de humanización. Y, lamentablemente, evidenciamos que muchas de ellas se actualizan en distintos espacios educativos.

¿Qué tipo de relaciones humanas, en el espacio y en el tiempo, estamos propiciando como educadores y educandos? ¿Es acaso una relación instantánea y frágil, o por el contrario, es una relación duradera y amante de la creatividad? Estas preguntas afectan al modus convivendi y al modus educandi. Nuestra pedagogía debe optar. De hecho, cabe preguntarnos qué tipo de aulas estamos propiciando. ¿Acaso nos sustentamos sólo en la entrega de conocimientos comprendiendo al otro como sujeto pasivo? Eso sería una profunda castración de la curiosidad – como afirma Paulo Freire – y por tanto una castración de la otredad. No hay auténtico conocimiento sino es en relación con otros humanos y con el medio que nos define como sujetos en relación.

Frente a ello, la verdadera educación pasa, a nuestro entender, por lo que Bauman (2017) llama “la experiencia compartida, y la experiencia compartida es inconcebible si no existen espacios compartidos”. Por ello la educación no es tal sin estos lugares pedagógicos y antropológicos en los cuales se juega verdaderamente la experiencia de lo plural y la aceptación crítica de las nuevas formas de con-vivir en el medio cultural, político o social. De alguna u otra manera las relaciones que establecemos con los otros involucran una relación con el espacio creado. Nosotros postulamos que la modernidad, como sensibilidad de “giro antropológico”, y como proclamación de la muerte de Dios o de los valores y coordenadas religiosas, involucró la muerte del hombre. La modernidad, al entender de Lipovetsky (2017), se define como “la era del vacío”, en donde “únicamente la esfera privada parece salir victoriosa de ese maremoto apático; cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los complejos, esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta imposible” (La era del vacío, p.51). Vivir sin objetivos trascendentes, vivir un exceso de presente, vivir sólo afincados en esta realidad material y empírica. Esta es la muerte del sujeto como espacio de relaciones. Y, desde esta muerte, también surge la “muerte eco-lógica”.

¿De qué se preocupará el ser humano si viviendo desvinculado de los demás, no es capaz de ocuparse del medio que ya no los reúne? ¿Qué experiencias de espacio y de tiempo podremos lograr si las mismas coordenadas de vinculación parecen suprimirse en una lógica narcisista y hedonista? ¿No será la muerte del hombre y la muerte ecológica la muerte del amor? ¿Está la educación dispuesta a recrear imaginativamente ese amor que parece diluirse cada vez más fácil? ¿Estamos dispuestos como miembros activos de una comunidad educativa a superar la fragilidad de nuestras vinculaciones y asumir el compromiso por la construcción de nuevas racionalidades más equitativas y participativas?

A nuestro juicio, un auténtico proceso de enseñanza y aprendizaje debe valorar la vivencia lúdica, cósmica y musical del amor. Es necesario dar espacio a otras formas de pensamiento que, superando la frivolidad de la lógica del cálculo, de la producción y del consumo tan afianzadas por nuestra modernidad y posmodernidad, y que causan ansiedad y angustia, puedan lograr una renovada otredad. El diálogo y el encuentro en el espacio y en el tiempo debe ser ante todo una donación, una experiencia gratuita. La educación de la eco-logía es aquella que dice ¡basta!., al nihilismo, al encierro apático en la idiotez (=el idiota en el mundo griego clásico es el que no ve más allá de su metro cuadrado). Por ello André Comte-Sponville en Impromptus (1996) sostiene que el nihilismo como filosofía frívola y vana sólo puede combatirse con su contrario, a saber, “el amor y el coraje”. Sólo desde el compromiso de toda la comunidad educativa puede lograrse el paso hacia una nueva racionalidad espacio-temporal en cuanto donación de sí mismo al vínculo con el otro. Sólo la donación de sí mismo en una apertura radical al sujeto otro y al medio que los reúne puede humanizar verdaderamente a los seres humanos. Es por ello que el proceso de enseñanza y aprendizaje puede ser fecundo si acepta la dinámica de la otredad.

Procesos de enseñanza-aprendizaje como vivencia del “otro tiempo”: donación y gratuidad

Si asumimos el desafío de fecundar nuestro espacio educativo, también hemos de favorecer “otro tiempo” para educar. Siguiendo los planteamientos del filósofo surcoreando Byung-Chul Han, hemos de construir “otro tiempo”, que sea distinto al tiempo de la sociedad del cansancio y que se posicione de la sociedad de la relación, de la gratuidad y de la donación. Aquí, a su vez, surge una cuestión antropológica profunda, a saber, que la sociedad del cansancio y de la negación del tiempo tiene como ser humano modélico al “sujeto del rendimiento” que es incapaz de concluir (Cf. Byung-Chul Han, 2016), es decir, que no está capacitado para llegar al otro y, desde el otro volver a sí mismo. Este tiempo de donación tiene la particularidad de tener un “aroma”, que para el filósofo del “cansancio” es la vida contemplativa.

La mirada de la contemplación es a largo alcance, son soluciones más reposadas, que se dan el gusto de demorarse. En otras palabras, el otro tiempo educativo también está invitado a demorarse y a confiar en otros aspectos que superan ampliamente el factum del hecho empírico. Una educación no se construye exclusivamente en logísticas, en planificaciones o cátedras sin sentido. Los procesos de enseñanza-aprendizaje que se declaran fecundos son capaces de comprender que “la escuela no existe en los edificios inanimados, sino en los maestros que se dedican a servir a los alumnos; aquellos son, en sí mismos, una escuela viviente. No soy el único en sostener que la vida de los alumnos no se transforma a fuerza de escuchar disertaciones, sino gracias al contacto estimulantes con otros seres humanos” (Daisaku Ikeda, 2013).

Este es el verdadero aroma del tiempo pedagógico. Hemos de tratar de quitar de nuestro concepto que una “buena sesión de clases” ocurre sólo cuando todo el contenido presupuestado se entrega sin más. Parece que el auténtico arte educativo pasa por las relaciones “invisibles” entre los conocimientos previos y adquiridos entre los distintos componentes del juego pedagógico. Las discusiones sobre temas atingentes, la preocupación por las cuestiones antropológicas y éticas, la vinculación con la cultura, el arte y la religión, las búsquedas de la sana convivencia que respeta lo plural, o el desarrollo armónico del cuerpo y del espíritu son las formas en las cuales lo educativo puede comprenderse como vehículo de transformación personal, comunitaria y eco-lógica. Por ello es contemplativa, que no es lo mismo decir intimista o encerrada. Lo contemplativo pasa por la vinculación con el otro a quien considero compañero de camino y de búsquedas profundas sobre el sentido del mundo, del hombre, de lo religioso y de lo creacional. En palabras de Byung-Chul Han (2015), “la mirada contemplativa se muestra ascética, al renunciar a la supresión de la distancia, a la incorporación”.

Soy ascético en cuanto me acerco afectivamente al otro. Soy contemplativo en cuanto reconozco la pluralidad de expresiones humanas, personales y sociales. Vivo una lentitud y demora pedagógica que denuncia proféticamente a la aceleración del tiempo del trabajo y del cansancio. La autoexigencia del segundo se opone diametralmente a la compasión, a la justicia y a la fraternidad de la primera. Por ello hoy “es necesaria una revolución del tiempo, que produzca otro tiempo, un tiempo del otro, que no sería el del trabajo, una revolución del tiempo que devuelva a este su aroma” (Byung-Chul Han, 2016).

Atrevámonos a crear y a recrear lúdica y musicalmente el tiempo pedagógico del otro, de la fiesta que es la enseñanza-aprendizaje. Es una invitación a dejarnos modelar por otras formas y racionalidades. Es la puerta que se abre para dejar entrar lo eco-lógico como mediación humana y cósmica que busca alimentar el espíritu contra la frialdad de lo empírico, pero sin desconocerlo. Hay que aprender a danzar al compás de la música humana, de las formas auténticas en las que el ser humano experimenta la dicha del encuentro gratuito con los demás. Sólo desde el encuentro la humanización, como ideal de la práctica pedagógica, podrá lograr su cometido. Sólo desde la donación de mi tiempo para que el tiempo del otro se enriquezca, podremos crear comunidades educativas libres y liberadoras.

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