Por: Juan Pablo Espinosa Arce
El artículo tiene que ver con pensar una racionalidad eco-lógica de carácter integral y humana. Estoy leyendo este concepto desde la Encíclica Laudato Si’ del Papa Francisco, en la cual el concepto de ecología humana representa un patrimonio que debe ser interdisciplinarmente abordado. La tesis de este artículo es que si el proceso de enseñanza-aprendizaje propio de nuestro mundo educativo quiere ser significativo en la comunidad educativa debe asumirse, pensarse (eso es racionalidad) y actuarse como praxis transformadora debe animarse desde lo eco-lógico. Para nuestra reflexión, me baso en dos dimensiones claves en todo proceso humano, social, educativo y cultural, a saber, el espacio y el tiempo. Es más, nuestro mismo devenir es vivido históricamente. Somos hijos de un tiempo y de un espacio. Y, a su vez, dichas coordenadas responden también a la misma lógica educativa. El proceso de enseñanza y aprendizaje es vivido en un determinado contexto. Y dicho contexto define las distintas opciones metodológicas de la educación. El contexto nos acoge, nos forma y nos capacita para tomar determinadas opciones éticas. En el contexto, definido esencialmente como plural, conviven distintas comprensiones del mundo, relatos de vida, formas de aprendizaje, dinamismos de enseñanza.
De lo anterior, surge la necesidad de asumir el desafío de la construcción de un renovado espacio de convivencia y de apostar por otro tiempo, ya no centrados en un modelo ego-lógico – centrado en el yo, que a su vez está encerrado en sí mismo – o en un modelo líquido o neo-narcisista. En la práctica educativa, que no es sólo una acción unidireccional de maestro a discípulo, sino que es un juego y danza conjunta, se han de establecer nuevas formas de racionalidad y de relacionalidad eco-lógica. Lo anterior, y para el pensamiento del Papa Francisco, invita a “apostar por otro estilo de vida” (Laudato Si’ 203), lo cual conlleva el “desarrollo de nuevas convicciones, actitudes y formas de vida. Se destaca así un gran desafío cultural, espiritual y educativo que supondrá largos procesos de regeneración” (Laudato Si’ 202).
Enseñar y aprender como expresión dinámica de la otredad
La educación puede comprenderse como un “fenómeno social” (De Azevedo, 2013), en la cual entran en juego lo individual y lo social, compenetrándose ambas dimensiones pero manteniendo sus propias diferencias. Es más, dicha socialización propia de la actividad pedagógica posee también alcances cósmicos y ecológicos, es decir, afecta también a las relaciones que los sujetos mantienen con el medio/espacio que los conforma. Fernando de Azevedo en su clásica Sociología de la educación: introducción al estudio de los fenómenos pedagógicos y de sus relaciones con los demás fenómenos sociales (2013) sostiene: “el hombre no es sólo un ‘ser vivo’, sino un ‘ser consciente’, o, en otras palabras, no es sólo una individualidad biológica, sino una individualidad social a la que sólo por abstracción podemos separar del medio cósmico, físico y social, en función del cual se constituye y desarrolla, y del que pasa a ser, a su vez, un componente” (p.47). Por medio del proceso de enseñanza y aprendizaje, el ser humano va progresivamente tomando consciencia (=conociendo) de las múltiples relaciones que él establece consigo mismo, con los otros, con la creación y también con la realidad de lo sagrado. La relacionalidad profunda que es connatural al ser humano, pero que es necesario ir educando y afianzando, requiere la creación de un espacio que sepa acoger lo plural. Y, a su vez, dicho espacio supone la fundación – y también la refundación – de otras lógicas relacionales sustentadas en, nuestro caso, en la ecología humana.
Una ecología humana se presenta como una vinculación desde el ordo amoris, pero del amor real, libre, consciente y responsable. No es la forma de relación de un amor líquido como ha sugerido Z. Bauman. Para el sociólogo polaco las formas que adoptan los vínculos actuales son como “relaciones de bolsillo que se pueden sacar en caso de necesidad, pero que también pueden volver a sepultarse en las profundidades del bolsillo cuando ya no son necesarias” (Bauman, 2017). Son, como los califica el psicólogo argentino Sergio Sinay (2011), los vínculos con el “otro descafeinado”. Son las relaciones fugaces y “sin sabor”. Son esas expresiones de una antropología absorbida por el yo en detrimento del otro. Es la pérdida de coordenadas fundadas en la otredad como mayor forma de humanización. Y, lamentablemente, evidenciamos que muchas de ellas se actualizan en distintos espacios educativos.
¿Qué tipo de relaciones humanas, en el espacio y en el tiempo, estamos propiciando como educadores y educandos? ¿Es acaso una relación instantánea y frágil, o por el contrario, es una relación duradera y amante de la creatividad? Estas preguntas afectan al modus convivendi y al modus educandi. Nuestra pedagogía debe optar. De hecho, cabe preguntarnos qué tipo de aulas estamos propiciando. ¿Acaso nos sustentamos sólo en la entrega de conocimientos comprendiendo al otro como sujeto pasivo? Eso sería una profunda castración de la curiosidad – como afirma Paulo Freire – y por tanto una castración de la otredad. No hay auténtico conocimiento sino es en relación con otros humanos y con el medio que nos define como sujetos en relación.
Frente a ello, la verdadera educación pasa, a nuestro entender, por lo que Bauman (2017) llama “la experiencia compartida, y la experiencia compartida es inconcebible si no existen espacios compartidos”. Por ello la educación no es tal sin estos lugares pedagógicos y antropológicos en los cuales se juega verdaderamente la experiencia de lo plural y la aceptación crítica de las nuevas formas de con-vivir en el medio cultural, político o social. De alguna u otra manera las relaciones que establecemos con los otros involucran una relación con el espacio creado. Nosotros postulamos que la modernidad, como sensibilidad de “giro antropológico”, y como proclamación de la muerte de Dios o de los valores y coordenadas religiosas, involucró la muerte del hombre. La modernidad, al entender de Lipovetsky (2017), se define como “la era del vacío”, en donde “únicamente la esfera privada parece salir victoriosa de ese maremoto apático; cuidar la salud, preservar la situación material, desprenderse de los complejos, esperar las vacaciones: vivir sin ideal, sin objetivo trascendente resulta imposible” (La era del vacío, p.51). Vivir sin objetivos trascendentes, vivir un exceso de presente, vivir sólo afincados en esta realidad material y empírica. Esta es la muerte del sujeto como espacio de relaciones. Y, desde esta muerte, también surge la “muerte eco-lógica”.
¿De qué se preocupará el ser humano si viviendo desvinculado de los demás, no es capaz de ocuparse del medio que ya no los reúne? ¿Qué experiencias de espacio y de tiempo podremos lograr si las mismas coordenadas de vinculación parecen suprimirse en una lógica narcisista y hedonista? ¿No será la muerte del hombre y la muerte ecológica la muerte del amor? ¿Está la educación dispuesta a recrear imaginativamente ese amor que parece diluirse cada vez más fácil? ¿Estamos dispuestos como miembros activos de una comunidad educativa a superar la fragilidad de nuestras vinculaciones y asumir el compromiso por la construcción de nuevas racionalidades más equitativas y participativas?
A nuestro juicio, un auténtico proceso de enseñanza y aprendizaje debe valorar la vivencia lúdica, cósmica y musical del amor. Es necesario dar espacio a otras formas de pensamiento que, superando la frivolidad de la lógica del cálculo, de la producción y del consumo tan afianzadas por nuestra modernidad y posmodernidad, y que causan ansiedad y angustia, puedan lograr una renovada otredad. El diálogo y el encuentro en el espacio y en el tiempo debe ser ante todo una donación, una experiencia gratuita. La educación de la eco-logía es aquella que dice ¡basta!., al nihilismo, al encierro apático en la idiotez (=el idiota en el mundo griego clásico es el que no ve más allá de su metro cuadrado). Por ello André Comte-Sponville en Impromptus (1996) sostiene que el nihilismo como filosofía frívola y vana sólo puede combatirse con su contrario, a saber, “el amor y el coraje”. Sólo desde el compromiso de toda la comunidad educativa puede lograrse el paso hacia una nueva racionalidad espacio-temporal en cuanto donación de sí mismo al vínculo con el otro. Sólo la donación de sí mismo en una apertura radical al sujeto otro y al medio que los reúne puede humanizar verdaderamente a los seres humanos. Es por ello que el proceso de enseñanza y aprendizaje puede ser fecundo si acepta la dinámica de la otredad.
Procesos de enseñanza-aprendizaje como vivencia del “otro tiempo”: donación y gratuidad
Si asumimos el desafío de fecundar nuestro espacio educativo, también hemos de favorecer “otro tiempo” para educar. Siguiendo los planteamientos del filósofo surcoreando Byung-Chul Han, hemos de construir “otro tiempo”, que sea distinto al tiempo de la sociedad del cansancio y que se posicione de la sociedad de la relación, de la gratuidad y de la donación. Aquí, a su vez, surge una cuestión antropológica profunda, a saber, que la sociedad del cansancio y de la negación del tiempo tiene como ser humano modélico al “sujeto del rendimiento” que es incapaz de concluir (Cf. Byung-Chul Han, 2016), es decir, que no está capacitado para llegar al otro y, desde el otro volver a sí mismo. Este tiempo de donación tiene la particularidad de tener un “aroma”, que para el filósofo del “cansancio” es la vida contemplativa.
La mirada de la contemplación es a largo alcance, son soluciones más reposadas, que se dan el gusto de demorarse. En otras palabras, el otro tiempo educativo también está invitado a demorarse y a confiar en otros aspectos que superan ampliamente el factum del hecho empírico. Una educación no se construye exclusivamente en logísticas, en planificaciones o cátedras sin sentido. Los procesos de enseñanza-aprendizaje que se declaran fecundos son capaces de comprender que “la escuela no existe en los edificios inanimados, sino en los maestros que se dedican a servir a los alumnos; aquellos son, en sí mismos, una escuela viviente. No soy el único en sostener que la vida de los alumnos no se transforma a fuerza de escuchar disertaciones, sino gracias al contacto estimulantes con otros seres humanos” (Daisaku Ikeda, 2013).
Este es el verdadero aroma del tiempo pedagógico. Hemos de tratar de quitar de nuestro concepto que una “buena sesión de clases” ocurre sólo cuando todo el contenido presupuestado se entrega sin más. Parece que el auténtico arte educativo pasa por las relaciones “invisibles” entre los conocimientos previos y adquiridos entre los distintos componentes del juego pedagógico. Las discusiones sobre temas atingentes, la preocupación por las cuestiones antropológicas y éticas, la vinculación con la cultura, el arte y la religión, las búsquedas de la sana convivencia que respeta lo plural, o el desarrollo armónico del cuerpo y del espíritu son las formas en las cuales lo educativo puede comprenderse como vehículo de transformación personal, comunitaria y eco-lógica. Por ello es contemplativa, que no es lo mismo decir intimista o encerrada. Lo contemplativo pasa por la vinculación con el otro a quien considero compañero de camino y de búsquedas profundas sobre el sentido del mundo, del hombre, de lo religioso y de lo creacional. En palabras de Byung-Chul Han (2015), “la mirada contemplativa se muestra ascética, al renunciar a la supresión de la distancia, a la incorporación”.
Soy ascético en cuanto me acerco afectivamente al otro. Soy contemplativo en cuanto reconozco la pluralidad de expresiones humanas, personales y sociales. Vivo una lentitud y demora pedagógica que denuncia proféticamente a la aceleración del tiempo del trabajo y del cansancio. La autoexigencia del segundo se opone diametralmente a la compasión, a la justicia y a la fraternidad de la primera. Por ello hoy “es necesaria una revolución del tiempo, que produzca otro tiempo, un tiempo del otro, que no sería el del trabajo, una revolución del tiempo que devuelva a este su aroma” (Byung-Chul Han, 2016).
Atrevámonos a crear y a recrear lúdica y musicalmente el tiempo pedagógico del otro, de la fiesta que es la enseñanza-aprendizaje. Es una invitación a dejarnos modelar por otras formas y racionalidades. Es la puerta que se abre para dejar entrar lo eco-lógico como mediación humana y cósmica que busca alimentar el espíritu contra la frialdad de lo empírico, pero sin desconocerlo. Hay que aprender a danzar al compás de la música humana, de las formas auténticas en las que el ser humano experimenta la dicha del encuentro gratuito con los demás. Sólo desde el encuentro la humanización, como ideal de la práctica pedagógica, podrá lograr su cometido. Sólo desde la donación de mi tiempo para que el tiempo del otro se enriquezca, podremos crear comunidades educativas libres y liberadoras.