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Genocidio por prescripción: La «historia natural» del declive de la clase obrera blanca en Estados Unidos

Por: James Petras

La clase obrera blanca en EE.UU. ha sido diezmada por una epidemia de «muertes prematuras», un término banal para encubrir el descenso de la esperanza de vida en este grupo demográfico de importancia histórica. Se han realizado estudios e informes reservados que describen lejanamente esta tendencia, pero sus conclusiones aún no han entrado en la conciencia nacional por razones que vamos a tratar de explorar en este artículo.

 

De hecho esta es la primera vez en la historia de «tiempos de paz» del país que el núcleo de su sector productivo tradicional ha experimentado un declive demográfico tan dramático. Y el epicentro se encuentra en los pequeños pueblos y comunidades rurales de los Estados Unidos.

Las causas de la «muerte prematura» (morir antes de la esperanza de vida normal, por lo general en condiciones prevenibles) incluyen el acentuado aumento de la incidencia del suicidio, las complicaciones no tratadas de la diabetes y la obesidad y sobre todo el «envenenamiento accidental», un eufemismo usado para describir lo que son en su mayoría medicamentos con receta, las sobredosis de drogas ilegales y la interacción con otros medicamentos tóxicos.

Nadie sabe el número total de muertes de ciudadanos estadounidenses debido a una sobredosis de drogas y las interacciones fatales con medicamentos en los últimos 20 años, al igual que ningún organismo central ha mantenido un seguimiento de la cantidad de personas pobres asesinadas por la policía en todo el país. Pero vamos a empezar con un conservador número redondo: 500.000 víctimas de la clase trabajadora, en su mayoría blancos, y retamos a las autoridades a que lleguen a algunas estadísticas auténticas con definiciones reales. El número, de hecho, podría ser mucho más alto si se incluyen las muertes por causa de la poli-farmacia y «fatales errores de medicación» que se producen en el entorno del hogar y en los hogares de ancianos.

En los últimos años decenas de miles de estadounidenses han muerto prematuramente a causa de sobredosis de drogas o interacciones con otros medicamentos tóxicos, en su mayoría relacionadas con los medicamentos narcóticos para el dolor recetados por los médicos y otras procedencias. Entre los que han muerto por el incremento de opiáceos ilegales, sobredosis principalmente de heroína, Fentanil y metadona, la gran mayoría primero fueron adictos a los potentes opioides sintéticos prescritos por la comunidad médica, suministrados por las grandes cadenas de farmacias y fabricados con márgenes de beneficios increíbles por las compañías farmacéuticas líderes. En esencia, esta epidemia ha sido promovida, subvencionada y protegida por el Gobierno en todos los niveles y refleja la protección a un mercado médico-farmacéutico privado que maximiza el beneficio salvaje.

Este nivel no se ve en otras partes del mundo. Por ejemplo, a pesar de su inclinación al alcohol, la obesidad y el tabaco, la población británica de pacientes se ha librado de esta epidemia, esencialmente debido a que su sistema nacional de salud está regulado y funciona con una ética diferente: el bienestar del paciente se valora sobre las ganancias puras y duras. Esto posiblemente no se habría desarrollado en EE.UU. si se hubiera aplicado un sistema nacional unificado de salud.

Frente a la creciente incidencia de muertes entre los veteranos que regresan de Irak y Afganistán por sobredosis y suicidios, debido a los opiáceos de prescripción y reacciones a la mezcla de medicamentos, se convocaron a audiencias «de emergencia» en el Senado de Estados Unidos en marzo de 2010, al cirujano general y a los cuerpos médicos de las Fuerzas Armadas. El testimonio mostró que los médicos militares habían prescrito 4 millones de recetas de narcóticos potentes en 2009, un aumento de 4 veces desde 2001. Los miembros de las audiencias del Senado, dirigidos por Virginia Jim Webb, no advirtieron la luz roja que se encendía por la gran industria farmacéutica, que figura entre los mayores donantes a las campañas políticas.

En la década de 1960 la imagen pública del soldado retornado de la guerra de Vietnam adicto a la heroína que conmocionó al país se transformó en el veterano dependiente de Oxycontin/Xanax del nuevo milenio, gracias a enormes contratos de la gran industria farmacéutica con las fuerzas armadas de Estados Unidos y de los cuales los medios de comunicación apartaron la vista. Suicidios, sobredosis y «muertes súbitas» mataron a muchos más soldados que los combates.

Probablemente desde las guerras del opio de 1839 ninguna otra población pacífica ha sido tan devastada por una epidemia de drogas animada por un gobierno. En el caso de las guerras del opio, el Imperio Británico y su brazo comercial, la East India Company, buscaban un mercado para sus enormes cultivos de opio del sur de Asia y utilizaron a sus militares y mercenarios aliados chinos para forzar una distribución masiva de opio en el pueblo chino, tomando en el proceso a Hong Kong como un centro para su comercio imperial de opio. Alarmado por los efectos destructivos de la adicción sobre su población productiva, el Gobierno chino trató de prohibir o regular el uso de narcóticos. Su derrota a manos británicas marcó el declive de China, convirtiéndose en un Estado cuasi colonial por el siguiente siglo. Tales son las consecuencias más amplias de la población adicta.

En este trabajo se identificarán, 1º las consecuencias a largo plazo de las muertes inducidas por drogas a gran escala, 2º la dinámica de la «transición demográfica por la sobredosis» y 3º la economía política de la adicción a opiáceos. No se citarán números o informes, ya que están ampliamente disponibles. Sin embargo están dispersos, incompletos y por lo general carecen de un marco teórico para entender o enfrentar el fenómeno.

Concluiremos discutiendo si cada «muerte por prescripción» debe verse como una tragedia individual, un duelo privado o un crimen corporativo alimentado por la ambición o incluso un patrón de larga data del «social-darwinismo» dirigido por una élite con aparato ejecutor en la toma de decisiones.

Desde el advenimiento de los grandes cambios políticos-económicos inducidos por el neoliberalismo, la clase oligárquica de los Estados Unidos se enfrenta al problema de una extensa población de millones de trabajadores marginados y potencialmente conflictivos, cuyos miembros descienden de la clase media, despedidos por la «globalización» y una población rural de pobres que se hunde cada vez más en la miseria. En otras palabras, cuando el capital financiero y los cuerpos gobernantes de la élite ven crecer una población «inútil» de trabajadores blancos -los empleados y los pobres en este contexto geográfico- ¿Qué medidas «pacíficas» se pueden tomar para facilitar y fomentar su «declive natural»?

Un patrón similar surgió con la crisis de los principios del SIDA en la que el Gobierno de Reagan ignoró deliberadamente las muertes en alza entre los jóvenes estadounidenses, especialmente en las minorías. Adoptó un enfoque moralista de «culpar a la víctima» hasta que la influyente y organizada comunidad homosexual exigió la acción del Gobierno.

La escalada y el alcance de las muertes por drogas

 

En las últimas dos décadas cientos de miles de trabajadores estadounidenses de edad avanzada han muerto a causa de las drogas. La falta de datos reales es un escándalo. La escasez se debe a un sistema fragmentado, incompetente y deliberadamente incompleto de los registros médicos y de los certificados de defunción, especialmente de las zonas rurales más pobres y de las pequeñas ciudades donde no hay prácticamente ningún apoyo para crear y mantener registros de calidad. Este gran vacío de datos tiene múltiples facetas y se ve obstaculizado por los problemas del regionalismo y la falta de una clara dirección del Gobierno en la salud pública.

Al principio de la crisis los profesionales médicos y forenses estaban mayormente en la negación y bajo presión para certificar las muertes inesperadas como «naturales debido a las condiciones previas», a pesar de la abrumadora evidencia de que había habido imprudentes sobreprescripciones por parte de los médicos locales. Hace 15 o 20 años las familias de las víctimas, aisladas en sus pequeños pueblos, podían refugiarse en una cierta comodidad a corto plazo al ver el término «natural» unido a la muerte prematura de su ser querido. Es comprensible que un diagnóstico de muerte por sobredosis de drogas conllevara una tremenda vergüenza social y los miembros de las familias rurales y las pequeñas ciudades de clase trabajadora blanca la habrían asociado tradicionalmente con los narcóticos de las minorías urbanas y la población carcelaria. Se creían inmunes a este tipo de problemas de la gran ciudad. Confiaban en sus médicos los cuales, a su vez, confiaban en la seguridad de la gran industria farmacéutica que afirmaba que los nuevos opiáceos sintéticos no eran adictivos y podían prescribirse en grandes cantidades.

A pesar de la creciente toma de conciencia de este problema por parte de la comunidad médica local hubo pocos intentos públicos de educar a la población en situación de riesgo y aún menos intentos de alertar a la comunidad médica y a las clínicas privadas de tratamiento acerca de la sobreprescripción. Estas clínicas, sus profesionales de enfermería y las asociaciones de profesionales no lo hicieron y tampoco aconsejaron a los pacientes sobre los inmensos peligros de la combinación de los opiáceos y el alcohol o los tranquilizantes. Muchos, de hecho, ni siquiera eran conscientes de lo que otros proveedores prescribían a sus pacientes. No era inusual ver a adultos jóvenes y sanos con múltiples recetas de varios proveedores.

En las últimas décadas, bajo el neoliberalismo, los presupuestos de salud de los condados rurales fueron despojados por medio de empresas promotoras de programas de austeridad. En su lugar, el gobierno federal ordenó que se implementasen planes caros y absurdos para hacer frente al «bioterrorismo». A menudo los departamentos de salud carecían del presupuesto necesario para pagar los costosos análisis toxicológicos forenses requeridos para documentar los niveles del fármaco en los casos de sobredosis sospechosas entre su propia población.

Agravando aún más esta falta de datos válidos no había ninguna orientación o coordinación por parte del gobierno federal y estatal o de la DEA regional en relación con la documentación sistemática y el desarrollo de una base de datos utilizable para analizar las consecuencias generalizadas de la sobreprescripción de narcóticos legales. La crisis temprana recibió una atención mínima por parte de estos organismos.

Todos los ojos oficiales se centraron en la «guerra contra las drogas», ya que se libraba contra los pobres, la población minoritaria urbana. Los pequeños pueblos, donde los médicos que sobreprescribían eran los pilares de las iglesias locales o clubes de campo, sufrían en silencio. El gran público estaba adormecido por los malos medios de educación en el pensamiento erróneo de que la adicción y las muertes relacionadas eran un problema propio de la ciudad, que requería la habitual respuesta racista de llenar las cárceles con los jóvenes negros e hispanos por cometer pequeños delitos o por posesión de drogas.

Pero dentro de este vacío los hijos de la clase trabajadora blanca empezaron a marcar el 911, porque, «mami no despierta…». La mamá, con sus parches de Fentanyl prescritos tomó sólo un Xanax de más y devastó una unidad familiar. Este fue el prototipo de una epidemia voraz. Por todo el país estaban creciendo esos casos alarmantes. Algunos condados rurales vieron la proporción de recién nacidos adictos, hijos de madres adictas, alterando sus sistemas hospitalarios no preparados. Y las páginas necrológicas locales publicaron un número creciente de nombres y rostros jóvenes sin referirse nunca a la causa de la desaparición prematura mientras dedicaban párrafos a los difuntos octogenarios.

Las tendencias recientes demuestran que las muertes por drogas (debidas tanto a sobredosis de opiáceos como a interacciones mixtas fatales con otras drogas y alcohol) han tenido un impacto importante en la composición de la mano de obra local, en las familias, las comunidades y los barrios. Los sistemas tradicionales de apoyo que proporcionan ayuda a los trabajadores dañados por estas tendencias, como los sindicatos y los trabajadores sociales públicos y profesionales de la salud mental, no podían o no querían intervenir ni antes ni después de que el flagelo de la adicción a las drogas entrase en juego. Esto se refleja en la vida de los trabajadores, cuya vida personal y el trabajo se han visto gravemente alterados por la deslocalización de las empresas, las reducciones de personal y los recortes de salarios y de prestaciones sanitarias.

La dinámica demográfica de la muerte inducida por fármacos

 

Casi todos los informes divulgados ignoran la demografía y las diferentes clases de impactos causados por las muertes por drogas de prescripción médica. La mayoría de los muertos por drogas ilegales fueron primero adictos a narcóticos legales prescritos por sus proveedores. Sólo las muertes por sobredosis de celebridades logran llegar a los titulares.

La mayoría de las víctimas ha sido gente de bajos salarios, desempleados o subempleados de la clase trabajadora blanca. Sus perspectivas de futuro son sombrías. Cualquier sueño de establecer una vida familiar sana con un solo salario en el «corazón del suelo americano» es digno de risa. Se trata de una enorme población nacional que ha experimentado un fuerte descenso en sus niveles de vida a causa de la desindustrialización. La mayoría de las víctimas de sobredosis fatales son hombres blancos en edad de trabajar, pero también una gran proporción de mujeres de clase trabajadora, a menudo madres. Ha habido poca discusión sobre el impacto de la muerte de una persona por sobredosis en edad de trabajar en la familia extendida. Esto incluye a las abuelas de alrededor de 50 años. En este grupo demográfico las mujeres a menudo proporcionan la cohesión y la estabilidad fundamental de varias generaciones en situación de riesgo.

Aparentemente la población minoritaria de Estados Unidos ha escapado hasta ahora de esta epidemia. Negros e hispanos estadounidenses ya habían sido deprimidos y económicamente marginados por un período mucho más largo y la menor tasa de muertes por medicamentos recetados entre sus poblaciones puede reflejar una mayor capacidad de recuperación. Sin duda refleja su menor acceso a la comunidad médica del sector privado que prescribe las sobredosis, una grave paradoja de abandono médico que, de hecho, podría calificarse de beneficiosa.

Si bien puede haber pocos estudios sociológicos basados en la clase buscando tendencias comparativas de muertes por sobredosis entre las minorías urbanas y rurales o ciudades pequeñas blancas, en la salud pública o en los departamentos de estudios universitarios de las minorías, la evidencia anecdótica y la observación personal sugieren que las poblaciones urbanas de las minorías tienen más probabilidades de proporcionar asistencia a un vecino o amigo afectado de sobredosificación que en la comunidad blanca, donde los adictos son más propensos a ser aislados y abandonados por miembros de la familia, que se avergüenza de sus debilidades. Incluso la práctica de abandonar a un amigo afectado de sobredosis en la entrada de un servicio de urgencias y alejarse luego ha salvado muchas vidas. Las minorías urbanas tienen un mayor acceso y familiaridad a las salas de urgencias de las grandes ciudades caóticas donde el personal médico es experto en el reconocimiento y tratamiento de la sobredosis. Después de décadas de luchas por los derechos civiles, las minorías son posiblemente más sofisticadas para hacer valer sus derechos en relación con el uso de tales recursos públicos. Incluso puede haber una cultura relativamente más fuerte de la solidaridad entre las minorías marginadas en la prestación de asistencia o bien una toma de conciencia de las consecuencias de no llevar a un vecino a la sala de urgencias. Estos mecanismos de supervivencia urbana han estado, en gran medida, ausentes en las zonas rurales blancas.

A nivel nacional los médicos estadounidenses habían sido disuadidos por mucho tiempo de la prescripción de opiáceos sintéticos potentes a pacientes de las minorías, incluso a aquellos con dolores significativos. Confluyen varios factores aquí, pero la comunidad médica no ha sido inmune al estereotipo del adicto o distribuidor urbano hispano o negro. Tal vez este racismo médico generalizado en el contexto de la epidemia de la prescripción de opiáceos ha tenido, paradójicamente, algún beneficio.

Cualquiera que sea la razón, los adictos de las minorías urbanas, aunque muchos sufren de sobredosis, son más propensos a sobrevivir a una sobredosis de opiáceos que los blancos de las ciudades pequeñas o de zonas rurales, ya que estos no están familiarizados con los estupefacientes y sus efectos.

En las zonas rurales y en las pequeñas ciudades (desindustrializadas) del corazón de EE.UU. se ha producido una enorme ruptura en la comunidad y la solidaridad familiar. Ocurrió como consecuencia de la destrucción de una base de un siglo de estabilidad en el empleo, especialmente en los sectores fabriles, en la minería y los sectores agrícolas manufactureros. Sólo la Rusia post-soviética experimentó un patrón similar de disminución de la esperanza de vida por envenenamiento (alcohol y drogas) en todo el país después de la destrucción de su sistema socializado de pleno empleo y la ruptura de todos los servicios sociales. Además de la pérdida del aparato policial soviético duro y el crecimiento de una clase mafiosa oligarca, la sociedad se vio inundada de heroína proveniente de Afganistán.

El crecimiento de la adicción a opiáceos no se basa en la «elección personal» ni es el resultado de los cambios en los estilos culturales de vida. Si bien todas las clases y los niveles educativos están incluidos entre las víctimas, la gran mayoría son jóvenes blancos de la clase obrera y los pobres. Cubren todos los grupos de todas las edades, incluidos los adolescentes que se recuperan de lesiones deportivas, así como los ancianos con dolores en las articulaciones y la espalda. El aumento de la adicción es el resultado de grandes cambios en la economía y la estructura social. Las regiones más afectadas por las muertes por sobredosis son las que se encuentran en declives profundos, prolongados y permanentes, incluyendo las antiguas regiones del «cinturón de óxido», las pequeñas ciudades manufactureras de Nueva Inglaterra, el norte de Nueva York, Pensilvania y el sur rural y las regiones agrícolas, mineras y forestales del oeste.

Es el producto de decisiones ejecutivas privadas: 1º, reubicar las empresas productivas de Estados Unidos en el extranjero o en zonas distantes y no sindicalizadas del país. 2º, forzar a empleados antes bien remunerados a puestos de trabajo con salarios más bajos. 3º, reemplazar a los trabajadores estadounidenses por inmigrantes cualificados y no cualificados o por mano de obra mal pagada. 4º, eliminar los beneficios de pensiones y de salud y 5º, introducir nuevas tecnologías -incluyendo robots- que recortan la mano de obra haciendo que la prestación de los trabajadores humanos se convierta en redundante. Estos cambios en la relación entre capital y trabajo han creado enormes beneficios para los altos ejecutivos y los inversores, mientras producen un excedente en la fuerza de trabajo, lo que supone aún más presión sobre los trabajadores en su primer empleo y los jóvenes con antigüedad. No ha habido programas de creación de empleo protegidos y/o sostenibles para abordar las décadas de disminución del empleo bien remunerado. Los buenos trabajos han sido sustituidos por los de salario mínimo, los Mac jobs –en jerga trabajos de salario mínimo y desprestigiados (N. de T.)- en el sector de servicios o en manufacturas temporales mal pagadas, sin beneficios o protecciones. A través de todo este terreno de devastación, programas costosamente publicitados, comoStart-Up New York -algo así como “Nueva York poniéndose en marcha” (N. de T.)- han fracasado en crear puestos de trabajo decentes, mientras los políticos del Estado han gozado de publicidad gratis ya que el gasto de cientos de millones provenía del dinero público.

La epidemia de adicción a las drogas ha sido más letal precisamente en aquellas regiones que sufrieron la pérdida del empleo industrial y la disminución de los salarios, así como en los sectores deprimidos –antes protegidos- agrícolas y de procesamiento de alimentos donde los trabajadores sindicalizados han sido reemplazados por inmigrantes con salario mínimo. La pérdida de la estabilidad en el empleo vino acompañada de una reducción radical de los servicios sociales y de tremendos recortes en beneficios, cuando en realidad esos servicios deberían haberse reforzado.

Precisamente porque el llamado «problema de las drogas» está vinculado a importantes cambios demográficos resultantes de los cambios en la dinámica capitalista, nunca ha sido el centro de gestión o investigación del gobierno de la elite, a diferencia de su fijación en la «radicalización de los musulmanes» o en las «tendencias de la delincuencia urbana». La investigación tiende a centrarse en minorías o apenas se acerca a la periferia del fenómeno actual. Los buenos estudios y datos habrían proporcionado el fundamento y la base de los principales programas públicos dirigidos a proteger las vidas de los trabajadores blancos marginados y revertir las tendencias mortales. Décadas de ausencia de investigación en toda la nación y de datos sobre este fenómeno justifican la notoria ausencia de una respuesta gubernamental efectiva. Aquí el descuido no ha sido beneficioso.

En paralelo con el aumento de la adicción a opiáceos ha habido un aumento astronómico en la prescripción de medicamentos psicotrópicos y antidepresivos a la misma población, también altamente rentables para la gran industria farmacéutica. El patrón de prescripción de este tipo de medicamentos -potencialmente peligrosos- es de gran alcance. Son medicamentos que modifican el estado de ánimo a una población móvil en baja o entumecida por ansiedades y reacciones normales al deterioro de su condición material que ha tenido profundas consecuencias. Es desatinado esperar que tales individuos, a menudo bajo la asistencia de desempleo o Medicaid, sigan un complejo régimen diario de hasta nueve medicamentos, además de sus medicamentos narcóticos para el dolor, al tratar de hacer frente a su mundo que se desmorona.

Cuando un trabajo digno con un salario decente podría tratar con eficacia y sin efectos secundarios desagradables o peligrosos la desesperación de los trabajadores marginados, la comunidad médica y de salud mental ha enviado sistemáticamente a sus pacientes a la gran industria farmacéutica. Como resultado, los análisis toxicológicos post mortem muestran múltiples medicamentos psicotrópicos y antidepresivos prescritos, además de narcóticos, en los casos de muertes por sobredosis de opiáceos. Además de que esto puede constituir una abdicación de la responsabilidad del proveedor de servicios médicos a los pacientes, también es un reflejo de la absoluta impotencia de la comunidad médica frente a la descomposición social sistémica, tal como ha ocurrido en las comunidades marginadas donde se concentran las muertes por sobredosis de drogas.

Los estudios demográficos, como mucho, identifican a las víctimas de la adicción a las drogas. Pero su elección para el tratamiento de su desesperación como un problema individual se produce en un contexto específico e inmediato que pasa por alto las grandes estructuras políticas y económicas que establecen el escenario de la muerte prematura.

La economía política de muertes por sobredosis

 

Cuando los restos de una víctima joven de clase obrera –sea hombre o mujer- por sobredosis se llevan a un depósito de cadáveres, su muerte prematura se etiqueta como «autoinfligida» o «accidental» por sobredosis de opiáceos y se enciende una gran máquina de encubrimiento. La secuencia que conduce a la muerte es un misterio, tampoco se busca en profundidad la comprensión de los factores socioculturales y económicos. En su lugar, se culpa a la víctima y a su cultura del resultado final de una compleja cadena de decisiones económicas capitalistas de élite y maniobras políticas donde la muerte prematura de un trabajador es un mero daño colateral. La comunidad médica se ha limitado a funcionar como la correa de transmisión en este proceso en lugar de ser un agente de atención al público.

La gran mayoría de las víctimas de muertes por sobredosis son, en realidad, víctimas de decisiones y pérdidas que van mucho más allá de su control. Sus adicciones han acortado sus vidas, así como han empañado su comprensión de los acontecimientos y han socavado su capacidad para participar en la lucha de clases para invertir esta tendencia. Ha sido una solución perfecta para los problemas demográficos previsibles del neoliberalismo brutal en Estados Unidos.

Wall Street y Washington diseñaron la macroeconomía que eliminó los puestos de trabajo decentes, redujo los salarios y recortó los beneficios sociales. Como resultado millones de trabajadores marginados y desempleados están sometidos a una gran tensión y recurren a soluciones farmacológicas para soportar su dolor porque no están organizados. El protagonismo histórico de las organizaciones sindicales y de la comunidad se ha eliminado. En lugar de ello las grandes empresas farmacéuticas se encargan de que los trabajadores despedidos caven sus propias tumbas y los líderes de la clase obrera están ausentes.

En segundo lugar el centro de trabajo se ha vuelto mucho más peligroso en el marco del nuevo orden económico. Los jefes ya no temen a los sindicatos ni hacen caso de las normas de seguridad: muchos trabajadores se lesionan por la aceleración del ritmo de trabajo, la prolongación de las horas de trabajo, la falta de capacitación y la falta de supervisión federal de las condiciones de trabajo. Los trabajadores lesionados que carecen de protección sindical y judicial, así como de una agencia pública de protección y temen, con razón, represalias por informar de su lesión de trabajo, recurren cada vez más a los narcóticos con receta para hacer frente a un dolor agudo y crónico sin dejar de trabajar.

Cuando los empleadores permiten a los trabajadores informar de sus lesiones, la baja cobertura y los tratamientos limitados disponibles alientan a los proveedores a excederse en la prescripción de narcóticos por encima de otros medicamentos con interacciones potencialmente peligrosas. Muchas clínicas del dolor, contratadas por los empleadores, están deseosas de beneficiarse de clientes lesionados mientras las compañías farmacéuticas promueven activamente potentes narcóticos sintéticos.

Así se forma una cadena viciosa: la producción en masa de narcóticos por parte de la industria ha sido uno de sus productos más rentables. Las cadenas corporativas de farmacias llenan las recetas prescritas por decenas de miles de «proveedores» (doctores, dentistas, enfermeros y asistentes médicos) que tienen sólo una cantidad limitada de tiempo para examinar en realidad a un trabajador lesionado. Las condiciones de trabajo deterioradas crean la lesión y los trabajadores se convierten en consumidores del alivio milagroso de la gran industria farmacéutica –el Oxycontin o sus primos– cuyos vendedores promocionaron durante una década como drogas no adictivas. Una larga lista de profesionales de alto nivel educativo, entre ellos médicos y otros proveedores, patólogos y controladores médicos que ocultan cuidadosamente la causa real, son los que toman las decisiones corporativas con el fin de protegerse de represalias en caso de que las empresas hagan sonar la alarma. Detrás de la fachada científica hay un «darwinismo social» que pocos están dispuestos a enfrentar.

Sólo recientemente, a raíz de un número increíble de hospitalizaciones y muertes por sobredosis de narcóticos, el gobierno federal ha comenzado a liberar fondos para la investigación. Los investigadores médicos académicos han comenzado a recoger y dar a conocer datos sobre la creciente epidemia de muertes por opiáceos. Y proporcionan mapas impactantes de los condados y regiones más afectados. Se unen al coro que insta a las agencias federales y estatales a participar más activamente en la panacea de costumbre, «la educación y la prevención». Este enjambre activista llega con dos decenios de retraso a la epidemia y apesta a cinismo.

Los fondos para la investigación de este fenómeno no darán lugar a ningún programa eficaz a largo plazo para hacer frente a estas pequeñas «crisis del capitalismo» que azotan a la comunidad. No hay ninguna institución dispuesta a enfrentar la causa fundamental: la devastación de las relaciones laborales en los Estados Unidos capitalistas del posmilenio, la naturaleza corrupta de los vínculos estatales con la corporación farmacéutica y el carácter caótico de nuestro sistema médico privado impulsado por las ganancias. Muy pocos escritores explorarán alguna vez que un solo responsable, un sistema de salud público y nacional, habría evitado claramente y desde el principio la epidemia.

Conclusión

 

¿Por qué las elites capitalistas estatales y las farmacéuticas sostienen un proceso socioeconómico que ha llevado a gran escala a la muerte a largo plazo de los trabajadores y sus familiares en el Estados Unidos rural y en las pequeñas ciudades?

Una hipótesis lista y convincente es que las modernas y dinámicas corporaciones de élite obtienen beneficios del cambio demográfico de las muertes por sobredosis.

Las corporaciones obtienen miles de millones de dólares de ganancias por el «declive natural» de los trabajadores despedidos: la reducción del empleo y las prestaciones sociales -planes de salud, pensiones, vacaciones o programas de capacitación laboral- permite a los empleadores aumentar beneficios, ganancias de capital y bonos de los ejecutivos. Se eliminan los servicios públicos, se reducen los impuestos, se reducen los trabajadores y cuando es necesario se pueden importar del extranjero –completamente formados- para emplearlos temporalmente en un «mercado laboral libre».

Los capitalistas ganan todavía más con los beneficios de la tecnología -robots, automatización, etc.- y se aseguran de que los trabajadores no disfruten horas reducidas ni aumento de las vacaciones como resultado de su mayor productividad, ¿por qué compartir los resultados de las ganancias de productividad con los trabajadores, cuando los trabajadores pueden ser eliminados? Los trabajadores insatisfechos pueden replegarse o «tragarse una pastilla», pero nunca organizarse para retomar el control de sus vidas y su futuro.

Los expertos en elecciones y autoridades políticas pueden afirmar que los trabajadores estadounidenses blancos rechazan a los principales partidos del sistema porque están enojados y son racistas. Son los trabajadores que ahora se vuelven hacia Donald Trump. Sin embargo un análisis más profundo revelaría su rechazo racional a los líderes políticos que se han negado a condenar la explotación capitalista y enfrentar a la epidemia de la muerte por sobredosis.

Hay una base clasista de este auténtico genocidio por narcóticos que ocurre entre los trabajadores blancos y los desempleados en las ciudades pequeñas y zonas rurales de Estados Unidos, es la solución «perfecta» corporativa a una fuerza de trabajo excedente. Es hora de que los trabajadores y sus líderes despierten a este hecho cruel y se resistan a esta guerra de clases unilateral o seguirán llorando más muertes prematuras en su propio silencio adormecido por los fármacos.

Ya es hora de que la comunidad médica exija un sistema público y nacional responsable de la salud que ponga en primer lugar al paciente, que haga prevalecer el servicio sobre el beneficio y acabe con la complicidad del silencio.

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=214714

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