Por: Luis Durán
Uno de los conceptos más perversos que ha traído aparejado la crisis del coronavirus es, sin duda, el de “distancia social”. La “nueva normalidad” no es otra que la aceptación de la necesidad del distanciamiento social. Pero el hombre es un ser social. Pedirnos, por consiguiente, que renunciamos, aunque sea temporalmente, a nuestra dimensión social es pedirnos que abdiquemos de la condición humana misma. “El otro ha sido abolido”, sentencia apocalíptico Agamben, el filósofo más crítico con las medidas tomadas por el gobierno de su país para frenar al virus.
Confinada, la ciudadanía se ve impotente para luchar por sus derechos en el espacio público, el lugar donde históricamente la humanidad doliente ha ganado su dignidad frente a los abusos del poder. La “distancia social” supone la culminación de la neutralización liberal estatal de lo político. Amordazado, el hombre pierde su derecho a la palabra confinándosele a la mera preservación de su vida desnuda. La victoria del Leviatán sobre las personas singulares es total. El Estado se desvela de este modo en su esencia totalitaria.
¿Cómo podemos aceptar tan alegremente una consigna que atenta directamente contra lo humano? ¿No oculta la celebrada resiliencia de nuestra especie en este caso la bajeza de un conformismo autoculpable? La “distancia social” que se nos pide hoy sólo pone en evidencia la descomposición de los pueblos históricos de Occidente. Nada más fácil, en efecto, que disolver a las masas en un individualismo privado de toda capacidad de reacción. Ortega y Gasset no podía prever que la “distancia social” sería el dispositivo que acabaría impidiendo la propia rebelión de las masas. El aislamiento del hombre es la otra cara de la masificación contemporánea.
El uso del lenguaje no es nunca neutral. Si se habla de “distancia social”, en lugar de “separación física”, por ejemplo, es porque a alguien le interesa que nos concienciemos sobre la necesidad de renunciar a nuestra relación con los otros, lo único que puede hacer a la vida digna de ser vivida. La “distancia social” es inhumana. Exigirla a la ciudadanía, sea por el motivo que sea, constituye un crimen de lesa humanidad. No resulta, pues, extraño, que tras el aparente incivismo de las conductas de una parte de la población, sobre todo de los jóvenes, se oculte en realidad una más que comprensible desobediencia civil de quien no acepta normalizar un mundo inhabitable.
Las secuelas del distanciamiento son ya palpables. Dejando a un lado las psicológicas, es preciso abordar ahora las sociales y políticas. El miedo al otro es la más evidente. Para el filósofo croata Srećko Horvat, un virus no es sólo un virus, sino una forma ideológica de construir al “otro” en tanto enfermedad. Agamben, por su parte, nos advierte del peligro de denunciar a cualquier ciudadano “con el pretexto de llevar la peste a lo privado y a lo público”. Cuando la delación y la desconfianza se instalan en la sociedad, la vida en común, el objetivo principal de la política, sólo puede desembocar en una inmensa catástrofe colectiva.
Pero lo que la “distancia social” destruye es la noción misma de espacio público. Sin reunión no es posible la vida en común. Pensar que los medios de comunicación, las redes sociales e Internet, pueden suplir la condición política de posibilidad de la vida humana, la cual no es otra que la comunidad de los cuerpos en las calles de la ciudad, es llamarse necesariamente al engaño. En efecto, si algo quieren los visionarios del transhumanismo bioideológico que viene es que renunciemos a lo que nos hace sencillamente humanos.
Luis Durán Guerra, Licenciado y Diploma de Estudios Avanzados en Filosofía.
Fuente e imagen: https://ficciondelarazon.org/2021/03/17/luis-duran-distancia-social/