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Ciudadanía plurinacional

Por: Mariano Fernandez Enguita

El punto de partida es que España es un estado único, cuasi federal, en el que coexisten varias naciones o nacionalidades, entendiendo por tales a colectividades humanas, con una base territorial más o menos identificable no solo jurídica sino materialmente, y que comprenden, en distinto grado, algunos de los rasgos típicamente atribuidos a las naciones (una lengua propia, un legado histórico diferenciado, cierta especificidad cultural, una identidad colectiva asumida…). En tanto que esta realidad diferenciada coexiste con una sólida realidad común, que no es la mera yuxtaposición, prefiero hablar de plurinacionalidad que de multinacionalidad. Aunque los prefijos pluri y multi son prácticamente equivalentes, tanto en el ámbito académico como en el lingüístico, que es donde más se usan y coexisten (pluri y multidisciplinar, pluri y multilingüe…), el primero indica siempre una mayor integración operativa y en el plano individual. Podemos aplicar el adjetivo plurinacional a España, no sé si por influencia bolivariana o con intención de decir algo distinto a lo habitual, pero el hecho es que lo ha convertido en un vocablo de uso común.

Yo también prefiero ese adjetivo, por lo dicho y porque es aplicable a cada español. Tras cinco siglos de más o menos libre circulación y establecimiento (muy anteriores a otras libertades) por todo el territorio nacional y dos milenios de intensa movilidad y mezcla en la península, poco queda de pureza nacional, étnica o cultural. Millones de españoles tienen parientes consanguíneos y colaterales en todos los grados de otra nación o nacionalidad y han vivido y/o trabajado en otra comunidad, además de que todos se han beneficiado de un mercado único, una polis unificada y una herencia cultural común y mestiza. Aquí, al menos, todos y cada uno somos plurinacionales. En estas coordenadas, ¿cómo articular culturas y lenguas en la escuela? Siempre será un problema de solución incierta y proclive a tensiones y conflictos, pero no hay necesidad alguna de atascarse en la actual pelea de machos cabríos. Usaré como ejemplo Cataluña, aunque, salvo indicación contraria, pienso en todas las comunidades con otra lengua propia además del castellano.

Bajo el eufemismo de la inmersión lingüística, el nacionalismo catalán ha impuesto la supresión del castellano como lengua vehicular de la educación (una opción sectaria que se extiende de manera más difusa a otras facetas de la escuela). La racionalización, ni siquiera teoría, es que la lengua catalana está perdiendo terreno (aunque nunca, desde el pasado siglo, gozó de tan buena salud y no ha dejado de mejorar), que eso refuerza la cohesión social (pero en Cataluña se estanca la desigualdad mientras en España decrece), que los resultados son buenos para todos (pero, en las evaluaciones diagnósticas, la condición socioeconómica pesa más sobre los resultados que en el conjunto de España), que la competencia en el uso de la lengua castellana no se ve perjudicada (pero nunca se mide) y, por supuesto, que dentro de Cataluña hay un amplísimo consenso social, prácticamente unánime, a favor de tal política. Ni se menciona la universalmente aceptada importancia del uso escolar de la lengua materna, que para el 55% de los catalanes es el castellano, algo que antes de la inmersión se usaba como mantra.

Especial mención merece el presunto consenso social. Cada vez que el tema rebrota, sea por una ley estatal, una sentencia constitucional, el pronunciamiento de alguna organización o algún experto local, las autoridades y los sicofantes, que son legión, repiten la idea de que solo unas pocas familias quieren la escolarización en castellano (las cifras más repetidas son ocho y ochenta, como si quisieran subrayar de manera subliminal que da igual cuántas sean). En los últimos veinte años, en media docena de encuestas (CIS 1998, ASP 2001 y 2009, DYM-ABC, GESOP-El Periódico 2014) que preguntaban a las familias qué fórmula lingüística preferirían en su escuela, incluyendo dos posibles formas de monolingüismo (solo catalán o solo castellano) y tres de bilingüimo (mitad y mitad y predominantemente uno u otro), entre el 60% y el 90% de los entrevistados declararon preferir alguna forma de co-vehicularidad, es decir, del uso de ambas lenguas, en distintas proporciones, como lenguas vehiculares. Incluso las nada fiables encuestas de La Vanguardia (una abierta de 2011 y otra de Feedback, consultora paniaguada del soberanismo, en 2015) dan un 33 y un 19% de disconformes, lo que no es nada despreciable. La Encuesta de Usos Lingüísticos de la Población (EULP, quinquenal) que realiza IDESCAT, de la Generalitat, pregunta todo lo imaginable pero no las preferencias sobre vehicularidad en la escuela; sin embargo, una encuesta similar, del mismo organismo, para Cataluña “del Norte” (EUCLN, decenal), sí que pregunta sobre “enseñanza bilingüe catalán-francés en la escuela”. Sobran comentarios.

En el lado opuesto de la pelea, el ministro Wert pretendió que cualquier familia residente en Cataluña pudiera optar por la escolarización de sus hijos en castellano como única lengua vehicular y que, de no existir plazas para ello en la escuela pública o concertada, la Generalitat sufragase el coste de su escolarización en la enseñanza privada. En realidad chocan dos visiones unilaterales: de un lado, el nacionalismo catalán utiliza el poder estatal (de la Generalitat), ignorando derechos y preferencias de los ciudadanos, para imponer el uso de la escuela en la construcción de su demos, es decir, exclusivamente de su versión del demos, que es Cataluña no en, ni con, ni junto a… sino en vez de e incluso en contra de España; del otro, el Ministerio pretende reducir la escolarización (como si no fuera obligatoria) a un derecho subjetivo o una opción individual (de las familias, para ser precisos), a la vez que confía la solución al mercado, una fórmula con la que quedaría en manos de los particulares vivir y escolarizar a sus hijos en Cataluña como si esta no existiera, si los padres no residieran o los hijos no fueran, en principio, a vivir y trabajar en ella.

Solo los altos tribunales han propuesto una tercera fórmula. Aunque Superior (de Cataluña) y Supremo (de España) han desestimado diversas demandas individuales de las familias, el Constitucional afirmó en 2010 el carácter vehicular del castellano y tanto el Superior como el Supremo han fallado que este debería tener un mínimo de presencia (el segundo ha sugerido el 25% del horario lectivo). Esta fórmula ha sido aceptada por el Ministerio de Educación, junto a la antes mencionada, pero no por el Departament d’Ensenyament, que solo acepta la inmersión. El mero Estado de Derecho (el imperio de la ley), pues, una condición de la convivencia anterior lógica e históricamente a las libertades y la democracia, ya apunta en ese sentido. Pero hay dos motivos más.

El primer motivo es la plurinacionalidad misma. Si España es plurinacional, en el sentido apuntado, una comunidad compartida que coexiste con comunidades diferenciadas (y donde dice comunidad podría decirse lengua, identidad, historia, cultura…), la escuela habrá de atender a esa doble faceta. La cuestión no es, como a menudo pretende el nacionalismo, llegar a un bilingüismo terminal (si así fuera ¿por qué no desescolarizar a miles o millones de alumnos ahora que su cultura familiar o la internet les dan acceso a la misma o mejor cultura que la escuela?). La respuesta es bien sencilla: porque en la escolaridad, mucho más que en cualquier otro ámbito, el medio es el mensaje. La exclusión del castellano como lengua vehicular grita eso al alumno 24/7/365: eres catalán, no español (no importa que se llame soberanismo, desconectar, fer país o de otra manera), y su restitución es la condición para que el mensaje implícito sea la plurinacionalidad, tal como aquí la hemos definido.

El segundo motivo es atender a los deseos de la población, expresados en las encuestas antes mencionadas. El hecho de que porcentajes de dos dígitos en las encuestas, mayoritarios en las más fiables, se traduzcan apenas en un pequeño número de reclamaciones contra la inmersión no indica malas técnicas demoscópicas sino una muy mala convivencia política. La diferencia entre esa masiva respuesta anónima en las encuestas y la limitada iniciativa legal solo se explica por un clima intimidatorio en el que las familias temen singularizarse reclamando algo a lo que las autoridades se oponen y buena parte de los docentes, sin duda, también. Será difícil restablecer la confianza, pero una escuela en la que todos los alumnos y las familias se sientan a gusto con independencia de su lengua, su cultura, su origen o sus preferencias es irrenunciable.

Esto no implica que la vehicularidad deba repartirse a partes iguales entre las lenguas oficiales, algo que en realidad nadie reclama. El desequilibrio entre la lengua propia y la común, donde y cuando quiera que lo haya, puede compensarse con una covehicularidad ponderada, compensatoria, como sugieren la razón y los tribunales, y con otras medidas adicionales si hace falta. Si en Cataluña esta política supondría el abandono de la inmersión excluyente, en otras comunidades, particularmente de lengua catalana y gallega, significaría, por el contrario, la generalización del bilingüismo.

La segunda mejor opción, o tal vez el mal menor, es la elección por las familias de la lengua principal con la otra como asignatura obligatoria y tal vez vehículo de algunas otras actividades. Grosso modo es el modelo del País Vasco, quizá propiciado por la disimilitud entre euskera y castellano, que no sea da entre lenguas romances. Puede que a día de hoy también fuera posible ahí la covehicularidad, o algo parecido, pero esto ya es tema para los profesionales sobre el terreno, no para mí.

Finalmente, el reconocimiento de las implicaciones de la plurinacionalidad para la coexistencia de las lenguas vehiculares aconsejaría también –o al menos sería compatible con ello–, el establecimiento de centros bilingües, fuera de las comunidades de doble lengua, allí donde una demanda suficiente y viable (una cantidad suficiente de población desplazada y concentrada) lo hiciera posible. Por aclararlo con un sencillo ejemplo, la presencia de catalanes, valencianos y baleares en Madrid daría para un buen número de centros o grupos bilingües en catalán y castellano en la conurbación de Madrid y, en menor medida, en otros muchos núcleos demográficos.

Fuente: http://eldiariodelaeducacion.com/2016/09/19/3-ciudadania-plurinacional/
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7 ideas para un compromiso por la educación. 2. Una laicidad ecuménica

Por: Mariano Fernádez Enguita 

Ya sé que, para muchos lectores, la expresión que da título a este texto es, sin más, un oxímoron, una combinación imposible. No es extraño, pues, por un lado, son legión quienes creen que la laicidad tiene que excluir la religión, especialmente aquellos que se proclaman laicistas, mientras que el ecumenismo se identifica hoy con la idea de la restauración de la unidad de los cristianos, al menos entre ellos. Sin embargo, las palabras no son del último que las usa, ni de quien lo hace más alto. El origen de la palabra laico está en el griego λαϊκός (laikós), a su vez derivado de la raíz λαός (laós), que designa lo común,  que pertenece al pueblo, a todos, a diferencia de lo que pertenece a cualquier grupo diferenciado dentro del mismo; fue en la Edad Media cuando comenzó a utilizarse en contraposición a clérigo o clerical, para designar lo que no era tal, y sólo en la mucho después pasó a designar una política de más o menos estricta separación, sobre todo en referencia al Estado y a la escuela.

A su vez, el adjetivo ecuménico viene marcado por el anhelo de restaurar la unidad entre las hoy separadas confesiones procedentes del tronco común cristiano (católicos, protestantes, anglicanos, ortodoxos y otras menores), sin alcanzar siquiera a las grandes religiones emparentadas como el judaísmo o el islam, por no hablar de otras, pero el sentido original del término también fue más amplio, el vocablo griego οἰκουμένη (oikoumenē), el mundo habitado, que los romanos retomaron para designar la totalidad de sus dominios; por eso la definición que da la RAE es, sencillamente, “universal, que se extiende a todo el orbe”. Si se asume esa ambivalencia, entre lo universal per se y la reunificación del cristianismo, quedan en medio, incluidas por tanto, las otras religiones, abrahámicas o no, y, al mismo título, la no religiosidad, es decir, al ateísmo y el agnosticismo en todas sus formas.

Entendida como la afirmación de lo común, la laicidad no necesita excluir ni ignorar las religiones, sino tan solo discurrir en paralelo a ellas, que por obra de la historia no son comunes; no necesita, en particular, combatir la religión ni tratarla como sinónimo de sinrazón; puede ser una laicidad tolerante, abierta, respetuosa e incluso hospitalaria y colaborativa, es decir, ecuménica. La religión, por su parte, tampoco necesita tratar a los otros creyentes ni a los no creyentes como infieles o pecadores; bien al contrario, puede incluirlos en su vocación ecuménica, yendo más allá de las doctrinas diferenciadas a los elementos comunes de la moral; filósofos de origen tan distinto como A. Schaff o J.G. Caffarena confluyeron en la idea de un humanismo ecuménico.

En España, por desgracia, está demasiado presente la implicación de la religión y la antirreligión en los conflictos sociales, sobre todo en la pasada guerra civil. Cada parte tiene su propio catálogo de agravios, pero ya va siendo hora de dejar atrás tanto los ataques anarcocomunistas a los templos como la bendición del alzamiento franquista por la jerarquía católica. Ya hemos tenido suficiente de eso como para que, cada vez que se discute sobre laicidad, religión, etc., se rememoren los viejos agravios, pues, como resumió Ruiz de Alarcón, el agravio busca siempre venganza.

¿Es posible un compromiso? Me atrevo a decir que lo es, sin ningún género de dudas, y eso es lo que trato de resumir en la fórmula de la laicidad ecuménica. La escuela, no importa su titularidad ni su orientación, es en todo caso una institución que debe, en parte, servir a los intereses generales, sobre todo a la convivencia. No emplearé tiempo en justificar que esto significa laicidad, entendida como un énfasis en lo común. Por lo tanto, las creencias, incluidas las religiones y sus negaciones, deben quedar fuera del núcleo institucional, entendiendo por tal el currículum, la evaluación y el horario correspondiente. De no ser así, cada escuela confesional excluiría de derecho o de hecho a los alumnos de otras confesiones, incurriría cuando menos en un sesgo adoctrinador y no podría ser el microcosmos de la sociedad que, como institución pública, debe ser. En el caso español, esto requiere la revisión del Concordato con la Santa Sede (en cualquier caso, que un currículum nacional se vea determinado por un tratado internacional con un miniestado tan peculiar resulta algo estrafalario). Pero esto no quiere decir que la religión salga fuera de la escuela.

El objetivo laicista de separar estrictamente escuela y religión deriva de la identificación de la primera con la enseñanza y de la segunda con el adoctrinamiento; y las dos ecuaciones son verdad, pero sólo parte de la verdad, pues la escuela es más que la enseñanza y el conocimiento de la religión no sirve solo al adoctrinamiento. Al propugnar el sacerdocio universal, la reforma protestante sentó las bases para la privatización de la religión y, a pesar de una primera proliferación de iglesias nacionales, identificadas con las monarquías de turno, para la separación entre la iglesia y el estado. El ideal educativo laicista, identificable con la école unique de la III República francesa, ha sido siempre la estricta evacuación de la religión de las instituciones públicas. Hay y ha habido otras versiones de la laicidad, como la resignada neutralidad norteamericana o el anticlericalismo de los regímenes comunistas, pero el laicismo español bebe sobre todo de la primera fuente (con aromas de la tercera). La idea pudo ser muy razonable en la Francia republicana hostigada por el legitimismo, pero el mundo actual es otro. Cuando escribo esto, Francia vive consternada por los atentados yihadistas de sus propios ciudadanos, mantiene el nivel de alerta máximo e interviene en la guerra contra DAESH en Siria. Se pueden discutir los detalles, pero parece claro que el proyecto de reducir la religión a una actividad privada ha fracasado.

En el mundo actual, en el que la religión es el motivo proclamado del principal conflicto internacional, al menos para el bando que tiene la iniciativa, línea de fractura de numerosas contiendas civiles (Yugoslavia, Chechenia, Líbano, Somalia, Sudán, Nigeria…, sin olvidar Irlanda del Norte) y un poderoso elemento de movilización terrorista en Europa, Asia y África, parece difícil de justificar que la escuela se mantenga al margen. La respuesta más elemental es que las grandes religiones, en las dosis y las formas adecuadas, sean objeto de estudio en las aulas. No discutiré aquí cómo, en qué dosis, con qué estatus curricular, a qué edad, etc., básicamente porque queda más allá de mi competencia, pero sí diré que la enseñanza sobre las religiones ha de versar sobre los hechos religiosos, y que al decir tal no me refiero ni a sus blasones (eso queda para sus propias actividades educativas) ni a sus baldones (eso, si es relevante, queda para la historia y las ciencias sociales), sino a lo que ellas mismas dicen de sí y, de acuerdo con ello, hacen: creencias, ritos, tabúes… Esta es la base de la comprensión, la tolerancia y el respeto mutuos, a la vez que probablemente el mejor antídoto contra el adoctrinamiento excluyente.

Por otra parte, la escuela es mucho más que la enseñanza. En particular, por más que esta idea pueda desagradar a muchos profesores poco seguros de su función, es la institución encargada parcialmente de la custodia de los menores. Esto hace que, además de la enseñanza propiamente dicha, albergue toda otra serie de actividades que combinan en distintas proporciones las funciones de cuidado y formación, incluidas muchas para las que simplemente aporta un recinto seguro y que son gestionadas por otras instituciones (p.e. municipales), por asociaciones (p.e. ONG), por las familias o por los propios alumnos. Aquí puede encajar perfectamente, en todas las instituciones escolares, la formación confesional: en el recinto escolar, al amparo de la escuela y cercana al horario escolar aunque, como ya he dicho, fuera de este horario, del currículum oficial y de la evaluación, y para los alumnos cuyas familias así lo elijan (o, a partir de cierta edad, si ellos mismos lo hacen). Anticipo decenas de objeciones laicistas y de protestas confesionalistas, pues para los militantes de ambos bandos esto sería rendirse al otro, pero, a reserva de ser afinada, me parece una buena base para un compromiso ampliamente mayoritario.

¿Por qué iba una escuela pública-estatal a aceptar la formación religiosa? Primero porque, en las condiciones propuestas, es difícil imaginar qué se gana con no hacerlo, es decir, con forzar a alumnos y familias a obtenerla fuera. Segundo, porque, hablando de menores, albergar la formación religiosa en el mismo recinto escolar es reducir los riesgos, la polución atmosférica y el tiempo de traslado de alumnos y progenitores asociados a no hacerlo. Tercero, porque resulta difícil justificar que los centros puedan albergar cerámica, fútbol, taekwondo, manga o cualquier otra actividad extraescolar pero no la formación religiosa que muchas personas consideran irrenunciable. Cuarto, porque, cuando la religión se ha convertido en combustible para conflictos a menudo violentos y algunas religiones, o algunos de sus seguidores, apuestan por llevarlas a la política, traerlas al espacio escolar es ganar transparencia para todos y apertura para sus pupilos. Quinto, porque eso daría satisfacción suficiente al art. 27.2 de la Constitución Española: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones».

¿Por qué iba la escuela concertada o privada a aceptar separar la formación religiosa de la enseñanza reglada? Si no falta quien vocifera o incluso quien mata por motivos religiosos, no cabe esperar que todo el mundo esté de acuerdo, pero son muchos los centros de origen o de adscripción religiosa que ya respetan las distintas distintas y que apenas dan una formación religiosa de baja intensidad, y no son pocos los que se declaran laicos o aconfesionales. Una fe sincera difícilmente puede conjugarse con la imposición o con la exclusión activa del conocimiento de otras creencias. En todo caso, para las escuelas privadas y concertadas sería una mala estrategia guiarse por las solas opiniones de sus titulares, siendo mucho más prudente atender a las preferencias de su público, que en cada caso está formado por cientos de familias, y estas confluirán siempre más fácilmente en fórmulas que se muestren capaces de integrar distintas sensibilidades.

Fuente del articulo: http://blog.enguita.info/

Fuente de la imagen: http://www.plataformaarquitectura.cl/cl/02-344024/capilla-ecumenica-bnkr-arquitectura/532260d9c07a8042fc0000c7-ecumenical-chapel-bnkr-arquitectura-photo

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7 ideas para un compromiso por la educación: 1. Institucionalidad concertada

                                                                                                                  Por: Mariano Fernández Enguita

Este es el primero de una serie de siete artículos del sociólogo Mariano Fernández Enguita sobre los principales puntos que debería abordar un posible pacto educativo

La escolarización es un servicio público. Si dejamos de lado minucias como su imposición (obligatoriedad), la objeción o la escolarización en casa, su carácter de derecho subjetivo irrenunciable y su función de integración social han hecho de la escuela una institución en sentido estricto (el mismo en que lo son un juzgado, un psiquiátrico o una prisión). ¿Quiere eso decir que deba ser de titularidad y gestión públicas? En mi opinión es la opción más deseable, pero no la única posible, ni la única aceptable, ni siempre y en todo caso la mejor. Gas, agua, electricidad, telefonía y transporte de personas son ejemplos de servicios públicos, el acceso a muchos de los cuales consideramos o podríamos o deberíamos considerar un derecho, que lo mismo están en manos públicas o privadas, en este caso en régimen de concesión y con una regulación especial. Es verdad que estos suministros y servicios no atañen a nuestras conciencias, como sí lo hace la educación, pero tampoco es esta la única.

La prensa y otros medios de comunicación de masas, esenciales para la libertad y la democracia, son mucho más privados que públicos y, sin negar valor estos últimos, no creo que nadie añore épocas en que fueron los únicos o los principales. La Internet también es abrumadoramente de gestión privada, lo cual –a pesar de las voces apocalípticas de comienzos de los noventa, cuando dejó de ser la exclusiva de ejércitos y universidades y se abrió a las empresas– ha sido, sin duda ninguna, una bendición para todos.

Por su lugar histórico en la formación del estado del bienestar y presente en la arena política, y por su relevancia a largo plazo para la vida de las personas, lo más parecido al sistema educativo es el sistema de salud: pues bien, en España del total de ocupados en la enseñanza o la sanidad,  trabajan en el sector estatal en sentido estricto (público en el lenguaje de la calle), respectivamente, el 53,5 y el 38,4% (datos de la EPA 2016T2); lógicamente, en el sector estrictamente privado (no concertado) se concentran ofertas para demandas que el público no  satisface, como la medicina estética o la enseñanza de idiomas.

Con esto no quiero decir, ni de lejos, que deba privatizarse la educación, pero si es usted maniqueo, si no distingue grises entre blanco y negro, y no ha dejado todavía de leer este artículo, hágalo ya. No emplearé otro largo párrafo ahora en criticar la idea de que toda educación deba ser privada, no porque no sea igualmente cuestionable o más sino, sencillamente, porque es marginal y no hace falta. A diferencia de lo que sucede en el sector público, donde abundan sindicatos, plataformas, asociaciones pedagógicas y otras instancias de vocación representativa que defienden la supresión, inmediata o gradual, de la escuela privada o de su financiación pública, en el privado y concertado nadie tiene una pretensión simétrica ni parecida. Hace tiempo, en medio de un debate con algunos fundamentalistas de la educación pública (funcionarios, por supuesto), obtuve de MUFACE una información poco conocida: en el año 2000, 88% de los maestros y 76% de los profesores de Secundaria del sector público (estatal) eligieron como proveedores de asistencia sanitaria a las llamadas entidades colaboradoras (la concertada, o privada financiada con fondos públicos, del sector). Quien quiera y sepa, que juzgue con este dato el alcance de algunas defensas de lo público. Pero volvamos a la cuestión.

En un mundo perfecto correspondería al Estado, como representante del interés general, ofrecer, a través de la escuela pública, una educación de calidad, en libertad y con equidad. Esa es, al menos, mi idea, pero tiene dos problemas: que el mundo no es perfecto y que hay otras ideas de la perfección. El primer sistema escolar público y universal en Europa fue el prusiano, a mediados del siglo XIX, y su producto más destacado fue un ejército del que todo el continente tendría noticias durante un siglo. El segundo fue el francés, también decimonónico, creado, tras la derrota de 1870, para combatir a ese enemigo exterior y a otros dos interiores: el legitimismo monárquico, en gran medida aliado con la iglesia católica, y la movimiento revolucionario, que prefería autoeducarse. El tercero, ya en pleno siglo XX, fue la common school norteamericana, que Mann plagió de Prusia para asimilar la inmigración y a la que un contexto de fuerte autonomía local impidió ser instrumento del gobierno, pero también empujó un parroquialismo asfixiante y a fuertes desigualdades económicas y étnicas.

España plasmó varias veces, desde 1812, la idea sobre el papel, pero siempre sin medios, creando un sistema que combinaría algunas instituciones bien equipadas (los institutos de enseñanzas medias y parte de las escuelas primarias) con otras misérrimas (las escuelas rurales, de barrios de aluvión o de continuación de estudios) o inexistentes. De hecho, la escolarización no llegó a ser realmente universal hasta la década de 1980.

Como resultado del desarrollo raquítico de la administración estatal, la desigualdad social y el gran peso de la iglesia católica, para entonces la escuela privada comprendía ya aproximadamente un tercio del alumnado, proporción en la que se ha mantenido hasta hoy con pequeñas oscilaciones. Esto la convierte en uno de los países desarrollados con mayor peso de la enseñanza privada: triple que la media de la OCDE, doble que en países como Dinamarca, Francia, Hungría, Reino Unido o Estados Unidos, aunque menos que Australia, Holanda y Bélgica. La gestión privada de escuelas financiadas con fondos públicos, siempre controvertida, está no obstante al alza en países como Suecia, Estados Unidos, Reino Unido y Nueva Zelanda.

Esa relación de uno a dos de la privada o concertada con la pública se mantenido a pesar de que –o precisamente porque– unos gobiernos han empujado ligeramente en un sentido y otros en otro, tanto a escala nacional como autonómica. Esos ligeros o menos ligeros empujoncitos, no obstante, han provocado siempre airadas respuestas de la otra parte, desde las guerras escolares alentadas por la iglesia (y no solo) contra los gobiernos socialistas hasta las fuertes movilizaciones encabezadas por las organizaciones de intereses de la pública (y no solo) contra las leyes de los gobiernos conservadores (LOCE y LOMCE).

Hoy gobierna la derecha y se moviliza el funcionariado con una retórica de izquierda que vuelve a  avanzar el objetivo de suprimir los conciertos, pero dudo que quienes lo reclaman comprendan el alcance y la gravedad de lo que reclaman, pues siendo un tercio del alumnado, parece idea poco sensata pretender dar tal vuelco al status quo, menos aún hacerlo con unos poquitos diputados de mayoría absoluta o relativa (sin olvidar el sesgo mayoritario de la representación parlamentaria) y mucho menos hacerlo contra este tercio demográfico que, guste o no, son en general las familias de mayor nivel económico, educativo y participativo.

Tal vez un día llegue un consenso ampliamente mayoritario en torno a la idea de que la escuela debe ser gestionada por el Estado, o tal vez lo contrario, pero, mientras tanto, parece más razonable intentar fortalecer un sistema público con los mimbres de que disponemos: público por su institucionalidad, por sus objetivos, por su financiación y por su composición. Los dos primeros elementos ya están dados, aunque sean siempre mejorables; el tercero en gran medida, salvo el sector estrictamente privado; el cuarto no lo está, y va a peor. Al decir público por su composición me refiero a que todo centro escolar debe ser un microcosmos de la sociedad, integrando a personas de distinto género, clase social e identidad étnica. Es cierto que no cabe hacer muestrariosde alumnos para satisfacer las proporciones globales en cada centro sin sacrificar otros objetivos (por ejemplo, la proximidad y cualquier grado de elección), pero sí eliminar toda discriminación y exigir un nivel adecuado de diversidad y, sobre todo, de inclusión de alumnado con necesidades especiales. La contrapartida es dotar de los medios necesarios para ello.

Queda todavía la escuela propiamente privada. Siempre me ha resultado curioso que la izquierda y las organizaciones corporativas de la enseñanza pública reclamen solo que no vaya un euro del presupuesto público a la privada, no que toda institución escolar sea de titularidad pública, lo que revela que es más una pugna por los recursos que por un modelo de sociedad. Yo creo que, como parte de la institucionalidad educativa, los actuales centros privados también deben asumir, en las enseñanzas regladas, su función social, y esto podría hacerse integrándolos como concertados en las mismas condiciones que el resto, sufragando el acceso de otros alumnos o exigiéndoles asumir por sí mismos el coste de este.

Bien podríamos llamar a esto una institucionalidad concertada: la LODE acertó al eliminar la idea de subvención, en la que no hay contrapartidas por parte del subvencionado, y no caer en la de concesión, pues tampoco se trata de admitir la mera explotación de un bien público. El concierto, por el contrario, supone que hay otros actores particulares y sociales que pueden ofrecer el servicio en términos equiparables a los de la Administración y que aceptan subordinarse a la  política educativa general.

Pero no hablo aquí de conciertos singulares sino de concertación en general, con un alcance como el que se dio al término (concertación social) para los acuerdos sobre empleo de los ochenta; es decir, de la incorporación de los actores no estatales a la institucionalidad educativa, como entonces se hizo a la legislación laboral. Y estos actores pueden incluir, en todo caso, fundaciones, cooperativas, sociedades laborales, mutualidades y otras fórmulas de organización sin fines de lucro.

Finalmente, hay otra dimensión necesaria para la concertación. Dos tercios de la escolaridad reglada no universitaria siguen siendo estatales (públicos) y teóricamente están sujetos a un gobierno concertado entre los distintos actores del sistema, a través de los consejos escolares (de centro y territoriales). En la práctica, no obstante, tales consejos se configuraron de tal modo que siempre estuvieron dominados por los docentes, con mayoría numérica y más aún un predominio presupuesto (hoy la ley da mayor peso a la Administración, lo que se ha denunciado como un déficit de democracia en los centros, pero lo cierto es que nunca hubo en estos otra democracia real que la del claustro). Esto en una institución que, como apuntamos al principio, no solo representa un derecho sino también una obligación, una imposición y la institucionalización masiva de la población, o sea, el sometimiento de unas personas (alumnos) a otras (educadores). Este carácter obligatorio y potencialmente coercitivo requiere por sí mismo su concertación con las familias que representan a los primeros, es decir, empoderar a estas lo suficiente para que aspectos cruciales de la macro y micropolítica educativa no puedan decidirse sin ellas.

Fuente: http://blog.enguita.info/

Fuente de la imagen: https://eslibertad.org/2013/10/02/las-falsas-expectativas-de-la-educacion-publica/

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Cuatro motivos por los que no hay pacto educativo.

La ideologización, el vaciamiento del lenguaje, el papel de la escuela en las estrategias de las familias y la trivialización obstaculizan un compromiso necesario.

Europa/España/Fuente:http://elpais.com/

Por: Mariano Fernandez Enguita.

¿Por qué no hay ya un pacto sustantivo sobre la educación, si todos afirman que es necesario? Por varios motivos, entre los cuales destacaré cuatro.

El primero y más aparente es la tremenda ideologización del debate, con discursos a veces guerra civilistas en los que unos parecen creerse en lucha contra el Santo Oficio y otros contra el demonio bolchevique, como han hecho recientemente PP e IU, en los dos extremos del arco parlamentario, desenterrando la guerra escolar.

El segundo, en parte consecuencia del primero, es el vaciamiento del lenguaje, que permite blandir a la vez las exigencias más sectarias y la pretensión de que quien hace imposible un acuerdo es siempre el otro; un vaciamiento que alcanza más o menos a lo principal del vocabulario de la política educativa: libertad, equidad, calidad, inclusión, participación… y, por descontado, pacto, como cuando Rajoy, después de dos legislaturas del PP solo contra la LOE y otras dos igual de solo con la LOMCE cree hacer haber hecho algo grande con apenas algún gesto vacío y retórico al respecto dirigido a Ciudadanos, o cuando Garzón se descuelga en periodo electoral con la surrealista y oximorónica propuesta de un pacto por una educación republicana.

Un tercer motivo, menos obvio pero más poderoso, es el papel de la escuela en las estrategias sociales de las familias, muy visible en la búsqueda de la mejor educación para los hijos, tanto da que se concrete en la mejor escuela o en el mejor desempeño individual en ella, y que tiene su contraparte en la pretensión no menos estratégica, aunque defensiva, de suprimir todo elemento de diferenciación, sea la elección de centro, el (muy discutible) modelo bilingüe, el uso de recursos digitales, los deberes para casa o cualquier otro.

Cuarto, y no menos importante, el infundado paternalismo de la profesión docente, siempre tan inclinada a pensar que sabe mejor que su público lo que le conviene; esto es, a desoír a la sociedad, o a oír solo lo que quiere oír, como cuando funcionarios incondicionales de su fuente de empleo, la enseñanza pública, no quieren ver que un tercio del alumnado lleva medio siglo eligiendo la privada y otro sexto, hasta la mitad, lo haría si pudiera, o cuando los sicofantes de la inmersión lingüística ignoran que más de la mitad de la población con hijos en edad escolar ni la quiere ahí ni la practica en otros ámbitos libres de coerción y de presión; o cuando todos coinciden en que lo primero y principal que necesita la educación es, cómo no… más educadores.

Pero hay otro obstáculo formidable para un pacto: su trivialización. Asoma cuando se formula como el objetivo de ponernos de acuerdo en lo que nos une(ya se sabe: acabar con el abandono, conjugar equidad y calidad, reconocer y dignificar al profesorado, mejorar los resultados, aumentar los recursos…), o evitar lo que nos separa (los cleavages o fracturas como la religión, la financiación de la escuela privada, las lenguas propias, la evaluación del profesorado, etc.).

El problema es que tales acuerdos de mínimos no sirven de mucho, o no sirven de nada. De hecho presentan el riesgo añadido de precipitar, hipostasiar, politizar o adjudicar opciones y políticas que no están adscritas necesariamente a un lado ni a otro de las fracturas habituales, desde el momento mismo en que las colocan en el centro de una negociación entre partidos y grupos de intereses; en todo caso, al dejar fuera lo que realmente ha venido dividiendo a la sociedad, simplemente posponen los problemas por muy poco tiempo, si es que no los enquistan y los agravan.

Por eso no me gusta la palabra pacto, que alude por igual a la formalización de un acuerdo preexistente, entre quienes ya coinciden en algo o en todo, y a la confluencia desde el desacuerdo o el conflicto previo de intereses y valores. Es lo segundo lo que la educación española necesita: un acuerdo que cree un escenario comúnmente aceptado desde ambos lados de las viejas fracturas, en el que todos estén razonablemente a gusto aunque ninguno esté enteramente a su gusto, y que traiga consigo una suspensión duradera, que ya sabemos no será definitiva, de las hostilidades.

Por eso prefiero hablar de un compromiso: compromiso entre los actores, entre los intereses en conflicto y los valores en disputa, así como entre lo deseado por cada uno y lo aceptable para los demás, lo que implica ceder y conceder.

Fuente: http://elpais.com/elpais/2016/07/22/opinion/1469180978_307749.html

Imagen: http://ep01.epimg.net/elpais/imagenes/2016/07/22/opinion/1469180978_307749_1471368476_noticia_normal_recorte1.jpg

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Más escuela, menos aula

La enseñanza se enfrenta a una nueva era de cambio acelerado y permanente. Los centros deben organizarse de forma diferente para adaptarse

Innovar es la respuesta adaptativa a un entorno cambiante, en sentido amplio y elemental. Suele decir Castells que no vivimos una época de cambio, sino un cambio de época, esto es, hacia un futuro enteramente distinto (en parte ya aquí, pero mal repartido, Gibson dixit). Yo veo otra vuelta de tuerca: no solo es un cambio de época, sino que entramos en una época de cambio; no vamos a un nuevo equilibrio estable, sino a una era transformacional, de cambio acelerado, permanente y multidireccional, con implicaciones profundas para la educación.

En el mundo escolar esto se manifiesta en cómo cambian en pocos años el público y el entorno de un centro y el propio centro; en cómo se diversifican por ello los centros, aun siendo en principio iguales (en particular los públicos), incluso vecinos, tanto entre sí como internamente; en cómo cambia el ecosistema de los medios de información, comunicación y aprendizaje que concurren y compiten con la enseñanza.

Este contexto en ebullición supone que el educador no puede trasladar sin más lo aprendido en su formación inicial, lo observado en otro contexto o lo practicado con anterioridad a la práctica en curso, sino que precisa innovar, si bien esto consiste básicamente en recombinar elementos de su bagaje profesional, de la experiencia propia y ajena y de ámbitos no escolares. Educar es hoy, y será cada vez más, innovar sobre el terreno, a no confundir ni con inventar desde cero en el nicho ni con la esperada reforma desde arriba.

Pero la innovación, además de ser posible y necesaria, ha de parecerlo, y casi todo conspira para que no lo haga. A diferencia de la gran prensa que pierde lectores, las empresas que luchan por la clientela o los partidos que ven desertar a sus votantes, la escuela tiene un público cautivo, retenido por la obligatoriedad y, antes y más allá de esta, por la delegación familiar de la custodia y el credencialismo del mercado de trabajo. En otras palabras, apenas hayfeedback, nada que indique a la institución y la profesión qué poco público tendrían si solo dependiese de su eficacia o su atractivo.

Únanse a esto la formación parca del maestro e inespecífica del profesor de secundaria, la ranciedumbre de las facultades de Educación, el aislamiento del trabajo en el aula, la opacidad de los centros y la asfixiante carga paleopolítica del debate educativo, y se entenderá tanto conservadurismo y tanta inercia pese a la urgencia y la importancia del cambio. Pero el cambio vendrá: la cuestión es cómo, de dónde, a qué coste (social, cultural e institucional, más que económico) y cuándo (para cuántas cohortes llegará tarde). Un provocativo John Hennessy, presidente de la Universidad de Stanford, de las que menos temen al futuro, dijo: “Se acerca un tsunami. No puedo decir con exactitud cómo va a estallar, pero mi intención es intentar navegarlo, no esperarlo ahí parado”.

El cambio vendrá: la cuestión es cuándo, cómo, de dónde, a qué coste (social, cultural, institucional y económico)

Sin duda lo que llama con más fuerza a las puertas de la escuela es la tecnología. Infancia, adolescencia y juventud viven ya de forma cotidiana con ella, los empleos que esperan y los que vendrán requieren competencias digitales, las compañías tecnológicas despliegan su oferta y las editoriales escolares renuevan la suya; last but not least, una porción relevante del profesorado capta la necesidad y la oportunidad y apuesta fuerte por la innovación.

No son solo aparatos y conductos (hardware), ni datos y algoritmos (software),sino tanto o más las nuevas relaciones de comunicación y aprendizaje que se levantan sobre ellos, opuestas a las viejas relaciones pedagógicas escolares: superación de límites espacio-temporales, adaptación a ritmos y estilos personales de aprendizaje, cooperación irrestricta entre iguales, interactividad incorporada a dispositivos y aplicaciones, retroalimentación inmediata de datos y analíticas sobre el aprendizaje mismo… Un entorno bullicioso y fascinante que hace aparecer a la escuela, parafraseando a Marx, como “la tradición de todas las generaciones muertas [que] oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.

No va a ser fácil, pues innovar en la escuela no es como hacerlo en la agricultura o la industria. La docencia entraña una elevada porción del tipo de conocimiento que Polanyi llamó tácito y Hippel pegajoso. Tácito, o muy difícil de formalizar, lo que impide transmitirlo en una facultad o con un libro (como montar en bicicleta, algo que todos saben hacer pero no explicar, que todos aprenden sin que nadie estudie). Pegajoso (sticky) porque es difícil separarlo del terreno en que se crea y aplica y se ha de transmitir y adquirir en la colaboración profesional o maestro-aprendiz. Por ello, aunque la presión venga de fuera y actores como universidades, editores, tecnológicas, administraciones y otros deban y puedan aportar, el proceso será de innovación distribuida y difusión horizontal.

La innovación distribuida supone que cada docente, equipo, centro o red de centros harán su propia innovación, aprendiendo unos de otros y ajustando y modificando lo aprendido, en ningún caso importando, trasladando o generalizando fórmulas comunes, llámense buenas prácticas, prácticas de éxito, educación basada en la evidencia o cualquier otro eufemismo. Nótese que no sólo son distintos los contextos y momentos, sino también los actores, como lo son las capacidades y limitaciones de cada profesor, equipo, claustro o comunidad. Supone que no vendrá solo del profesor, ni de la dirección, sino de ambos, así como de grupos intermedios o de otros actores implicados y colaboradores presentes en la comunidad y ajenos al núcleo profesional.

Una visión equivocada de la profesión ha restringido la presencia en el centro a poco más que las horas lectivas

En cuanto a la difusión horizontal, requiere condiciones hoy muy deterioradas. La primera, un contacto fluido y suficiente entre los educadores, lo que no sucede de un aula a otra ni en el breve recreo. Una visión equivocada de la profesión ha restringido la presencia en el centro a poco más que las horas lectivas, convirtiendo la docencia en un trabajo reducible por todos y reducido por muchos a empleo a tiempo parcial (pagado a tiempo completo), y ha eliminado los tiempos y espacios de contacto no planificado — dinamitando de paso la posibilidad de dedicar más tiempo a los alumnos en riesgo—. La solución no es compleja, aunque sí complicada: la jornada (horario y calendario) laboral debe transcurrir en el centro; eso sí, con el equipamiento adecuado y la flexibilidad necesaria, con independencia de que se pueda reducir la carga lectiva. Fuera del centro, administraciones, organizaciones profesionales, empresas proveedoras y otros actores como las fundaciones deben potenciar la horizontalidad a través de encuentros presenciales y redes virtuales.

Es importante considerar que educar no es ya cosa de un docente con un grupo discente, ni siquiera en primaria, donde de un tercio a la mitad del tiempo del alumno no discurre con su maestro-tutor, sino con especialistas, apoyos, monitores, cuidadores y otros, sin contar con que cada año o cada dos cambia de profesor principal, ni con bajas y traslados. Fuera de individuos carismáticos, pequeñas variantes y experiencias efímeras, una educación eficaz, un proyecto consistente o un proceso innovador requieren la escala de centro. Y a veces más: redes de centros que permiten ampliar experiencias, distribuir la experimentación y alcanzar economías de escala.

También, dentro del centro, se beneficia de la agrupación de aulas y la colaboración entre profesores, como en los bien conocidos proyectos interdisciplinares o en la fusión de grupos con un solo docente en grupos más amplios con equipos de dos o tres. La escala de centro, en fin, ampara mejor la innovación individual, al reducir (y aceptar) el riesgo de error e intensificar elfeedback.

Toda organización, como estructura estable al servicio de un fin, tiende a ser conservadora; un centro escolar más, por su función de reproducción cultural, su base en la conscripción obligatoria, la incertidumbre de sus resultados y la asimetría entre profesión y público (a mediados del pasado siglo, P. Mort estimaba para la escuela típica 25 años de retraso en la adopción de buenas prácticas ya establecidas). La innovación necesita el impulso y liderazgo de la dirección y la cooperación de los profesores, pero en la escuela pública (dos tercios del alumnado), la primera tiene pocas competencias que no sean administrativas, el claustro vive atomizado y el funcionario puede desentenderse de todo. Estos problemas no existen en los centros privados, lo que, unido a la necesidad de seducir a su público y a la frecuencia con que son parte de redes más amplias, empresariales o religiosas, les dará, guste o no, una ventaja sustancial en los próximos años.

Algunos problemas no existen en los centros privados y esto les dará una ventaja sustancial en los próximos años

Es justamente la organización lo que ha de cambiar. Lo que cuenta no es el contenido sino las relaciones: entre los alumnos y con los profesores, con contenidos y materiales, con el entorno, la organización de espacio y tiempo… Si se tratara del contenido se resolvería con buenos libros o buenos vídeos. El problema es que los centros son poco más que montones de aulas apiladas y, mientras que estas carecen de futuro (son el residuo de la escuela-fábrica y el profesor-grifo), aquellos, que seguirán y crecerán porque no hay mejor lugar fuera de la familia para los menores, no logran reinventar el suyo. Pero ese es el camino: más escuela y menos aula.

Mariano Fernández-Enguita es sociólogo, catedrático de la Universidad Complutense de Madrid, donde coordina el Doctorado de Educación. Es autor de La educación en la encrucijada (Fundación Santillana). www.enguita.info.

Tomado de: http://politica.elpais.com/politica/2016/05/26/actualidad/1464258460_668916.html

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¿Habrá al fin un compromiso por la educación?

Por: Mariano Fernández Enguita

Me refiero a lo que todos llaman pacto, aunque yo prefiero llamarlo compromiso, ya diré por qué. El penúltimo intento fue el de Gabilondo, frustrado por la negativa de un PP que sabía que iba a ganar las elecciones; el último es el que promueve J.A. Marina, rechazado con cajas destempladas por cierta izquierda que creía otro tanto. Pero el PP está ya lejos de la mayoría absoluta y el sorpasso no ha llegado, de manera que quizá podamos todos recapacitar, empezando por entender que vivimos en democracia, un régimen que une al gobierno de la mayoría el respeto a las minorías, pero superando la aritmética elemental en estos conceptos. No nos llevarán muy lejos visiones como la cantinela de Rajoy sobre que gobierne «el partido más votado» (aunque sea también el más rechazado), el desparpajo del secesionismo que con la mitad más uno de escaños (ni siquiera votos) se cree legitimado para todo, o la disposición que algunos muestran a dar la vuelta a la tortilla con apenas más escaños o más votos positivos que negativos en el hemiciclo. Es de desear que el actual bloqueo político, que ya se antoja grotesco, ayude a comprender lo absurdo que resulta pretender blindar o subvertir una política institucional y a largo plazo, sea la que sea, con una mayoría, simple o absoluta, cogida con alfileres, es decir, con unos pocos sufragios, escaños o apenas votos en el hemiciclo. No necesitamos ni el maximin de la minoría más votada ni el minimax de la coalición menos rechazada, sino el maximax del acuerdo más generoso, el de una mayoría más amplia posible. En sentido contrario, el respeto a la minoría parlamentaria, electoral o política no se limita a no exterminarla, ni prohibirla (lo que se da por supuesto), ni hostigarla (lo que a veces se olvida), sino que pasa por tratar de gobernar para todos (es decir, con todos, además de sobre todos).
Por supuesto, esto no siempre es viable, ni siquiera necesario, por lo que muchas decisiones parlamentarias y gobiernos habrán de basarse en mayorías exiguas aunque suficientes, pero cuando llegamos a la educación hay que tener en cuenta, más allá de la deseabilidad general de acuerdos amplios en democracia, que hablamos del futuro y de la parte más vulnerable de la sociedad. De un futuro, en este caso, expresamente considerado, dado que unas generaciones, los políticos y en general los adultos de hoy, deciden por los alumnos presentes y por venir, que vivirán los efectos mañana (al ritmo actual, ya es difícil terminar la educación obligatoria sin vivir un par de reformas). Y de los más vulnerables, esto es, de quienes todos afirman que querrían resguardar de las pugnas políticas pero a quienes se expone demasiado a menudo a la incertidumbre o al torbellino. No se trata de poner la educación fuera del alcance de la política, pues eso sería privarla del amparo y del impulso de la democracia, pero sí de ampliar al máximo acuerdos que puedan perdurar más allá de los cambios de gobierno y los vuelcos electorales, por lo demás previsibles y saludables.
Pero el pacto o compromiso es difícil por varios motivos, entre los cuales destacaré cuatro. El primero y más aparente es la tremenda ideologización del debate, con discursos a veces guerracivilistas en los que unos parecen creerse en lucha contra el Santo Oficio y otros contra el demonio bolchevique, como han hecho recientemente PP e IU, en los dos extremos del arco parlamentario, desenterrando la guerra escolar. El segundo, en parte consecuencia del primero, es el vaciamiento del lenguaje, que permite blandir a la vez las exigencias más sectarias y la pretensión de que quien hace imposible un acuerdo es siempre el otro; un vaciamiento que alcanza más o menos a lo principal del vocabulario de la política educativa: libertad, equidad, calidad, inclusión, participación… y, por descontado, pacto, como cuando Rajoy, después de dos legislaturas del PP solo contra la LOE y otras dos igual de solo con la LOMCE cree hacer haber hecho algo grande con apenas algún gesto vacío y retórico sobre el pacto educativo dirigido a Ciudadanos, o cuando Garzón se descuelga en periodo electoral con la surrealista y oximorónica propuesta de un pacto por una educación republicana. Un tercer motivo, menos obvio pero más poderoso, es el papel de la escuela en las estrategias sociales de las familias, muy visible en la búsqueda de la mejor educación para los hijos, tanto da que se concrete en la mejor escuela o en el mejor desempeño individual en ella, y que tiene su contraparte en la pretensión no menos estratégica, aunque defensiva, de suprimir todo elemento de diferenciación, sea la elección de centro, el (muy discutible) modelo bilingüe, el uso de recursos digitales, los deberes para casa o cualquier otro. Cuarto, y no menos importante, el infundado paternalismo de la profesión docente, siempre tan inclinada a pensar que sabe mejor que su público lo que le conviene; esto es, a desoír a la sociedad, o a oír solo lo que quiere oír, como cuando funcionarios incondicionales de su fuente de empleo, la enseñanza pública, no quieren ver que un tercio del alumnado lleva medio siglo eligiendo la privada y otro sexto, hasta la mitad, lo haría si pudiera, o cuando los sicofantes de la inmersión lingüística ignoran que más de la mitad de la población con hijos en edad escolar ni la quiere ahí ni la practica en otros ámbitos libres de coerción y de presión; o cuando todos coinciden en que lo primero y principal que necesita la educación es, cómo no… más educadores.
Pero hay otro obstáculo formidable para un pacto: su trivialización. Asoma cuando se formula como el objetivo de ponernos de acuerdo en lo que nos une (ya se sabe: acabar con el abandono, conjugar equidad y calidad, reconocer y dignificar al profesorado, mejorar los resultados, aumentar los recursos…), o evitar lo que nos separa (los cleavages o fracturas como la religión, la financiación de la escuela privada, las lenguas propias, la evaluación del profesorado, etc.). El problema es que tales acuerdos de mínimos no sirven de mucho, o no sirven de nada. De hecho presentan el riesgo añadido de precipitar, hipostasiar, politizar o adjudicar opciones y políticas que no están adscritas necesariamente a un lado ni a otro de las fracturas habituales, desde el momento mismo en que las colocan en el centro de una negociación entre partidos y grupos de intereses; en todo caso, al dejar fuera lo que realmente ha venido dividiendo a la sociedad, simplemente posponen los problemas por muy poco tiempo, si es que no los enquistan y los agravan. Por eso no me gusta la palabra pacto, que alude por igual a la formalización de un acuerdo preexistente, entre quienes ya coinciden en algo o en todo, y a la confluencia desde el desacuerdo o el conflicto previo de intereses y valores. Es lo segundo lo que la educación española necesita: un acuerdo que cree un escenario comúnmente aceptado desde ambos lados de las viejas fracturas, en el que todos estén razonablemente a gusto aunque ninguno esté enteramente a su gusto, y que traiga consigo una suspensión duradera, que ya sabemos no será definitiva, de las hostilidades. Por eso prefiero hablar de un compromiso: compromiso entre los actores, entre los intereses en conflicto y los valores en disputa, así como entre lo deseado por cada uno y lo aceptable para los demás, lo que implica ceder y conceder.

Un compromiso por la educación debería abordar, precisamente, lo que hasta hoy ha venido arrojando a la escuela al ojo del huracán: la titularidad de los centros, el lugar de lo laico y lo religioso, la coexistencia de las lenguas propias y la lengua común, el alcance y límites de la comprehensividad, las bases económicas de una expansión sostenible, la autonomía y transparencia de los centros y la reestructuración de la profesión docente. Formular los términos es ya otra historia, tema para otro día.

Tomado de: http://blog.enguita.info/2016/07/habra-al-fin-un-compromiso-por-la.html
Imagen: https://www.google.com/search?q=%C2%BFHabr%C3%A1+al+fin+un+compromiso+por+la+educaci%C3%B3n%3F&source=lnms&tbm=isch&sa=X&ved=0ahUKEwji2_T1ppTOAhVBJB4KHUV0AVwQ_AUICSgC&biw=1366&bih=667#tbm=isch&q=dibujos+%C2%BFHabr%C3%A1+al+fin+un+compromiso+por+la+educaci%C3%B3n%3F&imgrc=lm6t8KOgmvgDxM%3A

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Aulas viejas con tecnologías nuevas

Por:  Mariano Fernández Enguita

Hace no mucho acudí como conferenciante al encuentro anual de una influyente asociación del mundo educativo, no importa ahora cuál. El encuentro se celebraba bajo el lema de la modernización y en la portada del programa se contraponían gráficamente, mediante las dos imágenes incluidas en esta entrada, el aula del pasado y el aula del futuro –no hace falta explicar con cuál se quería representar qué. Por una vez, y porque voy a escribir precisamente sobre ellas, incluiré estas imágenes al tamaño máximo que permite el blog.

La primera es un óleo de Albert (o Samuel Albrecht) Anker, artista suizo de la segunda mitad del siglo XIX considerado en su país un pintor nacional por su capacidad de retratar la vida común de la época, en particular la Suiza rural. El cuadro, titulado Die Dorfschule von 1848 (La escuela rural de 1848), representa eso, una escuela de aldea. Pintado en realidad en1896, se encuentra hoy en el Museo del Arte de Basilea.

La segunda ilustración es Interactive whiteboard, una fotografía de 2010 hecha y subida a Flickr porEnric Archivell (un profesor de secundaria «madrileny de Barcelona» –genial–, que mantiene un estupendo blog, Memorias de un Tiquis Miquis, dedicado sobre todo al teatro); fotografía con la que lo mismo se ha ilustrado la idea del aula digital (The Centre or Internet & Society, India: «The Digital Classroom in the Time of Wikipedia«, 22/3/2012) que un MOOC sobre la PDI (el blog bonaerenseExperiencias Docentes con PDI: «MOOC: Uso técnico y metodológico de la Pizarra Digital Interactiva«, 23/5/2013).

    Vamos con las imágenes. La de Anker es perfecta para ilustrar el pasado, pues tiene hasta cierto tono sepia propio de las fotografías de la época, aunque deliberado en un óleo (la mayoría de las imágenes que aparecen en la internet agudizan ese tono, sin duda para reforzar el efecto de vetustez). La diferencia más obvia quizá sea la cantidad de alumnos (yo cuento claramente treinta y ocho en el óleo –atención a unos piececitos–, pero podría haber más en la parte trasera, fuera de foco), más del doble que los dieciséis visibles en la fotografía (también podría haber alguno más), pero esa es una historia sabida.
     También tenemos ante nosotros una educación hasta cierto punto diferenciada por sexos: los chicos en el centro y las chicas en el contorno y parece que en la parte trasera; además, no parece que pasen de un tercio del alumnado. Además, sus actitudes son sensiblemente distintas, disciplinadas y laboriosas ellas pero algo alterados y revueltos ellos, mas ese no es hoy el tema.
     Otra diferencia está en la variedad de instrumentos prácticos que el cuadro muestra en la pared, mientras que en la fotografía solo hay soportes o vehículos de información, de mirar y no tocar (pizarras, tablón, carteles, altavoces, reloj, retroproyector). Se diría que la modernización educativa ha ido sustituyendo la realidad por su representación, aunque en el centro escolar de la fotografía probablemente haya algún laboratorio (también podemos apostar a que los del cuadro salían más al entorno).
     Pero la diferencia esencial es, para mí, otra. En el óleo, la mayoría de las chicas leen sus libros o cuadernos, pero algunas parecen más bien reflexionar sobre ello y otras atienden al maestro; los chicos, por su parte, se dividen por mitades entre los que también le atienden y los que interactúan de diversas maneras con sus compañeros. En el aula de la fotografía, en cambio, la mayoría miran a la pizarra digital y algunos, por la posición de cabeza y brazo, parecen estar escribiendo, es decir, tomando apuntes. En otras palabras: hay más autonomía para el alumno y más diversificación por el profesor, más espacio para los diferentes ritmos y estilos de aprendizaje, en la imagen de 1848 que en la de 2010. Hay, sobre todo, más vida.

     ¿Qué preferimos? Al pie de su fotografía en Flickr, el autor escribió como único comentario, por lo demás preclaro: «Mi lugar de trabajo. Los estudiantes están tan excitados con la nueva cosa que ni siquiera se dieron cuenta de que tomé esta fotografía. ¿Durará mucho?» Probablemente no lo haya hecho, o no sea ya lo mismo que en el momento de la instantánea, hace seis años. En una reciente ronda de grupos focales con profesores y con alumnos puedo decir que encontré muy a menudo lo mismo: según los primeros, la tecnología (lo que casi siempre quiere decir la PDI), atrae más y mejor la atención de los alumnos; de acuerdo con los segundos, en cambio, puede llegar a ser más aburrida que la vieja pizarra, sobre todo si se utiliza para proyectar y transmitir un texto. Algunos alumnos incluso explicaban de forma prosaica pero realista ese aumento de su atención: mientras que el texto del libro va a seguir ahí y puedes verlo luego en casa, el del PowerPoint se esfuma si no lo copias a tiempo.

La cuestión se vuelve más preocupante cuando pasamos de la instantánea, sin duda anecdótica, a la ilustración del programa de un evento, que se presenta como contraposición de dos modelos. Cualquiera sabe que una presentación digital puede ser mucho más monótona, aburrida, unidireccional y paralizante que una lección magistral a la antigua usanza, donde al menos siempre habrá algo de improvisación y adaptación. Garber acuñó ya en 2001 la expresión morir de powerpoint; en 2009, unaencuesta a universitarios de Mann y Robinson revelaba que lo más aburrido para ellos eran los ppt; una PDI, por lo demás, ni siquiera garantiza que hayas hecho un ppt.

La tecnología siempre se puede utilizar para hacer más de lo mismo, y no me refiero solo a repetir lo mismo sino a agudizarlo e intensificarlo y, por tanto, a agravarlo.  Aparte de que una pizarra digital se vea mejor que una verde (y mucho mejor que unas transparencias o unas diapositivas de celuloide ajadas), la tecnología solo tiene verdadero valor añadido cuando permite ahorrar trabajo o cuando permite trabajos que antes no eran posibles. Lo primero es fácil, pero ha de tenerse en cuenta que el trabajo que verdaderamente hay que ahorrar es el de aprendizaje, el del alumno; o sea, hacer lo mismo en menos tiempo para poder hacer más en el mismo tiempo. También es deseable ahorrar trabajo al profesor, pero no a costa del tiempo del alumno, como sucede, por ejemplo, poniéndolo a este a copiar un ppt o confiando aquel su exposición al ppt como chuleta, lo que suele derivar en empobrecerla. Lo segundo también res fácil, pues la tecnología actual permite formas de trabajo individualizado y autónomo, actividades en colaboración, acceso a la información, interacción con las aplicaciones, etc., preñadas de posibilidades. Pero también permite burocratizar y rutinizar todavía más el trabajo del estudiante, por ejemplo clavándolo ante la pantalla (la PDI, que básicamente es I, interactiva, solo para el profesor), pautando sus actividades fuera del aula a través de los sistemas de gestión del aprendizajd (EVA/LMS), mecanizando la evaluación, etc.

En definitiva, la tecnología lo mismo puede mejorar que empeorar las cosas. McLuhan escribió que los medios son extensiones de nuestros sentidos. Pensaba en su día, claro está, en los mal llamados medios de comunicación de masas, en realidad de emisión, de broadcast, en los que uno habla a todos o a muchos, y estos, efectivamente, lo reciben, lo ven, lo escuchan, etc. con sus sentidos. En realidad, toda tecnología es una extensión de nuestros órganos y nuestras facultades, sean de consumo (como en los medios de comunicación de masas) o de producción (como en los medios sociales y la web 2.0). Hoy la tecnología no solo está al alcance de los magnates de los medios sino también de cualquiera, en particular de cualquiera con un público cautivo, como es el caso del profesor. ¿Mejorará eso la escuela? Depende. Multiplica sus capacidades, pero en todas las direcciones.

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