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Hace falta una aldea… y por eso hay una escuela

Por: 

 Los libros tienen su propio destino, y lo mismo cabe decir de las frases. Pro captu lectoris habent sua fata libelli, escribió Terentianus Maurus: Según la capacidad del lector tienen su destino los libros,cabe traducir, aunque la cita ha venido a ser reducida a su segunda mitad para afirmar, sin más, que tal destino es independiente de la voluntad del autor. Pero vale la pena recuperar el condicionante de la capacidad del lector para entender lo que pasa con libros y frases, y no me refiero a ninguna capacidad general, mucho menos una capacidad entendida como mayor o menor nivel intelectual, sino a lo que cada cual está en condiciones de leer y entender por un complejo de intereses, valores, preconceptos, etc.
No es que vaya ahora a pasarme a la filología, sino que siempre me han llamado la atención ciertas frases sistemáticamente repetidas con un sentido distinto del original. Hace falta una aldea para educar a un niño solo es una de ellas, pues hay otras muy notables. En la conversación sobre la internet, por ejemplo, una muy famosa, si no la más, adorada por activistas y evangelistas tecnológicos, partidarios del software libre o los recursos abiertos, etc., es que «la información quiere ser libre» (o «gratis»), generalmente atribuida a Steward Brand, editor del Whole Earth Catalog, fundador de The Well y muchas cosas más que lo sitúan entre los pioneros del nuevo entorno digital. Pero, en realidad, lo que Brand dijo fue, según lo recogió R. Clarke: «Por una parte, la información quiere ser cara, por lo valiosa que es. […] Por otra parte, la información quiere ser gratis, porque el coste de obtenerla se reduce cada vez más» (así lo reiteraría luego el propio autor en The Media Lab, p. 22).
Hay otras frases notables reinterpretadas por los entusiastas. «A hombros de gigantes», por ejemplo, suele citarse como muestra de la modestia científica de Isaac Newton al describir su trabajo, pero es más probable que fuera una alusión envenenada a la estatura y la apariencia físicas del interlocutor, su rival  Samuel Hooke, cuya influencia negaba. «Con razón o sin ella, es mi país» (una vez la escuché en versión aun peor: «…es mi partido»), es una deformación de «Right of wrong, my country», brindis del comodoro Decatur que continuaba: «if right, to be kept right; and if wrong, to be set right» (si está en la razón, por que así siga; si está equivocado, por que rectifique). El lector seguro que conoce otras.
     Pero vamos con la tribu, o lo que sea. It takes a village (Hace falta toda una aldea) es el título de un libro de Hillary Rodham Clinton. La autora remite a un presunto refrán africano que, completo, rezaría: It takes a village to raise a child (Hace falta toda una aldea para criar a un niño). El libro de Clinton lleva como subtítulo: and other lessons children teach us (y otras lecciones que nos enseñan los niños). No hay ninguna prueba de que se trate realmente de un refrán africano en esos mismos términos, pero sí que se conocen numerosos dichos (ver aquí y aquí) del continente que vienen a insistir en la idea de que una familia no se basta para criar a un niño. No obstante, parece que ya era considerado un «refrán africano», al menos en los EEUU, cuando Clinton lo tomó como título y en el modo literal en que lo hizo. Y el libro trata precisamente de eso, de la forma en que la sociedad puede, o no, ayudar a la educación de la infancia.

La primera cuestión, volviendo aquí, es por qué el empeño local en traducirlo como «tribu». Doy por sentado que los usuarios españoles habituales, al menos los primeros, traducen del inglés, no del suajili, por lo que cuesta entender que se vierta village como «tribu» en vez de «aldea». Pero así es, pues una búsqueda rápida en Google (esta a 18/6/16) arroja estos resultados, en número:

  • se necesita una tribu para educar a un niño: 250.000
  • hace falta una tribu para educar a un niño: 140.000
  • para criar a un niño hace falta una aldea: 133.000
  • para educar a un niño hace falta una aldea: 88.200
     Bastante más tribu que aldea, ciertamente. Pro captu lectoris, tal vez. Es probable que los lectores, en particular los difusores de la idea, hayan pensado que la sociedad que rodea a la escuela se parece más a una tribu que a una aldea, o que así vean los profesores a los padres cuando se agolpan a la puerta del colegio, la cola de secretaría o la asamblea del AMPA (yo pienso lo contrario, que hay más rasgos tribales en un claustro que en el público o en un vecindario, pero esa es otra historia). La traducción correcta, desde luego, es aldea (en inglés village, si es mayor, o hamlet, si es menor); en ningún caso tribu aunque tampoco pueblo ni mucho menos ciudad, y mejor ignorar, del otro lado, a quienes se apresuran a denunciar desde algún púlpito el racismo de la primera versión. La diferencia esencial es que una tribu se basa en la descendencia común, el ius sanguinem si se prefiere, mientras que una aldea lo hace en la residencia común, digamos el ius soli; la primera amplía de algún modo la familia, mientras que la segunda se contrapone a ella. En realidad, la tribu tiene poco que añadir a la familia, precisamente porque se confunde con ella y funciona con normas y pautas similares (aquí pervive en la figura de los abuelos, las cenas navideñas y demás); la aldea, por el contrario, comprende lo que no es familia e incorpora cierta diversidad, vínculos débiles, espacio público, etc., tanto más según va pasando a villa, pueblo, ciudad o metrópolis. Cuanto más nos alejamos de la tribu, más necesitamos la aldea para educar a un niño.
Tribu o aldea, no obstante, el refrán señala la insuficiencia de la familia, proclama la necesidad de la comunidad y reclama su apoyo: por eso se ha hecho tan popular en el mundo educativo, porque sirve a la institución escolar y a la profesión docente para proclamar su impotencia (y, por tanto, cierta exención de responsabilidad) y para reclamar el apoyo de la comunidad (por el mismo motivo se hizo impopular entre el conservadurismo norteamericano, que respondió It takes a family!). En lo que no se suele reparar es en que el refrán no menciona en ningún momento la escuela. Seguramente no es casual que proceda de, perdure en o se atribuya a África, pues parece más bien dicho para una sociedad sin escuela, el paisaje africano hasta no hace mucho.
     ¿Qué ha de hacer una aldea si la familia no se basta para criar a los niños? Sin duda lo mismo que la tribu o que la metrópolis: asumir, hasta cierto punto, la responsabilidad general de la tutela adulta, del cuidado de todos los niños por todos los adultos, pero ¿nada más? La respuesta es que hace falta algo más, que hace falta dedicar a la infancia un tiempo específico, un espacio específico, una atención específica, lo cual conviene sea hecho de manera particular por algunas personas específicas, preparadas especialmente para ello. Esto es precisamente lo que llamamos escuela, creo.
     Dicho de otro modo: todo docente que reclama el concurso de toda la aldea debe saber que ya lo tiene, que por eso y para eso están ella o él ahí, que por eso es obligado escolarizar a la infancia y la adolescencia, por eso hay tres cuartos de millón de profesores no universitarios, por eso destinamos cerca del cinco por ciento de la producción nacional y el diez por ciento del gasto público, por eso le consagramos unas decenas de miles de edificios. La aldea no ha dejado sola a la familia: le ha dado la escuela, que no es poco.
* Articulo tomado de: http://blog.enguita.info/2016/06/hace-falta-una-aldea-y-por-eso-hay-una.html?fb_ref=Default
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Una democracia sin demasiados demócratas

La definición más elemental de la democracia es el gobierno de la mayoría. Se expresa en chascarrillos como mejor contar cabezas que cortarlas o ballots than bullets. Por supuesto, viene con un rosario de condiciones sobre libertades previas, procesos de elección, etc., pero la idea básica es que, quien gana, gobierna y decide. Es compatible con ideas tan nuestras como dar la vuelta a la tortilla o que ya vendrán los míos, pero sin sangre. Un paso adelante es complementarla con el respeto a las minorías, sea en versión minimalista (no liquidarlas políticamente) o maximalista (gobernar para –no solo sobre– todos), si bien esta suele ser denostada como incumplimiento, traición al electorado y cosas parecidas.

Otra distinción esencial se da entre la democracia como fin y como requisito o como medio e instrumento. La visión instrumental juzga a la democracia por sus resultados, con criterios variopintos: la igualdad, el poder de la nación, la observancia de la fe… Para el instrumentalista la democracia sólo es verdadera si cerca a esos fines; si no, la degrada a formal, una ficción, una cáscara vacía, etc. Entre nosotros, tal visión imperó por tiempo entre la izquierda radical y asoma discretamente con Podemos, y persiste, con menos ideología pero con mayores efectos prácticos, en el PP, desde las invocaciones conspirativas cuando pierden las elecciones (recuérdese la atribución a ETA del 11-M) hasta la manipulación grosera el poder (v.g., la no renovación, en su día, del Tribunal Constitucional o el reciente blindaje de Rita Barberá). La visión demócrata a secas no considera la democracia como un fin en sí, ni mucho menos cree que asegure el bienestar o que sus decisiones sean óptimas, sino simplemente que es la manera mejor y más segura, o la menos mala, de acercarse a ello y de rectificar cuando nos alejamos.

Si democracia es algo más que un medio desechable o un recuento virtual de cadáveres, hay que matizar la idea del gobierno de la mayoría. Primero, en el sentido de que, cuanto más crucial sea una decisión, más amplia o cualificada habrá de ser la mayoría que la tome. Ante decisiones dicotómicas (blanco o negro) esto implica debates prolongados y mayorías amplias; ante decisiones graduables (todos los grises), implica consensos o compromisos. Segundo, en el de que, cuanto más se desea un cambio, más prudente debe ser. Es un inmenso error considerar un exiguo cambio de mayorías como una ocasión para la ruptura, lo que algunos llaman ahora una segunda transición. Latransición lo fue de una dictadura ilegítima a una democracia legítima, no entre dos gobiernos igualmente legítimos en origen. La mínima mayoría o la máxima minoría bastan para gobernar sin problemas de legitimidad cuando las opciones se no se apartan demasiado (cuando son iguales, como suelen decir los iluminados en los sistemas bipartidistas), es decir, cuando cada quien tiene la suya pero ve la otra o las otras como razonables o, al menos, soportables. Por contra, en condiciones depolarización, cuando más se desea un cambio radical, más necesario resulta no tensar la cuerda sino buscar compromisos.

En los años recientes, la política española ha dado cumplida evidencia de que una cosa es una ordenación legal y otra muy distinta una cultura democrática. La experiencia de las fallidas democracias del mundo árabe, la inestabilidad de las africanas o su fácil giro autoritario en Europa del Este se ha expresado a menudo en el concepto de una democracia sin demócratas. No diré que aquí no hay demócratas, pues los hay y muchos, pero sí que no lo(s) suficiente(s). Los demócratas no nacen, sino que se hacen, y todo indica que lleva tiempo, incluso  generaciones.

La mejor muestra de nuestro déficit son los nacionalismos, hoy encabezados por el secesionismo catalán. No hay que sorprenderse, pues cuanto más justo y esencial se crea el frutoperseguido, más incómoda se antoja la cáscara. Aparte del disparate de que, tras cinco siglos de libre circulación, trabajo y residencia, fueran a decidir sobre Cataluña o su territorio, en exclusiva, quienes hoy tienen los pies en él, cada día asistimos a una vuelta de tuerca más: una exigua mayoría parlamentaria autonómica, basada en un voto minoritario aunque amplio, se lanza a iniciar ladesconexión envuelta en elucubraciones sobre un derecho a decidir que sólo ellos suscriben.

Le sigue en el palmarés de los despropósitos el PP, con su teoría de la fuerza más votada. Como la derecha estaba agrupada en un único partido, el PP, y la izquierda dividida en dos o más, llevamos tiempo oyendo que, por minoritaria que sea, debe gobernar la lista más votada. En un parlamento con cuatro grandes fuerzas políticas, como el actual, lo es con apenas un tercio de los votos y, en uno más fraccionado lo podría ser con menos, por lo que la pretensión es ridícula sin más. Para gobernar no solo cuentan los que están a favor sino los que están en contra, que en el caso del PP son muchos más y no lo están menos.

El bronce es para los colofones a precio de oro que, con poco peso por sí mismos, convierten el valor marginal que les otorga poseer lo que falta para obtener una mayoría en un precio desmesurado por su apoyo. Lo han hecho siempre los nacionalistas periféricos, particularmente catalanes y vascos (lo ha imitado el localismo canario y lo están aprendiendo ahora sus émulos en Galicia o la Comunidad Valenciana) cada vez que los grandes partidos nacionales no han contado con mayoría absoluta, y lo intentan repetir ahora.

El PP, convencido de que su tercio de diputados le otorga derecho de pernada, propone ungran pacto, que ahora se va abriendo a una gran coalición. Les gusta compararlo con las experiencias británica de posguerra y alemana de los sesenta o actual, pero obviando que estas agrupaban en torno al noventa por ciento del voto y del parlamento, sin dejar fuera a ninguna fuerza política relevante en los extremos (aquí excluiría a Podemos, por lo que sería más bien un frente), nunca encabezadas por el premier saliente más impopular.

En el otro extremo del arco, Podemos quiere un gobierno sin PP ni C’s pero para ello habría que aceptar las demandas de sus propios nacionalistas y las de los ajenos porque así lo propugna la confluencia En Comú Podem, a su vez porque así lo quiere su mitad En Comú, y eso para no dejárselo a CiU y ERC. Una especie de pirámide accionarial, una rumasa política en la que un pequeño grupo condiciona a otro más amplio, este a otro y así hasta un eventual gobierno de España que debería aceptarlo como precio marginal de su investidura. Y así, «si asume pagar», segura Homs, tendrían también la abstención de CiU… y España por los aires.

Pero si se abandona la óptica de gobernar como sea y se adopta la de un hipotético marciano que mirase las cosas con distancia, puede haber otros criterios. En condiciones normales procedería la alternancia: tras una legislatura dominada por la derecha, esta paga el desgaste agudizado por la crisis, como antes lo hizo la izquierda, y deja paso a un gobierno de PSOE, Podemos y las izquierdas nacionalistas, que aparcarían su faceta nacionalista para hacer efectiva su faceta de izquierda. El problema es que, en España, la izquierda ha vivido permanentemente enfangada con el nacionalismo, llegando ahora al extremo con la asunción por Podemos del derecho a decidir, seguramente tan importante para los activistas de sus confluencias como ajena a buena parte de sus propios votantes, sobre todo en el resto de España; y las izquierdas nacionalistas, no se dude, son más nacionalistas que de izquierda.

La segunda fórmula sería una coalición entre PSOE, Podemos y C’s, encabezada por el primero. Supondría un giro moderado hacia la izquierda, contrapesados los segundos por los terceros pero en consonancia con los resultados electorales, y exigiría combinar con finezza reformas económicas liberales y políticas sociales solidarias, ofreciendo una entrada con paso firme a los emergentes y una mayoría lo bastante sólida. Un problema, como es sabido, reside en las hipotecas de Podemos con el nacionalismo, tan inaceptables para C’s como deberían serlo para el PSOE; otro, en su alergia sobredimensionada a C’s por los motivos recíprocos, por su concepción frentista y por su estrategia de desgaste hacia el PSOE.

La tercera, quizá la más viable en la polarización actual, es una coalición PSOE-C’s que, para poder constituirse en gobierno, se bastaría con la abstención del PP o de Podemos, si bien debería contar con la de ambos. PSOE y C’s pueden fácilmente entenderse en torno a una plataforma de centro izquierda y quedaría al escenario del Congreso la formación de distintas mayorías para legislar ante cada tema. El PP, sin lugar a dudas, necesita un paso por la oposición para limpiar su casa, ya que no ha sabido hacerlo en el poder; a Podemos, a pesar de que aprenden mucho y rápido, no le vendrían mal unos años como internos y residentes en las instituciones.

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Encrucijadas de la educación

Texto para la 30 Semana de la Educación, Fundación Santillana

La escolarización no es una constante histórica, sino la forma en que las sociedades modernas han institucionalizado el aprendizaje y la educación. Estos continuarán mientras exista la especie humana, pero aquella está históricamente datada: es relativamente reciente y podríamos estar asistiendo a su crisis.

Un primer elemento de cambio es la globalización, veloz en la economía y otras esferas producto de las decisiones individuales y lenta en la política y otros ámbitos dependientes de la voluntad colectiva. Justamente ese desfase es un desafío para la escuela, que debería contribuir hoy la conciencia de que somos una comunidad global, la humana, de la misma manera en que antes lo hizo a escala nacional. Sin embargo, parece que dividir se le diera mejor que unir, y asistimos a menudo tanto a su instrumentalización con fines de diferenciación nacional como a su incapacidad de unificar la ciudadanía en un contexto social de multiculturalidad.

La globalización, además, altera las condiciones del mercado laboral, lo que para los trabajadores de los países más ricos implica una nueva competencia, particularmente del trabajo siempre más barato pero cada vez más cualificado de los países pobres, que a medio y largo plazo sólo cabe afrontar con una mayor cualificación, es decir, con más educación. Incluido el imperativo añadido del manejo de la lingua franca, desafortunadamente convertido hoy en fuente de desacuerdos y conflictos.

* * *

A esto se une hoy la digitalización, que supone una ruptura radical con la ecología de la información, la comunicación y el aprendizaje constituida en torno al libro y la imprenta. En la escuela, este ecosistema gira alrededor del libro de texto, que encarna el programa, proporciona base al profesor, guía al alumno y da estructura a la clase, y en torno a la organización espacio-temporal del aula. Pero asistimos al desarrollo de una nueva ecología en la que a lo preexistente se añaden ahora dispositivos portátiles siempre conectados, los nuevos medios digitales, los servicios de redes sociales, las comunidades en línea, etc., todo lo cual acaba con el monopolio comunicativo del profesor, los condicionamientos espacio temporales del grupo y la secuencia informativa pautada del texto impreso.

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La digitalización también hace sentir sus efectos, de manera especial, más allá de la escuela, en el mundo del trabajo al que conduce y para el que esta prepara. En particular, permea todos los procesos productivos, refuerza la globalización (sobre todo porque favorece la escalabilidad de la producción cultural y la externalización de las tareas cualificadas) y absorbe una importante proporción de los antiguos empleos de clase media, cuyas funciones son transferidas a los ordenadores y a la red. Un efecto secundario de esto es la polarización del mercado de trabajo, por el crecimiento más rápido de los empleos más y menos cualificados en detrimento de los intermedios, y, lo que supone una polarización de la sociedad misma.

Aunque identifiquemos la idea con Taylor, Ford, Stajanov y otros nombres y procesos epónimos del sigo XX, lo cierto es que la primera mercancía producida en serie, en el doble sentido del término (producción serial y productos idénticos) fue el libro debido a la imprenta de tipos móviles, así como que el primer escenario ubicuo de una actividad en serie fue el aula escolar. La escuela pudo inspirarse inicialmente en los conventos o los cuarteles, pero pronto se convirtió en la prefiguración de la fábrica a la que irían a parar la mayoría de los escolares. El problema es que hoy dicha fábrica está dejando de existir, ante todo en las economías más avanzadas, mientras que el aula sigue siendo esencialmente la misma, socializando al alumnado en unas relaciones sociales que no son ya las que lo esperan en el mundo adulto, incluido el mundo laboral, en el que el reproche de que la escuela no educa en la iniciativa, ni en la responsabilidad, ni para el trabajo en equipo se ha está convirtiendo ya en un clamor.

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En términos más amplios, la globalización, la digitalización, las nuevas formas de organización del trabajo y otros procesos paralelos configuran hoy un mundo de cambio acelerado que desborda a la institución. La escuela tuvo su momento de gloria mientras el cambio social y cultural fue demasiado rápido para ser fácilmente asumido por una generación y transmitido por ella misma a la siguiente, es decir, para que los adultos en general pudieran ocuparse eficazmente de la socialización de las generaciones no adultas; y mientras fue lo bastante lento como para que una sección especializada de los adultos, la profesión docente, pudiera, en consonancia, dedicar su vida a la socialización de las generaciones siguientes sobre la base de lo aprendido en al inicio de su carrera profesional. Pero la aceleración del cambio se lleva hoy por delante a la profesión docente por los mismos motivos y de la misma manera que se llevó en su día a los padres.

La escuela seguirá ahí, porque la educación va a seguir socializada, al igual que la familia también sigue, porque la reproducción biológica siguió y sigue siendo privada. Pero así como la familia se vio forzada a convivir con la ciudad y hubo de recurrir a la escuela, esta se ve abocada a coexistir con el nuevo entorno informacional y habrá de integrarse en una nueva ecología de la educación y el aprendizaje.

* * *

Un factor particularmente agudo de la crisis escolar es el incumplimiento de su promesa igualitaria. A pesar de que la universalización de la oferta ha sido notablemente efectiva, elevando el suelo mínimo de la educación para todos y abriendo asimismo las oportunidades de acceso a los sucesivos niveles del sistema, las desigualdades sociales siguen pesando, y mucho. Lo sigue haciendo la clase social, aunque lo haga más ubicua y más eficazmente a través del capital cultural que del económico. Lo hacen las diferencias culturales o étnicas, como está patente en el fracaso de la escolarización del pueblo gitano y la vulnerabilidad de sectores muy amplios de la inmigración. Es difícil saber qué resultados hemos logrado en materia de integración efectiva de los alumnos con discapacidades, lo cual ya es en sí bastante preocupante. No sólo no las hemos superado, sino que vemos ampliarse desigualdades de recursos y de resultados ligadas al territorio, en particular a la ecología de las grandes conurbaciones y a las diferencias de recursos entre las comunidades autónomas. La única fractura que  se ha visto alterada de forma radical ha sido la de género, donde, si todavía subsisten algunos reductos privilegiados de difícil acceso para las mujeres, la tónica es hoy ya la de un gap inverso, es decir, la de la desventaja generalizada de los varones –desventaja educativa que, ciertamente, no se refleja como tal en el mercado de trabajo ni en la esfera doméstica y familiar, donde todavía campea el patriarcado.

En la segunda mitad del siglo XX la escuela encarnó el mito de la meritocracia. Viejo sueño, desde Sócrates, de los profesores, el ideal meritocrático cobró especial fuerza con las reformas comprehensivas del sistema escolar y las profecías sobre una sociedad post-industrial, tecnotrónica, de cuello blanco, del conocimiento… De poco sirvieron advertencias preclaras como las de M. Young o P. Bourdieu, hasta que las sucesivas crisis económicas y la polarización social actual han desvelado los fantasmas del subempleo, la sobrecualificación y la burbuja universitaria. Más temprano que tarde, si la sociedad aspira a una mayor igualdad en las condiciones y oportunidades de vida habrá de atacar directamente su distribución a través de los salarios, la riqueza, los servicios públicos o la protección social, en vez de confiarlo al supuesto caminos de rosas de las recurrentes reformas educativas.

* * *

La explosión primero de los viejos y luego de los nuevos medios de comunicación ha convertido la atención en un bien escaso y ha obligado a la escuela a competir por la del alumnado, batalla en gran medida perdida hasta ahora. Hoy ya no se escolariza, más allá del mínimo en la infancia, a unos pocos privilegiados o convencidos, sino largamente a todos. La obligatoriedad asegura un público cautivo y la vigencia de las credenciales en el mercado de trabajo añade un público tan forzado como renuente, pero esto no garantiza su adhesión, que decrece con cada año de permanencia, y genera una tensión que amenaza la vida ordinaria de la institución. La desescolarización en las etapas infantil y primaria, el abandono prematuro en la enseñanza secundaria y la proliferación de una oferta no reglada en la superior pueden y deben tomarse como signos y advertencias de la profunda crisis de la institución. Por paradójico que resulte, la escolarización deviene menos satisfactoria justo cuando se antoja más necesaria, pasando del status de bien incondicional al de un mal necesario. La desmotivación cunde, al aburrimiento hace estragos y familias y docentes se vuelven hacia la patologización y medicalización de las dificultades escolares.

Sin embargo, si algo falta no son las oportunidades de aprendizaje ni los recursos educativos. La disponibilidad de la información y del conocimiento es ya tal que el problema es de superabundancia. Las redes de iguales, las aplicaciones didácticas, los videojuegos y simulaciones, los medios de todo tipo ofrecen posibilidades antes insospechadas y las ponen al alcance de un público cada vez más amplio. Es difícil no reparar en lo muy parecida que resulta la nueva ecología de los medios de aprendizaje a las redes de expertos, recursos y pares propuestas en su día por Ivan Illich como alternativa a la educación institucionalizada, es decir, a la escuela.

* * *

Se repite hasta el aburrimiento que la calidad de un sistema educativo depende de la calidad del profesorado, lo que no es sino particularizar la evidencia de que las instituciones giran en torno a las profesiones que ocupan su núcleo. Todos los grandes cambios que afectan a la escuela lo hacen especialmente a la profesión docente. La aceleración del cambio social hace saltar por los aires el plácido proyecto de estudiar unos pocos años y enseñar lo aprendido durante muchos. La proliferación de los soportes y las fuentes de conocimiento disuelve el monopolio profesional. La globalización cuestiona la tradicional formación nacionalista y etnocéntrica de los docentes. La digitalización desvaloriza la tecnología que ellos dominaban, que no era otra que la lectoescritura (y que ya no lo es tanto) y los sitúa ante una que no controlan, por primera vez en la historia en desventaja ante sus alumnos. Todo esto ayuda a explicar la paradoja de que un profesorado bien considerado, bien pagado y con unas condiciones de trabajo ventajosas se sienta permanentemente minusvalorado y hostigado.

En evolución opuesta a las necesidades y los desafíos de una situación cambiante, la formación del profesorado se ha estancado en términos absolutos y ha perdido valor relativo frente a otras profesiones; la carrera docente es cada vez más plana, desprovista de incentivos tanto intrínsecos como extrínsecos y de controles tanto internos como externos. En consonancia, la selección, herencia de los tiempos en que la educación era un bien altamente escaso, se revela cada vez más ajena a las aptitudes y actitudes necesarias para desempeñarse como educador en un aula. Una consecuencia de esto es que buena parte del profesorado no sea ya, como en su origen, una fuerza de cambio sino un elemento de resistencia ante las políticas educativas, a la vez que una poderosa corporación conservadora.

* * *

Estos y otros cambios se traducen y se viven como una crisis institucional por la sencilla razón de que la provocan. La escuela no es otra cosa que la institucionalización de la educación, parte del proceso general de especialización funcional en que consistió la modernización. Pero su eficacia se ve hoy cuestionada: la formación del ciudadano choca con la pérdida de soberanía hacia el exterior y la fragmentación interior que trae la globalización; la formación del trabajador se ve en cuestión por la dificultad del mercado para absorber las cualificaciones medias, la insuficiencia de las cualificaciones más elevadas, la exclusión de las cualificaciones bajas, la inadecuación de la demanda y la oferta; la insistencia del igualitarismo docente en vincular la educación de forma exclusiva a la ciudadanía chirría con la pragmática de unos padres y alumnos que lo hacen progresivamente a las oportunidades de empleo; el desarrollo personal se antoja mucho más amplio que lo que la escuela puede ofrecer, forzando a las familias a una búsqueda constante de sustitutivos, complementos y alternativas; la custodia, en fin, se antoja problemática cuando proliferan o simplemente se hacen más visibles episodios de abuso o maltrato por docentes o entre discentes, que generan alarma social por más que sean anecdóticos.

A ello se une la aparentemente irresoluble escasez de los recursos. Tal pretensión se basa en la identificación de la calidad con los insumos, así como en la explosiva combinación que provoca la expansión escolar: coste creciente del alumnado y rendimiento decreciente del profesorado. Es indiscutible que los recursos dedicados a educación podrían y deberían ser mayores, tanto más en el umbral de la sociedad del conocimiento, así como que han sufrido un serio recorte en los últimos años, vale decir en el momento más inoportuno. Pero no es menos cierto que el sistema educativo clama por ser rediseñado a fondo, por una utilización más eficiente y discriminada de los recursos y por la no confusión de estos con el engorde ilimitado de las plantillas. La mejora de la educación tiene más recorrido por la vía de la innovación tecnológica y organizativa y de la cooperación con la comunidad que por la simple fórmula de reclamar o conceder más de lo mismo, sobre todo cuando, fuera de ella, nada es ya igual.

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Es el profesorado el que no reconoce al profesorado

Mariano Fernández Enguita

   Nunca falta en las conversaciones en torno a la educación la queja propia o ajena de que la sociedad no reconoce al profesorado, hasta el punto de resultar ya aburrida. En repetidas ocasiones he mostrado que, con independencia de tal o cual anécdota (las hay en ambos sentidos), la profesión docente muestra ser objeto de un elevado reconocimiento profesional, como se muestra en los dos indicadores que pueden decirnos algo al respecto: sus salarios comparativos y su posición en las escalas de prestigio. Lo demás son, o bien especulaciones sin fundamento, o bien una retórica oportunista cuyo fin no puede ser otro que pedir más, dar menos o ambas cosas.

 

Sin embargo, el malestar entre la profesión es real. Esto podría ocurrir porque los profesores tienen unas expectativas o una imagen de sí muy elevadas, quizá demasiado (algo de eso sugieren los datos del estudio de la Fundación Europea Sociedad y Educación, El prestigio de la profesión docente en España) o, sencillamente, porque no aciertan a expresar bien sus propios padecimientos. En la práctica médica se distinguen claramente los síntomas (subjetivos) que siente y narra el paciente (se fatiga, le falta aire, etc.) de los signos (objetivos) que pueden ser constatados y medidos por el profesional (fiebre, hinchazón, anemia, etc). En el caso de la profesión docente los signos, sencillamente, contradicen a los síntomas y viceversa.

 

¿Que sucede, entonces? Una posible explicación alternativa es que, por un lado, el reconocimiento pretendido e incluso el reconocimiento obtenido por el colectivo profesional se ven ensombrecidos por los resultados de su práctica, mientras que el obtenido por cada profesional individual puede carecer de relevancia para él o ser, sencillamente, insuficiente.

Piénsese, por ejemplo, que para los abogados se por sentado que todo pleito será ganado por uno y perdido por otro, como efectivamente ocurre; ante los médicos, se acepta que todo el mundo terminará muriendo y que las enfermedades y dolencias se curan o se palían o ninguna de las dos cosas, de modo que hay pocas sorpresas colectivas; de la educación, en cambio, se busca que todo el alumnado, o casi todo, alcance el éxito, por lo que resulta difícil aceptar cifras de abandono, fracaso, repetición y clasificación ordinal de dos dígitos sin que caiga siquiera una sombra de sospecha sobre la profesión. El resultado es que el reconocimiento colectivo tiembla –y quizá, sobre todo, entre la propia profesión.

Queda, entonces, el reconocimiento individual: perdimos la batalla, pero con honor; el paciente murió, pero la operación fue un éxito; el avión se estrelló, pero el piloto hizo todo lo que estaba en su mano. Llegados aquí, el problema es que para el profesor individual, como para cualquier profesional, el reconocimiento de su público o su clientela tiene valor, pero ha de ser muy visible y difícilmente puede sustituir al de los pares, es decir, al de los colegas de profesión. Los profesores universitarios, por poner un ejemplo aparentemente próximo (profesores también al fin y al cabo), se exponen y evalúan los unos a los otros, una y otra vez, a través de un sinfín de tribunales de acceso y promoción, comités editoriales, encuentros científicos, agencias de financiación de la investigación, comisiones de adjudicación de ayudas varias, índices de impacto bibliográfico, etc.; además, cuentan con el feedback y las recompensas de un medio-mercado interno (invitaciones a conferencias, seminarios, tribunales doctorales, etc., que son la ocasión de expresarse su mutua admiración, real o ficticia) y un medio-mercado externo (la difusión o extensión universitarias, la aparición en medios, la venta o la simple publicación y distribución gratuita de libros, los contratos de investigación o asesoría con terceros…, que se mide en dinero o en audiencia); todo, dicho sea de paso, menos la docencia, que apenas comienza a ser evaluada de manera tentativa.

Para el profesorado no universitario no existe nada parecido. La carrera docente es prácticamente plana, muy parecida de principio a fin (lo cual la hace muy atractiva al inicio pero vacía de incentivos y recompensas el largo recorrido), y básicamente burocratizada y reducida a la antigüedad. Los resultados son cada vez más objeto de escrutinio externo (pruebas objetivas, estadísticas de logro, evaluaciones de diagnóstico), pero fieramente rechazadas por las organizaciones del sector. En el claustro de cada centro, cualquier iniciativa de mejora o innovación de un profesor tiene tantas o más probabilidades de ser mal recibida («nadie te lo va a agradecer», «te arriesgas a…», «querrán que todos…», «para lo que nos pagan…», etc.) como de serlo bien. Las profesiones funcionarizadas o semifuncionarizadas (entre las cuales el profesorado de la escuela pública y de la privada) lograron hace mucho, a igual trabajo, igual salario (dentro de cada sector, por ejemplo, entre ambos sexos, entre titulaciones y, aquí, con poco impacto de la antigüedad y ninguno de la calidad); ahora se enfrentan al de conseguir, a igual salario, igual trabajo.

 

La consecuencia de todo esto puede ser una experiencia muy frustrante para el profesional que realmente intenta hacer algo: nulos o escasos efectos profesionales, un público agradecido pero mejor que no se vea demasiado y unos colegas que miran hacia otro lado o que incluso miran mal. Lo que a menudo le falta al profesor es el reconocimiento individual de sus colegas y el reconocimiento colectivo de su profesión. Cuando menos, resulta muy frustrante, para quien pone más y mejor empeño, ver que quienes no ponen ninguno evitan todo riesgo y reciben el mismo trato.    Por eso es tan importante fomentar los procesos de iniciación, la transparencia de las prácticas, la publicidad de los resultados, las recompensas simbólicas. Soy de la opinión, en particular, de que no son los incentivos económicos (aunque a nadie le disgusten –a mí tampoco), sino los incentivos morales, los que pueden elevar la moral del profesorado. No sólo de pan vive el profesor.

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