Literatura, subjetividad y estudios culturales

En los debates que siguieron a la diseminación de los estudios culturales en el ámbito anglosajón, y a la extensión de estos al campo del latinoamericanismo internacional, el tema de la subjetividad ha estado presente, aunque con frecuencia camuflado bajo reclamos de distinta índole.

En muchos casos, esos reclamos se presentaron bajo la forma de interrogantes acerca del lugar que los estudios literarios mantendrían dentro de la nueva distribución de saberes. La articulación literatura/subjetividad, mediada por el dispositivo ambiguo y desfasado del valor estético, se enfrentó desventajosamente a los nuevos modelos de interpretación cultural y a los debates acerca del impacto de las distintas prácticas simbólicas en formaciones sociales singulares, pero cada vez más determinadas por la presión de mercados globalizados en los que la teoría circula como un bien de consumo de elites intelectuales transnacionalizadas.

La innegable descentralización de la literatura con respecto al conjunto de discursos y prácticas que pasaron a ocupar el primer plano de la textualidad cultural, fue interpretada en general como el desplazamiento de aquella forma familiar y especializada de exploración epistemológica la crítica y la teoría literaria– ligadas fuertemente a la distribución disciplinaria neopositivista y a la jerarquización de prácticas culturales que comenzó a hacer crisis, sobre todo, a partir de los años ochenta.

Entendida como espacio privilegiado de expresión de la individualidad burguesa y como conjunto de estrategias de formalización identitaria, sobre todo para los sectores dominantes de productores y receptores culturales, la literatura pareció llevar consigo en su supuesta caída cuestiones inherentes a la formación y (auto)representación de sujetos colectivos, así como problemas vinculados a la articulación entre individualidad y colectividad, o entre particularismo y universalismo, entendidos como polos de la dinámica social.

Los ataques radicales al discurso letrado contribuyeron a fortalecer la falsa oposición entre las diversas formas de conocimiento pertenecientes a distintos estratos y sistemas culturales, y a sugerir la solidez y homogeneidad del discurso hegemónico, que la matriz letrada contribuiría a perpetuar. Identificada con las ideas de individualismo, interioridad, espacio privado y hedonismo burgués, la noción de subjetividad –y, junto a ella, la pregunta por el destino de los estudios literarios– mantuvo una porfiada y poco productiva vigencia. Algunos concluyeron que se trataba de un resabio –un residuo– belleletrista (¿arielista?) que los embates de la izquierda de los setenta no habrían logrado desvanecer, y que pasada la turbulencia revolucionaria, la subjetividad y los estudios literarios volvían por sus fueros, intentando asegurarse un espacio en el ambiguo panorama ideológico del culturalismo posmoderno, que negocia adecuadamente –hay que reconocerlo– tanto con el mercado neoliberal como con la institucionalidad académica.

Algunos embates particulares, como el de Beatriz Sarlo, por ejemplo, no dieron resultado positivo, quizá por que la pregunta inicial (“¿qué vuelve a un discurso socialmente significativo?”) no encontró en su propio artículo respuesta convincente, y el reclamo final (no dejar a la burguesía conservadora el placer y monopolio de lo estético), al no partir de un análisis afinado de los procesos que anteceden a la actual compartimentación del conocimiento, trasmitía un revanchismo sectorial de poco peso en la actual situación política y social de América Latina.

Pero quizá lo menos eficaz haya sido su apelación frankfurtiana a la autovalidación y ‘resistencia’ del texto literario, a esa cualidad innombrable, a ese ‘no sé qué’ que Sarlo no define, que hace permanecer a ciertos textos a través de la historia y reactivarse, cuando todo indicaría que han perdido sus funciones sociales.

Si la cuestión del valor nos mete un poco anacrónicamente en el espacio de una ética de la belleza a la que muchos de nosotros no tenemos intención de volver, la cuestión de la ‘resistencia’, la canonicidad, el clasicismo (¿el clasismo?) de los textos requiere sin duda un debate renovado, sin demagogias ni radicalismos, sobre bases que contemplen críticamente el escenario actual: el predominio del mensaje audiovisual en la cultura del nuevo siglo, la fecundidad transdisciplinaria, el vacío de una pedagogía nacionalista no reemplazado aún por ninguna estrategia de interpelación colectiva, el cambio en la función del intelectual y en las instituciones académicas y culturales, etc.

Pero el tema de la resistencia del texto literario nos introduce, al mismo tiempo, a otra cuestión que en el terreno cultural se vincula más bien a los estudios que han sido realizados en las últimas décadas sobre el tópico de la museofilia, o sea la necesidad de asegurar permanencia a ciertos productos o artefactos culturales a través de diversos rituales de sacralización que legitiman su preservación. Sarlo se pregunta: “¿qué es lo que vuelve a un discurso socialmente significativo?” y parece responderse, implícitamente, con la apelación a la cualidad autárquica de la literatura, que aseguraría la relevancia social de ciertos artefactos culturales a partir de su valor de uso en el nivel de los imaginarios, legitimando, entonces, su preservación y transmisibilidad cultural, y explicando, así mismo, su perdurabilidad histórica.

Cabría preguntarse, en tiempos de neoliberalismo y globalización, cómo se justifican y legitiman estas formas de preservación de saberes o productos autárquicos, en museos, historias y currícula literarios. Si en tiempos de fragmentación social, codificación cultural, relativismo ideológico, simulacro creativo, la vuelta a ciertos textos ya canonizados, y la continuidad de ese proceso de canonización, sigue teniendo sentido para preservar qué saberes y capturar qué experiencias sociales, qué negociaciones simbólicas, qué prácticas hermenéuticas y sobre todo, quizá, qué memorias.

Creo que la aproximación a una respuesta a estas cuestiones viene por el lado, justamente, de ese valor de uso y del modo en que estemos dispuestos a reformular la praxis cultural de la lectura, de cuántos nuevos continentes creemos haber descubierto con los estudios culturales, y de qué es lo que pensamos hacer con el tema de la subjetividad.

La necesidad de objetos autárquicos en plena fugacidad posmoderna parece estar cumpliendo la función de marcar un afuera de la circulación permanente de la mercancía, así como la de mantener espacios simbólicos en los que la opacidad representacional admite la conflictividad de memorias múltiples, expone transposiciones simbólicas entre diversos sistemas y agendas culturales, y deja en evidencia la porosidad y mutabilidad de los imaginarios.

El desafío es, entonces, desprender de la literatura el valor de verdad que la cualidad autárquica que Sarlo parece reclamar lleva consigo, y admitir la posibilidad de que el texto literario funcione como cualquier otra trama o artefacto simbólico–cultural, no para fijar identidades sino para facilitar identificaciones.

Creo que en un salto no mayor que el que realizó la crítica literaria en su paso de la semiótica a la socio–historia, el desafío de los nuevos tiempos exige una revalorización del discurso literario como una de las formas simbólicas y representacionales que se interconectan en la trama social, sin llegar a adjudicarle por eso un privilegio epistemológico –ni a ella ni a las otras formas representacionales que serán, a su vez, opacas, ideológicas, contradictorias, polivalentes.

Esto, aunque más no sea para observar el modo en que se negocia el poder en el nivel de lo simbólico, y las maneras en que lo social –ese flujo de prácticas comunitarias, poco visibles y aún no institucionalizadas, que Benjamín Arditi oponía a la sociedad– empuja, atraviesa, coloniza, los modelos representacionales e interpretativos más establecidos o, en otras palabras, cómo esos flujos e impulsos nomádicos finalmente ‘corrompen’ y transforman la episteme de la modernidad.

En todo caso, creo que queda claro que no me interesa articular aquí una ‘elegía por el canon’ a lo Bloom ni por los estudios literarios que gozan, a mi criterio, y a pesar de todo, de buena salud. Pero creo que hemos entrado al debate necesario sobre la vigencia y reformulación de la crítica literaria por una puerta falsa. Quiero sugerir que algunos de los términos aportados por Felix Guattari para un nueva reflexión sobre el tema de la subjetividad pueden servir de punto de partida para estas discusiones.

Guattari se preguntaba si, a pesar de la lección dejada por la negligencia del marxismo, que excluyó el problema de la subjetividad de sus análisis sociales, el progresismo de los estudios culturales repetiría el error. Ante el fracaso de la representación universalista de la subjetividad encarnada por el colonialismo capitalista de Oriente y Occidente, y cancelada la posibilidad histórica de una subjetividad proletaria que actuara como una ‘máquina de guerra’ capaz de reducir a la identidad de clase las agendas étnicas, sexuales, genéricas, religiosas, etc.

Afirmando la idea de una subjetividad siempre plural y polifónica, su propuesta apunta a la exploración de los elementos subjetivos que actúan como impulso poco visible pero siempre presente de los movimientos sociales, ligados ya a dinámicas emancipadoras ya a reacciones de tipo conservador (arcaísmos sociales, fundamentalismos religiosos, resurgimientos regionalistas, etc.). El estudio de pulsiones, deseos, sentimientos que impulsan, en un lugar y en un tiempo determinados la movilización social ha encontrado a través de la historia un registro en la literatura, tanto como en otras modalidades de performance social, donde el imaginario y las interacciones comunitarias se materializan en el nivel de lo simbólico, ficticio, utópico o alegórico, impregnando la trama cultural en diferentes grados y a través de diversas modalidades.

Oralidad y escritura, discurso letrado y espacio electrónico, mensajes visuales, auditivos y escritos, han dejado de ser compartimientos estancos y lugares marcados de formas culturales definitivamente enfrentadas en la trama social. Asimismo, las negociaciones entre las diversas formas de expresión y producción cultural y los poderes existentes a distintos niveles (nacional, familiar, regional, global, comunitario) han superado las adscripciones fijas de contenidos ideológicos y la Verdad no está ya, definitivamente, afortunadamente, en ninguna parte, en ningún aura, en ningún medio, constructo o artefacto cultural singular y apriorísticamente designado, sino que recorre más bien, evasiva y multiforme, las interacciones, negociaciones, interpelaciones que forman lo social.

Excluir a la literatura de tales transposiciones y negociaciones simbólicas sería tan absurdo, innecesario y autoritario como desterrar al comandante Marcos del internet; echar a los poetas de la nueva república de los estudios culturales, sería impensable –o casi– como estrategia teórica. Exigir a la literatura una visa especial para atravesar las fronteras inter o transdisciplinarias sería una medida vergonzante en un mundo integrado. Creo, entonces, que la literatura tiene un sitio asegurado en los nuevos intercambios teóricos y en las metodologías que se están ensayando como recursos y procedimientos para leer la cultura.

El problema es, entonces, cómo interrogaremos al texto literario desde un nuevo horizonte teórico, y cómo integraremos las respuestas que vayamos obteniendo en una epistemología quizá posestética, pero sospecho que no posideológica. No he roto aquí una lanza en defensa de la literatura, porque podría necesitarla para defender esta misma ponencia. Solo he intentado acercar algunas reflexiones al debate, tal como me han solicitado mis colegas ecuatorianos

Fuente:

http://www.flacsoandes.edu.ec/libros/digital/40228.pdf

Fuente Imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/8AXbhrWgw8ud6rkvxrnHm2hek1dMn8qLxBD0i-57bAMM1ksJy_7pyo7xjYGA49rZZ8s18-Y=s85

 

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Teorías en debate «Teorías sin disciplina «

América del Sur/Uruguay/Octubre 2016/Mabel Moraña/http://www.ensayistas.org/

«EL BOOM DEL SUBALTERNO»

Mabel Moraña

La invitación a reflexionar sobre la cultura latinoamericana «más allá de la hibridez» propone la tarea de desafiar los límites de un concepto que hasta hace poco tiempo se presentaba como incuestionablemente operativo para la captación de una cualidad distintiva y definitoria de la historia latinoamericana, marcada desde sus orígenes occidentales por la violencia de la apropiación colonial. En estas páginas quiero referirme a las relaciones entre hibridez y subalternidad, y particularmente a las implicancias de la apropiación de ambos conceptos en el espacio teórico del Latinoamericanismo internacional, es decir, a las elaboraciones desde y sobre América Latina, en relación con la creación de ese Tercer Espacio de que habla Homi Bhabha para referirse al lugar contradictorio y ambivalente desde el que se enuncia, se discrimina y se interpreta un campo cultural.

Desde la década de los años sesenta, los latinoamericanos asumimos que el concepto de hibridez captaba el rasgo más saliente de la experiencia cotidiana y de la producción cultural en formaciones sociales que desde la colonia a nuestros días han debido negociar su existencia a partir del entrecruzamiento de proyectos y agendas que definíamos en términos de lo propio y lo foráneo, aunque los intercambios entre uno y otro nivel implicaran la comprensión de complejos procesos de representación simbólica y la implementación de estrategias interpretativas que nos permitían, como hace mucho advirtiera Althusser, complementar nuestra ignorancia con el trasiego interdisciplinario. La noción de hibridez era utilizada de manera «plana», como sinónimo de sincretismo, cruce o intercambio cultural, y como forma de contrarrestar la ideología colonialista que desde el Descubrimiento aplicara, con pocas variaciones, el principio de «un dios, un rey, una lengua», como fórmula de sojuzgamiento político y homogeneización cultural. En la década de los años sesenta, los trabajos de Cornejo Polar formalizan en torno al concepto de heterogeneidad un campo semántico que incluía y superaba el nivel descriptivo que estaba implícito en la noción de hibridez. Sus estudios sobre el área andina rescatan la existencia de sistemas culturales diferenciados que revela a la nación como totalidad contradictoria y fragmentada, atravesada por formas comunicacionales, modos de producción económica y cultural y agendas políticas que contradicen la utopía liberal de la unficación nacionalista. En la misma década, el concepto de transculturación extendido por Rama desde el campo de la antropología al de la crítica literaria vuelve a explorar el tema de la transitividad cultural como intento por comprender, en el contexto de las políticas desarrollistas, el lugar y función del intelectual y las posibilidades y riesgos de cooptación de éste por parte de los proyectos e instituciones del Estado, en el contexto de la modernidad.

Con la microsociología de García Canclini la hibridez vuelve por sus fueros, como cualidad central de un proceso de transnacionalización cultural e intercambios sistémicos que reemplaza el esencialismo identitario con la mitificación del mercado como espacio de conciliación civil, donde el valor de cambio de los bienes culturales incorpora una nueva dinámica social e ideológica sobre la base de la reconversión cultural y la democratización por el consumo. En el contexto de la globalización, la hibridez es entonces el dispositivo que incorpora el particularismo a la nueva universalidad del capitalismo transnacionalizado. Más que como concepto reivindicativo de la diferencia, la hibridez aparece en Canclini como fórmula de conciliación y negociación ideológica entre los grandes centros del capitalismo mundial, los Estados nacionales y los distintos sectores que componen la sociedad civil en América Latina, cada uno desde su determinada adscripción económica y cultural.

Hasta aquí, la crítica latinoamericana utiliza la noción de hibridez para una crítica «desde adentro» de la modernidad y del nacionalismo liberal, como superación de los esquemas dependentistas y las dicotomías que oponían cultura popular/alta cultura, elementos vernáculos y foráneos, centro/periferia. Sin haber efectuado un cambio epistemológico radical, la noción de hibridez incorporó cierta fluidez culturalista en los análisis de clases. Permitió, por ejemplo, inscribir en el mapa político latinoamericano la topografía de la diversidad étnica, linguística, genérica, desafiando sólo relativamente los límites de una cartografía impuesta desde afuera, con los instrumentos que el imperialismo ha usado siempre para marcar el territorio, establecer sus fronteras y definir las rutas de acceso al corazón de las colonias. En este sentido, más que como ideologema que se sitúa en el intersticio de los discursos y proyectos hegemónicos, la noción de hibridez pareció abrir para Latinoamerica un espacio alternativo descentrando los parámetros del gusto, el valor, y la pragmática burguesa, y anunciando en la narrativa cultural del continente el protagonismo de un personaje colectivo largamente elaborado, desde todos los frentes culturales y políticos: la masa, el pueblo, la ciudadanía, el subalterno, antes representado vicaria y parcialmente en la épica de los movimientos de resistencia antiimperialista y de liberación nacional, pero ahora incorporado por derecho propio a la performance de la posmodernidad.

Con el fin de la Guerra Fría, la crisis del socialismo de estado y el consecuente debilitamiento del pensamiento marxista como parámetro para contrarrestar la implementación del neoliberalismo y los efectos de la globalización capitalista, se producen dos fenómenos fundamentales para la teorización latinoamericanista a nivel internacional: primero, la necesidad de refundamentar la centralidad de los espacios y discursos que definen el lugar y función de América Latina a nivel internacional. Segundo: la urgencia por redefinir las formas de agencia política en el sub-continente, y el correlativo problema de la representación de una alteridad capaz de subvertir el nuevo orden (la nueva hegemonía) de la posmodernidad. No es de extrañar que, por este camino, la noción de hibridez se haya visto potenciada por lecturas «centrales» que le adjudican una cualidad interpelativa creciente, una especie de «valor agregado» que permite reconstruir la imagen de América Latina dentro del campo de influencia teórica del occidentalismo finisecular. No es tampoco casual que esta apropiación del concepto coincida con el tema de la agencia política, los debates en torno a la función del intelectual en el contexto de la globalidad, la redefinición de las fronteras disciplinarias y las reflexiones acerca de la ética de la representación cultural.

Particularmente en los Estados Unidos, la noción de hibridez se articula tanto al pensamiento poscolonial como a la ideología de las minorías y a la que Bhabha llama con razón la «anodina noción liberal de multiculturalismo», inscribiéndose en un debate transdisciplinario que costruye a América Latina, otra vez, como objeto de representación, como imagen que verifica la existencia y función del ojo que la mira. En este contexto, la hibridez ha pasado a convertirse en uno de los ideologemas del pensamiento poscolonial, marcando el espacio de la periferia con la perspectiva de un neoexotismo crítico que mantiene a América Latina en el lugar del otro, un lugar preteórico, calibanesco y marginal, con respecto a los discursos metropolitanos. La hibridez facilita, de esta manera, una seudointegración de lo latinoamericano a un aparato teórico creado para otras realidades histórico-culturales, proveyendo la ilusión de un rescate de la especificidad tercermundista que no supera, en muchos casos, los lugares comunes de la crítica sesentista.

Para dar un ejemplo, en The Post-Colonial Studies Reader editado por Bill Ashcroft, Gareth Griffiths y Helen Tiffin (Routledge, 1995), uno de los textos más usados para la difusión académica de la teorización potcolonial, América Latina aparece representada justamente a partir de la puerta que abre la noción de hibridez, la cual titula uno de los apartados de esta antología crítica. Pero incluso en esa mínima inclusión, se rescata solamente la fórmula de lo real maravilloso, como intento por demostrar cómo el pensamiento postcolonial integra en sus nuevos productos culturales (en los procesos de creolización, por ejemplo) las formas del pasado, sin renunciar a las bases epistemológicas desde las que se construía la alteridad desde el horizonte desarrollista de la modernidad. Spivak y Said también se han referido a la hibridez latinoamericana ligándola a la obra de Carpentier, García Márquez y otros representantes del «boom», instrumentando así la inscripción de la cuestión latinoamericana en el contexto teórico del poscolonialismo. Nueva demostración de que América Latina no se repuso nunca del realismo mágico, que proporcionara en medio de las luchas por la liberación y la resistencia antiimperialista de los ’60 la imagen exportable de una hibridez neocolonial gozosa y sólo moderadamente desafiante, capaz de captar brillantemente la imaginación occidental y cotizarse en los mercados internacionales, incluyendo la academia sueca.

A todo esto, en el contexto de este proceso de negociaciones y apropiaciones teóricas, y ante el quiebre ideológico que registra la modernidad, ¿dónde reside la agencia cultural, y cómo devolver a un panorama marcado por el descaecimiento de las grandes narrativas, los pequeños relatos sectoriales, las reivindicaciones, levantamientos y agendas de grupos que resisten el control de un poder transnacionalizado desde posiciones que rebasan, sin superarlo, el verticalismo de clases? ¿Cómo entender la heterogeneidad desde el fragmentarismo de los centros que se enfrentan al desafío de proponer las bases ideológicas para una nueva hegemonía postcolonial, postoccidental, posthistórica? ¿Desde qué posiciones reinstaurar el nivel de lo político, en análisis marcados por un culturalismo sin precedentes? ¿Cómo redefinir las relaciones Norte/Sur y el lugar ideológico desde donde se piensa y se contruye América Latina como el espacio irrenunciable de una otredad sin la cual el «yo» que habla (que puede hablar, como indicaba Spivak) se des-centra, se des-estabiliza epistemológica y políticamente? ¿Cómo arbitrar la entrada a la postmodernidad de formaciones sociales que viven aún una (pre)modernidad híbrida, donde se enquistan enclaves neofeudales, dependientes, patriarcales, autoritarios, donde sobrevive la tortura y el colonialismo interno, la impunidad política, la explotación, la marginalidad? ¿Cómo re-establecer el papel del intelectual, su mesianismo irrenunciable, su mediación privilegiada, desde una crítica de la nación, del centralismo estatal y metropolitano, de la escritura, como violencia de las élites? Finalmente, ¿desde qué autoridad (autoría, autorización) reivindicar el programa de una nueva izquierda letrada, entronizada en la academia, en las fundaciones de apoyo a la cultura, en la tecnocracia de un humanismo postmoderno, sin dar la espalda a los derechos humanos, las clases sumergidas, y a la esperanza de una integración real, de igual a igual, entre las regiones globalizadas?

Creo que queda claro que estas preguntas intentan sugerir al menos dos problemas vinculados con la centralidad de los discursos. El primero, relacionado a la necesidad de repensar el papel que jugarán en la etapa actual los espacios que se identifican, por su mismo grado de desarrollo interno y de influencia internacional, con el programa de la postmodernidad. Segundo, qué papel corresponderá en este proceso de rearticulaciones político-ideológicas a la intelligentsia central y periférica en su función de interpretar los nuevos movimientos sociales. A pesar de que la teorización de la globalidad incorpora sin duda nuevos parámetros al problema de la representación latinoamericana, muchos aspectos de la problemática actual crean un dejá vu que vale la pena analizar. Para la etapa que se abre a comienzos del siglo XX, Angel Rama caracterizaba el surgimiento de un «pensamiento crítico opositor», con conceptos que podrían sostenerse, casi intactos, para explicar la coyuntura actual. Para aquel contexto, Rama indicaba que la fuerza del intelectual opositor residía en su capacidad de definir la siguiente agenda: «constituir una doctrina de regeneración social que habrá de ser idealista, emocionalista y espiritualista; desarrollar un discurso crítico altamente denigrativo de la modernización, ignorando las contribuciones de ésta a su propia emergencia; encarar el asalto a la ciudad letrada para reemplazar a sus miembros y parcialmente su orientación, aunque no su funcionamiento jerárquico» (Rama 1984: 128).

La construcción de la nueva versión postmoderna de América Latina elaborada desde los centros responde en gran medida a esos mismos propósitos: hacer de América Latina un constructo que confirme la centralidad y el vanguardismo teórico globalizante de quienes la interpretan y aspiran a representarla discursivamente. La noción de subalternidad toma vuelo en la última década principalmente como consecuencia de este movimiento de recentralización epistemológica que se origina en los cambios sociales que incluyen el debilitamiento del modelo marxista a nivel histórico y teórico. Mientras los sectores marginados y explotados pierden voz y representatividad política, afluye el rostro multifacético del indio, la mujer, el campesino, el «lumpen», el vagabundo, el cual entrega en música, videos, testimonios, novelas, etc. una imagen que penetra rápidamente el mercado internacional, dando lugar no sólo a la comercialización de este producto cultural desde los centros internacionales, sino también a su trasiego teórico que intenta totalizar la empiria híbrida latinoamericana con conceptos y principios niveladores y universalizantes.

Cuando hago referencia al «boom del subalterno» me refiero al fenómeno de diseminación ideológica de una categoría englobante, esencializante y homogenizadora por la cual se intenta abarcar a todos aquellos sectores subordinados a los discursos y praxis del poder. Entiendo que se trata de una categoría relacional y «migrante», que se define en términos situacionales y que trata de escapar a todo riesgo de sustancialismo ahistórico y a todo marco de estricto verticalismo teórico. Sin embargo, ¿qué nos entrega de nuevo este concepto? ¿Dónde coloca al «otro» y desde qué sistemas de control ideológico se legitima esa reubicación? El concepto de subalternidad no es nuevo en el imaginario latinoamericano. En el discurso de los libertadores -discurso «autorizado» por la legitimidad de la praxis política- el término aparece incluido para hacer referencia a los desposeídos y marginalizados por el régimen colonial, pero la connotación denigratoria del término impide utilizarlo como interpelación de los vastos sectores a los cuales debe abarcar el utopismo de la emancipación. En las teorizaciones actuales el concepto de subalternidad se vuelve a potenciar a partir de la elaboración gramsciana, en la cual el marxista italiano hace referencia a los estratos populares que ante la unidad histórica de las clases dirigentes, se hacen presentes a través de una activación episódica, presentándose como un nivel disgregado y discontinuo con grados variables y negociados de adhesión a los discursos y praxis hegemónicos. La elaboración actual del concepto violenta, de algún modo, esa disgregación, convirtiendo la subalternidad en una narrativa globalizante, sustituyendo el activismo político que fundamentaba los textos incluidos en los Cuadernos de la cárcel por un ejercicio intelectual desde el que puede leerse, más que el relato de las estrategias de resistencia de los dominados del Sur, la historia de la hegemonía representacional del Norte, en su nueva etapa de rearticulación postcolonial.

Con la expresión el «boom del subalterno» intento poner en articulación tres niveles: Primero, lo de «boom» hace alusión al montaje ideológico-conceptual que promueve la subalternidad como parte de una agenda exterior, vinculada a un mercado donde aquella noción se afirma como un valor de uso e intercambio ideológico y como marca de un producto que se incorpora, a través de diversas estrategias de promoción y reproducción ideológica, al consumo cultural globalizado. En un segundo nivel, la expresión se refiere al modo en que las relaciones de subordinación (explotación, sujeción, marginación, dependencia) político-social se transforman en campo de conocimiento, o sea se re-producen como objeto de interpretación y espacio de poder representacional. En un tercer nivel, la expresión se refiere al modo en que ese objeto de conocimiento es elaborado (tematizado) desde una determinada posición de discurso o lugar de enunciación: la academia, los centros culturales y fundaciones a nivel internacional, la «vanguardia» ideológica, donde la misma ubicación jerárquica del emisor parece eximirlo de la necesidad de legitimar el lugar desde donde se habla.

Me atrevería a decir que para el sujeto latinoamericano, que a lo largo de su historia fuera sucesivamente conquistado, colonizado, emancipado, civilizado, modernizado, europeizado, desarrollado, concientizado, desdemocratizado (y, con toda impunidad, redemocratizado), y ahora globalizado y subalternizado por discursos que prometieron, cada uno en su contexto, la liberación de su alma, la etapa presente podría ser interpretada como el modo en que la izquierda que perdió la revolución intenta recomponer su agenda, su misión histórica y su centralidad letrado-escrituraria buscando definir una nueva «otredad» para pasar, «desde fuera y desde arriba», de la representación a la representatividad. Y que ese mismo sujeto que fuera súbdito, ciudadano, «hombre nuevo», entra ahora a la épica neocolonial por la puerta falsa de una condición denigrante elevada al status de categoría teórica que, justamente ahora, en medio del vacío dejado por los proyectos de izquierda que están también ellos recomponiendo su programa, promete reivindicarlo discursivamente. Pero siempre podrá decirse que son las trampas de la alienación las que impiden a ese sujeto reconocer su imagen en las elaboraciones que lo objetivizan. Desde que la hibridez se convirtiera en materia rentable en discursos que intentan superar y reemplazar la ideología del «melting-pot» y el mestizaje con la del multiculturalismo y la diferencia, la cuestión latinoamericana pasó a integrar el pastiche de la postmodernidad. En las nuevas reelaboraciones sobre hibridez y subalternidad de alguna manera la historia se disuelve (en la medida en que aumenta la desconfianza en la historiografía burguesa) o aparece subsumida en la hermenéutica y el montaje culturalista, y la heterogeneidad se convierte, paradójicamente, en una categoría niveladora que sacrifica el particularismo empírico a la necesidad de coherencia y homogeneización teórica.

Sobrevive, entonces, en este panorama de influjos transdisciplinarios y transnacionalizados, lo que hace bastante tiempo señalaba Jean Franco, entre otros, con respecto a la posición de América Latina en el mapa gnoseológico de la crítica cultural. Franco indicaba los efectos y peligros de la dominación teórica ejercida desde centros de poder económico y cultural situados en las grandes metrópolis del capitalismo neoliberal, desde las cuales se asumía la necesidad de teorizar no sólosobre y para América Latina sino por la totalidad de un continente al que se asumía como incapaz aún de producir sus propios parámetros de conocimiento. La supuesta virginidad de América, que la presentara desde la conquista como la página en blanco donde debía inscribirse la historia de Occidente, hizo del mundo americano un mundo «otro», un lugar del deseo situado en la alteridad que le asignaran los sucesivos imperios que lo apropiaron económica, política y culturalmente, con distintas estrategias y grados, a lo largo de un devenir enajenado de su propia memoria y noción del origen, a no ser aquel que le asignaran las agendas imperiales de la hora. Localizada teóricamente como «sub-continente», mundo Tercero, «patio de atrás» de los Estados Unidos, conjunto de naciones «jóvenes» que habían llegado tarde al banquete de la modernidad, países suspendidos en el proceso siempre incierto de satisfacer un modelo exterior, sociedad no realizada (siempre en vías de), Latinoamérica sigue siendo aún, para muchos, un espacio preteórico, virginal, sin Historia (en el sentido hegeliano), lugar de la sub-alteridad que se abre a la voracidad teórica tanto como a la apropiación económica. Sigue siendo vista, en este sentido, como exportadora de materias primas para el conocimiento e importadora de paradigmas manufacturados a sus expensas en los centros que se enriquecen con los productos que colocan en los mismos mercados que los abastecen.

En resumen, hibridez y subalternidad son, en este momento, más que conceptos productivos para una comprensión más profunda y descolonizada de América Latina, nociones claves para la comprensión de las relaciones Norte/Sur y para la refundamentación del «privilegio epistemológico» que ciertos lugares de enunciación siguen manteniendo en el contexto de la globalidad. Plantean, entre otras cosas, la pregunta acerca de la posición que se asigna a América Latina como constructo de la postmodernidad que, al definirla como espacio de observación y representación cultural, como laboratorio para las nuevas hermenéuticas neoliberales y como parte de la agenda de una nueva izquierda en busca de su voz y su misión histórica, refuerza la centralidad y predominio de una intelectualidad tecnocratizada que se propone como vanguardia de/en la globalidad. El binomio hibridez/subalternidad hace pensar en otras dos nociones: sub-identidad/sub-alteridad, y en los nuevos fundamentalismos a los que esas ideas pueden conducirnos. Finalmente, ambas nociones entregan a la reflexión teórica, nuevamente la problemática de la nación en tanto «aldea global» (conjunto conflictivo de regiones, espacios culturales y proyectos político-ideológicos) desde donde puede ejercerse la resistencia a nuevas formas de colonización cultural y de hegemonía -y, no hay por qué dudarlo, de marginación, autoritarismo y explotación colonialista- que se sumarán en esta nueva etapa a las nunca superadas estrategias excluyentes de la modernidad.

BIBLIOGRAFÍA

  • Ashcroft, Bill / Griffiths, Gareth / Tiffin, Hellen The Post-Colonial Studies Reader. London: Routledge 1995.
  • Rama, Angel. La ciudad letrada. Hanover: Ediciones del Norte 1984.

[Fuente: Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta, editores. Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate).México: Miguel Ángel Porrúa, 1998.]

Fuente:

http://www.ensayistas.org/critica/teoria/castro/Mabel.htm

Fuente imagen

https://lh3.googleusercontent.com/WOXMsyxVczAlBit-H9_ccFNzVm4fs2Hh588w1E5jDDImQ2ATk5mXHQc6_WA2rvmPMGk52g=s85

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Viajes al silencio : exploraciones discurso al barroco

América del Sur/Uruguay/Octubre 2016/Mabel Moraaña/http://www.cervantesvirtual.com/

Los ensayos que componen este volumen no constituyen una indagación puramente hermenéutica ni meramente historiográfica en los intrincados discursos que integran el corpus más o menos definido de la literatura barroca hispanoamericana. En ambas direcciones la crítica ha avanzado considerablemente en las últimas décadas, en las que se ha asistido a una recuperación notoria de la cultura virreinal en su totalidad, y en particular de los textos que exponen con mayor evidencia la presencia de paradigmas y modelos metropolitanos en las formaciones sociales de ultramar.

La investigación ha sido especialmente fructífera en la recuperación de textos, autores y formas discursivas que no integraban hasta ahora el repertorio monumentalizado de las letras coloniales, particularmente en el siglo XVII, marcado por la consolidación institucional del Imperio en América y por la diseminación del aparato estéticoideológico de la Contrarreforma en las colonias españolas.

La exploración de archivos ha entregado un inmenso conjunto de manifestaciones culturales y prácticas escriturarias a la consideración académica, y ha dado a conocer una enorme cantidad de aspectos hasta ahora ocultos y hasta insospechados de la dinámica cultural de ese periodo crucial de la historia americana. Por otro lado, la relectura de textos a partir de teorías postestructuralistas ha echado nueva luz sobre autores y obras que se proyectan ahora, con un nuevo impulso, sobre la problemática latinoamericana en su totalidad y, particularmente, sobre muchos debates y replanteos de especial relevancia en nuestro fin de siglo.

Pero quizá el logro más notorio en los estudios coloniales ha sido el cambio de perspectiva crítico-ideológica a partir del cual se ha venido  —12→   enfocando el análisis de los textos y la cultura americana en el periodo colonial. Las manifestaciones culturales de la Colonia han logrado vencer la visión eurocéntrica que se concentró durante tanto tiempo en la verificación de los mecanismos transculturadores que señalaban los grados y niveles de reproducción de discursos hegemónicos en América.

En muchos casos tales análisis coincidían en la valoración explícita o implícita de la cultura colonial como versión degradada de los paradigmas del dominador, a los que el dominado sólo podía acceder a partir de un proceso de asimilación o mimesis, condicionado fuertemente por sus desventajosas condiciones de producción cultural. Al mundo colonial se concedía, desde esta perspectiva, apenas el dudoso privilegio de haber constituido un espacio supuestamente virginal, en el que los poderes europeos habrían logrado inscribir, en un largo y violento proceso de aculturación y conquista intelectual, la verdad revelada, la lengua imperial y los principios epistemológicos prestigiados por la tradición occidental, reproducidos en las colonias gracias a la superioridad militar y económica de los centros europeos.

En La ciudad letrada, que tanto ha contribuido a potenciar la comprensión de las condiciones de producción cultural en América desde la Colonia a nuestros días, Ángel Rama retoma cautamente aquellos postulados al proponer que el mundo colonial fue el vasto espacio de experimentación y aplicación sistemática del «saber barroco», donde los rígidos principios racionalizadores e interpretativos del Imperio se oponen a la imaginación y al particularismo del Nuevo Mundo.

De la dialéctica que se plantea entre ambas concepciones del mundo surgirán en América praxis diferenciadas de interpretación y representación cultural, elaboradas a partir de una subjetividad colectiva que va definiendo sobre la marcha nuevas agendas, a veces mimetizadas, a veces antagónicas, con respecto al Poder. Serán justamente la imaginación y el particularismo americanos los factores que constituirán, por su misma especificidad, el desafío más importante a los modelos europeos, ya que a partir de aquéllos se realiza la impugnación sistemática de los universales en que se apoya la conquista   —13→   espiritual del Nuevo Mundo y su colonización ideológica, proponiendo en su lugar un saber «otro», subalterno pero cargado de un valor crecientemente alternativo y fundacional.

La violencia del signo sobre la empírea, de la letra sobre la oralidad, del centralismo logocéntrico institucionalizado y autolegitimado sobre la profusión cultural multiétnica y multicultural del mundo sometido por la Conquista no se inaugura, sin embargo, con la constitución de la ciudad letrada como espacio simbólico de aplicación y reproducción de paradigmas metropolitanos. Pero sí se consolida y monumentaliza desde la base urbana, diseminando las claves y mensajes del Poder dominante en todos los estratos de la sociedad colonial.

Sin embargo, no debe dejarse de lado que la ciudad articula y centraliza una totalidad mayor que se extiende más allá de las murallas que delimitan hacia afuera un territorio que se mantiene irreductible a la homogeneización -periferia del margen, si se quiere, o centro de su propio sistema- el cual sostiene como principios de supervivencia la resistencia y la «otredad» productiva.

A su vez, hacia adentro del perímetro amurallado, la ciudad es también heterogénea y conflictiva, aunque en ella los principios de orden pudieran aplicarse con mayor eficacia y rigurosidad que en las extensiones insumisas que la rodeaban. Espacio atrincherado, defendido hacia afuera y hacia adentro, el centro urbanizado es entonces el espacio en el que se dirime la ilusión de un universalismo utópico puesto constantemente a prueba por la materialidad irreducta de un mundo «otro» que pugna por definir su propio imaginario.

En efecto, si la ciudad virreinal opera como enclave y frontera, definiendo material y simbólicamente los parámetros desde los que se gestionaría la entrada de América en la modernidad eurocentrista, en su interior se dirimen también no sólo luchas por el poder político y cultural sino también por el predominio interpretativo y representacional. Las batallas discursivas, el entrelazamiento de visiones y versiones que registran la actuación y proyectos de diversos sectores de la sociedad de la época, así como las estrategias a través de las cuales los actores del periodo colonial definen e implementan sus agendas en el contexto de la dominación imperial,   —14→   revelan tanto la fuerza del aparato hegemónico sobre las formaciones sociales americanas como la tremenda dinámica que éstas despliegan para consolidar su identidad e ir definiendo un sujeto social multifacético y progresivamente diferenciado de los modelos metropolitanos.

Los estudios de las regulaciones que regían la vida monacal, los análisis de la discursividad forense y las prácticas inquisitoriales, la revaloración de las formas y grados de supervivencia de culturas prehispánicas en el seno de la dominación imperial, la valoración del alcance y función de la oralidad y de las modalidades que asume la cultura popular en el periodo colonial, así como la reconstrucción de tantos otros aspectos vinculados a la cotidianidad americana, principalmente en los grandes conglomerados urbanos que componían la sociedad criolla, permiten hoy una visión mucho más completa de las etapas prenacionales, pero asimismo una mayor conciencia de la conflictividad en que se debatieron los actores sociales y los productores culturales en el escenario de la ciudad barroca.

La cultura barroca es entonces, en ese sentido, mucho más que el modelo que reproduce en ultramar, en versiones subalternas, los principios de orden y los mecanismos de celebración del Estado imperial. Debe ser vista, a mi entender, como un paradigma dinámico y mutante, permeable no sólo a los influjos que incorpora la materialidad americana sino vulnerable también a los efectos de las prácticas de apropiación y producción cultural del letrado criollo, que redefine el alcance y funcionalidad de los modelos recibidos de acuerdo con sus propias urgencias y conflictos.

Lo que en otra parte he llamado «la cuestión del Barroco» presenta así problemas específicos para la interpretación de dicho periodo. Tanto en su formulación colonial como en las apropiaciones posteriores de la estética barroca aflora principalmente el problema de su funcionalidad ideológica, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la consolidación y ascenso de la sociedad criolla y con la consecuente formulación de una discursividad que legitimara la hegemonía de ese nuevo sector en el proceso que se abre a la modernidad.

En esta dirección, el papel del letrado es crucial para la comprensión no sólo del protagonismo que asume el productor cultural en   —15→   el periodo de estabilización virreinal, sino de los discursos y estrategias que éste va elaborando en el proceso de registrar, interpretar y representar simbólicamente la materialidad de la Colonia. Sus discursos emergen como negociación ideológica entre las tradiciones recibidas -tanto la dominante como las sometidas por la conquista- y las pulsiones que irán modificándola. Su acción cultural es, principalmente, una praxis de gestión en la que se define como agente transculturador para quien la identidad se descubre y elabora desde la alteridad en un juego de espejos con frecuencia deformantes, de mímica, celebraciones y rechazos, festividad y tragedia, que transforma los actores sociales en sujetos, las prácticas letradas en praxis culturales cuya teleología va explicitándose paulatinamente.

La inserción del letrado en la dinámica político-social de la Colonia está marcada por una dualidad irreductible. Es el brazo ideológico del Poder y al mismo tiempo su combatiente más tenaz y beligerante. Apoyado en la legitimidad que le confiere la metrópolis ocupa, sin embargo, la periferia asediada del sujeto colonial, ejerciendo su marginalidad a veces como una condena inevitable a la subalternidad y el retardo cultural con respecto a los centros europeos, a veces como un privilegio epistemológico fundado justamente en la excentricidad y el particularismo que corresponde a su condición de sujeto emergente, que va descubriendo progresivamente su papel en la historia.

La práctica letrada no se libera nunca de los beneficios ni los requerimientos de esa posicionalidad bifronte, contradictoria y productiva. Habitar ese espacio intermedio entre hegemonía y subalternidad implica justamente poner a prueba el límite de manera constante, ocupar la frontera y hacer de ella, progresivamente, un centro «otro», construir una territorialidad y una subjetividad inéditas, un espacio de deseo, un «lugar del saber» capaz de ir imponiendo sus propias condiciones para el diálogo, desde los resquicios de la ortodoxia y las fisuras delestablishment.

Los estudios que componen este libro intentan penetrar esa etapa crucial del desarrollo cultural de Hispanoamérica en el momento en que comienza a consolidarse en el sector criollo y, principalmente, en el grupo letrado, una conciencia de la diferencia y del papel histórico   —16→   que toca al productor cultural hispanoamericano en la definición de proyectos propios, que aunque enraízan en la matriz europea y en las fuentes prehispánicas de múltiples maneras, comenzarán a definirse con un perfil distinto, inédito en el mundo occidental.

El asedio a los textos y problemáticas de este momento fundamental del desarrollo hispanoamericano no puede realizarse, sin embargo, sólo como un relevamiento directo de las fuentes primarias, ofreciendo al estudioso de hoy una lectura posible y verosímil de los discursos y prácticas culturales del periodo. La penetración discursiva debe ejecutarse más bien, en muchos casos, como la exploración oblicua de un imaginario cifrado, en el que la palabra es a la vez encubrimiento y revelación, búsqueda y hallazgo, símbolo y signo de proyectos que van saliendo a luz para deslumbrar en primer lugar a aquellos que van entresacándolos de la red de propuestas e imposiciones que les llegan a través del aparato represivo y seductor del dominador.

Como Deleuze descubriera en su interpretación del principio barroco, éste no se desarrolla como línea o plano sino como doblez o pliegue que en un mismo movimiento expone y encubre, permanece y se transforma de manera incesante. La palabra barroca se despliega y repliega en mensaje y silencio, celebración e impugnación, identidad y alteridad. Es esta doble faz la que posibilita justamente la duración, la fuerza y energía productiva del principio barroco, y su consecuente proyección a lo largo de todo el desarrollo histórico de la cultura americana.

De acuerdo a estos principios, Viaje al silencio se propone como una exploración de relatos que adquieren significación como parte de un discurso mayor que los engloba y los potencia en su particularidad. De acuerdo a este propósito el volumen incluye, junto al análisis de textos o problemáticas puntuales, estudios teórico-historiográficos que intentan sentar ciertas bases para la interpretación más general del Barroco hispanoamericano y de la función específica que cumple el letrado en la producción cultural del periodo.

El primer apartado del libro, «Hacia una caracterización del Barroco de Indias» se concentra en la articulación entre Barroco y conciencia criolla, intentando introducir a través de la misma el tema de la diferencia americana tal como ésta fue percibida y elaborada   —17→   en el siglo XVII, cuando se consolida en América la implantación del modelo estético-ideológico de la Contrarreforma. El primer estudio se concentra justamente en el proceso de adopción/adaptación de paradigmas metropolitanos y en las estrategias que se elaboran para canalizar, a través de las pautas recibidas, un mensaje específicamente americano, que presentara la conflictividad colonial a partir de una retórica legitimada por el poder imperial. El ensayo plantea el problema fundamental de la (auto)representación del subalterno en contextos coloniales y las ambivalentes relaciones que éste establece con los principios de autoridad política y discursiva que regulan su producción. El segundo trabajo, por su parte, concentrado más en aspectos historiográficos, propone ciertas bases para una revisión de «la cuestión del Barroco» desde una perspectiva americanista, con énfasis en aspectos ideológicos.

«Estrategias discursivas y emergencia de la identidad criolla» enfoca básicamente la figura central de sor Juana Inés de la Cruz, cuya amplísima obra continúa seduciendo a la crítica y al público en general por los múltiples niveles de lectura y las innumerables derivaciones que tuvo el pensamiento de la monja tanto en el momento en que le tocó vivir como en etapas posteriores del desarrollo cultural hispanoamericano.

El principal objetivo de los estudios dedicados a la Décima Musa es el de iluminar aspectos poco trabajados de su obra: las tácticas oblicuas de formulación discursiva utilizadas en sus cartas, la relación entre espacio privado y espacio público, la relación con su confesor, la apelación y representación del otro, y sus posiciones frente a América en tanto territorio sometido a un poder al que ella misma impugna y representa, en un movimiento dual que es propio de la posicionalidad letrada en el periodo.

Tanto en estos estudios como en el dedicado al tema del silencio, importa sobre todo relevar la existencia del texto como encubrimiento y representación, es decir la calidad (auto)censurada de un discurso colonial elaborado como exploración de una identidad en proceso, que apela a los recursos de la erudición, la ironía, la reticencia y la formulación simbólica para poder penetrar en la panóptica sociedad virreinal.

  —18→  

Es central, para una interpretación de la obra de sor Juana el entrecruzamiento de cuestiones culturales, ideológicas y genéricas. Toda la apropiación del bagaje de erudición profana y religiosa está en la monja vinculada a su condición de mujer, que define el lugar desde el que se percibe la sociedad de la época y desde el que se produce un discurso de impugnación a diversos aspectos del mundo novohispano y de búsqueda de una definición identitaria, tanto individual como colectiva, dentro de la compleja red de castas, razas, lenguas, que componen su universo social.

En efecto, a la subalternidad institucional que le corresponde dentro de la estratificación eclesiástica se agregan la marginalidad que se le asigna como mujer y como intelectual interesada en una universalidad cultural que sobrepasa los límites de la escolástica y la hermenéutica religiosa. Desde todos estos ángulos la monja produce un discurso cautivo, encerrado dentro de los límites materiales del espacio conventural, y de parámetros textuales e ideológicos demarcados por la regulación política y doctrinaria de la España imperial. Entre Estado e Iglesia, su praxis cultural es un constante desafío de esas fronteras y una pugna por abrir el espacio simbólico para que éste pueda llegar a abarcar los reclamos de la emergente subjetividad criolla, que pugna por consolidar las bases para su hegemonía americana.

De ahí que el discurso sorjuaniano sea esencialmente interpelativo, tanto en su inserción en la «alta cultura», a través del diálogo que establece con el canon profano y religioso, como en sus aportes a géneros «menores», circunstanciales o «efímeros» tales como el villancico, la poesía cortesana, el género epistolar o las composiciones celebratorias para arcos y otras ocasiones festivas.

De un modo u otro, en todos estos niveles de escritura se filtra la dimensión autobiográfica donde sor Juana construye el yo como una estrategia multifacética que configura al otro -el receptor, el subalterno colonial perteneciente a razas oprimidas, el peninsular- en el cruce de los principios de autoridad, autoría y autorización discursiva.

Junto a los textos dedicados a la obra de la monja mexicana, el que se centra en Infortunios de Alonso Ramírez abunda a su vez en ese mismo proyecto de proponerla dimensión biográfica como versión   —19→   de una historia posible, individual y colectiva, que permite iluminar la periferia colonial como espacio insumiso e irreducto frente a la autoridad que emana de los centros de poder. Como en sor Juana, en Carlos de Sigüenza y Góngora asoma la emergente conciencia criolla como espacio estructurante, productor y proyector de significados.

El texto menos conocido de Mogrovejo de la Cerda complementa, en el Perú virreinal, el tema de una América entrevista como espacio simbólico que desafía la racionalidad eurocéntrica con recursos que subvierten el proyecto unificador y homogeneizante de la metrópolis. Al igual que en el relato de Sigüenza y Góngora, La endiablada presenta aspectos de la sociedad colonial que no se someten a la lógica civilizadora ni a los modelos de orden social en los que se basa la utopía americana. El diálogo entre los diablos, sobre el que se articula la narración de Mogrovejo de la Cerda, introduce satíricamente la materialidad de la Colonia apuntando a la configuración de un sujeto social marcado por la alteridad, que se aparta de cánones y regulaciones por los múltiples caminos de una cotidianidad incontrolable.

El discurso barroco se multiplica, entonces, en América, en infinitas fórmulas y recursos que violentan el canon sin apartarse definitivamente de él. En pliegues y repliegues, los discursos mayores son sometidos a las pruebas de fuego de una realidad imaginativa y particularista, que basa su identidad en la diferencia, su hegemonía en una subalternidad que va siendo asumida como marca social y cultural que se proyecta hacia un espacio histórico distinto al vislumbrado desde la posición del dominador.

El último apartado del volumen, «Retórica, pensamiento crítico e institucionalización cultural» se abre a aspectos crítico-teóricos más englobantes, aunque afincados aún en textos específicos. El estudio del género apologético señala los modelos a partir de los cuales el Barroco americano filtra mensajes específicos a la posicionalidad colonial echando mano a recursos retóricos ya formalizados, los cuales son redimensionados de acuerdo a la naturaleza y a las necesidades expresivas del emisor criollo. Sor Juana, Espinosa Medrano, Bernardo de Balbuena, son sólo algunos de los ejemplos en los que se combina el discurso de la defensa con el del panegírico, en la proposición   —20→   del sujeto colonial como interlocutor e interpelador de la metrópolis.

En el análisis de la formación del pensamiento crítico-literario en la Colonia se enfoca el surgimiento de la reflexión criolla acerca de la producción americana, abriendo la problemática historiográfica en tanto formalización de una genealogía diferenciada de los procesos culturales europeos. La pregunta acerca de los supuestos epistemológicos que rigen la reflexión que el sujeto americano realiza acerca de su propia praxis cultural implica una interrogación acerca de la noción misma de historia y de cultura que el letrado criollo comienza a manejar para ordenar su trayectoria y evaluar los productos de su trabajo intelectual. Los valores estéticos que guían el gusto del sector letrado tienen una articulación estrecha con el tema de la conciencia y la identidad colonial. Sus estrategias interpretativas, sus métodos ordenadores, sus objetivos de institucionalización cultural, son parte de un proyecto mayor que se va delineando y concretando progresivamente en las etapas protonacionales. Enmarcado en el contexto cultural e ideológico del Barroco, tal proyecto supera los límites históricos de la llamada etapa de estabilización virreinal y se extiende hacia los albores de la emancipación, integrando el pensamiento ilustrado que introduce los principios de la modernidad en la matriz híbrida de la sociedad criolla.

El Discurso en loor de la poesía, el Triunfo Parthénico, el Apologético en favor de don Luis de Góngora, las Memorias histórico-filosóficas, de Llano Zapata; la Bibliotheca Mexicana, de Eguiara y Eguren; la Bibliotheca hispano-americana septentrional, de Beristáin de Souza; elNuevo Luciano, de Santa Cruz y Espejo son más que proyectos de relevamiento y catalogación, verdaderas construcciones histórico-literarias que se interrogan sobre el lugar de América, su articulación a la tradición occidental y sus aportes específicos al pensamiento universal. Pero sobre todo son testimonios claros de una indagación identitaria que el letrado criollo, al concebirse como sujeto de su propia historia, emprende como forma de redefinir el origen y el futuro de las sociedades americanas.

Finalmente, «Fundación del canon: hacia una poética de la historia en la Hispanoamérica colonial» explora la apropiación creativa   —21→  que realiza el letrado americano de las poéticas europeas en el proceso de formalización de un orden simbólico propio y diferenciado. Se estudia aquí la práctica letrada como derivación del paradigma eclesiástico. El letrado, en efecto, emprende su conquista del imaginario americano partiendo de los gestos conversores y mesiánicos que caracterizaran al misionero en tierra de indios. Las prácticas escriturarias de los historiógrafos de la Colonia no solamente tienen un indudable valor fundacional en tanto producción cultural americana, sino también redefinen, en su propio desenvolvimiento, la función del letrado. A través de su obra, la empiria escrituraria se transforma en corpus y canon. La historiografía es pedagogía, prédica, sermón, antes de ser historia, porque comienza por reivindicar la memoria cultural y afirmar la legitimidad de la inscripción de América dentro de la temporalidad occidental.

El proyecto historiográfico se define así como un contradiscurso que desmantela los principios del dogma redefiniendo los conceptos de jerarquía y autoridad cultural. La sociedad criolla se abre así, progresivamente, a culturas no hispánicas, a contenidos antes condenados como paganos y plebeyos, a productores culturales de distinto género, raza y lengua.

De esta manera, Viaje al silencio intenta entregar una visión al mismo tiempo puntual y englobante del discurso barroco sin detenerse necesariamente en los límites temporales que puedan arbitrariamente asignarse al estudio de temas y problemas que surgiendo de aquella matriz cultural se desarrollan históricamente en etapas posteriores de la historia americana.

El objetivo común de estos ensayos es explorar las estrategias de apropiación y producción discursiva, y el papel del productor cultural en la Colonia, fundamentalmente en el siglo XVII, con la esperanza de que a partir de este «origen» pueda llegar a potenciarse, a nueva luz, la lectura de los relatos a partir de los cuales se constituye el sujeto social hispanoamericano.

No sólo se define, en el proceso de esta constitución, aquel que tiene el privilegio de la voz y la letra, sino también, principalmente, aquel que calla, por no caber en las voces, como sor Juana señala, lo mucho que hay que decir. Pero tal vez la función de la crítica no sea   —22→   otra, según indica Macherey, que la de crear métodos para medir silencios, tratando de emprender con el lector un viaje por los pliegues del texto y de la historia para buscar en ellos lo que el silencio calla. Si este libro sirviera para iluminar, aún en mínima parte, los pliegues y repliegues de la mentalidad y la praxis colonialista, las perversiones, virtudes y paradojas de la letra, la épica de la resistencia cultural americana y los relatos que se esconden en las entrelíneas de las voces más audibles, los estudios que lo componen habrían cumplido su objetivo.

Deseo agradecer especialmente a quienes impulsaron mi trabajo, no sólo con enseñanzas fundamentales sino con su porfiada fe, su amistad y el ejemplo de su propia labor. Principalmente, entonces, todo mi reconocimiento para Antonio Cornejo Polar, Nelson Osorio, Georgina Sabat-Rivers, Raquel Chang-Rodríguez, Márie-Cécile Benassy-Berling, que junto a tantos otros ayudaron a moldear mi trabajo.

En México debo, además, especial gratitud a la erudición y calidez de Elías Trabulse, Margo Glantz, José Pascual Buxó y María Dolores Bravo, quienes me invitaron en tantas ocasiones a compartir con ellos el entusiasmo por un campo de investigación que ellos han prestigiado, a lo largo de los años, con sus fundamentales aportes.

En la Universidad de Pittsburgh debo agradecer fundamentalmente a los colegas y estudiantes que apoyaron y apoyan mi trabajo, y particularmente a quienes colaboraron en la preparación de este manuscrito.

Asimismo, destaco que la publicación de este libro ha sido posible gracias a las contribuciones de la Coordinación General de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y el «Richard D. and Mary Jane Edwards Endowed Publication Fund» de la Universidad de Pittsburgh, a quienes agradezco el apoyo prestado.

Fuente:

http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor-din/viaje-al-silencio-exploraciones-del-discurso-barroco–0/html/e5b96feb-bf21-4bd2-be1c-9389af0cb0ba_52.html#I_0_

Fuente Imagen:

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A 25 años de su muerte: Ángel Rama y los imaginarios de la crítica

Europa /España/Octubre 2016/Mabel Moraña/https://dialnet.unirioja.es

Mabel Moraña Washington University América Latina tiene una deuda amplia y bien reconocida con la obra de Ángel Rama.

En la segunda mitad del siglo XX, el registro y tenor de sus aportes pueden ser comparados, pasando por encima de obvias diferencias, con los de otros pilares del pensamiento latinoamericano a partir de cuyo trabajo nuestras “dolorosas repúblicas”, como las llamara ensu momento José Martí, han rearticulado su presencia y su significado cultural en los grandes escenarios occidentales. Me refiero a críticos de la talla de Antonio Candido, Roberto Fernández Retamar, Antonio Cornejo Polar, Beatriz Sarlo, Ana Pizarro, Francoise Perus, para mencionar sólo críticos prominentes afincados primariamente en la literatura como forma específica de expresión de subjetividades C

La obra de ninguno de estos críticos—tampoco la de Rama—se restringe, sin embargo, a la literatura. En todos ellos predomina el esfuerzo por encontrar sentido a un proceso complejo de producción de significados a partir de un registro simbólico que abarca y que rebasa lo literario. Como Rama advierte, y nos enseña, se trata de un proceso impuro, híbrido, atravesado por remanentes de colonialidad que corroen la sociedad moderna, sobre todo sus áreas periféricas, siempre asediadas por diversas formas y grados de violencia estructural: desigualdad social, autoritarismo político, elitismo oligárquico, discriminación racial y de género, academicismo conservador y excluyente, provincianismo, en las diversas formas que estos factores asumen en distintos contextos.

Si es cierto que toda muerte es prematura, la dolorosa pérdida de Ángel Rama hace ya, increíblemente, 25 años, el 27 de noviembre de 1983, dejó desamparado al pensamiento latinoamericano. El descalabro social y político de las últimas décadas del siglo XX y los procesos de recomposición que las suceden sumen al latinoamericanismo, como a tantas otras áreas de reflexión intelectual, en una incertidumbre prolongada. Algunos, incluso, entienden la desaparición de Rama casi como un augurio.

Mario Vargas Llosa, con quien Rama polemizara encarnizadamente en más de una ocasión, comenta, refiriéndose al trágico accidente: “La muerte de Ángel Rama es como una funesta profecía sobre el futuro de una disciplina intelectual que ha venido declinando en América Latina de manera inquietante.” La caída del muro de Berlín y el desmoronamiento de regímenes socialistas, la recomposición de hegemonías a nivel internacional y, con ellas, la rearticulación de los márgenes sociales y económicos, los procesos redemocratizadores, y, más recientemente, los embates del neoliberalismo y la globalización y el asentamiento institucional de formas moderadas de la izquierda en diversos países.

Al tiempo que categorías puramente modernas, como las de nación, sociedad civil, consenso, ciudadanía, identidad, deben ser revisadas y flexibilizadas para acomodar las transformaciones sociales y políticas que acompañan el nuevo milenio, el advenimiento de fenómenos nuevos requiere la apelación a categorías también inéditas, o sustancialmente renovadas, que puedan ayudar a comprender fenómenos hasta hace poco imprevisibles: la presencia apabullante de los mundos virtuales, la primacía del mensaje audiovisual, la subjetividad migrante, el ocaso del humanismo y la activación de actores sociales invisibilizados por la modernidad.

En este panorama, también marcado, sobre todo en la vuelta del siglo XX, por la incertidumbre y por el desencanto ideológico, América Latina hubiera necesitado aún, por muchos años, de la pasión y de la inteligencia de Ángel Rama, de su intenso trabajo y de sus intuiciones, para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo.

De tanto en tanto a alguien se le ocurre decir en simposios académicos y conferencias internacionales que otra sería la historia si Ángel Rama estuviera aquí para contarla.

Lo que sí queda claro es que lo que en otra parte he llamado las “contribuciones de Ángel Rama a la invención de América” han marcado a fuego el modo en que entendemos hoy la trayectoria cultural de nuestras sociedades, desde la colonia hasta la actualidad.

Pocos críticos logran desarrollar a lo largo de su trabajo una poética, un conjunto de principios y métodos “citables” que cambian para siempre los imaginarios de la crítica, una estética de los conceptos y de los valores, un lenguaje y una serie de imágenes que capturan su tiempo y lo fijan a nivel colectivo. Rama es uno de ellos. A lo largo de su trabajo crítico va dando una dimensión poco menos que material a los espacios de reflexión, a las dinámicas y mediaciones que organizan el mundo de las ideas y lo hacen accesible al trabajo de la memoria y de la imaginación histórica.

Las intuiciones críticas de Angel Rama han quedado captadas en una serie de frases icónicas para siempre asociadas con su pensamiento y su método crítico: “las máscaras democráticas del modernismo,” “la ciudad letrada”, “el área culturalandina”, “los gauchi-políticos rioplatenses”, “la transculturación narrativa”, “el baile de máscaras de la modernidad”, “la riesgosa navegación del escritor exiliado”, “la concertación de relojes atlánticos”.

Cada una de estas expresiones marca un hito de la conciencia crítica latinoamericana como si, por efecto del discurso, la historia cristalizara en su relato. Rama va descubriendo en cada caso el performance constante de la cultura, la coreografía, por decirlo así, a partir de la cual se organizan los actores sociales en el proceso representacional, el espectáculo del despliegue simbólico, y sus efectos. Como elemento clave en la implementación de estos procesos, Rama explora siempre, en todos sus trabajos, un eje principal: la función intelectual como práctica mediadora pero también como repositorio del que surgen relaciones, procesos de canonización, categorías, análisis y periodizaciones que constituyen el entramado mismo de la cultura.

Lo seducen las instancias precisas por medio de las cuales el producto cultural penetra en la esfera pública y se convierte en un bien colectivo: la producción y consumo de los bienes simbólicos, la formación de públicos y de mercados, la administración y ejercicio de la crítica, la formulación e implementación de políticas culturales.

Persiguiendo estos temas, Rama se aboca primariamente al estudio de la modernidad como matriz de transformación social que impacta fuertemente la sociedad latinoamericana. Por este camino se detiene en los procesos transculturadores, y en figuras centrales del pensamiento estético de América Latina. Por eso La ciudad letrada, quizá la obra más debatida y divulgada de Angel Rama, es inseparable de su trabajo en Marcha y en la revista Escritura, de “Transculturación narrativa”, de sus estudios sobre el modernismo, de su análisis de la obra de Ramos Sucre, de su Rufino Blanco Fombona, íntimo, del enorme edificio canónico de Biblioteca Ayacucho, y de sus panoramas críticos, indispensables e insustituibles.

Rama entiende que como trayectoria periférica pero también dependiente, la historia cultural de América Latina resulta inseparable de las imposiciones y de las seducciones de los mercados internacionales, desde la primera modernidad barroca a nuestros días.

Partiendo de los contextos virreinales, Rama explora escrituras, fenómenos culturales, procesos. Se ocupa de deconstruir los principios estéticos del depuradoimaginario modernista, sus líneas ideológicas y su comportamiento simbólico. Se preocupa, también, de comprender su ethos como instancia específica de una universalidad administrada desde centros de producción de paradigmas epistemológicos y representacionales que América Latina consume e incorpora al cuerpo híbrido de lo nacional.

La modernidad penetra y coloniza la tradición, la recicla, la potencia o la cancela; permea la concepción y consumo de lo vernáculo, lo exotiza, lo transfigura o desnaturaliza

Rama percibe la inevitabilidad del encuentro entre modernidad y tradición, evalúa la desigualdad de las fuerzas en pugna y prevee el desenlace. Algunos le han reprochado que apele a un maridaje armónico de los modelos hegemónicos con las culturas “interiores” de América, en cuyas narrativas se expresaría una articulación ineludible y, al fin de cuentas, claudicante, de lo propio y lo foráneo. Consciente del carácter polémico de esos fenómenos, el análisis de Rama enfoca principalmente los procesos y mecanismos que se ponen en marcha para que los tránsitos que conectan imaginarios y actores culturales sean, en principio, posibles.

Muchos críticos son comprensibles a partir del prefijo principal que los define. Hay críticos definidos por el anti- (anti-hegelianos, antihumanísticos), hay críticos del post- (postcoloniales, postmodernos, postideológicos). Rama es un crítico del trans- preocupado principalmente por procesos que atraviesan fronteras lingüísticas, culturales, canónicas y disciplinarias. Su apropiación de la teoría de la tansculturación, que toma primariamente del antropólogo cubano Fernando Ortiz, le llega mediada por la reelaboración historiográfica del venezolano Mariano Picón Salas, cuya obra más conocida, De la conquista a la independencia, un magistral y sucinto recorrido de la historia de América Latina, se organiza tomando como matriz interpretativa el modelo de Ortiz, que Rama extendería hasta los dominios de la crítica literaria.

La de Rama es entonces la tercera versión del paradigma de la transculturación, que tiene como escenario primario la economía y la cultura cubana, donde el tabaco y el azúcar representan alegóricamente, como explicara Ortiz, dos vertientes dialécticas en el drama del occidentalismo.

El paradigma que Rama rearticula en términos de lo literario se expande luego, al salir de susmanos, hasta llegar a convertirse en una propuesta concreta, de fuertes connotaciones ideológicas, que forma parte de todos los debates internacionales sobre las relaciones entre hegemonía y subalternidad, modernidad y pre-modernidad, vanguardia y regionalismo, epistemologías eurocéntricas y epistemologías alternativas.

Como parte de un intenso debate en el que La ciudad letrada y la teoría de la transculturación se estudian juntas, como instancias de un mismo proceso de reflexión y análisis, Alberto Moreiras nos propone un análisis radical de los límites de la transculturación o, si se quiere, de su final simbólico, asimilado al icónico suicidio de José María Arguedas.

Este daría por tierra con la visión de una combinatoria armónica, o por lo menos posible, entre modernidad y arcaísmo, entre eurocentrismo y elementos vernáculos, entre cultura blanca, urbana y dominante, y el abanico de culturas indígenas, subalternizadas por el colonialismo español primero y criollo después.

Estas culturas, relegadas a los cinturones de pobreza, a la marginación política y a la invisibilidad cultural a lo largo de todas las etapas de la historia latinoamericana, son las mismas que representa el neoindigenismo de Manuel Scorza, que acompaña a Rama en su último viaje, y cuyo Garabombo, “el invisible” repite incansablemente en la saga de Rancas: “Yo represento,” representación literaria (estética, simbólica) que se funde—se confunde—aquí con la representatividad política.. Scorza nos recuerda durante charlas en la misma Caracas que compartimos con Angel Rama, con Rodrigo Arocena, con Hugo Achugar, con Ana Pizarro, a finales de los años setenta, que los pueblos indígenas tienen 5 estaciones: primavera, verano, otoño, invierno y masacre.

Es la quinta estación la que obsesiona a Scorza, y sobre la que éste construye su escritura.Para Rama, como para Scorza, como para Marta Traba en su propio registro, el arte y la literatura son eminentemente prácticas sociales, no emanaciones puras, fantasmales, del inconsciente que “eligen” al creador para que les de vida, como Rama explica con fervor a Vargas Llosa, cuyo Conversación en la catedral da la razón a Rama, más que los argumentos del escritor peruano. Por eso Rama se ocupa de identificar y describir la constitución de campos culturales á la Bourdieu, pero también, más ampliamente, de definir la función intelectual como elemento esencialformativo, de la esfera pública. Le interesa, primariamente, la relación entre sociedad, cultura y poder, los procesos de institucionalización, la creación de públicos y la formación de mercados culturales porque ninguna obra es independiente de sus condiciones y procesos de producción, ni de los circuitos que recorre como mercancía.

Pero también porque está convencido de que la buena crítica logra vencer su carácter ancilar y logra hacerse una con su objeto: un mismo desafío, un saber, donde expresión e interpretación, conocimiento y reconocimiento, se funden y alimentan mutuamente. Escribe Rama en su prólogo a La novela en América latina. Panoramas 1920-1980:

                               Ocurre que si la crítica no constituye las obras, sí                                constituye la literatura, entendida como un corpus                                 orgánico en que se expresa una cultura, una nación,                                 el pueblo de un continente, pues la misma América                                    Latina sigue siendo un proyecto intelectual                                        vanguardista que espera su realización concreta.(8)

La dimensión latinoamericanista atenúa en Rama los particularismos y, a veces, las restricciones de lo nacional. En Caracas percibe un mundo ancho y ajeno que aunque le provoca impaciencia y lo desasosiega, como registra con frecuencia en su Diario (“Otra vez con la provincia hemos dado, Sancho!”), inspira algunos de sus mejores trabajos y proyectos culturales.

En Estados Unidos se inscribe en debates amplios, diversificados, que desafían y estimulan su inteligencia, hasta que los desgraciados incidentes con el Departamento de Estado frustran esa etapa final de su carrera.

Creo que la obra crítica de Angel Rama, no puede ser evaluada si no se toma en cuenta el contexto preciso del que surge. Quizá uno de los mayores desafíos de la crítica cultural de Ángel Rama fue el ser elaborada desde la extrema dislocación política y social de los años 70 y comienzos de los 80, desde un continente escindido por la polarización ideológica, por la fragmentación de la sociedad civil, por la experiencia de los exilios políticos y las diásporas económicas, por los efectos largamente traumáticos de la violencia de Estado y la represión transnacionalizada.

Pensar en ese contexto la relación entre cultura y poder no significa solamente elaborar teorías sobre las combinatorias culturales y las tramas que entretejen el registro simbólico.

Implica sobre todo reflexionar sobre los bordes porosos y la constitución vulnerable de las culturas nacionales, acerca de la funciónde actores culturales sobre sus circunstancias, acerca de los modos posibles de vincular experiencia y discurso, ideología y estética, utilizando el saber en su capacidad combativa y liberadora.

Significa estudiar los modos y los grados en los que se negocia el poder representacional para que los imperativos de la realidad no ahoguen definitivamente a la utopía.

La vida de Rama se trunca antes de la reemergencia del populismo y de la subida de “la marea rosa” que sustituye en América Latina los embates duros de la izquierda de los años 70, antes de la llegada de minorías étnicas al poder, antes del incremento acelerado de la migración y de los mundos virtuales, antes de las transformaciones sustanciales de la subjetividad postmoderna y de sus formas de representación en el contexto del capitalismo tardío, antes de la embestida teórica de los estudios culturales, antes del incremento de las literaturas de la violencia, las narconarrativas y la literatura del sicariato.

Dudo que muchos críticos puedan avanzar su trabajo sin preguntarse con frecuencia que habría pensado Rama de estos temas. Nuestros intentos por tratar de imaginar sus respuestas, por intentar incluso rebatirlas o complementarlas, no son parte menor de su legado.

Descargar aquí :

https://www.ncsu.edu/project/acontracorriente/winter_09/Moranya.pdf

Fuente :

https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3055251

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/X0AP1UdaJNl9ZdxN0SZCdddwKNtFees4XCa1jNi69xk6Rxjqah9tn49kYftNh3f-onbKUQ=s85

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Violencia en el deshielo: imaginarios latinoamericanos post-nacionales después de la guerra fría de Mabel Moraña

América del Sur/Uruguay/Octubre 2016/Mabel Moraña/http://revistazcultural.pacc.ufrj.br/

Latinoamérica siempre ha sido menos efectiva en la tarea de contar a sus muertos. Hasta el día de hoy, no hay métodos consagrados que permitan estimar con cierta exactitud el saldo del colonialismo…

And out in the Wild West,
–you have seen this movie before–
Four lone cowboys and their skinny ponies ride the range
And suddenly up over the ridge
A thousand Indians rise up around the edge of the plateau
Like they came out of nowhere
And there are only 4 cowboys
But the cowboys look at the Indians and they say:
“Lets go get’em.” – Laurie Anderson

Al iniciar su libro Mémoire du Mal, Tentation du Bien. Enquête sur le Siécle (2000) Tzvetan Todorov pasa revista a las atroc idades que marcaron la historia del siglo XX: Primera Guerra Mundial: 8 millones de muertos en los frentes, más de 10 millones en la población civil, seis millones de inválidos. Genocidio de armenios a manos de los turcos. Tremendos saldos de muertos a consecuencia de las guerras civiles en la Rusia soviética. Segunda Guerra: 35 millones de muertos en Europa (por lo menos 25 en la Unión Soviética), exterminio masivo de judíos, bombardeos múltiples a poblaciones civiles en Alemania y Japón, sin olvidar el costo social de la liberación de las colonias. Todorov comienza su libro con una propuesta preliminar: si el siglo XVIII fue el Siglo de las Luces, el XX debería quizá ser conocido como el Siglo de las Tinieblas, un siglo donde la historia es indisociable del totalitarismo y la violencia, en sus diversas formas y contextos.

Latinoamérica siempre ha sido menos efectiva en la tarea de contar a sus muertos. Hasta el día de hoy, no hay métodos consagrados que permitan estimar con cierta exactitud el saldo del colonialismo (incluyendo la muerte por colonización de territorios, superexplotación, condiciones de vida sub-humanas, esclavitud) o el balance dejado por las intervenciones estadounidenses durante los siglos XIX y XX, ni hay números que registren las bajas producidas por los enfrentamientos de pandillas urbanas, las movilizaciones obrero-estudiantiles, la violencia policial, el narcotráfico, la violencia doméstica, las dictaduras o los levantamientos indígenas, ni hay cifras que acumulen el costo social – como suele decirse – de las batallas de la independencia, de la resistencia antiimperialista, anti-totalitaria, las bajas guerrilleras, los que cayeron en la tortura, los que sucumbieron a la miseria escuchando las promesas de orden y progreso y hoy agonizan en los escenarios del neoliberalismo. No hay cifras que den cuenta de quienes han sido y siguen siendo víctimas de la violencia en Guatemala, Nicaragua, El Salvador, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Perú, Bolivia, Colombia, Venezuela.

Las reflexiones de hoy se enfocan en lo que podríamos llamar el microsistema de América Latina, particularmente en algunas de las dinámicas que en el contexto de la globalidad y el neoliberalismo acompañan la entrada del continente al nuevo siglo. Deseo aquí sugerir solamente algunas bases para el análisis del significado que asume la relación entre nación, violencia y subjetividad en América Latina a partir del fin de la Guerra Fría.

A modo de introducción, habría que señalar que es imposible realizar una crítica histórico-político-filosófica de la violencia en América sin una crítica de las modernidades que desde el período colonial se impusieron a través de una práctica sistemática y articulada de violencia económica, social, cultural, epistémica, sobre las sociedades americanas. Desde la “violencia del alfabeto” que arrasó con los espacios simbólicos de las sociedades prehispánicas, la occidentalización de América y la formación de la nación-estado nacen marcados por liderazgos e intereses de clase que apelan sistemáticamente a la violencia con el apoyo de discursos legitimadores de muy distinto orden que coinciden en la idea de que el progreso y la civilidad dependen de la reducción de todo rasgo, práctica o proyecto que no coincida con los intereses de los sectores dominantes. Así, desde los orígenes de la vida republicana, la práctica democrática y liberal implantada en América Latina propone sofísticamente la coincidencia absoluta entre Estado y sociedad, marginando e invisibilizando a grandes sectores que no se integran productivamente a la estructuración nacional. Con estos precedentes puede afirmarse entonces que la historia de América Latina es la historia de las múltiples e intrincadas prácticas y narrativas de la violencia que atraviesan sus distintos períodos y se entronizan a todos los niveles de la vida política y social de la nación moderna. Sin embargo, lo que hoy nos ocupa es el fenómeno de incremento de diversas formas de violencia ciudadana a nivel continental, y las transformaciones que los modelos de ejercicio y conceptualización de la violencia han sufrido en las últimas décadas.

Así, aunque la historia de la violencia puede rastrearse a lo largo de la historia latinoamericana desde el descubrimiento, deseo referirme aquí específicamente a la indudable relación que existe entre las transformaciones que se registran desde el fin de la Guerra Fría en los países periféricos de América Latina a nivel económico, político y cultural, y el incremento de la violencia, a distintos niveles.

En lo económico, la imposición de políticas neoliberales ha logrado acorralar, en las últimas décadas, a las economías nacionales incrementando las áreas de marginación, de des y subempleo. A los procesos de transnacionalización acelerada y masiva del gran capital e influencia creciente de las empresas transnacionales en la definición de políticas económicas y culturales, se suma la cancelación de canales institucionales para la presentación de demandas populares, eliminación de espacios de debate político, reafirmación de focos hegemónicos a nivel internacional, etc. El estado benefactor, interventor, paternalista, ha ido cediendo lugar a una entidad desdibujada que hipoteca el bienestar de la mayoría a las necesidades de protección y de reproducción del gran capital.

Correlativamente, estos cambios propulsaron una redefinición de la idea de democracia, que se ajusta hoy en día a un modelo mucho más restrictivo y excluyente que el que sirviera para describir a los regímenes modernos: democracia = oligarquía + populismo. Según estudiosos del período (Greg Grandin, por ejemplo) esta redefinición se ha realizado a partir de estrategias tales como la ruptura de alianzas existentes entre elites reformistas y clases populares, el quiebre de movimientos alternativos que quedaron reducidos a estrategias acotadas de resistencia circunstancial, y la destrucción de formas de liderazgo social y político a distintos niveles. Se transforma así radicalmente la relación entre sujeto y sociedad, entre política, ética y subjetividad, reemplazando los objetivos sociales por un individualismo consumista a veces aderezado de remozadas religiosidades tradicionales o de propuestas new age, que prometiendo consuelo y trascendencia ante las traiciones de la modernidad, brindan una alternativa de socialización que permite eludir los desencantos y desafíos de la historia presente.

El vaciamiento político del Estado, el debilitamiento de las políticas partidistas, y la disminución de alternativas ideológicas que permitan pensar lo social desde un afuera – aunque sea utópico – del neoliberalismo, ha incrementado el sentimiento de desprotección ciudadana. Esto se suma al desvanecimiento del estado benefactor, interventor, paternalista, que rigiera con variantes hasta la primera mitad del siglo XX. Los imaginarios urbanos están atravesados por sentimientos de desamparo económico, agotamiento político e inestabilidad social. La “ciudadanía del miedo” de que hablara Susana Rotker, se corresponde con las evaluaciones que realizan politólogos y analistas sociales en las últimas décadas. Si, según la conocida frase de Raymond Aron, “con la Guerra Fría la guerra se hizo improbable y la paz imposible” [1], el fin de ese período ha producido un desbalance en el equilibrio internacional del terror. Hoy en día, “la paz se ha convertido en una guerra latente” [2]: hay un notorio aumento de tipos diversos de batallas internas a nivel nacional, conflictos grupales armados más o menos restringidos a ámbitos locales o transnacionalizados, movilizaciones indígenas, desestabilizaciones radicales y violentas del llamado orden democrático por sectores populares muchas veces desorganizados pero disidentes a los partidos en el poder, aumento del delito común con estrategias innovadoras tales como asaltos colectivos, secuestros, etc., movilizaciones de grupos armados que actúan en un plano subnacional (pandillas) o supranacional (narcotráfico), etc. Aún en sociedades que presentan índices de seguridad ciudadana mucho más altos que los que se registran en Colombia, Venezuela o México, el sentimiento colectivo se mantiene aferrado al miedo cotidiano, a la idea de que en cualquier momento, como señala Robert Kaplan, “cualquier vagón del metro puede volverse una pequeña Bosnia.” Aunque las estadísticas de algunas latitudes registren datos más tranquilizadores, la “ciudadanía del miedo” ha marcado su impronta” y, como ha apuntado Beatriz Sarlo, “con el imaginario no se discute”.

Ya nadie cree que la violencia de estado ejercida a nivel nacional o internacional sea un momento imprescindible en el logro de la paz universal. Como ha indicado Bolívar Echeverría, lo que llamamos paz es apenas un provisional “cese del fuego.” Estos fenómenos que quiebran la utopía de unificación, centralismo y control estatal de la nación moderna requieren nuevas nominaciones: los críticos sociales hablan de “conflictos de baja intensidad” (Martin van Creveld), “guerra civil molecular” (Enzenberger) o “guerras inciviles” (John Keane) que desgarran la trama de lo social indicando “el retorno de lo reprimido”: lo marginado, sometido, o invisibilizado por la modernidad, que vuelve por sus fueros.

La violencia que se registra en América Latina en las últimas décadas ha sido interpretada como una serie de respuestas o reacciones inorgánicas, aunque no por ello menos elocuentes, a los efectos de laglobalización. En algunos casos, la violencia obviamente precede a este período y sus raíces deben ser estudiadas en relación con las políticas modernizadoras, con la aplicación de determinados modelos de nación y de estado, y – a partir, todavía, de perspectivas dependentistas – con la vinculación de los capitalismos periféricos a los grandes sistemas internacionales y a sus agresivas políticas de expansión económica. En otros casos, las formas más actuales, en muchos casos inéditas, de violencia, aparecen como respuestas que surgen y se incrementan ante la imposibilidad de organizar agendas locales, nacionales o regionales que puedan contrarrestar el efecto arrasador de las políticas neoliberales.

Bolívar Echeverría ha estudiado las relaciones entre las manifestaciones de “violencia salvaje” y la disolución de la identificación entre Estado y Sociedad. Las percepciones que acompañan a los procesos de globalización parecen asumir que al haberse ampliado la superficie social que el estado debe cubrir, se ha incrementado la incapacidad institucional para absorber las contradicciones y demandas sociales dando así lugar a “una posible reactualización catastrófica de la violencia ancestral no superada.” Ante el descaecimiento de la utopía de la paz perpetua y las crisis políticas que acompañan el fin de la modernidad, lo único que pervive como propuesta de articulación ciudadana es la creencia en el mercado como el espacio por excelencia de confluencia, participación y libre intercambio de bienes materiales y simbólicos, es decir la concepción de la posibilidad de realización de todos los valores sociales, individuales y colectivos, en el mundo de la mercancía. Libros como Consumidores y ciudadanos, de Néstor García Canclini exploran la vigencia de esa propuesta en épocas actuales. Pero desde posiciones más críticas que descriptivas, quizá es hora de comenzar a entender el mercado ya no como una instancia de socialización participativa, sino como una arena de lucha entre ofertas que entran a la competencia marcadas por las improntas de la desigualdad productiva, el monopolio de las transnacionales, la explotación masiva y la subalternización de vastísimos sectores sociales que sólo alcanzan una integración deficitaria a la cultura política de nuestro tiempo. Si la modernidad creó a través del mito de la productividad el modelo utópico de una sociedad insaciable, atravesada por el deseo inacabado, el escenario posmoderno de la globalidad incrementa al infinito esa voracidad y las frustraciones que su insatisfacción produce, en una dinámica de producción constante y artificial de la escasez (el consumidor ideal es aquel que no puede tener satisfacción, que vive en un estado de carencia permanente). Hoy queda claro que el monopolio estatal de la violencia tendría como cometido fundamental el de “proteger la integridad y pureza del intercambio mercantil, tanto de sus enemigos externos como internos.” (Echeverría) Pero en tiempos postmodernos ese monopolio se encuentra amenazado por las formas salvajes en que se expresa la frustración de los consumidores/ciudadanos, los sectores relegados de las dinámicas integradoras de la legalidad productivista y los que eligen formas anómalas de inserción en el mundo de la oferta y la demanda. No sería excesivo decir, desde esta perspectiva, que al lenguaje supranacional del capital nuestra época responde de manera casi instintiva, dispersa, y aparentemente inorgánica, con el lenguaje supranacional de la violencia. En otras palabras, la lengua universal del capital tiene también sus dialectos particulares. Muchos han caracterizado algunas modalidades de violencia postmoderna como una forma de regresión tribal arcaizante. Robert Kaplan habla de la aparición del segundo hombre primitivo que pasaría a formar una sociedad de guerreros que combina de manera inquietante la falta de recursos con una extensión planetaria sin precedentes, que articula clandestinidad con espectáculo, marginación y protagonismo. Sin embargo, la caracterización deprimitivismo debería revisarse. En civilizaciones “primitivas” (premodernas) algunos investigadores han visto en el carácter bélico un recurso colectivo para mantener la autonomía y para defender a la comunidad de “la aparición de instituciones estatales de carácter opresor” o sea de la posible institución de un Estado centralizado con monopolio de la violencia “legítima”, recurso que podría, en cualquier momento, volverse contra los miembros mismos de la comunidad a la que ese estado debería defender.[3] Pero al mismo tiempo, en muchas culturas, el ejercicio de la violencia se daba a sí mismo mecanismos internos de control. En muchos casos, el jefe que decretaba el movimiento bélico no se limitaba a declarar la guerra ni se mantenía en la retaguardia sino que por su mismo liderazgo debía ser el primero en salir al campo de batalla (y casi seguramente, por tanto, el primero en morir). La gloria consistía justamente en el heroísmo de la muerte por la fe en una causa colectiva que legitimaría la apelación a la violencia que involucraba a toda la comunidad. Muerto el líder, ya no existía la posibilidad de que éste pudiera usufructuar de la violencia políticamente, como una forma de popularidad que serviría, por ejemplo, para una reelección presidencial.

Sin embargo, en América Latina, muchos de los que podríamos llamar “rasgos de estilo” de la violencia tienen una indudable cualidad arcaizante. Dentro de lo que Jean Franco llamara “el costumbrismo de la globalización” aparecen prácticas culturales y textos apocalípticos con estas características, que reflejan el horror de la clase media ante la explosión de su mundo, versiones presentistas que eligen ignorar toda genealogía, toda relación con el pasado colectivo, toda posible proyección de futuro, como si la historia se agotara en la peripecia de la supervivencia individual, el consumo, la transitoriedad y el espectáculo de una rebelión desarticulada y explosiva, casi hollywoodense, contra el status quo. En plena postmodernidad muchas narrativas articuladas al eje de la violencia representan conflictos y personajes que evocan modelos de conducta y discursividades que parecerían anacrónicas en los tiempos que corren. El sicariato, por ejemplo, articula la práctica mercenaria con las matrices de la religiosidad tradicional. El estudio de la llamada sicaresca aproxima la novela de sicarios (La virgen de los sicarios,Rosario Tijeras, etc.) a los modelos de la picaresca por las similitudes en torno al protagonismo del joven marginado que intenta medrar en una sociedad estratificada que lo relega y a la que le es imposible integrarse productivamente. (ver von der Walde) Incluso los narco-corridos remiten a modelos discursivos de épocas anteriores, en un lenguaje popular, paralelo a la retórica política dominante, que reinventa la oralidad, como documentando la cancelación de las formas “modernas” e institucionalizadas de comunicación y socialización.

La violencia articula así, en los sentidos antes aludidos, elementos residuales de la modernidad, dejando al descubierto los puntos ciegos de la política burguesa y liberal. Refiriéndose a las primeras etapas de formación del Estado, Eric Hobsbawm hablaba del bandidismo como de “insurrecciones inorgánicas” que a través de prácticas espontáneas y discontinuas marcaban de manera beligerante los afueras de la emergente institucionalidad burguesa. Hoy en día, la sociedad incivil obliga nuevamente, en el contexto de la crisis epistémica de nuestra época, a revisar los conceptos de gobernabilidad, socialización, y civilidad; obliga a repensar los límites de la tolerabilidad social, los extremos reales y simbólicos del liberalismo y el valor ético de sociedades despolitizadas que no conciben su existencia fuera del fetichismo del capital. A través de estrategias radicales, arcaicas o inéditas, la violencia pone en un primer plano de la escena social justamente a los desplazados, subalternizados y “desechables,” es decir a los núcleos irreductibles nunca completamente articulados a la economía cultural de la modernidad que ponen en práctica formas anómalas de agencia individual o colectiva. Desde una productividad negativa (¿o negatividad productiva?) la violencia enfrenta a la sociedad con sus fantasmas, con lo indecible y lo irrepresentable, inaugura “territorios existenciales” (Guattari), formas alienadas y residuales de subjetividad, sustentadas en formas perversas y cerradas de solidaridad grupal. Se apoya en la producción de lenguajes opacos que descreen de la transparencia comunicativa y la socialización fuera del núcleo de solidaridad grupal y que desconfían de la democracia deliberativa, del consenso, y de la pedagogía nacionalista. La violencia relativiza así lo global frente a lo contingente, lo colectivo frente a lo individual, lo local frente a lo transnacional, y viceversa.

La violencia social en sus múltiples manifestaciones existe así como un mecanismo trans-sectorial, infra o trans-nacional, trans-subjetivo, y también trans-histórico, que opera a partir de una vinculación cruzada de intereses, tiempos, agendas, y recursos, redefiniendo éticas y estéticas que atraviesan lo social integrando de una manera inédita clases, sexos y razas, creando nuevos universos de referencia simbólica y procesos intensos de resignificación cultural y política. Si la que Bhabha llamara “la anodina noción liberal de multiculturalismo” propone reducir los antagonismos y las desigualdades sociales a mera diferencia cultural, la violencia recupera la idea de que la sociedad está atravesada por intereses y modelos identitarios ya no sólo diversos sino esencialmente conflictivos y antagónicos, irreconciliables dentro de las condiciones impuestas por las forma ineficaces, perversas y excluyentes de control estatal. Así, sin glorificar sus métodos, ni estetizar sus prácticas, ni reducir sus consecuencias, debe reconocerse que en su funcionamiento siempre excedido e irracionalista, la violencia implementa formas extremas de socialización intergrupal, funciona dentro de lógicas que el status quo no puede absorber, ni resolver, ni comprender. Redefine las ideas de lealtad grupal, de éxito, poder y valor personal, creando una adecuación otra entre medios y fines. No intenta superar ni reemplazar con algo mejor los mitos de la modernidad, sino que los expone y los extrema, como en un simulacro monstruoso, en el que mundos paralelos reproducen perversamente, en la clave de un desesperado y desesperanzado individualismo, los ideales civiles de las burguesías nacionales: el ideal de la conquista de mercados (narcotráfico), la sustentación de identidades territorializadas (pandillas), el poder de detentar la violencia para la consecución de fines autolegitimados. Redefinen el concepto de elite y liderazgo, la relación entre discurso y cuerpo individual o colectivo, llamando la atención sobre los biopoderes que atraviesan lo social e impactan a distintos niveles el constructo ideológico de la ciudadanía. Como síntoma y también como causa del deterioro de la sociedad, la violencia hace resurgir el trauma del origen (el del colonialismo, la dependencia, la exclusión, la modernización para pocos).

Sin minimizar de ninguna manera las consecuencias perversas y a menudo catastróficas de la violencia, no puede negarse que en su despliegue de acciones, escenarios y signos la violencia es, esencialmente una performance que por medio de prácticas extremas opera a través de la creación de un desorden simbólico. A través de su puesta en escena, de sus extremadas modalidades de dramatización y su frecuentemente obsceno exhibicionismo, la violencia abre un espacio teórico que reconstruye – o destruye – los mitos de orden y progreso, dejando en evidencia la incapacidad del estado para atender demandas, canalizar expectativas y corregir desbordes. Su praxis desbordada y sensacionalista obliga a revisar desde otras perspectivas lo que Josefina Ludmer llamara la “frontera móvil del delito”: los criterios y procesos de legalización y criminalización de prácticas sociales protagonizadas por sujetos considerados un excedente del sistema.

Es obvio que ningún estudio sobre violencia puede prescindir de los deslindes y entrecruzamientos entreviolencia estructural (económica, política), violencia emancipatoria(como en los movimientos de liberación – Lenin decía que no se puede hacer una tortilla sin romper los huevos-), o violencia dialéctica(que se registra en movimientos de carácter político-emancipatorio tanto como en las experiencias del erotismo, el misticismo, etc.[Echeverría]), violencia epistémica, o violencia “salvaje” (no institucionalizada), etc. Es obvio también que en contraste con las consideraciones biologistas, filosóficas, políticas, etc. de corte universalista que trabajan la teoría de la violencia como pulsión o estrategia transhistórica, transcultural, la evaluación crítica de la violencia requeriría más bien constantes contextualizaciones que dejen al descubierto su carácter primordialmente contingente, particularizado; contextualizaciones que implican una toma de posición política frente a las realidades analizadas. Finalmente, es también evidente que no en todos los casos la violencia es “partera de la historia”. Pero también es obvio que en tanto práctica social, la violencia popular que se da al margen o en respuesta a la violencia estructural o institucionalizada, no puede ser simplemente descartada o repudiada desde las posiciones salvaguardadas del orden burgués. En tanto práctica social, toda violencia es un lenguaje cifrado, opaco, que llama la atención sobre sí mismo, que debe ser entendido y decodificado, una lengua a través de la cual se expresan sectores desarticulados de la estructuración social y del status quo. Sectores que responden a la pregunta sobre si puede hablar el subalterno aún con la réplica arcaizante de Calibán: sólo puedo balbucear y maldecir en la lengua del amo.

Mabel Moraña é Professora de Literatura Latino Americana e Estudos Culturais na University of Pittsburgh. Autora deCrítica impura. Madrid: Vervuet, 2004, entre outros.

NOTAS


[1] ARON, Raymond apud KEANE, John. Reflexiones sobre la violencia. Madrid: Alianza Ed., 1996. p. 110.

[2] KEANE, John. Ibidem, p. 132.

[3] Idem.Ibidem, p. 115

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Fuente: http://revistazcultural.pacc.ufrj.br/violencia-en-el-deshielo-imaginarios-latinoamericanos-post-nacionales-despues-de-la-guerra-fria-2/

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/gjEq11zU0g-YOjTJH_yUUvHp4ExyEc7ICz70sDpCd4KD3CHSEaOm_27d0h_ufXAHh5DU9Q=s85

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Estudios culturales, acción intelectual y recuperación de lo político

América del Sur/Uruguay/ Septiembre 2016/Mabel Moraña/http://revista-iberoamericana.pitt.edu/

Resulta casi imposible no ver en la reciente clausura del Departamento de Estudios Culturales de la Universidad de Birmingham un alegórico signo de los tiempos que corren. Ese espacio académico, que fuera cuna de los Cultural Studies a mediados de los años sesenta, se cierra “en su forma presente”, según la información provista por el Guardian el 27 de junio de 2002, derivando sus componentes de sociología, comunicación, cultura y sociedad hacia otros institutos de estudios sociales aplicados.1 La medida responde, al parecer, a la baja clasificación que el departamento obtuviera, pese a su excelencia educativa, en los rankings anuales que estiman sobre todo el nivel de investigación realizada por los miembros del departamento en cuestión. Los rigores y restricciones de la institucionalización, que en tantos otros planos habría atentado ya, según muchos practicantes de los cultural studies, contra el espíritu mismo de esta orientación en la que convergen esfuerzos renovadores de distintas vertientes de la izquierda académica, pone punto si no final al menos suspensivo a las casi cuatro décadas de desarrollo institucional, en el ámbito británico, de esta modalidad de análisis e interpretación cultural que resiste aún el ser calificada como escuela, método o disciplina. El futuro de los cultural studies británicos enfrenta ahora, por lo menos en Birmingham, la realidad de una desterritorialización académica que exigirá nuevas formas de supervivencia y diseminación del conocimiento, nuevas estrategias y articulaciones transdisciplinarias —interdepartamentales—, nuevas políticas educativas dentro del campo de poder institucional.

No es la tarea de difusión académica ni el expansionismo transnacional de la buena nueva de los estudios culturales lo que estaría fallando, según algunos —y no sólo en el caso británico— sino quizá, podría especularse, su grado de exploración y productividad epistemológica, su rendimiento concreto y profundo en la aplicación misma de los principios del análisis, su cualidad revulsiva (o habría que decir, simplemente, política o —usando un arcaísmo— revolucionaria?). En otros contextos —en Estados Unidos.

Australia, América Latina— variantes de la versión británica continúan desarrollándose con un vitalismo en que la cantidad abrumadora de aportes parece exceder en mucho a su profundidad e innovación . En muchos casos, podría afirmarse que algunos de los mejores artículos producidos en el campo de los estudios culturales son aquellos en los que esa práctica reflexiona, en un gesto pesadamente autoreferencial, sobre sí misma: sus fundamentos epistemológicos, sus principios anti, pos o transdisciplinarios, su carencia de restricciones y definiciones metodológicas.

En un texto de 1997 Néstor García Canclini caracterizaba ya entonces el estado de los estudios culturales en el campo de las Humanidades con un término usado para describir crisis económicas: estanflación (“estancamiento con inflación”), indicando que

 

En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio (45)

 

Citaba, sin embargo, algunos logros que habrían permitido, a su juicio, en el ámbito estadounidense, “pensar de otro modo los vínculos con la cultura y la sociedad” (46) modificando sustancialmente el análisis de los discursos dentro del espacio de las Humanidades, campo que acusó más ampliamente incluso que el de las ciencias sociales, el impacto renovador de los estudios culturales.2 Y resaltaba la importancia de esos estudios sobre todo para el asedio de los problemas vinculados con el multiculturalismo tanto dentro de América Latina como en las relaciones de contacto y flujo cultural que ésta mantiene con Estados Unidos.

En todo caso, es obvio que a pesar de las múltiples debilidades que muestra hoy en día la práctica culturalista, su rendimiento teórico frente a problemas como los que presenta la globalización, su propuesta ya no inter sino decididamente transdisciplinaria, su trabajo de erosión del proyecto ilustrado y modernizador, su crítica de las identidades entendidas ontológicamente como esencias ahistóricas y administradas a partir de las ideologías e instituciones dominantes, para citar sólo algunos de los planos a que se aboca el análisis cultural, resulta insoslayable.

Quizá la gran popularidad alcanzada por los estudios culturales —popularidad que en gran medida contribuye a que el balance resulte a veces desalentador— haya sido el signo más claro de que la apertura de las Humanidades hacia la orientación originada en Birmingham responde no solamente a un agotamiento de los recursos disciplinarios ante nuevos desafíos presentados por la cultura, entendida ahora más que nunca, en tiempos de globalización, como un campo de poder, sino asimismo a una transformación radical .

El espacio social transnacionalizado. Esta transformación requeriría instrumentos inéditos, o al menos innovadoramente combinados, de análisis e interpretación. Al hablar de esas transformaciones radicales me refiero no solamente a los cambios económicos profundos del tardocapitalismo y el diseño global empresarial, sino asimismo a la cancelación de muchas de las vías que permitieron durante la vigencia plena de los proyectos modernizadores organizar respuestas orgánicas a estrategias de poder e ideologías hegemónicas a diversos niveles. Abarco, asimismo, las modificaciones profundas del sistema educativo y su articulación cada vez más estrecha al mercado cultural, desde los niveles más básicos de instrucción hasta las capacitaciones técnico-profesionales y el desarrollo de espacios de competencia (expertise) que superan en mucho lo que podía ser abarcado desde las formas más establecidas de las ciencias sociales, la hermenéutica, la semiótica y las ciencias políticas.

En este sentido, los estudios culturales parecieron ofrecer una plataforma de acción intelectual, un espacio de convergencia y debate que enfocaba prioritariamente, como espacio de análisis, los campos de fuerza que tensan y atraviesan el espacio dialógico de la cultura y los actores, agendas y estrategias que los ponen en funcionamiento. Para lograrlo, gran parte de los esfuerzos teóricos se orientó hacia una crítica profunda de la modernidad como proyecto hegemónico de las burguesías nacionales, que trasladaron al campo de la cultura las luchas por la monopolización de los discursos que ordenaban el mapa cultural y social a todos los niveles: político, educativo, histórico, recreativo.

La noción de diferencia, que plantea en diversos niveles la contracara de los discursos identitarios, nacionalistas y liberales, pasa así a un primer plano, permitiendo dar cuenta de la diversidad y conflictividad (heterogeneidad, hibridez) de formaciones sociales que no responden a los principios de conciliación y consenso que auspiciaran los proyectos republicanos desde la Independencia, sino que manifiestan, en su constitución y funcionamiento, la tensión irresuelta derivada de su condición neocolonial. El rebasamiento de los modelos que dieron base a la historiografía liberal no sólo pone en abismo las bases conceptuales de las disciplinas que se consolidan con el positivismo, sino que al mismo tiempo potencia el campo cultural como el lugar en el que se dirimen las luchas representacionales entre fuerzas políticas y sociales que se asientan no ya en raíces de territorialidad inmediata y administrada por los proyectos nacionales, sino en dinámicas reales y virtuales que rebasan la noción misma de realidad (la temporalidad, la espacialidad) promovida por la razón ilustrada y por la lógica modernizadora. La subjetividad, a nivel individual y colectivo, sufre transformaciones que alteran los procesos de (re)conocimiento, interacción y proyección social, al ser interpelada desde lugares no previstos de producción y reproducción simbólica. Los sujetos que plantean programas alternativos antihegemónicos, activados como actores sociales ya no articulados desde las plataformas de la izquierda, el sindicato, el partido, etc., elaboran agendas sectoriales que permiten movilizaciones acotadas, más reivindicativas que políticas (para utilizar una distinción setentista que va cayendo en desuso) que responden a problemáticas puntuales, que desplazan lo político a lo social, lo ideológico a lo cultural, creando flujos e intercambios entre niveles que la modernidad había creado el hábito de separar asépticamente. Lo político aparece en muchos casos apenas como un excedente (un residuo, un resabio, un epifenómeno) de lo cultural y no como la trama misma de sus interacciones.

En este panorama, los estudios culturales se mueven no sólo efectuando un diagnóstico —analítico e interpretativo— de lo social, sino como un síntoma, ellos mismos, del “nuevo orden” político, económico y cultural globalizado. El problema es, entonces, cómo recapturar lo político, desde qué plataformas, con qué propuestas, a partir de qué bases filosóficas, éticas, conceptuales, y de acuerdo a qué objetivos. Cómo relocalizar, entonces, el lugar de la cultura, para evitar su reificación. Sin que esto haga necesaria una base consensual ni una recuperación de los universales que marcaron los proyectos de la modernidad, es evidente que el problema llama a una reagrupación, aunque sea estratégica, del pensamiento crítico y de las políticas alternativas a la globalización, y a una redefinición del lugar del intelectual en las escenas locales, regionales, nacionales y transnacionales.

En este sentido, los estudios culturales han ayudado, por un lado, a vislumbrar plataformas posibles para la reubicación del intelectual, tanto a nivel académico como en las instancias de actuación pública e independiente que abrirían lugares inéditos de acción y reflexión, desde las funciones educativas a las posiciones vinculadas a la administración del mercado de los bienes simbólicos, desde los puestos de trabajo de las ONGs hasta las capacitaciones tecnológicas avanzadas, desde el advisement en el terreno de las políticas culturales alternativas hasta las cercanías más peligrosas de asesoramiento al poder estatal.

Es evidente, en todo caso, que la función del intelectual moderno como vocero del nacionalismo o como humanista/político programáticamente “situado”, articulado o contrapuesto al Estado y sus instituciones, va dejando lugar —y esto varía según los contextos culturales— al intelectual como figura de negociación o mediación que existe en los intersticios entre disciplinas, espacios de poder, ideologías, territorios, cuyo valor se establece no sólo en gran parte en la medida en que los productos —saberes— que es capaz de colocar en el mercado de bienes simbólicos capturan las necesidades y la imaginación de un mercado omnipotente y omnipresente, local y al mismo tiempo globalizado.4

Por otro lado, los estudios culturales impulsaron también otras modalidades de acción intelectual que, marcadas por la voluntad de conquistar una “vanguardia” políticoideológico-cultural ante el vacío de propuestas antihegemónicas orgánicas, convirtieron la reflexión sobre la diferencia en una escena de autoreconocimiento, en la que el intelectual explora nuevas formas posibles para afirmar su centralidad y mesianismo frente a una otredad que sirve primariamente como confirmación del yo que piensa. En el artículo antes citado, García Canclini, llama la atención sobre la necesidad de “pasar del énfasis sobre la identidad a una política de reconocimiento” y sobre la conveniencia de distinguir, entonces, en la elaboración de políticas antihegemónicas, “entre conocimiento, acción y actuación; o sea entre ciencia, política y teatro”:

Un conocimiento descentrado de la propia perspectiva, que no quede subordinado a las posibilidades de actuar transformadoramente o de dramatizar la propia posición en los conflictos, puede ayudar a comprender mejor las múltiples perspectivas en cuya interacción se forma cada estructura intercultural. Los estudios culturales, entendidos como estudios científicos, puede ser ese modo de renunciar a la parcialidad del propio punto de vista para reivindicarlo como sujeto no delirante de la acción política. (60)

Creo que la tentación por reafirmar el protagonismo intelectual desde posiciones de centralidad y privilegio atenta principalmente contra una verdadera recuperación de lo político, entendido ya no sólo como el teatro en que se escenifican y dirimen las luchas de poder a nivel simbólico y representacional, sino como un espacio participativo y creativo de resistencia y movilización social.

En esta economía de acciones y principios, plataformas y parámetros conceptuales, los estudios culturales siguen constituyendo una arena importante y al mismo tiempo movediza e inestable de intercambio y elaboración, cuyo principal desafío quizá sea el de resistir los peligros de la cooptación institucional y aprender a desarrollar estrategias ya no sólo de supervivencia sino de autocuestionamiento y control de calidad .

Hasta ahora, el desmontaje de la ilustración y la modernidad ha sido mucho más efectivo que el del neoliberalismo y la globalización, y la crítica a la institucionalidad académica, la restricción disciplinaria y el exclusivismo humanístico mucho más productivos que las estrategias para reemplazarlos con proyectos verdaderamente democráticos en el interior de los cuales sobrevivan la independencia intelectual y las políticas de inclusión tanto como las posibilidades de conflicto, intercambio y pluralización. Si bien ya es evidente que los estudios culturales han triunfado en la tarea de colonizar el estatuto de las humanidades y las ciencias sociales, queda aún por probarse su verdadera capacidad de intervención y de interpelación política. Esto permitiría saber, una vez desmontada la modernidad, qué hacer con sus fantasmas.

BIBLIOGRAFÍA

Curtis, Polly. “Birmingham’ Cultural Studies Department Given the Chop”. http:// education.guardian.co.uk (7/16/2002)

García Canclini, Néstor. “El malestar en los estudios culturales”. Fractal 6 (otoño 1997): 45-60.

Moraña, Mabel. “Revistas culturales y mediación letrada en América Latina”. (en prensa).

Yúdice, George. “Estudios culturales y sociedad civil”. Revista de Crítica Cultural 8 (Mayo 1994): 43-53.

_____ “La reconfiguración de políticas culturales y mercados culturales en los noventa y siglo XXI en América Latina”. Número especial: Mercado, editoriales y difusión de discursos culturales en América Latina.

María Julia Daroqui y Eleonora Cróquer, eds. Revista Iberoamericana LXVII/197 (Octubre-Diciembre 2001): 639-60.

Fuente :

http://revista-iberoamericana.pitt.edu/ojs/index.php/Iberoamericana/article/viewFile/5668/5815

Fuente imagen:

https://lh3.googleusercontent.com/WcbPlGLmCw0f-pSurmWbPC4KOHS3Cq7JCvrxrNey4k81GeO_Wj-FOic-zfeI5ZPhOvZLvnA=s85

 

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