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Si las mujeres no nos unimos, perderemos la lucha por la igualdad

Pablo Gentili

Entrevista a Carmen Beramendi, ex secretaria nacional de políticas para las mujeres de Uruguay.

Entrevista a Carmen Beramendi, una de las más destacadas feministas uruguayas. Ha sido presa política durante la dictadura militar y, luego del regreso a la democracia, se transformó en la primera mujer diputada de su país. Fue secretaria nacional de política para las mujeres del primer gobierno de Tabaré Vázquez. Actualmente, es directora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO, en Uruguay.

Beramendi analiza la persistencia de las desigualdades de género en uno de los países con mejores niveles de justicia social en Latinoamérica. Realiza así un recorrido por algunos de los complejos vaivenes que ha transitado la lucha por la igualdad en la administración del Frente Amplio, una coalición de partidos y organizaciones de izquierda que gobierna el país desde 2005.

¿Quién es Carmen Beramendi?

Me defino como una luchadora, que desde muy pequeña ha trabajado desde varias trincheras por la igualdad y la justicia social. Vengo de una familia de clase media. Mi padre era una persona muy honrada y mi madre era una mujer cristiana, de ese cristianismo que hoy casi se ve en desuso, solidaria y generosa. Mi padre era médico veterinario. Mi madre había estudiado el profesorado de inglés, pero mi padre no la dejó terminar la carrera porque creía que ella debía dedicarse a las cuestiones domésticas. Soy hija, como muchas mujeres, de una madre con muchos deseos silenciados. Eso marcó mucho mi vida tempranamente.

Me siento una mujer rebelde en términos existenciales. Rebelde contra la hipocresía y el doble discurso. Esto encontró expresión en mi participación política. Primero, como militante estudiantil en la facultad de medicina de la Universidad de la República. Fue allí que viví las primeras experiencias como activista, pero también las primeras formas de discriminación. Experiencias que al principio naturalizaba y no interpretaba como mecanismos de discriminación de género, pero que con el tiempo fui comprendiendo, oponiéndome vigorosa y vitalmente contra ellas.

Entré a la facultad de medicina con 17 años y ya en el primer año me transformé en dirigente de uno de los grupos estudiantiles más radicalizados. Era 1968, un año explosivo en el mundo. También en Uruguay.

Pronto comencé a militar en el Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros. Pensaba que ese era el camino que acortaba la conquista del poder y la revolución. Como tantos otros, fui presa. Estuve siete años en la cárcel. Mi compañero estuvo trece. Yo estaba comenzando el 4º año de la facultad y acababa de ganar un concurso como docente de bioquímica. El 3 de octubre de 1972, unos meses antes del inicio de la dictadura, caí presa. Tenía 22 años recién cumplidos… y una hija de ocho meses.

Estuve los tres primeros años en la cárcel con mi hija, en un pabellón con 30 mujeres que también estaban acompañadas con sus niños y niñas. Creo que allí tuve el proceso de aprendizaje político más importante de mi vida. Un aprendizaje que me acompaña hasta hoy: nunca más por los demás; todo y siempre con los demás. Soy muy autocrítica con esa perspectiva vanguardista e iluminada de lo que debía ser la lucha de los pueblos. Con los demás todo, sin los demás, nada.

Salí de la cárcel convencida de que la alternativa en el Uruguay era el Frente Amplio y que lo que yo debía era trabajar para que la gente se organizara y luchara por sus derechos.

Traté de volver a la universidad, pero no me dejaron, entonces estudié psicomotricidad.

Me gradué pero tenía que trabajar para sustentarme. Vivía sola con mi hija y, aunque trabajaba en una gran corporación como empresa láctea Conaprole, no llegaba a pagar mis cuentas. Los fines de semana animaba cumpleaños infantiles. Teníamos una pequeña empresa que se llamaba Arco Iris: tocaba la guitarra, hacía títeres, cantaba.

Un día vi un llamado a concurso del Ministerio de Pesca. Me presenté. Éramos tres mujeres y 30 varones. Quedamos dos mujeres y, finalmente, lo gané yo. Te confieso que desde esa ocasión pienso que si en la política hubiera concursos, seríamos muchas más mujeres. Ingresé así a la industria de la pesca como jefa de control de calidad. Allí empecé a formarme como dirigente sindical, aunque sólo podíamos hacerlo de manera semiclandestina. Todavía estábamos en dictadura y se perseguía y amenazaba a los dirigentes gremiales. No fue fácil volverme dirigente sindical en un medio dominado por varones y en el marco de una dictadura. Fue duro, muy duro.

Ya en democracia, y como presidenta del sindicato de pesca, me tocó participar del Consejo de Salarios. Eran 38 grupos de todos los sectores y sólo dos representantes éramos mujeres.

Ingresé al Partido Comunista, que era parte del Frente Amplio. En 1989 fui candidata a diputada nacional y, siendo electa, ejercí el mandato entre 1990 y 1995. Fui la primera diputada de izquierda electa en el período democrático. El primer gobierno democrático después de la dictadura, entre 1985 y 1990, no hubo ninguna mujer en el Parlamento, ni de izquierda ni de derecha. Terminaba la dictadura, las mujeres habíamos luchado, como en toda América Latina, pero, en lo que parecía ser el país más igualitario de la región, ninguna mujer llegó al parlamento hasta 5 años después de instituida la democracia. Fue en ese momento que me volví feminista, casi sin darme cuenta.

Terminé el mandato de diputada y me dediqué a diversas tareas de asesoramiento programático en el Frente Amplio. Volví a la militancia social, ahora sí, fundamentalmente, en el movimiento de mujeres.

¿Cómo fue tu experiencia al frente de las políticas para las mujeres durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez?

Antes del primer gobierno del Frente Amplio, en Uruguay, existía el Instituto de la Familia y la Mujer. Para nosotros, la propia denominación nos resultaba inconveniente. Obviamente, creíamos que la familia debería ser un tema tanto de hombres como de mujeres. ¿Por qué asociarlo sólo a las mujeres? Desde hacía algunos años, el movimiento de mujeres uruguayo, con un núcleo muy importante del movimiento feminista, había generado y colocado en la agenda pública la necesidad de que existieran herramientas legales e institucionales que fomentaran las políticas públicas en la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres. Nuestro programa de gobierno contemplaba una serie de reivindicaciones importantes en materia de género. Cuando el presidente Tabaré Vázquez me convoca, ingresé con aprobación unánime de todos los sectores del Frente Amplio. Para mí, esto fue muy importante porque yo provenía del campo sindical y no del movimiento feminista. De cierta forma, haber hecho estudios de posgrado sobre temas de género me brindó un nivel de validación importante con la sociedad civil y con diversos sectores de la izquierda, los cuales fueron determinantes para expresarle al presidente Tabaré que asumiría ese importante desafío sólo si hubiera condiciones para cumplir algunos objetivos fundamentales.

¿Cuáles fueron esas condiciones?

Construir colectiva y participativamente un proceso de ley, así como la promoción de un plan de igualdad que fuera asumido como compromiso de todo el gobierno. Tabaré se entusiasmó y asumió la propuesta, brindándole un fuerte respaldo del Gobierno a la implementación de un conjunto de políticas de género que tuvieron un carácter fundamente. Hicimos asambleas en todo el territorio nacional, y terminamos aprobando el plan general en una asamblea en Paso de los Toros, en el centro del Uruguay, con más de 3 mil mujeres. Una cifra que, en un pequeño país con 3 millones de habitantes, no deja de ser importante. Había mujeres representantes de todos los pueblitos, poblados y departamentos del país. Fue un proceso muy conmovedor. Tengo el privilegio de haber estado en esa histórica asamblea que marcó un hito en la lucha por la igualdad de género en el Uruguay. 3 mil mujeres de los más diversos sectores sociales, con la más diversa formación y de las más diversas actividades profesionales y adscripciones políticas, allí a orillas del Río Negro, el Río Hum como lo llamaban los primeros habitantes de nuestro territorio, le presentamos al Gabinete de Ministros el plan de igualdad construido por todas esas mujeres del país. Hoy me emociono de haber sido parte de este proceso fundante.

¿En qué año ocurrió esto?

Fue en el año 2006.

Yo había asumido en el 2005 y lo primero que hice fue cambiar el nombre al Instituto de la Familia y la Mujer. No sólo nos parecía problemática la exclusiva relación de la familia a “la mujer”, sino también el uso del singular para referirse a nosotras. Teníamos muy claro que cualquier instancia de políticas de género debía reconocer el carácter plural de las mujeres, abordando nuestras problemáticas y demandas comunes, pero también nuestras especificidades asociadas a la clase social, a la etnia y la raza, a la orientación sexual, a nuestra inserción territorial. Reconocer a las mujeres en plural significaba contribuir desde la política pública a la constitución de un sujeto colectivo y, al mismo tiempo, permita dar cuenta de las muy diversas formas de ser mujer en nuestro país.

Se trataba de construir un sujeto visible en la sociedad uruguaya; una sociedad cuya historia está atravesada por lo que hemos denominado el «espejismo de la igualdad”.

¿En qué consiste el “espejismo de la igualdad”?

Uruguay siempre se ha jactado de ser una sociedad hiperintegrada. Diferente a casi todo el resto de las naciones latinoamericanas. Esta creencia, que ha funcionado como una suerte de espejismo, también ha sido un gran valor que desde el gobierno hemos tratado de aprovechar. Sabiendo que no era del todo verdadera esta presunción, también sabíamos que había que apoyarse en ella para construirla como un hecho real. Esta percepción idílica del Uruguay como tierra de igualdad se construyó gracias al ideal de educación común de José Pedro Varela: aquellos que se sentaran juntos en los bancos de la escuela se sentirían iguales. Una perspectiva que se consolidó y amplió con el batllismo, construyendo un imaginario colectivo muy poderoso sobre la naturaleza igualitaria del Uruguay, un país en donde “todos éramos iguales”. Cuando asumimos el gobierno sabíamos que teníamos que deconstruir esta idea, jerarquizando al mismo tiempo el valor de la igualdad. Fue una cuestión muy compleja, porque en general te decían: “estos no son problemas que tenga el Uruguay”.

¿Te refieres a los problemas de género, por ejemplo?

Sí, a la identidad y a las desigualdades de género. Por ejemplo, nos decían: “ustedes vienen con eso que no existe en Uruguay”.

¿Pero cómo fue que pasaron de un Instituto de la Familia y la Mujer al Instituto Nacional de las Mujeres?

Hubo una decisión gubernamental fuerte. Se creó el Ministerio de Desarrollo Social que nuclearía al Instituto de la Juventud, al Instituto de la Infancia y la Adolescencia y al Instituto Nacional de las Mujeres. Hubo que crear toda una estructura nueva para que pudieran funcionar. Imagínate que la directora del Instituto de la Familia y la Mujer no tenía siquiera una remuneración que reconociera su cargo, sino que recibía, por ejercerlo, un caché de bailarina.

Todo un símbolo, especialmente, pensando que estábamos en el año 2005.

Sí, en efecto. A pesar de nuestra fama de igualitarios, es impresionante el rezago de Uruguay con relación a otros países latinoamericanos que, por ese entonces, ya iban por el segundo o tercer plan de igualdad. Se pensaba que nuestro país no tenía desigualdades de género.

Por eso, también, uno de los primeros desafíos que debimos enfrentar fue construir un sistema de información de género. No fue sencillo que se destinaran recursos específicos para que se construyera información que diera cuenta de esto. Hubo una gran disputa en el proceso de construcción de información que valide y ayude a promover políticas de igualdad de género. Tampoco había en el país servicios de atención especiales para situaciones de violencia de género. El Estado uruguayo está dividido en 19 departamentos, en un primer momento instalamos servicios de atención específica para casos de violencia de género en 13 de ellos. Además, en ese periodo se sancionaron varias leyes importantes en este campo, como la Ley de Igualdad de Derechos y Oportunidades entre Hombres y Mujeres, la Ley de Trabajo Doméstico y la Ley de Acoso Sexual en el Trabajo.

Fue un ambicioso y amplio trabajo legislativo para fundar una legislación igualitaria en lo que se suponía era el país más igualitario de América Latina.

También, creamos la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, con la cual enfrentamos una compleja y triste situación. Nuestro presidente vetó esta ley. El hecho fue, sin lugar a dudas, muy complicado para gran parte de las mujeres que militábamos en la izquierda uruguaya. Fue una derrota muy dura. Y ocurrió en nuestro propio gobierno. Creo que ella opaca algunas de las grandes conquistas que tuvimos durante esos años, como las leyes que te mencioné.

¿Cómo vivió esta situación el movimiento de mujeres uruguayas?

Horrible. Fue espantoso para todas y, naturalmente, para mí que estaba al frente del Instituto Nacional de las Mujeres y que habíamos promovido la ley.

Nosotros habíamos instituido que los 8 de marzo, todos los ministerios tenían que rendir cuenta de sus políticas en materia de igualdad de género. Cada año se instalaba una meta y, al año siguiente, los ministros debían rendir cuentas si la habían logrado o no.

El primer 8 de marzo después del veto de la ley, yo estaba totalmente decidida a expresar mi dolor, mi frustración y mi rechazo a este veto presidencial. Hablé con la ministra de desarrollo social, Marina Arismendi, y le dije que en el acto del Día Internacional de las Mujeres iba a manifestar mi rechazo al veto. Ella me respaldó y me dijo que estaba en todo mi derecho de hacerlo. Así fue que expresé que las mujeres uruguayas no se merecían ese veto, expuse el profundo dolor que nos generaban las muertes por los abortos clandestinos; por las pésimas condiciones de sanitarias; por el riesgo que miles de mujeres sufrían, sin protección ni cuidado; por las asimetrías entre las mujeres ricas y las mujeres pobre. Dije todo lo que pensaba, sabiendo que sería mi última intervención en el gobierno de Tabaré Vázquez. Estaba, sin embargo, tranquila y sabía que todo lo que había dicho era lo que mis convicciones y mi conciencia exigían.

Quizás en otros países esto parezca poco habitual, pero, aunque expuse abiertamente mi oposición al veto, nadie pidió mi renuncia y seguí trabajando activamente en la defensa de la igualdad de género desde el gobierno.

¿La ley de despenalización del aborto se aprueba finalmente durante el gobierno de José Pepe Mujica?

Sí, como iniciativa del Parlamento. Durante el gobierno de José Mujica el congreso nacional tuvo un papel determinante en la promoción de la igualdad de género: la Ley de Matrimonio Igualitario, la Ley de Salud Sexual y Reproductiva, entre otras. En ese período la bancada bicameral femenina cumplió un rol muy interesante, con mujeres de todos los partidos que trabajaron juntas, aunque, en verdad, eran muy poquitas. En Uruguay, la representación política de las mujeres es casi insignificante. En materia de representación política de las mujeres estamos en niveles más bajos aún que algunos países árabes.

Cuando ocurrió el veto a la ley de despenalización del aborto, la movilización fue muy fuerte. Durante el gobierno de Mujica, se hizo un plebiscito contra la legislación del aborto, promovido por varios ex presidentes. Se buscaba acabar con el proyecto de ley, pero sólo votó por la derogación el 8,92% de la ciudadanía. Es decir que nadie respaldó la derogación de la ley. Cuanto más avanzaba el debate, más apoyos ganábamos. La gente empezaba a entender que no se trataba de estar a favor del aborto, se trataba de estar a favor del derecho a decidir.

¿Por qué la participación política de las mujeres en Uruguay es tan baja?

Cuando yo entré al parlamento, en 1990, era la única diputada por el Frente Amplio. Fuimos elegidos 20 diputados de la izquierda. Yo era la única mujer.

Durante el primer gobierno de Julio María Sanguinetti (1985-1990), no hubo ninguna mujer en el Parlamento. Eso fue muy escandaloso y en el gobierno de Luis Alberto Lacalle, fueron elegidos 120 legisladores, 6 de ellas, mujeres.

Esto sólo comenzó a cambiar cuando fue aprobada la Ley de Cuotas.

Mira lo patético que es el Uruguay que, en general, tanto en la izquierda como en la derecha, todavía es muy difícil reconocer la necesidad de las cuotas y de las acciones afirmativas. Está presente ese discurso de que cada uno se lo tiene que ganar por su propio mérito. Muchas mujeres dicen: “no quiero entrar por la cuota sino que quiero entrar por lo que yo valgo”.

¿Cuándo se aprobó la Ley de Cuotas?

Se aprobó en el gobierno del presidente Pepe Mujica, por un 20% de representación y, fíjate tu: por un único período de aplicación. Se supone que primero debíamos ver qué ha pasado con la ley, evaluar si funcionó y, si lo hizo, hacer una nueva ley. Ahora presentaremos una Ley de Paridad, para establecer la igualdad en los niveles de representación. Hasta el momento no hemos tenido mucha suerte. Si con las cuotas no nos ha ido bien, no tengo muchas esperanzas que nos vaya mejor con el establecimiento de la paridad.

¿La cuota aumentó la representación de las mujeres?

Sí, aumentó. Hay un mayor porcentaje de mujeres ahora. En el Senado, nunca habíamos tenido la representación de mujeres que existe ahora. La cuota permitió un avance significativo. Igualmente, hay mecanismos que habilitan que, por ejemplo, una mujer que había entrado a la Cámara de Diputados sea llamada para un cargo en el Ejecutivo y, en su lugar, entre un hombre. Hay una cantidad de trampas en el propio mecanismo de la cuota, que hacen que no se garantice que si se va una mujer entre otra mujer. Esto, en algunos países con mecanismos paritarios, como Bolivia y Ecuador, es distinto.

Tu mencionas el mito o el espejismo de la igualdad que se ha construido en Uruguay, algo que también se asocia a un dato que quizás a muchos quizás les sorprenda: Uruguay es uno de los países que tiene más altas tasa de violencia de género en Latinoamérica.

El indicador más importante y terrible que tenemos es el de las muertes: el porcentaje de femincidios en mi país es seis veces superior al de España. El argumento que suele esgrimirse como justificativa es que el Uruguay tiene un buen registro de homicidios, algo que otros países latinoamericanos no disponen de manera confiable. Esto explica una parte del problema, pero no todo. Cuando el Observatorio de Género de la CEPAL utiliza el indicador de las muertes de mujeres, lo hace, en toda América Latina, utilizando los datos oficiales. Según estos datos, Uruguay tiene una cifra pavorosa de muerte de mujeres en mano de los hombres. Un hecho grave porque lo que sí dispone Uruguay es un sistema de prevención que funciona, evitando que este número de femicidios sea aún mayor.

Así mismo, la intervención del Estado en este campo todavía está muy lejos de ser satisfactoria. Por ejemplo, la legislación prevé que tú apliques una medida cautelar cuando una mujer va al juzgado. Por medio de ésta, el hombre que ha hecho uso de la violencia no puede acercarse a su víctima. El problema es que luego no tienes ningún mecanismo estatal que te garantice o que proteja a la víctima. Y el principio de no acercamiento pocas veces se cumple. Los hechos de violencia contra las mujeres vuelven a repetirse cuando hay impunidad o falta de eficacia en el control público.

Las mujeres deberemos enfrentar fuertes y complejas batallas. Hemos alcanzado grandes conquistas colectivas, pero aún tenemos grandes desafíos por delante. El patriarcado constituye una de las estructuras de poder más eficaces en nuestras sociedades. Nuestras luchas lo debilitan, pero el patriarcado sobrevive y renace. O nos unimos o será cada vez más difícil. Si las mujeres no nos unimos, perderemos la lucha por la igualdad.

Fuente de la Entrevista:

http://elpais.com/elpais/2017/03/06/contrapuntos/1488767117_213146.html

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México: la reforma educativa en debate

Por: Pablo Gentili

Presentamos aquí dos perspectivas sobre la reforma educativa mexicana. Elsie Rockwell, investigadora emérita del CINVESTAV de México, nos aporta su visión crítica sobre el proceso de cambios promovido por la gestión del presidente Enrique Peña Nieto en el sistema educativo del país. Por su parte, Sylvia Schmelkes, Consejera Presidenta del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación de México, observa avances y desafíos en el proceso de reforma escolar iniciado hace cuatro años. Dos enfoques de dos grandes intelectuales mexicanas que nos ayudan a comprender las dimensiones de una reforma que ha generado controversias, la decisión oficial de llevarla adelante más allá de los conflictos generados, así como la de sectores académicos y sindicales de oponérsele firmemente. Un debate necesario y urgente en uno de los países más desiguales del continente.

¿Por qué se impone por la fuerza una reforma educativa en México?

 Elsie Rockwell

 Una reforma educativa no se puede examinar fuera del contexto social, político e internacional en que se produce.

La situación general en México desde mucho antes de 2012 ha sido grave. La llamada “guerra contra el narco” ha llevado a una militarización abierta de amplios territorios. Las políticas y los actos de represión hacia la población civil han provocado crecientes movilizaciones de protesta en muchos frentes. No fue un hecho menor la brutal campaña mediática de desprestigio contra los maestros durante el año electoral de 2012. El 21 de diciembre de ese mismo año, tres semanas después de que Peña Nieto asumiera el cargo de presidente, el Congreso de la Unión aprobó el decreto de cambios al Artículo 3ro Constitucional, adicionando al texto existente sobre el derecho a la educación varias fracciones de una extensión desproporcional. Entre otras cosas, estipulaba que «El Estado garantizará la calidad en la educación obligatoria”. Agregaba en detalle los cambios centrados en la evaluación del desempeño docente que deberían ser objeto de leyes posteriores.

La frase del artículo constitucional modificado que disparó la protesta del magisterio sindicalizado fue: “La ley reglamentaria fijará los criterios, los términos y condiciones de la evaluación obligatoria para el ingreso, la promoción, el reconocimiento y la permanencia en el servicio profesional con pleno respeto a los derechos constitucionales de los trabajadores de la educación». Este enunciado tenía implicaciones laborales retroactivas, pues cancelaba todo derecho laboral y contractual de los maestros en servicio que no estuvieran anteriormente en la Constitución. En los hechos, se vetaba cualquier acción jurídica individual o colectiva frente a las nuevas disposiciones. Las autoridades argumentaban que no se daría marcha atrás a una reforma que, según sostenían, era prioritaria, estructural y sacaría al país de la crisis.

En consonancia con la “amnesia histórica” que suele caracterizar a las reformas educativas, esta también presumía un borrón y cuenta nueva con todo lo logrado por las políticas públicas desarrolladas en el sector durante las últimas cinco décadas. Hizo a un lado las instituciones formadoras del magisterio, al abrir la profesión a egresados de cualquier carrera. Muchos maestros y educadores denunciaron la ausencia de cualquier contenido educativo en las tres leyes aprobadas durante el primer año del régimen. La descalificación generalizada del “desempeño docente” desdeñaba el esfuerzo de numerosos colectivos de profesores de educación básica por apropiarse y adecuar a sus contextos las sucesivas reformas previas y de generar programas pedagógicos alternativos, en un sistema público centralizado, pero que tenía márgenes de autonomía que permitían adaptar los programas a la diversidad social y cultural de los alumnos.

Cuatro años y decenas de muertes después, las voces de muy diversos sectores incluyendo la de muchos académicos se han sumado al rechazo de una reforma que es punta de lanza de una nueva embestida neoliberal. El conjunto de las reformas estructurales recientes y en proceso en México, como en otros países, acelera el despoblamiento de amplios territorios, legaliza el despojo de los recursos naturales (bosques, petróleo y minerales, agua, biodiversidad y suelos fértiles) y cancela derechos sociales y laborales. También destruye patrimonios naturales y culturales (como el maíz, amenazado por las semillas transgénicas) y privatiza de manera subrepticia la seguridad social y los servicios de salud y educación. Todo ello se impone con un creciente despliegue de la fuerza pública, incluyendo la militar, para resguardar sus privilegios y reprimir a la protesta social y a los periodistas que hacen pública esta situación.

En este contexto, se produjo una movilización magisterial en la mayoría de los estados que incluyó huelgas, cierre de carreteras, plantones y otras acciones públicas de rechazo a la reforma, bajo las consignas de la defensa de los derechos laborales y de la educación pública. El gobierno controló a la dirigencia del Sindicato oficial, el SNTE, pero numerosos profesores se unieron a la convocatoria hecha por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, la CNTE, sector disidente dentro del mismo sindicato. En julio de 2015, después del terrible ataque a la población civil y a maestros en Nochixtlán, Oaxaca, se abrió un infructuoso periodo de diálogo entre la CNTE y la Secretaría de Gobernación, el cual quedó suspendido al poco tiempo por la parte oficial. Mientras tanto, la Secretaría de Educación Pública, la SEP, firmó un acuerdo paralelo con la dirigencia oficial del SNTE, que consistió en reprogramar la periodicidad y revisar el contenido de las evaluaciones, concesión que convino a ambas partes además de desmovilizar a una parte del magisterio. Además, la SEP aceleró la presentación de un Modelo Educativo que se sometió a consulta en Foros durante 2016 y prometió nuevos programas para el 2017.

¿Qué implica actualmente una reforma calcada sobre muchas que han fracasado en otros países y que fueron adoptadas a finales del siglo pasado? En ningún caso se ha demostrado que reformas que inician con la aplicación universal de exámenes estandarizados de alto impacto hayan logrado elevar la calidad de la educación de manera equitativa. El resultado sobresaliente de este tipo de reformas siempre ha sido la polarización de los sistemas educativos. En un polo se sitúan las escuelas de “buena calidad”, para minorías favorecidas. En el otro polo se encuentran escuelas carentes de recursos para los alumnos excluidos de los mejores servicios por los costos indirectos e incluso por expulsión directa, particularmente si tienen problemas de aprendizaje o disciplina. Quedan fuera del servicio público gratuito millares de niños y jóvenes, quienes se convierten en la población meta para la creciente oferta de certificación de dudosa calidad por escuelas privadas de lucro. Se trata de otro mecanismo para socializar los costos y privatizar las ganancias. Aparentemente, el principio de calidad (término ambiguo pues puede ser buena o mala) mata equidad (que sólo puede ser o no ser).

Es significativo que expertos en evaluación cuantitativa del desempeño docente, como Perrenoud, Wiliam, Berliner y Darling-Hammond actualmente estén proponiendo alejarse de la evaluación universal. En su lugar, apoyan modelos locales, con acompañamiento formativo constante y confidencial para los docentes que lo requieran. Muchos modelos recientes prevén la evaluación integral de todos los actores y factores involucrados en el proceso educativo. De particular importancia es la inclusión de formadores de maestros, un sector totalmente excluido de la actual reforma en México. Este tipo de evaluación es justo lo que proponen los maestros que protestan contra la reforma y que plantean alternativas para la evaluación universal en curso. Reformas exitosas en otros países, como el tan citado caso de Finlandia, primero elaboran y prueban el currículo, luego organizan la formación de los docentes, y hasta el final lo implementan y evalúan. El proceso que toma cerca de una década. En cambio, la lógica actual en México favorece la imposición de reformas con plazos políticos perentorios que suelen generar sucesivos fracasos. Cambiar esta lógica requiere romper con los marcos sexenales que dictan nuestros calendarios de políticas públicas.

Un efecto grave de la actual reforma en México ha sido la jubilación masiva de maestros con experiencia, temerosos de perder no sólo su trabajo si no también su pensión. Esta situación ha sido tan significativa que, en algunas zonas y estados, ha sido difícil cubrir las necesidades con los maestros que ingresan por examen. Quienes han estudiado los procesos de formación docente reiteran la importancia de los primeros años en servicio, más allá de la educación formal, como clave para el desarrollo de buenos docentes. En México, esos años a menudo se viven en las escuelas rurales más aisladas y las periféricas de la ciudad, donde aprenden a enseñar con el apoyo intermitente de familiares o compañeros del gremio. Al abrir el servicio docente a los egresados de cualquier profesión, sin pedir requisitos de mayor estudio pedagógico, la reforma propicia una ruptura de la cadena de transmisión informal del saber enseñar, que sólo puede ocurrir entre formadores y maestros con experiencia y los nuevos que se integran a la docencia. Las campañas de desprestigio hacia la carrera y la amenaza a la estabilidad laboral también están ocasionando una merma en el número de jóvenes que optan por ingresar a la carrera o incluso a presentarse al proceso de evaluación.

Los resultados de reformas similares en otros países, sobre todo en los Estados Unidos, han sido documentados, por ejemplo, con la clausura de miles de escuelas públicas, sobre todo en los centros de las grandes ciudades que anteriormente proveían un buen nivel de vida a una clase obrera industrial: el cinturón de óxido. Se trata de guetos semi-abandonados que recobran poco a poco el interés de las empresas de bienes raíces por la tendencia hacia la gentrificación de las grandes urbes. Cerrar escuelas públicas, una vez establecida su “mala calidad”, obliga a las familias que permanecen en sus barrios a enviar a sus hijos a escuelas alejadas o intentar que sean aceptados por las escuelas privadas chárter que ocupan el vacío creado y que imponen una disciplina cuasi-militar. El efecto neto, como lo señalan muchos, es el debilitamiento del tejido social y comunitario en torno a las escuelas y el descenso de la participación de padres de familia en la vida escolar.

En América Latina, se instala la misma política de clausura de escuelas. En México, el cierre de cien mil centros escolares, anunciada hace poco por la Secretaría de Educación Pública, se dirige en este caso a miles de pequeñas escuelas multigrado que atienden a la población rural e indígena. El argumento para cerrar estas escuelas es su lejanía y “mala calidad” y los costos elevados por alumno, aunque son las que menos apoyos oficiales reciben y a menudo han sido construidas por las propias comunidades. Estas escuelas se encuentran en territorios que también son codiciados, en este caso por conservar las reservas de minerales, petróleo, agua, viento, bosques, flora y fauna que buscan las industrias de la extracción. Los habitantes, protectores o guardianes de esos territorios, estorban. En muchos casos, las zonas de escuelas rurales coinciden también con territorios en las que avanza el control político y social que ejerce el crimen organizado, dedicado tradicionalmente al narcotráfico, pero se expande hacia otros negocios ilícitos. La clausura de las escuelas públicas significa entre otras cosas un retiro del Estado de esos territorios. 

En la mira están también los puertos del Pacífico Sur, ubicados en los estados de mayor cantidad de comunidades rurales e indígenas, y por supuesto, con mayor cantidad de escuelas multigrado. La clausura de estas escuelas rurales acelera el desalojo del campo, pretende concentrar a los niños y jóvenes en las escuelas urbanas “de calidad” e integrarlos a un mundo en el que una mayor escolaridad ya no garantiza un ingreso que permita ni siquiera mal vivir. En ese mundo al que arriban, miles de jóvenes arriesgan la vida con las únicas opciones disponibles para los sin-tierra: jornadas expuestas a tóxicos en campos y minas, migración forzada a un país que los expulsa; trabajo sucio, con la muerte segura tarde o temprano, en el crimen organizado, en las fuerzas públicas para combatirlo o incluso en el trabajo digno en los medios de información o luchando por los derechos humanos.

Dadas las múltiples luchas que convergen en torno al campo en México, la lucha por la tierra, por los recursos forestales, por el agua, por la seguridad, por el derecho de organización comunitaria, por la lengua y la cultura, por la continuidad de la producción agrícola sustentable y por el maíz y toda la cultura de la milpa (chacra), es de vital importancia emprender la lucha por el derecho a la educación pública, gratuita, de buena calidad para los niños y jóvenes en su lugar de residencia. Esto implica defender sobre todo la continua existencia de las escuelas multigrado y mostrar que lejos de ser menor calidad, son una opción incluso preferida en un gran número de países con altos niveles educativos, como Nueva Zelanda.

¿Por qué se impone a la fuerza esta reforma? Todo apunta hacia lógicas que rebasan con mucho un dominio educativo e involucran fuertes intereses políticos y económicos. El gobierno apela a los derechos de los niños y jóvenes, pero en los hechos viola sus derechos actuales y futuros, con acciones que trastornan la administración escolar y distraen a todos los docentes de su tarea principal, dedicar el tiempo prioritariamente a la enseñanza en sus clases. Los recursos disponibles se dedican de manera desigual y discrecional a programas para apoyar aún más a las escuelas favorecidas y dejar a su suerte las más marginadas. Se suprimen además los programas prometidos de ofrecer mayor formación a los profesores.

Por lo anterior, me atrevo a vaticinar que esta reforma, al contrario de lo prometido, logrará polarizar más el sistema, fortalecerá la creciente privatización de las vetas redituables y subvencionadas de la educación pública y provocará un descenso dramático de la calidad y equidad de la educación pública.

 Elsie Rockwell es investigadora emérita en el Departamento de Investigaciones Educativas del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional, CINVESTAV, Ciudad de México. Ha investigado los campos de la historia y la antropología de la educación. En 2007, recibió el Premio Clavijero del Instituto Nacional de Historia y Antropología y en 2013 el Premio Spindler del Council of Anthropology and Education de la American Anthropological Association. Ha publicado La escuela cotidiana (FCE, 1995), Hacer escuela, hacer Estado (El Colegio de Michoacán, 2007) y La experiencia etnográfica (Paidós, 2009).

 Desafíos y avances en la reforma educativa mexicana

 Sylvia Schmelkes

 México tiene un sistema educativo de grandes dimensiones: 33 millones de personas están inscritas en alguno de sus niveles. La expansión educativa experimentada a partir de los años sesenta del siglo pasado explica que el 98,6% de los alumnos entre 6 y 11 años esté matriculado en la escuela primaria y que la escolaridad promedio de la población de 15 años y más, sea de 9.2 grados. El sistema educativo mexicano opera en un contexto complejo. México es un país con una gran diversidad cultural y lingüística. 7,9 millones de personas hablan una lengua indígena y 25 millones se consideran indígenas. Ello representa una enorme riqueza, pero la atención educativa a la diversidad cultural y lingüística no ha sido la adecuada, lo que explica que estudiantes indígenas sean los menos beneficiados por el sistema educativo. Por otra parte, si bien tres cuartas partes de la población vive ya en comunidades urbanas, de 2.500 habitantes o más, existen 139.000 localidades con 100 habitantes o menos, a las que es difícil llevar el servicio educativo. De hecho, el 44% de las escuelas primarias son multigrado. El país es en extremo desigual: el decil de mayores ingresos percibe 26.6 veces más que el decil de menores ingresos, y ello se refleja en el acceso, en la permanencia y en los resultados de la educación. 46% de la población vive en condiciones de pobreza.

Todavía hay problemas de acceso a la educación obligatoria, que en México es de 15 años (incluyendo 3 de preescolar). Sólo el 71,9% de los niños y niñas entre 3 y 5 años de edad asiste al preescolar. 87,6% de los que tienen entre 12 y 14 años asisten a la secundaria baja, y 57% de los jóvenes entre 15 y 17 años asisten a la secundaria alta.

El problema de la inequidad educativa quizás sea el más grave del país. Esto se refleja en el propio acceso (son los más pobres los que menos acceden); pero también en la permanencia en la escuela, en la regularidad de la trayectoria escolar, en la calidad de la infraestructura y de los recursos materiales y humanos, en la distribución del gasto educativo y, naturalmente, en el logro escolar. Quienes asisten a escuelas indígenas, viven en zonas marginadas y rurales, y proceden de familias con menores recursos, tienen también menores resultados de aprendizaje. Ante esta realidad, en México se modifica el Artículo 3ro y 73ro de la Constitución a fin de dar lugar a una reforma educativa importante en 2013. Esta reforma educativa descansa en tres pilares: la instalación de un servicio profesional docente, la evaluación educativa (se dota de autonomía constitucional al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación) y la formación inicial y continua de los docentes. El Artículo 3ro, por primera vez, define que el Estado es garante del derecho a una educación de calidad. Se entiende por calidad el máximo logro de aprendizaje de los estudiantes. Para lograrlo, dice el mismo Artículo 3ro, habrá de mejorar los materiales y métodos educativos, la organización escolar, la infraestructura educativa y la idoneidad de docentes y directivos. La reforma da lugar a la modificación de la Ley General de Educación y de las leyes de educación en las entidades federativas, y genera dos leyes secundarias: la del Servicio Profesional Docente y la del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación.

A cuatro años de iniciado este proceso de cambios, si bien se puede decir que se ha avanzado en todos los aspectos señalados por la reforma, y también en la propuesta de un nuevo modelo educativo y de un estilo de gestión renovado que coloca la escuela en el centro de la atención y de las prioridades, los resultados aún no se observan en indicadores de acceso, trayectoria y logro escolar. La reforma se ha enfrentado a importantes resistencias de parte de las estructuras burocráticas y de sectores del magisterio que han perdido privilegios fuertemente arraigados. La equidad sigue siendo un problema central, y se le ha dado menos importancia de la que merece su gravedad.

El país se enfrenta ahora a fuertes restricciones económicas que han afectado el presupuesto para atender los problemas que se propuso la reforma. Habrá que hacer esfuerzos por colocar adecuadamente las prioridades para poder avanzar en el cumplimiento del derecho de todos y todas a una educación de calidad.

 Sylvia Schmelkes es socióloga y ha realizado la Maestría en Investigación Educativa de la Universidad Iberoamericana en México. Ha sido investigadora desde 1970 en torno a los temas de educación rural, calidad de la educación, educación de adultos y educación intercultural, en torno a los cuales ha publicado más de 150 trabajos y diversos libros. Actualmente es Consejera Presidenta del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación de México.

Fuente: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2017/01/mexico-la-reforma-educativa-en-debate.html

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Trump y el sistema

Pablo Gentili

Trump sorprende. Su capacidad para generar desconcierto suele verse amplificada por algunas peculiares interpretaciones sobre los motivos que explicarían su abrumador éxito político. Analistas y cronistas de los más diversos orígenes y orientaciones, sostienen estupefactos que el nuevo presidente norteamericano es una anomalía del sistema. La afirmación sirve para explicar las razones que justificarían la inconveniente evidencia de que un outsider ha asumido el principal cargo político del mundo. Algo ha fallado. La Casa Blanca ha sido invadida por un intruso que nunca debería haber llegado hasta allí. El mundo civilizado parece observar como los valores que siempre guiaron el progreso humano se desvanecen ante las grotescas bravuconadas de un energúmeno capaz de llenar sus bolsillos de dinero, pero no de gobernar los destinos del mayor imperio que ha existido sobre la faz de la tierra. Estamos en peligro.

La explicación parece tentadora, al menos en términos mediáticos. Anunciar que el mundo corre el riesgo de desintegrarse ante las fanfarronadas prepotentes de un psicópata nos hace sentir ciudadanos de Ciudad Gótica y nos obliga a añorar la presencia salvadora de Batman. Debemos, esa es nuestra meta, defender el sistema de sus enemigos.

Suena épico, aunque se trata de una interpretación limitada y simplista no sólo de la figura de Donald Trump, sino especialmente de las supuestas virtudes de un sistema que hoy parecería estar amenazado por un maligno demonio con peluca naranja.

Hace ocho años, aunque por razones diferentes, el asombro inundaba los medios de comunicación cuando la presidencia de los Estados Unidos era ocupada por primera vez por un político negro. Si hoy cunde el pánico, en aquel momento, las perspectivas eran de optimismo y confianza. El mundo estaba, finalmente, en buenas manos. De hecho, basándose quizás en esa esperanza, el Comité Noruego le concedió a Obama el Premio Nobel de la Paz. Aunque no había ningún motivo para hacerlo, se suponía que su presidencia sería un soplo de pacifismo en el mundo. El presidente norteamericano agradeció la generosidad nórdica aumentando el gasto militar y transformándose en el mandatario de su país que más tiempo ha permanecido en guerra. Superó así a Abraham Lincoln durante la Guerra de Secesión, a Franklin Roosevelt, en cuyo mandato se desarrolló la Segunda Guerra Mundial, a Lyndon Johnson y Richard Nixon, que comandaron la desastrosa incursión del país en la interminable Guerra de Vietnam, y al mismo George W. Bush, a quien Obama sustituyó prometiendo acabar con las guerras. ¿Devolverá ahora Obama el Nobel? No lo creo, aunque tampoco creo que ahora los noruegos se lo otorguen a Donald Trump. Al menos, eso espero.

Obama también fue una sorpresa, aunque no por los motivos que muchos esperaban. Prometió promover el crecimiento y disminuir la pobreza. Cumplió lo primero, pero no lo segundo. Tuvo tasas de crecimiento del 5%, aunque la deuda pública creció más del 85% en su mandato. En 2008, momento en que George W. Bush concluía la presidencia, 13,2% de la población vivía por debajo de la línea de la pobreza, Obama termina su mandato con una proporción ligeramente superior, 13,5%, lo que en números absolutos significa más de 43 millones de pobres, 14 millones de ellos menores de edad, 3,3 millones más que los que había antes del inicio de su gestión.

Estados Unidos sigue siendo una de las naciones desarrolladas más desiguales del planeta, aunque debe reconocérsele a Obama, importantes esfuerzos en la creación de empleos (11 millones de nuevos puestos creados en 8 años) y en la defensa y promoción de una política que incluyó más de 16 millones de personas a la atención médica básica. El llamado ObamaCare permitía confiar que, en materia del derecho a la salud de su población, la más poderosa nación del planeta dejaría finalmente de pertenecer a la Edad Media. Fue una buena política, aunque duró poco. El mismo día que asumió la presidencia, Trump ha firmado un decreto que comienza a desmontar su estructura de protección. Lo bueno dura poco, hasta en Estados Unidos.

Obama iba a acabar con el racismo, pero en Estados Unidos se intensificaron los conflictos raciales y la violencia, especialmente policial, contra la población pobre y negra que vive guetificada en los grandes centros urbanos. También iba a ser una esperanza para los latinos, pero consiguió la proeza de ser el presidente que más inmigrantes ha deportado en la historia norteamericana: 2,5 millones, muchos de ellos padres que dejaban a sus hijos o hijos que dejaban a sus padres en el país.

Obama también era caracterizado como un antisistema, un outsider, pero de los buenos. Trump es un antisistema, un outsider, pero de los malos.

Ocho años de gobierno Obama han mostrado una elástica generosidad en el uso de las palabras “antisistema” y “outsider”. Creo que también lo es en el caso de Donald Trump, aunque sus declaraciones nos aprieten el estómago y nos causen las más diversas formas de nausea política y ética.

Trump es una persona detestable. Un sujeto verdaderamente retrogrado, aunque debo discrepar que represente cualquier forma de ejercicio antisistémico de la política. Menos aún que se trate de un “hombre bebé”, como lo ha llamado el periodista inglés John Carlin. Comparar un monstruo político como Trump con un niño recién nacido es algo que me parece trivial, basado en la plena ignorancia de la psicología infantil, así como ofensivo con los niños y niñas del mundo. ¿Por qué cada vez que se quiere decir que alguien parece un verdadero imbécil se lo compara con un niño?

Del mismo modo, creo ofensiva y banal la comparación que algunos periodistas hacen entre Trump y los políticos o la política latinoamericana. Hemos tenido y aún tenemos en América Latina dictadores despreciables. Pero sorprende que un periódico conservador, aunque generalmente serio, como La Nación, y una periodista conservadora, aunque generalmente seria, como Inés Capdevila, editora de la sección Mundo en dicho medio, haya usado el calificativo “latinoamericano” de forma despectiva para referirse al nuevo presidente norteamericano y a su particular discurso de asunción del cargo: Un Donald Trump “latinoamericano” en su debut como presidente o Refundar EEUU, un plan a la manera latinoamericana. Capdevilla, también latinoamericana, no debe haberse inspirado en ningún periodista europeo para realizar semejante metáfora. Fue en Europa que se llevaron a cabo algunas de las mayores masacres de la humanidad. Fueron naciones europeas las que comandaron algunos de los peores genocidios. Hitler, Mussolini y Franco eran europeos. Y también lo son los brutales y reaccionarios líderes de la derecha fascista y neonazi que aspiran al trono de algunos de los países más desarrollados del continente europeo. Sin embargo, a ningún periodista de Europa se le ocurría, a pesar de semejantes antecedentes, sostener que Trump es un típico líder europeo.

Pero volvamos al supuestamente truculento y agitador antisistema que hoy ocupa la presidencia de los Estados Unidos.

Se supone que la naturaleza contestataria y agresiva de Donald Trump contradice las normas de un sistema mundial republicano y democrático. Se supone también que su estilo de hacer política, en rigor, su antipolítica, objeta, contradice y transborda las expectativas, referencias y márgenes en los que se han manejado, al menos hasta el momento, los líderes mundiales de las naciones más desarrolladas. Trump, dicen, nos pone ante la aterradora evidencia de que un exaltado fanfarrón tenga en sus manos la vida y los destinos de buena parte del mundo. El nuevo presidente norteamericano expresaría una nueva forma de antiestablishment, el de los hombres ricos que se hartaron de pagar impuestos y de ser gobernados por una burocracia corrupta, inepta y perezosa. El sistema tiembla y se sobrecoge ante la escalada de amenazas del nuevo presidente.

¿En qué consiste esa anomalía llamada Trump?

Según las crónicas, y como él mismo se encarga de demostrar en cada aparición pública que realiza, se trata de un hipermillonario egocéntrico y narcisista, de un personaje misógino y sexista, de un repugnante racista, de un xenófobo prejuicioso y discriminador, de un violento y agresivo personaje dispuesto a enfrentar militarmente a quien se interponga en su camino. Aunque es dudoso que exista algo que defina la normalidad en términos políticos, Trump es un subnormal que se entrenó en el arte de la política conduciendo un reality show en el que se divertía despidiendo gente.

Entre tanto, no creo que sea necesario leer demasiada literatura anticapitalista para descubrir que los atributos que definen la odiada personalidad del nuevo presidente norteamericano son, nada menos, que las principales características del sistema al que supuestamente él se opone: hiperconcentración de riquezas, egoísmo, cultura narcisista, sexismo, discriminación y violencia de género, racismo, guerras, opresión. No creo que haya cualquier disonancia entre la personalidad codiciosa y vehemente del millonario devenido en presidente y la enorme injusticia social, violencia y desigualdad que estructura y da sentido al desarrollo capitalista contemporáneo.

Más allá de las historias heroicas que se cuentan en Davos, el capitalismo mundial es un sistema cuyo desarrollo se ha subordinado cada vez más al poder de hipermillonarios egocéntricos y narcisistas. El dominio del 1% de la población por sobre el resto de la humanidad ha alcanzado niveles de concentración del poder y de la riqueza como nunca antes existieron en la historia humana. Una de las noticias que más ha circulado en los últimos días es el contundente informe de Oxfam que muestra el inaceptable grado de injusticia al que ha llegado el mundo: 8 personas tienen más riqueza que la mitad de la humanidad, o sea, que 3.600 millones de seres humanos. El sistema que ha llevado a Trump a la presidencia se ha beneficiado inmensamente de esta concentración que contradice los principios éticos y políticos sobre los que debe edificarse cualquier democracia estable. El nuevo presidente norteamericano no contradice lo que ha sido un persistente endiosamiento de los hombres de negocios, de los millonarios que se supone que contribuyen a conducir los destinos del progreso humano.

¿Qué Trump es antipolítico? No lo creo. Hace política a su manera, despreciando a los políticos profesionales y criminalizando la acción colectiva. En suma, hace política valorizando al extremo la sabiduría que otorga el mundo de los negocios. Odia la democracia y aspira a construir una CEOcracia, un gobierno de gerentes que han sido capaces de amasar una inmensa fortuna personal y, por eso, son los que están en mejores condiciones de gobernar los destinos de una nación. La política mundial avanza en esa dirección. No parece que sea el Sr. Trump quien va a contramano. No es el presidente norteamericano que desprecia la política, es que de tanto machacar con el desprestigio de los políticos, de tanto sostener la necesaria despolitización de los asuntos públicos, la derecha, buena parte de las principales y más poderosas corporaciones del mundo y algunos medios de comunicación, no han hecho otra que contribuir a que aparezca una figura como Trump. Fue de tanto entonar el réquiem desentonado de la muerte de la política, que finalmente apareció el funebrero con un cirio sobre la cabeza.

Trump es un narcisista. En su discurso de asunción del cargo sólo se citó a sí mismo. Nada sorprendente en un sujeto que tiene la particularidad de ejercer un culto a su propia inteligencia, sagacidad y picardía. Entre tanto, no ha sido Trump el creador de la cultura del narcisismo, del imperialismo ético que exalta el egoísmo y la auto referencia, cuestionando la solidaridad, el compromiso social, la lucha por el bien común y la igualdad entre los seres humanos. Trump no es un traspié del orden moral dominante, sino la expresión más perversa del éxito de un sistema que valoriza al individuo y desprecia a la comunidad, que exalta el supuesto mérito de seres humanos que son capaces de acumular riquezas, mientras humilla y desprecia a los más pobres, a los abandonados y excluidos.

¿Puede la misoginia y el sexismo ser considerados antisistémicos, en un mundo donde las desigualdades de género, donde la violencia sexista y el femicidio siguen imperturbables, discriminando, excluyendo y matando a miles de mujeres todos los días? El capitalismo siempre fue patriarcal, y, aunque la lucha del movimiento feminista y de las mujeres en el mundo ha conseguido revertir algunas de las más brutales formas de discriminación de género, las empresas siguen siendo machistas y le pagan más a los hombres que a las mujeres, como son machistas también casi todos los partidos políticos y los sindicatos, los parlamentos y los juzgados, la policía y el ejército, así como lo son casi todos los espacios en donde se ejerce el poder en nuestras sociedades. Antisistémico es el feminismo, antisistémica es la lucha por la igualdad de género, no un violento empresario machista que carga sobre sus espaldas denuncias de abuso sexual y que siempre ha considerado que las mujeres son un objeto de consumo.

Trump es un repugnante racista que gobernará un sistema que siempre se sostuvo gracias a la reproducción del racismo. Negros y negras pobres sufren cada día múltiples formas de discriminación y violencia en los Estados Unidos. También lo sufren en todo el planeta los que son discriminados por el color de la piel o por atributos que los vuelven inferiores, ante la perspectiva de los poderosos. El capitalismo y el racismo conviven, volviendo más profunda y más compleja la dominación de clase y las desigualdades que el sistema multiplica. En Brasil, por ejemplo, el país con mayor población negra del mundo, después de Nigeria, cada 30 minutos un joven negro con menos de 24 años muere asesinado. En los primeros 15 días de 2017, más de 150 presos murieron en las prisiones brasileñas, casi todos decapitados. Más del 90% de ellos era negro.

Lo que debería sorprendernos es que el mundo siga siendo tan racista, no que ahora haya un presidente norteamericano declaradamente racista.

El egoísmo, el racismo y el patriarcado son el cemento cultural del sistema. Trump no parece ser otra cosa que la combinación más siniestra de estas formas de opresión que el capitalismo no ha conseguido eliminar y que, en determinados contextos, no ha hecho otra cosa que volverlas más sofisticadas e inhumanas.

Trump es un xenófobo que promete ser muy poco hospitalario con sus vecinos mexicanos y con los extranjeros que provengan de los países pobres. Sería algo alarmante que el presidente norteamericano pensara de tal forma, si no fuera esta la norma que han seguido casi todos los líderes mundiales contemporáneos, con muy raras excepciones. Que Donald Trump consiga que hasta Angela Merkel parezca progresista no es otra cosa que un problema de percepción, de intensidad en el ejercicio de su aversión a los extranjeros y al peligro que ellos representan para las grandes potencias mundiales. Pero Angela Merkel, es bueno recordarlo, nunca ha sido progresista y ella también representa de forma cabal un formato de liderazgo político conservador que ha sido valorizado por los votantes de las naciones más ricas del planeta, aquellas que suelen ver al resto de mundo como una amenaza a sus intereses y privilegios.

Más de 5 mil personas han muerto ahogadas el año pasado en las orillas de una Europa que no ha querido atender con decisión la urgencia humanitaria de los refugiados. Mientras escribo esto, miles y miles de seres humanos, muchos de ellos niños y niñas, sufren por el frío y por el hambre en campos y asentamientos precarios, mugrientos y sin otra ayuda que la de las organizaciones humanitarias. Dicen que los refugiados mueren por la dureza del invierno, pero mueren por la indiferencia y la hipocresía de un mundo que mira hacia otro lado cuando se trata de comprender y de asumir cuál es la responsabilidad de cada uno en las guerras y en las atrocidades que obligan a millones de personas a huir de sus hogares.

Claro que Trump es un xenófobo nauseabundo. Pero su presencia en la política de la nación más poderosa del mundo no expresa el fracaso sino más bien el catastrófico triunfo del desprecio hacia los valores democráticos de protección, de acogida, de reconocimiento y de solidaridad con los extranjeros que viven en la pobreza o que sufren con las guerras y la opresión. Trump no es una anomalía monstruosa, es quizás quien mejor expresa el fracaso de una democracia que ha elegido sobrevivir construyendo muros. Podemos y debemos indignarnos cuando Trump dice que construirá una muralla para separar aún más a México de los Estados Unidos. Pero debemos recordar que parte de ese muro ya existe. Y que también existen otros que siguen siendo muy eficientes para preservar los beneficios de los que se arrogan a sí mismos el derecho a vivir con dignidad. Trump es el sucesor de Barack Obama, que fue llamado por la comunidad latina “Deportador en Jefe”. La anomalía, si existe, viene de antes y es mucho más profunda de lo que solemos estar dispuestos a aceptar.

Finalmente, que Trump parezca ser un sujeto violento, agresivo y, por transferencia directa, un peligroso belicista, debe ser motivo de extrema preocupación. Sin embargo, no ha sido el pacifismo ni la preservación de la paz mundial una característica del capitalismo contemporáneo. La violencia y las guerras crecen y se multiplican en el mundo. Ya mencionamos que Obama, un demócrata progresista, fue el presidente norteamericano que más tiempo permaneció en estado de guerra en toda la historia norteamericana. A pesar de su sensibilidad hacia la situación de los más pobres, el mandatario nunca dejó de aumentar los gastos militares, una industria que hoy domina la política mundial y que constituye la principal amenaza a los derechos humanos de todo el planeta.

Trump no es la causa, sino la consecuencia de un mundo cada más violento, donde las potencias militares siguen actuando como fuerzas coloniales de ocupación, invasión y multiplicadoras de guerras donde quiera que puedan.

Comienza, sin lugar a dudas, una nueva era. Una era en la que los discursos no buscarán el amparo de lo políticamente correcto. Donde el poder se ejercerá sin concesiones ni eufemismos balsámicos para las conciencias, aunque inútiles para disminuir el sufrimiento de los más pobres y excluidos. Comienza una nueva era, no la de un presidente norteamericano que se ha vuelto antisistema, sino la de un sistema que, finalmente, ha decidido tener un presidente a la altura de su mandato de exclusión, de opresión, de muerte y dolor.

Fuente del articulo: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2017/01/trump-y-el-sistema.html

Fuente de la imagen:http://blogs.elpais.com/.a/6a00d8341bfb1653ef01b8d256b44d970c-p

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Educación: opinión pública y opinión publicada

Por: Pablo Gentili

Por un lado, la preocupación de las sociedades latinoamericanas con la calidad de la educación. En todos los países, con excepción de Nicaragua y Venezuela, los encuestados afirman que la educación privada es de mejor calidad que la pública. Las encuestas no son un espejo de la realidad. Entre tanto, vale la pena tomar nota de una percepción que tiende a idealizar las virtudes de lo privado, en general selectivo y elitista, frente a lo público, único espacio de realización de los derechos sociales y humanos en una sociedad democrática.

Así mismo, en todos los países es mucho mayor el número de personas que cree que la educación pública mejorará durante la próxima década. Una visión de futuro que interpela a los gobiernos y los hace depositarios de un mandato que no pueden verse tentados a defraudar. No promover la educación pública podrá tener consecuencias electoralmente desastrosas para cualquier gobierno del continente.

Finalmente, este estudio muestra la valoración positiva que las sociedades latinoamericanas tienen acerca de quienes ejercen la profesión docente en el sistema educativo público. Un dato importante ya que, que desde el punto de vista de la población encuestada, el mejoramiento de la formación y el aumento de los salarios docentes constituyen una exigencia para el avance de la calidad educativa.

La encuesta de la OEI nos ofrece un soplo de esperanza y pone en evidencia que la opinión pública no puede ser confundida con la opinión publicada. La educación está en crisis y las sociedades así lo reconocen, pero apuestan a la escuela pública, valorizan a sus docentes y sueñan que sus derechos serán, finalmente, respetados y garantizados. No parece poca cosa.

Tomado de: http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/09/07/actualidad/1347010827_533979.html

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La educación pública no tiene quien le escriba

Por: Pablo Gentili

No transcurre un solo día sin que los que publican sus opiniones, opinen sobre la educación pública. Ocurre lo contrario con la llamada opinión pública, cuyas opiniones acerca de la educación casi nunca ganan notoriedad ni, mucho menos, alguien interesado en publicarlas.

Es fácil observar que casi la totalidad de las opiniones que se publican sobre el estado de la educación suelen ser condenatorias y altamente críticas. Resulta sintomático que esto ocurre no sólo en los países menos desarrollados, sino también en algunos que suelen ser puestos como ejemplos o modelos a seguir en materia educativa. Básicamente, de la escuela pública se habla mal en cualquier lugar del planeta. A ella siempre le falta algo que nunca tuvo o, en el mejor de los casos, algo que ha perdido con el paso del tiempo y como consecuencia de la irresponsabilidad o la incompetencia del profesorado. Las noticias sobre educación son, casi sin excepción, malas noticias. No deja de ser cierto que esta es una característica inherente del periodismo. Generalmente, todas las noticias son malas noticias. Lo que llama la atención en el caso de la educación pública, es la unanimidad de visiones negativas que esgrimen y difunden a su respectoopinadores de los más diversos orígenes y signos políticos. Todos parecen partir de la premisa de que las cosas en la educación andan bastante mal y, seguramente, van a empeorar con el correr de los años. El debate, cuando existe (y casi nunca existe), se concentra en ligeros altercados acerca de cuáles son las recetas o fórmulas que permitirían superar esta crisis.

En suma, si algo funciona mal hay que arreglarlo y, para hacerlo, es necesario preguntarle a los que saben, no a la gente común que aparentemente no sabe nada. Los que “saben”, los que están informados, los que conocen y pueden aportarnos ingeniosas soluciones a la estructural decadencia de la educación, suelen ser hombres de negocios, políticos exitosos y casi siempre conservadores, especialistas en tendencias globales y mercados de trabajo competitivos, formadores de opinión con opinión deformada y, en algunas ocasiones, especialistas en temas educativos que abominan el trabajo que hacen los docentes en las escuelas públicas y exaltan hasta el paroxismo las virtudes de la educación privada.

Por tal motivo, es auspiciosa la publicación de los resultados de la encuesta de opinión y expectativas acerca de la educación latinoamericana llevada a cabo por Latinobarómetro a solicitud de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI).

El Roto - La opinión pública soy yo

Los méritos del estudio, basado en más de 20 mil entrevistas realizadas en 18 países del continente, son significativos. Por un lado, aporta numerosos indicadores acerca de una percepción social sobre la educación que contrasta con el sentido común ofensivo y despectivo hacia la escuela pública que suelen transmitir los que opinan públicamente sobre asuntos educativos. Como afirmábamos en este mismo periódico hace pocos días, la opinión pública no puede ser confundida con la opinión publicada.

Por otro lado, esta encuesta es parte del proceso de acompañamiento y evaluación del proyecto Metas Educativa 2021, un ambicioso compromiso asumido por los países iberoamericanos y sintetizado en una decena de grandes objetivos destinados a hacer de la educación un derecho efectivo en toda la región. Las Metas fueron asumidas como una responsabilidad común por los primeros mandatarios de todos las naciones participantes en la Cumbre Iberoamericana de Mar del Plata, dos años atrás, constituyendo un importantísimo logro político del equipo liderado por Álvaro Marchesi en la OEI. No es poca cosa que, en el marco de este acuerdo, se haya decidido saber qué opinan las sociedades latinoamericanas de su propia educación, asumiendo los riesgos del caso.

El estudio de la OEI muestra que Latinoamérica tiene una visión cautelosa acerca de la calidad de la educación pública. En una escala de 1 a 10, el promedio regional es 5,8. ¿La escuela pública funciona excelentemente bien? No, indican los encuestados. ¿Es el desastre que suelen contarnos acerca de ella? Tampoco. En suma, cualquier triunfalismo o derrotismo respecto a la escuela debe ser matizado. Las sociedades latinoamericanas parecen aceptar que la escuela no pasa por su mejor momento. Sin embargo, no por esto afirman que ella es el esperpento que suelen reflejar quienes la describen públicamente.

Este dato es especialmente relevante cuando se lo compara con la opinión acerca de la educación privada, cuya nota promedio es 6,6. Una percepción mejor que la atribuida a la educación pública, pero tampoco lo suficientemente amplia como para justificar los elogios encendidos que los formadores de opinión esgrimen cuando se trata de condenar lo público y exaltar el mercado como promesa de eficiencia e ideal de justicia y libertad. Por decirlo de una forma más clara, la escuela parece estar lejos de las expectativas que la población tiene de ella, sea pública o privada. La gente común, esa que opina por intermedio de las encuestas porque no tiene otros espacios desde donde hacerlo, considera que la educación debería mejorar. Entre tanto, no parece aceptar de buen grado la criminalización de la escuela pública y la exaltación de los supuestos méritos de la escuela privada que tanto pregonan los que hablan en su nombre. Constituye un grave error suponer que porque la opinión pública latinoamericana no es “formadora de opinión”, carece de opinión formada.

En efecto, la encuesta de la OEI contribuye a poner en evidencia la limitada influencia que la opinión publicada suele tener sobre la opinión pública.

Megáfono

Para entender mejor el asunto, le pedí a un amigo matemático que me ayudara a calcular hasta qué punto las opiniones publicadas acerca de la educación influencian potencialmente en la opinión que las personas tienen sobre la escuela pública. O sea, considerando que, hipotéticamente, cada cinco opiniones publicadas cuatro son favorables a la escuela privada y una a la escuela pública, ¿cuál debería ser la diferencia de percepción entre una y otra si la influencia de los que opinan a favor de la educación privada fuera totalmente efectiva? Si la crítica a la escuela pública tuviera un impacto directo y lineal en la percepción de las personas tienen cuando evalúan la educación privada, ésta debería haber obtenido una nota entre 8,9 y 9,3, no de 6,6. Así, la diferencia entre la evaluación de una y otra hubiera llegado a 3,5 puntos, mientras que en la encuesta realizada es cuatro veces menor: 0,77.

Los formadores de opinión que militan contra la educación pública deberían darse por enterados. A pesar de todo su arsenal de burlas y desprecios hacia la escuela de las grandes mayorías, su capacidad de convencimiento o de reclutamiento de la gente común, parece bastante limitada.

Dos conclusiones pueden derivarse de esta encuesta. Por un lado, la escuela pública no es tan mala ni la privada tan buena como se las pintan. Por otro, la gente no le cree demasiado a los que opinan públicamente en su nombre.

Como quiera que sea, y más allá de las semejanzas y diferencias entre los países, no hay dudas que, desde el punto de vista de la opinión pública, hay mucho por mejorar aún en la educación. No se trata de una mala noticia. Después de todo, una sociedad exigente con sus derechos es un síntoma de crecimiento democrático.

Así mismo, y a contrapelo de la opinión publicada, la opinión pública cree que la educación va a mejorar en los próximos años. Y no porque se vaya a privatizar. En efecto, 51% de los latinoamericanos considera que la escuela pública va a cambiar positivamente en la próxima década. Sólo 10% cree que empeorará.

Un aspecto destacado del estudio de la OEI se refiere a las medidas prioritarias para mejorar la calidad educativa en Latinoamérica: 45% sostiene que ellas dependen de una mejoría en las instalaciones físicas de las escuelas. Se trata de una opinión bastante en sintonía con la opinión publicada: las escuelas públicas son peores que las privadas porque sus condiciones de infraestructura son también peores. La interpretación no se sustenta con la investigación educativa disponible. Las condiciones materiales de las escuelas son, sin lugar a dudas, importantes, pero no determinantes en la calidad de la educación. Un buen ejemplo de esto es Cuba, un país con limitadas condiciones de infraestructura escolar, pero con la mejor calidad de aprendizajes en el continente.

La segunda acción que debería llevarse a cabo para mejorar la calidad de la educación es la formación del profesorado. Cuestión que gana mayor relevancia asociada a la tercera medida indicada por los encuestados: mejorar los salarios docentes. Una propuesta que posee gran adhesión en países como Brasil, Nicaragua, República Dominicana, Venezuela y Argentina. Así mismo, 77% de los encuestados considera bueno o muy bueno el conocimiento que el profesorado tiene sobre los contenidos que debe enseñar; 71% afirma que es buena o muy buena su capacidad de enseñanza; y 65% tiene una opinión positiva sobre la frecuencia con que los docentes dictan sus clases. La permanente crítica que se cierne sobre el profesorado parece contrastar con una opinión pública que lo valoriza y reconoce.

Vale destacar que, aunque la encuesta no incluyó España, esta visión positiva del profesorado y de la educación pública también caracteriza a la sociedad española. Un estudio revelado recientemente por este periódico muestra que la enseñanza pública es la segunda institución más confiable del país, después de los médicos. Los bancos y los partidos políticos figuran en último lugar, la Iglesia Católica en décimo. A pesar de todo lo que se machaca contra la escuela pública y el profesorado, las sociedades parecen mas cautelosas y, especialmente, respetuosas del trabajo que realizan los centros educativos.

La encuesta de la OEI tuvo una amplia difusión en Latinoamérica, aunque buena parte de los periódicos y las agencias de información destacaron su lado negativo y crítico. Diversos medios aprovecharon la oportunidad para hacer irrelevantes listas comparativas, ocultando o silenciando datos significativos y, especialmente, esperanzadores. Una tendencia que refuerza las observaciones aquí realizadas y que nos alerta sobre la necesidad de no confundir la opinión de la gente común con la de aquellos que opinan en su nombre. También, sobre la importancia de mirar a la escuela pública con un poco más de respeto.

La opinión pública y la publicación de opiniones son territorios en disputa. Reconocer los méritos que la sociedad identifica en la escuela pública no significa que debamos conformarnos con el estado actual de nuestros sistemas escolares ni, mucho menos, jactarnos de conquistas democráticas que aún no hemos alcanzado. El derecho a una escuela pública de calidad es aún una deuda pendiente en casi toda América Latina. Sin embargo, debemos evitar que la crítica democrática a un aparato estatal que ha demostrado ser ineficiente y casi siempre reactivo a los derechos ciudadanos, no se confunda con el canto de sirenas que entonan los que hacen de la crítica a la educación una coartada para la privatización de la escuela pública. En Latinoamérica han habido avances políticos significativos y así parecen reconocerlo quienes responden esta encuesta. Avances que abren una perspectiva de esperanzas y anhelos. En definitiva, nunca está demás destacar que en esa escuela pública de todos los días, con sus limitaciones y condicionalidades, pero con un enorme potencial democrático, se teje el destino de nuestros países.

Tomado de: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2012/09/la-educacion-publica-no-tiene-quien-le-escriba.html

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Río 2016: una Olimpiada, dos países

Por: Pablo Gentili

Fue una explosión de emoción que hizo vibrar al mundo desde Copenhague hasta la arena blanca de Copacabana. El 2 de octubre de 2009, el Comité Olímpico Internacional elegía Río de Janeiro como sede de los Juegos de 2016. Pantallas gigantes en todas las ciudades de Brasil mostraban al ex presidente Lula abrazado a la delegación de su país, llorando de emoción y siendo aplaudido por Barack y Michelle Obama, por el rey Juan Carlos y la reina Sofía, por José Luís Rodríguez Zapatero y el primer ministro de Japón, Yukio Hatoyama. Chicago, Madrid y Tokio habían sido derrotadas por Río. América Latina, también festejaba. Era la primera vez que una Olimpiada se realizaría en el continente. “Los que piensan que Brasil no tiene condiciones de hacer una Olimpiada, se van a sorprender”, anunciaba exultante Lula.

Y se sorprendieron.

El Brasil que se atrevió a soñar con las Olimpiadas

Al día siguiente del anuncio de Copenhague, dentro y fuera de Brasil, supuestos conocedores de la habitual incompetencia organizativa latinoamericana profetizaban que la decisión había sido un verdadero desatino: ¿quién podría suponer que los Juegos Olímpicos podrían llevarse a cabo en un país como Brasil? Sostenían que la incapacidad organizativa de Río haría que el certamen fuera transferido a alguna otra ciudad. Las amenazas continuaron y por momentos se intensificaron durante los últimos siete años, ya sea por el atraso en las obras de infraestructura o por los riesgos que supondría para los atletas la proliferación del virus del dengue y del Zika. El mismo miércoles 3 de agosto, 48 horas antes de la ceremonia inaugural, Thomas Bach, presidente del COI, afirmaba: “es prematuro hacer elogios y temprano para festejar”.

Sin embargo, la noche del viernes 5, en un Maracaná repleto de color y de vida, de música y de celebración a la diversidad humana, Río emocionó al mundo. Los Juegos Olímpicos comenzaban y, más allá de las complicaciones, que también se produjeron en casi todas las ciudades que los organizaron previamente, nada podía ocultar que la fiesta dejaba definitivamente atrás los prejuicios, las conjeturas y sombrías predicciones de algunos medios de comunicación, de los burócratas del deporte internacional y de los atletas susceptibles a los riesgos del subdesarrollo latinoamericano. Lula, el gran arquitecto y articulador del triunfo de la candidatura de Río, sostuvo recientemente que aquel 2 de octubre de 2009, “Brasil ganó el respeto del mundo”.

Las Olimpiadas han comenzado, aunque en un escenario muy diferente del que imaginó el propio Lula y seguramente todos los brasileños y brasileñas, siete años atrás. Río 2016 encuentra el país sumergido en una crisis política, social y económica sin precedentes.

Ser la sede de los Juegos Olímpicos era, para Lula y su gobierno, la posibilidad de presentar al mundo que Brasil podía ser, al mismo tiempo, una inmensa potencia económica y una tierra de oportunidades para aquellos millones de ciudadanos y ciudadanas que habían tenido siempre sus derechos fundamentales negados. Las Olimpiadas iban a mostrar un nuevo Brasil, un país que decidía abandonar el rumbo que lo transformó en una de las naciones más injustas del planeta y cuya historia se había edificado sobre el fértil sedimento de los privilegios y la impunidad. En 2009, Lula promediaba su segundo mandato presidencial y las conquistas sociales de su gobierno lo habían transformado en uno de los líderes mundiales más admirados y queridos. Brasil mostraba que era posible poner a los más pobres en el centro de las prioridades nacionales, destinando recursos y desarrollando políticas públicas que combatían de forma efectiva la exclusión, la pobreza y, progresivamente, la persistente desigualdad.

Fue un momento de gloria que hoy parece haberse desintegrado en el aire.

El Brasil de las Olimpiadas

La joven y vigorosa democracia brasileña ha dejado paso a un proceso de inestabilidad y fragilidad institucional; escenario de un golpe parlamentario (en un sólido régimen político presidencialista), que avanza inexorablemente hacia la destitución de Dilma Rousseff, ni bien concluyan los Juegos de Río. En su lugar, será consagrado presidente Michel Temer, un sombrío dirigente político, detentor ahora del primer record del certamen: haber recibido la mayor silbatina en una ceremonia olímpica. Confiando en la suerte o quizás en el anonimato que le ofrecía la amplia presencia de extranjeros, Temer exigió que no se mencionara su presencia en el palco oficial, quebrando así un protocolo tan antiguo que se le atribuye al propio Zeus. La principal autoridad pública del país parecía un holograma fantasmal durante una fiesta que el mundo consideró memorable.

En Brasil, la situación social empeora cada día con el aumento de los índices de pobreza y a medida que se desmonta la amplia estructura de programas y acciones que contribuían a la reducción de los aún altos niveles de exclusión. Brasil vuelve de forma acelerada a los años 90, un panorama social semejante al que tenía el país cuando Fernando Henrique Cardoso concluyó su mandato presidencial, casi quince años atrás: altísimas tasas de desempleo, fragilidad extrema del sistema de protección social, negación de derechos fundamentales y multiplicación de carencias en una población diezmada por el hambre, la miseria, la falta de oportunidades y el abandono.

Brasil está hoy muy diferente de cómo lo imaginó no sólo el ex presidente Lula sino también, probablemente, los miembros del COI que prefirieron Río de Janeiro en lugar de Madrid, Chicago o Tokio. Sin embargo, no por eso las Olimpiadas dejarán de tener las condiciones de infraestructura, apoyo logístico y seguridad que necesitan y con las cuales se comprometió el país hace siete años.

Podría parecer paradójico y de cierta forma dramático que Brasil se depare, al mismo tiempo, con el éxito y con el fracaso en estas Olimpíadas. Entre tanto, y más allá de las variables políticas, económicas y sociales que contribuyeron a transformar profundamente el escenario imaginado en el 2009, no ha sido ni será un atributo exclusivo de Brasil el que las condiciones que se esperaban hace una década hayan empeorado en vez de mejorar. Errores de cálculo siempre ocurren, antes o después. Lo que parece ser cierto es que las Olimpiadas no inmunizan ni protegen a los países de la posibilidad de enfrentar profundas crisis, como tampoco suelen traer las incalculables ventajas que el Comité Olímpico promete y que los gobernantes locales suelen amplificar y endulzar.

Como quiera que sea, hay un elemento que no deja de ser frustrante en estas Olimpiadas: la desoladora evidencia de que una ciudad como Río de Janeiro puede realizar con gran capacidad, profesionalismo y eficiencia el mayor espectáculo deportivo del planeta, pero aún no ha podido resolver algunos de sus más persistentes y gravísimos problemas sociales.

Lo que debería sorprender no son los excelentes resultados de la organización y de la preparación de estas Olimpiadas, como también lo fueron los del Mundial de Fútbol en el 2014, sino que todo esto haya sido posible en una ciudad donde cuestiones mucho más simples y básicas para la vida de gran parte de la población suelen permanecer en el olvido, en el abandono o en el universo olímpico de la indiferencia que los más ricos y poderosos le dispensan aquí a los más pobres. Dicho de otra forma, Río de Janeiro pudo asumir la organización de las Olimpiadas con el éxito esperado, lo que pone en evidencia que la imposibilidad de resolver los problemas básicos del bienestar y de la seguridad de su población, así como las dificultades para garantizar ciertos derechos elementales a sus sectores más pobres (como el derecho a la vida, a una educación de calidad, a una atención médica básica, a un empleo decente o a una vivienda digna), no pueden ser sino el resultado del inmenso desprecio a la democracia que han detentado las élites que gobernaron esta ciudad desde su misma fundación.

Río de Janeiro, una ciudad capaz de sorprender al mundo con una Olimpiada inolvidable, pero incapaz de evitar el maltrato que viven diariamente buena parte de sus ciudadanos, incapaz de volverse acogedora y generosa con sus propios habitantes.

No se trata ni de una contradicción ni de una anomalía. Así ha sido siempre.

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«Olimpiadas, ¿para quién?». Foto: AFP

Río de Janeiro, ¿ciudad maravillosa?

La realización de las Olimpiadas significó un inmenso esfuerzo de infraestructura pública para mejorar el transporte urbano, reformar estadios, crear una imponente ciudad olímpica y mejorar las comunicaciones. También, un complejo trabajo logístico, de saneamiento ambiental, de seguridad, control policial y la construcción, en tiempo record, de uno de los laboratorios de análisis de dopaje más avanzados del mundo.

En materia de transporte, fueron construidas carreteras, puentes, casi 20 kilómetros de nuevos túneles, más de 150 kilómetros de líneas de autobuses rápidos y 16 kilómetros de líneas de metro, que permiten ahora unir en pocos minutos diversos puntos de la ciudad que, en los momentos de mayor circulación, estaban separados por varias horas de distancia.

El alcalde de Río de Janeiro, Eduardo Paes, que recién asumía sus funciones cuando vibró junto a Lula en Copenhague, ha sostenido con una rara mezcla de franqueza e impudencia que, “la Olimpiada es un excelente argumento para hacer aquello que uno quiere hacer hace mucho tiempo, pero no ha podido”. Una afirmación que tendría todo sentido si el alcalde se estuviera refiriendo al río artificial creado para las competencias de kayak (que reproducen en plena ciudad tropical un salvaje torrente de agua de deshielo semejante a los que existen en Canadá o Noruega). Sin embargo, la frase constituye una evitable torpeza si lo que quiso decir el alcalde era, por ejemplo, que el gobierno había conseguido resolver algunos de los problemas que impiden que los ciudadanos de Río, especialmente los más pobres, tengan derecho a movilizarse en condiciones dignas y seguras dentro de su propia ciudad. Se pudo gracias a la Olimpiada. O, en otras palabras, si no hubieran existido los Juegos de 2016, seguiría todo como siempre estuvo.

En Río de Janeiro, y en casi todas las grandes ciudades brasileñas, los pobres viajan mal y durante largas horas para llegar a sus empleos, a sus escuelas, para tener atención médica o, simplemente, para visitar a sus familiares y amigos. Además, son frecuentes la violencia y los abusos que sufren los niños, niñas y mujeres al desplazarse en el transporte público urbano. Las Olimpiadas muestran que mejorar estas condiciones no dependía de un milagro, sino de una decidida intervención pública, de un gobierno activo y eficiente. Algo que ahora parece no sólo posible, sino también viable en un corto plazo de tiempo.

Si es así, ¿por qué no se hizo esto antes? ¿Cuáles son las razones que le impidieron a los otros alcaldes y gobernadores del estado, realizar semejante proeza? No deja de ser preocupante que todavía quedan por resolver grandes demandas y deficiencias en el transporte urbano carioca. ¿Habrá que esperar a que los Juegos Olímpicos se realicen nuevamente en Río para resolverlos?

Hace unos días, tratando de calmar a la delegación australiana que cuestionaba las malas condiciones de su residencia en la ciudad olímpica, Eduardo Paes prometió mandarles un canguro para que sintieran “como en casa”. La inhabilidad discursiva del alcalde fue más comentada que otra de sus sorprendentes confesiones: realizar la gran diversidad de obras y transformaciones que ha vivido Río de Janeiro en siete años, sólo costó el 1% de lo que la ciudad gastó en salud y educación durante el mismo período. Preocupados con el canguro, algunos medios dejaron de preguntarle a Paes por qué, a pesar de disponer del 99% restante, había tantas dificultades y barreras para atender las principales demandas educativas y sanitarias de los cariocas.

Lo que Paes quería, era responder a las triviales comparaciones o críticas acerca de todo lo que podría hacerse con el dinero que costaron las obras de los Juegos 2016: 200 escuelas, 100 hospitales, miles de viviendas populares. Tratando de responder a las críticas, el jefe del gobierno local dejó al descubierto que, con poco dinero (el 1% de lo que se gasta cada año en educación y salud) “se pueden hacer milagros” y transformar a Río en una ciudad a la altura de Madrid, Chicago y Tokio. “Somos mejores que ellas”, afirmó Paes, un político propenso a la exageración.

Los hospitales y las escuelas públicas de Río enfrentan una crisis profunda. Sus edificios se encuentran en pésimo estado, existe un estructural déficit de personal y de equipamientos, así como una recurrente falta de oportunidades de formación y capacitación para sus cuadros profesionales. Las clases medias de la ciudad hace años han abandonado la escuela pública y no se atienden en los hospitales administrados por el Estado, cuyos servicios quedan restringidos a la población más pobre, sin recursos económicos y con menor capacidad para hacer oír sus demandas y exigir el cumplimiento de sus derechos.

Al finalizar el año pasado, el Estado de Río de Janeiro, que comparte la responsabilidad de la oferta pública de educación y salud con el gobierno de la ciudad, decretó la emergencia sanitaria ante la imposibilidad de financiar y hacer funcionar sus hospitales. Muchas unidades de salud suspendieron la atención. A poca distancia del Estadio Olímpico João Havelange, en el barrio de Meier, se encuentra el Hospital Municipal Salgado Filho, uno de los que será utilizado como referencia para las urgencias y atenciones médicas durante los Juegos. Semanas antes del inicio del certamen, un informe del Consejo Regional de Medicina, denunciaba que el hospital enfrentaba un grave déficit de camas y la superpoblación de las salas de cuidados intensivos, donde se utilizaban medicamentos vencidos. El documento indicó que el sector de atención pediátrica se encontraba en situación crítica: “el espacio es exiguo y absolutamente inadecuado para el cuidado de los niños y sus familiares (…) no existen condiciones para la atención del paciente pediátrico admitido en la emergencia del hospital”, sentenciaba.

Río de Janeiro puede tener estadios a la altura del primer mundo, pero tiene hospitales a la altura del tercero. Ante las críticas o la indiferencia que han generado las Olimpiadas en organizaciones, periodistas o intelectuales de la ciudad, Paes sostuvo que: “hay gente que tiene complejo de perro callejero”. Entre canguros y perros con síndrome de inferioridad, el alcalde de Río agota sus argumentos en defensa de las reformas llevadas a cabo para los Juegos de 2016, sin llegar a entender que el problema es justamente ese, que se puedan hacer con éxito grandes obras de infraestructura en una ciudad que no consigue siquiera que sus hospitales públicos atiendan en buenas condiciones médicas a los niños y niñas que lo necesitan.

Al igual que los centros de salud, las escuelas de Río enfrentan un grave deterioro. El hecho quizás pase desapercibido a los que visitan la ciudad durante las Olimpiadas, ya que la fachada de todas las instituciones educativas localizadas en las áreas próximas al desarrollo de los Juegos han sido pintadas y mejoradas durante los últimos días. Uno de los pocos centros que ha recibido alguna mejora más estructural es la Escuela Municipal Cícero Pena, en plena Avenida Atlántica, en Copacabana, ahora transformada en la Casa del Voleibol de Playa. Nadie sabe, a ciencia cierta, cómo quedará la escuela después de las Olimpíadas, ya que no siempre las necesidades arquitectónicas de una “casa” del voleibol son semejantes a las de una escuela.

Quizás el paradigma del abandono lo represente la Universidad del Estado de Río de Janeiro, que cinco meses antes del inicio de las Olimpiadas, dejó de funcionar ante la falta de seguridad, de limpieza y el corte de los servicios públicos básicos. A esto, se sumó una huelga de trabajadores docentes y no docentes, por los atrasos salariales y por el incumplimiento de acuerdos con los sindicatos del sector por parte del gobierno regional al mando del gobernador, Luiz Fernando Pezão. La Universidad del Estado de Río queda en el mismo emplazamiento urbano que el Maracaná. Es el edificio que se encuentra justo al lado del estadio, unido por una gran pasarela. Comparten la misma estación de metro y, los días en que se realizan presentaciones deportivas, la universidad sirve de estacionamiento para los asistentes al estadio. Ambos pertenecen al Estado de Río de Janeiro. Sin embargo, mientras la universidad ha vivido abandonada en los últimos años, el Maracaná no ha dejado de mejorar, primero para el Mundial, ahora para los Juegos Olímpicos.

De un lado, uno de los mejores estadios del mundo en pleno funcionamiento. Del otro, una de las mejores universidades de América Latina, cerrada, abandonada, en ruinas. A su propia universidad, ni para las Olimpiadas el gobierno de Río la ha vestido de fiesta.

En Río se pueden hacer estadios monumentales sobre la arena (como el que se utilizará para las competencias de voleibol de playa); se pueden realizar túneles atravesando cerros inmensos; Santiago Calatrava puede construir puentes y museos excepcionales;  se puede edificar una impresionante ciudad olímpica con 37 enormes edificios de 17 pisos cada uno. Se pueden construir más de 3.600 apartamentos de tres habitaciones, donde se hospedarán casi 20 mil atletas, entrenadores y miembros de las delegaciones participantes. Pero no se pueden construir pequeñas salas de educación infantil en los barrios populares, no se pueden mejorar las escuelas, ni realizar más inversiones en la formación del magisterio, valorizando su trabajo y pagando mejores remuneraciones a quienes se ocupan de la educación de las futuras generaciones.

El Estado de Río pudo transformar el Maracaná en un estadio de altísimo nivel, pero no tuvo ni el mismo empeño, ni el mismo interés en resolver o, al menos, encarar uno de sus más graves problemas educativos: el abandono de la escuela media por parte de los jóvenes más pobres. De hecho, al mismo tiempo en que avanzaban las obras del Maracaná para la realización del Mundial de Fútbol y de las Olimpiadas, las cifras de abandono educativo en el nivel medio también crecieron. En el 2009, sólo 57,4% de los jóvenes de 19 años que viven en el Estado de Río habían concluido la escuela secundaria. En el 2014, la cifra había caído a 54%. En la ciudad de Río, eran 56,4% en 2009 y 55,8% en 2014. A los problemas estructurales del Maracaná se les encontró una solución. A la exclusión educativa de más del 45% de los jóvenes que no concluyen la escuela media, no.

Quienes hayan llegado estos días a la ciudad de Río, observarán que la autopista que une el aeropuerto del Galeão a las zonas hoteleras, atraviesa un enorme conglomerado popular, el complejo de favelas de Maré, con más de 150 mil habitantes. El barrio está separado de la autopista por paneles de acrílico pintados con los colores de las Olimpiadas, con excepción de un sector donde se observan algunas escuelas recientemente remodeladas o construidas y un gran destacamento de la policía militar. Del lado de afuera, pasan las delegaciones que llegan a Río, una ciudad que siempre ha tratado de ocultar a sus habitantes más pobres, mientras hace de su interés por la educación y la seguridad ciudadana una forma de ostentación propagandística, bastante semejante al engaño.

En definitiva, así ha funcionado el modelo de desarrollo que ha sostenido este país. Una nación que ha llegado a ser la novena potencia económica del planeta, sin dejar de ser profundamente desigual e injusta. Una nación que vuelve a construir su presente como casi siempre construyó su pasado, a dos velocidades, con dos parámetros, dos promesas, dos horizontes. El Brasil de unos pocos: reluciente, dinámico, pujante, emprendedor, generoso. El Brasil Olímpico. Del otro lado, el Brasil de los pobres, de los discriminados, de los excluidos, de los silenciados. El Brasil sin medallas ni reconocimientos. El de millones de brasileños y brasileñas que sueñan con un futuro mejor.

Desde Río de Janeiro

Fuente: http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2016/08/rio2016-olimpiada-dos-paises.html

Imagen: http://blogs.elpais.com/.a/6a00d8341bfb1653ef01b8d20e9905970c-550wi

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