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SEP: La recta final.

Por: Roberto Rodriguez.

El sexenio presidencial concluye el 30 de noviembre de 2018: resta un año y siete meses. Pero en términos de los usos y costumbres políticas de nuestro país, el margen de acción del Ejecutivo Federal está acotado, como máximo, a la fecha de la elección presidencial, que será el próximo primero de julio. A partir de entonces la administración pública federal se concentrará en la confección de los informes globales de rendición de cuentas -los libros blancos-, así como en la interacción con los equipos de transición del presidente electo para facilitar los procesos de entrega-recepción de la multitud de asuntos, en curso y pendientes, que corresponden a cada área del gobierno.

Así que, para todos los propósitos prácticos, cuenta la presidencia y las secretarías de Estado, con poco más de un año para concluir las políticas, acciones y procesos desencadenados en el transcurso del periodo sexenal. Y tal vez menos, si se toma en cuenta que el periodo de las campañas por la presidencia y por los cargos de elección popular para integrar la próxima legislatura tienen, según las reglas del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales vigente, una duración de noventa días. Si ocurre el caso, totalmente previsible, que alguno o varios de los titulares de dichas entidades decida participar en los procesos electorales, entonces los plazos de cierre de la administración respectiva son aún más breves. Todo ello sin contar que muy pronto, y de manera creciente, los debates públicos estarán concentrados en las alternativas de continuidad o cambio del gobierno nacional.

Por ello, es de esperarse que las principales decisiones sectoriales, a partir de este punto, se organicen en torno a una selección muy precisa de las prioridades para concluir exitosamente el ciclo de políticas abierto en el sexenio. Se trata de elegir las batallas que vale la pena librar para mostrar resultados satisfactorios lo que, entre otros aspectos, implica decisiones acerca de la colocación y uso de los recursos autorizados. Los secretarios de Estado con aspiraciones de trascender el límite sexenal, mediante la definición de una ruta de cierre bien calculada y con efectos políticos relevantes, están obligados a decidir cuál o cuáles de las políticas iniciadas se necesita reforzar para atraer una opinión pública favorable.

En el caso de la SEP hay varias opciones y no pocos dilemas. En primerísimo lugar está el tema de la evaluación docente, ya que con ella dio inicio la reforma educativa y porque fue colocada, hasta hace poco, como la estrategia que posibilitaría la recuperación del Estado en el campo educativo y la asunción, siempre escurridiza, de la calidad educativa. Aunque la SEP invirtió la mayor parte de su capital político en el eje relacionado con la obligatoriedad de la evaluación docente, y con sus conocidos efectos laborales, lo cierto es que, al cierre del sexenio, no podrá presumir de resultados cuantitativos satisfactorios, ni mucho menos. El cálculo inicial era que, al final del sexenio, prácticamente la totalidad de los docentes en funciones habrían sido evaluados al menos una vez. Ello no va a ocurrir, y lo que ya es evidente es que, con el modelo de evaluación diseñado, y con los recursos enfocados a esa política, es prácticamente imposible satisfacer el requerimiento normativo.

Para salvar el tema de la reforma centrada en la evaluación hay dos caminos. Uno es reformular el esquema propuesto (la vía de “reforma de la reforma”), y el otro es insistir en que el nuevo ingreso docente procede a través de procesos evaluativos, que la promoción en la carrera docente transita esa vía, y que queda está pendiente lograr la escala de la evaluación para permanencia. A las limitaciones cuantitativas de esta política se asocian, asimismo, las estrategias de apoyo docente: ni el sistema de tutorías y menos aún el Sistema de Asistencia Técnica a la Escuela (SATE) presentan a estas alturas resultados satisfactorios.

En un segundo lugar, están las políticas de fortalecimiento de la escuela. Por un lado, los programas de mejoramiento de infraestructura, principalmente Escuelas al 100, y por otro la propuesta de autonomía escolar. Aunque en el sexenio se ha puesto atención al tema de los recursos físicos y materiales de las escuelas, lo cierto es que, como han documentado los informes anuales del INEE, las instituciones educativas en las áreas económicamente más deprimidas mantienen condiciones deficitarias en todos los indicadores. Cabe anticipar que estos programas tengan continuidad en el periodo restante del sexenio, pero difícilmente podrán ostentar resultados importantes en términos de respuesta a la problemática de inclusión y calidad que los sustentan.

En tercer lugar, por su temporalidad, pero no por su importancia, está la temática asociada al nuevo modelo educativo. En el último año la SEP ha invertido sus mayores esfuerzos en la promoción de la vía pedagógica como el nuevo eje de la política educativa. Se ha trasladado la fórmula “evaluación igual a calidad” de principios del sexenio, a la de “reforma curricular igual a calidad”. Sin duda fue exitoso el esfuerzo de la SEP para que la opinión pública centrara la atención en la nueva iniciativa como el eje renovado de la política educativa. Pero está pendiente el complejo proceso de implementación: la formación docente bajo las premisas del modelo, incluso la reforma de la formación normalista, la elaboración de libros de texto y otros materiales relacionados con el cambio pedagógico, y la puesta en operación de las promesas de autonomía de gestión y curricular. En este sentido, no sería de extrañar que la implementación del modelo educativo fuera la apuesta principal de la SEP para lo que resta del sexenio.

Por cierto, y sólo por curiosidad ¿qué se podrá decir, en la recta final de la SEP, en materia de educación superior? ¿qué se alcanzó el nivel de cobertura previsto? ¿alguna otra cosa?

Fuente: http://www.educacionfutura.org/sep-la-recta-final/

Imagen: http://www.educacionfutura.org/wp-content/uploads/2016/01/nu%C3%B1o-rosca-sep3-300×200.jpg

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La reforma educativa de Trump

Por Roberto Rodriguez Gomez

Investigador de la UNAM-México

Tras la victoria de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, la prensa mexicana ha puesto el acento sobre aquellas propuestas, promesas y amenazas emitidas en la campaña del candidato que tienen implicaciones negativas para nuestro país. Es desde luego el caso del muro fronterizo, la eventual confiscación de las remesas, la asignación de aranceles a las exportaciones mexicanas, y la revisión e incluso cancelación del tratado de libre comercio.

Los especialistas coinciden en que, aun antes de ser realidad, el enfoque de proteccionismo comercial enarbolado por Trump, traerá consecuencias inmediatas que se pueden reflejar en la calificación de la economía mexicana a cargo de las agencias especializadas, las condiciones de nueva contratación y pago de deuda externa, y sobre las expectativas de recuperación del crecimiento del producto y el empleo. Se incluye también, en la canasta de riesgos, la posibilidad de que el gobierno de Trump, a cambio de suavizar algunas de las medidas anticipadas, presione a la diplomacia mexicana para que apoye iniciativas estadounidenses en la escena multilateral.

Otras posibilidades negativas, no menos importantes, provienen de la agenda de seguridad interior dibujada por el presidente electo, principalmente la intención de expulsar a los mexicanos que residen en Estados Unidos y tienen antecedentes de delincuencia, así como redefinir, sobre nuevas bases, la relación bilateral de seguridad fronteriza y combate al narcotráfico. La política de deportaciones, bajo la presidencia de Trump, podría extenderse a los indocumentados beneficiarios de la Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA) expedida por el presidente Obama, como orden ejecutiva, en 2012. La gran mayoría de los jóvenes amparados por DACA son de origen mexicano.

La preocupación sobre estos temas ha restado visibilidad, en nuestro contexto, a otros ángulos de la plataforma de políticas que Trump propone impulsar en su mandato. Es el caso de las reformas sobre el nuevo esquema de salud pública —el llamado Obamacare— que Trump primero amenazó con derogar, aunque recientemente ha propuesto solo modificar. Es también el caso de la reforma fiscal y de la reforma laboral comprometidas, asimismo de las propuestas de reforma de las políticas educativas en vigencia. Trump ha anunciado, tanto en campaña como en declaraciones en calidad de presidente electo, que emprenderá una amplia reforma educativa, cuyo objetivo final consiste, según ha declarado, en mejorar la distribución de oportunidades de acceso y logro de los niños y jóvenes estadounidenses en todos los niveles del sistema.

¿En qué consiste dicha reforma? Hasta el momento, el eje central de la propuesta consiste en restar autoridad, atribuciones y recursos al gobierno federal y a los gobiernos estatales en materia de organización del currículum y en la regulación de los servicios educativos. En el documento “Donald Trump’s Contract with the American Voter”, que incluye las acciones a desarrollar durante los primeros cien días de su administración, Trump anuncia que someterá al Congreso la iniciativa “School Choice and Education Opportunity Act.”

La propuesta normativa, se aclara, consiste en “redireccionar el gasto educativo para dar a los padres el derecho de enviar a sus hijos a instituciones educativas públicas o privadas, a escuelas en las modalidades charter y magnet, a escuelas religiosas e incluso a educación en el hogar, conforme a sus preferencias. Se da por terminado el tronco común (Common Core en educación básica), se amplía la educación vocacional y técnica, y mejoran las condiciones de asequibilidad en las instituciones de educación superior de dos y cuatro años.”

Previamente, el pasado 8 de septiembre pasado, el entonces candidato Trump se comprometió a gestionar una inversión federal de veinte mil millones de dólares para el proyecto de “school choice”, que se obtendrían al cancelar los programas educativos federales promovidos por la administración Obama. Agregó que apoyará decididamente el sistema “merit-pay” para los maestros en lugar del sistema de plazas en propiedad (tenure-system) que rige en la actualidad.

En la misma ocasión señaló que, a su juicio, “no hay una política fallida más necesitada de un cambio urgente que nuestro monopolio de educación administrado por el gobierno.” Y que, en consecuencia, el foco de la política educativa será romper con ese monopolio de manera que todas las familias, independientemente de su nivel socioeconómico, tengan la opción de elegir escuela según sus preferencias y creencias. Y que las escuelas, de distinto tipo, tengan libertad para determinar el currículum correspondiente. Si el dinero que gasta el gobierno en educación, indicó Trump, se transfiere directamente a las familias y a las escuelas, seguramente se tendrán mejores resultados. Esta medida, al decir de Trump, “no solamente empoderará a las familias, sino que creará un enorme mercado educativo, gobernado por incentivos de competitividad”.

La reforma tiene dos ángulos: hacer que cada estado, en concurrencia con las instituciones educativas públicas y privadas, determine la orientación y el contenido del currículum (no más estándares nacionales ni cosa por el estilo), y abrir la oferta de servicios educativos para que en ella participen tanto organizaciones civiles, como religiosas, empresariales y de los gobiernos locales. Como dice Trump, un inmenso mercado educativo.

¿Y la calidad? Bueno, de eso no se ha hablado.

Diposnible en la url: http://www.educacionfutura.org/la-reforma-educativa-de-trump/

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