Móviles: ¿prohibir o educar?

España / 28 de octubre de 2018 / Autor: Víctor Bermúdez / Fuente: El Periódico Extremadura

Acerca de la idea del Gobierno de eliminar de las escuelas el uso del teléfono móvil

El gobierno español considera prohibir a los alumnos el uso de teléfonos móviles en la escuela. La idea se inspira en un reciente decreto del gobierno francés, y aduce motivos parecidos: prevenir la adicción al móvil y proteger a niños y adolescentes de ciertas disfuncionalidades cognitivas (falta de atención), sociales (aislamiento) o morales (acoso escolar), presuntamente asociadas al uso del móvil y otras tecnologías.

¿Es cierto todo esto? A mi juicio, no. Por lo que la medida me parece injustificada, amén de demagógica, impracticable y humillante para el que tenga que sufrirla (y aplicarla).

Es una medida desproporcionada en tanto los problemas que genera el uso del móvil en el recinto escolar (no en las aulas, en las que, salvo excepciones, está ya prohibido) son nimios, si es que son algo, y no requieren de una medida gubernamental de este cariz.

En cuanto a la presunta adicción al móvil de los adolescentes, existe una enorme confusión en que se mezclan la parte más infusa de la ciencia psicológica y los prejuicios generacionales. Los que observan alarmados el tiempo que los jóvenes dedican a sus terminales electrónicos no acaban de entender (ni, por tanto, de apreciar) que multitud de actividades (informarse, entretenerse, hacer gestiones, aprender, opinar, comunicarse con los demás…) se realizan ahora normalmente a través del móvil. Lo que muchos conciben como ‘patología’ no es, pues, más que un cambio generalizado (e imparable) de costumbres que son incapaces de comprender (no hay nada más viejo que depreciar lo nuevo). Es obvio que muchos jóvenes se inquietan si se quedan sin móvil. ¡Y yo! ¡Y usted! Y todos los que hemos aprendido que se vive mejor teniendo al lado una centralita permanentemente actualizada de información y comunicación. Es algo tan ‘adictivo’ como lo fue en su tiempo tener agua corriente o disponer de vehículos a motor.

De otro lado, no conozco un solo estudio serio que demuestre que el uso de las nuevas tecnologías genere cambios cognitivos significativos. Y si los hubiera, ¿por qué tendrían que ser necesariamente perjudiciales –en lugar de beneficiosos para adaptarse al modo en que se procesa hoy la información–? Particularmente, yo no noto en mis estudiantes menos capacidad de concentración (salvo, como siempre, para lo que es un rollo macabeo), y si, por ejemplo, un ingenio y una rapidez mental asombrosa cuando se manejan en el medio digital que les es propio.

En cuanto al presunto aislamiento social que generan las nuevas pautas de comunicación tampoco lo veo mayor ni distinto al que podían generar las antiguas. Personas con ‘problemas de relación’ las ha habido siempre (con la ventaja de que hoy tales personas pueden mantener un hilo mínimo de interacción a través de las redes). La idea de que los chicos interaccionan mejor sin móvil y jugando al corro en el patio es un prejuicio de gente que se ha criado (obligatoriamente)… jugando al corro en el patio.

Se alude, también, a los usos ‘perversos’ del móvil. Es cierto que se puede utilizar para acosar o violentar. ¿Pero qué cosa no es susceptible de usarse para agredir a otros? De lo que se trata es de educar en el uso correcto del móvil, ¡no de prohibirlo! ¿No es de educar de ‘lo que va’ la escuela? Si la solución de cada problema fuera prohibir, no harían falta institutos ni profesores, solo cárceles, juzgados y policías.

Finalmente, hay que recordar que el móvil no es solamente un objeto más o menos útil (incluso como herramienta educativa), sino un medio de gestión y expresión de la vida privada y la libertad individual (especialmente valioso en un entorno tan alienante como puede ser el de la escuela). Arrebatarle a un adolescente su móvil en un pasillo o el patio es, en este sentido, un acto de humillación e intimidación injustificable.

Pero pese a todo lo dicho, ya verán como se impone la medida, absurda y antipedagógica, pero popular, de prohibir el móvil – que, por supuesto se seguirá usando, tal como lo hacen los mismos profesores, con completo desparpajo, por todo el centro –. Así, de paso, se nos distraerá un poco de los problemas que de verdad asolan al sistema educativo.

Fuente del Artículo:

https://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/opinion/moviles-prohibir-educar_1112707.html

ove/mahv

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La cuestión del cuestionario sobre los deberes escolares

Por:

«El resto de los argumentos sindicales en relación al cuestionario son, a mi juicio, improcedentes. Que se aluda, una y otra vez, al presunto exceso de “actividades extraescolares” de los niños es, además de una injustificada intromisión en la vida privada de la gente, una concesión a esa “pedagogía parroquial” que considera los deberes de matemáticas o historia más importantes que practicar deportes o dedicar las tardes a la danza o la música».

Vuelve, por enésima vez, la polémica en torno a los deberes escolares. Y, por extraño que parezca, lo que se discute no es si los deberes son útiles o no para el aprendizaje ( ¡que es lo que habría que discutir!), sino si esto de los deberes es o no es una cuestión discutible. Así de absurda es la cosa.

Para algunos sindicatos docentes (PIDE, ANPE, CSI-F) la discusión en torno al valor didáctico de los deberes y su eventual regulación no es una cuestión que se deba someter al escrutinio público, ni tan siquiera al de la comunidad educativa, pues – según ellos –  esto supondría una intromisión intolerable en el trabajo de los profesores. Por eso se niegan obstinadamente a que este asunto salga a la luz y (a manera de cortina de humo) generan polémicas absolutamente artificiosas.

La última de estas polémicas es la fabricada y protagonizada estos días por el sindicato del profesorado PIDE (y secundada por los otros dos sindicatos corporativos) en torno a un cuestionario elaborado por el Consejo Escolar y la Consejería de Educación para recabar datos acerca de la percepción que de los deberes tienen alumnos, familias y docentes. La oposición de estos sindicatos a un simple cuestionario se justifica por cuestiones técnicas pero, sobre todo, por lo ya dicho: hacer encuestas sobre los deberes supone – según estos sindicatos – una injerencia inadmisible en el trabajo del profesor y una puesta en cuestión de su labor y profesionalidad. ¡Fíjense! Y eso que hablamos de una encuesta. ¡Qué pasará el día que el gobierno se decida a legislar sobre este asunto!

Seamos claros. Que estos sindicatos defiendan el (presunto) interés corporativo de sus afiliados es perfectamente comprensible; que sus quejas tengan sentido en el contexto, más amplio, de los intereses de toda la comunidad educativa (docentes incluidos) es otra historia. Yo creo que no lo tienen en absoluto. Que la Consejería de Educación haga encuestas para recoger la opinión de padres, alumnos y profesores acerca de una cuestión que afecta a todos (como es el caso de los deberes) es una práctica democrática legítima y deseable (¿no nos hemos quejado, tantas veces, de lo contrario?). Y que se planteen cuestiones que supongan opinar (por muy indirectamente que sea, pues la encuesta no plantea preguntas al respecto) sobre la labor del profesor es un saludable síntoma de que algo puede estar cambiando – ¡a mejor! – en el mundo educativo. ¿Por qué habrían de estar exentos los profesores (y les habla uno de ellos) del escrutinio de los alumnos y las familias a las que prestan sus servicios?

El resto de los argumentos que esgrimen PIDE y el resto de sindicatos corporativos son, a mi juicio, muy poco defendibles. Tal vez la encuesta se podría haber diseñado mejor por parte del equipo técnico de la Consejería. Pero la elaboración básica del cuestionario por parte de una comisión de miembros del Consejo Escolar en el que participó PIDE – y el que esto escribe –  fue irreprochablemente democrática. De otro lado, es pura demagogia afirmar que el debate abierto en torno a la pertinencia de los deberes escolares sea “fruto de la obstinación de una asociación de padres”. La iniciativa partió de la Asamblea de Extremadura, a instancia de un grupo político, y como expresión perfectamente legítima de una controversia mucho más general y que afecta igualmente a otras administraciones educativas.

Una controversia, por cierto, que no es entre padres y profesores (celosos, ambos, de su ámbito de competencias), como de manera simplista pretenden hacernos creer, sino más bien entre modelos pedagógicos diferentes (con padres y docentes indistintamente a favor de uno u de otro). Es esta controversia en torno al valor didáctico de los deberes (y a la conciliación de las tareas escolares con la vida familiar y el ocio) la que realmente debería ocuparnos, escuchando a los expertos (es decir, a los pedagogos), pero también al resto de la comunidad educativa (docentes, padres, madres, alumnos), para, después, legislar en consecuencia, igual que se hace con el resto de actividades escolares y como, de hecho, ya se hizo, o se intentó, en anteriores legislaturas. ¿A qué tanto miedo a racionalizar y someter a control público y administrativo algo que, como los deberes, afecta a la vida de tanta gente durante tantos años?.

El resto de los argumentos sindicales en relación al cuestionario son, a mi juicio, improcedentes. Que se aluda, una y otra vez, al presunto exceso de “actividades extraescolares” de los niños es, además de una injustificada intromisión en la vida privada de la gente, una concesión a esa “pedagogía parroquial” que considera los deberes de matemáticas o historia más importantes que practicar deportes o dedicar las tardes a la danza o la música (por no hablar de las alusiones a la pereza o a los “vicios” tecnológicos en que incurrirían los niños faltos de esa suerte de “disciplina forjadora del carácter” que por lo visto es – para algunos – hacer tareas escolares en casa).

Solo en una cosa coincido con la postura de estos sindicatos: el exceso de deberes está relacionado con problemas estructurales del sistema educativo. Aunque no solo se trata del excesivo número de alumnos por aula, como reiteran ellos. También se trata de la insistencia en un modelo pedagógico que carga al alumno de contenidos absurdos, tareas repetitivas y series inacabables de exámenes. Justo contra cosas como estas (asumidas como naturales por la LOMCE) muchos docentes vamos a secundar la huelga general educativa del próximo día 9, apoyados por la mayoría de los sindicatos (entre los que esperamos encontrar no solo a PIDE, sino también a ANPE o al CSI-F, si es que saben rectificar a tiempo). Y lo haremos durante la jornada docente. Nada de dejarlo como tarea para casa.

Fuente: http://www.eldiario.es/eldiarioex/educacion/cuestion-cuestionario-deberes-escolares_0_618738475.html

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¿Más horas para religión?

Por: s

«El deseo irracional y soberbio de multiplicar las horas durante las que se adoctrina en catolicismo a los alumnos, y el hecho de denunciar, con datos ambiguos y argumentos sofísticos, a la administración que no se les hinca de rodillas, debería avergonzar a los prebostes de la Iglesia que apadrinan esta campaña (que no esconde, en el fondo, más que un problema laboral, como hicieron saber desde el principio los profesores de Religión). Y es la propia Iglesia (y no el Gobierno extremeño) la que se pone aquí a sí misma, innecesariamente, en el ojo del huracán».

No se puede negar que, en cuanto a la lucha contra la LOMCE, el Gobierno extremeño y, en particular, la Consejería de Educación, están demostrando una considerable valentía. Para empezar, en un tiempo récord, y pese a la resistencia y el derrotismo de muchos, el gobierno elaboró y aprobó un nuevo decreto curricular de secundaria con el que sustituir al impuesto por el gobierno en funciones de Monago. Y no se cortó un pelo.

En este decreto se recuperaba una materia que debería ser troncal en toda sociedad democrática que se precie (y que está presente en la mayoría de los países de nuestro entorno): la Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos (aun cuando solo durante una hora a la semana). Se introdujo, también, una hora de Ética optativa en bachillerato (ya saben que la LOMCE eliminaba la Ética, esa reflexión en torno a los valores morales que, por lo visto, resulta inútil a los españoles – que deben de estar, por lo que parece, sobrados de ella –).

El decreto sirvió igualmente para salvar del desastre a la Filosofía, esto es, a esa insignificante materia empeñada en que los alumnos construyan crítica y racionalmente sus propias ideas en torno a cosas tan “irrelevantes” como el fundamento y el sentido de lo real, la naturaleza humana, la identidad personal, la verdad, la bondad o la justicia. La mayor dotación horaria de la Filosofía pudo molestar a quienes pensaron que se hacía a costa de materias como la Religión. Pero la Filosofía (que, por cierto, no tiene más que ver con la Religión que con cualquier otro saber o ciencia) solo incrementó sus horas a costa de las muchas que perdió con la LOMCE.

Pero aquello en lo que la Consejería más parece haber pecado (nunca mejor dicho) de valentía es en tratar de poner a la Religión en el sitio que le corresponde en el currículo educativo. Y digo “parece” porque lo único que ha hecho es ceñirse a lo que dicta la LOMCE al respecto. De hecho, las horas de Religión en Extremadura no son muy diferentes a las que tiene en aquellas comunidades gobernadas por el PP en las que se aplicó, sin cambio alguno, la LOMCE. Es por esto que provoca sorpresa la furibunda reacción de los interesados en que las horas de Religión se multipliquen en Extremadura. ¿Es que quieren aquí aún más de las que les concede la – ya de por sí conservadora y protocatólica – ley educativa del PP?

Por lo demás, la reciente sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Extremadura que obliga a la Junta a rectificar el currículo es notablemente defectuosa. De entrada (y esto sonroja decirlo) en la argumentación de la sentencia se dan por buenos datos cuya falsedad es palmaria. Se acepta en ella que la religión ha perdido el 50% de sus horas en Educación Secundaria Obligatoria (ESO) en relación al decreto curricular anterior, cuando la verdad es que no ha perdido más que el 20%. Cinco horas semanales tenía (dos en primero y una en el resto de los cursos de ESO) y cuatro horas semanales tiene ahora. ¿Es que no han tenido tiempo de leer los decretos educativos los magistrados de la sala?

En cuanto a la presencia de la Religión en segundo de bachillerato, no hay ni que recordar que en ese curso (equivalente al extinto COU) no la ha habido casi nunca (solo recuerdo un caso). Tampoco la disponía allí el decreto LOMCE anterior (el del PP de Monago). Es cierto – esto sí – que en el primer curso de bachillerato la Religión ha pasado de dos a una sola hora semanal.

Pero esto no es ilegal, dado que las comunidades autónomas poseen la competencia de regular la carga horaria de las materias específicas (tales como la Religión). Además, esta medida tiene una justificación muy razonable. La Religión pasa de dos a una hora en primero de bachillerato para así introducir una hora de Ética especialmente diseñada para aquellos alumnos que – justo por haber cursado Religión durante toda la ESO – no han recibido ni una sola clase en la que reflexionar libre, crítica y racionalmente sobre los valores que todos los ciudadanos compartimos (y no solo los creyentes en esta o aquella doctrina religiosa).

Me parece que la necesidad de este cambio está, por tanto, meridianamente clara. Por contra, y a este respecto, la sentencia del TSJEx esboza unos razonamientos imprecisos, confusos y repletos de información irrelevante, en los que se mezclan datos no contrastados con comparaciones entre la Religión y otras materias específicas que, de considerarse válidas, provocarían la anulación, no ya solo del decreto curricular extremeño, sino de la propia LOMCE y de la práctica totalidad de las leyes educativas de los últimos cincuenta años.

El que firma este artículo ha exhibido pública y reiteradamente las razones que, a su entender, sostienen la obligatoriedad de ofertar la materia de Religión en la escuela. Ahora bien, una cosa es que el sistema educativo atienda la demanda de buena parte de las familias españolas, y ofrezca la posibilidad de recibir formación religiosa a sus hijos.

Y otra cosa es cómo deba hacerlo: si en una hora o en diez, si dentro, fuera o en los márgenes del horario lectivo, si en todos los cursos o solo en algunos, si con evaluaciones y calificaciones decisivas para optar a becas o sin relevancia académica, si impartida por profesores seleccionados de modo poco transparente por el obispado o sujetos a criterios más rigurosos, etc.

Si la Iglesia católica practicara la misma prudencia y humildad que exige a sus fieles debería darse con un canto en los dientes con la presencia, más que suficiente, que tiene en todos los colegios e institutos del país desde primaria hasta el bachillerato.

Presencia que no debería reclamar en nombre de la rara avis de un Tratado político – tan cuestionablemente constitucional y denunciable en cualquier momento – como es el firmado con el Estado Vaticano en 1979, sino por la simplicísima razón de que muchos ciudadanos entienden que la formación religiosa de sus hijos es parte fundamental de su educación, y tienen derecho a poder elegirla. Y punto.

El deseo irracional y soberbio de multiplicar las horas durante las que se adoctrina en catolicismo a los alumnos, y el hecho de denunciar, con datos ambiguos y argumentos sofísticos, a la administración que no se les hinca de rodillas, debería avergonzar a los prebostes de la Iglesia que apadrinan esta campaña (que no esconde, en el fondo, más que un problema laboral, como hicieron saber desde el principio los profesores de Religión). Y es la propia Iglesia (y no el Gobierno extremeño) la que se pone aquí a sí misma, innecesariamente, en el ojo del huracán. Su reiterativa imprudencia acabará por tener efectos. Tarde o temprano vendrá un gobierno, tan valiente o más que el extremeño, a acabar con sus privilegios heredados. Un gobierno que, al fin, ponga a la Iglesia católica en el lugar que le corresponde.

Fuente: http://www.eldiario.es/eldiarioex/educacion/horas-religion_0_611039808.html

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La religión en la escuela. Por qué los laicistas se equivocan

Por: s

«Es justo y democrático permitir que los que no piensan o creen como nosotros también encuentren su opción ideológica en la escuela pública, que ha de ser la de todos (y no tengan, así, que recurrir a la privada)».

Parece que cuando no hay nada candente que tratar se vuelve al tema de la religión en la escuela. Mi estimado compañero Alfredo Aranda escribió el otro día sobre esto en este mismo diario. Yo mismo, y varias veces, he cometido el pecado de opinar sobre el asunto, por ejemplo aquí . No sé resistirme. Cada vez que veo cómo mis queridos amigos y colegas, tan de izquierdas (como yo), confraternizan rápidamente en el ataque a la enseñanza de la religión se me hincha la vena crítica. No puede ser que gente tan inteligente (y tan de izquierdas) esté tan rápidamente de acuerdo en algo – me digo – tan complejo y difícil de analizar. La cosa se agrava cuando escucho o leo sus argumentos y… me entran unas ganas irresistibles de abrazar la fe. ¡Y eso sí que no!  Así que, qué remedio, tendré que repetirme. ¡Señor, dame fuerzas!

El primer argumento de Aranda es que Dios no existe, sino que es, tan solo, el fruto del adoctrinamiento religioso en connivencia con el Estado. Pero esto no es un argumento, sino solo la confesión de la particular fe ideológica del autor. Digo fe porque la razón no basta para demostrar la inexistencia de Dios ni, mucho menos, los fundamentos del materialismo que sustenta la hipótesis de Alfredo. Además, esto es poco o nada relevante. Aún en el caso (para nada claro) de que el deísmo fuese racionalmente falso (y fuera, más bien, algún tipo de teísmo), un creyente diría que su fe ni se valida ni se invalida con la razón (y menos aún, con una razón sostenida en los dogmas, no mucho menos religiosos, del materialismo o el historicismo),.

En segundo lugar, que la religión confesional sea una asignatura no nos retrotrae, como se dice, a los tiempos del nacional-catolicismo. Esto es pura demagogia. Durante el franquismo la religión católica era materia obligatoria y el control ideológico de la Iglesia era casi absoluto. Ahora, la religión es una materia optativa que ocupa una hora (a lo sumo dos) a la semana y la Iglesia ha perdido todo control sobre la enseñanza pública. De hecho, la situación de la materia de religión en nuestro país es exactamente la misma que la que tiene en la mayoría de los países de nuestro entorno (en los que no existió el nacional-catolicismo).

En tercer lugar, intentar minusvalorar la religión como un asunto puramente cultural es otra simpleza. Si profesar una religión depende de dónde nace uno, lo mismo cabe decir del que profesa el laicismo. Todo, y no solo la religión (también la democracia, los derechos humanos, o el sistema métrico decimal), podría concebirse como algo que depende de la “geografía”. Y si, por el contrario,  creemos que con la razón se pueden trascender los límites de la propia cultura, exactamente lo mismo podemos decir con respecto a la fe. De hecho, el universalismo humanista (tan opuesto al “tribalismo culturalista”) es, en gran medida, una doctrina religiosa secularizada.

El primer argumento real que aparece en el artículo de Aranda es este: la fe, que es credulidad ciega, y que tiene que ver con creencias y dogmas no puede ser – se dice – parte del horario lectivo, y ha de circunscribirse al ámbito personal. Este es, de hecho, el principal argumento de los detractores de la materia de religión. Y depende de dos supuestos: (1) que hay materias absolutamente dogmáticas y no dogmáticas; y (2) que lo público ha de mantenerse alejado de todo dogma, pues estos pertenecen estrictamente al ámbito privado. Estos dos supuestos son falsos o, cuando menos, muy discutibles.

En primer lugar, todos los contenidos educativos tienen que ver, aunque no, desde luego, en el mismo grado, con creencias y dogmas: los humanísticos, los artísticos y los científicos. Ni el cientifista más iluminado (por la razón) podría mantener que la ciencia (por ejemplo) pueda construirse sin axiomas, postulados, supuestos, metáforas y visiones del mundo indemostrables y, por tanto, dogmáticas. No digamos de las humanidades o el arte. Un saber absolutamente crítico y libre de dogmatismo solo cabe encontrarlo (y de manera ideal) en la filosofía, aunque esta, y justo por eso, no llegue a ser nunca un saber, sino solo la pretensión de serlo…  Además, y de otra parte, la religión no es solo dogma. Los teólogos también existen. Y razonan. No es nada fácil encontrar intelectuales con el nivel de sutileza y rigor lógico de los grandes teólogos que jalonan la historia del pensamiento occidental (y oriental).

En cuanto al segundo de los argumentos, la idea de separar lo público (las leyes e instituciones del Estado) del ámbito privado de las creencias y valores personales me parece una abstracción filosófica casi imposible de defender. A mi juicio, lo público no se funda en universalidades ideológicamente asépticas (¿existen tales cosas?), sino en sistemas preponderantes de creencias, valores e ideales, bien impuestos por un solo grupo u hombre (como en los regímenes despóticos), o bien resultantes de una gestión más compleja de la pluralidad ideológica, tal como ocurre en los estados democráticos. No se entiende, en este sentido, que las instituciones tengan que mantenerse en un imposible plano neutral con respecto a los valores y creencias de aquellos a los que gobiernan y representan. Una cosa es que la escuela pública, u otras instituciones del Estado, no manifiesten su preferencia por determinadas opciones políticas, ideológicas o religiosas, y otra, muy distinta, que no representen y en cierto modo administren (de modo equilibrado) la pluralidad de valores, ideales y creencias de los ciudadanos a los que educan y gobiernan.

 Justamente el peligro de nuestras sociedades tan torcidamente modernas es haber relegado al ámbito privado las cosas que más importan: los valores y fines, el sentido de la vida individual y colectiva, la búsqueda de respuestas a los grandes interrogantes… Obviamente porque la ciencia, la única institución ideológica que el laicismo asocia típicamente a lo público, no puede responder a ninguna de esas inquietudes (ni, en general, a casi nada humanamente relevante). Y esto es, al contrario de lo que vulgarmente se piensa, lo que alimenta el fanatismo religioso. En la medida en que nuestros alumnos solo aprendan ciencia y tecnología (y cada vez menos arte, filosofía o incluso teología) buscarán en otro lugar, menos inmune al fanatismo que la escuela, la respuesta a las inquietudes humanas y espirituales que no puede aquietar la ciencia.

 Estoy convencido, en suma, que la religión confesional tiene su espacio en la escuela pública igual que otras muchas asignaturas más o menos “doctrinarias” (y todas, en algún grado, lo son). La institución escolar no debe aspirar a una imposible asepsia ideológica. Todo lo contrario: ha de ofrecer la mayor pluralidad de ideas y creencias posible (tanta, al menos, como la que hay en la sociedad a la que sirve y, en cierto modo, representa). La única condición es que, a la vez, se dote a los alumnos de las herramientas y hábitos para someter todas esas opciones ideológicas a la reflexión y el análisis crítico.

 Yo, al menos, creo mil veces preferible que mis alumnos católicos (o de la confesión que sean) reciban su formación religiosa en el instituto público en que trabajo —y junto al aula de filosofía (de manera que, a continuación, antes o después, podamos hablar y reflexionar libremente sobre lo divino y lo humano)— que en un templo alejado de ese foro, plural y crítico, que ha de ser, según yo lo veo, la escuela. Al “enemigo” dogmático (en la medida en que lo sea y lo haya) conviene, como a todo enemigo, tenerlo cerca…

 Con algunas cosas (accesorias) del artículo de Alfredo Aranda puedo estar más de acuerdo. Está bien, por ejemplo, que la inspección educativa pueda evaluar el trabajo de los profesores de religión. O que se exija más transparencia en los procesos de selección de ese mismo profesorado. Pero es obvio que han de ser las autoridades eclesiásticas quienes establezcan el currículo y elijan a los profesores, tal como son las autoridades científicas las que diseñan los programas de las materias de ciencias y escogen a quienes han de impartirlos.

 Por lo demás, y como ven, no coincidimos en nada. Como ya escribí en otra ocasión, prefiero la ilustración a secas (un movimiento, por cierto, que nunca fue antirreligioso) que el  despotismo ilustrado. Es justo y democrático permitir que los que no piensan o creen como nosotros también encuentren su opción ideológica en la escuela pública, que ha de ser la de todos (y no tengan, así, que recurrir a la privada). Y es bueno y necesario promover que la gente, una vez bien informada y formada en todas las opciones posibles, crea lo que le venga en gana y le parezca mejor. Siempre que a mí o a otros nos permitan, también, tratar de mostrarles las ventajas de fundar sus creencias en razones – y de buscar racionalmente lo infundado más allá de toda creencia, empezando por las científicas –.

Fuente: http://www.eldiario.es/eldiarioex/educacion/religion-escuela-laicistas-equivocan_0_603690494.html

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La pedagogía castiza

VÍCTOR BERMÚDEZ TORRES/20/04/2016/

«Pese a mis muchos años de profesor, todavía no he averiguado qué diablos tienen que ver los exámenes con la educación. Cuando, por sufrirlos o incluso tener que hacerlos yo mismo, me olvido de lo que es aprender, recuerdo cómo lo hace naturalmente un niño, cómo investiga un científico, o cómo crea un artista».

Entre tanto se deroga, se reforma o se acaba de aplicar la LOMCE (la ley educativa del PP), vuelve el debate entre “nueva” y “vieja” pedagogía. La “nueva” pedagogía es aquella que, muy en general, aboga por una educación integral y diferenciada, se centra en los procesos de comprensión sobre los de memorización, refuerza el sentido lúdico y libre del aprendizaje, insiste en la educación en valores, y pone entre paréntesis los métodos de evaluación cuantitativos (tal como los exámenes típicos). De otro lado, la “vieja” pedagogía (aquella que representa la LOMCE) suele defender una formación formación estrictamente académica, competitiva y dirigida a la excelencia y el mérito profesional, comprende como piedra angular el esfuerzo y la disciplina del alumno, es muy parca con la educación en valores (el niño debe venir educado de casa, dice), y considera imprescindible la evaluación cuantitativa del rendimiento (exámenes, reválidas, etc.).

A la “vieja” pedagogía (que no es estrictamente “vieja”: muchos filósofos y pedagogos muy antiguos la rechazarían de plano) a mi me gusta llamarla “pedagogía castiza”. No ya solo porque reivindique una – idealizada –  tradición educativa (libre de pedagogías modernas), sino también por esa típica actitud prepotente suya que desprecia lo que, generalmente, ignora, a la vez que exhibe soluciones simplonas para problemas cuya complejidad apenas alcanza a concebir. A estos pedagogos castizos los leo y escucho desde hace muchos años, pero aún no he logrado coincidir con ellos… ¡Absolutamente en nada!

Hace unos días, alguien colgó en el tablón de mi instituto una entrevista a uno de estos antipedagógicos pedagogos. El titular remitía a unas palabras del entrevistado: “La escuela – decía – tiene que dar formación, no es un lugar donde enseñen la búsqueda de la felicidad”. El mensaje es contundente y tremendo. ¿Qué escuela podría ser esa que desvincula el aprendizaje de la felicidad del alumno? – pensaba yo –  La respuesta, me temo, está muy clara: una escuela consagrada, exclusivamente, a la formación académica y profesional. La educación del alumno como persona que busca ser feliz, o como ciudadano preocupado por su entorno, quedaría relegada al ámbito privado de la familia o al mundo extraescolar. Esta distinción (entre formación y educación) suele defenderse en nombre de la libertad del individuo para escoger sus propios fines y valores. Pero esto un profundo error. ¿Qué libertad tiene nadie sin esa educación en la pluralidad y la racionalidad que, no la familia, ni el entorno, sino solo la escuela – una escuela que eduque para la felicidad y la justicia, y no solo para el trabajo – puede garantizar a todos?

Tampoco logro coincidir con la insistencia en la disciplina y el esfuerzo. El deseo del hombre por saber es natural, decían los viejos filósofos. Observen a cualquier niño (y casi a cualquier animal superior) y se convencerán. No hay nada que nos guste (y necesitemos) más que observar, interpretar, discutir y entender lo que pasa a nuestro alrededor. Lo hacemos a cada momento. Gozamos de la vida, o de cualquier otra cosa, en la medida en que la comprendemos. Aprender y saber son, esencialmente, algo gozoso. Entonces, ¿cómo es que hay que imbuir en los aprendices toda esa “cultura del esfuerzo y la disciplina”? ¿Cómo es que, para tantos niños y adolescentes (y profesores), ir a la escuela parece ser un verdadero suplicio?

No es difícil responder a esto. Una escuela fundada en el logro de la excelencia académica, la competencia y el mérito es incompatible, no ya solo con la búsqueda de la felicidad, sino con el más simple de los gozos. ¿Qué niño puede aspirar a desarrollar felizmente su individualidad cuando tiene que perder su tiempo en competir con otros y malbaratar su talento para ajustarse a unos determinados estándares de excelencia (no elegidos ni relacionados, por lo general, con sus reales intereses)? ¿Qué niño podría entregarse gozosamente a la experiencia del aprendizaje si supiera que es permanentemente juzgado según “méritos” y “deméritos” que, además, no son suyos? (¿Qué mérito tiene alguien por nacer inteligente o rápido, o por ser más o menos voluntarioso o sumiso a tareas mecánicas que no entiende y a las que se aplica por pura debilidad? La respuesta es: ninguno. La idea de mérito carece de todo mérito).

Si vaciamos al aprendizaje de todo su sentido natural, si cambiamos el amor al saber por el adiestramiento útil, el desarrollo personal por la competencia en pos de unos logros predeterminados, la entrega desinteresada por la conducta vigilada, premiada y castigada… No hay, en efecto, gozo ni felicidad que valgan. Por lo que solo cabe (intentar) enseñar por la fuerza. El que no comprende ni comparte el valor de lo que hace, solo puede puede hacerlo (si es que eso es hacery no parecer que se hace) por fuerza de voluntad y disciplina marcial. Aunque con ello no aprenderá nada, por supuesto (salvo a disimular y conformarse). Dijo el filósofo Platón  – que recomendaba el juego y el placer como medios naturales para el aprendizaje –  que nada puede entrar en el alma de un hombre libre que le haya sido impuesto por la fuerza. ¿Aprenderemos alguna vez esto?

Pese a mis muchos años de profesor, todavía no he averiguado qué diablos tienen que ver los exámenes con la educación. Cuando, por sufrirlos o incluso tener que hacerlos yo mismo, me olvido de lo que es aprender, recuerdo cómo lo hace naturalmente un niño, cómo investiga un científico, o cómo crea un artista. El aprendizaje es una actividad desinteresada y apasionada, como lo es el amor. Pues bien, imaginen ustedes que les obligaran a cumplir un estricto horario de efusiones amorosas, y que, tras ellas, fueran examinados y evaluados por el profesor que las estuviera observando y juzgando. ¿Podrían dar, en esas condiciones, un solo beso genuino?…

¿Entienden ahora mejor – o más castizamente – por qué es imposible que un niño aprenda absolutamente nada (salvo a doblegarse y sobrevivir) bajo la – castiza – pedagogía de la LOMCE? Por suerte, hay otros muchos enfoques pedagógicos, con otros fines, y que demuestran cada día su eficacia, y no solo en Finlandia, también aquí, en centros pioneros de nuestra comunidad, y cada vez más. Esperemos que cuando toque  elaborar una nueva ley educativa, no nos olvidemos de esa “nueva” pedagogía.

Fuente del articulo: http://www.eldiario.es/eldiarioex/pedagogia-castiza_0_507450247.html

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