Hablando de ética: avances y retrocesos

Por: Marcelo Colussi

Observada la historia en su faceta material, obvio que se ha registrado un progreso monumental. La duda se abre en ámbito propiamente humano: ¿ha habido progreso en este sentido? ¿Puede haberlo?

«A veces la guerra está justificada para conseguir la paz«.

Barack Obama, ¡Premio Nobel de la Paz! (SIC)

¿Hay progreso en la historia humana? La respuesta depende de qué entendamos por progreso. La tendencia casi inmediata en nuestra cotidianeidad, marcada por un fuerte sesgo economicista, es concebirlo como «mejoramiento», como «superación», de suyo ligado al ámbito material. En general, sin embargo, esta reflexión no nos la planteamos en términos subjetivos: ¿se progresa espiritualmente?, ¿hay progreso cultural? La ética, ¿progresa? ¿Se mejora la calidad de lo humano?

Observada la historia en su faceta material, desde el primer ser humano de las cavernas hace dos millones y medio de años atrás hasta nuestros días, es más que obvio que se ha registrado progreso, un progreso enorme, monumental. Al menos en lo técnico, en lo material, en la forma en que nos relacionamos con la naturaleza e inventamos una nueva naturaleza «social». La duda se abre en el otro ámbito, en lo más propiamente humano: ¿ha habido progreso en este sentido? ¿Puede haberlo?

En principio podríamos estar tentados de decir que, aunque muy lentamente, la humanidad va progresando en términos éticos. Hoy, distintamente a la antigüedad clásica de tantos pueblos, ya no se practican sacrificios humanos; hoy, un déspota gobernante no puede pedir un festín de sangre o bajar el pulgar para ver cómo un ser humano mata a otro para solaz de los observadores. Al día de hoy contamos con leyes que protegen, cada vez más, la vida y su calidad. Se legisla el aborto y la eutanasia. Hoy la tendencia es buscar repartir los beneficios del progreso material entre todos, y no reservarlos para la familia real, para el sacerdote supremo o el cacique de la tribu. El machismo, aunque aún se practica día a día en forma repulsiva –la ola de femicidio no se detiene–, comienza a ser puesto en la picota. Y otro tanto sucede con el racismo, aunque como práctica social concreta siga existiendo (ahí está George Floyd, entre tantos otros, como infame recordatorio). Todo lo cual, entonces, nos puede hacer llegar a la conclusión que, sin dudas, sí hay progreso social. Aunque justifique las guerras, tal como lo dice el epígrafe, un afrodescendiente, un nigger puede llegar al sillón presidencial de la Casa Blanca.

Arribados a este punto, es necesario puntualizar un par de consideraciones fuertes, que sin dudas no pueden agotarse en este pequeño trabajo, y que llaman a su profundización: por un lado, es siempre muy relativo (¿precario quizá?, siempre en condiciones de retroceder) el «avance» que se da en la condición humana, en su esfera ética. Los «progresos» espirituales son de una naturaleza radicalmente diversa a aquellos otros del orden material. Si no hay Tercera Guerra Mundial (con energía atómica), podemos estar –relativamente– seguros que no volveremos a las cavernas y a las hachas neolíticas; pero no podemos estar tan seguros de que se ha afianzado de una vez y para siempre la cultura de la no violencia, la tolerancia y la convivencia pacífica entre todos los seres humanos, más allá de las pomposas declaraciones que se escuchan a diario y de la «corrección política» que se va imponiendo por todos lados. Una rápida mirada a la coyuntura mundial nos lo recuerda de modo feroz.

¿Cómo explicar, si no, que en la Rusia post soviética los otrora cuadros comunistas se tornen tan rápida y fácilmente despiadados capitalistas explotadores, o que en ese experimento tan singular que es la China socialista con economía de mercado, abierta la posibilidad de la acumulación –»Ser rico es glorioso» dijo Deng Xiao Ping– aparezcan multimillonarios similares, o superiores, a los del capitalismo occidental? Toda la fascinante tecnología que hemos desarrollado en milenios y nos llevó, entre otras cosas, a la energía atómica, no impidió que se lanzaran bombas nucleares sobre población civil no combatiente con una crueldad que puede empalidecer ante cualquier «primitiva» civilización del pasado. Aunque la justificación oficial del gobierno de Washington pueda parecer «piadosa» (evitar más muertes con un desembarco), la verdad es otra cosa: una absoluta demostración de poder. Esto, sólo por poner algún ejemplo. O para abundar algo en esta línea: la tecnología que permite el espectacular mundo moderno, con vehículos que surcan la faz del planeta a velocidades siempre crecientes, lleva al mismo tiempo a una catástrofe medioambiental de proporciones dantescas, ocasionada en muy buena medida por los motores que impulsan a esos vehículos. Y si se reemplazan los combustibles fósiles por energías no contaminantes, tal como utilizan los vehículos impulsados por baterías eléctricas para las que se necesita el litio como elemento básico, ahí está el golpe de Estado en Bolivia en el 2018. Y un magnate productor de algunos de esos vehículos (Elon Musk: «Derrocamos a quien queramos«) puede justificar el latrocinio muy alegremente, sin recibir condena alguna. ¿Progreso entonces?

Hay una idea cuestionable de progreso. Se puede, por ejemplo, destruir la selva tropical y a los pueblos que allí habitan para extraer petróleo con los que alimentar vehículos con motores de combustión interna, o matar «cholos» en Bolivia para quedarse con los Salares de Uyuni, ¿en nombre del progreso? Progreso, valga decir, que nos va dejando paulatinamente sin agua dulce para continuar la vida. ¿Puede decirse seriamente que hay «progreso» social si un habitante término medio de un país ¿desarrollado? como Estados Unidos consume un promedio de 100 litros diarios de agua, o más, mientras que un habitante del África negra sólo tiene acceso a un litro? Dicho sea de paso: por la falta de agua potable mueren dos mil personas diarias. ¿Cuál es el «progreso» humano en que asienta ese monumental absurdo? Porque lo peor de todo es que a ese blanco término medio que riega su jardín 3 veces por semana y lava sin cesar sus varios vehículos, no le interesa la sed de un semejante africano; es más: ni siquiera está enterado de ello. La tecnología, definitivamente, no tiene la culpa de esta locura en juego. La lectura serena y objetiva del estado del mundo nos fuerza a reflexionar sobre todo esto: ¿avanzamos o retrocedemos en términos éticos?

El poder sigue siendo el eje que mueve las sociedades; poder que se articula con el afán de lucro, que no es sino la contracara de la idea de propiedad privada, todas ellas absolutas creaciones humanas.

Justamente como la sed de poder no se ha extinguido, el trágico disparate en curso en la actualidad, con los halcones fundamentalistas manejando la hiper-potencia mundial (no importa cuál sea el presidente de turno sentado en la Casa Blanca), nos puede llevar de nuevo a las cavernas y al período neolítico (la guerra nuclear generalizada, aunque ya no exista la Unión Soviética y una frontal Guerra Fría, no es una fantasía de ciencia ficción; sigue siendo una posibilidad y está a la vuelta de la esquina). En tal caso no sería la «evolución» técnica la que nos devolvería a ese estadio sino –una vez más– nuestra dificultad para progresar en lo ético. Salvando las formas económicas, ¿es muy distinta en términos éticos una empresa petrolera o fabricante de armas de los Estados Unidos actual comparada con un faraón egipcio, por ejemplo, aunque hoy se llenen la boca hablando de responsabilidad social empresarial, contratando muchas mujeres, negros y homosexuales? ¿Qué diferencia en esencia a estas empresas «legales» de un cartel del narcotráfico?

«Es delito robar un banco, pero más delito aún es fundarlo«, decía sarcásticamente Bertolt Brecht. Las guerras –cíclicas, obstinadamente repetitivas– nos recuerdan de manera dramática estos desgarrones de nuestra mortal y evanescente condición: progresa la técnica, pero lo ético sigue siendo la asignatura pendiente. Hablamos cada vez más de derechos humanos y de respeto a la vida, pero en las guerras se sigue premiando como héroe de la patria a quien más enemigos mate. ¿Cómo entender eso? Dicho sea de paso también: el negocio más grande todos los actualmente existentes y aquél que ocupa la mayor inteligencia humana -y también la artificial– para la creación y renovación constante, ¡es la guerra! La producción de armamentos –desde una simple pistola hasta los misiles nucleares más poderosos– son el renglón más desarrollado de todos los que implementa la especie humana. ¿Lo qué más ha progresado entonces?

Más allá de esta primera consideración –de un talante pesimista seguramente– cabe un segundo comentario, no menos importante que el anterior, y con el cual se relaciona: aunque lento, tortuoso, plagado de dificultades, casi con valor de conclusión podemos decir entonces que efectivamente ha habido progreso social. Repitámoslo: hoy no se quema vivo a nadie por hereje; se pueden quemar libros, pero eso no es lo mismo. Hoy, aunque estamos aún lejísimos de alcanzarla, el tema de la justicia –económica, social, de género, étnica– es ya un patrimonio de la agenda de discusión de toda la humanidad; hoy, aunque persiste el machismo, ya no existe el derecho de pernada ni se utilizan cinturones de castidad para las mujeres, en numerosos lugares no se penaliza la homosexualidad permitiéndose los matrimonios entre iguales, y las leyes –ya universalizadas– fijan prestaciones laborales (aunque el capitalismo salvaje de estos años recién pasados está intentando borrar esos avances sociales).

En esta línea de pensamiento se inscribe una cantidad, bastante grande por cierto, de temas referidos a lo socio-cultural, que son incuestionables avances, mejoras, progresos en lo humano. La lista podría ser extensa, pero a los fines de mencionar algunos de los puntos más relevantes, podríamos decir que ahí entran todos los pasos que conciernen a la dignificación humana. No con la misma intensidad en todos los rincones del planeta, pero en el transcurso de los últimos siglos, con la modernidad que trajo una visión científica de la realidad, los derechos humanos hicieron su entrada triunfal en la historia. Hoy por hoy son ya una conquista irrenunciable. Se podrá decir que son un engendro occidental que, si se quiere profundizar, surgen como un camino paralelo a la lucha revolucionaria por el cambio social (el materialismo histórico no necesita ese complemento quizá); pero existen y marcan un camino de avance ético. Ya nadie puede matar por capricho a un esclavo, porque hoy ya se ha superado ese «primitivismo» de la esclavitud. Aunque hay que aclarar, no obstante, que la Organización Internacional del Trabajo ha denunciado que pese a nuestro «progreso» en materia laboral persisten cerca de 30 millones de trabajadores esclavizados en este siglo «hiper tecnológico», en muchos casos produciendo las maravillas industriales que se consumen alegremente en lugares donde la vida es simpática y próspera y nadie piensa en esclavos.

El siglo XX, luego de mostrar hasta dónde es posible llevar el hambre de poder de los humanos con la Segunda Guerra Mundial (tendencia de los varones, valga precisar, que son quienes realmente lo ejercen –el 99% de las propiedades del mundo están en manos varoniles–), dio como resultado el establecimiento de gestos muy importantes para asegurar esa dignidad de la que hablábamos arriba: se constituyó el sistema de Naciones Unidas y se fijó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero la historia de estos últimos años mostró que, más allá de una buena intención, esas instancias no resolvieron –¡ni podrán resolver nunca!– problemas históricos de las sociedades (porque no pasan de decorosos remiendos); ahora que vemos naufragar esos tibios intentos luego de las «guerras preventivas» que impulsa Washington en un mundo que sigue marcado por el manejo vertical de los megacapitales globales, entonces, no podemos menos que afirmar que «estamos retrocediendo» en esos avances. Pomposas declaraciones y actitudes políticamente correctas: sí (hasta un presidente negro en Estados Unidos); cambios reales: no. Esta, entonces, podríamos decir que es la segunda aseveración fuerte: si ha habido algún progreso en lo cultural, ahora lo estamos perdiendo. O, dicho de otro modo, hay una tensión perpetua en la que se avanza y retrocede en un balance siempre inestable.

Lo que en el curso de los últimos dos siglos fueron avances en la esfera social, desde la caída de la Unión Soviética (primer y más sostenido experimento socialista de la historia), han venido retrocediendo sistemáticamente. Hasta incluso en el mismo seno de las Naciones Unidas, que habla pomposamente de derechos humanos, se perdieron conquistas laborales, aunque suene paradójico (en general el personal trabaja ahora por contratos puntuales, sin prestaciones laborales, precarizados). Si allí sucede eso, ya no digamos cuál es el grado de avasallamiento de los derechos de los trabajadores a escala global. Caído el emblemático Muro de Berlín, el capital se siente dueño absoluto del mundo; en estos pocos años se han perdido conquistas sindicales históricas, se retrocedió en organización político-sindical, se desmovilizaron actitudes contestatarias. Si volvían protestas callejeras espontáneas en el transcurso del 2019 alzando la voz contra las infames políticas neoliberales, la llegada de la pandemia de COVID-19 («curiosa» llegada, por cierto), las silenció, las postergó. Lo que se puede apreciar en estos últimos años, luego del proclamado «fin de la historia» con el derrumbe del campo socialista este-europeo, es que creció lo que podría llamarse «cultura light», la sobrevivencia no-crítica, el «amansamiento» colectivo. Es decir: se criminalizó la protesta como nunca antes. ¡Trabaje y no proteste, consuma y no piense!, pasó a ser la consigna universal. El actual confinamiento que trajo el coronavirus sirvió para aumentar esa tendencia. De hecho, se precarizaron más aún las condiciones laborales, y el trabajo hogareño, en buena medida, pasó a ser la norma. ¿Alguien diría que trabajar desde su caso es progreso?

Lo curioso, o complejo –¿trágico quizá?, ¿patético?– en todo este problemático y enmarañado ámbito del progreso humano es que mientras por un lado nos alejamos de los prejuicios más estereotipados y se comienzan a tolerar, por ejemplo, matrimonios homosexuales o que un afrodescendiente pueda haber llegado al sillón presidencial en el racista país que hoy hace las veces de potencia principal, al mismo tiempo ese mismo país (no el presidente, claro, sino los que tienen el poder decisorio final: blancos multimillonarios que manejan corporaciones multinacionales) diseña planes geoestratégicos que irrespetan las nociones elementales de derechos humanos modernos, permitiéndose invadir cuando quieren y en nombre de lo que quieren. Sin dudas que todo esto es contradictorio, complejo, difícil de entender. Y junto a eso, no olvidar, potencias capitalistas de Europa occidental, promotoras de los sacrosantos derechos humanos, en pleno siglo XXI… ¡aún mantienen enclaves coloniales! Sin dudas, avanzamos y retrocedemos al mismo tiempo.

Con las estrategias imperiales en curso mantenidas por Washington se han perdido importantes avances en relación al respeto y al entendimiento entre seres humanos, aunque se haya dado el importante paso de permitirse superar un racismo histórico que llevó a linchar negros hasta hace apenas unos años. ¿Avanzamos o retrocedemos entonces? Quizá, aunque pueda sonar a ciencia-ficción, haya grupos de poder que ya están concibiendo –¿quizá implementando?– estrategias para instalarse fuera de nuestro planeta, condenando a quienes se queden en esta maltrecha Tierra a sobrevivir como puedan… si es que pueden. Con lo que –una vez más– la edad de las cavernas y las hachas de piedra no se ven tan lejanas, metafórica y literalmente. ¿Quiénes detentan hoy el poder global? Los que tienen esas hachas y garrotes más grandes: los que tienen los misiles nucleares más poderosos. Nihil novum sub sole? ¿Nada nuevo bajo el sol?

En definitiva, decidir en términos académicos, en nombre de alguna pureza semántica, si avanzamos o retrocedemos moralmente, puede ser intrascendente. Si miramos la historia de la especie humana, hay avances; pero eso solo si hacemos una mirada de muy largo alcance, de siglos, o de milenios. Hay avances importantes (el movimiento feminista, las reivindicaciones étnicas, la aceptación de la diversidad sexual), pero hay retrocesos en la justicia social. Lo que está claro es que no puede haber cambio real y sostenible si no se avanza simultáneamente en todos los aspectos.

Marcelo Colussi

Analista político e investigador social, autor del libro Ensayos

mmcolussi@gmail.com,

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Fuente e imagen: https://www.alainet.org/es/articulo/210578

 

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Ecuador: la izquierda frustrada

Ecuador: la izquierda frustrada

Juan J. Paz y Miño Cepeda

En un artículo anterior (https://bit.ly/319nsQZ) traté sobre la trayectoria histórica de la izquierda partidista en Ecuador. Sobresalen: PSE, PCE, PSRE, PCMLE, MPD (hoy Unidad Popular) y otras agrupaciones menores, que asumen ser marxistas. Desde luego, a partir del derrumbe del socialismo real, la izquierda no se reduce a los partidos marxistas, ni exclusivamente a esta teoría, pues América Latina, durante el ciclo de los gobiernos progresistas, demostró que era posible el fortalecimiento de nuevas izquierdas.

Destacan, ante todo, los movimientos sociales, pues tanto el Frente Unitario de Trabajadores (FUT), que integra a varias centrales (CEDOCUT, CTE, CEOSL, UGTE, FETMYP, UNE, FENOGOPRE), así como el indígena, con su organización central, la CONAIE (https://conaie.org) y su brazo político Pachakutik (https://bit.ly/3frEX4a), se autodefinen como sectores de izquierda. También lo hacen distintas organizaciones de trabajadores públicos, del movimiento estudiantil, grupos feministas, ecologistas y otros minoritarios.

Pero hay una izquierda social, que es más amplia que las izquierdas partidistas y que las izquierdas “movimientistas”, reducidas, frecuentemente, a simples clubes o membretes políticos. Esa izquierda social históricamente se formó con el avance del siglo XX.

Su más remoto origen está en el sector radical del liberalismo, que respaldó a Eloy Alfaro y sus políticas (1895-1912). También se identificó con las causas del naciente movimiento obrero y ha cultivado la memoria crítica contra la matanza de trabajadores el 15 de noviembre de 1922. La Revolución Mexicana (1910-1940) y sobre todo la Revolución Rusa (1917) afirmaron la conciencia social favorable a los trabajadores, campesinos, indígenas e incluso la creciente tendencia al cuestionamiento al capitalismo y al sueño por un “socialismo” todavía difuso. Capas medias, intelectuales, profesionales y una amplia gama de sectores populares se identificaron con el proceso de la Revolución Juliana (1925-1931). La militancia activa o el respaldo a los partidos Socialista y Comunista llenó las expectativas de muchos, en una época en la que tales agrupaciones hicieron verdadera acción social, cultural y política. Y, como ha sido bien reconocido y estudiado por diversos investigadores, desde los años treinta la literatura y el arte de contenido social no solo sirvieron como denuncia de las condiciones de vida y de trabajo en el país, sino que dieron expresión a aquellos sectores identificados con la izquierda. Los ensayos políticos, así como los primeros estudios sociológicos, antropológicos, indigenistas, laboristas y hasta económicos, iniciados por prestantes figuras de la intelectualidad nacional, tanto como la labor de profesionales y académicos en las universidades públicas, igualmente han servido para alimentar la conciencia social, el cuestionamiento a la dominación oligárquica, la sensibilidad humanista, que han enriquecido el espacio de la izquierda social ecuatoriana.

Sin embargo, la gran “politización” izquierdista de la sociedad ecuatoriana ocurre a partir de la década de 1960. Se combinan múltiples factores: la Revolución Cubana (1959), las luchas guerrilleras en distintos países, así como la guerra fría y el clima de represión indiscriminada que desató el “anti-comunismo”, los éxitos y avances de los países socialistas, los movimientos por la paz y contra la guerra de Vietnam, el mayo francés (1968) y su influencia mundial, la difusión del marxismo, el activismo universitario, la cultura “anti-sistema” a través de la nueva música, el arte y sobre todo el “boom” de la literatura latinoamericana, las reacciones contra el imperialismo, el recambio con nuevas generaciones de “radicales” y “rupturistas”, etc. En la década de los setenta ya existía un amplio espectro de izquierdas sociales, identificadas con tres principios decisivos: una conciencia anticapitalista; una conciencia social y humanista, variada, favorable, ante todo, a los sectores populares, que rechazaba a la “burguesía” como clase, y que se extendía desde el cristianismo de la doctrina social católica y la teología de la liberación, hasta los marxistas independientes de cualquier partido tradicional; y una conciencia democrática, que podía aceptar los valores de la “democracia burguesa” (por allí cabe entender a la centro-izquierda) tanto como al socialismo, como único régimen posible de salida al capitalismo.

Hay marxistas que no han sido capaces de entender estas dinámicas de la sociedad, de modo que se han apresurado a juzgar como “derechista” toda posición que no es marxista, ni acepta exclusivamente sus tesis anticapitalistas o su dogmatizado “socialismo”, lo cual hoy es evidentemente cuestionable, porque nadie puede definir, con absoluta firmeza, lo que será ese sistema, una vez que se produjo la implosión del socialismo totalmente estatista. Bien puede hablarse del socialismo nórdico europeo, o del canadiense; pero también del “socialismo de mercado” de China; o tomar como ejemplo las importantes reformas económicas en Cuba, que debieron impulsarse en medio del “período especial” (1990-1996) y el bloqueo norteamericano (hoy agudizado con la política Trump), que son experiencias inéditas, que ningún otro país latinoamericano ha experimentado, exceptuando hoy a Venezuela, que sin tener una economía “socialista”, también sufre un bloqueo comparable con el cubano.

Desde 1979, el amplio espectro de la izquierda social no ha encontrado representación en los partidos de la izquierda ya conocidos; también ha observado con frustración los magros resultados electorales obtenidos en todo momento por ellos y por los movimientos sociales que se aliaron para conformar frentes supuestamente representativos de toda la tendencia; y, sin duda, cuestiona a visibles líderes de esas agrupaciones, que han perpetuado, hasta el presente, sus comportamientos acomodaticios, personalistas y típicamente enmarcados en las prácticas de la “partidocracia”. Pero también es necesario comprender que las izquierdas sociales igualmente anhelaban gobiernos más cercanos a sus definiciones y tendencias, cuando apoyaron a candidatos como Jaime Roldós (1979-1981) o Rodrigo Borja (1988-1992) y hasta creyeron en Lucio Gutiérrez (2003-2005). Tuvieron participación activa en el derrocamiento de tres gobiernos: A. Bucaram (1997), J. Mahuad (2000) y L. Gutiérrez (2005). Ha existido mayor claridad y definición con el respaldo que han dado a las huelgas nacionales del FUT a inicios de la década de los ochenta; al movimiento indígena y su indudable presencia nacional a partir del levantamiento de 1990; a las luchas populares en distintos momentos de la historia contemporánea; el repudio y cuestionamiento a los gobiernos de la derecha política; el rechazo al TLC o a los acuerdos con el FMI, así como al modelo neoliberal o empresarial-oligárquico. La izquierda social respaldó la movilización popular de octubre 2019 de diversas formas y también sufrió la represión.

Sin duda, amplios sectores de las izquierdas sociales se identificaron con el gobierno de Rafael Correa (2007-2017) y lo respaldaron, porque vieron en él una alternativa de nueva izquierda, que pasó a formar parte del progresismo latinoamericano. En poco tiempo, los dirigentes del partidismo y del movimientismo ya señalado, rompieron con este gobierno por una serie de causas, pasaron a combatirlo y han negado al “correísmo” alguna ubicación en la izquierda, pues consideran que solo se trató de un ciclo más de la “dominación burguesa” en Ecuador. Además, acusan a Correa de haber “criminalizado” la protesta social y haber “destruido” a la izquierda. Obviamente estos sectores fueron políticamente confrontados por Rafael Correa, quien los calificó como “izquierda infantil”.

Considerándose como la “auténtica” y hasta “única” izquierda en el país, en 2013, los sectores mencionados decidieron enfrentar al “correísmo” y articularon la “Unidad Plurinacional de las izquierdas”, integrada por Pachakutik, CONAIE, ECUARUNARI, Montecristi Vive, MPD, PCMLE, Partido Participación, Socialismo Revolucionario, RED, Movimiento Participación Democracia Radical, Poder Popular, Movimiento Convocatoria por la Unidad Provincial, FUT y Frente Popular (UNE, FEUE, FESE, UGTE, CUBE, CONFEMEC, FEUNASSC, JRE, CUCOMITAE, UNAPE, UCAE, UAPE, JATARISHUN, UNAP), que propuso como candidato presidencial a Alberto Acosta (en binomio con Marcia Caicedo). Pero todo ese sector de la “izquierdosidad”, para utilizar un concepto que emplea la investigadora argentina Irma Antognazzi (me ha escrito que en su país se observa igual comportamiento político) apenas alcanzó el 3.26% de la votación, lo que significa que no votaron por ellos sino una fracción de sus partidarios, militantes o “bases”; mientras, paradójicamente, el binomio Rafael Correa/Jorge Glas, alcanzó su mayor votación histórica, pues obtuvo el 57.17% de los votos (y 100 de 137 asambleístas), derrotando a todos los 7 contendores de derecha y de izquierda, en la primera vuelta.

La experiencia histórica no fue asimilada: los partidos y movimientos más importantes de la izquierdosidad, al no comprender el espacio ni las dinámicas históricas de la izquierda social, volvieron a reproducir el mismo comportamiento en 2017, cuando se conformó el “Acuerdo Nacional por el Cambio” (MUP, ID, Pachakutik, CONAIE, PSE, RS, PCMLE, Montecristi Vive, FUT, FP, RA, UNE  y una serie de movimientos menores), que patrocinó al binomio Paco Moncayo/Monserratte Bustamante, quienes, además, eran personalidades ajenas a sus filas y militancias propias. Alianza País (AP), por su parte, propuso al binomio Lenín Moreno /Jorge Glas. Por segunda ocasión, el partidismo y movimientismo de la “auténtica” izquierda, apenas logró el 6.71% (al menos duplicando lo obtenido en 2013) de los votos. Moreno tuvo que pasar a la segunda vuelta, en la que logró un apretado 51.16% de la votación frente al exbanquero Guillermo Lasso, patrocinado por CREO, con apoyo de las derechas políticas, económicas y mediáticas, quien obtuvo el 48.84% de la votación. No se puede soslayar un hecho histórico inédito: dirigentes y militantes de la izquierdosidad convocaron y hasta realizaron una campaña activa para que se votara por el millonario banquero, al que preferían, antes que dar el respaldo a un candidato del “correísmo”.

La izquierda social nunca se esperó el giro gubernamental de Moreno ni la restitución del modelo empresarial-oligárquico en la economía. Sin embargo, dirigentes, líderes e intelectuales del partidismo y del movimientismo de la izquierdosidad se unieron a la “descorreización”, apoyaron el referendo y consulta de 7 preguntas que el gobierno realizó (febrero 2018) para legitimar su reforma institucional del país, respaldaron activamente las labores del Consejo Transitorio de Participación Ciudadana nombrado para ello, y sostuvieron, de uno u otro modo, al “morenismo”, aunque hoy aparecen confrontando sus políticas.

Desde luego el “correísmo” ha sido seriamente afectado por los casos de corrupción descubiertos y por las debilidades que el proceso de la Revolución Ciudadana dejó como herencias, las cuales han sido mejor advertidas con el paso del tiempo. Aún no está claro cómo y con quiénes podrá articular una candidatura que permita captar el apoyo de las izquierdas sociales. Pero, ¿logrará el “correísmo” una fuerza cercana a la que tuvo en el pasado? Del otro lado, parece que tampoco se quiere asumir las experiencias históricas, pues nuevamente las dirigencias de las “auténticas” izquierdas se preparan para las elecciones de 2021, sobre la base de unificar fuerzas contra el “correísmo”. Se adelanta Pachakutik, con un precandidato presidencial ampliamente reconocido por ser un actor decisivo del anticorreísmo indígena (https://bit.ly/2PgFqvx). Parece que en su elección primó esa postura, a tal punto que resultan muy sintomáticas las reacciones inmediatas que tuvieron, entre otros, tres articulistas movidos por el mismo espíritu político: uno de ellos sostiene que Leonidas Iza “marcó la cancha electoral para poner distancia con el populismo autoritario y corrupto de los correístas” (https://bit.ly/2D5z93m); otro apunta todo lo contrario, porque al decidirse por Yaku Pérez “muere ahogado el sueño correista de apropiarse del movimiento indígena para usarlo como catapulta de regreso al poder” (https://bit.ly/39T42nt); y un tercero opta por una fantasmagórica apreciación: “Tanto Vargas [Jaime] como Leonidas Iza, su cerebro a distancia, pertenecen a esa fracción de la dirigencia indígena que, si dependiera de ellos, casi preferirían contar con un brazo armado que con uno político. Y los aspirantes a ser eso (el movimiento de Cotopaxi, los Mariáteguis y otros talibanes) ya tomaron su decisión: quieren a Iza”. (https://bit.ly/2DuNW7k -2/8/2020:22h).

Lo que asombra es que días más tarde, el Consejo Ampliado de la CONAIE decide “dejar sin efecto” las resoluciones de Pachakutik; exhortar a que las candidaturas se realicen “en coordinación y participación, con voz y voto, de la estructura organizativa del movimiento indígena”; y “respaldar a los compañeros Jaime Vargas y Leonidas Iza Salazar como precandidatos a la Presidencia de la República del Ecuador” (https://bit.ly/31xXxm5). Una situación comparable con la que ocurrió en 2016, es decir hace 4 años, a la cual me referí en dos textos que parecen tener plena actualidad: una nota en FaceBook, difundida el 7 de agosto de 2016, que titulé: “Movimiento indígena: ¿cuál es su representatividad política?” (https://bit.ly/3in5K3E); y un artículo que publiqué en diario El Telégrafo el 8 de agosto de 2016, con el título: “Movimientos sociales y política electoral” (https://bit.ly/30AAt7a).

En todo caso, ¿será posible que esta sea la tercera oportunidad para demostrar que ahora sí las agrupaciones y movimientos del anticorreísmo, han pasado a convertirse en la alternativa política que el amplio espectro de las izquierdas sociales anhela? Por lo pronto, tienen a su favor el hecho casi seguro de que Rafael Correa no podría ser candidato y que el “correísmo” no tendría un partido que le represente, si finalmente se imponen las arbitrariedades de los organismos electorales; pero también cuentan a su favor con el lawfare, la judicialización selectiva y la persecución a los “correístas”, en medio de un ambiente nacional en el que hegemonizan las fuerzas de la derecha económica, política y mediática.

Por sobre esos conflictos y posiciones irreductibles entre dos bandos, que polarizan sus propias posiciones ideológicas y marginan las posibilidades de la tan proclamada “unidad”, la amplia gama de la izquierda social mantiene la esperanza de que alguna fuerza política logre representar verdaderamente sus ideales e intereses y que finalmente se instaure un gobierno que dé continuidad a los procesos que ese sector ha respaldado desde inicios del siglo XX, entre avances y retrocesos, a pesar de las frustraciones cíclicas. De lo contrario, las derechas políticas, económicas y mediáticas asegurarán la continuidad del modelo empresarial-oligárquico, que el “morenismo” supo afianzar en apenas tres años.

Autor: Juan J. Paz y Miño Cepeda

Fuente de la Información: http://www.historiaypresente.com/ecuador-la-izquierda-frustrada/

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