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El mundo contemporáneo ha sido transformado por cuatro revoluciones industriales. La primera (Inglaterra, mediados del siglo XVIII), basada en las máquinas de vapor y carbón, aceleró el crecimiento de las ciudades, el desarrollo de las fábricas y del trabajo asalariado. Las jornadas habituales en el mundo rural del pasado, que podían llegar a 14 o 16 horas diarias, inicialmente se extendieron a la industria. Resultaron insostenibles al despertar la lucha obrera, apoyada por políticos e intelectuales que denunciaron la miseria y la explotación. Inevitablemente intervinieron los Estados para expedir leyes y reducir la jornada, que a fines del siglo XIX llegaba a 10 horas diarias.
El empresario y socialista utópico Robert Owen (1771-1858) fue pionero en proponer “8 horas de trabajo, 8 horas de recreación, 8 horas de descanso”; mientras Karl Marx (1818-1883) descubrió la “ley de la plusvalía”, que explica el origen de las ganancias de los capitalistas. En 1866, la Primera Internacional de Trabajadores (AIT) fundada por Marx, así como la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL), demandaron la jornada de 8 horas. Sin embargo, el movimiento fundamental ocurrió en los Estados Unidos con los huelguistas de 1886 que reivindicaron las 8 horas y cuyos “Mártires de Chicago” son recordados en el mundo al conmemorarse el 1 de Mayo como Día del Trabajo.
La segunda revolución industrial (EE. UU., Alemania, Gran Bretaña, fines del siglo XIX), con el uso de motores a base de electricidad y derivados del petróleo, tuvo repercusiones impresionantes en el transporte (ferrocarriles eléctricos, navíos, automóvil, avión), las comunicaciones (teléfono, radio, televisión) y el nacimiento de gigantes empresas (monopolios). Ese progreso material y tecnológico hizo posible la reducción mundial de las jornadas de trabajo, por la que seguían luchando los trabajadores. Paradójicamente el empresario estadounidense Henry Ford (1863-1947) fue el primero en introducir las 8 horas en sus fábricas de automóviles en 1914 y en duplicar el salario a 5 dólares, lo que salvó a su empresa, al mismo tiempo que despertó la ira de otros industriales. Esa jornada finalmente fue imponiéndose tanto en los EE. UU. como en Europa, incluso porque se sucedieron tres acontecimientos de significación internacional: la Revolución Mexicana de 1910, cuya Constitución de 1917 fue pionera en proclamar el principio pro-operario y reconocer derechos laborales con jornada máxima de 8 horas diarias y 48 semanales (Art. 123); la Revolución Rusa de 1917, que inspiró el auge de las luchas sociales por edificar un sistema postcapitalista; y el nacimiento de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 1919, cuyo Convenio No. 1 consagró la jornada máxima de 8 horas (industria) y 48 semanales.
Exceptuando México, que empezó la industrialización durante el porfiriato (1876-1911), junto con Argentina (enorme migración europea), la siderurgia en Brasil, la minería en Chile y Perú, pero todos con inversiones de voraces compañías extranjeras, en conjunto el resto de América Latina permaneció como gigante región primario-exportadora, con predominio de terratenientes y trabajo servil en el campo. La industrialización y el desarrollo capitalista recién despegaron con el avance del siglo XX.
También despertaron reformas sociales y legales, aunque los primeros países en decretar la jornada de 8 horas fueron Uruguay (1915) y Ecuador (1916): el primero por su adelantada cultura reformista social que también supo expresarse en la segunda presidencia de José Batlle y Ordóñez (1911-1915); y el segundo porque la medida en poco o nada afectaba al régimen de dominio plutocrático-bancario y terrateniente garantizado por el gobierno de Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920). Al mismo tiempo que se establecieron jornadas máximas, fueron reconocidos amplios derechos: contrato individual y colectivo, salario mínimo, pago por horas extras, sindicalización, huelga, indemnizaciones, descansos, maternidad, seguridad social. En Ecuador los gobiernos de la Revolución Juliana (1925-1931) sentaron las primeras bases para superar el régimen oligárquico-bancario, inaugurar el papel social y económico del Estado, y decretar leyes laborales, además de expedir la progresista Constitución de 1929, que consagró sus principios. El Código del Trabajo en este país se expidió en 1938. A mediados del siglo XX los que cabe denominar como derechos laborales históricos estaban reconocidos por la OIT, la ONU y las legislaciones y códigos de los distintos países latinoamericanos.
La tercera revolución industrial (EE. UU., Japón), aunque en forma progresiva durante la segunda mitad del siglo XX con la electrónica, informática, telecomunicaciones, computadoras, microprocesadores, internet, robótica, modernizó al mundo en forma espectacular, pero sin alterar sustancialmente los derechos laborales históricos. En América Latina estos fueron golpeados por el anticomunismo de la Guerra Fría introducido en la región a raíz de la Revolución Cubana (1959) y especialmente conculcados por las dictaduras militares terroristas del Cono Sur. Pero el mayor impacto laboral ha provenido de la cuarta revolución industrial (EE. UU., Europa, China, Japón, Corea del Sur) desde inicios del siglo XXI, con el desarrollo del internet, biotecnología, tecnología digital, automatización avanzada y recientemente la inteligencia artificial.
Estos impresionantes progresos humanos han alterado las tradicionales formas del trabajo, creando “fábricas inteligentes” e “industrias 4.0”, que hacen posible no solo la producción automatizada sino el alivio de la carga del trabajo diario y semanal en amplios sectores económicos, en favor del disfrute individual, familiar o colectivo, del ocio y la recreación. En Francia y Alemania ya se introdujo la semana de 35 horas, mientras en Islandia, España, Reino Unido el “experimento” con jornadas de 4 días ha resultado espectacular. La pandemia del Covid en 2020 demostró incluso que era posible el trabajo desde casa.
Sin embargo, en América Latina quienes rápidamente han intuido esos alcances no son burguesías schumpeterianas, sino los grupos dominantes tradicionales o “modernos” que han lanzado las ideas de “flexibilidad” laboral, pero para arrasar con los derechos laborales históricos. Contrariando las nuevas tendencias históricas abogan por aumentar la jornada diaria a 10 o 12 horas sin pago de horas extras, con tal de que se cubran las horas semanales que fluctúan en la región entre 40 y 48 (ocurre en Ecuador estos momentos), o extendiendo la semanal y violando, en ambos casos, las jornadas máximas. De otra parte, buscan establecer las jornadas reducidas a través del trabajo por horas, la tercerización, el “smart-working”, el “salario emocional” u otras modalidades, pero con “costos” salariales que resultan miserables, impiden la estabilidad y afectan la seguridad social. Todo se hace con la finalidad de incrementar las ganancias y pese a que numerosos estudios demuestran que la reducción de las jornadas puede aumentar la productividad y alienta la responsabilidad y el bienestar de los trabajadores, además de evitar los agotamientos, el estrés y los errores.
Los capitalistas del presente han ganado enorme terreno en América Latina contando con la ideología neoliberal, la reciente anarco-capitalista libertaria y gracias a los gobiernos empresariales. El problema es que las izquierdas, así como las organizaciones de trabajadores, no han formulado las respuestas alternativas, contundentes y eficaces que permitan contrarrestar la arremetida patronal, así como promover y demandar nuevos derechos laborales acordes con el tiempo presente. Lo común ha sido limitarse a reclamar y proteger los derechos laborales históricos. Es una situación que inevitablemente tendrá que cambiar. Requerirá, además, la clara conciencia que comprenda lo pernicioso que resultan los gobiernos empresariales.
Blog del autor: Historia y Presente
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