Pensamiento crítico y ciudadanía integral

Por: Luis Armando González

Hay dos nociones que tienen una importancia en el debate educativo actual: “pensamiento crítico” y “ciudadanía integral”.

Se trata de nociones cargadas de significado y que, al no tener en cuenta algunas referencias teóricas, pueden dar lugar a un uso de ellas o bien intuitivo o bien a uso que se alimenta de ideas de distinta procedencia que circulan en el ambiente, pero que de cuya precisión casi nadie puede estar seguro. En estas reflexiones se plantea una argumentación básica sobre ellas, tal como se las puede entender a partir de algunos planteamientos provenientes de la filosofía y las ciencias sociales (sobre la tercera, queda pendiente, como tarea a realizar, una reflexión más detallada).

 

Pues bien, en el ejercicio docente, una de los principales desafíos para los educadores es tener la suficiente claridad (y dominio) sobre los conceptos fundamentales que tejen su labor de enseñanza. Así, por ejemplo, cualquiera puede decir, quizás con algo de razón, que no es tan relevante que los estudiantes dominen el concepto de ciudadanía, sino que el profesor o profesora les dé las orientaciones pertinentes para ser buenos ciudadanos; pero sí él o ella no dominan a cabalidad el concepto de ciudadanía (y de ciudadano) será imposible que puedan dar las orientaciones prácticas para que los estudiantes cultiven los hábitos y prácticas que caracterizan a un ciudadano.

 

Lo mismo cabe decir de los hábitos y prácticas democráticas, que el docente no podrá incentivar si no tiene una idea precisa de lo que es la democracia. Es oportuno señalar aquí que no se trata de tomar esos conceptos (o esas nociones) de documentos legales (como la Constitución u otros), pues las nociones o ideas que ahí se expresan –sobre ciudadanía, ciudadanos, democracia, sociedad civil, nación y otras— tienen una procedencia que se origina en elaboraciones filosóficas y teórico políticas de las que los documentos legales toman, no siempre con rigor, su inspiración.

 

De aquí que sea oportuno hacer un somero punteo conceptual acerca de las nociones apuntadas arriba, ejercicio que conviene extender a otras nociones que hacen parte del quehacer educativo no sólo en sus contenidos explicativos y metodológicos, sino también en los que se refiere a los hábitos, actitudes, valores y comportamientos que se busca cultivar en los estudiantes.

 

Pensamiento crítico. La expresión circula en distintos ambientes no sólo a académicos y educativos, sino también políticos e incluso mediáticos. Aunque pareciera una expresión reciente, no lo es en lo absoluto. De hecho, el ejercicio de pensar difícilmente puede no ser crítico; y tomando en cuenta el tiempo de presencia en la tierra de la especie Homo sapiens –unos 200 mil años— y la capacidad de pensar que es propia de los miembros de esta especie (la nuestra), es dable concluir que el pensamiento, en su dimensión crítica, no es de aparición reciente.

 

Lo reciente –en términos relativos— son las palabras y conceptos que permiten caracterizar y conocer esa capacidad humana. En la antigüedad griega, siglos V-IV a. de C., se dieron pasos importantes –que quedaron registrados en textos literarios y filosóficos que han llegado hasta nosotros— en esa caracterización. En cuanto al pensamiento, los filósofos presocráticos, Sócrates, Platón y Aristóteles lo entendieron como la actividad de aprehensión mental de acontecimientos y sucesos que se daban fuera de la mente, siendo el lenguaje (el logos) el medio de expresión/manifestación, desde el lado humano, de lo que se había aprendido mentalmente de la realidad. Esta aprensión mental, tejida mediante palabras y oraciones, era la “verdad” humana sobre una Realidad que en sí misma tenía su propia “Verdad”, sobre la cual los seres humanos sólo les queda elaborar conjeturas u opiniones.

 

Los pensadores griegos, además de forjar una explicación del pensamiento – y eso no quiere decir que el pensamiento y el ejercicio de pensar comenzaran a existir con ellos— crearon el concepto de krísis para describir o, más bien, referirse a una de las características más notables del pensamiento humano: la capacidad de juzgar, discriminar, analizar, que tiene su raíz en el verbo krinein, que significa separar, decidir, cortar. Pensar, para los griegos antiguos, quería decir aprehender mentalmente la realidad separando, cortando, discriminando sus partes, pero usando las herramientas del logos: palabras, argumentos, afirmaciones, negaciones y contraste de opiniones. La palabra krísis está en la raíz de la palabra “crítica” en el significado que se dio a la misma después del Renacimiento, es decir, en la modernidad, cuando Inmanuel Kant (1724-1804) la entiende y usa como un ejercicio de la razón para examinarse a sí misma (y discernir sobre sus propias limitaciones) y Karl Marx (1818-1883) la usa (y entiende) como un ejercicio de la razón para examinar/desentrañar la lógica interna del sistema económico capitalista y las interpretaciones ideológicas que se hacen de ella.

 

Dos obras extraordinarias plasman este ejercicio (y visión) de la crítica: La crítica de la razón pura (de Kant) y El Capital. Crítica de la economía política (de Marx). El afianzamiento de la crítica, entendida como se acaba de anotar, llevó a decir al en ensayista y poeta mexicano Octavio Paz que lo propio de la modernidad es la crítica: “lo que distingue a nuestra modernidad de las otras épocas –dice Paz— no es la celebración de lo nuevo y sorprendente, aunque también eso cuente, sino ser una ruptura: crítica del pasado inmediato, interrup­ción de la continuidad”. Entre Kant y Marx, la Ilustración (escocesa, alemana y francesa), hizo de la crítica un ejercicio de amplio alcance: crítica al poder monárquico, crítica de las tradiciones y de las costumbres, crítica de la religión y crítica de la filosofía.

 

Después de Kant, la Ilustración –cuya caracterización precisa la ofreció Kant en su texto ¿Qué es la Ilustración?— y Marx, la palabra “crítica” llegó para quedarse en la cultura intelectual de occidente y del mundo. Sin perder su significado inicial –ejercicio de la propia razón para examinar, analizar, descomponer e identificar fallas no sólo de lo existente fuera de la subjetividad humana, sino para que la propia razón se examine a sí misma para establecer sus alcances, límites y posibilidades.

 

Ejercer el uso de la razón de esa manera es lo propio del conocimiento humano; en los inicios del siglo XX se acuñó la expresión “razón crítica” para enfatizar el carácter de una razón usada para examinar y revelar las debilidades no sólo económicas, sino culturales y morales del capitalismo: fue el proyecto de la Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt que tuvo una influencia decisiva en la manera de concebir las ciencias sociales a lo largo del siglo XX, y sus resonancias llegan hasta ahora. Kant y Marx son, precisamente, dos de los referentes esenciales de la Escuela de Frankfurt, entre cuyas figuras más notables destacan Theodor Adorno, Walter Benjamin, Jürgen Habermas, Herbert Marcuse y Erich Fromm.

 

Entonces, la noción de “pensamiento crítico” es heredera de una tradición reflexiva y epistemológica –que se remonta a la antigüedad griega—en la que se ha abordado el pensamiento, el pensar, la razón humana y su uso en el examen/análisis/valoración/rechazo no sólo de la realidad social, política, cultural y económica, sino también en su capacidad para juzgarse a sí misma, en una auto-reflexión que ayude al sujeto a caer en la cuenta tanto de sus capacidades cognoscitivas como de los límites de ellas. Pensamiento crítico, significa pensamiento en crisis, a la manera de Sócrates; significa también –aunque este autor no usó la palabra crítica— someterlo todo a la duda, a la manera de Descartes y de Michel de Montaigne. Significa negar lo existente por injusto e inhumano, a la manera de Adorno. Y, en lo más básico, significa discernir, analizar, comparar, juzgar y valorar/condenar/rechazar las estructuras y prácticas económicas, políticas, sociales y culturales que se revelen opresivas, excluyentes y deshumanizadoras.

 

Una última idea que se anota aquí, sobre el tema del pensamiento crítico, es que en la Edad Media la palabra “crisis” adquirió un sentido distinto al original en griego. En la acepción latina, “crisis” se usó para referirse a una condición y no a una acción o conjunto de acciones. Esta acepción de crisis como condición (estado, situación) de algo (por ejemplo, cuando se dice una crisis política o una crisis en la salud) llegó para quedarse, y de ahí el uso en la modernidad de la palabra “crítica” que, a través de autores renacentistas, Kant, Marx y otros, enlaza con la palabra griega “krísis” .
Ciudadanía integral. Es otra noción de uso actual. La palabra “integral” no es difícil de entender: viene de partes, o compontes, que son parte o conforman (“integran”) un todo mayor. Se dice de ese todo que es integral cuando contiene todas las partes, piezas, componentes que le corresponden para estar completo. Así, el concepto fuerte es el de “ciudadanía”, de la cual, al añadirle el adjetivo “integral”, se asume que es algo (un todo) que requiere, para su completitud, de unas piezas, componentes o elementos que, en su ensamblaje, la hacen plena. ¿Es así? ¿Hay factores o elementos, identificables, que integran la ciudadanía? ¿Cuáles son esos elementos o factores? Y una pregunta previa, sin cuya respuesta no tiene mucho sentido hablar de lo que integra (o hace íntegra) la ciudadanía, es la siguiente: ¿qué es (o que se entiende por) ciudadanía?

 

Dar una respuesta razonable a la última interrogante es básico para responder a las preguntas previas. Y para hacerse una idea razonable de lo que significa “ciudadanía” es de rigor atender a la noción de ciudadano, específicamente a la fragua histórica no sólo del concepto, sino de la realidad a la que el mismo hizo referencia cuando surgió. Y aquí es oportuno decir que la realidad que está en la base de la palabra ciudadano es triple:

 

(a) El deslinde de unos espacios urbanos, distintos en su arquitectura y en sus estilos de vida de los espacios agrícolas, que recibieron en la Edad Media el nombre de “ciudades”, bajo la inspiración de la expresión “civitas” usada sistemáticamente por San Agustín (354-430 d. C.). La palabra “ciudad” se hermanó con la palabra “burgo” de menor alcance en su significado, pues se refería –en la Edad Media— a enclaves o reductos, dentro de los feudos, en los que habitaban artesanos, comerciantes, libreros, entre otros, que fueron llamados “burgueses”.

 

(b) La existencia (real) de habitantes en unas ciudades que, por su parte, a partir del Renacimiento comienzan no sólo a ampliarse físicamente, sino a convertirse en foco de actividades, prácticas y estilo de vida con características sumamente distintas de las efectuadas en medios rurales. No sólo se trata de actividades económicas –las que son propias de un capitalismo comercial en auge—, sino de una intensa vida cultural, artística, filosófica y científica que requiere de espacios propios, como por ejemplo de universidades –creadas en la Edad Media—, librerías, editoriales, publicaciones, museos, salas de reunión y laboratorios de investigación que se concentran las ciudades y les van dando un carácter propio.

 

(c) Los intelectuales (pensadores, artistas y filósofos) que se mueven en esos ambientes comienzan a forjar una idea, debatiendo entre ellos, escribiendo sus meditaciones, de su condición como habitantes de las ciudades: esa condición comenzó a entenderse y a verse como un estatus específico: el estatus de ciudadano. Esta meditación, esta reflexión, dio lugar, poco a poco, una visión del ser ciudadano que iba más allá del mero “habitar en una ciudad” y que transitó hacia una concepción de ciudadano como alguien –un individuo, concretamente— que posee una serie de atributos inalienables, comenzando con el de la dignidad— que son fuente de derechos que deben asegurarse y protegerse en la ciudad: libertad de movimiento, de pensamiento, de asociación, de inviolabilidad del propio cuerpo por terceros y de inviolabilidad de la vida privada.

 

A partir de 1700, la “invención” del ciudadano cobró fuerza, y la mayor conquista de ese siglo fue la “Declaración de los derechos del Hombre y el Ciudadano” de la Revolución Francesa (1789), en la cual el ciudadano es definido por los derechos y deberes que le son propios como ser humano (dotado de derechos humanos). Y su preámbulo lo dice así:

 

“Los representantes del pueblo francés, que han formado una Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, la negligencia o el desprecio de los derechos humanos son las únicas causas de calamidades públicas y de la corrupción de los gobiernos, han resuelto exponer en una declaración solemne estos derechos naturales, imprescriptibles e inalienables; para que, estando esta declaración continuamente presente en la mente de los miembros de la corporación social, puedan mostrarse siempre atentos a sus derechos y a sus deberes; para que los actos de los poderes legislativo y ejecutivo del gobierno, pudiendo ser confrontados en todo momento para los fines de las instituciones políticas, puedan ser más respetados, y también para que las aspiraciones futuras de los ciudadanos, al ser dirigidas por principios sencillos e incontestables, puedan tender siempre a mantener la Constitución y la felicidad general”.

 

Esta formulación sobre lo que significa ser ciudadano se irradió por el mundo, una vez que intelectuales y líderes políticos se inspiraban en el ideario de la Revolución Francesa (y también, de la Revolución Norteamericana); fue el caso de los gestores de los procesos de independencia latinoamericanos de las primeras décadas del siglo XIX. Al día de ahora, con la ampliación de los entramados de derechos (económicos, sociales, civiles, políticos y derechos humanos) la noción de “ciudadano” se ha enriquecido en cuanto a los derechos y deberes que se le adscriben y que van más allá de lo que las legislaciones y normativas nacionales prescriben o aseguran.

 

Asimismo, lo importante aquí es tener claro que una persona (un individuo) adquiere la condición de ciudadano cuando se convierte en un agente/actor de los derechos y los deberes que le corresponden como miembro de una ciudad, que no se reduce a un espacio geográfico concreto, sino que se refiere –en palabras de los revolucionarios franceses— a un “cuerpo social” (es decir, a una polis, a una sociedad) estructurado políticamente de una manera republicana (Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial) y regido por las leyes y una Constitución. Se puede ser, en ese sentido, “ciudadano del mundo”, es decir, como lo vio Kant, un ciudadano cosmopolita protegido por un derecho cosmopolita, es decir, un derecho que asegure la “paz perpetua” entre las naciones y Estados del mundo entero.

 

¿Y la ciudadanía? Es una conquista, el resultado no definitivo, sino el mejor, que un individuo puede alcanzar en su condición de ciudadano. El ser ciudadano no se reduce a poseer determinados documentos legales –que es la forma cómo el asunto es tratado en los ámbitos estatales administrativos de muchas naciones—; tampoco la ciudadanía se reduce a la posesión de unos documentos en los que, por ejemplo, se avala que un Estado ha otorgado la ciudadanía a una persona. Los documentos y reconocimientos estatales tanto del ser ciudadano como de la ciudadanía son la parte más superficial de ambas dimensiones de la vida civil y política de las personas. La ciudadanía, en su mejor sentido, puede ser vista como la mejor condición lograda por las personas en su ser ciudadano. Por tanto, que esa mejor condición alcance se requiere que el ser ciudadano (las capacidades, prácticas y actitudes ciudadanas) se cultiven y afiancen en las personas. Esa condición de ciudadanía fue entendida por Hannah Arendt como algo que enriquece la condición humana; y es algo que sólo se conquista en el espacio público, que es el terreno en el que las personas luchan y aseguran sus derechos, en especial –como dice ella—el derecho a tener derechos.

 

Una ciudadanía integral, por lo dicho, sólo puede dar con ciudadanos integrales, es decir, con personas que vayan integrando en su vida (conducta, hábitos, relaciones con otros y consigo mismos) factores, componentes o ejes que son propias de un ciudadano. ¿Qué es un ciudadano? Es un tipo ideal, un modelo que cada sociedad debe construir no arbitrariamente, sino a partir de las elaboraciones teórico-políticas que se vienen desarrollando desde los debates ilustrados y la revolución francesa. Para construir ese modelo no es recomendable limitarse a las formulaciones legales vigentes en una sociedad concreta –por ejemplo, las constituciones—, pues éstas pueden ser restrictivas en su concepción de ciudadano. Al elaborar un tipo ideal de ciudadano se pueden determinar los componentes o factores que deben estar presentes (y que deben intervenir) en la educación, formación, hábitos y comportamientos de las personas reales (en las diferentes etapas de su vida) para que adquieran el estatus de ciudadanos y, al final, esos factores o componentes, bien ensamblados, los lleven a una condición de ciudadanía plena o integral. Es integral porque integra, de la mejor manera posible, los requisitos, elementos o componentes, que son propios de un tipo ideal de ciudadano.

Fuente de la información  e imagen: https://www.alainet.org
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