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El Salvador profundo

Recientemente, estuve en una visita de trabajo (para una investigación que realizo con mis estudiantes de Maestría en Métodos y Técnicas de Investigación de la Universidad de El Salvador) en el norte del Departamento de Morazán, en concreto en el Caserío El Trueno, en el Municipio de Torola. Era la segunda vez que visitaba Torola; la primera vez fue allá por 1995-96 cuando –recién terminada la guerra civil (1981-1992)— Miguel Ventura me pidió que lo apoyara en un proceso de formación política para las comunidades del norte de Morazán. Accedí a dar el apoyo que me solicitaba Miguel Ventura, consciente de que ese departamento había sido –en su zona norte— uno de los principales teatros de la guerra civil, con todas las secuelas de destrucción, abandono y dolor que ello había supuesto para sus pobladores. En la UCA, en donde yo trabajaba en ese entonces, imperaba el compromiso –un legado de los jesuitas asesinados en 1989— de proyectar el quehacer universitario (y de tener presencia universitaria) entre los sectores sociales populares. Contaba, pues, con el aval de mi jefe –el P. Rodolfo Cardenal— para insertarme, como profesor, en ese proceso de educación popular.

Antes de 1995-96 ya había visitado Morazán: primero San Francisco Gotera, en 1986[1]; y luego, poco después de firmados los Acuerdo de Paz (1992), Perquín, Sabanetas y el Zancudo. En esas ocasiones, apenas pude conocer las dinámicas de vida de este departamento. Después de mi experiencia en Torola –en donde di una charla de análisis político a pobladores que, durante la guerra, habían permanecido en el campo de refugiados de Colomoncagua (Honduras)— mis viajes al norte de Morazán se hicieron frecuentes, prácticamente hasta que dejé la UCA, en 2008. En coordinación con la Fundación Segundo Montes, en ese tiempo bajo la dirección de Miguel Ventura, organizamos jornadas de formación socio política que me permitieron tener contacto con pobladores de, entre otros lugares, Perquín, Torola, San Fernando, Arambala, Jocoaitique y Cacaopera.

Otro El Salvador se abrió a mis ojos. Gentes que habían vivido y seguían viviendo en el abandono, pero que no habían perdido las ganas de vivir y de esforzarse por salir adelante con lo poco (extremadamente poco) que tenían. Gentes que acogían agradecida, en sus humildes hogares, a alguien que –como yo— llegaba a hablarles de democracia, derechos humanos, participación, sociedad civil y temas equivalentes.

En esos años inmediatos al fin de la guerra de la guerra civil, a este otro El Salvador también pertenecían las gentes del nororiente de Chalatenango (Guarjila, Los Ranchos, San José Las Flores, Aracatao, Las Vueltas) que habían vivido los embates de la guerra, la represión militar y el exilio, en su caso, al campo de refugiados de Mesa Grande (Honduras). Y, actualmente, a este otro El Salvador pertenecen las gentes que, con su pobreza a cuestas, sobreviven en los distintos rincones olvidados y marginados de este país, especialmente en sus zonas rurales y costeras.

No soy ingenuo ni tampoco ciego: El Salvador profundo está marcado por la pobreza, el abandono y la precariedad. Pese a ello, lo que encontré en el caserío El Trueno, después de casi 30 años de haber estado en la zona por primera vez, me impactó por lo mucho del parecido con lo que vi en 1995-1996: una precariedad, abandono y pobreza tales que era como si el tiempo se hubiera detenido. Me las vi con una injusticia social arraigada quizás desde siempre; una injusticia social que ha marcado la vida de bisabuelos, abuelos, padres, hijos y nietos desde tiempos inmemoriales. Una injusticia social que marca la vida de los niños y jóvenes de las comunidades que habitan la zona y que, ahora como en el pasado, no es motivo de preocupación para las autoridades del Estado.

El retroceso en el tiempo que experimenté se vio reforzado por algo que percibí en 1995-96 y sigue estando presente en 2024: la calidez, cordialidad, fraternidad y capacidad de compartir de las gentes de Torola (y que se puede extender, creo yo, a todo el norte de Morazán). También me llamó la atención, al igual que en 1995-96, las ganas de aprender de estas personas, su escucha atenta y su disposición a apoyar, disciplinadamente, aquello que les ayude a mejorar su vida o a conocer mejor sus problemas.

Mientras caminaba desde el centro de reuniones del colectivo de mujeres (la casa de lámina de una lidereza puesta a disposición de la comunidad) hasta el lugar en donde esperaba el vehículo que movería al grupo de estudiantes hacia San Salvador y Santa Ana, no dejaba de pensar en la dura realidad social que me rodeaba. Las dos horas y pico caminando cuesta arriba fueron favorables para darle vuelta a las ideas; no podía dejar de decirme: “este es El Salvador profundo”. Y aquello que decía Monseñor Romero de que “con este pueblo no cuesta ser buen pastor” se me imponía al recordar los tamales pisques que, con esfuerzo y usando lo poco que tienen, nos habían preparado o en las tortillas de maíz nuevo que me regalaron para que me trajera a casa.

Definitivamente, elijo a este El Salvador como mi país. No el país de ficción, grato para quienes han perdido el sentido de realidad o quieren mostrar que creen en algo en lo que no creen.  Por mi parte, me quedo con El Salvador real. Con su gente, con sus pobres; con quienes, como dijo José Martí, quiero yo mi suerte echar.


[1] Con mi ahora exesposa, Ana Delma Márquez (que había nacido en San Francisco Gotera) decidimos llevar a nuestro hijo de un año (Oscar Arnulfo) a casa de sus bisabuelos.

Fuente de la información e imagen:  https://insurgenciamagisterial.com

Fotografía: Luis Armando González

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Sobre el rol docente

Por: Luis Armando González, Ventura Alfonso Alas

Nota introductoria

Los autores dedicamos estas reflexiones a los colegas docentes, en todos los ámbitos del sistema educativo nacional, con motivo del “Día del maestro y la maestra”, este próximo 22 de junio. Ambos somos profesores y, en ese sentido, conocemos de primera mano las dinámicas de la educación nacional. No nos son ajenas las tribulaciones de nuestros colegas; tampoco lo es el compromiso probado de la mayoría de ellos con dar a sus estudiantes lo mejor de sí mismos. A lo largo de los años, hemos venido conversando sobre lo que significa ser profesor y el plan de escribir algo sobre ello siempre quedaba como eso, un plan. Decidimos que el “rol docente” era un tema interesante para poner en limpio nuestras ideas y coincidencias, y así ha sido. El resultado es este texto que, más que tesis académicas rigurosamente probadas, expresa nuestras convicciones morales e intelectuales sobre, valga la redundancia, nuestro propio papel como docentes.

I

Junio es un mes especial los docentes de El Salvador, pues contamos con un espacio en el calendario festivo nacional en el que se celebra el día del maestro. Es, antes que otra cosa, una oportunidad para reflexionar, con espíritu crítico, sobre nuestro quehacer, en aquello que lo va definiendo en las distintas circunstancias sociales, culturales y políticas en las que nos desenvolvemos, y que va imponiendo sus desafíos particulares. Cada momento histórico plantea a los docentes sus propias dificultades y retos; y también, obviamente, asuntos específicos para la reflexión crítica.  Algo sobre lo que no debemos, y no podemos, dejar de meditar es sobre nuestro rol como docentes, en tanto que ese rol es el que da sentido a las responsabilidades que asumimos cuando, como educadores (ya sea en forma presencial o ya sea mediante una sesión virtual) tenemos que desarrollar una clase.

Las características que se atribuyen, o que deben atribuirse, al rol de un docente se han construido históricamente, a partir de unas experiencias –que se remontan al pasado remoto de nuestra especie (la Homo sapiens)— mediante las cuales uno o varios individuos enseñaban a otros no sólo habilidades –cómo hacer determinadas cosas o cómo comportarse de cara al grupo de pertenencia— sino cómo entender el mundo circundante, para lo cual había que transmitir determinadas nociones explicativas disponibles en el acervo cognitivo de los “enseñantes”.

Desde aquellos tiempos remotos, la enseñanza a otros tuvo un componente cognitivo que con el paso de los siglos se fue convirtiendo en una pieza fundamental del quehacer educativo en las diferentes épocas y contextos. En algunas épocas (y contextos) el contenido de ese componente cognitivo se ha tejido de mitos y creencias mágico-religiosas; en otras, de ideologías, filosofías, ciencias o técnicas.  Asimismo, los híbridos no han estado ausentes, como lo pone de manifiesto la época actual, en la que, en distintos ambientes educativos, lo mágico-religioso se mezcla con apuestas cognitivas de tipo científico y tecnológico.

Como quiera que sea, al rol del docente le es intrínseco este componente cognitivo, lo cual quiere decir, en términos prácticos, que un docente debe, ante todo y, sobre todo, conocer muy bien –de la manera más profunda y rigurosa— aquello sobre lo cual enseña a otros. Esta exigencia se volvió nítida en la antigüedad griega y, desde entonces, no ha dejado de estar presente en lo que se espera, y desea, que realice un docente como algo propio (de lo más propio) de su quehacer como tal.

II

Algunas modas perniciosas –sustentadas en pseudo filosofías educativas— han pretendido (y pretenden) edificar procesos educativos, cuando no modelos y sistemas educativos, desestimando (o incluso anulando) los dominios cognitivos (teóricos, conceptuales) de los docentes. Parten del supuesto, a todas luces falso, de que es irrelevante (secundario o prescindible) el conocimiento que los docentes puedan tener sobre lo que enseñan, desestimando las pruebas (que son abundantes) que refutan su supuesto. Y, por lo anterior, un docente que no tiene un conocimiento profundo y riguroso sobre aquello que le corresponde enseñar –y no se preocupa por ello— no sólo es un mal docente, sino que no está cumpliendo con una exigencia esencial de su rol.

O sea, un profesor que no sabe nada, o sabe poco, de lo que enseña hace más mal que bien a sus estudiantes. Un profesor que sabe mucho, que se esfuerza por saber más, que trata de actualizarse en los campos cognitivos en los que enseña, hace mucho bien, y poco o ningún mal, a sus estudiantes. No hay a dónde perderse en esta fórmula. Claro que ese profesor debe transmitir de la mejor manera eso que conoce, eso en lo que no deja de actualizarse (leyendo mucho, para comenzar). Y tiene que hacerlo utilizando los mejores recursos (instrumentos, medios) disponibles en cada circunstancia.

La sabiduría educativa acumulada durante siglos ha establecido la primacía de lo que se enseña sobre el modo (o la forma) cómo se enseña. Se trata de una distinción entre fines y medios educativos, que ha generado y sigue generando extraordinarios frutos ahí en donde sigue vigente. De este modo, dados unos determinados fines educativos (metas, propósitos) se deben utilizar todos los recursos disponibles en un momento determinado (comenzando con ese recurso esencial que es la palabra dicha y escrita) que sean conducentes a aquellos fines.

Usar creativamente la gama de recursos disponibles (la propia voz, gesticulaciones, pizarra, yeso, plumones, papelógrafos, radio, televisión, espacios abiertos naturales o urbanos, plataformas digitales) para lograr la transmisión de determinados conocimientos (o destrezas o habilidades o valores y normas) hace parte del rol docente. También es algo que tiene una dilatada presencia histórica, lo cual quiere decir que cuenta con una probada eficacia que, además, ha rendido más frutos positivos que negativos.

III

Es prudente y razonable hacerse cargo de esta diferencia entre propósitos educativos y los medios (recurso) para alcanzarlos, entendiendo que un buen docente –ese que desempeña su rol a cabalidad—debe saber usar con creatividad los recursos de que dispone (o los que pueda inventar) para lograr los fines educativos que se propone lograr. Es imprudente y poco razonable convertir los medios (los recursos) en lo prioritario, subordinando a ellos los fines educativos que, como ya se dijo, no pueden prescindir de los componentes cognitivos. Creer que el rol docente descansa en exclusiva en el dominio, por parte del educador, de determinados recursos (o medios) para la enseñanza pone de lado lo más importante de ese rol, como lo es el dominio teórico, conceptual y metodológico que debe tener un profesor sobre la materia (campo de conocimiento) que enseña. Y eso, con independencia de los sofisticados que puedan ser esos recursos o medios para la enseñanza: deben ser concebidos como recursos o medios para algo que los trasciende y que, en definitiva, es más importante que ellos.

Siempre en la línea de lo poco prudente y razonable, también lo es el pretender que lo que se enseña (o se debe enseñar) debe estar condicionado en sus alcances y posibilidades por determinados recursos o medios para la enseñanza; es decir, que determinados recursos o medios deben marcar las pautas y los límites de lo que puede o no se puede enseñar. La lógica correcta es la opuesta: es lo que se quiere enseñar lo que debe marcar las pautas y establecer los alcances y límites de los recursos y medios a utilizar.

Y, en esa lógica, cualquier recurso o medio que sea útil para alcanzar un propósito educativo, siempre que esté disponible, debería ser usado. Un docente que pretenda cumplir a cabalidad su rol debería tener esto claro en su mente y en el ejercicio de su labor. Esta claridad le puede ayudar a evitar caer en el didactismo y en la despreocupación por el conocimiento que posee (o que la falta poseer) para enseñar de la mejor manera lo que le corresponde. ¿Qué tiene que ocuparse en dominar, y aplicar, las herramientas de enseñanza más actuales y técnicamente sofisticadas? Por supuesto que sí. También debe ocuparse de las de siempre, comenzando con su expresión oral y escrita, su postura corporal, el uso de las manos, el plumón y la pizarra. Eso sí, nunca debe olvidar que estos son medios, recursos, cuyo uso sólo tendrá sentido si ayudan en: a) la transmisión, cultivo y producción de conocimiento (científico, filosófico, literario); b) la forja de personas razonables y críticas; c) el fomento de hábitos y comportamientos solidarios, empáticos, éticos y estéticos: y d) el aprendizaje de habilidades y destrezas técnicas útiles para la vida (que no deben identificarse necesariamente con el manejo de Tecnologías de la Información y la Comunicación).

IV

El literal “c” (fomento de hábitos y comportamientos solidarios, empáticos, éticos y estéticos) merece un párrafo aparte y que sirva como cierre. Y es que, en el aspecto ético, el quehacer de un docente no puede ser ajeno al cultivo, en los estudiantes, de valores y hábitos que hagan florecer una ética laica, secular, progresista y democrática, es decir, anclada en lo mejor de la tradición ilustrada. Un docente tecnócrata, cuadriculado, atrapado en lo puramente técnico, sin una visión amplia y crítica de la realidad social y de la educación no podrá aportar, desde su rol, a una ética a la altura de las sociedades actuales y sus encrucijadas.

San Salvador-Chalatenango 5 de junio de 2023

Fotografía: https://www.freepik.es/fotos-vectores-gratis/docentes

Fuente de la información e imagen: https://insurgenciamagisterial.com

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La brecha digital en la educación superior

Por: Luis Armando González

Con atención y con preocupación he visto y escuchado –a la vez que meditado sobre—un audiovisual de ONU Mujeres en el que se toca el tema de la “brecha digital de género”, que se explica como “la diferencia entre hombres y mujeres en el acceso a Internet y las nuevas tecnologías”.  Se aporta la información siguiente: “hay más dispositivos en manos de hombres que de mujeres; por lo tanto, ellas tienen menos opciones para trabajar o estudiar en línea, y desarrollar otras habilidades digitales. A causa de los estereotipos y la discriminación son pocas las mujeres que estudian y se emplean en tecnologías de la información y la comunicación”[1]. Se trata de un asunto de la mayor gravedad, y que merece la atención no sólo de quienes toman decisiones en los ámbitos estatales, empresariales y educativos, sino de la sociedad en general.

Asimismo, es importante realizar estudios nacionales en los que, sistemáticamente, con rigor y detalle, se expongan los datos relativos, por ejemplo, a la distribución de, y acceso a, dispositivos tecnológicos entre hombres y mujeres, o la inscripción de mujeres y hombres en cursos o carreras académicas digitales o en línea. Una anotación interesante me le ha sugerido mi colega Alejandra Cañas, para quien “es cierto que existen estereotipos que provocan que, desde bien pequeñas, algunas niñas pierdan interés en asuntos relacionados con la tecnología por ser ‘varoniles’. Sin embargo, la brecha digital de género no se limita únicamente al sexo, ya que existen otros factores que influyen directamente, como la zona geográfica (mujeres y niñas en zonas rurales y/o zonas de poca cobertura de internet), recursos económicos limitados, entre otros”[2].

Como quiera que sea, en el rubro educativo, estos estudios deberían ser lo más actualizados posible, y ello debido a que desde 2020 –en el marco de la pandemia por coronavirus— las actividades digitales o en línea (laborales y educativas, principalmente) alcanzaron su nivel más alto de preponderancia; y, en el ámbito educativo, se han instalado con programas formativos de nivel universitario (desde diplomados hasta licenciaturas, maestrías y doctorados) que ya se han institucionalizado como programas formativos de modalidad virtual.

En el caso de países como El Salvador –sin duda hay otras experiencias nacionales semejantes— la modalidad educativa virtual en el nivel superior ha cobrado presencia firme desde 2020[3], con cohortes de las que, incluso, ya hubo actos de graduación. Se cuenta con varias carreras de maestría, en distintas universidades, que son totalmente virtuales (en línea o no presenciales), y con otras carreras que son semi presenciales (o sea, parcialmente en línea) [4].

En ese escenario, ¿hay, en el caso de El Salvador, datos que permitan indagar sobre la brecha digital de género en el acceso a la educación superior en el momento actual? Sí los hay, en los registros que tienen las instituciones universitarias sobre las matrículas en sus carreras en modalidad virtual, en línea o semi presencial. También hay datos en los registros de matrícula para diplomados o procesos formativos virtuales o en línea. Lo que se tiene que hacer es realizar proyectos de investigación que recojan, sistematicen e interpreten de la mejor manera esa ingente cantidad de información que se encuentra en las distintas instituciones que ofrecen procesos formativos de nivel superior. Asimismo, Alejandra Cañas me indica que “sería interesante conocer si, a nivel de bachillerato técnico y educación superior, se esconden patrones desiguales de género por disciplinas, revisando las brechas en las áreas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas”.

Por mi parte, con una poca información que tengo a la mano –algunos registros de calificaciones finales que corresponden a distintas asignaturas del nivel de maestría que he impartido entre 2021 y 2023—, he elaborado un cuadro que puede servir de pista de cómo se está moviendo el país en el tema de la brecha digital de género en la educación superior. Estos son los datos que, de manera rápida, he sistematizado para este texto:

Composición de algunos cursos virtuales de nivel de maestría durante 2021-2023

Mujeres Hombres Total
31 26 57
26 15 41
20 18 38
22 18 40
12 6 18
10 16 36
7 7 14
7 4 12
Total 135 110 256

                   Fuente: elaboración propia a partir del registro de notas finales de tres asignaturas

               No puedo concluir nada de ese cuadro, pues la intención que me mueve es la de motivar investigar mucho más sobre el tema, trabajando con un volumen mayor de datos. Cuidando de no dar información sobre las carreras y universidades de las que tomé los datos de hombres y mujeres –dado que no he pedido autorización para poder hacerlo—, sí puedo decir que el registro que presento es de 8 grupos distintos de estudiantes, correspondientes a tres carreras de maestría entre 2021 y lo que va de 2023.  He tomado los datos de asignaturas porque, como dije, es lo que tengo a mano, pero lo mejor sería partir de los datos de matrícula inicial y egreso que tienen las universidades para sus respectivas carreras de maestría en modalidad virtual; estas carreras suelen tener dos años de duración en su fase formativa, a lo que se suma el periodo dedicado a la tesis de grado.

               Por lo dicho, de 2020 hasta acá, ya hay datos completos de egreso e incluso de graduación para quienes ha realizado estudios de maestría en ese periodo. El estudio de todas las carreras de maestría en modalidad virtual –lo semipresencial se puede dejar de lado, en un primer momento—, en todas las universidades que han impartido desde 2020 carreras en esa modalidad, sería de rigor si se quiere tener un conocimiento fundamentado sobre la brecha digital entre hombres y mujeres, en la educación superior universitaria de El Salvador (en el presente, no hace 10 o 20 años). He aquí un tema relevante para quienes, en sus trabajos de tesis de maestría o doctorado, quieran explorar un campo problemático importante para la sociedad y desafiante para el intelecto. Quizás ya vaya siendo hora de dejar a un lado las recetas de manual, y encarar investigaciones de problemas interesantes siguiendo, con creatividad, la lógica de la investigación científica.

San Salvador, 15 de marzo de 2023


[1] ONU Mujeres América Latina y El Caribe. “¿Sabes qué es la brecha digital de género?”. YouTube.

[2] Conversación privada con Alejandra Cañas, experta en investigación en materia de derechos humanos.

[3] Hubo experiencias previas a 2020 en educación en línea o virtual, pero lo dominante era la educación presencial. Es a partir de 2020, y sobre todo en ese año, que la educación no presencial se instala como una opción que, para muchos, es la alternativa a la educación presencial.

[4] El autor se disculpa con los expertos en la terminología que se aplica en el terreno de la modalidad virtual en educación. He escuchado a algunos de ellos explicando que virtual no es lo mismo que en línea, pero para efectos de mi argumentación omito estas distinciones técnicas.

Fuente de la información e imagen:  https://insurgenciamagisterial.com

Fotografía: https://www.tp-link.com/es/blog/1001/brecha-digital-factor-de-desigualdad-social-cultural-y-economica/

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La necesaria solidaridad intergeneracional

Por: Luis Armando González

En algunos ambientes de El Salvador –y quizás esto sucede en otras naciones— ha cobrado presencia una retórica que contrapone, en polos opuestos y en una batalla recíproca, a quienes tienen 60 años (o más) con quienes tienen una edad menor que esa. Arriba he puesto “jóvenes” entre comillas, pues esta expresión, como tantas otras, ha ampliado su alcance y significado, con lo cual, obviamente, ha perdido su capacidad para orientar el análisis y la comprensión de la realidad social.

Así, hay quienes, rondando los 40 años, no dudan en considerarse “jóvenes” y exigir los derechos y el trato correspondientes a esa condición. En El Salvador, esta “juvenilización” de la cultura y de las prácticas sociales comenzó a abrirse camino, en los años noventa del siglo XX, en los medios de comunicación y la publicidad comercial, y en el presente lo impregna todo (costumbres, prácticas y estilos empresariales e institucionales, y lenguaje). Pero no todas las personas pueden ser “jóvenes”, pues se trata de una noción relacional, es decir, se es joven respecto de quien no lo es.

En relación con los jóvenes están, por un lado, los niños, es decir, los preadolescentes; por otro, las personas adultas que, hasta hace relativamente poco tiempo (los años ochenta del siglo XX), eran las que tenían la mayoría de edad, es decir, 21 años. Después, esta mayoría se redujo a 18, pero, justo cuando eso sucedía, la juvenilización alzaba vuelo. Lo “adulto” comenzó a desplazarse hacia unos tramos de edad (30-35 años) que colindaban con los llamados “adultos mayores”, que en otros tiempos se calificaban como viejos y/o ancianos.

En la actualidad, una vez que se impuso la juvenilización cultural, sobran los que con cuarenta años e incluso un poco más se consideran, y son considerados, jóvenes, quedando ante ellos (hacia arriba en la pirámide de edades) quienes tienen o casi llegan a los cincuenta años y quienes siguen a estos (los adultos mayores). La edad de jubilación (55 años para las mujeres y 60 años para los hombres) se ha abierto paso como un criterio para demarcar a un grupo de otro.

Una cierta retórica ha convertido esa demarcación en un “conflicto generacional” (la “nueva generación” versus la “vieja generación”) en el cual la vieja generación –quienes deben jubilarse y no lo hacen, y quienes ya jubilados siguen trabajando) arrebata recursos y oportunidades a la nueva generación. En esa retórica no se habla y cuestiona la estructura laboral, que impide que haya empleos para jóvenes y adultos, ni el sistema de pensiones que no asegura un retiro digno de quienes han entregado lo mejor de sus energías y capacidades a empresas o instituciones. Al contrario, se les acusa de ser unos egoístas que impiden el bienestar de los más jóvenes.

Una autoridad pública –no interesa aquí su identidad, sino su argumento— insinuó en algún momento que las personas jubiladas que trabajan cierran la posibilidad de crear nuevos empleos. Obviamente que no, pues si a una persona jubilada se le despide y se contrata en su lugar a una más joven no se crea un nuevo empleo:  se tiene el mismo empleo, con una persona distinta. Para decirlo con peras y manzanas: si hay 10 puestos de trabajo y se reemplaza a quienes los ocupan, sigue habiendo 10 puestos de trabajo. Si se contrata a 5 personas en lugar de 10, se pierden 5 puestos de trabajo. Y si, además de los 10 que existen, se crean 5 puestos de trabajo, sólo estos 5 son nuevos (no 15).  Aritmética simple, que de ser simple se olvida.

Pero el problema no son las cuentas que hacen (o no se hacen bien), sino la visión de las relaciones sociales que se promueve cuando se habla (e insiste) en el “conflicto generacional”, conflicto en el cual los “agresores” son los adultos y los adultos mayores que quieren seguir “acaparando” ingresos y empleos en detrimento de los “jóvenes”.  Quienes se creen esto no dudan en despreciar a las personas mayores, considerando indignos e inmerecidos –como privilegios injustos— sus ingresos y empleos. Asumen que, por adultas, son incapaces.

Asimismo, borran de un tirón las trayectorias de vida –de trabajo tesonero y de compromisos cumplidos consigo mismos, con sus familias y con la sociedad— para centrarse en lo que consideran que las personas viejas –eufemísticamente llamadas adultos mayores— les arrebatan.

No se les cruza por la cabeza que su problema no son las personas mayores; que estas no les están arrebatando nada; que lo que puedan estar recibiendo (que suele ser poco) lo tienen bien merecido; y que incluso merecen más atención, cuido y bienestar. Su problema –si reflexionaran lo sabrían— es la estructura de dominación social, económica, política y cultural vigente en el país. Su problema –otro— es creerse la retórica de un conflicto inevitable entre la generación joven y la generación vieja, ya que ese conflicto es un invento que, cual profecía autocumplida, está dando lugar a actitudes, entre jóvenes reales o presuntos, no sólo de desprecio y recelo hacia sus mayores, sino de un no reconocimiento de lo que esos mayores han hecho para que El Salvador no sea peor de lo que es. La retórica del “todo lo que hicieron los que ahora son mayores no sirve” es perversa e ingrata. Dejarse atrapar por ella es el mejor camino para torpedear la necesaria solidaridad intergeneracional que tan buenos frutos ha dado en la historia reciente de nuestra patria.

No puedo evitar cerrar estas líneas con uno de los cantos más hermosos –“Llegar a viejo”— de Joan Manuel Serrat:

“Si se llevasen el miedo
Y nos dejasen lo bailado
Para enfrentar el presente
Si se llegase entrenado
Y con ánimos suficientes

Y después de darlo todo
En justa correspondencia
Todo estuviese pagado
Y el carné de jubilado
Abriese todas las puertas

Quizá, llegar a viejo
Sería más llevadero
Más confortable
Más duradero

Si el ayer no se olvidase tan aprisa
Si tuviesen más cuidado en dónde pisan

Si se viviese entre amigos
Que, al menos, de vez en cuando
Pasasen una pelota
Si el cansancio y la derrota
No supiesen tan amargo

Si fuesen poniendo luces
En el camino, a medida
Que el corazón se acobarda
Y los ángeles de la guarda
Diesen señales de vida

Quizá, llegar a viejo
Sería más razonable
Más apacible
Más transitable

Ay, si la veteranía fuese un grado
Si no se llegase huérfano a ese trago

Si tuviese más ventajas
Y menos inconvenientes
Si el alma se apasionase
El cuerpo se alborotase
Y las piernas respondiesen

Y del pedazo de cielo
Reservado, para cuando
Toca entregar el equipo
Repartiesen anticipos
A los más necesitados

Quizá, llegar a viejo
Sería todo un progreso
Un buen remate
Un final con beso

En lugar de arrinconarlos en la historia
Convertidos en fantasmas con memoria

Si no estuviese tan oscuro
A la vuelta de la esquina
O simplemente, si todos
Entendiésemos que todos
Llevamos un viejo encima”

San Salvador, 25 de enero de 2023

Fotografía: Luis Armando González

Fuente de la información e imagen:  https://insurgenciamagisterial.com

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Lo tradicional, ¿es en verdad tan deleznable?

Por: Luis Armando González

Con demasiada frecuencia escucho en diferentes espacios –incluidos algunos espacios académicos— el uso de la palabra “tradicional” como algo negativo, es decir, en un sentido mediante el cual algo es declarado no sólo obsoleto, sino pernicioso. Así, en algunos ambientes se ha vuelto común el que baste con denominar a algo que no gusta (o que se busca anular) como “tradicional” para que se asuma que ese algo es inservible e incluso deleznable. Y cual meme que se propaga sin resistencia, se van multiplicando las voces que reiteran el tradicionalismo –y lo inservible y nocivo— de aquello que es objeto de tal etiqueta, dígase “los partidos tradicionales” o “la educación tradicional”.

Es probable que muchos de los que repiten la fórmula no hayan reflexionado sobre si su uso es adecuado o sobre si declarar que algo es “tradicional” lo convierte automáticamente en nefasto o lo dota de una antigüedad más antigua que los calendarios. Más aún, probablemente no caigan en la cuenta de que descalifican a la “educación tradicional” o a los “partidos tradicionales”, por ser tradicionales, pero no a las celebraciones navideñas o de semana santa que son tradiciones puras y duras.

Dicho de otra forma, un análisis básico del uso peyorativo de la palabra “tradición” revela que ese uso aplica sólo a ciertos hechos, acontecimientos o instituciones; en concreto, a aquello que, desde ciertos intereses y compromisos, se quiere declarar obsoleto y negativo. La pregunta de fondo, sin embargo, es si eso que se declara obsoleto y negativo, aplicándole el calificativo de “tradicional”, en realidad lo es. Mirar a la realidad es un hábito que está de capa caída en una época en la cual reiterar fórmulas fáciles ahorra el esfuerzo de la reflexión y el análisis.  Es un hábito que no debería dejarse desfallecer, aunque las ilusiones sean más cómodas o agradables que la realidad.

Situémonos en El Salvador y veamos, por ejemplo, el caso de la llamada “educación tradicional”. Una cosa que llama la atención en quienes la minusvaloran (o declaran inservible o una fuente de males educativos) es la poca claridad sobre lo que entienden por ella. ¿De dónde a donde abarca? ¿Es todo lo que se hizo en educación antes de la llegada de las modalidades virtuales? ¿O acaso la educación tradicional es aquello previo a la reforma educativa de los años noventa? ¿O acaso lo previo a la reforma educativa de Walter Béneke?

Son preguntas gruesas e inevitables. A ellas se añaden estas otras: ¿cuáles son los componentes tradicionales de la educación en esos distintos momentos históricos? ¿De qué manera esos aspectos tradicionales tienen efectos (negativos o positivos) en los procesos de enseñanza aprendizaje, en la integración social y en la ciudadanía? Sin duda, estas interrogantes no pueden ser abordadas si no se tiene una idea precisa de lo que significa tradición: para los que no lo saben, significa transmisión (de una generación a otra) de prácticas, símbolos y significados, o sea una transmisión de cultura.

Las tradiciones (y las culturas) se van forjando a lo largo del tiempo, van cambiando y algunas van desapareciendo, siendo reemplazadas por otras. En fin, lo que se llama “educación tradicional” en El Salvador es el resultado un largo proceso de forja educativa en el que hay aspectos que vienen bastante atrás en el tiempo y otros que vienen (y que se han afianzado con fuerza) desde la segunda mitad del siglo XX, cuando la modernización fue la bandera de los gobiernos, modernización que, por cierto, era ofrecida como opuesta a la “tradición”.

Por supuesto que en el presente algunos de los que hablan de la “educación tradicional” insisten en algunas de las características y bondades de la educación virtual. Me he fijado en tres: autodidactismo, pensamiento crítico y autonomía. Pues resulta que eso tres aspectos han estado presentes en la educación desde antes de la virtualidad educativa. Para el caso, León Tolstoi –quien escribió Guerra y paz (1865) fue un extraordinario autodidacta. Y no fue el único: la formación autodidacta ha sido permanente desde hace mucho tiempo en las distintas sociedades, incluida la salvadoreña. Yo mismo soy un autodidacta, y sé que una formación así tiene el riego de la dispersión y el desorden mental, lo cual es suplido por la sistematicidad que, usualmente, se aprende (y yo aprendí) en la educación formal.

En cuanto al llamado pensamiento crítico, se remonta, como mínimo, hasta Karl Marx. Y el siglo XX fue el siglo de la crítica; y ésta, a mediados de los años 50 de ese siglo, se hizo presente en la política y la cultura de América Latina. La reflexión crítica, el análisis de los contextos y las implicaciones prácticas del conocimiento cobraron vigencia, en pugna con la memorización mecánica y descontextualizada propias de la educación de entonces. Mi educación en los años 70 y 80 es resultado de los esfuerzos de quienes, mis maestros y maestras, realizaban su labor docente en el entrecruzamiento de lo memorístico mecánico y el espíritu crítico.  Ese es el contexto en que se entiende bien la recepción, en esos años y en El Salvador, de Pedagogía del oprimido de Paulo Freire.

Y de la autonomía educativa puedo decir que es una aspiración que se remonta a Kant y a la Ilustración, en el siglo XVIII. O sea, es una aspiración (y una práctica) antigua, al igual que la formación autodidacta. La educación salvadoreña de los años setenta y ochenta del siglo XX, de la que soy hijo, exigía una autonomía extraordinaria a los estudiantes, no sólo para pensar por cuenta propia, sino para acceder a los recursos formativos básicos, como libros o instrumentos y materiales para tareas ex aula. Había, pues, mucho trabajo para un estudiante, que, si quería salir adelante, debía poner su mejor empeño. Autonomía quiere decir valerse por uno mismo, sin la tutela de otro. Pues de eso se trataba en aquellos años en los que me formé como bachiller y licenciado.

Lo anterior no quiere decir que la educación virtual no tenga esos tres componentes. De hecho, en mis mejores experiencias como docente en modalidad virtual esos componentes han estado presentes, lo cual me ha llenado de alegría. Lo que quiero decir es que no son nuevos, sino que hacen parte de una muy buena tradición educativa que, espero, no se pierda nunca.

¿Significa entonces que entre la educación virtual y la presencial (“tradicional”) no hay diferencias? Por supuesto que las hay, y comprender cuáles son puede ser de gran ayuda a la hora de elegir lo más útil de cada una de ellas en cada circunstancia. ¿Quiere decir, entonces, que una de las dos modalidades educativas es mejor (o superior) que la otra? De ninguna manera. Como en toda obra humana, no hay nada perfecto, y tanto la una como la otra tienen defectos y debilidades, pero también tienen puntos fuertes que si se saben ensamblar pueden apuntalar de mejor manera los procesos educativos. Desde mi punto de vista plantear el asunto como “lo uno o lo otro” no es correcto; quizás sea mejor decir “lo uno y lo otro” no en abstracto, sino según sean los propósitos educativos que se persiguen.

En fin, como lo muestra la tradición crítica en educación –una tradición humanizadora de largo aliento— lo tradicional no es tan deleznable como se nos quiere hacer creer. Asimismo, hay tradiciones que tejen lo mejor de lo que somos; y hay otras que tejen lo peor y lo, que es más grave, algunas de las “novedades” más aberrantes son un brote suyo.

Fotografía: https://ens9001-infd.mendoza.edu.ar/sitio/la-educacion-como-practica-de-la-libertad-fragmento/

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Educación: ¿es momento de reflexionar sobre su finalidad esencial?

Por: Luis Armando González

Es casi que un cliché decir que las modalidades virtuales de educación llegaron para quedarse. Con altibajos, desde 2020 distintas fórmulas de educación virtual se han implementado en El Salvador, con resultados que todavía queda por evaluar de manera fría y objetiva. Antes de 2020, como lo sabe cualquiera que esté familiarizado con la educación salvadoreña, lo predominante era la presencialidad educativa, aunque algunas instituciones estaban avanzando, y alguna de ellas con una claridad extraordinaria, en la implementación de carreras totalmente virtuales o en estrategias que combinaban lo virtual con lo presencial. La emergencia suscitada por el coronavirus, al dar pie a la prohibición de las relaciones personales directas fuera de los hogares, condujo a la suspensión abrupta de las actividades educativas presenciales y a la adopción, también abrupta, de estrategias educativas que descansaban, en su totalidad, en la virtualidad.

No es un secreto para nadie que El Salvador, al igual que –quizá— muchos otros países, no estaba preparado para trasladar su educación, de manera global y sin excepciones, de lo presencial a lo virtual. Era razonable hacerlo, o intentar hacerlo, como una respuesta temporal a una situación crítica en la cual era importante, en la medida de lo posible, no desatender a la población estudiantil. Sin embargo, lo que era, o parecía ser, una respuesta temporal se fue convirtiendo, para distintos gestores educativos, en una estrategia definitiva –la estrategia por antonomasia para quienes son más optimistas— para estructurar y desarrollar el quehacer educativo salvadoreño en todos sus niveles.

Dos años y medio (desde marzo de 2020 hasta junio de 2022[1]) de virtualización educativa casi total –ya que en 2022 la presencialidad se abrió espacio en algunos ambientes educativos— han generado la sensación de que lo normal es la no presencialidad y de que la presencialidad es algo extraño e incluso anómalo. En realidad, sólo es una sensación, pues lo excepcional fue (y ha sido) enmarcar la totalidad de la educación (en 2020 y, prácticamente, 2021) en estrategias virtuales. Eso que fue excepcional se está normalizando y es probable que se consolide de aquí en adelante, marcando los derroteros futuros de la educación nacional.

Ahora bien, cualquiera sea la modalidad educativa que se convierta en dominante –puede ser la modalidad virtual, una combinación de ésta con una modalidad presencial, o un retorno (que muchos ven como imposible) a lo presencial como estrategia predominante— lo importante es tener en cuenta los fines de la educación, mismos que tienen que ver con el tipo de persona y de personalidad que se pretenden formar a lo largo de las distintas etapas educativas.

¿Será un ciudadano ilustrado, con sólidos conocimientos filosóficos y científicos, con valores humanistas y con habilidades para desempeñar unas actividades productivas y creativas según las condiciones propias de la realidad salvadoreña y el entorno mundial? ¿Será una persona oportunista, competitiva y eficientista? ¿Será una persona sumisa, dependiente e infantilizada? Y las preguntas pueden seguir; pero ese a partir de ese perfil deseado de persona y personalidad que deben determinarse las estrategias y modalidades educativas a implementar, ya que las mismas deben ser coherentes con aquél.

Por supuesto que se pueden diseñar y ejecutar distintas modalidades educativas sin preguntarse sobre los fines educativos que se persiguen, es decir, sin cuestionarse sobre el tipo de persona y personalidad que se pretende formar en los educandos. Cuando esto sucede, los efectos en los estudiantes son inciertos, o lo que es lo mismo, lo que resulta no obedece a ningún diseño previo, sino a una combinación de circunstancias específicas de cada alumno y alumna. Es como si quienes diseñan vehículos no tomaran en cuenta, previamente, el tipo de vehículo que desean lograr y se dedicaran a usar las mejores tecnologías disponibles para su ensamble… podría resultar un vehículo capaz de todo, pero también un vehículo inservible en la práctica.

O sea –y esto vale para el diseño de vehículos, para el diseño de políticas públicas y para el diseño de estrategias educativas— no se trata sólo de usar los mejores recursos tecnológicos disponibles para ensamblar distintos componentes, sino de usar aquellos –sean recursos tradicionales o de última generación— que se contribuyen a alcanzar una meta ideal previamente establecida. En el caso de las metas educativas, es preciso un debate reflexivo y crítico en el que se ponga en el centro el tipo de persona y personalidad que se pretende lograr como fin último de todo el quehacer educativo. Este es un debate que El Salvador actual no se ha realizado y que urge realizar, sobre todo cuando se está impulsando, con fuerza, una modalidad educativa –la modalidad virtual— que, en algunos casos, se abre paso como la exclusiva, anulando la otra modalidad que hasta hace poco fue la predominante –la modalidad presencial—. Decir cuál es la mejor o más idónea sólo por sus atribuciones intrínsecas es perder de vista lo que se pretende como propósito educativo fundamental; este propósito debe ser debatido con la profundidad y el rigor necesarios, para desde ahí determinar cuál modalidad educativa (o combinación de modalidades) es la más idónea en sintonía con dicho propósito.

Como quiera que sea, una vez definida la finalidad fundamental de la educación –una finalidad que debe ser especificada en cada nivel educativo, cada plan de estudios y cada asignatura— se debe definir la modalidad (o combinación de modalidades) que sea coherente con aquélla, tomando la precaución de no apostar a priori por una determinada modalidad (virtual o presencial) sólo porque en sí misma se la considera autosuficiente e insuperable. Se debería estar dispuesto a renunciar a apuestas en las que, además de compromisos intelectuales, hay fuertes compromisos emocionales. Claro está, lo planteado requiere de una reflexión colectiva seria, honesta y rigurosa. Una reflexión que quizá sea oportuno realizar cuanto antes en nuestro país. Pero quién sabe: a lo mejor ahora no es el mejor momento ¿o lo es?


[1] Es seguro que todo el 2022 continuará con una mezcla de virtualidad y presencialidad.

Fotografía: Luis Armando González


Fuente de la información: https://insurgenciamagisterial.com

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Reflexiones sobre investigación educativa

Por: Luis Armando González

La investigación educativa se ha convertido en una herramienta crucial para la toma de decisiones acerca de la mejor manera fortalecer o transformar no sólo prácticas educativas concretas, sino sistemas educativos completos. Se entiende que se trata de una investigación de tipo científico, es decir, con capacidad de identificar problemas educativos importantes –muchas veces complejos— y de buscar una explicación de los mismos siguiendo la lógica de la ciencia. Enseguida se verá, de forma somera, en qué consiste esa lógica y por qué la misma es explicativa. Se destaca aquí que el identificar problemas educativos y explicarlos siguiendo procedimientos científicos se ha convertido, para distintos Estados, sociedades e instituciones educativas en el mejor soporte para la toma de decisiones eficaces en materia de educación.

1. La ciencia y su lógica

Una conceptualización inicial, básica, sobre la investigación científica y su lógica es necesaria, pues la misma sirve de norte para posicionar en su justo lugar la investigación educativa. No es inoportuno, para comenzar, anotar una idea mínima sobre lo que es la ciencia. Ciencia:  es un tipo especial de conocimiento humano (Bunge, 2017). Se caracteriza por la búsqueda de explicaciones a determinados problemas.  Explicar en ciencia es identificar (establecer, clarificar) la forma como unos determinados factores (hechos, sucesos, procesos) influyen (causan, provocan, afectan) en una determinada situación que recibe el nombre de “situación problemática”. De esta última situación problemática, que puede ser definida como un conjunto complejo de problemas, se discrimina y elige un problema concreto del cual se quieren identificar no sólo los factores que lo provocan (o causan, o influyen en él) sino la manera en que eso sucede.

Investigación científica (empírica).  Consiste en el quehacer científico orientado a explicar problemas reales, no imaginarios o inventados.  Todos los esfuerzos orientados a desentrañar, identificar, medir, ponderar, evaluar o calcular los factores que causan, provocan o influyen en un problema hacen realidad la investigación, es decir, en eso consiste investigar.  Identificar los factores (o el factor) que causa, provoca o influye en un problema es el objetivo fundamental de una investigación científica. Como se dijo, debe tratarse de un problema real, existente en el mundo real, no imaginario: esos son los problemas que interesan en la investigación científica empírica.  Construir un problema de investigación es una tarea complicada, que requiere reflexión, análisis y lectura por parte de los investigadores (o los estudiantes) (Espinoza Freire, 2019). Pero, cuando eso se logra, la investigación tiene un buen punto de arranque. De aquí que el planteamiento del problema sea una exigencia ineludible para quienes quieren desarrollar un proyecto investigativo, que puede ser un anteproyecto de Tesis de Maestría.

Asimismo, en la investigación científica se busca, prioritariamente, explicar problemas y no condenar, regañar, moralizar o imponer normas o procedimientos, aunque si se conocen los factores que causan un problema se pueden derivar de ese conocimiento recomendaciones, normas o procedimientos, e incluso condenas morales. Pero, nada de esto último da solidez o hace confiable a la investigación científica; esto sólo se alcanza con su lógica y con sus resultados. Teoría y datos empíricos. La ciencia tiene dos pilares: uno teórico y otro empírico. Las teorías pueden ser entendidas como una argumentación explicativa sobre un ámbito de la realidad, lógicamente consistente y con una base de pruebas empíricas (datos) que respaldan los argumentos explicativos ofrecidos. Las teorías son, así, uno de los mayores logros de la ciencia. Las hay amplias y de envergadura, como la teoría darwiniana de la evolución de las especies mediante la selección natural o la teoría newtoniana de la gravedad cósmica; las hay de menor envergadura, pero no menos relevantes y hermosas como la teoría mendeliana de la herencia o la teoría que explica las relaciones que existen entre electricidad y magnetismo.

Todas esas teorías tienen una base empírica sólida, con datos cuantitativos precisos, es decir, evidencia tomada de la realidad con mediciones de gran rigor.  Por supuesto que una teoría puede tener una base empírica no sólo cuantitativa, sino también con datos cualitativos, esto es, evidencia empírica poco precisa en sus mediciones.

En la investigación social los datos cuantitativos son necesarios y hay evidencia empírica en la realidad social que permite construirlos (López-Roldán y Fachelli, 2015). Pero, en algunos casos, hay evidencia empírica que dificulta su medición precisa, y los datos que se construyen a partir de ella son de tipo cualitativo. Es importante no olvidar que investigaciones sociales puramente cualitativas, aunque viables, son sumamente débiles y en muchos casos poco fiables. Toda investigación social requiere una mínima cuantificación de algunas de las dimensiones de los problemas o fenómenos que se estudian. Por supuesto que hay investigaciones sociales que requieren poco (o nada) de lo cualitativo, como sucede en estudios demográficos o económicos (Bueno Sánchez, 2003).

La lógica de la investigación científica contempla la presencia de unos componentes específicos que se articulan de una manera ordenada, secuencial. En esa articulación secuencial, cada aspecto surge –se deriva— desde un aspecto previo, como cuando se va desatando una madeja de hilo. Trata de una secuencia lógica, en el sentido que del punto de partida se va desgajando lo que sigue a continuación. ¿Cuál es el punto de partida? ¿Qué es lo que sigue de en el proceso investigativo de ese punto de partida? (González, 2001; De Michellli, 2016). Situación problemática-problema de investigación.  Este es el arranque de un proceso de investigación. Un conjunto de problemas permite identificar un problema concreto. ¿Qué es un problema para el investigador? Algo (un hecho, un fenómeno, un suceso) de lo cual no se conocen los factores o el factor que lo provoca, causa o incide en su surgimiento y manifestaciones. Un problema de investigación debe ser documentado, mostrado con datos (más cuantitativos que cualitativos), de modo que sea comprensible su existencia real y magnitud.

Preguntas de investigación. Se derivan del problema, o, dicho de otra forma, son el problema convertido en pregunta o preguntas. Se pueden formular varias, pero no conviene trabajar con más de tres. Es un compromiso del investigador ofrecer una respuesta lo más sólida posible, al final de su trabajo investigativo, a las preguntas que ha seleccionado para esfuerzo de investigación. Esta respuesta será más sólida en la medida que esté sustentada en unos buenos datos empíricos y una argumentación lógica que explique el problema a partir de los factores que lo causan, generan, influyen o condicionan.

Hipótesis. Antes de llegar a una respuesta (explicación) firme, sustentada en datos y argumentos lógicos, se debe formular una respuesta tentativa a las preguntas o pregunta de investigación. Esa respuesta (explicación) provisional es la hipótesis o conjetura. No es una pregunta. Es una afirmación explicativa, es decir, que relaciona unos determinados factores explicativos con un problema a explicar.

Datos empíricos. Si se tiene una hipótesis (una respuesta-explicación provisional para una pregunta de investigación (o sea, para un problema) la investigación exige respaldarla con determinados datos o hechos empíricos. Esos datos empíricos deben construirse a partir de evidencias tomadas de la realidad natural o natural-social. Para esa búsqueda-construcción de datos se debe realizar un trabajo de campo, en el cual se usan determinadas técnicas e instrumentos de investigación. Esas técnicas pueden permitir buscar-construir datos cuantitativos o cualitativos. ¿Cómo saber qué datos y qué técnicas se necesitan? Eso depende, fundamentalmente, de la o las hipótesis con las que se trabaja.

Cierre del ciclo investigativo. Un proceso investigativo se cierra cuando, cuando la hipótesis se compara con un conjunto de datos, debidamente procesados y sistematizados, y, asimismo, se elabora un argumento explicativo para el problema con el que se inició la investigación. Soporte teórico. Por último, se tiene que decir que todo el desarrollo investigativo referido tiene un soporte teórico, formado por los conocimientos (conceptos, enfoques, explicaciones vigentes) relativos al campo problemático y al problema que se estudia. Este soporte teórico se suele hacer explícito bajo el nombre de “marco teórico”, “estado del arte” o “estado de la cuestión”. En las Tesis de Maestría es usual colocar este desarrollo teórico entre la hipótesis y los datos empíricos.

Esquemáticamente, la lógica investigativa tiene estos elementos:

Situación problemática-problema de investigaciónàPreguntas de investigaciónàHipótesisàDatos empíricosà conclusión

¿Y los objetivos y la justificación? Se trata elementos que se derivan del problema-preguntas e hipótesis. No pueden provenir de otro lado. Es recomendable establecer los objetivos a partir de las preguntes de investigación: si son tres preguntas los objetivos deben ser tres, es decir, ofrecer una explicación-respuesta de cada una de ellas. Y lo mismo la justificación: visto el problema, se debe argumentar acerca de su impacto práctico y de la relevancia que tiene su estudio para conocer un poco más la realidad social o natural.

En resumen, como anotan Camacho y López, y otros:

“Cuando se quiere investigar, es recomendable revisar y familiarizarse con lo escrito, teórica y empíricamente, reportado en la literatura, relacionado con el tema de nuestro interés. De esas lecturas aprenderemos los enfoques conceptuales diversos que pudiera haber al respecto del fenómeno o fenómenos que queremos investigar. De esa manera, entramos en contacto con las formas de imaginar esos fenómenos por parte de otros autores, con los cuales podremos estar de acuerdo o no. Estaremos en mejor posición para entenderlos, tal vez, y llevar a su falsación algunas implicaciones que se hayan investigado toda vía o deducir algunas otras, ayudándonos para ello con el modo lógico de pensar. Podremos incluso, crear un nuevo modelo o microteoría, conjuntando o articulando algunos constructos nuevos, pensados por nosotros mismos o armándolos a partir de los de aquellos que fueren conmensurables, derivados de diferentes teorías. Por conmensurable nos referimos a la propiedad de los constructos que les permite eslabonarse entre sí, aun cuando su origen no sea una misma matriz conceptual. Básicamente, se refiere a su compatibilidad para la falsabilidad mediante la investigación científica.

Por tanto, podemos decir que el valor de la lógica para el proceso de la investigación científica, se encuentra definitivamente en las primeras etapas de la misma, cuando se está pensando cómo conceptualizar mejor los fenómenos, para entenderlos. Es decir, la lógica sirve mucho al proceso de la investigación porque le permite al científico razonar, pensar en diferentes alternativas plausibles y elaborar conceptos que expliquen, provisional y tentativamente, los fenómenos. Sin embargo, también es importante cuando se elaboran las hipótesis, para así dirigir mejor los esfuerzos de la recolección de información. Finalmente, también es importante al hacer las inferencias o interpretar el significado de los nuevos datos, derivados de la investigación científica” (Camacho y López, et al., 2015)

2. La investigación científica empírica en la educación

El ámbito educativo es parte de la realidad social. En las sociedades actuales, la educación ha alcanzado tales niveles de complejidad que su estudio se ha convertido en uno de los ejes más importantes de la investigación social. No es para menos: los sistemas educativos (en todos sus niveles) son decisivos en la configuración de las sociedades, y no sólo en lo que se refiere a su influencia en la integración social y cultural de sus miembros (González, 2010), sino en las capacidades intelectuales y morales (menores o mayores) que es capaz de forjar en ellos. Hoy por hoy, la influencia de la educación, a través del cultivo de saberes científicos y tecnológicos, es decisiva para el desarrollo socio-económico y el bienestar ciudadano. Así como es de compleja, la educación (el ámbito educativo de la sociedad) es fuente de dinámicas (y situaciones problemáticas) que constituyen un desafío para la investigación científica.

Antes de puntualizar en qué consiste (o cómo se puede entender razonablemente) la investigación científica en educación es oportuno decir que esta investigación se puede realizar (de hecho, se está realizando) desde distintas ciencias sociales.  Esto no debe confundirse con las llamadas ciencias de la educación que, por cierto, requieren de una aclaración conceptual, pues hay bastante confusión sobre lo que ellas significan. Con las “ciencias de la educación” sucede como con las llamadas “ciencias policiales”, que no existen (aunque sí existen las ciencias sociales que se ocupan de lo policial, la seguridad, la violencia y el crimen):  aquí lo que hay son ciencias sociales (o algunas disciplinas suyas) que se ocupan de lo educativo. Ahora bien, buena parte de los saberes educativos son normativos y procedimentales, no explicativos. Y algunos de esos saberes son generados desde el propio quehacer educativo o desde otras fuentes académicas, religiosas, morales o jurídicas.

Por cierto, un tema relevante es cómo se conforma una ciencia. Y es esclarecedora de una disciplina científica que actualmente se está consolidando: la astrobiología. Esto es claro en el libro de Carlos Briones ¿Estamos solos? En busca de otras vidas en el cosmos (Briones, 2020) en el que se relata algo que está ocurriendo ahora mismo: la consolidación de la astrobiología como una nueva disciplina de las ciencias naturales, cuyo objetivo es “el estudio del origen, evolución y distribución de la vida en el universo”. Briones relata el contexto institucional que da soporte a esta joven disciplina científica, lo mismo que a su campo problemático de estudio y sus referentes teóricos y empíricos. Si alguien quiere entender con seriedad el tema de cómo se constituye una disciplina científica una mirada al libro de Carlos Briones le será de gran utilidad. Como dice González, en “Las ‘ciencias jurídicas’ ¿son ciencias?” (González, 2020):

“Se suele decir que una ciencia es tal cuando tiene un objeto de estudio propio, no compartido con otras ciencias. En una primera aproximación esa afirmación es correcta, pero hay que añadir que distintas ciencias (o ramas o disciplinas suyas) pueden cruzarse en sus investigaciones y explicaciones de un determinado ámbito de la realidad y ello ha dado pie al surgimiento de disciplinas científicas que expresan ese cruce (bioquímica, paleoantropología, neuropsicología, etc.).  Asimismo, la otra cara de la moneda es que, además un ámbito de estudio propio, una ciencia se constituye cuando se apodera de (o construye un) conjunto propio de conceptos, marcos de referencia, hábitos, procedimientos y explicaciones (con sostén empírico) sobre el ámbito de la realidad del cual extrae sus problemas y enigmas. Es lo que Thomas Kuhn llamó un paradigma.

La consolidación de una ciencia camina, pues, por el doble carril apuntado, y las que han llegado más lejos (ciencias indiscutibles: física, biología, astronomía y química, todas ellas verdaderas disciplinas formadas por varias ramas o áreas especializadas (como la física atómica, la etología, la microbiología, la biología molecular, la paleontología o la química orgánica) tienen unos sólidos cimientos conceptuales y lógicos y una sólida fundamentación empírica, y ambas dimensiones tejen las explicaciones (teorías) que han elaborado sobre los ámbitos de la realidad de las que se ocupan. En las llamadas ciencias sociales, las disciplinas que más lejos han llegado en el cumplimiento de ambos requisitos son la economía (ciencia económica), la psicología evolucionista y cognitiva (que se ha articulado con la neurología y otras ramas de la biología para dar lugar a las neurociencias), la ciencia política y la historia. La sociología y la antropología todavía no logran afianzarse como ciencias, aunque algunas ramas suyas lo hacen mejor que otras.

Tener un ámbito propio de estudio y tener un marco conceptual (categorial) propio –es decir, no tomado de otras disciplinas o ciencias— van de la mano. El uno es requisito para el otro, y las ciencias naturales y las ciencias sociales (de éstas, las más consolidadas) lo lograron poco a poco, luego de un trabajoso desarrollo histórico. No nacieron por decreto, porque a alguien se le ocurrió crear unas “ciencias naturales” o unas “ciencias sociales”. Las ciencias particulares que llegaron, con el paso del tiempo, a agruparse como “sociales” o “naturales” fueron primero, y siguen siendo, ciencias individuales, bien delimitadas en lo conceptual y en lo empírico. Llamarlas ciencias sociales o ciencias naturales no es algo difuso o genérico, sino algo con un perfecto y total significado. Por cierto, hasta tiempos recientes –finales del siglo XIX— la palabra ciencia se comenzó a aplicar a ciertas áreas del conocimiento (que eran parte de la filosofía natural) y se comenzó a llamar científicos (no filósofos naturales) a sus cultivadores. Eso no quiere decir que la ciencia comenzara entonces”.

Pues bien, buena parte de los saberes educativos (o jurídicos o policiales) son normativos y procedimentales, y que esos saberes se alimentan de distintas fuentes. Una fuente fundamental debería ser la científica, la cual, lamentablemente, todavía no ocupa el lugar que le corresponde como sostén de normas y procedimientos educativos. Y, en el caso de la educación, esto es esencial pues no hay educación sin cultivo del conocimiento y el mejor conocimiento disponible es el conquistado mediante las ciencias naturales y sociales. O sea, los saberes educativos –los que atañen a la pedagogía y la didáctica— y los que atañen a los contenidos educativos (teóricos y metodológicos) que se debaten y comparten en las aulas deberían estar cimentados en los mejores logros y explicaciones de la ciencia. Entonces, si bien no hay unas ciencias de la educación –en el sentido que hay ciencias sociales y ciencias naturales—sí hay ciencias sociales que se ocupan de lo educativo. ¿Cuáles?  Es lo que se verá a continuación.

La sociología, la economía, la psicología, la ciencia política, la historia y la antropología. No sólo es que estas ciencias y sus disciplinas (o algunas de ellas) sean (o deban ser) parte de los contenidos de la enseñanza (en la época actual), sino que esas ciencias se ocupan, desde distintos ángulos, de las distintas dinámicas, ejes y procesos –en definitiva, de las situaciones problemáticas y problemas concretos— que se suscitan en el ámbito educativo tal y como este funciona en las distintas sociedades. Una parte importante de este abordaje científico social sobre la educación es de tipo reflexivo-conceptual.  Y en este campo, la sociología, desde su fundación –a finales del siglo XIX—no ha dejado de afinar sus conceptos sobre distintos aspectos involucrados en la educación y también sobre las implicaciones de la educación no sólo para la integración social y cultural (González, 2010), sino para el desarrollo económico (González, 2018; González, 2021). Ha sido y es tan importante para la sociología la educación que se ha configurado un campo casi disciplinar llamado “sociología de la educación” que utiliza las herramientas y enfoques de la sociología para abordar distintas problemáticas educativas (Garro Gil, s.f.).

Pero no sólo se trata de la sociología; también las ciencias sociales mencionadas abordan asuntos educativos desde distintos ángulos y enfoques. Y esos abordajes no han sido solo conceptuales, sino que han ido de la mano de (o han dado la pauta para) la investigación en el terreno, es decir, para esfuerzos de investigación de problemas reales generados en el ámbito educativo. Esos esfuerzos investigativos, tratando de ceñirse a criterios y lógica básica de la ciencia, han ido creado una tradición de investigación empírica en la educación que, al día de hoy, acumula no sólo un importante arsenal de datos (cuantitativos y cualitativos) sobre distintos sistemas y componentes educativos, sino una pericia y experiencia acumuladas en investigación de campo de enormes implicaciones para la investigación posterior.

Es decir, en investigación educativa empírica no se parte de cero, pues tanto a nivel internacional como nacional se han logrado avances al menos de mitad de los años 60 y 70 del siglo XX.  ¿De qué se habla cuando se dice investigación empírica educativa? Se trata de una investigación que, para comenzar, identifica problemas reales en los sistemas educativos y se propone explicar los factores que los generan; esos objetivos explicativos se traducen en la formulación de hipótesis operativas que guían la búsqueda de datos (con las técnicas e instrumentos oportuno) lo más completos posibles (cuantitativos y cualitativos) desde los cuales se de solidez a la hipótesis explicativa que se ha formulado.  Si los datos son sólidos y coherentes con la hipótesis, los investigadores esperan haber encontrado una buena explicación al problema estudiado, y desde ahí se suelen proponer estrategias de intervención, en el esquema siguiente:

Explicación científica de un problema educativoà estrategia de intervención educativa

De aquí que, aunque en la investigación empírica educativa haya problemas que sea urgente resolver y que la meta sea el diseño de una estrategia correctiva, no es esta última el punto de partida investigativo ni la que marca las pautas del proceso investigativo; lo que gobierna este proceso es la lógica científica que es de tipo explicativo: identificar los factores que se relacionan con un problema (en este caso educativo) y determinar la forma o el modo cómo se da esa relación: causación, correlación, condicionalidad, funcionalidad o asociación. Hasta que se satisface este proceso (hasta que se concluye) de la investigación científica educativa se pueden derivar líneas de acción o de intervención que, por cierto, no suelen correr a cargo del investigador o investigadores. Y ello porque estas intervenciones requieren de componentes tecnológicos, legales, financieros y políticos que están fuera del alcance y capacidades de los científicos sociales.

Tomar decisiones de intervención educativa a partir de estudios científicos de la educación no es algo bien asentado en el quehacer estatal-político de varias (quizá demasiados países). Una costumbre bien afianzada es la diseñar intervenciones para “resolver” problemas sin antes contar con un examen explicativo de los factores que los generan (los causan o influyen decisivamente en ellos).  Esto no sólo sucede en la educación, sino en otros campos, tal como lo revela la emergencia por coronavirus de 2020.  Muchas veces las “intervenciones” están motivadas por una mezcla de preocupación por las implicaciones de un problema (real) que afecta la dinámica social –y al cual se quiere dar una respuesta rápida— con obligaciones, presiones o intereses políticos que llevan a las autoridades públicas a precipitarse y actuar, a partir de la información (a veces no tan buena) con la que cuentan o a partir de sus propios prejuicios. Como quiera que sea, esto da lugar a colocar la “carreta delante de los bueyes”: a lo mejor la intervención funciona (y a lo mejor no por la intervención que se hizo, sino por otros factores), pero es alta la probabilidad de que ello no sea así y que el problema que quiere corregir termine siendo mucho más grave.

3. Reflexión final

El recelo hacia el conocimiento científico (que se manifiesta a veces como un abierto anti-cientificismo) tampoco ayuda a que la investigación científica sea el punto de partida previo para intervenciones correctoras de problemas. De todos modos, contra viento y marea, la investigación científica pone en evidencia, día a día, sus fortalezas y lo necesaria que es para dar a las estrategias de intervención una base para obtener mejores resultados, pues permite identificar con mayor precisión que los prejuicios, los mitos o las ilusiones los factores que causan o provocan un problema. En educación, en donde las problemáticas son de lo más diverso y complejo, en donde son necesarias unas intervenciones eficaces, la investigación científica viene mostrando, desde hace un tiempo, sus capacidades de ayuda.  Como anotan Meneses, et al. (2018):

La intervención educativa forma parte de la práctica habitual de muchos profesionales que, en sus ámbitos específicos de actuación, se proponen planificar e implementar acciones que conduzcan a mejorar las oportunidades en la vida de las personas. Tanto en el ámbito de la educación formal como en el socio comunitario y el laboral, el éxito de las intervenciones que se plantean estos profesionales está íntimamente ligado a su capacidad de reflexión sobre las prácticas de enseñanza y aprendizaje que promueven y, particularmente, a la manera que tienen de fundamentarlas y evaluarlas para intentar desarrollarlas de la mejor manera posible. En este sentido, las últimas décadas de discusión en torno al papel de la investigación en el ejercicio profesional de la educación han servido para dejar atrás la época en que las decisiones se basaban en intuiciones, creencias o convicciones personales. Actualmente, en cambio, existe un importante consenso sobre la necesidad de que los profesionales lleven a cabo una actuación responsable que aspire a utilizar, siempre que sea posible, los métodos y procedimientos avalados por sus resultados y que, en último término, sometan sus intervenciones a un escrutinio y a un análisis sistemático que permita su evaluación” (Meneses, et al., 2018).

Entonces, la investigación científica (empírica) educativa se caracteriza por ser un quehacer explicativo de problemas educativos; es un quehacer que siguiendo la lógica de la investigación científica identifica problemas educativos reales, se hace preguntas sobre ellos, a los que siguen unas hipótesis: estas trazan la ruta de los datos que se requieren (cuantitativos y cualitativos) que se requieren, lo mismo que el tipo de técnicas e instrumentos necesarios para su búsqueda y procesamiento. Es empírica, precisamente, porque se ocupa de problemas reales y porque sostiene sus conclusiones con datos tomados del mundo real. Citando de nuevo a Meneses et al.:

“La consideración de la investigación científica como un proceso cíclico o iterativo en el que la recogida y el análisis sistemáticos de la información obtenida permiten mejorar nuestra comprensión sobre los fenómenos que nos hemos propuesto entender no solo pone de manifiesto el carácter empírico de esta manera de obtener nuevos conocimientos, sino que sitúa en primer plano la relevancia de los resultados que proporciona para poder hacerlo. Como decíamos, más allá de la diversidad de metodologías disponibles para llevarla a cabo, la investigación científica hace avanzar el conocimiento gracias a los indicios o las pruebas que es capaz de obtener para apoyar sus conclusiones y, de esta manera, ofrecer una cierta garantía de que el conocimiento generado se ajusta a lo que realmente ocurre con los fenómenos que queremos conocer. Estos indicios o pruebas son lo que, en este manual, llamamos evidencias cien-tíficas que, como veremos a continuación, tienen un papel clave al servicio de la fundamentación y la evaluación de las intervenciones educativas” (Meneses, et al., 2018).

Y, para terminar, conviene citar esta puntualización sobre el carácter de la investigación empírica en educación:

“La investigación educativa –dice Alicia Puebla Espinosa— equivale a investigación científica aplicada a la educación y debe ceñirse a las normas del método científico en su sentido más estricto. Desde esta perspectiva, se da carácter empírico de la investigación apoyándose en los mismos postulados que las ciencias naturales. Desde este punto de vista, investigar en educación ‘es el procedimiento más formal, sistemático e intensivo de llevar a cabo un análisis científico’ (…). ‘Consiste en una actividad encaminada hacia la creación de un cuerpo organizado de conocimientos científicos sobre todo aquello que resulta de interés para los educadores” (Puebla Espinosa, 2014).

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Fuente de la información: https://insurgenciamagisterial.com/reflexiones-sobre-investigacion-educativa/

Fotografía: UNAE

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